No duró mucho el silencio. Se habían puesto provisiones a disposición de la tropa de dacoits, y mientras comían, se les podía oír gritar y vociferar bajo la influencia del arak, violento licor de que hacían un uso inmoderado; pero todo aquel ruido se fue extinguiendo poco a poco. El sueño no podía tardar en apoderarse de aquellos bárbaros fatigados ya por una larga jornada.
¿Iba a ser dejado sir Edward Munro sin un centinela hasta el momento en que sonase la hora de su muerte? ¿No le haría vigilar Nana Sahib, pese a que, atado sólidamente con tres cuerdas que le cercaban los brazos y el pecho, no pudiera hacer un solo movimiento?
Esto se preguntaba el coronel, cuando a las ocho vio a un indio que salía del cuartel y se dirigía hacia la explanada.
Aquel indio tenía la orden de vigilar durante toda la noche al coronel.
Al principio, después de haber atravesado oblicuamente la meseta, se llegó al cañón para ver si el prisionero estaba allí: con mano vigorosa examinó las cuerdas y vio que no cedían, y después, hablándose a sí mismo, murmuró:
—Diez libras de buena pólvora. Hace mucho tiempo que el viejo cañón de Ripore no ha hablado; pero mañana hablará.
Esta reflexión produjo una sonrisa de desprecio en el rostro altivo del coronel Munro. La muerte no le asustaba por espantosa que fuese.
El indio, después de haber examinado la parte anterior del cañón, se dirigió hacia la gruesa cureña, la acarició con la mano y puso un instante el dedo en el hueco casi lleno por la pólvora del cebo.
Después, apoyándose en el botón de la cureña, pareció haber olvidado absolutamente que estuviese allí el prisionero como un paciente al pie del cadalso, esperando que se abra la trampa en que se apoyan sus pies.
Fuera indiferencia, o fuera efecto del arak que acababa de beber el indio, tarareaba entre dientes una antigua canción del Gondwana, se detenía y volvía a empezar como hombre medio embriagado y de confusos pensamientos. Un cuarto de hora después volvió a pasar su mano por la cureña del cañón, dio la vuelta en derredor, y deteniéndose delante del coronel Munro le miró murmurando incoherentes palabras. Por instinto sus dedos recorrieron otra vez las cuerdas como para asegurarlas más, y luego, moviendo la cabeza y mostrando cierta seguridad, fue a reclinarse contra el parapeto a diez pasos a la izquierda de la boca de fuego.
Por espacio de diez minutos permaneció en aquella posición, ya volviéndose hacia la meseta, ya mirando al exterior y recorriendo con la vista el abismo que se abría al pie de la fortaleza.
Era evidente que hacía todos los esfuerzos posibles para no dejarse vencer por el sueño; pero, al fin, cediendo al cansancio, se dejó caer en el suelo y se tendió a la sombra del parapeto, permaneciendo absolutamente invisible para el coronel.
La noche, por lo demás, era ya profunda: espesas nubes se extendían por el cielo; nubes inmóviles, porque la atmósfera estaba tan tranquila como si las moléculas del aire hubieran estado soldadas unas a otras. Los ruidos del valle no llegaban a aquella altura: el silencio era absoluto.
Lo que iba a ser para el coronel Munro semejante noche de angustia, conviene decirlo en honor de aquel hombre enérgico. Ni por un instante pensó en aquel momento supremo de su vida en que, rotos violentamente los tejidos de su cuerpo, y sus miembros, espantosamente dispersos, iría a diseminarse en el espacio. Aquello, después de todo, no debía ser más que el golpe de un rayo, y no podía conmover una naturaleza que nunca había conocido el temor físico ni moral. Recordaba su vida entera, cuyos pormenores se presentaban a su ánimo con singular precisión.
Veía ante sus ojos la imagen de lady Munro; la veía, la oía; veía y oía a aquella desdichada a quien lloraba desde que la había perdido, no con los ojos, sino con el corazón. Recordaba el tiempo en que era una bella joven y habitaba en aquella funesta ciudad de Cawnpore, en aquella habitación donde por primera vez la había admirado, conocido y amado. Aquellos años de felicidad bruscamente interrumpida por la más espantosa catástrofe, se presentaron nuevamente a su imaginación. Todos sus pormenores, por ligeros que fuesen, volvieron a su memoria con tal claridad, que la realidad no podía ser más real. Ya había pasado la mitad de la noche, y sir Edward Munro no lo había advertido: había vivido por completo entregado a sus recuerdos, sin que nada pudiera distraerle de ellos y cerca de su esposa adorada. En tres horas se habían resumido para él los tres años que había vivido a su lado. Sí, su imaginación le había llevado irresistiblemente desde la explanada de la fortaleza de Ripore a los sitios que antes había recorrido con su esposa; su fantasía le había separado de la boca de aquel cañón, cuyo cebo iba a ser inflamado, digámoslo así, por el primer rayo del sol.
Después se le apareció el horrible desenlace del sitio de Cawnpore, la prisión de lady Munro y de su madre en el Bibi-Ghar el asesinato de sus desdichadas compañeras, y, en fin, aquel pozo, sepulcro de doscientas víctimas sobre el cual cuatro meses antes había ido a llorar por última vez.
¡Y aquel infame Nana Sahib, el asesino de lady Munro y de tantas otras mujeres desgraciadas, el autor de tantos crímenes, estaba allí, a pocos pasos, detrás de las paredes de aquella fortaleza en ruinas! Y acababa de caer en sus manos, él, que había querido hacer justicia de aquel asesino a quien no había podido alcanzar la policía.
Bajo el impulso de una ciega cólera, hizo entonces un esfuerzo desesperado para romper sus ligaduras. Las cuerdas gimieron y los nudos estrechados le entraron en las carnes. Dio un grito, no de dolor, sino de impotente rabia.
Al oír este grito, el indio tendido a la sombra del parapeto, levantó la cabeza, volvió en sí y se acordó de que era el centinela encargado de vigilar al preso.
Levantose, pues, y se dirigió con pasos vacilantes hacia el coronel Munro, le puso la mano en el hombro para cerciorarse de que continuaba allí, y, con el tono de un hombre medio dormido, dijo:
—Mañana, al salir el sol…, ¡bum…!
Después se volvió hacia el parapeto para recobrar su punto de apoyo, y luego que llegó se tendió en el suelo y no tardó en dormirse completamente.
Después del inútil esfuerzo del coronel Munro, este recobró cierta especie de tranquilidad. Modificose el curso de sus pensamientos sin que por eso pensara en la muerte que le esperaba. Por una asociación de ideas muy natural pensó en sus amigos, en sus compañeros, preguntándose si habrían caído también en manos de alguna otra banda de los dacoits que pululaban por los Vindya, y si les estaría reservada una suerte igual a la suya. Este pensamiento le oprimía el corazón.
Pero, casi al momento, se dijo a sí mismo que esto no podía ser, porque si el nabab hubiera resuelto su muerte, les habría reunido para someterles al mismo suplicio, habría querido duplicar sus angustias haciéndole presenciar la muerte de sus amigos. No, era solamente sobre él, así lo esperaba, sobre quien quería Nana Sahib descargar todo el peso de su venganza.
Sin embargo, si, lo que parecía imposible, Banks, el capitán Hod y Maucler estaban libres, ¿qué hacían? ¿Habían tomado el camino de Yubbulpore adonde el Gigante de Acero, que no había podido ser destruido por los dacoits, podría llevarles rápidamente? Allí encontrarían sin duda auxilios. Pero ¿de qué servirían? ¿Cómo saber dónde estaba el coronel Munro? Nadie conocía aquella fortaleza de Ripore, refugio de Nana Sahib. Y además, ¿por qué habían de pensar en el nabab, puesto que para ellos había muerto en el ataque del pal de Tandit? No, nada podían hacer por él.
De parte de Gumí tampoco había que esperar nada. Kalagani había tenido interés en deshacerse de aquel fiel servidor, y ya que Gumí no estaba allí, sin duda había precedido en la muerte a su amo.
Contar con una probabilidad cualquiera de salvación, hubiera sido inútil. El coronel no era hombre que se hiciera ilusiones; veía las cosas bajo su verdadero aspecto y volvió a sus primeros pensamientos, al recuerdo de los días felices que llenaban su corazón.
Le hubiera sido imposible calcular cuántas horas transcurrieron, mientras de este modo soñaba despierto. La noche continuaba oscura, y en la cima de las montañas del este nada anunciaba los primeros resplandores del alba.
Sin embargo, debían de ser las cuatro de la mañana cuando atrajo la atención del coronel un fenómeno muy singular. Hasta entonces, durante su meditación sobre su existencia pasada, había mirado, por decirlo así, más a lo interior de sí mismo que a lo exterior. Los objetos exteriores, poco visibles en aquellas profundas tinieblas, no habían podido distraerle; pero entonces su vista se hizo más fija, y todas las imágenes evocadas en su memoria se disiparon repentinamente ante una especie de aparición tan inesperada como inexplicable.
En efecto, el coronel Munro no estaba solo en la explanada de Ripore. Una luz todavía indecisa acababa de mostrarse al extremo del sendero junto a la poterna de la fortaleza. Aquella luz iba y venía vacilante, amenazando apagarse unas veces y otras recobrando su brillo, como si hubiese sido llevada por una mano mal segura.
En la situación en que se encontraba el prisionero, ningún incidente carecía de importancia. Sus ojos no se separaban de aquella luz, y observó que de ella se desprendía una especie de vapor fuliginoso e inmóvil, de donde dedujo que no podía estar encerrada en un fanal.
—¿Será uno de mis compañeros? —se preguntó el coronel Munro—. ¿Gumí tal vez? No… No vendría aquí con una luz que podría descubrirle. ¿Quién será?
La luz se aproximó lentamente, primero se corrió a lo largo de la pared del antiguo cuartel, y sir Edward Munro temió que fuese vista por alguno de los indios que no estuvieran dormidos en el interior.
No sucedió así; la luz pasó sin ser notada. A veces, cuando la mano que la llevaba se agitaba con un movimiento febril, se reanimaba y brillaba con más fuerza.
Pronto llegó al muro del parapeto y siguió su arista como un fuego de San Telmo en las noches de tempestad.
Entonces el coronel Munro comenzó a distinguir una especie de fantasma sin forma apreciable, una sombra iluminada vagamente por aquella luz.
El ser que se adelantaba de aquel modo debía de estar cubierto de una larga túnica bajo la cual se ocultaban sus brazos y su cabeza.
El prisionero, inmóvil, retenía el aliento, temiendo asustar a la aparición y ver apagarse la llama, cuya claridad la guiaba en la sombra. Estaba tan inmóvil como la pesada pieza de metal que parecía tenerle asido con su enorme boca. Entretanto, el fantasma seguía a lo largo del parapeto. ¿No podría suceder que tropezase con el indio dormido? No, el indio estaba tendido a la izquierda del cañón, y la aparición venía por la derecha, deteniéndose unas veces, y volviendo a andar luego a pasos lentos.
Por fin llegó bastante cerca para que el coronel Munro pudiera distinguirla claramente.
Era un ser de mediana estatura que, en efecto, llevaba cubierto todo el cuerpo con una ancha túnica, de la cual salía una mano que empuñaba una rama de resina encendida.
—Algún loco que tiene la costumbre de visitar el campamento de los dacoits —se dijo el coronel Munro—, y del cual nadie hace caso. Si en vez de una antorcha trajera un puñal en la mano…, ¿no podría yo…?
No era un loco y, sin embargo, sir Edward Munro había adivinado la verdad.
Era la loca del valle de Nerbudda, la inconsciente criatura que hacía cuatro meses vagaba por los Vindya, siempre respetada y hospitalariamente recibida por aquellos gunds supersticiosos. Ni Nana Sahib ni ninguno de sus compañeros sabían la parte que la «Llama Errante» había tomado en el ataque al pal de Tandit. Con frecuencia la habían encontrado en aquella parte montañosa del Bundelkund y jamás habían hecho caso de ella. Muchas veces, en sus continuas excursiones, había llegado hasta la fortaleza de Ripore y nadie había pensado en echarla de allí. La casualidad la había llevado aquella noche a aquel punto de sus peregrinaciones nocturnas.
El coronel Munro no sabía nada de lo referente a la loca. Jamás había oído hablar de la «Llama Errante». Sin embargo, aquel ser desconocido que se le acercaba, que iba a tocarle y quizá a hablarle, hacía latir su corazón con extraña violencia.
Poco a poco la loca se acercó al cañón. Su antorcha no arrojaba ya sino débiles resplandores; parecía que no veía al prisionero, aunque estaba enfrente de él y aunque sus ojos podían verle a través de aquella túnica agujereada como la cogulla de un penitente.
Sir Edward Munro no respiraba, ni hacía movimiento alguno, ni pronunciaba una palabra que pudiera llamar la atención de aquel extraño ser.
Esta volvió casi inmediatamente atrás hasta dar la vuelta a la enorme pieza sobre cuya superficie la tea de resina dibujaba pequeñas sombras vacilantes.
¿Comprendía aquella insensata para qué debía servir el cañón colocado allí como un monstruo, ni por qué aquel hombre estaba atado a su boca que iba a vomitar el trueno y el rayo al nacer el día?
No, sin duda. La «Llama Errante» estaba allí como estaba en todas partes, sin saberlo; vagaba aquella noche como había vagado otras muchas por la explanada de Ripore; después la abandonaría, bajaría por el mismo sendero, volvería al valle y dirigiría sus pasos a donde la llevara su imaginación extraviada.
El coronel Munro, que fácilmente podía volver la cabeza, seguía todos sus movimientos.
La vio pasar detrás de la pieza, después la vio dirigirse hacia el muro del parapeto para seguirlo sin duda hasta el punto en que se abría la poterna.
En efecto, la «Llama Errante» siguió aquella dirección, pero a pocos pasos del sitio donde estaba el indio dormido, se detuvo y se volvió.
¿Le impedía seguir adelante algún lazo invisible? De todos modos, un inexplicable incidente la llevó hasta el coronel Munro, y allí permaneció inmóvil delante de él.
Entonces, el corazón de sir Edward Munro latió con tal fuerza, que quiso llevar sus manos al pecho para contener los latidos.
La «Llama Errante» se había acercado más; había levantado la tea hasta la altura del rostro del prisionero como si hubiera querido verle mejor, y a través de los agujeros de su cogulla vio el coronel que los ojos de la loca brillaban con una llama ardiente.
Involuntariamente fascinado por aquel brillo, la devoraba con la vista.
Entonces la mano izquierda de la loca apartó poco a poco los pliegues de su túnica. En breve se mostró su rostro al descubierto, y en aquel momento, con la mano derecha agitó la tea, que arrojó un resplandor más intenso.
Un grito, un grito medio ahogado se escapó del pecho del prisionero.
—¡Laurence, Laurence!
El coronel se creyó loco a su vez… Sus ojos se cerraron por un instante.
Era lady Munro, sí, lady Munro, ella misma, la que estaba delante de él.
—¡Laurence…, tú…, tú! —murmuró.
Lady Munro no respondió; no le conocía, y aun parecía que no le había oído.
—¡Laurence! ¡Loca, loca! Sí…, pero viva.
La infortunada mujer, después de haber hecho todo lo posible por defender a su madre degollada a su vista, había caído sin conocimiento. Herida, pero no mortalmente, y confundida con tantas otras, fue precipitada de las últimas en el pozo de Cawnpore sobre las víctimas amontonadas de que ya estaba lleno. Al llegar la noche, un supremo instinto de conservación la llevó al borde del pozo; el instinto solo, porque la razón, a consecuencia de aquellas horribles escenas, la había abandonado ya. Después de cuanto había padecido desde principios del sitio, en la prisión del Bibi-Ghar, en el teatro de la matanza, y después de haber visto degollar a su madre, había perdido la razón. Estaba loca, loca pero viva, como había dicho el coronel Munro. En esta situación había salido fuera del pozo, vagando por los alrededores, y había podido abandonar la ciudad en el momento en que Nana Sahib y los suyos la abandonaban también, después de la sangrienta ejecución. Como loca había recorrido los campos evitando las ciudades y los territorios habitados; acá y allá había sido recogida hospitalariamente por pobres campesinos y respetada como un ser privado de razón. De este modo había llegado hasta los montes Satpura y hasta los Vindya; y, muerta para todos, pero siempre herida su imaginación por el recuerdo de los incendios del sitio, anduvo errante sin cesar por espacio de nueve años.
—¡Laurence, Laurence!
¡Sí, era ella!
El coronel Munro la llamó nuevamente; pero la «Llama Errante» no respondió.
¿Qué no hubiera dado el coronel por poder estrecharla en sus brazos, llevarla de allí, comenzar de nuevo cerca de ella otra existencia, devolverle la razón a fuerza de cuidados y de amor…? Pero estaba atado a aquella masa de metal; la sangre corría de sus brazos por las cortaduras que en ellos habían hecho las cuerdas, y nadie podía arrancarle de aquel lugar maldito.
¡Qué suplicio, qué tormento que no había podido soñar siquiera la cruel imaginación de Nana Sahib! ¡Ah!, si aquel monstruo hubiera estado allí, si hubiera sabido que lady Munro estaba en su poder, ¡qué espantosa alegría la suya! ¡Qué refinamientos de crueldad habría añadido a las angustias del prisionero!
—¡Laurence, Laurence! —repetía sir Edward Munro.
Y la llamaba en voz alta, a riesgo de despertar al indio, dormido a pocos pasos de allí, y de atraer a los dacoits que dormían en el cuartel, y aun al mismo Nana Sahib.
Pero lady Munro, sin comprender nada, continuaba mirándole con ojos hoscos. No veía nada de los espantosos tormentos que sufría aquel desgraciado que la encontraba en el momento en que él mismo iba a morir. Su cabeza se balanceaba como si no hubiera querido responder.
Así pasaron algunos minutos; después bajó la mano, cayó el velo sobre su rostro y retrocedió un paso.
El coronel Munro creyó que iba a huir.
—¡Laurence! —gritó por última vez, como si le hubiera dirigido un supremo adiós.
Pero, no; lady Munro no iba a abandonar la explanada de Ripore, y la situación, que ya era espantosa, iba a agravarse todavía.
En efecto, lady Munro se detuvo: evidentemente, aquel cañón había llamado su atención; quizá despertaba en ella algún vago recuerdo del sitio de Cawnpore. Su mano que sostenía la tea paseaba la llama sobre el tubo de metal, y una chispa hubiera bastado para inflamar el cebo y hacer partir el tiro.
¿Iba Munro a morir por efecto de aquella mano?
No pudo soportar semejante idea; más valía perecer a la vista de Nana Sahib y de los suyos.
Iba a llamar y a despertar a sus verdugos, cuando sintió que del interior del cañón salía una mano que apretaba las suyas atadas a la espalda. Era la presión de una mano amiga, que trataba de desatar sus ligaduras. Sintió luego el frío de una hoja de acero que entraba con precaución entre las cuerdas y sus muñecas y le hizo colegir que en el ánima misma de aquella pieza enorme estaba oculto, como por milagro, su libertador.
No podía engañarse: alguien cortaba las cuerdas que le tenían atado.
Un segundo después, estuvieron cortadas; pudo dar un paso adelante: estaba libre.
Por dueño que fuera de sí mismo, iba a dar un grito que le iba a perder.
Una mano salió fuera de la pieza…
Munro la cogió, tiró hacia sí, y un hombre que acababa de desprenderse por un supremo esfuerzo de la boca del cañón, cayó a sus pies.
Era Gumí.
El fiel servidor, después de haberse escapado de las asechanzas de Kalagani, había continuado el camino de Yubbulpore, en vez de volver al lago, hacia el cual se dirigía la tropa de Nassim. Al llegar a la senda que conducía a Ripore, tuvo que ocultarse por segunda vez, porque había allí un grupo de indios hablando del coronel Munro, a quien los dacoits, dirigidos por Kalagani, iban a llevar a la fortaleza donde Nana Sahib le reservaba la muerte por medio del cañón. Sin vacilar se dirigió al sendero y llegó a la explanada, en aquel momento desierta. Entonces se le ocurrió la heroica idea de introducirse en la enorme máquina de guerra, como verdadero clown que era, con el pensamiento de libertar a su amo si las circunstancias se lo permitían, o de confundirse con él en la misma muerte si no podía salvarlo.
—Va a amanecer —dijo Gumí en voz baja—; huyamos pronto.
—¿Y lady Munro? —El coronel señalaba a la loca, de pie e inmóvil, cuya mano, en aquel momento, se posaba sobre la cureña del cañón.
—En nuestros brazos, mi amo —respondió Gumí sin pedir otra explicación.
Pero ya era demasiado tarde.
En el momento en que el coronel y Gumí se acercaban para apoderarse de ella, lady Munro, queriendo escaparse, se asió a la pieza; la antorcha cayó sobre el cebo, y una espantosa detonación, repetida por los ecos de los Vindya, se extendió con el fragor del trueno por todo el valle del Nerbudda.