Edouard se encontraba concentrado al máximo, con los ojos cerrados y la cabeza vuelta hacia un punto indefinido, en dirección —intuyó Mathieu— al origen de la señal interdimensional que percibía. No se escuchaba bien, reconoció, y es que la Colmena de Kronos se hallaba en las profundidades de la región de los condenados. Esto dificultaba la llegada de la comunicación, como si se tratara de una precaria cobertura de telefonía móvil.
—Es Pascal —confirmó al fin el joven médium, sin modificar su postura estática—. Ya han iniciado el primer viaje en la Colmena de Kronos.
Mathieu no pudo aguantar, su pasión por la historia se desbocaba incluso en aquellas circunstancias.
—¿En qué época han aterrizado?
A pesar de lo peligroso que resultaba desplazarse como lo estaban haciendo sus amigos, entre momentos terribles de la historia, Mathieu habría dado lo que fuera por poder ver con sus propios ojos las escenas de las que Pascal y Dominique estaban siendo testigos. Suponía un auténtico sueño para él… que nunca cumpliría.
—Roma —respondió Edouard, al cabo de unos segundos—. Están… joder —ni siquiera él logró conservar la calma ante la información que le llegaba desde el Más Allá—. En la arena de un anfiteatro, a punto de combatir. Los han cogido… como gladiadores.
Mathieu tardó en reaccionar. ¡Como gladiadores! Imposible… pero cierto. Tenía que serlo.
—Acaban de enfrentarse a un tigre. Y con éxito —añadió Edouard, recuperando el aliento conforme le iba llegando la información.
Mathieu valoró aquel dato, decidido a ignorar su propio asombro.
—El emperador no contaría con que sobrevivieran, seguro. Ahora tendrá demasiada curiosidad, querrá ver el modo en que luchan contra adversarios humanos antes de otorgarles algún privilegio. ¿Cómo los han preparado para el combate? ¿Con qué armas?
—¿Para qué quieres saber eso? —Edouard era consciente de que cada minuto de contacto con el Viajero era muy valioso; las preguntas tenían que ser necesarias.
—Determinar qué tipo de gladiadores son —señaló Mathieu— es importante para concretar cómo será el combate.
Edouard asintió, ahora convencido, mientras formulaba el interrogante para Pascal.
—Un casco liso con una visera que solo cuenta con agujeros para los ojos y la boca, una espada corta, un escudo circular —comunicó minutos después.
—Son secutores —Mathieu, convencido, tecleaba en su ordenador portátil—. Sus cascos eran planos para que no se engancharan con las redes de los reciarios.
Edouard se encogió de hombros.
—¿Qué le digo a Pascal?
—Tienen que prepararse para luchar contra los reciarios: siempre enfrentaban a los secutores con ellos. Se trata de unos gladiadores que no llevan casco ni espada, pero son expertos en lanzar una red para inmovilizarte. Entonces te atacan con un puñal o un tridente, sus armas típicas. Son muy peligrosos; tienen que destruir sus redes en cuanto puedan.
El joven médium transmitió aquella información.
—Diles que recuerden que si vencen en el combate, no deben matar ni dejar vivo al adversario sin consultar primero con la autoridad romana que presida el espectáculo —añadió Mathieu, procurando pensar en todo—. O se meterán en problemas. La mano con el pulgar horizontal, moviéndolo hacia el cuerpo, es la señal con la que se indica la muerte del gladiador.
—Pascal pregunta si Lena Lambert podría estar en el anfiteatro.
Mathieu barajó aquella posibilidad.
—Por las fotos que hemos visto, esa mujer siempre intenta ocupar buenas posiciones sociales. A ver. En la zona de las gradas, Pascal debe distinguir cuatro sectores bien delimitados: el más próximo a la arena está ocupado por autoridades, senadores y altos cargos. Tal vez ella se encuentre allí, si acompaña a algún hombre.
Minutos de silencio, mientras Edouard repetía mentalmente aquella información.
—No la ve —Edouard volvía a actuar como intermediario—. ¿Entonces?
Mathieu se acariciaba una oreja, pensativo.
—La zona media de las gradas es la destinada para el pueblo, pero siendo mujer no podría estar ahí. Las mujeres y los que no tienen derechos ocupan la zona más elevada. Allí es donde podría estar de haber acudido al espectáculo. No se me ocurre otro sitio.
Marcel y Michelle contemplaron la nueva planicie agrícola que se extendía frente a ellos, hectáreas de cultivos de trazado geométrico salpicados de algunas arboledas encajadas entre parcelas. De vez en cuando, diminutas construcciones alteraban aquel paisaje sereno que observaban de pie junto a su vehículo.
Ambos habían consultado por enésima vez sus móviles, por si la bruja había respondido a sus llamadas. La esperanza es lo último que se pierde, aunque en el fondo de sus mentes ya no albergaban ninguna duda: le había sucedido algo. Y algo malo.
—Tengo la convicción de que Daphne no puede andar lejos —comentó el forense, con un atisbo de contrariedad en la voz que se imponía a su honda preocupación—, pero al mismo tiempo va a ser muy difícil que demos con ella si no detectamos alguna pista que nos oriente. Yo confiaba en encontrar su coche aparcado por esta zona. Se vería de lejos.
Michelle estuvo de acuerdo.
—Pienso lo mismo. Creo que no nos queda más remedio que recurrir a Edouard; si lo traemos aquí, seguro que logra detectar la presencia de su maestra.
—Sí, seguro que entre ellos pueden percibirse. Incluso ahora.
Se quedaron en silencio, calibrando si tomar aquella determinación. Los dos estaban cansados de recorrer kilómetros sin ningún resultado, pero al mismo tiempo sentían una cierta culpabilidad al plantearse volver a la ciudad, aunque fuese para recoger al joven médium. Era como abandonar a su suerte, siquiera por un rato, a Daphne. Imaginaban su rostro implorando ayuda.
¿Dónde estaba? ¿Qué le había sucedido? ¿Por qué no había pedido ayuda?
—¿Y si el tiempo que perdemos yendo a buscar a Edouard elimina definitivamente la posibilidad de encontrar a Daphne? —Michelle manifestaba su indecisión—. ¿No deberíamos seguir buscando?
Marcel negó con la cabeza.
—No hay manera de saber cuál es la opción correcta. Es el tipo de duda que no sirve más que para impedir cualquier movimiento —sacudió la cabeza, enérgico—. No, si nos quedamos aquí, tampoco vamos a solucionar nada. Necesitamos a Edouard. Y aún queda algo de luz.
—Pero eso implica alejarlo de la Puerta… ¿Podrá captar desde aquí comunicaciones del Más Allá, si Pascal intenta ponerse en contacto con nosotros?
—Las capacidades de Edouard no dependen de la Puerta —explicó el Guardián—. Lo que ocurre es que la proximidad con ese umbral multiplica su eficacia. Desde allí detecta con mayor facilidad cualquier llamada que proceda de la dimensión de los muertos. Por eso es conveniente mantenerlo en el palacio, pero no imprescindible.
Michelle entendió.
—Supongo que ahora merece la pena dificultar un poco su tarea de receptor.
—Eso es. Edouard tiene que venir aquí. Con urgencia. Daphne nos necesita.
Los dos miraron hacia el cielo. La tarde iba declinando, no debían retrasar mucho más su decisión si querían evitar que la noche los sorprendiese entre los campos de cultivo.
—Vamos —concluyó el Guardián—. Antes de que todo se nos escape de las manos.
Los dos se introdujeron en el coche. Mientras Marcel arrancaba, Michelle no logró evitar pensar en Pascal, y se dio cuenta de que su interés en acudir hasta el palacio de Le Marais iba más allá del recurso a la ayuda de Edouard para localizar a la vieja Daphne. Necesitaba noticias del Más Allá, las había aguardado durante todo el día. Tanto por Jules… como por Pascal. Solo ahora se percataba de ello, y era capaz de identificar una inquietud íntima que no la abandonaba en ningún instante, una inquietud que había achacado erróneamente a la desaparición de Daphne.
Claro que la ausencia de noticias en torno a la vidente ayudaba a intensificar su malestar. Pero la esencia de su preocupación iba mucho más allá. Tenía su origen en la amistad que la unía a Jules… y en ese algo más que experimentaba al pensar en Pascal.
Sí. Su coraza de enfado se iba agrietando conforme transcurría el tiempo. Michelle se daba perfecta cuenta y en su interior descubría un cúmulo de sentimientos hacia el chico español cuya viveza no se había enfriado a pesar de todo lo sucedido.
Vaya sorpresa.
Su enfado le había impedido ver algo que estaba allí desde el principio, dentro de ella.
La cuestión fundamental era si estaba dispuesta a alimentar de nuevo esos sentimientos o si, por el contrario, debía aplacarlos por la decepción que todavía aleteaba en su interior al recordar el comportamiento de Pascal.
Michelle rompió súbitamente la trayectoria de sus pensamientos, despertando a la realidad con su acostumbrada fuerza. ¿Pero acaso se podía frenar lo que imponía el corazón? ¿Se iba a dejar llevar por algo tan estúpido como el orgullo?
Lo que había nacido entre ellos era demasiado valioso para cometer aquel error.
La palabra «perdón» se dibujó en su mente. Y sonrió.
Pascal desistió pronto en su empeño de búsqueda en el anfiteatro y cortó la comunicación con el mundo de los vivos; entre los miles de personas que se agolpaban en las últimas zonas de las gradas, hubiera sido imposible distinguir a Lena Lambert. Tal vez estuviese allí, obligada por las circunstancias a contemplar un espectáculo que a buen seguro le desagradaba, pero él no la descubría. Tendría que fiarse de su intuición, como ya había hecho al elegir la primera celda de la Colmena de Kronos.
Ni siquiera había tenido ocasión de preguntar por Jules al joven médium, pero las circunstancias en las que se veían envueltos eran demasiado acuciantes como para pensar en otra cosa que no fueran ellos mismos y su propia supervivencia.
Unos soldados los alcanzaron en la arena y les hicieron detenerse. Habían llegado al centro de la zona de combate. Entonces, los dos chicos fueron obligados a girarse hacia una especie de palco, separado del resto de la zona de las gradas, donde permanecían varias personas cuya lujosa vestimenta indicaba su elevada categoría social. También distinguieron militares y algunos esclavos que ofrecían bebidas y alimentos.
El hombre que ocupaba la posición central de la tribuna se puso en pie e hizo un gesto, al que siguió un entusiasta rugido del público.
—Tiene que ser el emperador —susurró Pascal tras la visera de su casco—. Esto va a comenzar ya, Dominique.
Su amigo había asentido, demasiado intimidado para decir nada.
Cerca de ellos surgieron dos corpulentos gladiadores. Llevaban la cabeza descubierta y vestían una túnica corta. Su brazo izquierdo aparecía cubierto con una manga. Arrastraban cada uno una red, enganchada en una de sus manos, mientras con la otra sujetaban un tridente.
Se detuvieron a escasa distancia de los chicos, sin alterar su gesto severo.
El Viajero pudo comprobar que las suposiciones de Mathieu se iban cumpliendo. Allí estaban los reciarios a quienes se iban a enfrentar.
Se oyó el bramido prolongado de un cuerno. A continuación, varios hombres delimitaron la zona de combate haciendo marcas en la arena con bastones.
Pascal dirigió una última mirada a la tribuna imperial, antes de centrarse en la lucha que estaba a punto de comenzar. Y entonces la vio.
Era Lena Lambert. Sin margen de error. A pesar de su elegante vestimenta de patricia y su peinado, el Viajero atisbó desde la distancia las facciones de su rostro e intuyó, en los adornos plateados que llevaba, aquellos pendientes en forma de gota y el colgante. Era ella sin duda, situada a muy pocos metros del emperador.
Sí, Lena Lambert siempre se las ingeniaba para ocupar posiciones elevadas. Pascal lo entendió. ¿Acaso no habría procurado él hacer lo mismo si se viese obligado a sufrir, una vez tras otra, momentos espantosos de la humanidad?
No obstante, ni siquiera a Mathieu se le había ocurrido que pudiera haber llegado tan alto. Se les había olvidado el exhaustivo conocimiento histórico que aquella mujer debía de haber atesorado a lo largo de tantos años vagando por la Colmena de Kronos, que le permitía moverse con mucha mayor soltura que ellos por esas épocas.
Así que su intuición como Viajero no había fallado, se dijo Pascal. Habían acertado a la primera al escoger la celda de la Colmena de Kronos.
—Dominique.
—Qué.
—Mira hacia el emperador.
—¿Qué pasa?
—Más a la derecha, la mujer del vestido blanco que ahora bebe de una copa.
Dominique siguió las instrucciones hasta distinguirla.
—No me digas que es ella.
El chico no había tenido ocasión de ver ninguna imagen de Lena Lambert, pero la brusca reacción del Viajero lo permitía deducir sin esfuerzo.
Pascal contuvo el aliento.
—¡Sí! Tenemos que vencer como sea, Dominique. Como sea. Ahora más que nunca, no se nos puede escapar.
El Viajero no conseguía despegar los ojos de la mujer. Lástima que la indumentaria que ellos presentaban no había llamado su atención. Lo único que podía delatarlos a la vista de Lena Lambert era el calzado, pero sus zapatillas negras no se distinguían bien a tanta distancia, ni ella se fijaría en un detalle tan insignificante. ¿Tal vez la mochila que cargaba a su espalda?
—No creo que le motive nada esto de los gladiadores —comentó Dominique, adivinando los pensamientos de su amigo—, así que apenas prestará atención. No hay ninguna posibilidad de que imagine de dónde venimos.
—Estoy de acuerdo. Habrá acudido obligada por el papel que desempeña en esta época, así que procurará pasar del espectáculo. Y es una pena. Seguro que si se diese cuenta de quiénes somos, haría algo para encontrarse con nosotros.
—¿Y el pañuelo que te dio Marcel Laville?
Pascal se lo había mostrado durante el camino hasta Kronos.
—Estamos demasiado lejos para que lo reconozca. Además, ella misma tiene que tener mucho cuidado con delatarse en público.
Ambos se daban cuenta de que, llegados a ese punto, el combate era inevitable.
El clamor de los espectadores volvió a dejarse oír, lo que recuperó en ellos, de forma súbita, la atención por lo que estaba sucediendo sobre la arena: los gladiadores reciarios ya habían empezado a moverse hacia los chicos y se separaban para rodearlos.
La lucha había comenzado.