11

Pascal despertó, abrió los ojos de forma súbita mientras un gesto de culpabilidad se asomaba a su rostro aún cansado.

—¿Cuánto he dormido? —preguntó mirando a Dominique.

—Solo cuatro horas, tranquilo.

Su amigo había mantenido durante todo ese tiempo una actitud cautelosa, no había descuidado ni un instante el control sobre los alrededores, la región a la que los había conducido el paso por las ciénagas y varias horas más de camino. Se trataba de un territorio aún más desértico que el anterior, que ofrecía un invariable paisaje desnudo de suelo pedregoso y seco. Dentro de los límites de la tierra de los condenados, era sin duda la zona que generaba un mayor silencio; el escenario más muerto. Quizá por eso, sin embargo, resultaba menos amenazador: la impresión de vacío superaba en fuerza a la posibilidad de apariciones hostiles.

Sobre sus cabezas, de nuevo la oscuridad ganaba en hermetismo, en opacidad. Incluso las escasas sombras que se engendraban en medio de un escenario tan inhóspito aumentaban su densidad hasta simular relieves que se alargaban hacia el infinito de aquel horizonte neutro.

—No sé siquiera si nos podíamos permitir este descanso —comentó Pascal, bostezando, al tiempo que se ponía en pie.

Antes de echarse a dormir, se había limpiado los vestigios de la lucha con la bestia de la ciénaga, y ahora al menos exhibía un aspecto menos fiero y sucio.

—Ya lo creo que sí. ¿De qué nos servirá llegar pronto a nuestro destino, si cuando suceda no tienes fuerzas para enfrentarte a los obstáculos? Has hecho bien en descansar. Recuerda que sigues… vivo.

El Viajero tuvo que asentir; la argumentación de Dominique era de una solidez incuestionable.

—¿Te llevo la mochila un rato? —se ofreció el otro chico.

—No, gracias.

Pascal contempló la planicie desértica a su alrededor, que correspondía a la amplia llanura que coronaba aquel inmenso risco montañoso cuyo extremo, a gran distancia, caía en cortado sobre el océano de negrura infinita.

En el punto donde se encontraban, no obstante, esa marea oscura había logrado llegar, estirándose en jirones vaporosos que escapaban del acantilado que ejercía de frontera kilómetros más allá. Aquel extraño fenómeno, al modo de un estuario de tinieblas, provocaba amplias áreas cubiertas de una espesa bruma, entre las que se dibujaban elevados perfiles puntiagudos de cumbres quebradas. La inconfundible silueta de los cráteres.

—Volcanes —comunicó Pascal—. Según me dijo Beatrice la primera vez que estuvimos aquí, este sector sufre frecuentes erupciones, que se activan con mucha rapidez. Con mi sueño ya hemos abusado de la suerte; tenemos que ponernos en marcha antes de que surjan más problemas.

Dominique escrutaba entre la niebla confirmando la información facilitada por su amigo. De repente sintió una poderosa urgencia de superar aquel tramo del camino; porque una cosa era combatir con criaturas —aunque fuesen de aspecto tan desagradable como los carroñeros—, y otra muy distinta, enfrentarse a la ira de la naturaleza. No imaginó cómo podía el Viajero alzarse sobre ríos de lava ardiente o esquivar nubes tóxicas. Deseó no verse obligado a averiguarlo.

—¿Y falta mucho para llegar a la Colmena? —quiso saber.

Pascal le miró, y en su semblante inquieto Dominique advirtió una leve excitación.

—Muy poco. Lo que ocurre es que el terreno va ascendiendo y la oculta en parte. Además, nos impide la visión aquel bloque de niebla —Pascal señalaba tras consultar la orientación con su piedra transparente—. Por eso decidí que nos detuviéramos aquí —se volvió hacia su amigo—. Dominique, estamos llegando. Por fin.

—Joder. Reconozco que tengo ganas de ver algo tan increíble. Cuando nos hablaste de ella la primera vez, me pareció una pasada. Un laberinto de viajes en el tiempo…

Pascal asintió.

—Ten en cuenta que no se trata de viajes pacíficos —señaló, sin ocultar su preocupación, repitiendo las palabras del conde de Polignac—, sino de escalas en infiernos creados por el hombre. Es una ruta por las peores épocas de la historia, aquellos momentos en los que el ser humano ha caído más bajo. Será peligroso.

—¿A qué nos enfrentaremos, exactamente?

Los dos habían empezado ya a caminar, sin abandonar su actitud vigilante. No olvidaban que el riesgo de ataques no desaparecía jamás en aquellas tierras olvidadas.

—Yo, como vivo —empezó a explicar Pascal—, puedo morir en cualquiera de esas épocas, lo que me sentenciaría a la región de los condenados. Tú no, claro.

Dominique arqueó una ceja.

—Pero algún riesgo voy a correr, seguro.

Pascal sonrió ante la cara poco convencida de su amigo.

—Si incumplimos el plazo máximo de veinticuatro horas en un mismo momento histórico —reconoció—, los dos quedaremos atrapados para siempre en la Colmena. «Convertidos en unos apatridas del tiempo» —parafraseó de nuevo a Polignac.

—Lo que se supone que le ocurrió a Lena Lambert —dedujo Dominique—, si te entendí bien cuando me lo explicaste.

—Eso es. Pero hay algo más.

—Lo imaginaba… Seguro que es malo.

—Vuelves a acertar. Por la Colmena de Kronos se mueven también criaturas malignas, que pueden camuflarse entre las personas que protagonizan cada episodio histórico. Esos seres sí son capaces de reconocernos, y si nos encuentran nos atacarán. En caso de que acaben con nosotros…

El Viajero no terminaba la frase, negándose a plantear el terrible desenlace que eso suponía.

—¿Qué sucederá entonces, Pascal?

El Viajero suspiró.

—Que nuestras almas serían arrancadas de la Colmena y trasladadas a otro nivel de la región de los condenados… a perpetuidad.

—Te agradezco la franqueza. Ya que he decidido acompañarte, necesito saber qué me estoy jugando.

—La respuesta es fácil: todo.

Dominique se quedó pensativo unos segundos junto a Pascal en ese rápido caminar que los iba conduciendo en directo a la zona de más densa bruma de aquel paisaje.

—A lo mejor podemos pasar desapercibidos si nos adaptamos a cada época… —aventuró—. Mathieu nos puede ayudar en eso.

El Viajero descartó la hipótesis, pronunciada en tono de ruego.

—Tú no cuentas con la invisibilidad de Beatrice en la Colmena porque no eres un espíritu errante, y me temo que yo tampoco pasaré inadvertido. Los condenados a esa modalidad de padecimiento, que al no poder salir de Kronos soportan la eternidad aterrizando de horror en horror, están tan muertos como tú. Así que un vivo llama la atención en ese entorno. Toda la gente con la que vamos a encontrarnos en la Colmena, o son recreaciones, o almas condenadas. Yo no puedo… mimetizarme entre ellos.

Dominique afiló todavía más la mirada, síntoma de que su aguda mente seguía trabajando.

—Pero eso mismo le habrá ocurrido a la bisabuela de Jules durante todos estos años…

—¿Y…?

—Que entonces no tenemos garantías de que continúe en la Colmena de Kronos. Ella misma ha podido morir en alguna de las épocas, o ser capturada por espíritus malignos.

Pascal estuvo de acuerdo.

—Desde el principio, en el mundo de los vivos, hemos sido conscientes de eso. Pero no había otra alternativa para intentar salvar a Jules —meneó la cabeza hacia los lados—. Estoy descubriendo que los grandes desafíos se caracterizan por la absoluta falta de garantías.

—Son apuestas.

—Sí.

Dominique recuperó su semblante concentrado. Ambos se sumergían ya en la niebla, cuyo seno resultaba menos compacto de lo que aparentaba desde la distancia.

—¿Y si Lena no está, entonces, en la Colmena? —preguntó, escudriñando la pastosa nubosidad que los envolvía—. Podemos pasarnos siglos siguiendo su rastro para nada…

—Daphne dijo que, como Viajero, detectaría la presencia de otra Viajera en el mismo nivel. Si ha abandonado la Colmena, percibiré su propia ausencia. Y regresaremos.

De entre la bruma empezó a tomar forma una silueta oscura. Ganó consistencia conforme avanzaban, y poco a poco se fue alzando su gigantesca forma ovalada. Pascal sintió cómo se le hacía un nudo en el estómago.

—Ahí está —susurró a Dominique—. La Colmena de Kronos.

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Tendidos sobre la hierba, inertes, los cuerpos desangrados de tres perros dóberman. Bajo las cabezas de ojos vidriosos y fauces abiertas, sus cuellos muestran la clara señal de una mordedura, exactamente sobre la yugular. Algunos insectos se arraciman ya en torno a las heridas abiertas.

Frente a ellos, en el caserón de aspecto descuidado, numerosas luces permanecen encendidas. A través del cristal de una de las ventanas se recorta la silueta de un granjero de semblante asustado que, con una escopeta en las manos, continúa oteando la noche que rodea su propiedad, de una tonalidad suave que presagia la proximidad del amanecer.

«Por favor», implora, «que llegue ya el día».

Algo ha matado a sus perros. Lo sabe, escuchó sus gemidos agonizantes. Salió de la casa hecho una furia, dispuesto a enfrentarse a quien pretendiese dañar a sus animales. Entonces, sin apartarse todavía del porche, la vio. Vio aquella figura humana inclinada sobre ellos, ese extraño joven que alzó su rostro al oír la imprecación que le dirigía el granjero. En cuanto el hombre, armado con su escopeta, distinguió esas facciones malévolas que lo contemplaban, los destellos amarillentos de sus ojos, un relampagueo de terror inundó su mente. La intuición más lúcida de su vida le hizo descartar abrir fuego contra el desconocido; prefirió lanzarse sin pérdida de tiempo al frágil refugio de su casa. Ni siquiera cuando hubo cerrado la puerta a sus espaldas se sintió tranquilo. Comenzó a encender luces sin soltar el arma, maldiciendo para sus adentros haber sufrido aquel arranque de ira que le había conducido a una situación tan irreal.

¿Seguiría en el exterior aquel chico de apariencia inhumana? Hacía rato que sus perros habían dejado de emitir sonido alguno. ¿Se conformaría con ese sacrificio el misterioso visitante… o, ahora que sabía que un testigo lo había visto actuar, se dirigiría a la casa para borrar su rastro de alguna sangrienta manera?

La cabeza del acongojado granjero daba vueltas, recreando sin querer la pavorosa escena a la que acababa de asistir. Aquel rostro demencial… ¿Y cómo podía haber acabado con tres dóberman adiestrados para atacar, sin más armas que sus manos desnudas?

No tenía sentido lo que estaba sucediendo esa larga noche, a la que había despertado solo para vivir una auténtica pesadilla.

¿Por qué no amanecía ya? Notaba el sudor resbalar por los brazos, que sujetaban la escopeta. Así como por su frente cubierta de arrugas.

Sin embargo, el peligro había abandonado ya las proximidades de su propiedad. Jules Marceaux se había arrastrado lejos de allí hacía rato, sabedor de que no podría contener sus instintos, hasta alcanzar su cubil entre tierras de labranza. Ahora permanecía en su mísero lecho de papeles y prendas, aullando para calmar la ansiedad.

Había vuelto a bloquear el acceso a aquel cobertizo que lo protegía de la intemperie solar, en esta ocasión no tanto para defenderse de la luz diurna, que aún no había hecho acto de presencia, como para eludir la tentadora negrura de la noche.

Jules gritaba, gemía, arqueando su cuerpo hasta el límite de su estiramiento. Su columna vertebral crujía, mientras sus manos contraídas se agarraban al camastro con fuerza desesperada.

No debía volver a salir. Tenía que aguantar. Apenas quedaba oscuridad. Resistiría.

Jules paseó la lengua por sus labios salpicados aún de sangre animal. Y se preguntó, al borde de la inconsciencia, si no perdería el juicio antes de que su proceso maléfico culminara anulando por completo su identidad.

Lo deseó. Rogó por que aquella indulgencia se produjera, ahorrándole los últimos estertores de su perdición.

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Pascal y Dominique se habían detenido y, todavía sin escapar por completo a los jirones de niebla que les lamían la espalda con su humedad, observaban anonadados el panorama que se ofrecía ante sus ojos.

Frente a ellos se tendía, sobre el abismo de un profundo desfiladero, un rudimentario puente de tablas, troncos y maromas, de alrededor de cien metros de longitud. Vacilante, oscilando como presa de alguna corriente de aire que emergiese del vacío oscuro bajo él, aquel precario pasaje salvaba el último obstáculo que los separaba de la Colmena de Kronos.

Ya habían llegado.

Porque estaba allí, no cabía duda. Al otro lado se alzaba, impresionante, un peñasco de dimensiones colosales, una enorme colina ovalada tallada en forma de colmena que se fundía con el terreno montañoso por la parte posterior, conduciendo a los remotos niveles de mayor condena donde permanecían los sentenciados de extrema gravedad.

Todo el relieve que quedaba ante la vista de los chicos estaba constituido por innumerables celdas hexagonales interconectadas, una especie de departamentos pétreos de la altura de un hombre que constituían entradas a pasadizos geométricos. En efecto, la Colmena de Kronos se encontraba ante ellos, en toda su soberbia magnificencia.

Y en toda su perversidad, implícita en la existencia de un lugar que recreaba a perpetuidad pesadillas reales.

Dominique se aproximó hasta el comienzo del puente, poco convencido de cruzarlo a pesar de la tentadora cercanía del objetivo.

—No me habías dicho que para llegar a la Colmena hubiese que atravesar un paso tan… inseguro —comentó, inclinado sobre las primeras tablas que constituían el suelo de lo que en realidad no era sino una vieja y alargada pasarela—. Ni que bajo él hubiese una caída de miles de metros.

—Lo conté en su momento —se defendió Pascal—. No creí que fuese necesario recordártelo.

Dominique recuperó su postura erguida y colocó un pie sobre el primer tramo de madera del puente, apoyando todo su peso en él. Comprobaba la solidez, receloso. Aunque su maniobra provocó rechinantes gemidos, la tabla se mantuvo en su sitio.

—Yo pregunté lo mismo a Beatrice cuando llegamos aquí por primera vez —confesó Pascal—. Reconozco que el aspecto de este puente no provoca confianza, precisamente.

—Eso salta a la vista.

—Pero no hay otra vía para alcanzar la Colmena —Pascal adoptaba un elocuente semblante de resignación—. Y si ha aguantado todo el tiempo que lleva aquí, no hay por qué sospechar que no lo va a seguir haciendo.

Se negaba a asumir que a los obstáculos existentes pudiera añadirse la mala suerte. No estaba dispuesto a contemplar aquella posibilidad.

Dominique asentía, con gesto de mártir.

—Confío en que no descubramos en mitad del puente que nos equivocábamos —observó, suspicaz—. A saber lo que habrá en el fondo de este barranco.

—Supongo que algo tan terrible que no querrías dejar de caer nunca.

Dominique puso los ojos en blanco al oír semejante respuesta.

—Gracias por tus ánimos, Pascal. Es todo un alivio contar con tu compañía en estas circunstancias.

El Viajero se había adelantado hasta el comienzo del puente, y pasaba sus manos por el entramado de gruesas cuerdas que conformaban la estructura de fijaciones.

—Dominique, no podemos perder más tiempo —advirtió—. ¿Vamos?

El aludido sonrió, irónico, antes de plantear su propuesta:

—¿Tú primero?

—De acuerdo.

Pascal echó una última ojeada a los alrededores. No quería que, por culpa de la fascinación que provocaba la sobrecogedora imagen de la Colmena, alguna bestia de la oscuridad lograra pillarlos desprevenidos, atacándolos por la espalda. A continuación, dedicó una mirada de ánimo a su amigo y, reequilibrándose el peso de la mochila, enfundó su daga y se preparó para iniciar el avance.

—Si intuyes que algo no marcha bien —le pidió Dominique, temeroso ante la perspectiva de perder a su amigo—, retrocede sin pensarlo. Pasa de hacerte el héroe; tu desaparición no ayudaría a Jules.

—Durante los metros iniciales, aún tendría tiempo de reaccionar —contestó Pascal, iniciando unos trémulos primeros pasos con los brazos extendidos—. Pero después…

Un puente de cierta longitud supone una trampa letal si se produce un fallo en pleno cruce. Aproximarse a su tramo central implica renunciar a disponer de margen para alcanzar una de las salvadoras orillas antes de que la construcción caiga por cualquiera de sus extremos.

Lo que podía ocurrir.

Pascal iba avanzando metro a metro, tanteando con uno de sus pies cada nuevo tablón sobre el que su cuerpo estaba a punto de situarse. Salvo crujidos y algún amenazador baile de piezas de madera que mantenía en vilo a su amigo, el Viajero prosiguió sin novedades su recorrido.

Dominique cayó entonces en la cuenta de que se acababa de quedar solo en su orilla, acorralado entre la insondable fisura del terreno y la bruma oscura que tapizaba el paisaje volcánico tras él. Percatarse de aquello acentuó la precisión de sus sentidos; empezó a percibir misteriosos ecos en la atmósfera, fugaces movimientos que pronto sepultaba la niebla. ¿Imaginaciones suyas? Decidió que había llegado la hora de acompañar a Pascal en la pasarela. Imitando los prudentes movimientos de su amigo, con el hacha bien agarrada en una mano, se adentró sin pensarlo más en la senda compuesta por los listones y troncos que mantenían unidos las maromas. Midiendo cada paso.

Hasta que se equivocó.

Notó el tacto esponjoso de la madera podrida, aunque no a tiempo de modificar la trayectoria de su zancada. Lo siguiente fue la inconsistencia del vacío bajo su pie, después de que un fragmento de tabla se pulverizase. Y su grito sorprendido, que se perdió en su propio eco, precipitándose sobre el abismo.

a

Era muy temprano, pero ya todos estaban reunidos, de nuevo en torno a la Puerta Oscura. Acababa de amanecer, habían terminado un rápido desayuno y ahora se disponían a planificar la jornada. La falta de sueño aún se dejaba intuir en algunos rostros, pero la extrema gravedad de lo que tenían entre manos constituía el mejor antídoto contra la necesidad de dormir.

—Termina el tiempo de Jules, comienza el nuestro —avisó Daphne, solemne—. Llega el momento de reanudar la búsqueda.

—Hay que encontrarlo —dijo Michelle, todavía impresionada por la última imagen de su amigo—. A saber lo que puede suceder, si no, esta noche.

Todos asintieron. El proceso vampírico que sufría Jules parecía haberse acelerado en los últimos días de un modo estremecedor.

—Seguimos sin noticias del Viajero —notificó Marcel—. Pero está claro que, a partir de ahora —enfocaba con sus ojos penetrantes a Edouard—, las probabilidades de que se comunique con nosotros empiezan a aumentar.

—Estaré muy atento —se comprometió el joven médium, volviéndose hacia Mathieu—. Pronto te va a tocar actuar.

El fornido muchacho se encogió de hombros, mientras señalaba su mochila.

—Me pillará preparado. Me traje mis materiales de historia y el portátil; será difícil que me haga alguna consulta que no sepa responder.

—Edouard —advirtió el forense—, en cuanto presientas que Pascal se está intentando poner en contacto contigo, subid al vestíbulo. A Mathieu puede hacerle falta navegar por Internet, y en este nivel no es posible.

La proximidad con la Puerta Oscura potenciaba las capacidades del médium, pero alejarse de ella no le impediría por completo captar la llamada del Viajero. A lo sumo la haría más débil, una dificultad que estaban en condiciones de asumir.

—De acuerdo, subiremos.

A pesar de que el trayecto hasta la planta calle desde aquellas recónditas profundidades del edificio no era fácil, habían protagonizado demasiados episodios en ese palacio como para no conocer el camino.

—¿Alguna idea de por dónde empezar la búsqueda? —preguntó entonces Michelle, ansiosa por iniciar la actividad matutina.

—Dado el avanzado deterioro de Jules —comenzó Daphne—, tiene que estar empezando a sentir un impulso típico de los vampiros recientes.

Los demás la miraron, intrigados.

—¿A qué te refieres? —Michelle volvía a intervenir, muy pendiente de cada palabra que pudiera conducirla hasta su amigo gótico durante las horas de luz.

—El vampiro joven, recién acogido por la perpetua noche de los no-muertos, buscará a su maestro al comienzo de su nueva existencia.

—¿Su «maestro»? —ahora era Mathieu quien manifestaba asombro.

Edouard, sin embargo, había adoptado un gesto cómplice con la vidente; acababa de caer en la cuenta de adónde quería ir a parar su preceptora.

—El vampiro que lo inició —se explicó Daphne—, el que le mordió inoculándole su condición de bestia del Averno.

—Aunque más adelante se vuelven autónomos, en su inicio experimentan cierta dependencia —añadió Edouard—. Por eso buscará a su «amo», que en este caso…

—… Es Varney —completó Michelle—. Pero se neutralizó su vampirismo, ¿no?

La chica se dirigía a Marcel.

—Por supuesto —respondió el Guardián—. Llevé a cabo el ritual escrupulosamente. Varney jamás se levantará de la tumba.

—¿Entonces?

—Aun así, Jules no podrá evitarlo —concluyó la bruja—. Tenderá a aproximarse a la sepultura de su vampiro iniciador, aunque en realidad tampoco se trata de Varney.

—Es cierto —convino Marcel—. El profesor Varney fue solo la víctima a la que el verdadero vampiro suplantó para moverse por nuestro mundo —todos lo recordaron; teniendo en cuenta que el cuerpo del docente no llegó a encontrarse, ahora mismo su espíritu debía de estar vagando por la Tierra de la Espera como un espíritu errante—. En algún momento, Jules empezará a percibir una atracción hacia su presunta tumba, en la que está enterrado el cuerpo de su verdadero maestro, Luc Gautier.

—¿Y cómo condiciona esa conjetura nuestros movimientos? —Michelle, presa de la impaciencia, imprimía una vez más su propio ritmo a la reunión.

Daphne no tardó en contestar.

—Si esta pasada noche Jules ya ha sentido ese magnetismo, habrá buscado para las horas diurnas un refugio que se encuentre cerca de la tumba de Varney. Así que Marcel y tú dedicaréis las próximas horas a rastrear los alrededores del cementerio donde se encuentra. Mientras, yo inspeccionaré la zona donde lo vimos ayer; su primera guarida no debería de estar muy lejos de allí.

—A Alfred Varney lo enterraron en Pere Lachaise —informó Laville, completando el plan de la vidente.

Aquel planteamiento parecía razonable, y todos lo aceptaron. No hizo falta añadir que Mathieu y Edouard continuarían, mientras tanto, velando la Puerta Oscura y esperando noticias del Viajero. Si bien el joven médium estaba acostumbrado a sesiones así de prolongadas, Mathieu por el contrario echaba en falta respirar aire fresco, salir a la calle. Ver la luz del día, en definitiva. El entorno macizo del sótano, solo ampliado por el lóbrego paisaje de las intrincadas escaleras que ascendían a niveles superiores, empezaba a resultarle claustrofóbico.

Marcel, reparando en ello, se apresuró a sugerirle un rato de «ventilación»:

—Mathieu, sería conveniente que salieras a la calle antes de que volváis a quedaros junto a la Puerta —le propuso—. Al menos mientras nosotros preparamos nuestra marcha.

El chico, asintiendo, pensó que llevaba horarios opuestos a Jules. Con el sol él salía al exterior, mientras su amigo se ocultaba para iniciar, tal vez, el letargo propio de los depredadores nocturnos. Con el siguiente lapso de oscuridad, los movimientos de ambos se invertirían.

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La bamboleante oscilación del puente aconsejaba evitar movimientos violentos, así que Pascal se vio obligado a asistir al tropiezo de su amigo sin reacciones demasiado bruscas. Se hubiera lanzado a ayudarle, pero tuvo que limitarse a observar como Dominique agitaba los brazos en el aire, procurando mantenerse en pie, antes de terminar perdiendo el equilibrio. Dada la distancia que los separaba, tampoco habría podido hacer nada.

Fueron segundos durante los cuales incluso el tiempo, ya de por sí de transcurso lento en aquella región, todavía pareció detenerse más. Dominique se desplomó por fin hacia un lado, estrellándose contra la red de cuerdas que, a modo de barandilla, ayudaba a mantener las tablas unidas y todo el conjunto suspendido sobre la sima. Al menos aquella estructura de poderosas maromas, ejerciendo de barrera, evitó que cayera al precipicio. El chico rebotó en ella y acabó sentado sobre los tablones.

—¿Estás bien? —preguntó Pascal sin alzar la voz metros más adelante, tranquilizado al ver cómo concluía aquella peligrosa escena.

Dominique respondió con un gesto afirmativo, procurando sobreponerse al susto.

Apenas tardó unos minutos en volver a estar de pie, aunque no quiso mirar por encima de las cuerdas hacia la profundidad del barranco que se abría bajo las tablas. Solo entonces Pascal reanudó su avance; estaba ya muy cerca de alcanzar el terreno donde se asentaba la Colmena.

Culminó el desplazamiento muy pronto y, pisando tierra firme, se giró hacia Dominique, que con sumo cuidado —era comprensible, después de lo que acababa de ocurrirle— iba aproximándose paso a paso.

—¡Animo! —le alentó, desde la seguridad de su emplazamiento—. ¡Te falta muy poco!

El chico contenía la respiración con cada zancada, pero lo cierto era que no se detenía, y encontrarse cada vez más cerca del final del puente constituía su principal estímulo.

Lo iba a conseguir.

Pascal extendía los brazos, inclinado hacia él, mientras con las manos le instaba a vencer el último trecho. Dominique lo lograba poco después, sin sufrir nuevos sustos. Ambos se abrazaron al encontrarse. A continuación, Dominique sintió la necesidad de agacharse y tantear con los dedos la solidez rocosa del suelo.

—¡Prueba superada! —exclamó el Viajero—. Ya nada nos separa de la Colmena.

Se volvieron hacia el gigantesco peñasco agujereado que ahora, frente a ellos, podía contemplarse en toda su inquietante grandeza, enhiesto con soberbia sobre el paisaje desértico.

Pascal, recordando cada detalle de aquella ruta que había recorrido con Beatrice, observaba el cielo negro sobre sus cabezas.

—¿Qué pasa? —Dominique había aprendido a desconfiar de cualquier comportamiento extraño que pudiera mostrar su amigo.

—Nada —le calmó el Viajero—. El espíritu errante dijo, cuando llegamos aquí por primera vez, que solo se puede acceder a la celda inicial de la Colmena durante unas determinadas horas de máxima oscuridad, una especie de breve noche periódica en esta región. Estoy comprobando si ha coincidido con nuestra llegada.

—¿Y…? Yo lo veo todo muy oscuro, sí. Especialmente oscuro.

Pascal entrecerró los ojos, valorando. La imagen de Michelle, furtiva, se colaba en medio de sus reflexiones.

¿Qué estaría haciendo ella en el mundo de los vivos? Y, lo que tenía mayor importancia para Pascal: ¿le dedicaría a él algún pensamiento en medio de la búsqueda de Jules, del mismo modo que Pascal no podía evitar soñar con ella, incluso despierto, a cada paso?

¿Necesitaba hacerlo Michelle con la misma fuerza que comprimía las entrañas de él?

—Estoy de acuerdo —concluyó, dejando a un lado sus pensamientos y comenzando a experimentar una tensión añadida, la que despertaba en él la inminencia de su acceso a la Colmena de Kronos—. Ha llegado el momento de acometer el verdadero rastreo de Lena Lambert.

Dominique asintió, concentrado. Si bien le intimidaba el aspecto colosal de aquella montaña a cuyo lado ellos adquirían conciencia de sus minúsculas dimensiones, lo cierto era que aún le abrumaba más el increíble fenómeno de desplazamientos temporales que se producía en su interior.

Pascal, tras repasar el contenido de su mochila, tomar algunos alimentos y beber agua, se dispuso a provocarse un nance.

—Voy a enviar un mensaje a Edouard —notificó a Dominique—. Tienen que estar impacientes ante nuestra ausencia de noticias.

—Salúdalos de mi parte —Dominique recuperaba su acostumbrada ironía—. Aunque no podré ver la cara que ponen…

Pascal, que ya se había sentado en el suelo con los ojos cerrados, sonrió.