10

Jules, sintiendo una fuerte opresión en el pecho, se desplazó entre los tejados de forma tambaleante, hasta llegar al comienzo de los campos labrados. Necesitaba soledad, oscuridad completa. Su confusión solo era equiparable al miedo que él mismo se inspiraba. Como ante el retrato de Dorian Grey, por primera vez se había visto en su auténtica monstruosidad, su imagen maléfica reflejada en las pupilas sobrecogidas de Michelle. En ellas no había visto temor, no; había visto una infinita tristeza. Lo que resultaba mucho más doloroso.

«Michelle», se repitió mientras avanzaba como un zombi. «He estado a punto de hacer daño a Michelle». Su amiga se había salvado en el último instante, milagrosamente. Gracias a su voz, que había penetrado en la cabeza de Jules con la fuerza de los recuerdos más codiciados. Cuando su vista, demasiado empañada por la sed de sangre, ya no era capaz de reconocer a su víctima, había sido su memoria de sonidos lo que le había permitido identificar a Michelle. A tiempo.

Aquel fenómeno había constituido el detonante de la recuperación de su autocontrol humano. Ahora volvía a manejar las riendas de su cuerpo; el espanto ante lo que había estado a punto de suceder le concedía aquella compensación en plena noche. Incluso el apetito vampírico había pasado a un segundo plano, siempre presente como un implacable hormigueo bajo la piel.

Jules aprovechó para alejarse cuanto antes de allí, ante la pavorosa posibilidad de que su faceta maligna volviese a adueñarse de sus movimientos. Tarde o temprano, eso ocurriría de modo definitivo, se dijo mientras su cerebro recuperaba una lectura más de su pasada afición por lo inquietante: El doctor Jekyll, atrapado para siempre en su lado oscuro representado por su otra personalidad, Mr. Hyde.

Su humanidad se iba encontrando encerrada en espacios cada vez más angostos, su cuerpo mortal se achicaba augurando una inminente asfixia. El Mal se quedaría con todo.

Jules siguió corriendo con esa elegancia casi etérea propia de seres sobrenaturales, con la ligereza característica de quienes se sienten cómodos con la noche, de quienes perciben en ella su entorno natural.

Pronto llegó hasta el cobertizo que le había servido de madriguera durante las horas diurnas, tan sucio y maloliente como lo había dejado. Antes de entrar, dirigió una mirada al cielo; en realidad, lo único que pretendía era calcular el tiempo que quedaba de oscuridad; sin embargo, lo hizo con un gesto tan implorante, de una desesperación tan manifiesta, que pareció una llamada de auxilio… a la que nadie respondió.

Ya se disponía a encerrarse en la caseta cuando percibió unos ladridos distantes. Aquel sonido reactivó en él la sed; sin darse cuenta, se pasó la lengua por los colmillos.

Decidió que antes de inmovilizarse en su cubil debía aprovechar para intentar satisfacer sus instintos sin recurrir a personas. Tal vez eso le hiciera ganar tiempo.

Se dio la vuelta.

Jules había flexionado su cuerpo; ahora avanzaba en actitud acechante, de caza. Los ojos brillantes de agudas pupilas bajo los cabellos revueltos. Husmeaba, escuchaba.

Los animales, ajenos a la sombra letal que se aproximaba a ellos, habían dejado de ladrar por pura intuición. Se removían inquietos algo más lejos, tirando de las cuerdas que los ataban a los postes de una vieja granja cuyas ventanas de postigos cerrados delataban el sueño ajeno de sus ocupantes. Pero ya era tarde para los perros. Ni su repentino silencio los salvaría: el magnetismo de su sangre caliente atraía a la bestia con una absoluta precisión. Minutos después, los fieros perros guardianes, encogidos, comenzaban a gemir, una reacción incomprensible que habría llamado la atención de cualquiera.

Los animales sabían que se enfrentaban a un enemigo que no pertenecía a su mundo.

Un chasquido marcó el comienzo de sus últimos minutos de vida.

a

Pascal y Dominique, huyendo de la ominosa presencia de la nube negra, habían dejado atrás la región de los desfiladeros para adentrarse en un territorio menos abrupto aunque igual de yermo. Tan solo unos feos matorrales con espinas, venenosos a pesar de su apariencia reseca, surgían del suelo desnudo. La oscuridad, a su alrededor, volvía a intensificar su negrura, demostrando una vez más su perversa infinidad de matices.

—Nunca se me habría ocurrido imaginar que existían tantos grados de noche —comentó Dominique mientras sus ojos se acostumbraban a la nueva penumbra—. Cada vez que llegamos a una zona distinta, pienso que no puede haber mayor oscuridad. Y siempre me equivoco.

Pascal asintió.

—Existen tantos grados de negrura como niveles de sentencia —explicó—. Según vas sumergiéndote en la región de los condenados, descubres que el infierno se compone de muchos estratos.

—Según cómo fue tu vida, te salvas o te condenas…

—Y si te condenas, tu destino será un nivel u otro dentro de esta tierra.

—Una pesadilla u otra —tradujo Dominique—. Para siempre.

—Eso es.

Al Viajero, ese escenario desolado que recorrían le trajo el recuerdo de un paisaje al que se iban aproximando peligrosamente.

—Las ciénagas —adelantó a su amigo—. Llegaremos enseguida.

A Dominique no le hizo demasiada gracia aquella alusión, que prometía un entorno todavía más hostil y pestilente.

—No me gusta el barro —confesó.

—Pues te vas a hartar. Aunque eso no es lo peor —añadió Pascal, enigmático, recordando al monstruo de los tentáculos que lo atacara en su primera incursión por aquellos parajes.

—No sé por qué, pero contaba ya con alguna «agradable» sorpresita. Me siento como si estuviera recorriendo un gigantesco parque temático del horror.

Pascal lo pensó un momento.

—Yo no lo habría descrito mejor, Dominique. Con la diferencia de que aquí, cuando te cansas, no puedes salir y volver a tu realidad, al sol.

Siguieron avanzando, aunque de vez en cuando Pascal iba imponiendo descansos. La fatiga empezaba a hacer mella en él de forma evidente. Llevaban muchas horas de camino, y la falta de sueño pasaba factura.

—Necesitas dormir —Dominique lo miraba, preocupado—. Yo también quiero ayudar a Jules, y cuanto antes. Pero si no duermes, puedes cometer un error definitivo… y hundirnos a los dos.

El Viajero se lo planteó. Además, notaba unas ampollas en los pies, fruto del tiempo que habían estado caminando, que tendría que curarse en algún momento. En el fondo, sabía que su amigo tenía razón. Debían parar. ¿Pero cuándo?

—De acuerdo —accedió—. En cuanto superemos la zona de las ciénagas, nos detendremos para que yo pueda descansar.

—¿Seguro que no prefieres hacerlo antes?

Pascal lo descartó con la cabeza.

—Antes no conseguiría dormir. Cuando nos encontremos más cerca de la Colmena, me resultará más fácil.

a

Mathieu y Edouard se miraron entre sí cuando Michelle, todavía pálida, terminó de narrar los hechos que habían tenido lugar un rato antes.

Daphne había examinado minuciosamente el cuello de la chica, en busca de rasguños comprometedores. Bastante habían aprendido con el caso de Jules sobre mordeduras superficiales. No se podía subestimar el veneno inoculado con el más leve arañazo.

Por suerte, los colmillos de Jules no habían llegado a rozar su piel.

—O sea que ya es un vampiro… —susurró Mathieu, desesperanzado.

Michelle se irguió sobre su asiento.

—¡No! —rechazó—. ¿No os dais cuenta de lo que implica que mi voz lo frenara?

—De acuerdo, te reconoció —admitió su amigo—. Pero…

—Si me reconoció es que aún no es un vampiro completo —argumentaba ella, testaruda—. Todavía estamos a tiempo. Daphne, ¿qué opinas?

La vidente, que deslizaba una mano por el contorno pulido del arcón que camuflaba la Puerta Oscura, se tomó su tiempo antes de contestar.

—Tienes razón, Michelle. Ese último gesto suyo nos concede algo de margen. Poco, en cualquier caso. Aun así, te has arriesgado demasiado…

La aludida bajó la cabeza; contra esa acusación no tenía argumentos que ofrecer.

—Piensa en lo que habría supuesto para nosotros si te hubiera mordido —insistió la vidente en su recriminación—. No puedes dejarte llevar por el romanticismo. ¿Acaso no ves lo que está sufriendo vuestro amigo? Esto no es un juego.

—Lo siento —se disculpó Michelle, aunque sus ojos no se habían desprendido de cierto matiz desafiante—. No nos puedes pedir tan pronto que solo veamos en él a un monstruo.

—¡Pero es que lo es, Michelle! —saltó Daphne.

—Aún no —repuso la chica, terca—. Tú misma acabas de aceptarlo.

La vidente lanzó un sonoro suspiro. Disputas dentro del grupo era lo último que necesitaban.

—Solo te pido que pienses en una cosa —concluyó—. Con esa actitud tuya no ayudas a Jules, aunque lo parezca. Imagina cómo se habría sentido tu amigo si recupera la conciencia humana al llegar el día y se da cuenta de que te ha herido.

Michelle tampoco supo qué replicar en esta ocasión. Se limitó a asentir, ceñuda.

—Al menos, el revulsivo de tu encuentro —aportó entonces Marcel, mirando a la chica— habrá mitigado sus apetencias asesinas. No creo que esta noche se atreva a nuevas incursiones en terreno civilizado.

—Algo es algo —Daphne adoptaba ahora un talante conciliador; lo único que pretendía era advertir a Michelle y consideró que ella había captado el mensaje—. ¿Y de Pascal sabemos algo?

—De momento no tenemos noticias —comunicó Edouard—. No ha dado señales de vida.

—A partir de ahora habrá que extremar la atención —señaló la bruja—. Por fuerza tiene que encontrarse cerca de la Colmena… salvo que haya ocurrido algo.

Edouard no lo creyó.

—Su hubiera sucedido algo, entonces sí nos habríamos enterado.

Todos estuvieron de acuerdo en interpretar la ausencia de noticias como algo positivo. Todavía quedaba demasiado camino como para ir descartando los planteamientos esperanzadores.

—¿Y ahora qué? —preguntó Michelle, inquieta como siempre.

Daphne observó los rostros agotados de todos.

—Los viejos dormimos poco —explicó—. Yo me quedaré haciendo guardia junto a la Puerta Oscura, aunque, en realidad, una comunicación de Pascal interrumpiría mis sueños. Los demás debéis dormir unas horas.

—Pero… —Michelle, que no podía olvidar el quebrantado rostro de Jules a escasos centímetros del suyo, su mirada atrapada en la prisión de su propio cuerpo, no parecía muy convencida con aquella recomendación.

—Daphne tiene razón —apoyó Marcel—. Hemos comprobado que es demasiado peligroso buscar a vuestro amigo por la noche, así que hasta que amanezca hemos de interrumpir el rastreo. Es preferible que recuperéis fuerzas, y así seremos más eficaces durante el día.

El sábado se aproximaba con la engañosa parsimonia de lo cotidiano. ¿Qué estaría sucediendo en el Más Allá?

a

Seis horas habían transcurrido desde que abandonaran la zona de los desfiladeros. El paisaje a su alrededor había ido cambiando mientras tanto, y la planicie estéril salpicada de matorrales espinosos había dado paso a un escenario muy distinto: una turbia zona de algo parecido a manglares secos, cuyos restos se inclinaban hacia burbujeantes masas de lodo que se repartían caprichosamente por toda el área, como si bajo los pies de los caminantes que osaban visitar la región presionara una inmensa masa de aguas pútridas que iba reventando la superficie por todos los rincones.

—Las ciénagas —comunicó Pascal a su amigo, deteniéndose para recuperar el aliento—. Y una nueva oscuridad.

Dominique, alzando la mirada, confirmó aquel dato añadido. Después, mientras Pascal aprovechaba para curarse las ampollas sobre la última zona de tierra firme, él se dedicó a estudiar con detenimiento las inmediaciones. Tal como había imaginado, todo lo que se ofrecía ante sus ojos mostraba un aspecto repugnante: los tramos de suelo de apariencia más sólida emergían agrietados, lomos desnudos que el panorama hostil convertía en improvisados puentes que superaban los lodazales. La atmósfera allí era casi irrespirable, contaminada por las emanaciones tóxicas que removían la superficie opaca de las ciénagas.

—Evita respirar cerca de ellas —las señaló el Viajero desde la distancia—. Esos vapores son veneno.

Dominique asintió sin ningún esfuerzo; por su parte, no tenía ninguna intención de aproximarse más de lo imprescindible a esos inmundos charcos rezumantes de cieno.

—Algo me dice —comentó, irónico— que esto no es lo peor, ¿verdad?

Pascal sonrió todo lo que le permitió su agotamiento.

—¿No recuerdas lo que os conté? El monstruo que me atacó desde el agua…

Dominique puso cara de espanto.

—¡Es verdad! ¿Por qué todas las criaturas malignas tienen que ser tan feas?

Pascal, a pesar de captar el tono retórico de aquel interrogante, intentó aventurar una respuesta.

—Tal vez sea mejor así.

—¿Tú crees?

—Sí. De esa manera, el Mal es más reconocible —justificó—. Casi es peor un peligro que no se ve venir.

Dominique arqueó las cejas, sorprendido ante la lúcida ocurrencia.

—En eso tienes razón, vaya.

Entre los pensamientos de Pascal, se abrió paso entonces la recreación de su reciente episodio con la engañosa llamada de las sirenas. ¿Cómo serían ellas? Su voz era tan seductora que parecía imposible que pudiera proceder de un ser monstruoso. Quizá constituían la única especie hermosa de la tierra oscura.

—Vamos allá, Dominique —avisó el Viajero, poniéndose en pie—. Pero manteniéndonos alejados todo lo posible de las ciénagas.

—De momento parece que hay suficiente tierra firme para esquivarlas bien.

—De momento. Pero para llegar hasta la Colmena tendremos que cruzar algún paso estrecho entre ellas; será inevitable.

—Ya me extrañaba que algo fuera fácil…

A Pascal le hicieron gracia aquellas palabras, una impresión expresada en voz alta que él también sintió en su primer viaje.

—Cuando nos encontremos en esas situaciones, tendrás que avanzar pegado a mí. La daga debería bastar para ahuyentar a la bestia acuática.

—De acuerdo.

—En marcha.

Pascal dedicó unos segundos a estudiar la retaguardia; antes de introducirse entre las ciénagas, quería confirmar que nadie los seguía, pues, una vez en ese territorio, la necesidad de mantenerse fuera del alcance de las aguas los volvería más vulnerables. Pascal terminó pronto su inspección visual. Nada ni nadie se vislumbraba en el horizonte inexistente de la noche.

—¿Preparado? —se dirigió a Dominique, ya con la daga desenvainada.

—Preparado.

El chico, de pie con las piernas abiertas, atenazaba el mango del hacha con una convicción más aparente que real. Pascal no se cansaba de observarle, tan autónomo, tan libre, fuera de las limitaciones que imponía una silla de ruedas. Le palmeó la espalda, y ambos iniciaron un sinuoso avance en fila india hacia delante.

Al principio, todo fue bien. Bajo la fiel comprobación de la piedra transparente, lograban trazar intrincadas rutas que sorteaban los lodazales en su camino a la zona volcánica donde se erigía la Colmena de Kronos. Incluso en medio de aquella trayectoria bastante segura, llegaban hasta ellos sonidos inquietantes: chapoteos fugaces, misteriosas ondas sobre la superficie líquida de las charcas, algún gemido que se elevaba, furtivo, desde la maleza seca.

No estaban solos; ambos se habían dado cuenta, aunque preferían fingir que no ocurría nada. El único síntoma que revelaba su creciente nerviosismo era la aceleración de sus propias zancadas. No corrían, pero casi.

Pascal y Dominique se sentían observados a través de los brotes de espesura muerta que se alzaban delatando la proximidad del agua infecta. El Viajero sabía, de hecho, que alguna de aquellas criaturas dotadas de grandes tentáculos ya los habría detectado y a buen seguro los estaba siguiendo, aguardando la mejor ocasión para atacar. El auténtico cazador suele exhibir una asombrosa paciencia.

Pero ellos continuaban sin hacer comentarios, sintiendo en sus sudorosas manos el tacto tranquilizador de las empuñaduras de sus armas. Un silencio trémulo que se vio interrumpido con la llegada de uno de aquellos temidos pasos que apenas permitían esquivar la masa líquida de los cenagales.

—Sabía que nos encontraríamos con un cruce así —susurró Pascal, sin perder de vista la superficie sucia del agua—. Ya sucedió la otra vez. Ni siquiera un espíritu errante pudo evitarlo.

Pascal se apresuró a apartar de su mente el recuerdo de Beatrice; ahora necesitaba de toda su concentración. Cada nueva prueba a la que se enfrentaban suponía mantener la misma apuesta: todo o nada.

Además, en caso de decidir asumir el riesgo de recrearse en un recuerdo, tuvo claro que lo dedicaría a su familia… y a Michelle.

Los dos se aproximaron hasta el mismo comienzo de la fangosa laguna, vigilantes.

—La superficie está quieta —señaló Dominique, esperanzado—. No parece que se oculte nada debajo.

Los ojos del Viajero se alzaron levemente, llegando hasta el final del estrecho camino que partía en dos la masa líquida.

—Son bastantes metros —opinó—. Los suficientes como para que algo surja de repente y nos pille en medio.

Dominique recorrió con la mirada las proximidades.

—Todo parece muy tranquilo —insistió, deseoso de una buena noticia, de una perspectiva luminosa.

—Por eso mismo —concluyó Pascal con una solemnidad extraña en él—. Por eso mismo sé que hay algo ahí abajo, y nos está esperando.

Dominique no se atrevió a decir nada más, y se limitó a aguardar.

«Eso que acecha bajo el agua intuye que nosotros no podemos esperar», se dijo Pascal. «Por eso no tiene prisa en mostrarse. Sabe que somos nosotros los que nos vamos a precipitar hacia él como inocentes víctimas. Aunque en eso último se equivoca», concluyó el Viajero, notando cómo la intensidad de las vibraciones de su daga iba ganando en potencia. «No somos tan ingenuos, y desde luego no estamos dispuestos a convertirnos en víctimas».

a

Michelle se giró por enésima vez sobre el colchón, incapaz de conciliar el sueño a pesar del cansancio. Rindiéndose a su inoportuno desvelo, abrió por fin los ojos; sobre ella, el techo de piedra de una de aquellas reducidas estancias que Marcel había habilitado cerca del sótano, también por debajo del nivel de la calle, para alojarlos. En la contigua a la suya descansaba Mathieu, y en la de enfrente, Edouard. Un completo silencio reinaba en el palacio. Un silencio blindado, protector, que acentuaba la impresión hostil de esa intemperie a la que se estaría enfrentando Jules en soledad.

Michelle no lograba quitarse a su amigo de la cabeza.

Aunque, una vez más, Jules no era el único asunto que monopolizaba sus reflexiones. La mente de la chica bailaba de él a Pascal, de Pascal a él. Las razones que dirigían sus pensamientos a cada uno eran bien distintas: en el caso de su amigo gótico, se trataba de un irrefrenable temor a perder a otro de sus mejores compañeros cuando todavía no habían asumido la muerte de Dominique. Además, ni siquiera se trataba de un fin natural, lo que recrudecía el dolor de aquella posibilidad; el peor de los desenlaces condenaría a Jules a una perpetua no-muerte, le arrancaría de la vida impidiéndole al mismo tiempo el descanso eterno. ¿Acaso podía concebirse un destino más angustioso, más desprovisto de toda esperanza?

En relación con Pascal, que también arriesgaba su vida en esa nueva aventura, la índole de los pensamientos de Michelle se perdía por derroteros más íntimos. Necesitaba verle. Conforme ella se percataba de los auténticos elementos que configuraban una situación crítica, crítica de verdad, de las que ponían en juego la existencia, iba logrando relativizar otros problemas que, en su momento, le habían parecido de una gravedad imperdonable.

Aun así seguía enfadada con Pascal, claro. La había engañado, había despreciado sus sentimientos en un doble juego. La figura volátil de Beatrice se interponía a pesar de su ausencia definitiva. Y es que su presencia continuaba aleteando en el ambiente, como el olor a pólvora tras una detonación.

Hay recuerdos que hacen daño.

Beatrice era en aquel momento más fantasma que nunca, pero no por ello su fugaz intromisión en el mundo de los vivos había dejado de distorsionar la realidad, dificultando el cauce lógico de los acontecimientos. Eso era lo que tenían que superar Pascal y Michelle.

¿Estaba ella dispuesta a aquel esfuerzo? ¿Empezaba a estarlo?

Incluso la confesión de Pascal, al no ser espontánea sino forzada por las circunstancias, perdía su valor como estímulo para una hipotética reconciliación. Michelle se daba cuenta de todo eso; precisamente por esa razón tenía que ser ella quien diera el primer paso, si así lo decidía.

Porque sus sentimientos hacia él no habían cambiado. Michelle lo tuvo que reconocer, a regañadientes. Una podía enfadarse, incluso condenar una incipiente relación. Pero lo que estaba más allá de cualquier aspiración de control eran los sentimientos. Nadie podía decidir cuándo liberarse de un sentimiento. Este se iría si tenía que irse; y si no, no se iría.

El corazón de Michelle seguía latiendo por Pascal, y la intensidad de sus emociones iba erosionando poco a poco la rígida postura de la chica. Si continuaba en esa línea, no tardaría en estar dispuesta a perdonar.

Pascal y Jules, Jules y Pascal. Ambos muy importantes para ella, sobre todo tras la irreparable pérdida de Dominique. Ninguno estaba presente ahora en su verdadero mundo: en aquella apuesta en la que se hallaban inmersos, ella podía perderlo todo. La vida resultaba irónica.

Cambió de postura sobre el lecho. Mientras lo hacía, se descubrió odiando la Puerta Oscura.

a

Ya habían dado varios pasos, salvada la profusa vegetación muerta que se arremolinaba rodeando las charcas, introduciéndose al comienzo de aquel estrecho paso que superaba a escasa altura la masa de agua corrompida. Tal como habían acordado, Dominique no se separaba de la espalda de Pascal, e incluso se fijaba en el punto exacto donde el Viajero colocaba cada pie al avanzar, pues un resbalón accidental lo precipitaría sin remedio a las ciénagas.

Intuyó que para no salir nunca más.

Dominique no quiso ni imaginarse sumergido en ese líquido infecto, envuelto en el fango y los escurridizos cuerpos de las criaturas espantosas que, sin duda, debían de acechar bajo la turbia superficie de aquellos lodazales que parecían respirar a través de su burbujeante actividad.

Pompas pestilentes que hinchaban la superficie pantanosa y estallaban proyectando hacia la atmósfera inerte, entre salpicaduras, sus emanaciones tóxicas.

—Procura respirar lo más lejos posible del agua —susurró Pascal, sin dejar de mirar hacia el angosto corredor sólido que continuaba ante él, decidiendo la ubicación de su próxima zancada—. Aunque solo sea por suavizar el olor…

Contra todo pronóstico, a su alrededor el panorama no había perdido su serenidad pastosa, apenas interrumpida por leves sonidos de cambiante localización que, sin embargo, no dejaban de resultar amenazadores.

Por eso Pascal no reducía su nivel de alerta. Había aprendido a desconfiar de aquella calma que siempre presagiaba la inminencia de algo mucho peor. Era un clima de paz tan precario que se volvía postizo, traicionero.

Un clima apacible que ocultaba el acre sabor de una amenaza invisible.

Todavía tendrían margen suficiente para dar la vuelta, retroceder y escapar, en caso de la brusca aparición de un peligro. Pascal era consciente de que esa era la única razón por la que la tranquilidad se mantenía.

Pero a cada paso que los adentraba en las ciénagas, aquella suerte de salvoconducto que contenía la ferocidad hambrienta de las fieras invisibles iba perdiendo su poder.

Siguieron avanzando, Pascal atento a la distancia que los separaba del final de esa trampa y a la superficie líquida que los rodeaba. Tras él, en completo silencio, Dominique reprimía su miedo y su repugnancia, vigilando de reojo, a su vez, la zona que iban superando.

Un chapoteo próximo rompió la quietud imperante, haciendo añicos aquel ambiente de parálisis en el paisaje. La tregua había terminado; Pascal lo supo, incluso sin llegar a ver lo que acababa de provocar el ruido. Alzó la daga, que relampagueó con destellos verdosos inyectándole sus vibraciones energéticas. Esta vez, el monstruo no lo pillaría por sorpresa.

—Ya está aquí —murmuró a su amigo, girándose hacia todos los lados.

Dominique había palidecido; el ruido sobre el agua había sido tan contundente que por fuerza lo tenía que haber provocado un cuerpo grande, voluminoso. ¿Qué se escondía bajo aquellas ciénagas? Levantó el hacha, con una convicción que no terminaba de adquirir la suficiente solidez.

Con la muerte no acababa el miedo; todavía podía percibirlo recorriendo sus venas vacías.

Un tentáculo armado de una boca en su extremo salió del agua como una exhalación, desde una distancia de tres metros, con la precisa velocidad de un proyectil dirigido contra Dominique. Pero Pascal ya lo esperaba: cubrió con el cuerpo a su amigo y, de una estocada, cercenó aquella correosa extremidad que se abalanzaba sobre ellos. La boca del tentáculo cayó al cenagal, supurando un líquido viscoso.

Se oyó un cavernoso bramido procedente de las aguas estancadas, que ahora empezaron a agitarse de forma furiosa mientras iba emergiendo una gigantesca criatura, similar a un pulpo, cuya cabeza, cubierta de cieno, mostraba unas sobrecogedoras fauces dentadas. Los ojillos del ser, de una candente tonalidad rojiza, no se apartaban de los chicos.

¿Habría reconocido al Viajero como el causante de otras heridas recientes?

—¡Vamos, deprisa! —Pascal agarró a Dominique, que procuraba sobreponerse a aquella escena, y lo empujó con él hacia delante.

El chico, hipnotizado ante ese horror, tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para obedecer. Por fin, el instinto de supervivencia —qué ironía que no se perdiese con la muerte— se activó en él y fue capaz de reaccionar.

La fiera, mientras tanto, se movía en el agua con una insospechada agilidad. Se deslizó entre el fango, adelantándolos y cortándoles el paso desde el borde del terreno.

Ellos se detuvieron ante esa inesperada maniobra; ahora no había otro modo de eludir aquel arriesgado encuentro que retroceder.

—No podemos hacerlo —dijo Pascal sosteniendo la mirada rabiosa, sangrienta, de la criatura que los aguardaba más adelante—. La única forma de alcanzar la Colmena de Kronos es por aquí. No hay otro camino.

Dominique suspiró.

—Estoy contigo.

Poco a poco, paso a paso, se fueron aproximando al ser que desde su orilla bloqueaba el avance hacia el final de aquel paso. Nuevos tentáculos cayeron sobre ellos cuando estuvieron al alcance. Pascal se dejaba llevar por los impulsos de la daga, que despertaba con toda su potencia al percibir la cercanía del ser maligno y mutilaba sin piedad.

El monstruo aullaba, cada vez más enfebrecido en su arrebato depredador.

Una de las extremidades esquivó la lluvia de estocadas y se lanzó con su boca abierta contra Dominique. Pero este, blandiendo el hacha con sus fuertes brazos, logró asestar un buen corte al tentáculo, que se retiró al instante.

A pesar de la carnicería, la criatura no se retiraba, reacia a perder el suculento banquete que suponían aquellas dos presas. Los chicos, sin embargo, no se arredraron ante esa presencia descomunal, cuya fiereza agitaba las aguas a su alrededor. Prosiguieron en su avance sin alterar su mutismo impresionado, tras el escudo protector que suponía la barrera de cuchilladas con que la daga del Viajero continuaba masacrando el aire ante ellos.

Llegó un momento en que se alzó frente a los muchachos, a su alcance, el cuerpo hinchado y furioso del monstruo, medio oculto tras el baile iracundo de sus miembros mutilados y de otros tentáculos todavía intactos e igual de ansiosos. Dominique se detuvo ante aquella progresión del peligro, pero Pascal no lo pensó dos veces y se lanzó entre la amalgama de apéndices.

Dominique le gritó, intentó detenerle, pero fue en vano. El Viajero ya se encontraba envuelto en una danza mortal, girando sobre sí mismo, una estela de fulgor verde que avanzaba entre la podredumbre sembrando un rastro de salpicaduras espesas y miembros amputados. Aquel osado movimiento pilló desprevenida a la bestia, que, incapaz de detener el ataque, no tuvo tiempo de apartar de él sus puntos vitales.

Pascal alcanzó su grotesco abdomen y, sin pensarlo, introdujo la daga hasta la empuñadura, para volver a sacarla y, esta vez, empotrarla entre los ojillos rojos del monstruo.

La bestia aulló, víctima de un dolor abrasador que quemaba sus entrañas.

Pascal también gritaba.

Se volvió hacia Dominique. El rostro, embadurnado por completo, al igual que su cuerpo, de sudor, fluidos y vísceras, hubiera sido irreconocible de no ser por la subyugante intensidad de sus ojos grises.

Dominique vio en ellos al Viajero. Se acercó esquivando el cuerpo muerto de la bestia, medio sumergido en el fango. Y en esos ojos, en su propio reflejo dentro de las pupilas de su amigo, se sintió protegido.