Lady Munro, al ruido de aquella detonación, cayó desmayada en los brazos de su marido.
Sin perder un instante, el coronel se lanzó a través de la explanada seguido de Gumí, el cual, armado de su puñal, en breve tendió a sus pies al centinela indio, a quien la detonación había despertado. Después ambos comenzaron a bajar por el estrecho sendero que conducía al camino de Ripore.
Apenas habían salido por la poterna, cuando la tropa de Nana Sahib, bruscamente despertada, invadió la meseta.
Hubo entonces entre los indios un momento de vacilación, que podía ser favorable a los fugitivos.
En efecto, Nana Sahib pasaba raras veces toda la noche en la fortaleza. La víspera, después de haber mandado atar al coronel Munro a la boca del cañón, había ido a reunirse con algunos jefes de tribus del Gondwana, a quienes no visitaba jamás de día. Pero generalmente volvía antes de amanecer y no podía tardar en presentarse.
Kalagani, Nassim, los indios y los dacoits, más de cien hombres, en suma, estaban prontos a lanzarse en persecución del prisionero, pero un pensamiento les detenía todavía, y es que ignoraban absolutamente cuanto había pasado. El cadáver del indio que había sido puesto de centinela no podía servirles de indicio. Según todas las probabilidades, debían creer que, por cualquier circunstancia fortuita, se había prendido fuego al cañón antes de la hora fijada para el suplicio, y que del prisionero no quedaban ya más que restos informes.
El furor de Kalagani y de los demás se manifestó por un coro de maldiciones. Ni Nana Sahib, ni ninguno de ellos, habían tenido el placer de asistir a los últimos momentos del coronel.
Pero el nabab no estaba lejos. Había debido de oír la detonación, y sin duda iba a volver a toda prisa a la fortaleza. ¿Qué le responderían cuando les pidiera cuenta del prisionero que en ella había dejado?
De aquí la vacilación en todos, que dio a los fugitivos tiempo de tomar alguna delantera antes de ser vistos.
Sir Edward Munro y Gumí, llenos de esperanza después de aquella milagrosa evasión, bajaban rápidamente el sinuoso sendero. Lady Munro, aunque desmayada, no pesaba nada para los brazos vigorosos del coronel, y, por otra parte, su servidor estaba allí para ayudarle.
Cinco minutos después de haber pasado la poterna, estaban a la mitad del camino entre la meseta y el valle. Pero comenzaba a amanecer y los primeros albores del día penetraban ya hasta el fondo de la estrecha garganta.
Violentos gritos estallaron entonces sobre sus cabezas.
Kalagani, inclinado sobre el parapeto, acababa de ver el vago perfil de dos hombres que huían. Uno de ellos no podía menos de ser el prisionero de Nana Sahib.
—¡Munro, es Munro! —gritó Kalagani, ciego de cólera.
Y, pasando la poterna, se lanzó en persecución del coronel seguido de toda su tropa.
—¡Nos han visto! —dijo el coronel sin detener el paso.
—Yo contendré a los primeros —respondió Gumí—. Me matarán, pero usted tendrá tiempo quizá de llegar a la carretera.
—¡Nos matarán a los dos, o huiremos juntos! —exclamó Munro.
Apresuraron la marcha. Al llegar a la parte inferior del sendero, ya menos áspero, podían correr, y no les faltaban más que cuarenta pasos para llegar al camino de Ripore, que terminaba en la carretera de Yubbulpore, por el cual la fuga les habría sido mucho más fácil.
Pero más fácil también sería la persecución. Buscar un refugio era inútil: ambos habrían sido descubiertos en breve; de aquí la necesidad de correr más que los indios y de salir antes que ellos del último desfiladero de los Vindya.
El coronel Munro tomó en un instante su resolución, decidiendo no caer vivo en manos de Nana Sahib: mataría a su esposa con el puñal de Gumí antes que entregarla al nabab y seguidamente se daría muerte a sí mismo.
Ambos habían tomado una delantera de cerca de cinco minutos. En el momento en que los primeros indios pasaban la poterna, el coronel Munro y Gumí entreveían que el camino al cual se unía el sendero de la carretera no estaba más que a un cuarto de milla.
—¡Adelante, mi amo! —decía Gumí, pronto a cubrir con su pecho al coronel—. Antes de cinco minutos estaremos en la carretera de Yubbulpore.
—¡Dios quiera que allí encontremos auxilio! —murmuró el coronel Munro.
Los clamores de los indios iban oyéndose cada vez más. En el momento en que los fugitivos desembocaban en el camino, dos hombres que marchaban rápidamente llegaron a la parte inferior del sendero.
El día estaba ya bastante claro para poderse conocer, y dos nombres, como dos gritos de odio, se pronunciaron a la vez:
—¡Munro!
—¡Nana Sahib!
El nabab, al ruido de la detonación, había acudido presuroso y subía hacia la fortaleza, no pudiendo comprender por qué se habían ejecutado sus órdenes antes de la hora señalada.
Un indio le acompañaba; pero antes de que aquel indio hubiera podido dar un paso más, ni hacer un ademán, caía a los pies de Gumí, mortalmente herido con aquel puñal que había cortado las ligaduras del coronel.
—¡A mí! —gritó Nana Sahib, llamando a la tropa que bajaba por el sendero.
—Sí, a ti —respondió Gumí.
Y, más pronto que el rayo, se arrojó sobre el nabab.
Su intención había sido, si no podía matarle del primer golpe, luchar a lo menos con él para dar al coronel Munro tiempo de llegar al camino; pero la mano de hierro del nabab había detenido la suya y el puñal cayó al suelo.
Gumí, furioso al verse desarmado, asió entonces a su adversario por la cintura y, oprimiéndole contra su pecho, le llevó en sus brazos vigorosos decidido a precipitarse con él en el primer abismo que encontrara.
Mientras tanto, Kalagani y sus compañeros, acercándose, iban a llegar al extremo inferior del sendero, y entonces toda esperanza de poder salvarse hubiera desaparecido.
—¡Un esfuerzo más! —repitió Gumí—. Yo me sostendré durante algunos minutos, poniéndoles por escudo a su nabab. ¡Huya usted, mi amo, huya usted sin…, sin…!
Pero apenas tres minutos separaban a los fugitivos de los que les perseguían, y el nabab llamaba a Kalagani con voz ahogada.
En esto se oyeron varios gritos a veinte pasos de distancia:
—¡Munro! ¡Munro!
Y en el camino de Ripore aparecieron Banks, el capitán Hod, Maucler, el sargento MacNeil, Fox, Parazard, y en la carretera el Gigante de Acero, lanzando torbellinos de humo, que les esperaba con Storr y Kaluth.
Después de la destrucción del último coche de la «Casa de Vapor», el ingeniero y sus compañeros no tenían más que un partido que tomar: utilizar como vehículo el elefante, que no había podido ser destruido por la banda de dacoits. Así, pues, montados sobre el Gigante de Acero, habían abandonado las orillas del lago Puturia y subido por el camino de Yubbulpore. En el momento en que pasaban por delante del camino que conducía a la fortaleza, resonó una formidable detonación, que les hizo detenerse. Un presentimiento instintivo, si se quiere, les impulsó a tomar aquel camino. ¿Qué esperaban? No habrían podido decirlo.
Pocos minutos después, el coronel estaba delante de ellos y les gritaba:
—¡Salvad a lady Munro! ¡Aquí está el auténtico Nana Sahib!
—¡El auténtico Nana Sahib! —exclamó Gumí. Este, haciendo un último esfuerzo de furor, había arrojado a tierra al nabab, medio sofocado, del cual se apoderaron inmediatamente el capitán Hod, MacNeil y Fox.
Después, sin pedir más explicaciones, Banks y los suyos subieron al Gigante de Acero, que estaba en la carretera.
Por orden del coronel, que quería entregar a Nana Sahib a la justicia inglesa, le amarraron al cuello del elefante. Lady Munro fue puesta en la torrecilla y su marido se situó a su lado. Dedicado por completo a su mujer, que comenzaba a volver en sí, trataba de advertir en ella un vislumbre de razón.
El ingeniero y sus compañeros montaron de nuevo rápidamente sobre el lomo del Gigante de Acero.
—¡A todo vapor! —gritó Banks.
Era ya día claro. Un primer grupo de indios apareció a cien pasos a retaguardia; era preciso llegar antes que ellos al puesto avanzado del acantonamiento militar de Yubbulpore, que domina el último desfiladero de los Vindya. El Gigante de Acero tenía en abundancia agua, combustible y cuanto necesitaba para mantener la presión y marchar con el máximum de velocidad. Pero por aquel camino de bruscos recodos no podía ser lanzado a ciegas.
Los gritos de los indios se redoblaban y toda la tropa ganaba terreno sobre el elefante.
—Será preciso defenderse —dijo MacNeil.
—Nos defenderemos —replicó el capitán Hod.
Quedaban aún una docena de cartuchos. Era, pues, necesario no perder una sola bala, porque los indios estaban bien armados e importaba mantenerles a distancia.
La persecución duraba ya diez minutos.
El capitán Hod y Fox, con su carabina en la mano, se apostaron en la grupa del elefante, un poco detrás de la torrecilla.
Gumí, en la parte anterior, con el fusil al hombro, estaba pronto para tirar. MacNeil, cerca de Nana Sahib, con el revólver en una mano y un puñal en la otra, se hallaba dispuesto a darle muerte si los indios llegaban hasta él. Kaluth y Parazard, delante del fogón, lo cargaban de combustible, mientras Banks y Storr dirigían la marcha del Gigante de Acero.
La persecución duraba ya diez minutos. Unos doscientos pasos a lo más separaban a los indios de Banks y los suyos. Si los indios iban más de prisa que el elefante, este, en cambio, podía aguantar mucho más que ellos: toda la táctica consistía, pues, en impedirles ganar la delantera.
En aquel momento se oyeron una docena de disparos; las balas pasaron silbando por encima del Gigante de Acero, a excepción de una, que dio en el extremo de la trompa.
—¡No tiréis, no hay que tirar sino a golpe seguro! —gritó el capitán Hod—. Economicemos nuestras balas; están aún demasiado lejos.
Banks, viendo entonces delante de sí una milla de camino que se extendía en línea recta, abrió al máximo el regulador, y el Gigante de Acero, aumentando su velocidad, dejó a la banda de indios a muchos centenares de pasos a su espalda.
—¡Viva nuestro Gigante! —exclamó el capitán Hod, entusiasmado—. ¡Ah, canallas, no le atraparéis!
Pero al extremo de aquella parte rectilínea del camino, una especie de desfiladero y una cuesta áspera y sinuosa, última garganta de la pendiente meridional de los Vindya, iba necesariamente a retardar la marcha de Banks y de sus compañeros. Kalagani y los indios que le seguían, y que sabían bien que habían de encontrar aquel obstáculo, no abandonaron la persecución.
El Gigante de Acero llegó rápidamente a la garganta, que se abría entre dos altos taludes de rocas.
Fue preciso entonces contener la velocidad y marchar con gran precaución; y, como consecuencia de aquel retraso, los indios ganaron el terreno que habían perdido. Si no tenían esperanzas de salvar a Nana Sahib, que estaba a merced de una puñalada, vengarían su muerte.
Pronto estallaron nuevas detonaciones, pero sin tocar a ninguno de los que iban en el Gigante de Acero.
—Esto se va poniendo serio —dijo el capitán Hod, echándose la carabina a la cara—. ¡Atención!
Gumí y el capitán hicieron fuego simultáneamente. Dos de los indios más próximos, heridos en medio del pecho, cayeron al suelo bañados en sangre.
—Dos menos —dijo Gumí, volviendo a cargar su arma.
—Dos entre ciento —exclamó el capitán Hod—. No es suficiente; es preciso que les cueste más caro todavía.
Y las carabinas del capitán y de Gumí, a las cuales se unió entonces el fusil de Fox, hirieron mortalmente a otros tres indios.
Pero por aquel desfiladero no se podía ir de prisa, y al mismo tiempo que el camino se estrechaba ofrecía una cuesta muy pronunciada. Solo faltaba, sin embargo, media milla para pasar de la última rampa de los Vindya, y el Gigante de Acero desembocaría a cien pasos de un puesto de tropas, casi a la vista de la estación de Yubbulpore.
Los indios no eran gente que podían retroceder ante el fuego del capitán Hod y de sus compañeros. La vida no les importaba con tal de salvar, o vengar, a Nana Sahib. Diez o veinte de ellos caerían heridos de muerte, pero todavía quedarían ochenta para arrojarse sobre el Gigante de Acero y vencer a la pequeña caravana, a la cual servía de ciudadela. Así, pues, redoblaron sus esfuerzos para poder alcanzar a los fugitivos.
Kalagani, por lo demás, no ignoraba que el capitán Hod y los suyos debían tener ya muy pocas municiones, y que, en breve, fusiles y carabinas serían armas inútiles en sus manos.
En efecto, los fugitivos habían gastado la mitad de las municiones que les quedaban, e iban a verse en la imposibilidad de defenderse.
Sin embargo, cuatro tiros más resonaron todavía y cuatro indios cayeron.
El capitán Hod y Fox no tenían más que dos cartuchos. En aquel instante, Kalagani, que hasta entonces había estado fuera del alcance de los tiros, se adelantó más de lo que exigía la prudencia.
—¡Ah, traidor, ya te tengo! —exclamó el capitán Hod, apuntándole con la mayor serenidad.
La bala, al salir de la carabina del capitán, fue a hundirse en la frente del traidor. Las manos de Kalagani se agitaron un instante, dio una vuelta sobre sí mismo y cayó.
Pero los indios observaron, casi al mismo tiempo, que el fuego había cesado, y se lanzaron al asalto del elefante, del cual no estaban a más de cincuenta pasos.
—¡A tierra, a tierra! —exclamó Banks.
Sí; en el estado en que se hallaban las cosas, más valía abandonar el Gigante de Acero y correr hacia el puesto de tropas, que no estaba lejano.
El coronel Munro, llevando a su esposa en brazos, se apeó.
El capitán Hod, Maucler, el sargento y los demás, saltaron inmediatamente a tierra; solo Banks permaneció en la torrecilla.
—¿Y ese bandido? —exclamó el capitán Hod, señalando a Nana Sahib, que iba atado al cuello del elefante.
—Déjemelo usted a mí, capitán —respondió Banks, en tono singular.
Después, dando una última vuelta al regulador, se apeó a su vez.
Todos huyeron entonces, puñal en mano, prontos a vender caras sus vidas.
Mientras tanto, bajo el impulso del vapor, el Gigante de Acero, aunque abandonado a sí mismo, continuaba subiendo la cuesta; pero, no estando ya dirigido, vino a chocar contra el talud izquierdo del camino como un ariete, y, deteniéndose bruscamente, cerró casi por completo el paso.
Banks y los suyos estaban ya a unos treinta pasos, cuando los indios se arrojaron en masa sobre el Gigante de Acero, a fin de libertar a Nana Sahib.
De repente, un estrépito espantoso, igual a los más violentos truenos, sacudió las capas de aire con terrible violencia.
Banks, antes de dejar la torrecilla, había cerrado y cargado excesivamente las válvulas del aparato. El vapor adquirió una tensión inmensa; y cuando el Gigante de Acero chocó contra la roca, aquel vapor, no encontrando salida por los cilindros, hizo estallar la caldera, y los restos del Gigante se esparcieron en todas direcciones.
—¡Pobre Gigante! —exclamó el capitán Hod—. ¡Muerto para salvarnos!