A Jules, después de varias horas bajo la luz del sol, le escocían los ojos, le quemaba la piel, le faltaba el aire en sus pulmones. Se arrastraba por aquella periferia de París con la trayectoria vacilante de un borracho, de un yonqui en fase terminal, consternado tras sus gafas oscuras ante las muestras de su declive humano: nunca antes se había sentido así.
Ni siquiera la frialdad húmeda del día atenuaba aquellos síntomas.
Cada vez tenía más de vampiro y menos de persona. Sus rasgos iban desgajándose de él a cada paso, descubriendo un interior corrupto, perverso. Bajo su piel latía el Mal, la semilla había germinado en sus entrañas y amenazaba con devorar a su otro yo, demasiado debilitado.
Siguió su camino, abandonando la zona urbanizada.
Por fin distinguió un lugar que bien podía servirle de refugio hasta la llegada de la noche. Se trataba de una pequeña construcción de ladrillo que se alzaba junto a una tierra de labranza de aspecto descuidado. Lo bueno de aquella casa era que, además de estar aislada, no tenía ventanas, tan solo una rudimentaria puerta de acceso. La madriguera perfecta.
Jules no lo pensó y, llegando hasta ella, entró para comprobar el estado del interior. Nada más hacerlo —no obstante la suciedad y un olor vagamente desagradable—, sintió una clara mejoría. La sombra le sentaba bien, a pesar del resplandor procedente de la puerta. Ya se disponía a tapar el acceso cuando escuchó unos pasos fuera.
—¡Eh, tú, largo de aquí! —sonó una voz enfadada; se trataba de un vagabundo de rostro curtido y barba muy cerrada que se había apresurado a llegar hasta allí desde las proximidades y ahora se asomaba por la puerta—. ¡Largo de mi casa!
Jules retrocedió hacia la zona más resguardada de la construcción, sorprendido por aquella aparición que no había previsto. ¿De dónde había salido ese tipo flaco y sucio, que debía de rondar los cuarenta años y apestaba a alcohol?
—¡Que te largues! —insistía.
—Perdone —comenzó Jules, encogido, procurando aplacarlo—. Necesito descansar, yo…
El otro atrapó una botella vacía de un manotazo y estrelló uno de sus extremos contra la pared.
—¿Me has oído? —alzó el fragmento de bordes afilados dirigiéndolo hacia el rostro de Jules—. No te lo volveré a decir…
Jules no tenía fuerzas para seguir buscando. Necesitaba dormir. Intentó una vez más negociar con aquel individuo.
—Me iré pronto, se lo prometo. Pero ahora…
No sirvió de nada. El vagabundo dio un paso más hacia el chico, dispuesto a rajarle la cara con la botella rota.
Se oyó un gruñido, un gemido gutural que detuvo en seco al hombre. Jules supo que aquel sonido había surgido de su garganta; intentó resistirse, pero fue en vano. Ese ataque estaba despertando en él unos instintos que durante el día permanecían en estado latente. Notaba correr por sus venas la sangre contaminada.
El vagabundo, confuso, sin atreverse a adelantarse más, buscaba con la vista alrededor de Jules.
—¿Tienes un perro? —ahora el tipo sonreía, aunque era una mueca hipócrita que no engañó al chico—. Déjame verlo…
—Váyase —la voz de Jules empezaba a deformarse, los dedos de sus manos iniciaban la curvatura de las zarpas—. Ahora. Antes de que sea demasiado tarde…
Pero aquel hombre no escuchaba.
—¿Dónde está el animal? No lo veo…
El vagabundo no soltaba la botella. Jules no podía retroceder, su espalda tocaba ya la pared. Entonces alzó el rostro y lo miró.
El tipo palideció en cuanto se enfrentó a aquellos ojos amarillentos de aspecto felino que destilaban rencor. Su agresividad derivó hacia un miedo que tiñó sus movimientos volviéndolos torpes, titubeantes. Con lentitud soltó su arma improvisada, que cayó al suelo haciéndose añicos, y, tartamudeando, comenzó a retroceder sin dar la espalda a Jules. Lloriqueaba, pedía perdón de un modo patético.
Nada más alcanzar la puerta, el vagabundo echó a correr dando tumbos. Tropezó, cayó al suelo, volvió a levantarse y continuó su fuga. Jules lo siguió con sus facciones fieras, conteniéndose a duras penas.
Unas horas más, y aquel hombre no habría tenido ninguna oportunidad.
—¿Habéis resuelto lo del plazo? —Marcel observaba a los chicos con atención—. Necesitamos que vuestras familias no os echen en falta durante las próximas horas.
—Hemos puesto la excusa del fin de semana en la casa familiar de Michelle —respondió Pascal mirándola a ella de forma fugaz—. Sirve como coartada.
—Como sabes, mis padres viven en un pueblo, a unos cien kilómetros de París —explicó la chica manteniendo un tono aséptico, como si no se hubiese dado cuenta del breve gesto de su amigo—. Mathieu ha dicho lo mismo, y todos piensan que lo hacemos para intentar superar la muerte de Dominique. Nadie ha puesto objeciones.
Se hizo un silencio algo embarazoso, violento. Mencionar el nombre del amigo fallecido era para todos demasiado doloroso.
—Tus padres no se enterarán de nada, claro —comentó Edouard a la chica, tras aguardar lo que consideró un tiempo prudencial.
—Es lo bueno de vivir en una residencia —contestó ella.
—Perfecto —Daphne se mostraba satisfecha—. Ahora son las dos de la tarde, así que disponemos de un margen máximo hasta el crepúsculo del domingo de alrededor de cincuenta horas antes de tener que justificar vuestras ausencias.
—Cincuenta horas de nuestro mundo, lo que equivale más o menos a catorce jornadas en la Tierra de la Espera —calculó Pascal, teniendo en cuenta que en el Más Allá el tiempo transcurría a un ritmo siete veces más lento.
—De sobra —la vidente lo había pensado todo muy bien—. Ten en cuenta que en cuanto cruces el paso fronterizo de los centinelas desde la Tierra de la Espera y accedas a la Tierra de la Oscuridad para dirigirte a la Colmena de Kronos, ya no deberás ceñirte al plazo máximo que rige en la zona donde aguardan los muertos.
—De sobra —repitió el Guardián con el semblante solemne—, sobre todo porque, dada su sospechosa desaparición, dudo mucho que Jules aguante por encima de las cuarenta y ocho horas sin sucumbir por completo a la transformación vampírica. Más vale que no apures tu tiempo, Viajero.
Pascal asintió, consciente de lo preciso que parecía aquel pronóstico. Nadie fue capaz de añadir algo más ante semejante conjetura, imbuidos ya de la urgencia que transmitía en sí misma.
¿Dónde estaría Jules en esos momentos? Michelle, mientras se lo preguntaba, procuraba anotar mentalmente los lugares que su amigo podía haber elegido para su huida. Porque en cuanto Pascal hubiese desaparecido rumbo al Más Allá, comenzaría en la dimensión de los vivos la búsqueda del joven gótico, al menos durante las horas de luz.
—Dormiréis aquí, en el palacio —continuó Marcel—. Ya han dispuesto unas habitaciones para vosotros.
Ellos asintieron; se trataba de un lugar seguro que además permitía la necesaria proximidad con la Puerta Oscura.
—Y ahora debemos hablar de tu misión, Pascal —señaló Daphne sin perder tiempo—. Porque debes partir casi de inmediato. ¿Has traído tu instrumental de Viajero?
La misión del Viajero. Mathieu urdió desde su asiento una intervención que iba a sorprender a todos, consciente de que se aproximaba el momento de comunicar su hallazgo.
—Claro —Pascal, ajeno a los pensamientos de su amigo, contestaba a la vidente levantándose la camiseta para mostrar, bajo la cinturilla de su pantalón, la empuñadura de la daga capaz de dañar carne muerta. En su mochila, junto a las acostumbradas provisiones y un botiquín, descansaban tanto el brazalete que anulaba los latidos del corazón (en cuyo empleo debía ser muy prudente, pues un abuso podía matarle de verdad) como la piedra transparente que ejercía de brújula en el Más Allá, así como unos tapones destinados a combatir la seductora llamada de las sirenas—. Me he convertido en un experto en preparativos.
El Viajero, que también llevaba al cuello el talismán que le entregara Daphne poco después de su conversión en Viajero, no lograba disimular su impaciencia. Tanto por la situación crítica de Jules, como por la inminencia de un posible encuentro con Dominique. Necesitaba dar a su mejor amigo un último abrazo, despedirse de él, una posibilidad excepcional por la que Michelle habría estado dispuesta a cualquier cosa. Pero solo el Viajero poseía ese privilegio.
Mathieu se decidió a interrumpir aquella conversación.
—Hablando de la misión de Pascal, definitivamente Lena Lambert ha pasado por esa… Colmena de Kronos —afirmó—. Seguro.
Todos se giraron hacia él.
—¿Tienes algún nuevo dato? —le preguntó Marcel, sorprendido ante la convicción del chico.
—Anoche, al llegar a casa, seguí navegando por la red —comunicó—. Mirad esto.
El muchacho extrajo de uno de sus bolsillos un folio que desdobló antes de tendérselo a los demás. Se trataba de la imagen fotográfica, en color sepia, de una mujer vestida con elegancia. Pasó de mano en mano. Aunque la impresión no era muy buena, fue suficiente para que todos llegaran a la misma conclusión que Mathieu: aquella señora era idéntica a la condesa Sabine de La Martinette… y a la bisabuela de Jules.
Incluyendo el collar y los pendientes en forma de gota, de nuevo. Espectacular. Pascal se planteó a qué venía ese apego de la mujer a sus joyas. ¿Acaso procuraba transmitir un mensaje al espectador atento? ¿Una suerte de saludo para los descendientes de su familia? O quizá solo era el recuerdo de su vida anterior que no quería perder.
—Oficialmente, se trata de Eleanor Ramsfield —añadió Mathieu, satisfecho—. La «amiga» de un multimillonario arruinado que se tiró desde la azotea de su ático en Park Avenue, Manhattan.
—¿De cuándo es la foto? —indagó Daphne.
—Mil novecientos veintinueve —respondió el chico—. Wall Street, durante el crac de la Bolsa de Nueva York. La encontré en una página que hablaba de la ola de suicidios que hubo tras el derrumbe.
—Ambición, materialismo, desolación —murmuraba la pitonisa, meditabunda—. Otro infierno creado por el hombre.
—Tienes razón, Mathieu —convenía Marcel, tras observar la foto impresa con detenimiento—. La Colmena de Kronos queda confirmada como destino. Enhorabuena.
—Gracias. Seguiré investigando.
Edouard se había aproximado hasta el chico con un visible gesto de orgullo, y le palmeó la espalda.
—Gran aportación —le dijo guiñándole un ojo—. ¿Cómo se te ocurrió rastrear ese episodio histórico? Me dejas impresionado.
Mathieu se encogió de hombros, en una actitud muy honesta.
—La verdad es que no se me ocurrió. Llegué hasta él por casualidad, enlazando unas webs con otras. Yo buscaba momentos terribles de la historia, crímenes… No sé a través de qué vínculo me encontré con ese documento, pero por suerte la foto de la señora Ramsfield se veía muy bien, así que no busqué más.
—De acuerdo —aceptó Pascal, reflexivo—. Está claro que debo buscar a Lena Lambert en la Colmena de Kronos. Pero… —en su memoria recreó el interior de aquella enigmática construcción, sus entrañas que cobijaban miles de celdas—. Se trata de un laberinto gigantesco. ¿Cómo voy a encontrar a esa mujer, si ni siquiera soy capaz de adivinar el destino al que conduce cada puerta? Podría pasarme cien años recorriendo épocas, sin coincidir con ella.
Daphne ya había tenido en cuenta aquel obstáculo.
—Tu situación es única, Pascal —comenzó—. Jamás se ha producido a lo largo de toda la existencia de la Puerta Oscura.
—¿A qué te refieres? —dijo él.
—Un Viajero actual buscando a una Viajera anterior. Se trata de una circunstancia excepcional, irrepetible.
—¿Y? —el chico no acababa de ver adónde quería ir a parar la vidente.
—El hecho de que coincidáis en la misma dimensión tiene que provocar entre vosotros un poderoso magnetismo, dos viajeros vivos en un entorno muerto. Vuestras presencias se irán atrayendo mutuamente, así que tendrás que fiarte de tu intuición al escoger cada celda. Supongo que empezarás por detectar sus pasos en momentos históricos ya visitados por ella, pero terminarás encontrando a Lena Lambert, coincidiendo con ella. Algo que incluso puede suceder en tu primer viaje temporal.
Pascal se había quedado de piedra.
—¿Mi intuición? ¿Pretendes que acierte entre miles de posibilidades con el único recurso de esa supuesta intuición que nunca he tenido? Me jugaré mucho en cada decisión, Daphne.
—Nadie lo discute, Viajero. Pero tienes que confiar en ti mismo. Con todo lo que has vivido, ya deberías saber que tú, por encima de todo lo demás, eres tu mejor arma.
—Cuando estés en la Colmena —añadió Marcel—, vacía tu mente de recuerdos y pensamientos, concéntrate y déjate llevar. Os iréis atrayendo. Será inevitable.
El Viajero pensó que tal efecto no se había producido —¿o quizá sí?— en anteriores movimientos suyos por el Más Allá, cuando ya Lena Lambert se encontraba en aquella dimensión. Aunque, en realidad, tan solo en uno de sus viajes Pascal había alcanzado la Colmena de Kronos.
«Sólo elegí la primera celda», recordó. «A partir de ahí, nos fuimos dejando llevar por el torrente temporal con cada nuevo acceso».
—Incluso dentro de ese flujo energético, puedes marcar el rumbo —aclaró Daphne—. Recuerda que este viaje es una búsqueda. No te puedes permitir rutas aleatorias.
Pascal suspiró. Todo parecía muy fácil desde el mundo de los vivos.
—¿Y si me equivoco?
—Pues a salir de esa época sin agotar el plazo —respondió la pitonisa—, y a afrontar la siguiente elección. No hay vuelta de hoja.
—Nadie dice que sea fácil —apoyó Michelle, haciendo el esfuerzo de dirigirse a él sin exteriorizar sentimientos—. Pero es el único camino.
Pascal frunció los labios. Aquella misión, que parecía contar con un menor ingrediente de peligro que las anteriores —dentro de los riesgos indudables que siempre suponía cruzar la Puerta Oscura—, iba ofreciendo ahora su verdadero cariz: una precipitada búsqueda basada en etéreos rastros, un trayecto con escala en terribles momentos de la historia.
El único camino que conducía a la salvación de Jules, se repitió Pascal. Un camino que había que recorrer ya. Y es que, de confirmarse la presunta causa que había motivado su desaparición, Jules estaría vagando ahora sin más rumbo que aguardar a una noche que lo iba sumergiendo en el abismo de la oscuridad definitiva.
Jules, por fin solo, se dedicó durante unos minutos a bloquear el hueco de la puerta a través del que se filtraba el molesto resplandor solar. Cada cierto tiempo se detenía para recuperar fuerzas; estaba exhausto. A continuación, se acomodó en un camastro improvisado que halló al fondo de aquella reducida construcción, un lecho fabricado con periódicos y ropa vieja pegado al tabique trasero. La superficie rugosa de aquella pared mostraba numerosos desconchones y algunas inscripciones antiguas, y una corriente gélida se colaba por las rendijas de los muros irregulares.
Suspiró, incrédulo ante lo que estaba viviendo. Un barniz de suciedad maloliente cubría todo lo que quedaba a su alrededor, aquella marea de inmundicia lo acorralaba.
Así se sentía: acorralado por el Mal. Porque… ¿qué sentido tenía huir, si ningún destino podía ofrecerle protección contra sí mismo?
El rostro del muchacho, ya libre de las facciones vampíricas que se habían manifestado por culpa del momento de tensión sufrido, había recuperado su apariencia normal. Sus ojos, antes de cerrarse para dormir, se entretuvieron todavía unos instantes siguiendo la trayectoria decidida de una cucaracha que avanzaba nerviosamente hacia un hueco en el suelo. La dejó ir; estaba demasiado fatigado para nuevos movimientos.
Cómo podía cambiar la vida en un instante, pensó en medio de su desolación. Apenas la caricia de unos dientes sobre su yugular, un fugaz roce de décimas de segundo meses atrás, en medio de la penumbra, y el veredicto caía, inexorable, sobre uno. Solo ahora descubría que lo había tenido todo: familia, amigos, un presente, ilusiones, futuro…
¿Y ahora qué?
Se consumía en su propia pesadilla. Durante el día empezaba a invadirle un sueño hermético, opaco, terriblemente vacío, mientras el germen del Mal lo obligaba a despertar en medio de su letargo nocturno para que viera el monstruo en que se iba convirtiendo.
Jules supo que aquel escenario miserable vería la disolución de sus últimos retazos de humanidad. ¿Perdería también sus recuerdos?
Antes de que el sueño lo venciera por completo, dedicó sus últimos pensamientos a sus padres y amigos. ¿Qué estarían haciendo? Su familia aún no sería consciente de lo que implicaba su desaparición, claro. En cambio, imaginó a Pascal a punto de introducirse en la Puerta Oscura —honestamente, no creyó que hubieran cancelado aquella misión por su ausencia—, dispuesto a encontrar a su bisabuela, en un intento tardío. Y a Michelle, buscándolo con los demás por las calles de París antes del anochecer. La culpabilidad le asaltaba en violentos ramalazos.
Jules sintió un escalofrío. Pronto, si alguna circunstancia no lo impedía, empezaría a dejar su propio rastro… de sangre.
Porque aquel ostracismo voluntario no bastaría. No existía distancia que pudiera alejarlo lo suficiente de sus víctimas.
El grupo observaba la mole contundente de la Puerta Oscura, aquel baúl gigantesco erguido en su maciza condición sobre el suelo de piedra del sótano. Daphne y Edouard se habían aproximado hasta acariciar sus bordes tallados, siempre intimidados ante el sagrado rango de ese monumento de antigüedad medieval. Y es que, a pesar de todo lo sucedido, encontrarse con la Puerta Oscura continuaba siendo para ellos un momento especial, mágico.
Su poder se percibía en la atmósfera de aquel espacio clandestino en el que se encontraban, inmersos en sus propias cavilaciones.
Llegaba el momento. El siguiente viaje. Prematuro quizá, cuando algunos de ellos todavía mostraban las señales del último conflicto.
Pero no había alternativa.
—Toma —Daphne tendía a Pascal un diminuto frasco de cristal tallado similar a los que se emplean en perfumería para contener esencias—. Es un recipiente especial que mantendrá inalterado el estado de la sangre de Lena Lambert hasta su utilización. No tiene una gran capacidad, solo unas pocas gotas, pero debes llenarlo por completo. Con esa cantidad bastará para purificar el cuerpo de Jules… si su infección no se nos adelanta —Daphne decidió omitir que, en caso contrario, al menos aquella sangre permitiría salvar el alma del muchacho—. Cuídalo mucho.
Pascal recogió aquel envase y lo guardó en su mochila.
—Y para la «extracción» —la bruja mostraba ahora un primoroso trabajo de orfebrería, un exquisito puñal fabricado del mismo material que el frasco aunque recubierto de ribetes metálicos, con un breve filo transparente acabado en punta resguardado en una funda de terciopelo negro—, Lena Lambert deberá pincharse con este instrumento. Otra arma podría adulterar la pureza de su sangre al causar la herida.
El Viajero tomó buena nota de aquella observación mientras guardaba en su equipaje el utensilio.
—No debemos postergarlo más —avisó entonces Marcel—. El tiempo apremia. Pascal, tienes que irte… y los demás hemos de comenzar la búsqueda de Jules. Cada segundo cuenta.
El chico, asintiendo, comprobó una vez más sus enseres —el instrumental de Viajero y su mochila con ropa, cantimploras y alimentos— y comenzó a despedirse de todos. Al llegar a Michelle se detuvo, mirándola a los ojos.
Ella no desvió los suyos, y entre ellos se generó un silencio cargado de mensajes que no surgían de sus labios.
No acertaban a decirse nada, indecisos ante las palabras que podían resultar más oportunas. Un único pensamiento colapsaba la mente de ambos: de nuevo una separación entre los dos, de nuevo el peligro que se abría como un precipicio amenazando la posibilidad de un futuro compartido.
¿Iban a alejarse uno de otro manteniendo sus actitudes distantes, sus torpes maniobras destinadas a camuflar lo que todavía sentían?
Sin embargo, no fueron capaces de vencer sus reticencias, de desenmascarar sus emociones. Ella por orgullo, él por culpabilidad. Era demasiado pronto.
—Hasta la vuelta —susurró Pascal al fin, mientras aproximaba su rostro para darle dos besos rápidos, nada comprometedores, en las mejillas.
Ella respondió al gesto de un modo igual de aséptico, aunque al menos tuvo un buen deseo para su misión:
—Suerte, Pascal. Vuelve pronto.
Qué hermosa estaba, incluso con aquel semblante algo rígido bajo su largo pelo rubio. Los ojos de Pascal descendieron de forma inconsciente hasta sus labios suaves, y deseó tanto un beso suyo. Un beso de verdad.
Vuelve pronto.
El Viajero interpretó las palabras que ella acababa de pronunciar con escaso optimismo. Sabía que nacían de la preocupación por Jules. Michelle quería que regresara cuanto antes… para poder salvar a su amigo gótico. Pascal lo comprendió enseguida, a pesar de su dolor. Aún no había olvidado que hacía muy poco él era la máxima prioridad de la chica. ¿Podía desaparecer tan pronto el amor? Quiso creer que no, necesitaba considerar la actitud de Michelle como una pose despechada… y, por tanto, tal vez, transitoria.
—Dile a Dominique que no le olvidaremos nunca.
Aquellas palabras cortaron de forma abrupta su ensoñación. Pascal miró a la chica, incómodo.
—¿A qué te refieres?
Michelle lo miraba a los ojos, sin pestañear.
—Vas a ir a buscar a Dominique antes de dirigirte a la Colmena de Kronos, ¿verdad?
El Viajero tuvo que reconocerlo.
—He de hacerlo. Apenas perderé tiempo —se justificó—. Pero debo despedirme de él.
—Lo que daría por poder hacer lo mismo.
—Ya.
—Dile… dile lo mucho que le echamos de menos. Lo mucho que le queremos.
Las voces de ambos temblaban.
—Claro.
—Gracias, Pascal.
El Viajero se alejó unos pasos. Las despedidas habían terminado.
—Mathieu, no te separes de Edouard —pidió, al tiempo que comenzaba a encaramarse al arcón—. Por favor.
El aludido no pudo evitar sonreír.
—Será un placer —contestó.
En otras circunstancias, aquellas palabras habrían provocado la risa de los demás, conocedores de la relación cada vez más estrecha que mantenía el chico con el joven médium. Sin embargo, la tensión que empezaba a soportar el grupo, unida al recuerdo de Dominique, impedía que el buen humor aflorara con naturalidad.
—Cuando llegue a la Colmena de Kronos, necesitaré tu ayuda —se explicó Pascal—. Serás mi… asesor histórico en cada celda. Como la otra vez.
—Muy bien —aceptó el otro—. Con Internet y mis libros, puedo documentarme sin problema y darte respuestas rápidas.
—Yo haré de intermediario —se comprometió Edouard—. Estaré muy pendiente.
—Gracias.
Pascal ya se encontraba de pie en el interior del baúl. Su cabeza sobresalía de los bordes.
—Por lo que más quieras —dijo entonces Daphne llegando hasta él—, no olvides que, aunque en esta misión no te enfrentas a un adversario concreto, el Más Allá sigue sin ser tu sitio. El peligro siempre está presente, siempre. Si te ocurre algo, a tu insustituible pérdida habrá que añadir la de Jules, que se condenará sin remisión.
¿Por qué siempre había alguien que se encargaba de recordarle la gravedad de su cometido?, pensó Pascal, intimidado. ¿Por qué no le dejaban eludir, mientras caminaba, la conciencia de la trascendencia de sus pasos? Su naturaleza insegura resurgía en situaciones como aquella. Y eso era justo lo que no precisaba para iniciar el viaje al Más Allá.
—No te preocupes, Daphne —contestó, agachándose para permitir que Mathieu y Edouard cerraran la tapa del arcón—. No lo olvido nunca. La oscuridad allí es demasiado inquietante.
«Y está demasiado presente», habría añadido.
—Espera —Marcel también se había aproximado, y le tendía una pieza de tela verde—. Es un pañuelo de la bisabuela de Jules; se quedó aquí tras la mudanza de la Puerta.
Pascal había estirado un brazo y ahora contemplaba entre sus dedos aquella prenda, intrigado.
—Muéstraselo cuando te encuentres con ella —aclaró el forense—. Así te creerá.
El Viajero cayó en la cuenta de la inusitada importancia de aquel detalle, que a punto había estado de escapárseles. Al fin y al cabo, lo que ellos habían terminado por aceptar como una iniciativa viable no dejaba de ser, para alguien ajeno, una completa locura. ¿Con qué cara le miraría Lena Lambert, llegado el caso de su encuentro, cuando le explicara la razón de su presencia en aquel mundo? La prueba del pañuelo era vital, en una tierra plagada de trampas malignas donde la desconfianza era la única actitud prudente.
El Guardián se había retirado unos metros y aguardaba el final de ese ritual previo a cada desplazamiento entre dimensiones.
—¿Llevas la ruta hacia la Colmena de Kronos? —quiso comprobar la bruja, reacia a dejarlo marchar como una madre posesiva, pendiente del más mínimo detalle.
Pascal asintió desde su posición. Había tenido la cautela de trazar en un papel el plano con los recuerdos sobre aquel camino que ya superase siguiendo el rastro de Michelle, algo no demasiado difícil gracias a la extraordinaria nitidez con la que las experiencias traumáticas se graban en la memoria. El mapa, unido a la orientación de la piedra transparente, sería suficiente para llevarle hasta la Colmena.
Mathieu y Edouard, ante la atenta mirada de la vidente, se dispusieron entonces a encajar la tapa de madera maciza en los bordes del baúl. Pascal aún llegó a ver el gesto preocupado de Michelle a través de la última rendija de luz antes de que, tras un sonido seco y breve, se quedara completamente a oscuras.
Se acomodó en aquel espacio rectangular que meses atrás había alojado todas las pertenencias de Lena Lambert, como la que aún permanecía en sus manos.
Pronto comenzarían los embates propios de la apertura de la Puerta Oscura. El viaje se iniciaba…
¿Lograría ver a Dominique? En todo momento había dado por supuesto que habría sido llevado a la Tierra de la Espera a través de la laguna Estigia, si es que el Bien no lo había llamado nada más morir. Porque tampoco ofrecía su vida episodios de maldad que pudieran arrastrarlo a la Tierra de la Oscuridad. Así pues, dio por sentado que su amigo acabaría de iniciar su período de espera en la tumba, lo que, en definitiva, hacía posible su encuentro.