Alexander, que caminaba algo adelantado, se detuvo para girarse hacia ellos.
—Es allí —señaló con el brazo extendido.
Pascal y Dominique siguieron con la vista la indicación, y al momento distinguieron, en medio de las sombras, a unos quinientos metros, la silueta de una inquietante construcción que el Viajero identificó al momento: el Umbral de la Atalaya.
Los recuerdos se agolparon en su mente con violencia; la imagen de Beatrice se impuso en su memoria ante aquel monumental puesto fronterizo, pues había sido de su mano como había atravesado por vez primera ese místico enclave. Observó, hipnotizado, aquel límite legendario que frenaba la jurisdicción del Mal. Se trataba de un majestuoso arco de piedra incrustado en una muralla de gran solidez que se alzaba sobre el terreno hasta alcanzar una altura que debía de rondar los veinte metros. Erigido encima, junto al arco, resaltaba el armazón enorme de una garita de guardia, un bloque empotrado sobre el tabique que emergía a ambos lados con su pulida forma de óvalo. La hiedra lo cubría en buena medida, pero sin lograr ocultar herméticas oquedades —Pascal imaginó las figuras asomadas de los centinelas, estudiando el panorama con sus ojos penetrantes tras las máscaras— y las inscripciones grabadas en la piedra. Primitivas advertencias de origen nebuloso.
E incluso a aquella distancia se percibía ya el halo amenazador del monumento que marcaba el límite entre la Tierra de la Espera y la región de los condenados, el comienzo de las tierras oscuras. Sin necesidad de que hiciera ningún comentario, el Viajero supo que el espíritu errante que los había acompañado hasta allí no daría un paso más en esa dirección.
Nada bloqueaba el paso bajo el arco porque no era necesario. El aura justiciera de los centinelas se derramaba desde el Umbral de la Atalaya creando un área de influencia que ningún ser osaba profanar.
Pascal se volvió hacia Dominique, que comprobaba en ese momento, impactado, lo fiable que había sido la descripción que de aquel punto hiciera el Viajero al retornar al mundo de los vivos con Michelle. Pascal no lograba dejar de mirar a su amigo. Allí estaba, sí, parecía imposible. En medio de ese paisaje apagado, inerte, detenido. Allí estaba, en pie, con su ropa de siempre, sus hombros anchos y su gesto levemente irónico.
Y la contundente hacha que portaba en las manos, claro. Eso sí era novedoso en la imagen de su amigo; Dominique había encontrado aquella herramienta en Pere Lachaise —tal vez un leñador había sido enterrado con ella—, mientras buscaba algún arma con la que poder defenderse llegado el caso. «Si te voy a acompañar por tierras peligrosas», había dicho, «será mejor que vaya preparado». Dominique, dada su condición de muerto, no necesitaba provisiones, pero no por ello dejaba de ser una presa apetecible para los carroñeros y cualquier otra criatura maligna que deambulase por las tierras oscuras.
A Pascal no le había parecido mal aquella iniciativa. Aunque el material del que estaba fabricada la afilada hoja del hacha no tenía la propiedad de dañar de un modo definitivo la carne sin vida de las criaturas malignas, en cambio sí era capaz de mutilar, lo que podía resultar muy útil en determinadas circunstancias.
—¿Qué te parece? —preguntó Pascal a su amigo.
—Que da bastante miedo… y no sé muy bien por qué.
—Ya.
Dominique apretaba el mango de su hacha, sin despegar los ojos de la muralla sobre la que se alzaba el refugio de los centinelas.
—No sé… Es una construcción que ahuyenta en sí misma —añadió, impresionado—. Y eso que todavía estamos a una cierta distancia…
—Determinados lugares cobijan un peligro tan inmenso que hasta la más leve intuición la detecta —observó el espíritu errante—. Debo irme ya, Viajero.
Pascal se le acercó y le dio un abrazo, sintiendo a través de la ropa, como siempre, la frialdad de su cuerpo.
—Muchas gracias, Alexander. Me has ayudado mucho. Supongo que es momento de dejarte ir. A partir de ahora, el camino es nuestro.
Dominique le estrechó la mano, manifestándole también su gratitud.
—Que tengáis mucha suerte —se despidió el espíritu errante una última vez, mientras comenzaba a alejarse por el sendero brillante en dirección a las profundidades de la Tierra de la Espera—. Salvad a vuestro amigo.
Dominique frunció el ceño ante aquellas palabras, recordando la alucinante narración con la que Pascal le había ido poniendo al día conforme se dirigían hacia el Umbral de la Atalaya. Jules, a punto de convertirse en vampiro… Inconcebible.
—¿Vamos? —Pascal le miraba a los ojos con una determinación que admiró a Dominique.
Cuando llegaba el peligro, cuando ya no había margen para las excusas, las dudas o las justificaciones, la condición de Viajero resurgía de las entrañas de Pascal y aceraba sus pupilas, esas pupilas que ahora estudiaban el último tramo que los separaba de una tierra sin ley que acostumbraba a devorar a todo aquel que osaba internarse en su perpetua oscuridad.
El pulso con el que empuñaba la daga se había vuelto firme, sereno.
—¿Vamos? —repitió.
Dominique tragó saliva mientras se giraba hacia la zona mucho menos peligrosa que se disponían a dejar atrás.
—Vamos.
El coche del Guardián había dejado atrás los distritos céntricos y se adentraba cada vez más en la periferia. Llevaban dos horas rondando por las calles sin ningún resultado. Marcel conducía muy atento, y a su lado la vidente iba marcando la ruta.
—Si Jules se mueve por la noche, algo que tampoco sabemos con seguridad, es que su lado vampírico está ya superando al humano —elucubró mientras miraba por la ventanilla, al igual que hacía Michelle desde el asiento de atrás—. Sus movimientos serán todavía inseguros, tiene que aprender a desplazarse en la oscuridad. Evitará los lugares muy concurridos; por eso nos interesan los sectores más alejados de la ciudad.
—Tal vez el proceso maligno no haya avanzado tanto y esté ahora mismo sumido en uno de esos letargos nocturnos que le solían invadir al llegar la oscuridad —aventuró Marcel, apostando por el optimismo.
—Lo dudo —Michelle intervenía sin dejar de vigilar cada calle que quedaba ante su vista, a la búsqueda de siluetas ágiles amparadas en la penumbra—. En ese caso, Jules no habría huido.
Daphne asintió.
—La única razón que justifica la desaparición voluntaria de tu amigo —la bruja se había girado hacia Michelle— es el pánico. Estoy de acuerdo contigo: la noche ya no es segura para él… luego no controla su cuerpo durante las horas de oscuridad.
—Así que se está moviendo ya como vampiro… —dedujo el forense—. ¿Entonces hemos de entender que su voluntad humana ha sido anulada por completo?
—Buena pregunta —respondió Daphne—, para la que todavía no tenemos una respuesta. Pero me extrañaría una progresión tan radical del proceso infeccioso. Quiero creer que aún no es demasiado tarde; Jules tiene que poder luchar consigo mismo.
Michelle rogó por que así fuera. Si no, sus esfuerzos —y los de Pascal en el Más Allá— no servirían de nada.
—¡Alto! —Daphne sobresaltó a sus acompañantes con su repentino grito—. ¡Para, para!
Marcel se apresuró a obedecer, cambiando de carril y deteniendo el automóvil junto a la acera. Dejó encendidos los intermitentes.
—¿Has percibido algo? —preguntó, presa de una súbita impaciencia—. ¿Es él?
Michelle también se había incorporado sobre su asiento y se inclinaba hacia delante, entre ellos dos.
—Se trata de una impresión muy débil… —indicó Daphne, con los ojos cerrados y el rostro alzado—. No estoy segura… Procedía de allí.
La vidente señalaba hacia el oeste, en dirección a uno de los próximos extremos de la ciudad. Tenía sentido, pues aquel rumbo los llevaría muy pronto hasta las últimas urbanizaciones de esa zona. Más adelante, solo se extendían campos agrícolas.
Marcel no hizo ninguna otra pregunta. Arrancó sin perder tiempo y lanzó el coche por la primera bocacalle que respondía a la orientación de la vidente. Ni siquiera el chirrido que provocaron los neumáticos ante el brusco giro del vehículo interrumpió el estado casi de trance en el que se había sumergido la bruja, erguida en su asiento. Si perdían aquel rastro, había muchas probabilidades de que no volvieran a encontrarlo en el vasto panorama de París, pues Jules podía cambiar de ubicación y alejarse demasiado. En ese caso, las consecuencias serían nefastas.
Daphne permanecía con los ojos cerrados, pues de aquel modo lograba discernir mejor la huella concreta que le interesaba de entre todas las sensaciones que su mente apresaba. Sin las distracciones visuales, podía canalizar su don hacia un sexto sentido. Y eso era justo lo que estaba haciendo.
—Ahora, a la izquierda —susurró—. Rápido. Cada vez lo percibo más cerca.
Se encontraban ya en la periferia de la ciudad, aproximándose al límite con las afueras.
Michelle se agarraba a una manilla incrustada en el techo del coche para suavizar el bamboleo que provocaba cada curva. Los latidos de su corazón se habían acelerado ante la posibilidad de encontrarse con Jules… o con aquello en lo que su amigo se hubiera podido transformar con la llegada de la oscuridad.
¿Qué ocurriría si, en efecto, se producía aquel encuentro?
—Ahora, todo recto —volvía a señalar Daphne—. Rápido, rápido, rápido.
Marcel obedecía sin añadir comentarios, aunque la aguja que marcaba la velocidad en el salpicadero del coche sobrepasaba ya los noventa kilómetros por hora.
Si se cruzaban con un coche patrulla de la policía, iban a tener problemas.
La única señal del avance sutil de Jules era la tenue agitación de las ramas a su paso, y algún guijarro del camino que salía rodando hasta frenar sobre la hierba. El perfil levemente encorvado del muchacho se deslizaba a buena velocidad, convertido en una sombra más del paisaje que se derramaba por los senderos en tinieblas con la urgencia demencial del fugitivo.
Su aliento ávido se perdía bajo el gemido de las ráfagas de viento. Era una noche perfecta. Con la boca entreabierta, Jules saboreaba el frescor invernal que acariciaba sus colmillos.
Acechaba, se confundía entre la vegetación, se mimetizaba con los troncos oscuros de los árboles. Hacía rato que estudiaba el escenario desconocido que se extendía a su alrededor, prudente y ansioso al mismo tiempo.
Había dejado de escuchar los lamentos de su identidad humana, acorralada, devastada por los instintos sanguinarios que se imponían precipitándose sobre él como un torrente incontenible.
La sed lo volvía audaz; en su interior, el ansia por beber se había transformado en un impulso arrollador.
Sus ojos rasgados no se apartaban del frente, clavados en el resplandor próximo de las primeras casas. Aquellos edificios estaban ahí mismo, en medio de la quietud. Con su apariencia dormida. Su sentido del oído detectaba ya los murmullos de algunas voces, rastreando en el exterior el mucho más prometedor sonido de un movimiento regular.
Ruido de pisadas. Alguien caminaba.
Sonido que garantizaba la presencia de alguna presa a su alcance, de alguna víctima que estaba cometiendo la imprudencia de encontrarse en la calle a aquellas horas, más allá del refugio protector de su domicilio, un recinto al que Jules no podía acceder.
Pero el gélido exterior, donde se abría la inmensidad salvaje de la noche, ofrecía posibilidades muy distintas. Era su entorno, su hábitat, su mundo.
Jules, agazapado, dio un nuevo paso. Y luego, otro. Poco a poco, se fue separando de los últimos retazos de plantas y arbustos entre los que se camuflaba sumergido en las sombras.
Se fue haciendo visible, renunció al resguardo vegetal. Una silueta humana que surgía del campo con movimientos cautelosos. Las ropas sucias, la postura tensa… Sobre su rostro cadavérico, de palidez extrema, los ojos emitían un brillo turbio, perturbador.
Su presencia resultaba inquietante incluso desde la distancia.
Jules se acercó un poco más.
«Qué sed», se dijo. «Qué terrible sed».
Llevaban un buen rato caminando, tiempo que Pascal —sin olvidar en ningún momento las debidas precauciones— había aprovechado para continuar poniendo al día a Dominique sobre todos los acontecimientos que se había perdido desde el atropello. El chico, sin dejar de avanzar, no daba crédito a lo que estaba oyendo, descubría ahora el modo intenso —e inimaginable— en que se había precipitado la realidad en el mundo de los vivos.
Atravesar el Umbral de la Atalaya, gracias a la naturaleza de Viajero de Pascal y al refulgir verdoso de su daga alzada, cuya energía despertaba en los centinelas una ancestral complicidad, había resultado relativamente sencillo. Y eso que hasta que se hubieron alejado lo suficiente no lograron desembarazarse del temor íntimo que invadía a todo aquel que quedaba bajo el área de influencia de ese siniestro puesto fronterizo.
Dominique todavía sentía escalofríos, recordando cómo ese óvalo anclado en la muralla, con sus ojos oscuros, parecía seguirlos con su mirada vacía conforme se alejaban rumbo al epicentro de la noche. Hasta que no perdió de vista esa silenciosa construcción, no respiró tranquilo.
De todos modos, aquella prueba inicial constituía solo el primer paso de una travesía mucho más arriesgada en la que ya se hallaban inmersos.
—Este paisaje es… —susurró Dominique cuando sus ojos se hubieron acostumbrado al nuevo grado de oscuridad—. Impresionante. Aterrador, pero impresionante. Majestuoso. Nunca lo habría imaginado. Hay… cierta belleza en tanta desolación.
Dominique empezó a entender la afición de los góticos como Michelle y Jules hacia aquel tipo de escenarios. Sobrecogía.
—Es hermoso, sí —convino Pascal—. Lástima que el miedo sea un elemento tan esencial de esta naturaleza muerta.
Los dos se habían detenido para descansar un poco. El Viajero apoyó su mochila en el suelo y se pasó la mano por la frente sudorosa mientras contemplaba el mismo panorama que su amigo. A pesar del frío imperante —el vaho brotaba de sus bocas al hablar—, tenía calor. Habían mantenido un ritmo fuerte, conscientes de que la situación de Jules no permitía demoras.
Iban recorriendo la estrecha senda que coronaba el gigantesco macizo de un acantilado recortado contra un océano de esponjosa oscuridad, al que habían llegado tras horas de ardua ascensión. Dominique se asomó entonces al filo de roca, intentando calcular la altura de aquel arrecife sólido que servía de dique a la espesa negrura que se balanceaba más allá.
Sus ojos no alcanzaron a distinguir el fondo de ese abismo.
—Es increíble… —murmuró, admirado—. Todo aquí tiene unas dimensiones… abrumadoras.
Pascal asintió tras beber de su cantimplora.
—Es la dimensión del Mal —señaló—. Y eso que no vemos lo que se oculta tras esa cortina de sombras.
Dominique se giró hacia él.
—Casi mejor, ¿no?
El Viajero sonrió.
—Ya lo vas entendiendo.
Dominique detectaba en su amigo un cierto gesto ausente, a pesar de la actitud vigilante con la que ambos se movían por aquellas tierras hostiles.
—¿En qué estás pensando?
Pascal se humedeció los labios, meditabundo.
—En Beatrice —se obligó a reconocer, tras un breve silencio delator—. Fue con ella con quien recorrí este camino la primera vez. En busca de Michelle.
—Ajá. ¿Y?
—¿Qué quieres decir?
—Sí, ya sé que estaba muy buena como espíritu errante, y que acabó fatal. Pero se te ve… demasiado impactado con su final, no sé…
Pascal, que se había sentado en el suelo, se puso en pie. No apartaba la mirada del horizonte brumoso que se abría frente a ellos.
—Debemos ponernos en marcha otra vez —advirtió, sin responder a su amigo—. Vamos.
Dominique arrugó el entrecejo, suspicaz.
—¿Tampoco me vas a decir qué pintaba Beatrice en nuestro mundo? —interrogó certero a Pascal—. ¿Cómo y por qué volvió? Se supone que estaba muerta, ¿no? Es la única parte de la historia que no acabo de entender.
Pascal, que ya cargaba su mochila, la dejó caer al suelo. Se enfrentó a la mirada aguda de su amigo. Era absurdo pretender guardar secretos con alguien con quien iba a compartir aquel largo y peligroso viaje. Alguien que, además —aunque doliese—, había fallecido.
—Pasó algo entre nosotros, ¿vale? —confesó el Viajero, entre la rabia y la vergüenza—. ¡Esa es la razón! ¿Satisfecho?
En el mismo instante en que pronunciaba esas palabras, Pascal fue consciente de que no podían permitirse el lujo de alzar la voz. Por muy delicada que fuese la índole de su conversación, la zona en la que se encontraban continuaba siendo extremadamente peligrosa, y las criaturas malignas, siempre de caza, podían descubrirlos gracias a descuidos como aquel.
Dominique se había quedado de piedra, no sabía cómo reaccionar ante esa novedad. Quizá su escepticismo nacía de la fuerza de sus sentimientos hacia Michelle, que le impedían concebir que alguien se atreviera a engañarla. Empezó con lo más inofensivo.
—¿No me lo pensabas contar?
Pascal se apartó el flequillo de la cara. Ahora enfocaba con sus ojos al suelo.
—Sé que sientes algo por Michelle —dijo, consciente de que empleaba un presente tal vez ya fuera de lugar—. No quería remover todo esto, hacerte daño.
—No querías hacerme daño… —Dominique, muy afectado, repetía aquella tibia excusa—. ¿De qué tienes miedo, Pascal?
El aludido soltó un prolongado suspiro.
—De que no me perdones —reconoció por fin—. Que no puedas perdonarme que, habiendo logrado el amor de Michelle, la haya dejado marchar, lo haya estropeado todo.
Pascal había conseguido el amor de la chica que tanto había deseado Dominique y, sin embargo, no había sabido conservarlo. Eso tenía que hundir al amigo en una dolorosa melancolía. El Viajero, obligado una vez más, completaba ahora su narración inicial con una información que había omitido de forma intencionada: Michelle y él no estaban juntos. Y la causa tenía que ver con secretos incómodos. Demasiado pasado se interponía entre ellos.
Pascal no quería perder también a su mejor amigo.
Dominique se había quedado en silencio, anonadado ante las últimas novedades, con la mirada perdida en algún punto del infinito que tampoco importaba. Comprobaba que su corazón, a pesar de no latir, todavía era capaz de provocar dolor. Y de qué manera.
Se dirigió a Pascal, evitando manifestar su propio juicio.
—¿Y mereció la pena?
Aquel interrogante, que sí había sido para el Viajero un quebradero de cabeza tiempo atrás, ya no ofrecía dudas.
—En realidad, no —contestó—. Con Michelle hubiera tenido mucho más. Pero es fácil acertar cuando ya ha pasado todo —se defendió—. Lo difícil es ver con perspectiva cuando estás metido hasta el cuello.
—No estaba allí, no puedo opinar.
A pesar de aquellas prudentes palabras, el gesto de Dominique sí delataba conclusiones muy concretas. Pascal se percató de ello.
—Ya que estoy siendo sincero, creo que tú también deberías serlo. Nos queda mucho camino por delante y no es bueno que andemos con recelos.
Dominique juntó sus manos en ademán reflexivo.
—Está bien —aceptó segundos después—. Como quieras. Mira: sabes que te aprecio mucho, hemos vivido muchas cosas juntos. Y aquí me tienes, una vez más. No me arrepiento. Pero… —midió sus palabras; tampoco quería hacer daño a su amigo—. Por primera vez me planteo si mereces la suerte que tienes.
Aquella acusación llegaba cargada con la imagen de Michelle. Pascal lo esperaba y soportó el golpe. Básicamente, porque sentía que merecía esa recriminación. Si alguien estaba legitimado para exteriorizarla, ese era Dominique. El Viajero tuvo la tentación de preguntarle cuánto tiempo llevaba enamorado de Michelle, pero no se atrevió. Bastante daño había provocado ya.
—Todos cometemos errores —terminó Pascal—. Y ninguna vida ha cambiado tanto como la mía desde que se abrió la Puerta Oscura. Soy el Viajero… pero sigo siendo humano. ¿Tan grave es eso? Me equivoco, Dominique. Nadie lo siente más que yo, porque sigo queriéndola. Muchísimo. La necesito junto a mí más que nunca. ¿Acaso crees que rescaté a Michelle de manos de los espectros para perderla después? De hecho, si me he embarcado en esta misión, no solo ha sido por Jules… Debo reconocerlo. Salvarle es una forma de volver a ganarme el respeto de Michelle, de resarcirla por el daño que le hice. Y cuando vuelva… Cuando vuelva lo seguiré intentando, Dominique. Intentaré hacerla feliz, compensarla por lo que pasó… incluso aunque ella ya no quiera nada de mí.
El Viajero cayó en la cuenta de que, una vez más, se enfrentaba a un desafío sin garantías en los resultados… y en sus consecuencias. Le pareció justo.
Dominique asentía, apaciguado por las palabras de su amigo.
—Esa actitud te honra, Pascal.
—Gracias. Tu apoyo me resulta tan importante en estos momentos…
—Tu vida ha cambiado radicalmente con la apertura de la Puerta, sí —aceptó su amigo—. Yo he perdido la mía.
Los dos se quedaron en silencio, sin saber qué añadir. Poco después, se abrazaban.
El viaje iba a reanudarse.