Ataviados como gladiadores, Pascal y Dominique avanzaban en silencio por una rampa ascendente, el gesto grave bajo los cascos, cada uno imbuido de sus propios pensamientos, mientras sostenían el escudo y empuñaban la espada con una convicción algo titubeante. Iban escoltados hacia la salida que conducía a la arena del anfiteatro, una zona abierta en el centro de aquella construcción circular transformada para ellos en patio de ejecuciones.
Apenas alcanzaban a presentir el latido de sus corazones bajo el pecho descubierto, casi detenidos por la impresión. Aquello no podía estar sucediendo.
Atrás dejaban al resto de luchadores, amparados en las sombras de las estancias subterráneas hasta que llegase su turno, unos hombres que los miraban con inusitado respeto ante la firmeza de sus pasos, que no parecían flaquear mientras caminaban hacia la muerte. Tanto Pascal como Dominique eran muy conscientes de que su aparente dignidad no obedecía tanto a la valentía como al estupor; no acababan de creerse lo que iba a ocurrir.
En la Colmena de Kronos nunca había margen para asumir lo que se vivía. Y casi era mejor así.
El eco del clamor de los espectadores iba ganando en intensidad a cada paso, rebotando en los tabiques de piedra como si rastreara a las primeras víctimas del espectáculo. Aquel rugido creciente encogía a los chicos a medida que se aproximaban al acceso cuyo resplandor mitigaba la penumbra del corredor por el que se desplazaban, abandonando los sótanos. ¿Regresarían vivos? ¿Quedarían sus cuerpos tirados sobre la arena, sentenciándolos a ellos y a Jules a un destino de perpetua desgracia?
¿Retornaría el Viajero al mundo de los vivos?
Pascal pensó en su familia, en Michelle. Recuperó para su consuelo aquellas facciones suaves aunque enérgicas que descubría siempre en el rostro de su amiga, el pelo lacio sobre sus ojos brillantes, su cuerpo tentador bajo la vestimenta gótica. Y sus labios. En su mente se dibujó entonces, no pudo evitarlo, el semblante severo de ella, una mirada acusadora de la que no había conseguido librarse desde que le confesara sus secretos. Le pidió perdón una vez más.
«Michelle, empecemos de nuevo. Dame otra oportunidad.»
La quería más que nunca, la necesitaba a su lado. Una vez más, la atmósfera de soledad que se respiraba en el Más Allá ayudaba a desnudar los sentimientos. La ausencia de lo superfluo ponía en evidencia la realidad, impedía la alternativa de camuflarla, y Pascal se daba perfecta cuenta de ello.
Incluso aunque Michelle insistiera en no revelar con su actitud si lo que sentía por él era lo suficientemente fuerte para superar su despecho.
En el fondo, le daba igual. Pascal no era capaz de renunciar a lo que sentía por ella, en su interior seguía alimentando la ilusión de que quizá en algún momento el pasado dejara de lastrar el presente de Michelle y permitiese albergar la esperanza de un futuro compartido.
«Cometí un error, Michelle. Perdóname.»
Entonces llegaron hasta el acceso a la arena. Se detuvieron justo antes de salir a escena, conteniendo el aliento. Pascal miró a su amigo y Dominique le devolvió la mirada.
El sonido exterior era ensordecedor.
Marcel y Michelle, ya en el coche, acababan de reanudar la búsqueda de Daphne. Su vehículo se alejaba entre baches de la granja donde se habían quedado los demás, provocando una nube de polvo tras ellos. El panorama a su espalda quedaba tan nebuloso como su propio horizonte.
Incluso en el interior del coche, sin embargo, notaban las miradas fijas de aquellos extraños jóvenes que habían llegado desde la ciudad para analizar los cadáveres de los perros. Aunque su aspecto resultaba a todas luces sospechoso, al menos no parecía que estuviesen implicados en la desaparición de la vidente.
El forense, concentrado en el volante, se dirigió entonces a Michelle.
—¿Qué opinas de lo que hemos visto en esa furgoneta?
La chica suspiró ante el semblante perplejo del Guardián.
—Estacas, frascos con líquido transparente, ajos, crucifijos… —Michelle detuvo su enumeración—. Son una especie de… caza-vampiros, ¿no?
Marcel asintió.
—Son simples aficionados, aunque debo reconocer que saben moverse. ¿Cómo se habrán enterado de lo de los perros? Esa noticia no ha podido salir en muchos medios…
—Ni idea. Pero nos van a dar problemas —presagió Michelle, inquieta—. De momento, ya han localizado el rastro de Jules. Y no lo perderán.
La chica imaginaba que ese encuentro no sería el último. Con la diferencia de que, en futuras ocasiones ya todos sabrían a qué atenerse.
El forense, que también estaba de acuerdo en que los cadáveres de los perros constituían una indiscutible señal de Jules, volvió a coincidir con Michelle respecto a la potencial conflictividad de aquellos muchachos:
—Me temo que tienes razón. Puede que vuelvan a cruzarse en nuestro camino.
—Aunque lo normal sería que no lograran avanzar más —ella quiso dudar ahora, reacia a asumir nuevos obstáculos—. Son solo unos chicos algo desequilibrados… que han encontrado una distracción que acaba de conducirlos, por accidente, a un verdadero indicio.
—Los típicos jóvenes con problemas de integración que se juntan y terminan por perder el contacto con la realidad —señaló Marcel—. ¿Y no es ese perfil precisamente el que siempre acaba cometiendo alguna barbaridad? Volveremos a encontrarnos con ellos, ya verás. Y no estarán tan… dóciles.
El forense se quedó unos minutos reflexionando, mientras ambos observaban el paisaje que iba quedando a ambos lados del vehículo, a la búsqueda de cualquier rastro que pudiera arrojar luz en la búsqueda de Daphne. Marcel no se quitaba de la cabeza la mirada calculadora de ese tal Justin, su gesto férreo. Era, con diferencia, el más peligroso de los tres miembros del grupo. Tenía previsto consultar en comisaría si tenía antecedentes; por algo se había quedado con sus identidades.
—Supongo que la sorpresa y la presencia del granjero han impedido que reaccionaran de forma más agresiva —terminó concluyendo— antes de que conocieran mi vinculación con la policía. Pero el hecho de que hayan descubierto el rastro de los perros ha tenido que tratarse de una simple cuestión de suerte —adoptó un mohín escéptico—. ¿Cuál será su próximo paso? No creo que tengan medios ni información para seguir avanzando.
—Algo harán —concluyó Michelle, ya convencida—. No sé cómo, pero algo harán. ¿Has visto la cara de fanáticos que tenían?
Por supuesto que el Guardián se había percatado de ello, un hecho poco halagüeño; era cierto que los radicales no se detenían ante nada, ni se desanimaban. Aun así, el semblante de Michelle ofrecía un aspecto demasiado angustiado.
—¿De qué tienes miedo, Michelle?
Ella se mordió un labio, procurando controlar sus sentimientos.
—De que encuentren a Jules antes que nosotros. De eso tengo miedo.
Pascal y Dominique salieron, por fin, a la luz. Cegados por ella en un principio, solo fueron conscientes de que caminaban sobre un firme de tierra que vibraba en medio de un alboroto bestial, atronador, que se elevaba hasta el cielo a cada metro que avanzaban. Cuando pudieron abrir bien los ojos, intimidados ante el escándalo que los rodeaba, solo fueron capaces de girar sobre sí mismos, absortos, mientras contemplaban los miles de personas que se inclinaban hacia ellos desde las gradas, jaleándolos. Era abrumador.
Una catarata de voces y sonidos se precipitaba sobre ellos.
Se hallaban en medio de una espectacular construcción circular de tres alturas, con podio, en la que se distinguían arquerías y bóvedas de piedra. Bajo sus pies, sobre la arena, apreciaron manchas oscuras, siniestras señales de derramamientos recientes de sangre.
—Quiero largarme de aquí —susurró Dominique con voz temblorosa, a través de la máscara de su casco—. Esto es demasiado fuerte incluso para un muerto.
—Tarde —contestó Pascal mientras se secaba las palmas de las manos, húmedas de sudor—. Demasiado tarde. No te separes de mí, suceda lo que suceda.
Los soldados que los escoltaban los instaron a continuar caminando hacia la parte derecha de la explanada. Pascal procuró abstraerse del barullo imperante, e inició de nuevo la concentración necesaria para establecer comunicación con Edouard. No dispondría de otra oportunidad.
Un rugido animal, seguido de un tintineante chasquido metálico, los alcanzó en ese momento. Aquello podía empeorar, sin duda. Y lo estaba haciendo.
Los soldados de la escolta, alejándose hacia accesos construidos bajo el graderío, habían desaparecido, otro síntoma poco prometedor. Estaban solos ante un peligro todavía invisible, indefinido, mientras miles de testigos pedían sangre a su alrededor.
«En qué monstruo puede transformarse el ser humano», pensó Pascal. «Un monstruo para sí mismo», concluyó, al tiempo que interrumpía el intento de contactar con su mundo.
A cierta distancia se acababa de abrir una compuerta con una rampa que se perdía en profundidades tenebrosas. De ellas fue surgiendo un magnífico ejemplar de tigre que, a juzgar por cómo abría las fauces y miraba a los chicos, estaba hambriento. En cuanto sus patas pisaron la arena del anfiteatro, el animal intentó llegar hasta ellos de un salto, pero se hallaba encadenado y eso impidió que los alcanzara. Los eslabones de hierro se tensaron al máximo al sufrir la tremenda fuerza de la fiera, que tiraba de ellos a pesar de la presión que provocaban en su extremidad enganchada. Rabioso, el tigre emitió nuevos rugidos uniéndose al clamor general que lo espoleaba con su vibración cavernosa.
Dominique retrocedió aterrorizado ante aquel animal de enormes garras que debía de pesar trescientos kilos. Pascal, a su lado, dejó de fingir; tiró la espada romana al suelo y enarboló su propia daga, cuyos destellos verdosos hicieron enmudecer al público.
Esa tregua de silencio se prolongó por poco tiempo, ya que su gesto —acompañado de aquel mágico fenómeno verdoso— había sido interpretado como una muestra de osadía que impresionó a los espectadores, lo que escasos segundos después desató una oleada de gritos enfervorecidos que sacudió todo el anfiteatro.
Alguien aflojó la cadena que amarraba al animal, tal vez obedeciendo un gesto procedente de la tribuna que los chicos, demasiado pendientes del peligro, no advirtieron. El animal salió disparado hacia sus presas, aunque algo debió de intuir ante la misteriosa arma que mantenía alzada Pascal, pues se detuvo metros antes de llegar a ellos y comenzó a moverse en círculos, acechando mientras lanzaba zarpazos de vez en cuando que a punto estuvieron de herir a Dominique en dos ocasiones. El muchacho respondía, en medio de su pánico, blandiendo su espada romana, un instrumento insignificante frente a la potencia y envergadura del felino.
Por el contrario, estaba claro que la daga verdosa que empuñaba Pascal asustaba a la fiera como ninguna otra arma, pero su apetito le impedía alejarse de sus víctimas.
El público, ajeno a lo que ocurría, chillaba animando al tigre para que hiciera pedazos a los gladiadores. No entendían el comportamiento prudente de la fiera. Quedaba mucha tarde por delante, los chicos tan solo constituían un simple adelanto y nadie esperaba que sobrevivieran; de hecho, nadie hubiera apostado a que todavía estarían vivos. Ni siquiera se contaba con que aguantaran los minutos que ya habían transcurrido.
Pascal notaba cómo la energía se concentraba en su brazo, procedente del contacto con la daga. Absorto en aquel pulso, su mente se había olvidado de dónde se encontraba; ya ni siquiera percibía el rumor de los miles de espectadores que se asomaban desde sus posiciones. Solo atendía al tigre, las pupilas de ambos estudiándose en un duelo mudo, y a la encogida silueta de su amigo tras él. Apenas lograba controlar los impulsos que emanaban de su arma, pero se esforzaba en ello para no precipitarse. En cualquier caso, el baile frenético de su filo verdoso mantenía a raya al animal, a quien el hambre hacía más osado cada segundo.
Eso era precisamente lo que aguardaba el Viajero: la impaciencia derivada del apetito; un descuido de la fiera, que en efecto se terminó produciendo cuando el tigre quiso alcanzar de un zarpazo a Dominique, para lo que se adelantó y entró en el radio de acción de Pascal.
La daga, mucho más ágil en su reacción que el propio Viajero, lo arrastró en un certero y vertiginoso movimiento antes de que el chico pudiese siquiera asimilar lo que estaba ocurriendo, y de una limpia estocada seccionó el cuello del felino cuando este se retiraba a una distancia prudente tras el fracaso de su fugaz acometida. La sangre del animal brotó con fuerza, salpicando a Pascal.
El tigre emitió un rugido y se apartó de ellos tambaleándose, aún lanzando zarpazos de una potencia letal. Pero estaba herido de muerte. Debilitado por la copiosa pérdida de sangre, no tardó en desplomarse sobre la arena, donde murió a los pocos minutos.
En cuanto los espectadores, estupefactos, fueron conscientes de lo que acababa de ocurrir, rompieron en aplausos y, envueltos en un éxtasis irracional, comenzaron a lanzar gritos admirados que homenajeaban a los gladiadores que habían sido capaces de matar a la fiera. Nadie volvía a su asiento. En unos segundos, habían pasado de desear la muerte de aquellos jóvenes a considerarlos héroes.
Incluso los importantes personajes del sector de autoridades se habían puesto en pie y participaban de las felicitaciones, con el mismo asombro en la cara que exhibía el pueblo en las gradas más alejadas de la arena.
—¡Qué pasada! —comentaba Dominique a gritos para dejarse oír por su amigo, sin despegar los ojos del cuerpo inerte del tigre—. ¡Eres la leche, Pascal! Ha sido alucinante…
—Todo es mérito de poderes que escapan a mi capacidad —afirmó el Viajero con modestia—. Yo solo aporto convicción.
Dominique asintió.
—Eso ya es mucho, teniendo en cuenta las circunstancias. Eres mucho más responsable de este triunfo de lo que imaginas. Enhorabuena… y gracias.
Pascal y Dominique alzaban con la soberbia esperada sus brazos armados —ellos debían cumplir su papel en aquella representación—, aumentando el delirio de los espectadores. El Viajero buscaba entre el público, a través de las minúsculas aberturas que ofrecía la visera de su casco, a Lena Lambert.
—Vamos —instó a Dominique, mientras iniciaba un nuevo intento de contactar con Edouard—. Tenemos que acercarnos a la tribuna.
No olvidaban que el tiempo seguía transcurriendo, y ellos disponían de un plazo máximo de veinticuatro horas antes de verse obligados a abandonar esa época. Veinticuatro horas durante las que debían sobrevivir, conseguir la sangre de Lena Lambert y encontrar la salida de la Colmena.
Al menos, aquella segunda tentativa de comunicación con el mundo de los vivos sí cuajó, y a los pocos segundos Pascal lograba conexión con la mente de Edouard.
El vehículo ya había desaparecido, pero Justin continuaba mirando en su dirección, con una sonrisa enigmática en la cara.
—Qué pasa —la hippie había captado su misterioso semblante, y se acababa de apartar del granjero para llegar hasta él—. Yo no le veo la gracia a que la poli sepa de nuestra existencia. Seguro que eso nos trae problemas. ¿Qué tramas?
El chico se terminó de aproximar a Suzanne y, sin pronunciar palabra, la besó en la boca. Con caricias de una calculada sensualidad, la obligó a abrir bien los labios para recrearse con la lengua en su interior. El desordenado cabello rubio del muchacho caía sobre el rostro de ella. Una escena repentina, absurda en medio de aquel entorno rural, ante las indiscretas presencias de Bernard y el dueño de esa propiedad, que en aquel momento se agachaban sobre los cadáveres de los perros, sin percatarse de lo que sucedía entre la pareja.
Pero Suzanne ya estaba acostumbrada a esos súbitos arrebatos pasionales de Justin, así que se dejó hacer. Se sentía muy atraída por él, por su oscuro magnetismo y sus ojos de una intensidad violenta, aunque nunca hablaban de ello. Tan solo practicaban sexo cuando les apetecía, a veces sin mediar ni una palabra, sometidos a la complicidad de una pasión mutua.
Justin se separó de ella.
—¿Has llegado a ver bien la credencial de ese tipo?
Suzanne, recuperando la compostura, se encogió de hombros. Aquel hombre había mostrado a todos su placa, pero de un modo muy rápido. Ella apenas se había fijado, más pendiente de sus movimientos.
—¿A qué te refieres? —preguntó mientras se secaba los labios, húmedos de saliva.
—Su nombre. Marcel Laville. ¿No te suena?
Suzanne volvió a ofrecer un gesto indiferente.
—¿Debería?
—Sí. Ese nombre apareció en los periódicos cuando se resolvió el asesinato del profesor Delaveau.
La mente de Justin funcionaba como una computadora para los asuntos que le importaban. Retenía cada detalle, cada dato, establecía vínculos. Y jamás olvidaba.
Ahora la chica sí había abierto los ojos con interés.
—¿En serio?
—Podría jurarlo. Su condición de forense me lo ha recordado. Y un individuo de su perfil profesional no se desplaza hasta aquí por tonterías, desde luego —se puso en cuclillas, sin desviar la mirada del punto del horizonte hacia el que se había alejado el vehículo de aquella misteriosa pareja—. He memorizado la matrícula de su coche. Creo que su presencia aquí no ha sido algo casual.
—¿Piensas que andan tras lo mismo que nosotros?
Justin se rascó el mentón, reflexionando.
—No lo sé —reconoció, algo confuso—. Es extraño, pero estoy convencido de que ignoraban lo de los perros. Realmente parecían muy sorprendidos cuando han visto los cadáveres, y eso que se han esforzado por disimularlo. La chica y él se han mirado entre sí cuando han comprobado el tipo de heridas de los animales. Ha sido un gesto muy comprometedor.
—¿Han hecho eso?
Justin resopló.
—Siempre os digo que seáis observadores; es fundamental para desarrollar nuestra misión.
—Hago lo que puedo, que es bastante más que Bernard.
—Ya.
Los dos se giraron para observar al grandullón, que continuaba hablando con el granjero junto a los perros muertos.
Suzanne sacó un chicle de un bolsillo, le quitó el papel y se lo metió en la boca.
—Pero si no sabían lo de los perros —reanudó, masticando con la boca abierta—, ¿qué hacían aquí?
Justin asintió, intrigado. Arrancó del terreno una brizna de hierba y jugó con ella entre los dedos.
—Esa es la cuestión, Suzanne. No tengo ni idea, aunque debe de estar relacionado de alguna manera con lo nuestro. Lo contrario resultaría demasiado accidental —se quedó en silencio—. De todos modos, paciencia. O mucho me equivoco, o ellos mismos nos acabarán señalando el camino hacia nuestra presa.