14

En el vestíbulo reinaba una calma absoluta. Edouard, concentrado desde hacía rato, alzó entonces la cabeza, provocando un respingo nervioso en Mathieu. Este aguardaba en una silla próxima con el ordenador portátil sobre sus rodillas.

—¿Es Pascal?

Pero en la mueca inquieta que acababa de exteriorizar el joven médium no detectó Mathieu el interés entusiasta que cabía esperar, sino todo lo contrario. Las pupilas de Edouard aparecían teñidas por un velo de preocupación y sorpresa que dio muy mal palpito al chico. La tardanza en contestar a su pregunta tampoco constituía un síntoma esperanzador. ¿Novedades adversas?

—¿Es Pascal? —repitió Mathieu sin lograr contenerse, empezando a experimentar una extraña angustia ante aquello que parecía haber colapsado la atención del joven médium hasta sumirlo en el estupor.

Edouard rechazó aquella posibilidad con un fugaz gesto de cabeza y, cerrando los ojos, continuó durante unos segundos procurando atesorar las sensaciones que llegaban hasta él en furtivas oleadas que desaparecían enseguida.

El médium reprimía una prematura tristeza. Y la consciencia de aquel hecho, en apariencia insignificante, despertó en Mathieu un repentino ataque de pánico: algo se les estaba yendo de las manos. Definitivamente.

Edouard tecleó un número en su móvil y aguardó. Nada, tal como imaginaba.

—Daphne —terminó confesando cuando se hubo repuesto del impacto de las percepciones que lo habían asaltado—. Algo le ha ocurrido. Ha sido como… si de repente perdiera contacto con ella… Muy raro. He intentado localizarla, presentirla. Pero sin resultado. Es muy extraño. Tampoco ha contestado al teléfono que le dimos.

—Joder… —Mathieu no sabía qué decir, aquello le superaba.

—Llama a Marcel por el móvil y explícaselo —le pidió Edouard, que mantenía un semblante ceniciento, como si a pesar de aquellas iniciativas no se atreviese a decir en voz alta lo que intuía—. Yo debo estar pendiente de los pasos del Viajero.

—Tienen que ir a buscarla —señaló Mathieu mientras atrapaba su teléfono con rapidez—. Ella iba a estar buscando a Jules por la zona donde lo vieron ayer. Al menos, en eso quedamos.

—Llámalos, deprisa —rogó Edouard cada vez más tenso, casi incapaz de mantenerse sentado sobre su silla—. No puedo verlo, pero tiene que tratarse de algo muy grave si lo que ha ocurrido ha conseguido desvincularme de Daphne de una forma tan rotunda.

Mathieu resoplaba mientras sus dedos bailaban de una tecla a otra. Carraspeó al tiempo que aguardaba a que descolgaran, preparándose para comunicar el enigmático presagio. Durante aquellos segundos de silencio, no pudo evitar percatarse de las agitadas circunstancias en que se iba a producir la primera consulta de Pascal, porque era obvio que en cualquier momento establecería comunicación con Edouard. No podía faltar mucho para que accedieran a la Colmena de Kronos, de acuerdo con su primera manifestación.

Madre mía. Mathieu se iba agobiando por momentos. Tendría que extraer de sí mismo la mayor dosis de sangre fría de la que fuera capaz, él sí que no podía permitirse fallarle a su amigo.

Los dedos de su mano libre, sudorosos, resbalaban por el teclado del portátil mientras esperaba con el móvil pegado a la oreja. Entonces, por fin, la voz varonil del forense se dejó oír a través del auricular y Mathieu se dispuso a contar lo que sucedía.

a

No permanecieron mucho en la dimensión neutra del tiempo, flotando en aquel torrente etéreo que los trasladaba sin referencias a su alrededor —todo era vacío, incoloro— que permitieran calcular velocidades o distancias. Sin embargo, la especial naturaleza de ese ámbito ofreció sus propiedades reconstituyentes a los cuerpos fatigados de Pascal y Dominique, que sintieron cómo recuperaban las energías.

Cada uno de esos trayectos temporales suponía, aunque su destino fuese una amenazadora incógnita, pausas de paz, breves treguas en medio del entorno hostil de la región de los condenados. Ellos se dejaban llevar, sin aflojar los dedos de sus pertenencias.

Muy pronto fueron escupidos del potente flujo y, sin transición, experimentaron el contacto de una atmósfera más familiar —su dimensión, aunque otra época— mientras aterrizaban en un suelo áspero de superficie arenosa.

En cuanto se hubieron incorporado se dedicaron, lo primero de todo y manteniendo una actitud vigilante, a estudiar el escenario que los recibía. Se trataba de un espacio cerrado, sombrío, demasiado parecido a una mazmorra. A Pascal le recordó la prisión de la Inquisición que ya visitara con Beatrice. Suelo de tierra y paredes de grandes losas de piedra, barrotes en algunos accesos próximos. Se escuchaban de fondo muchas voces y eventuales estallidos de ruidos metálicos, tras un recodo que los separaba de la continuación de aquella estancia. Había mucha gente cerca, sin duda, bajo una atmósfera de incesante actividad comprimida entre esos muros.

—Mira esto —Dominique señalaba una diminuta inscripción en la pared—. Está escrita en latín.

Ambos procuraban ubicarse antes de entrar en contacto con otras personas; necesitaban prepararse para el primer encuentro.

Pascal no alcanzó a contestar a su amigo, porque en ese instante un corpulento hombre de unos treinta años surgió del recodo y se detuvo al verlos. Los chicos contemplaron anonadados su brillante coraza, su casco sobre la cabeza, las sandalias, la lanza que agarraba con sus manos fuertes.

—Joder —murmuró Dominique, retrocediendo—. Es un soldado romano. ¿Tanto hemos retrocedido en el tiempo?

—¿Y vosotros qué hacéis aquí? —gritó el militar sin despegar los ojos de los a su juicio extraños ropajes que exhibían los dos muchachos—. Los demás ya se están preparando. Vamos.

Los instó a que se situaran delante de él con un movimiento de la lanza. En realidad, estaba tan acostumbrado a ver todo tipo de razas y atuendos —hasta allí llegaban prisioneros de todas las partes del imperio—, que apenas concedió importancia al curioso aspecto que presentaban aquellos dos jóvenes cautivos.

—Andando —Dominique sintió en la espalda el mango de la lanza del romano, que insistía de manera cada vez más ruda—. Queda muy poco para que empiece el espectáculo, no es cuestión de hacer esperar al emperador.

¿El «espectáculo»? Pascal se preocupó, aunque agradeció poder entender sin esfuerzo la lengua que hablaba aquel soldado. ¿A qué se habría referido? Empezó a prepararse para establecer contacto con Edouard, pues intuía que muy pronto le haría falta la asesoría histórica de Mathieu.

Caminaron por un estrecho corredor hasta llegar a una sala mucho más amplia pero sin apenas ventilación, donde decenas de hombres de complexión fuerte se pertrechaban para un inminente combate bajo la atenta mirada de militares y otros hombres ataviados con túnicas.

—Gladiadores —comunicó Dominique, alucinando—. Estamos en las entrañas de un anfiteatro.

—Creo que no cuentan con nosotros como espectadores, precisamente —susurró Pascal, a la vista de los objetos que le tendía en aquel momento el soldado—. Madre mía.

Ante la turbadora perspectiva que se abría ante ellos, el Viajero se planteó un intento de fuga. Sin embargo, le dio miedo provocar un fuerte despliegue de fuerzas romanas sin lograr salir del anfiteatro, lo que supondría un mayor riesgo para su vida. Con una iniciativa semejante arruinarían, además, la posibilidad de continuar disimulando, y eso dificultaría el rastreo de Lena Lambert.

Decidió obedecer. Al menos, de momento.

Comenzaron a vestirse —el Viajero no se desprendió en ningún momento de la mochila, en la que además metieron sus ropas, que les habían hecho quitarse—, atendiendo con disimulo a cómo los demás se colocaban cada pieza. Todo el mundo estaba tan concentrado en su propio ritual de preparación que nadie se fijó en ellos. El Viajero pensó que cada uno de aquellos luchadores se encomendaba en esos instantes previos a sus particulares dioses, dado que muchos no regresarían vivos a las austeras instalaciones que ahora los cobijaban.

Los atavíos que se estaban poniendo dejaban el pecho descubierto y la parte inferior del cuerpo tapada con un vestido corto sujeto con un cinturón ancho, una tela que descendía por delante hasta las rodillas. Tanto Pascal como Dominique mantuvieron su propio calzado.

A continuación, tuvieron que cubrirse la cabeza con unos cascos lisos dotados de una visera que ocultaba por completo el rostro, aunque contaba con unos agujeros que permitían ver y respirar. Los dos chicos, mirándose bajo aquellas máscaras amenazantes, sintieron multiplicado el sonido de sus respiraciones, ansiosas, entrecortadas, su aliento que rebotaba en las paredes metálicas de esas corazas que impedían distinguir sus gestos. Unas corazas que les robaban, de algún modo, su humanidad.

Conforme a lo que veían en el resto de los gladiadores, procedieron entonces a cubrirse las piernas con una especie de espinilleras llamadas ocreas, y a envolver con correas entrelazadas la mano y el brazo que sujetarían el arma durante el combate.

—Es la zona que no protege el escudo —dedujo Dominique, estudiando la figura casi irreconocible de su amigo—. Será mejor que no cometamos ningún error en estos preparativos.

En realidad, el muchacho mantenía una cierta serenidad ante aquella aterradora situación, una paz que hacía poco habría resultado incomprensible. Y es que el hecho de haber asistido al enfrentamiento de Pascal con los carroñeros, de conocer el auténtico poder del Viajero, le ayudaba a mantener una esperanza difícil de detectar en los semblantes solemnes de muchos de los hombres que se vestían cerca de ellos. Los ojos de algunos de esos individuos silenciosos ofrecían la resignada aceptación de un destino trágico: no lucharían por el honor o el triunfo, sino para sobrevivir, sabiendo que, en el remoto caso de que lo lograran, lo único que estaban consiguiendo era prolongar su agonía hasta el siguiente combate, donde otro gladiador más experto, más descansado, les daría muerte. Eran simple mercancía, carnaza para unos espectadores hambrientos de sangre con la que el emperador ganaba popularidad.

Pascal y Dominique agarraron los escudos que les habían entregado minutos antes, unas piezas circulares de gran solidez, aunque más ligeras de lo que habían imaginado, mientras con la mano libre empuñaban el arma que les correspondía, una espada lisa y corta de agudo filo. Ya estaban preparados.

Un murmullo creciente, que pronto alcanzó una intensidad atronadora, hizo temblar los cimientos de esos sótanos, barriendo en ese momento toda la zona. A Dominique, aquel rumor le recordó la reacción iracunda de la gente en los estadios de fútbol ante un error arbitral que beneficiase al equipo visitante en un partido de gran importancia. Una marea incontenible de odio, de ansia de revancha, que erizaba la piel del más valiente.

Sintió un escalofrío; sufría el mismo miedo escénico que Pascal procuraba reprimir ante la inminencia del combate. En cuestión de minutos, saldrían a la arena.

—El público se impacienta —comunicó un centurión sin ocultar una media sonrisa, con la mano apoyada en la empuñadura de su espada—. Hoy tienen ganas de sangre. Espero que deis un buen espectáculo.

Pascal y Dominique se miraron, tragando saliva. ¿Aquel turbulento sonido que acababa de sacudir todo el edificio era el clamor de la gente? ¿Pero cuántos miles de personas habían acudido a ver la masacre?

Qué acertada había sido la comparación deportiva que Dominique había imaginado.

Algunos de los tipos vestidos con túnicas dirigían ahora unas últimas palabras a determinados luchadores, como si fueran sus entrenadores personales. En realidad lo eran: no todos los combatientes allí presentes ostentaban la condición de esclavos o prisioneros de guerra.

El resto de los gladiadores aguardaba en silencio, manteniendo poses solemnes.

—Deben de ser sus propietarios —señaló Dominique cuando captó la mirada intrigada de su amigo hacia los individuos de las túnicas—. Supongo que los habrán comprado para ganar dinero con las apuestas.

Pero el Viajero ya no atendía a aquellos hombres; su gesto acababa de adquirir un tono calculador.

—Es el momento de contactar con Edouard —advirtió Pascal cerrando los ojos—. Antes de que sea demasiado tarde.

Uno de los presuntos «entrenadores» se detuvo delante de él, interrumpiendo su proceso de concentración.

—Pero ¿cómo has llegado tú hasta aquí? —le preguntó con desprecio, estudiando su complexión vulgar y la delgadez de sus piernas—. No aguantarás en la arena.

Pascal no respondió; se limitó a bajar la cabeza. La experiencia le decía que lo más recomendable en situaciones tan excepcionales era no llamar la atención, el mismo motivo por el que aún no había mostrado su daga. Dominique también se mantenía en silencio a su lado, aunque, gracias al robusto torso que había desarrollado tras años de arrastrar su silla de ruedas, pasaba más desapercibido entre los perfiles hercúleos de los gladiadores presentes. Y eso que sus piernas, atrofiadas en el mundo de los vivos, tampoco mostraban un contorno musculoso.

—Bueno —añadió el desconocido apartando su mirada de Pascal—. Servirás como breve distracción.

Ahora pasó a observar a Dominique, mientras se acariciaba el mentón con unos dedos repletos de anillos de oro. Ambos se miraron a los ojos, pues el chico cometió la torpeza de mantenerlos a la misma altura que el hombre que tenía frente a él —siempre tan digno, se quejó Pascal para sus adentros—, de clara condición patricia. El Viajero se dio cuenta de lo arriesgado que podía resultar eso. No había que olvidar que allí, dadas las circunstancias, debían desempeñar el papel de esclavos. Y eso exigía humildad.

—Me gusta tu mirada osada, esclavo —comentó el de la túnica, sorprendido—. Se te ve enérgico, imperioso —se giró hacia el centurión—. Empezaremos con este; seguro que da juego para calentar el ambiente.

Tanto Dominique como Pascal palidecieron ante el inequívoco significado de esas palabras, que equivalían a una sentencia de muerte.

En efecto, Dominique había metido la pata hasta el fondo. Jamás lograría sobrevivir a un combate en la arena. Gracias a su imprudencia, no solo tenían que buscar el rastro de Lena Lambert y la salida de aquella época —cuyo emplazamiento aún ignoraban—, sino luchar para salvar la vida. Todo en un plazo máximo de veinticuatro horas, que hacía rato había empezado a transcurrir.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —el hombre de la túnica acababa de colocar su mano sobre el hombro de Dominique, que contestó a duras penas, tartamudeando—. Termina tus preparativos; saldrás enseguida.

Pascal supo que tenía que superar su propia consternación e intervenir, si aspiraba a proteger a su amigo. Y que debía hacerlo ya.

—Solicito… solicito salir con él —susurró, con la cabeza baja.

—¿Cómo?

—Siempre… siempre hemos luchado juntos —improvisó para dar más solidez a su petición.

El desconocido se volvió hacia él, perplejo.

—Me cuesta creer que tú hayas luchado alguna vez —repuso, con el ceño fruncido—. De todos modos, no tengo inconveniente; ya contaba contigo como entrenamiento para los auténticos gladiadores. Dime tu nombre y origen.

Pascal respondió, incluyendo el nombre romano de su país. A continuación, aquel tipo se alejó de ellos sin despedirse mientras los señalaba ante el gesto atento de los soldados romanos. Se habían convertido en los elegidos para el sacrificio. El primer plato de un menú que debía saciar el apetito morboso de todo un pueblo que se agolpaba en las gradas del anfiteatro, muy por encima de donde ellos se encontraban, pidiendo violencia y muerte.

Frente al arma que tenía a su disposición, Pascal acariciaba su daga bajo el lienzo que le cubría la cintura, consciente de que era su única oportunidad de superar aquel desafío. A su espalda colgaba la mochila. No podían permitirse perder la piedra transparente, que los orientaría para salir de allí, ni el resto de instrumentos cuya utilidad surgiría a lo largo de ese camino que habían emprendido en busca de la anterior Viajera.

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Marcel paró el coche junto a la acera, harto de dar vueltas por toda aquella zona urbanizada. Se volvió hacia Michelle, que no dejaba de registrar con sus ojos cada rincón.

—¿Cómo vamos a encontrarla? —se quejó, exasperado ante la taita de resultados—. Lo único que tenemos es el punto exacto en el que nos cruzamos con Jules. Donde estamos ahora, de hecho. Y así es imposible, se ha podido alejar mucho a lo largo de toda la mañana… ¿Cómo vamos a seguir sus pasos, cuando ni siquiera Edouard es capaz de concretarnos su paradero?

A Marcel, esa inesperada situación en la que se acababan de ver inmersos le traía el infausto recuerdo de las desapariciones en las que había trabajado colaborando con la policía, donde cada minuto transcurrido alejaba la posibilidad de un desenlace feliz. Y con Daphne los estaban desperdiciando sin control.

Volvió a llamarla al móvil, obteniendo el mismo infructuoso resultado que en las anteriores ocasiones.

Desde que recibieran el preocupante aviso de Mathieu, apenas habían tardado en aparecer por el sector de la ciudad en el que se suponía que la vidente estaba realizando su labor de inspección, pero ahora, dando vueltas sin sentido, estaban perdiendo la ventaja de esa celeridad inicial.

Michelle se mordisqueaba un labio, pensativa.

—Jules no se quedó aquí —recordó—. Huyó tras soltarme. Me dejó en el suelo y escapó.

Marcel asintió, repentinamente animado por la posibilidad de un rastreo en una nueva zona.

—Es verdad —convino—. A lo mejor Daphne terminó de revisar este barrio y decidió continuar por las afueras.

—Es posible. Jules no escapó hacia la ciudad, sino hacia los campos —Michelle señaló los tejados sobre los que trepó el joven vampiro.

—Y Daphne también sabía eso —Marcel calibraba sus deducciones—. Tuvo que dirigir hacia allí sus pasos. Supongo que tal vez Jules no se oculte en la ciudad; es una alternativa si aún no ha sentido esa necesidad de acercarse al vampiro que le infectó, algo que parece confirmarse después de nuestra búsqueda por Pere Lachaise.

A Michelle le pareció muy coherente aquel razonamiento.

—¿Le ha podido pasar algo a Daphne mientras buscaba por las zonas de cultivo? —planteó.

—Es muy posible —opinó el forense—. Además, allí, cualquier contratiempo al que se haya enfrentado la habrá pillado sola.

—Vamos allá, entonces.

Marcel Laville arrancó, pegó un brusco aceleren y en escasos minutos abandonaban la zona urbana para adentrarse por carreteras secundarias de firme mucho más precario. Al menos el paisaje a lo largo de los kilómetros era tan idéntico, sencillo y libre de obstáculos que resultaría fácil detectar cualquier elemento que no encajara, algo que pudiera ofrecerles una pista sobre los últimos movimientos de la vidente.

En realidad, Marcel confiaba en distinguir tarde o temprano la silueta del inconfundible vehículo de la pitonisa, que marcaría de forma muy fiable sus últimos pasos. Ella no estaba en condiciones de alejarse mucho de su coche, desde luego. Pero conforme iba pasando el tiempo, tan solo la esporádica presencia de algún tractor, junto a los escasos coches con los que se cruzaban, alteraba el hermético escenario de granjas y cultivos al que se enfrentaban bajo un cielo azul que constituía todo un sarcasmo. De nuevo el nerviosismo comenzó a hacer mella en ellos: cada vez se alejaban más del punto de partida, sin ninguna garantía. Nada comprometedor, ni siquiera levemente sospechoso, quedaba ante su vista.

—¡Allí! —gritó por fin Michelle, señalando un conjunto de edificaciones entre las que se distinguían una furgoneta y varias personas inclinadas en el suelo—. ¿Qué están haciendo?

Marcel redujo la velocidad del coche y tomó un desvío para aproximarse con discreción. En efecto, si bien nada de lo que veían guardaba en principio relación con Daphne, la escena resultaba extraña en ese entorno rústico: un vehículo poco frecuente —una Chevrolet muy vieja con los cristales tintados—, varios jóvenes cuya vestimenta urbana difícilmente justificaba su presencia allí, un granjero que observaba mientras ellos permanecían inclinados sobre el suelo…

Aquello había que investigarlo.

—Acerquémonos —propuso Marcel, ansioso por hallar algún indicio que pudiera conducirlos hasta la pitonisa.

El forense terminó de llevar el vehículo hasta el límite de la propiedad que había llamado su atención. Los neumáticos provocaron crujidos sobre la gravilla, motivando el giro simultáneo de todas las cabezas que seguían analizando algo en el suelo, y que ahora no se despegaban de ellos.

¿No resultaba una reacción un tanto desmesurada ante la simple aparición de dos desconocidos en una humilde granja?

El Guardián y Michelle, fingiendo la mayor indiferencia pero sin perder detalle, dejaron el coche allí y se acercaron hasta los individuos que continuaban estudiándolos con descaro. Todos ellos se levantaron de inmediato en cuanto llegaron, como si hubieran sido sorprendidos haciendo una travesura. Se los veía incómodos, incluso molestos por aquella interrupción.

La apariencia gótica de Michelle en contraste con su pelo rubio, entre sus ropas oscuras, las botas, los amuletos siniestros y el cerco negro de sus ojos, no ayudaba a normalizar la situación.

—Hola —Marcel, a pesar de todo, procuró hacer gala de su mayor cortesía al saludar—. Creo que nos hemos perdido.

Michelle, suspicaz, aprovechó para observar los rostros de aquellas personas que —salvo el granjero, el más campechano y maduro, el único que no parecía contrariado con la nueva visita— seguían sin lograr comportarse con naturalidad. Así pudo estudiar el gesto alucinado de un gigante que la miraba con la boca abierta, la mueca apática con la que mascaba chicle una chica hippie de baja estatura —cuya caída de ojos resultaba bastante impertinente—, y el receloso semblante del último, un chico alto y rubio que obsequiaba a los recién llegados con un ademán poco acogedor.

¿A qué venía ese recibimiento?

Ninguno de aquellos jóvenes pronunció palabra, aunque continuaban sin molestarse en disimular su hostilidad. Fue el granjero quien se adelantó para contestar a Marcel.

—¿Adónde se dirigen?

El forense no perdía su sonrisa, enmascarado tras aquel aspecto intencionadamente accidental, inofensivo. Dio un paso más.

—¿Qué están haciendo? —se asomó justo antes de que los desconocidos, percatándose de la maniobra, cerraran filas impidiendo la visión de lo que había en el suelo; frunció el ceño—. ¿Perros muertos?

—Ha sido esta noche —el granjero, ajeno al gesto contrariado que provocaban en los chicos sus palabras, no pudo resistirse a contarlo—. ¡Qué experiencia tan terrible! Mis perros estaban aquí, y…

—El señor solo pretende que le oriente —la voz modulada del rubio alto surgía por primera vez, con una engañosa suavidad destinada a cortar la narración del anfitrión—. No les haga perder más tiempo; seguro que llevan prisa.

—Tranquilo —respondió Marcel—. Nos podemos permitir un breve descanso. Y esto es tan bonito…

La mirada del muchacho, de por sí fría, había pasado a convertirse en gélida. Ninguno de los tres miembros de aquel misterioso grupo se apartaba para dejar ver los cuerpos de los animales muertos.

—Cuéntenos —intervino entonces Michelle dirigiéndose al granjero, con lo que también recibió la mirada furibunda del chico rubio—. ¿Qué ha sucedido esta noche?

Y el hombre empezó a contar. Tanto Michelle como el Guardián tuvieron que hacer un verdadero esfuerzo, mientras escuchaban, para no exteriorizar la impresión que aquel testimonio les provocaba, pues en cada detalle descrito descubrieron el inconfundible rastro de Jules Marceaux.

A pesar de que se morían por cada ínfimo pormenor, sabían que cualquier muestra de excesivo interés resultaría comprometedora y podía arruinar aquella situación tan complicada. No debían olvidar que aún no tenían ninguna pista del paradero de Daphne.

De todos modos, la misma historia, recreada en la mente de Michelle, resultaba de una tristeza insuperable. Imaginar a Jules solo, en la oscuridad, alimentándose como una alimaña… era desolador.

—¿Puedo ver los cuerpos? —planteó Marcel, siempre con exquisita amabilidad.

—¿Para qué? —el muchacho rubio volvía a interponerse.

—Le he preguntado al señor —ahora sí pudo apreciarse en la inflexión de la voz del forense un sutil cambio de tono que llegó hasta el otro como una seria advertencia de que su paciencia se estaba terminando—. Es simple curiosidad. Es increíble eso de que los hayan desangrado, ¿verdad?

El granjero accedió, y los otros no tuvieron más remedio que apartarse. Michelle y Marcel —sin dejar de vigilar a los desconocidos— se adelantaron unos pasos hasta situarse junto a los perros. Tal como había señalado el propietario, las únicas heridas que mostraban los animales eran mordeduras en el cuello.

Marcel, agachándose, observó los fornidos cuerpos de los dóberman.

—¿Quién puede acabar de esta manera con tres animales tan fuertes sin sufrir ningún daño?

—Pues parecía un chico joven —señaló el granjero, moviendo la cabeza hacia los lados—. Pero con unos ojos… que no podré olvidar nunca. Fue… como una aparición.

Michelle y Marcel se miraron un fugaz instante y entre ellos se estableció una complicidad que no pasó desapercibida para Justin.

Marcel se levantó, intrigado ahora —como le sucedía a Michelle— por el papel que jugaba en todo aquel asunto ese peculiar grupo, tan poco colaborador. Un grupo que —pensaba la chica— se había dado muchísima prisa por llegar hasta allí. ¿Cómo se habrían enterado tan pronto de ese suceso?

—Y ustedes… —Marcel se dirigía a Justin, a quien había identificado como el líder de aquella pandilla.

—Y nosotros qué.

El acerado semblante del chico no mostraba el más leve resquicio de colaboración.

—Me preguntaba… —reanudó Marcel—. ¿Tal vez son veterinarios que han acudido aquí para…?

—Y a usted qué le importa —soltó Justin perdiendo la calma.

—Me está pareciendo que este tipo hace muchas preguntas —añadió la hippie mascando chicle con la boca abierta, cada vez menos convencida del carácter casual de aquel encuentro.

El gigante, por su parte, se limitaba a escuchar mientras contemplaba los cuerpos inertes de los animales.

Marcel era muy consciente de que estaba llegando demasiado lejos con su intromisión, pero no tenía alternativa. Continuaban sin información sobre el paradero de Daphne, y tenía muy claro que no se alejarían de allí sin saber qué se ocultaba en el interior de aquella furgoneta Chevrolet con los cristales tintados. El fingimiento se terminaba, no había tiempo para tonterías.

El Guardián extrajo su placa de un bolsillo y la mostró a todos.

—Soy forense y trabajo para la policía —comunicó, muy serio—. Me encuentro aquí investigando un caso que no tiene nada que ver con todo esto. Y ahora —el tono había pasado a hacerse cortante, autoritario— quiero ver vuestra documentación y el interior de la furgoneta. Ya.

Marcel había dado un paso adelante, cubriendo a Michelle, mientras se llevaba con discreción una mano al costado, bajo la chaqueta, hasta situarla sobre la funda de su arma. Justin, que ante aquella confesión no se permitió exhibir la más leve muestra de asombro por pura dignidad, no perdió detalle de ese movimiento disuasorio.

—Hostia —soltó la hippie, que se había quedado con la boca abierta—. Un poli.

El gigante observaba hipnotizado la credencial que aún exhibía el forense.

—No estaban haciendo nada malo… —los defendía el granjero, con gesto confuso ante aquel repentino cambio en las circunstancias.

—¿Suele trabajar con su hija? —preguntó Justin, repuesto de su estupor inicial, mirando a Michelle con visible desprecio al tiempo que tendía a Marcel su identificación—. O la trae porque, como es gótica, le gusta ver cadáveres…

Michelle, sintiendo dentro de ella la quemazón de la rabia, avanzó hasta situarse frente al muchacho rubio.

—Lo que pasa es que tú eres gilipollas —le espetó en la cara—. Ese es el problema.

La sonrisa de Justin se congeló. No obstante, la intimidante presencia de Marcel, que todavía se había aproximado más, le impidió replicar. Ya volverían a encontrarse…

—La furgoneta —indicó Marcel, tras comprobar y apuntar los nombres de los tres jóvenes—. No tenemos todo el día.

—¿Qué espera encontrar? —Justin no reducía su tono insolente.

—Dímelo tú —respondió Marcel, sin perder de vista a ninguno de los tres chicos.