12

Mathieu detectó en el semblante de Edouard un súbito cambio e interrumpió sus palabras, la charla intrascendente que mantenían mientras dejaban transcurrir el tiempo en aquel sótano a la espera de unas noticias que por fin parecían llegar.

Algo había percibido el joven médium. Erguido sobre su silla y con los brazos caídos, cerraba ahora los ojos, buscando la concentración necesaria para ejercer de receptor. Poco a poco logró abstraerse, abandonar con la mente su verdadero entorno. Entonces escuchó.

Sí, Edouard casi podía visualizar las palabras que le alcanzaban procedentes de otro mundo; letras impulsadas por un torrente de naturaleza espiritual. A él llegaba el eco de un mensaje pronunciado desde una distancia remota, insalvable.

Lo escuchó y, aliviado al comprobar que no se trataba de noticias preocupantes, transmitió a su vez información. También deseó suerte al Viajero.

Edouard inició después un despertar progresivo. Abrió los ojos con lentitud, regresando a su propia realidad tras los instantes de trance autoinducido. Y se encontró con el anhelante rostro de Mathieu, unas facciones que provocaban en él sentimientos cada vez más íntimos.

—¿Noticias de Pascal?

El joven médium asintió en silencio, recuperándose del cansancio que siempre acarreaba un contacto con el Más Allá.

—Ha llegado a la Colmena —notificó, empezando a experimentar una creciente ansiedad—. Se dispone a entrar, así que prepárate. En cualquier momento necesitará tus conocimientos históricos.

Mathieu no pudo evitar cierto nerviosismo. No quiso ni imaginar la posibilidad de que Pascal le planteara algún interrogante que no supiese responder. Miedo a no estar a la altura… y al precio que eso implicaba.

—Solos tú y yo —comentó, inquieto.

Edouard captó todo el alcance de aquella observación. Se aproximó hasta él y le acarició la mejilla.

—Sabíamos que este momento llegaría, Mathieu. Los demás están metidos en sus propios desafíos. Esta es nuestra misión. Tranquilo, lo harás muy bien.

—Gracias, Ed.

—Te digo lo que siento.

—¿Subimos, entonces?

Mathieu recordaba las instrucciones de Marcel; solo en la planta calle podrían navegar por Internet en caso de que las dudas de Pascal lo requiriesen.

—Sí —Edouard echó una última ojeada a la Puerta Oscura, se dejó embargar una vez más por el flujo energético que la circundaba—. Vamos.

—¿No deberíamos avisar a Michelle, a Daphne…?

—Es pronto para eso. No conviene distraerlos, y la única manifestación del Viajero ha sido un primer aviso. Salvo urgencias imprevistas, será mejor que esperemos a que vuelvan al palacio para ponerlos al día.

—¿Te ha dicho algo más?

Edouard se puso muy serio.

—Ha preguntado por todos… y quería saber si hemos encontrado a Jules.

Aquel asunto era muy delicado, sobre todo porque nadie se había planteado si convenía que Pascal estuviese al corriente del fracaso que de momento había supuesto la búsqueda del gótico. Bastante tenía ya el Viajero con sus propias dificultades como para que ellos se arriesgaran a desanimarlo o a hacerle dudar de la necesidad de su misión.

—¿Y qué le has contestado?

Edouard suspiró, indeciso.

—La verdad —reconoció—. No… no estaba seguro de lo que debía hacer, y…

Mathieu procuró animarle.

—Has hecho bien. Dentro del grupo no debemos ocultar información, no tiene sentido.

—No quería desanimarle —se justificó el médium, al borde del remordimiento—. Por eso le he dicho que habíamos detectado el rastro de Jules y… he suavizado el estado vampírico en el que Marcel y Michelle le vieron.

Mathieu asintió.

—Me parece lo más inteligente. Así Pascal mantiene la esperanza, pero al mismo tiempo procurará darse toda la prisa que pueda.

—Eso espero.

Mientras, segundos después, ascendían los primeros peldaños hacia el vestíbulo, Edouard añadió algo, una información adicional mucho más estimulante destinada a motivar a Mathieu.

—Por cierto, Pascal no va solo.

El otro se detuvo para volverse hacia él.

—¿Que no va solo? ¿Quién lo acompaña?

Edouard esbozó una tímida sonrisa en la que no se percibía ni el más leve asombro. Dominique.

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Los dedos se movían ágiles por el teclado, provocando en el monitor del ordenador una rápida sucesión de búsquedas. A los pocos minutos se detuvieron. El joven había movido el ratón, accediendo a la página de un diario. En la pantalla aparecía un llamativo titular de noticia, el detonante que acababa de motivar la brusca interrupción en el baile de esas manos masculinas.

—Es la web de un periódico digital especializado en sucesos —aclaró la voz de aquel internauta a sus dos acompañantes—. Lo consulto a menudo a la caza de pistas. Leed esto.

Con treinta años y algo de sobrepeso, el pelo rubio muy largo y las mejillas sin afeitar desde hacía varios días, el chico ofrecía un aspecto de dejadez personal que contrastaba con sus ávidos ojos azules. Justin se apartaba ahora del equipo informático para que sus dos amigos pudieran hacer caso a la propuesta.

—«Hallados tres perros desangrados en una granja» —leyó en voz alta Suzanne, una diminuta morena de apariencia hippie con multitud de collares colgados al cuello—. ¡Vaya, ha sucedido esta misma noche!

Las pupilas de la chica habían adquirido un inusitado brillo ante aquella información tan prometedora. Incluso había dejado de masticar el chicle con el que jugaba dentro de su boca, una de sus manías más características.

—Estos medios de comunicación «alternativos» se lo montan para tener contactos en la poli —justificó Justin, presa de unos incipientes nervios ante lo que parecía un verdadero indicio de lo que llevaban años buscando—. Por eso están al tanto de todo lo que ocurre, aunque no trascienda demasiado.

—Eso nos viene muy bien —añadió Suzanne.

—¿Por qué? —Bernard, el tercero de los presentes, un corpulento gigante rapado de casi dos metros y semblante permanentemente abotargado, no terminaba de pillar la importancia de aquella noticia sobre la muerte de unos animales—. ¿Por qué nos viene tan bien que se fijen en noticias así?

—Porque prestan atención a hechos de gran interés para nosotros que menosprecia o silencia la prensa más importante —concluyó Justin, cada vez más emocionado—. Y este suceso parece de los buenos.

Bernard y Suzanne se inclinaban sobre la mesa para leer el texto completo de la noticia.

—Desangraron a los animales por el cuello… —la chica recitaba con énfasis, empezando a mostrar la misma euforia que su amigo—. Y sin hacer uso de ningún arma blanca…

—En plena noche —completó Bernard con tono neutro, blandiendo sus inmensas manos—. ¿Y…?

—Continúa leyendo —le ordenó Justin, molesto ante una interrupción que podía distraer a Suzanne.

—«Según afirma el granjero —el gigante, dócil, se apresuró a obedecer—, los perros empezaron a ponerse nerviosos un rato antes, como si presintieran lo que iba a ocurrir».

La chica, que seguía recorriendo las líneas de la noticia, lanzó un grito y se llevó las manos a la boca.

—¡El hombre creyó ver a un joven sobre sus animales! ¡Un joven de ojos amarillos que se quedó mirándole!

Los tres contuvieron el aliento ante ese misterioso testimonio. Bernard no tuvo en esta ocasión que preguntar nada; incluso él captó todo lo que implicaba aquel detalle.

—¡Lo sabía! —gritó Justin, sin lograr contenerse—. ¡Sabía que los vampiros existen! ¡Por fin tenemos la prueba a nuestro alcance! Todos estos años de dedicación han tenido sentido…

Suzanne y él recordaron la última —y única fiable— manifestación de apariencia vampírica que habían conocido en París, esos enigmáticos crímenes recientes —que apenas habían trascendido—, entre los que se contaba el del profesor Delaveau, del lycée Marie Curie. A pesar de su entrega compulsiva a aquel asunto, no habían logrado investigarlo por culpa del hermético celo con el que se había conducido la policía, y encima había concluido con un cierre del caso demasiado convencional para resultar creíble a ojos suspicaces como los suyos.

Ahora, quizá la suerte les ofrecía en bandeja la posibilidad de compensar pérdidas anteriores, premiando su fidelidad, esos años de esfuerzos baldíos.

Si bien el final de aquellos perros constituía una evidencia menos espectacular que el asesinato del docente, no era menos sospechoso.

«El granjero, asustado, se metió en su casa —repasaba Bernard— y ya no volvió a ver a esa persona desconocida de rasgos tan anormales en toda la noche. Por la mañana descubrió a sus perros muertos».

—¿Y si se lo está inventando todo? —cuestionó Suzanne, escéptica ante tan sugerentes novedades—. No sé si fiarme…

Justin se mostró reacio a dejar escapar aquella oportunidad de aproximarse al núcleo de sus desvelos.

—¿Qué puede saber un granjero de vampiros? —argumentó—. Y, sin embargo, lo que dice coincide a la perfección con el perfil de un no-muerto. Además, ahí tienes la foto de los perros.

Bernard se acercó aún más al monitor del ordenador.

—No se distinguen bien las heridas —se quejó—. Pero, desde luego, los animales están fiambres. Y cargarse a tres dóberman…

—¿Qué hipótesis baraja la policía? —preguntó Suzanne.

—Lo pone más abajo —señaló Justin, alejándose de la pantalla—. Hablan de vandalismo y de represalias entre gente del campo por conflictos de lindes.

—¿Y eso qué es? —Bernard jamás había salido de París; ignoraba todo lo relativo al ámbito rural.

—Los agricultores a veces discuten sobre los límites de sus propiedades —contestó Suzanne—. En ocasiones son desacuerdos que vienen de generaciones y que pueden provocar auténticos odios entre vecinos. Ha llegado a haber crímenes por esa causa.

—Joder —Bernard descubría una faceta del campo que poco tenía que ver con paisajes apacibles.

—Normal que hayan pensado que quien ha matado a los perros es otro campesino: rencores del pasado —terminó Justin—. Y como le darán poca importancia, ni siquiera se molestarán en averiguar cómo se desangró a los animales, que para nosotros es lo importante, lo revelador.

—Pero habrán visto lo acojonado que está el granjero… —Suzanne no dejaba de buscar cabos sueltos—. Eso quizá les llame la atención.

—Lo achacarán a supersticiones —Justin construía sin dificultad justificaciones ante el gesto perdido de Bernard, que no podía competir con la agilidad mental de sus dos compañeros—. La gente de la ciudad desprecia todo lo que se aparta de la zona urbana. Lo único que harán será tranquilizar a ese hombre, y llamar a un veterinario para que certifique la muerte de los animales. A lo sumo, interrogarán in situ a los propietarios de las parcelas colindantes.

—Es probable —Suzanne aceptó aquel planteamiento—. Aun así, a lo mejor todo es obra de algún pirado con imaginación…

Justin emitió un prolongado suspiro.

—Siempre queda esa posibilidad —asumió—. Pero tendrás que reconocer que, aparte de la muerte del profesor Delaveau, estas son las circunstancias más prometedoras que hemos conocido en mucho tiempo.

Suzanne no tuvo más remedio que volver a asentir, Justin se creció ante aquella ocasión tan propicia que el destino ponía en su camino.

—Tenemos que ir allí —declaró, con el tono solemne de un iluminado—. Ha llegado el momento de intervenir. Tal vez tengamos en nuestras manos la posibilidad de salvar a esta ciudad, a toda Francia, de un sanguinario monstruo.

»Por fin, la sociedad tendrá que reconocer y agradecernos nuestra atenta vigilancia durante tanto tiempo. Hasta ahora solo se ha reído de nosotros, pero pronto tendrá que pedirnos perdón.

Los ojos de Justin, bajo su desordenada pelambrera rubia, exhibían un brillo algo demencial.

Bernard se había levantado, arrastrado por el magnetismo de aquella arenga, y agitaba su enorme cuerpo dando saltos.

—¡La hora de los cazavampiros! —aullaba, alterado.

La chica, mucho más fría, no exteriorizó su entusiasmo de aquel modo tan primario, pero asintió visiblemente motivada.

—Menos mal que la noticia especifica la zona donde se produjo la muerte de los perros —comentó con satisfacción—. Con lo que corren de boca en boca este tipo de cosas y lo hospitalaria que es la gente del campo, será fácil encontrar la granja concreta.

Justin esbozaba una sonrisa calculadora, el ademán fanático de quien ve recompensada una vieja pasión que le ha ido consumiendo a lo largo del tiempo. Levantándose, alcanzó un viejo armario y abrió sus puertas para, a continuación, asomarse a su interior.

Cuando volvió a emerger frente a sus camaradas, portaba en las manos el afilado perfil de una estaca de madera.

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Daphne se había apartado de su coche, y ahora, con los brazos extendidos frente a la planicie de parcelas agrícolas y los ojos cerrados, dejaba que las corrientes energéticas fluyeran a través de ella. A su espalda quedaban las siluetas de los últimos edificios de la ciudad, las casas que marcaban el límite de la periferia parisina.

La bruja aguzaba sus sentidos, convertida en un radar humano.

Se encontraba muy cerca del lugar donde, la noche anterior, se habían topado de bruces con Jules Marceaux. No le había parecido un mal sitio para reanudar la búsqueda.

La vidente notaba en su castigado cuerpo un profundo agotamiento que no respondía únicamente a los últimos acontecimientos. En realidad, desde la apertura de la Puerta Oscura, consecuencias de todo tipo se habían ido precipitando en el mundo de los vivos, involucrándola sin remisión. Tan solo hacía unos meses que el Viajero había cruzado el umbral sagrado, pero, salvo aquella cuarentena que habían mantenido tras el rescate de Michelle, el destino no parecía decidido a otorgarles una tregua. Y semejante ritmo iba consumiendo sus energías.

A su avanzada edad, no existían fuerzas de repuesto.

Daphne tenía que encontrar al chico contaminado, a pesar de todo. Ahora que disponía de un recurso que podía minimizar el deterioro que acarreaba el proceso vampírico, para frenar su inexorable maleficio, debía contactar con el muchacho. Sin su presencia física, nada podía hacer, la tragedia continuaba gestándose al borde de lo inevitable.

Un viento ligero, que merodeaba esquivo agitando en ráfagas sus cabellos canos, le trajo un leve rastro, un indicio que ella atrapó sin despertar de su ensoñación. Continuó inmóvil en su posición, consolidando aquel vestigio que la alcanzaba con tal sutileza que corría el riesgo de perderlo al menor descuido.

Poco a poco, su capacidad extrasensorial fue transformando el rastro en una trayectoria, en un camino.

Una presencia sobrenatural existía, permanecía agazapada a cierta distancia. Y ella, la vieja Daphne, acababa de percibirla. Por fin.

No se había equivocado al iniciar la batida por aquel enclave.

La vidente fue abriendo los ojos sin prisa. Jules no se movería de donde estaba, el sol brillaba en el cielo todavía invernal. Recogió los brazos y, a continuación, se dirigió a su coche.

El germen de la ansiedad acababa de alojarse en sus entrañas. Incluso a aquella luminosa hora, la perspectiva de ir a encontrarse con quien ya era en buena medida un vampiro le producía una poderosa inquietud. Lo único más peligroso que enfrentarse a un ente maligno de esa naturaleza en plena noche era tener la osadía de profanar su descanso diurno allanando su refugio.

Pero no quedaba otra alternativa.

Llegaba el momento de un vis a vis con Jules, y la atracción magnética de aquel inminente encuentro le impidió pensar en nada más. Ni siquiera en la posibilidad de recurrir a Marcel y Michelle, cuya presencia tampoco hubiera aportado nada al nivel sobrenatural en el que se iba a materializar la auténtica cita.

La bruja estaba ya sentada frente al volante de su destartalado coche. Arrancó, dispuesta a seguir su intuición.

Una ruta que debía llevarla hasta la madriguera del no-muerto.

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Las cenizas del presunto cadáver de Alfred Varney —puesto que Marcel había incinerado el cuerpo como culminación del ritual antivampiros— fueron depositadas, cuando se archivó el caso, en una modesta tumba familiar dentro de Pere Lachaise.

El mismo cementerio donde tal vez permanecía vacía la sepultura de Luc Gautier, que no habían llegado a localizar. Por ironías de la vida, al final el auténtico vampiro quizá no descansaba demasiado lejos de su verdadera tumba.

El Guardián confió en que no se diera aquel hecho. Gautier no se merecía esa consideración del destino.

Marcel llamó la atención de Michelle hacia una zona de enterramientos antiguos donde se distinguían varias construcciones muy deterioradas.

—Tal vez Daphne no la inspeccionó ayer —observó.

—Vamos a echar una ojeada —la chica consultó su reloj, calculando el amplio margen del que todavía disponían. Menos mal, había tanto que registrar…

Comenzaron a caminar hacia su nuevo objetivo, sin acelerar el paso para pasar desapercibidos entre los esporádicos visitantes con los que se cruzaban.

—Nada mejor que un panteón abandonado para guarecerse de la luz —señaló el forense con ojos intrépidos que analizaban cada detalle de las construcciones a las que se iban acercando—. Eso permitiría a Jules, además, disponer de tranquilidad para su sueño diurno: escaso tránsito de gente por los alrededores, poco ruido…

—Y proximidad con la muerte —añadió Michelle—. Esos panteones llevarán generaciones sin descendientes que acudan a ellos, pero además están cerca de la tumba de Alfred Varney.

Marcel asintió.

—Justo lo que se supone que Jules buscará en sus primeros devaneos vampíricos.

Ambos continuaron avanzando en dirección a aquellos monumentos que se erigían, con sus tabiques de piedra erosionados por el transcurso del tiempo, en medio de una amplia zona arbolada.

Una vez superada la distancia que los separaba de ellos, Marcel hizo un gesto a Michelle para que se detuviese. Necesitaba confirmar que ella estaba al tanto del riesgo implícito en esa batida.

—Michelle, ¿qué sabes del sueño de los vampiros?

La chica frunció los labios.

—En principio, mientras duermen, durante el día, son mucho más vulnerables. Pero eso no quiere decir que no puedan defenderse si son atacados.

—Eso es —convino el Guardián—. El instinto de supervivencia es muy fuerte, incluso entre los no-muertos. Si presienten que algo amenaza su descanso, despiertan y, aunque con menos poder que el que les otorga la oscuridad, se revuelven contra todo aquel que perturba su descanso.

—¿Entonces?

—Entonces tenemos que conducirnos con mucho cuidado, incluso a plena luz del día y tratándose de tu amigo Jules.

Esa advertencia resultaba oportuna, pues se encontraban ya frente al primero de los panteones sospechosos.

—Pero él me reconoció… —objetó la chica, renuente aún a aludir a Jules como una bestia peligrosa.

—A estas alturas no antepondrá tu vida a la suya, Michelle.

—Nosotros no vamos a matarlo.

—Eso no lo sabe él. Si nuestra intromisión lo arranca del letargo, su primera reacción será muy agresiva, indiscriminada; cualquier presencia se le antojará hostil. Sea quien sea la persona con la que se encuentre al despertar, lo atacará.

Tras aquellas palabras, Marcel hizo una seña a Michelle para que lo siguiese y así recorrieron los últimos metros que los separaban del primero de los panteones abandonados. Prudente, el forense se dispuso a asomarse con la mano apoyada en la empuñadura de la katana de plata, que su postura inclinada acababa de dejar a la vista bajo la chaqueta de su traje.

Segundos después, más tranquilos, los dos registraban el interior vacío de aquel monumento. Y es que, al margen de que en ese momento no estuviese ocupado por Jules, debían dedicarse también a rastrear sus pasos.

A continuación escogieron la siguiente de las construcciones susceptibles de albergar al amigo gótico en su reposo letárgico, y se dirigieron a ella con idénticas cautelas, camuflándose para no delatar sus movimientos levemente furtivos. Por muy infructuosa que resultase su tarea, por muy luminosa que fuera la escena que los rodeaba, no debían subestimar el riesgo implícito en cada uno de sus pasos.

—Si no encontramos nada en el sector del cementerio que nos queda por comprobar —susurró Michelle—, podríamos echar una ojeada a los locales de las casas que rodean el recinto.

Marcel estuvo de acuerdo.

—Me parece bien. Los locales vacíos también serán tentadores para Jules como guarida.