El lago Puturia, en el cual la «Casa de Vapor» acababa de encontrar un refugio provisional, está situado a cuarenta kilómetros poco más o menos, al este de Dumoh. Esta ciudad, capital de la provincia inglesa de su nombre, está en vías de progreso, y con sus doce mil habitantes reforzados por una pequeña guarnición, domina aquella parte peligrosa del Bundelkund. Pero más allá de sus murallas, sobre todo hacia la parte oriental del país, en la más inculta región de los Vindya, cuyo centro ocupa el lago, su influencia no se hace sentir muy difícilmente.
Pero ¿acaso podía sucedemos algo peor que aquella batalla con elefantes, de la cual habíamos logrado salir ilesos?
La situación no dejaba de ser difícil porque la mayor parte de nuestro material había desaparecido. Uno de los carruajes que componían el tren de la «Casa de Vapor», había sido destrozado y no había medio de carenarlo, para emplear una expresión del lenguaje marítimo. Derribado al suelo, aplastado contra las rocas, de su armazón, sobre la cual habían pasado los elefantes, no debían quedar ya más que restos informes.
Sin embargo, aquel carruaje, al mismo tiempo que servía para alojamiento del personal de la expedición, contenía la cocina, la despensa y la reserva de víveres y municiones. De estas últimas no nos quedaba más que una docena de cartuchos; pero no era probable que tuviésemos que hacer uso de ellos antes de nuestra llegada a Yubbulpore.
En cuanto a los víveres, la cuestión era más difícil de resolver.
En efecto, no teníamos provisiones, y aun admitiendo que al día siguiente por la noche hubiéramos podido llegar a la estación, de la cual distábamos todavía setenta kilómetros, habría que resignarse a pasar veinticuatro horas sin comer.
Nos resignamos, en efecto.
En estas circunstancias, el más desconsolado de todos fue, naturalmente, monsieur Parazard. La pérdida de su despensa, la destrucción de su laboratorio, la desaparición de sus depósitos, le habían herido en el corazón.
No ocultó su desesperación y, olvidando los peligros de que casi milagrosamente habíamos escapado, se mostró muy afligido por la situación personal en que se encontraba.
En el momento en que, reunidos en el salón, íbamos a discutir el partido que convenía tomar en aquellas circunstancias, monsieur Parazard, con aire solemne, se presentó en el umbral y pidió permiso para «hacer una comunicación de la mayor gravedad».
—Hable usted, monsieur Parazard —le respondió el coronel Munro, invitándole a entrar en el salón.
—Señores —dijo gravemente el negro cocinero—, ya saben ustedes que todo el material que llevaba la segunda habitación de la «Casa de Vapor» ha quedado destruido en esta catástrofe. Aunque en el caso de que hubieran quedado algunas provisiones, yo encontraría grandes dificultades para preparar una comida, por modesta que fuese, debido a la falta de cocina.
—Lo sabemos, monsieur Parazard —respondió el coronel Munro—. Es sensible lo que ha pasado, pero haremos lo que se pueda y ayunaremos si es preciso ayunar.
—Es tanto más sensible, señores —añadió el jefe de cocina—, cuanto que a la vista de esos grupos de elefantes que nos acometían y de los cuales más de uno ha caído al impulso mortífero de las balas…
—¡Hermosa frase, monsieur Parazard! —le interrumpió el capitán Hod—. Con pocas lecciones llegaría usted a expresarse con tanta elegancia como nuestro amigo Mathias Van Guitt.
Monsieur Parazard se inclinó al oír aquel cumplido, que tomó por lo serio, y después, dando un suspiro, continuó:
—Decía, pues, señores, que ante esos grupos de elefantes se me ofrecía una ocasión de señalarme en mi profesión. La carne de elefante, por más que se haya creído otra cosa, no es buena en todas sus partes, pues algunas son incontestablemente duras y coriáceas; mas parece que el Autor de todas las cosas, ha querido proporcionar al hombre, en esa masa carnosa, dos trozos exquisitos de primer orden, dignos de ser servidos en la mesa del virrey de las Indias. Estos son la lengua del animal, que es sabrosísima cuando está preparada según una receta de mi invención, y los pies del paquidermo.
—¡Paquidermo! Muy bien —dijo el capitán Hod con un gesto de aprobación—, aunque proboscídeo es más elegante…
—Pies —continuó monsieur Parazard—, con los cuales se hace una de las mejores sopas conocidas en el arte culinario, del cual soy representante en la «Casa de Vapor».
—Con su discurso se nos hace la boca agua, monsieur Parazard —respondió Banks—. Por desgracia en parte y por fortuna por otro lado, los elefantes no nos han seguido por el lago, y temo que tengamos que renunciar, a lo menos por algún tiempo, a la sopa de pie y al guisado de lengua de ese sabroso, pero temible animal.
—¿No sería posible —preguntó el cocinero— volver a tierra para proporcionarse…?
—Imposible, monsieur Parazard. Por perfectas que sean las preparaciones culinarias de usted, no podemos correr ese riesgo.
—Pues bien, señores —dijo monsieur Parazard—, dígnense ustedes recibir la expresión del sentimiento que me produce esa deplorable aventura.
—Lo comprendemos, monsieur Parazard —respondió el coronel Munro—. En cuanto a la comida y al almuerzo, no se cuide usted de ellos hasta que lleguemos a Yubbulpore.
—No me queda que hacer otra cosa más que retirarme —dijo monsieur Parazard, haciendo una cortesía y sin perder nada de su gravedad habitual.
Nos habría divertido mucho la actitud de nuestro jefe de cocina si no hubiéramos tenido otras cosas más graves en que pensar.
En efecto, a todas las complicaciones venía a agregarse otra, no menos seria. Banks nos participó que, en aquel momento, lo más sensible no era ni la falta de víveres ni la de municiones, sino la falta de combustible, lo cual no era de admirar, porque durante las últimas cuarenta y ocho horas no había sido posible renovar la provisión de leña necesaria para alimentar la máquina. Toda la reserva se había consumido a nuestra llegada al lago, y si hubiéramos tenido que hacer todavía una hora de camino, habría sido imposible llegar a la orilla, y el primer carruaje de la «Casa de Vapor» habría sufrido la suerte del segundo.
—Ahora —añadió Banks— no tenemos ya nada que quemar, la presión baja y ha descendido ya hasta dos atmósferas, sin que haya medio de aumentarla.
—¿Es la situación tan grave como tú crees? —preguntó el coronel Munro.
—Si no se tratara más que de volver a la orilla de la cual acabamos de separarnos —contestó Banks—, la cosa sería fácil, porque no tardaríamos un cuarto de hora en llegar; pero sería imprudente adoptar este partido porque los elefantes están todavía, sin duda alguna, reunidos en gran número. Por el contrario, es preciso atravesar el lago y buscar en la orilla meridional un punto de desembarco.
—¿Cuál puede ser la anchura del lago en ese paraje? —inquirió el coronel Munro.
—Kalagani la calcula en siete u ocho millas. Ahora bien, en las condiciones en que nos encontramos serían necesarias algunas horas para llegar allá, y repito que antes de cuarenta minutos la máquina no podrá ya funcionar.
—Pues bien —respondió sir Edward Munro—, pasemos tranquilamente la noche en el lago. Aquí estamos seguros, y mañana veremos lo que se ha de hacer.
Era el mejor partido que podía seguirse; además, teníamos gran necesidad de reposo, porque en la última parada, rodeados como estábamos de un círculo de elefantes, nadie había podido dormir y habíamos pasado la noche en vela.
Hacia las siete de la tarde comenzó a levantarse sobre el lago una ligera niebla. Ya hemos dicho que corrían fuertes brumas por las altas zonas del cielo durante la noche precedente; pero en esta se había producido una modificación debido a las diferencias de altitud.
Si en el campamento de los elefantes los vapores se habían mantenido a varios centenares de pies sobre el suelo, no sucedió lo mismo en la superficie del lago Puturia, a causa de la evaporación de las aguas. Después de un día bastante claro, hubo confusión entre las capas altas y bajas de la atmósfera y no tardó en desaparecer de nuestra vista todo el lago, cubierto por un velo de niebla, poco denso al principio, pero que se fue espesando por instantes.
Esto, como había dicho Banks, era una complicación que también debíamos tener en cuenta.
Según sus pronósticos, hacia las siete y media se oyeron los últimos gemidos del Gigante de Acero; los golpes del pistón fueron siendo cada vez menos rápidos; las palas articuladas cesaron de batir el agua, la presión descendió a menos de una atmósfera y no había combustible ni medio de obtenerlo.
El Gigante de Acero y el único carruaje que remolcaba flotaron entonces pacíficamente sobre las aguas del lago, sin moverse.
En estas condiciones y rodeados de niebla, hubiera sido difícil fijar exactamente nuestra situación. Durante el corto tiempo en que la máquina había funcionado, el tren se había dirigido hacia la orilla sureste del lago, para buscar un punto de desembarque. Ahora bien, como el Puturia tiene la forma de un óvalo bastante prolongado, era posible que la «Casa de Vapor» no estuviese distante de una u otra de sus orillas.
Los gritos de los elefantes que nos habían perseguido durante una hora, se habían extinguido en lontananza y no se oían ya. Hablando, pues, de lo que podría sucedemos en aquella nueva situación, Banks hizo llamar a Kalagani para consultarle.
El indio acudió inmediatamente y fue invitado a dar su parecer.
Estábamos reunidos entonces en el comedor, que, recibiendo la luz por la claraboya superior, no tenía ventanas laterales, y así no podía verse desde fuera el resplandor de las lámparas encendidas en aquella habitación, precaución útil, porque más valía que la situación de la «Casa de Vapor» no pudiese ser conocida de los merodeadores, que quizá rondaban por las orillas del lago.
Kalagani, a lo menos así me pareció, dio muestras de vacilación al responder a las preguntas que le fueron dirigidas. Tratábase de determinar la posición que ocupaba el tren flotante sobre las aguas del Puturia, y convengo en que la respuesta no dejaba de ser difícil. Quizá una débil brisa del noroeste movía la masa del tren y quizá también una ligera corriente nos arrastraba hacia la punta inferior del lago.
—Vamos, Kalagani —dijo Banks, insistiendo—, ¿conoce usted bien la extensión del Puturia?
—Sí, señor —respondió el indio—; pero es difícil, en medio de esa niebla…
—¿Puede usted calcular aproximadamente la distancia a que estamos ahora de la orilla más cercana?
—Sí, señor —dijo el indio, después de haber reflexionado por algún tiempo—. No podemos estar a más de milla y media.
—¿Hacia el este? —preguntó Banks.
—Sí, señor, hacia el este.
—Así, pues, si atracamos en esa orilla estaremos más cerca de Yubbulpore que de Dumoh.
—Por supuesto.
—Por consiguiente, en Yubbulpore es donde conviene renovar nuestras provisiones —dijo Banks—. Pero ¿quién sabe cuándo y cómo podremos llegar a la orilla? Podemos tardar un día o dos, y nuestras provisiones se han consumido.
—Pero —dijo Kalagani—, ¿no podríamos intentar, o, a lo menos, uno de nosotros no podría intentar llegar a tierra esta misma noche?
—¿Y cómo?
—A nado.
—Nadar milla y media entre una niebla espesa —respondió Banks—, sería arriesgar la vida…
—Eso no es razón para dejar de intentarlo —replicó Kalagani.
No sé por qué, pero me pareció entonces que la voz de Kalagani indicaba que no hablaba con su franqueza habitual.
—¿Intentaría usted atravesar el lago a nado? —preguntó el coronel Munro, que no separaba la vista del semblante del indio.
—Sí, coronel, y creo que lo lograría.
—Pues bien, amigo mío —dijo Banks—, nos haría usted un gran servicio. Una vez en tierra, le sería a usted fácil llegar a la estación de Yubbulpore y traernos los auxilios que necesitamos.
—Estoy pronto a marchar —respondió sencillamente Kalagani.
Yo esperaba que el coronel Munro diese las gracias a nuestro guía, que se ofrecía para un servicio tan peligroso; pero el coronel, después de haberle mirado más atentamente que antes, llamó a Gumí.
Gumí se presentó inmediatamente.
—Gumí —dijo sir Munro—, tú eres un excelente nadador.
—Sí, mi coronel.
—Y no tendrás inconveniente en nadar una milla en estas aguas tranquilas del lago.
—Ni aunque sean dos.
—Pues bien —añadió el coronel Munro—, Kalagani se ofrece a ir a nado a la orilla más próxima a Yubbulpore, y como, lo mismo en el lago que en esa parte del Bundelkund, dos hombres inteligentes y atrevidos que puedan auxiliarse mutuamente, tienen más probabilidades de éxito que uno solo, quiero que acompañes a Kalagani.
—Al instante, mi coronel —respondió Gumí.
—Yo no necesito de nadie —intervino Kalagani—, pero, si el coronel Munro lo quiere, acepto a Gumí por compañero.
—Id, pues, amigos míos —dijo Banks—, y procurad ser tan prudentes como sois valerosos.
El coronel Munro, entretanto, llevó aparte a Gumí, le habló en voz baja y en términos breves, y cinco minutos después, los dos indios, llevando sus vestidos arrollados sobre la cabeza, se lanzaron a las aguas del lago. La bruma era entonces muy intensa y pocos minutos después los perdimos de vista.
Pregunté entonces al coronel Munro por qué había parecido tan deseoso de dar un compañero a Kalagani.
—Amigos míos —dijo sir Edward Munro—, las respuestas de ese indio, de cuya fidelidad no sospechaba yo hasta ahora, me han parecido muy poco francas.
—La misma impresión he recibido por mi parte —dije yo.
—Yo no he observado nada —añadió el ingeniero.
—No lo dudes, Banks —dijo el coronel Munro—; al ofrecerse para ir a tierra, Kalagani tenía una segunda intención.
—¿Cuál?
—No lo sé, pero si ha solicitado desembarcar, no es seguramente para buscamos socorros en Yubbulpore.
—¡Hum! —murmuró el capitán Hod.
Banks miró al coronel frunciendo el ceño, y después añadió:
—Munro, hasta aquí ese indio se ha mostrado muy adicto, sobre todo contigo. ¿Cómo es que hoy pretendes que nos hace traición? ¿Qué pruebas tienes?
—Mientras Kalagani hablaba —respondió el coronel Munro—, he visto que su piel se ponía negra, y cuando los hombres de tez cobriza se ponen negros, es señal de que mienten. Veinte veces he podido confundir de esa manera a indios y bengalíes, y jamás me he engañado. Te repito, pues, que Kalagani, a pesar de todas las apariencias, nos ha mentido.
Después he tenido ocasión de cerciorarme muchas veces de que la observación de sir Edward Munro era fundada.
Los indios, cuando mienten, se ponen un poco negros, así como los blancos se ponen colorados. Aquel síntoma no pudo escaparse a la perspicacia del coronel, y era preciso tener en cuenta su observación.
—Pero ¿cuáles pueden ser los proyectos de Kalagani? —inquirió Banks—. ¿Por qué nos había de hacer traición?
—Eso es lo que sabremos más adelante —respondió el coronel Munro—, pero demasiado tarde quizá.
—¿Demasiado tarde, coronel? —exclamó el capitán Hod—. ¡Bah! Imagino que no estamos perdidos.
—En todo caso, Munro —dijo el ingeniero—, has hecho bien en hacerle acompañar de Gumí. Ese nos será adicto hasta la muerte. Es diestro, inteligente, y si sospecha algún peligro, sabrá…
—Tanto más —respondió el coronel Munro—, cuanto que está ya prevenido por mí y no se fiará de su compañero.
—Bien —dijo Banks—. Ahora no tenemos que hacer más que esperar el día. El sol, sin duda alguna, disipará esta niebla, y veremos entonces el partido que hay que tomar.
Aquella noche debía pasarse también en completo insomnio.
La niebla se había condensado más y más, pero nada hacía presagiar ninguna tormenta, circunstancia feliz, porque si nuestro tren podía flotar, no estaba construido para resistir la agitación de las olas.
Era de esperar, por lo tanto, que el sol lograría disipar la niebla y tendríamos un hermoso día.
Mientras nuestro personal se acomodaba en el comedor, nosotros nos instalamos en los divanes del salón, hablando poco, pero prestando oído a todos los ruidos exteriores.
De repente, hacia las dos de la mañana, vino a turbar el silencio de la noche un concierto de rugidos de fieras.
Esto era señal de que la orilla no estaba lejos, y de que se hallaba en la dirección del suroeste, aunque no tan cercana que pudiéramos llegar a ella. Los rugidos llegaban a nosotros muy debilitados por la distancia, y Banks la calculó en una buena milla. Sin duda, una bandada de fieras había acudido a beber en la punta extrema del lago.
Poco después observamos que el tren flotante, bajo la influencia de una ligera brisa, derivaba hacia la orilla de un modo lento, pero continuo. En efecto, no solamente los rugidos de las fieras fueron llegando con más claridad a nuestros oídos, sino que pudimos distinguir el grave rugido del tigre del ronco himplar de la pantera.
—¡Hum! —murmuró el capitán Hod sin poderse contener—. ¡Qué ocasión para poder matar al tigre número cincuenta!
—Otra vez será, mi capitán —respondió Banks—. Apuesto a que, cuando amanezca, al llegar a la orilla, esa banda de fieras nos habrá cedido el sitio.
—¿Habrá algún inconveniente —pregunté yo— en encender los fanales eléctricos?
—No creo que lo haya —dijo Banks—; esa parte de la orilla probablemente no está ocupada sino por animales que han acudido a beber. No veo riesgo alguno en que la reconozcamos.
Banks dio la orden y se proyectaron dos haces luminosos en dirección del sureste. Pero la luz eléctrica, impotente para penetrar la espesa niebla, no pudo iluminarla sino en un corto sector delante de la «Casa de Vapor» y la playa permaneció absolutamente invisible a nuestros ojos.
Sin embargo, la mayor claridad con que se oían los gritos de las fieras indicaba que el tren no cesaba de derivar hacia la orilla. Evidentemente debían ser muchos los animales reunidos en aquel paraje, lo cual no era de admirar, porque el lago Puturia es como un abrevadero natural para las fieras de aquella parte del Bundelkund.
—¡Con tal que Gumí y Kalagani no hayan caído entre estos animales! —exclamé.
—No son los tigres lo que yo temo para Gumí —respondió el coronel Munro.
Decididamente, las sospechas habían arraigado en el corazón del coronel, y, por mi parte, ya comenzaba a tenerlas también. Es verdad que los servicios de Kalagani desde nuestra llegada a la región del Himalaya, servicios incontestables, su adhesión en las dos circunstancias en que había arriesgado su vida para salvar la de sir Edward Munro y del capitán Hod, eran un testimonio elocuente en su favor; pero cuando el ánimo se deja llevar de la sospecha, se altera el valor de los hechos consumados, cambia su fisonomía, se olvida lo pasado y se teme por el porvenir.
Sin embargo, ¿qué móvil podía impulsar a aquel indio para hacemos traición? ¿Tenía motivos de odio personal contra los huéspedes de la «Casa de Vapor»? Por supuesto que no. ¿Por qué había de armarse el lazo que nosotros sospechábamos? Era inexplicable.
Nuestros pensamientos eran en esta parte muy confusos, y esperábamos con impaciencia el desenlace de la situación.
De improviso, hacia las cuatro de la mañana cesaron bruscamente los gritos de las fieras. Lo que nos chocó a todos fue que, al parecer, no se habían alejado poco a poco, unas tras otras, dando una última lengüetada sobre el agua, sino que su alejamiento había sido instantáneo, como si una circunstancia fortuita hubiera venido a perturbarles en su operación de beber y les hubiera hecho emprender la fuga. Evidentemente, habían vuelto a sus cuevas, no como animales que regresan pacíficamente, sino como animales que buscan en ellas un refugio.
El silencio había sucedido al ruido sin transición; y aquel silencio tenía una causa que no comprendíamos, pero que no dejó de aumentar nuestra inquietud. Por prudencia, Banks dio la orden de apagar los fanales. Si las fieras habían huido delante de las bandas de merodeadores que frecuentan el Bundelkund y los Vindya, era preciso ocultar cuidadosamente la situación de la «Casa de Vapor».
No rompía el silencio ya ni siquiera el más ligero ruido del agua; la brisa había cesado y era imposible saber si el tren continuaba derivando bajo el influjo de alguna corriente. Pero el día no podía tardar en aparecer y en barrer todas las brumas, que no ocupaban más que las capas bajas de la atmósfera.
Consulté mi reloj: eran las cinco; sin la niebla ya se habría mostrado el alba, aumentando el círculo de nuestra visión en algunas millas, y habríamos podido ver la orilla. Pero el velo de niebla no se rasgaba, y era preciso esperar aún.
El coronel Munro, MacNeil y yo, en la parte anterior del salón; Fox, Kaluth y monsieur Parazard, en el comedor; Banks y Storr, en la torrecilla, y el capitán Hod sobre el lomo del gigantesco animal, cerca de la trompa, como un marinero de guardia en la proa de un buque, esperábamos que alguno gritase: ¡Tierra!
Hacia las seis se levantó una pequeña brisa apenas sensible, pero que aumentó en breve; los primeros rayos del sol penetraron la bruma y el horizonte se descubrió a nuestras miradas.
La orilla apareció hacia el sureste formando el extremo del lago una especie de ensenada aguda, bastante cubierta de bosque en su segundo término. Los vapores subieron poco a poco y dejaron ver un fondo de montañas, cuyas cimas se destacaron rápidamente.
—¡Tierra! —gritó el capitán Hod.
El tren flotante no estaba entonces a más de doscientos metros del abra del Puturia y derivaba al impulso de la brisa que soplaba del noroeste.
Nada veíamos en aquella orilla; ni un animal ni un ser humano; parecía estar absolutamente desierta, sin una habitación, sin una casa de campo bajo la cubierta espesa de los primeros árboles. Todo indicaba que podíamos saltar a tierra sin peligro.
Con ayuda del viento, atracamos con facilidad cerca de una orilla plana como una playa de arena, pero debido a la falta de vapor, no fue posible ni subir por ella ni lanzarse a un camino que, según la dirección indicada por la brújula, debía ser el camino de Yubbulpore.
Sin perder un instante, seguimos al capitán Hod, que fue el primero en saltar a tierra.
La orilla apareció.
—Hagamos provisión de combustible —gritó fuertemente Banks—, y dentro de una hora estaremos en presión y marcharemos adelante.
La provisión era fácil de hacer. Había leña por todas partes en el suelo y bastante seca para poderla utilizar inmediatamente. Solo faltaba llenar el fogón y cargar el ténder.
Todo el mundo se puso a la obra; solo Kaluth permaneció delante de su caldera mientras le reuníamos combustible para veinticuatro horas, lo cual era más de lo que necesitábamos para llegar a la estación de Yubbulpore, donde encontraríamos carbón en abundancia. En cuanto a la comida, de la cual sentíamos ya la necesidad, podríamos proporcionárnosla por medio de la caza durante el camino. Kaluth prestaría un poco de lumbre a monsieur Parazard y satisfaríamos el apetito.
Tres cuartos de hora después, el vapor había llegado a una presión suficiente y el Gigante de Acero se ponía en movimiento sobre el talud de la orilla, a la entrada del camino.
—¡A Yubbulpore! —gritó Banks.
Pero Storr no había tenido tiempo todavía para dar media vuelta al regulador, cuando estallaron gritos furiosos en la linde del bosque, y una bandada de unos ciento cincuenta indios se arrojó sobre la «Casa de Vapor». La torrecilla del Gigante de Acero y el carruaje, por delante y por la espalda, fueron invadidos antes de que pudiéramos saber lo que ocurría.
Casi inmediatamente, los indios nos llevaron a cincuenta pasos del tren y quedamos imposibilitados de huir.
Júzguese de nuestra cólera, de nuestra rabia ante la escena de destrucción y de pillaje que siguió. Los indios, con el hacha en la mano, se precipitaron al asalto de la «Casa de Vapor»: todo fue saqueado, devastado, aniquilado; del mueblaje interior no quedó nada; después, el fuego acabó la obra de destrucción y, en pocos minutos, todo lo que podía arder del último carruaje que nos quedaba, fue presa de las llamas.
—¡Infames, canallas! —exclamó el capitán Hod, a quien apenas podían contener los esfuerzos de muchos indios.
Extinguidas las últimas llamas, no quedó en breve más que la armazón informe de aquella pagoda de ruedas que acababa de atravesar la mitad de la península.
En seguida los indios atacaron al Gigante de Acero. También habrían querido destruirlo; mas para esto fueron impotentes; ni el hacha ni el fuego podían nada contra la espesa armadura de hierro que formaba el cuerpo del elefante artificial, ni contra la máquina que llevaba en su seno. A pesar de sus esfuerzos, el elefante quedó intacto, con aplauso del capitán Hod, que lanzaba exclamaciones de placer y de ira al mismo tiempo.
En aquel momento, se presentó un hombre: sin duda era el jefe de aquellos indios.
Toda la banda formó inmediatamente delante de él.
Otro hombre le acompañaba, y entonces todo quedó explicado. Aquel hombre era nuestro guía Kalagani.
De Gumí no había señal alguna. El fiel servidor había desaparecido; el traidor era el único que había vuelto. Sin duda, la adhesión de nuestro valiente criado le había costado la vida y no debíamos volverle a ver. Kalagani se adelantó hacia el coronel Munro y fríamente, sin bajar la vista, dijo, señalándole:
—Este es.
Inmediatamente, sir Edward Munro fue apresado por los indios y llevado de allí, desapareciendo en medio de la banda, que siguió el camino hacia el sur, sin haber podido ni estrecharnos por última vez la mano ni darnos el último adiós.
El capitán Hod, Banks, el sargento, Fox, todos quisimos desprendemos de los indios que nos sujetaban, para arrancarle de las manos de sus enemigos.
Cincuenta brazos nos arrojaron por tierra, y si hubiéramos hecho un movimiento más, habríamos sido degollados.
—No hay que hacer resistencia —dijo Banks.
El ingeniero tenía razón. No podíamos hacer nada en aquel momento para librar al coronel Munro. Valía más, por consiguiente, reservarse para lo que pudiera suceder.
Un cuarto de hora después, los indios nos abandonaron y se lanzaron en seguimiento de la primera banda. Seguirles hubiera sido producir una catástrofe sin provecho para el coronel Munro. Sin embargo, todos íbamos a lanzarnos detrás de ellos, cuando Banks gritó:
—¡Ni un paso más!
Todos le obedecimos.
En suma, era sin duda al coronel Munro, a él solo, a quien querían prender los indios llevados por Kalagani. ¿Cuáles eran las intenciones de aquel traidor? Evidentemente no procedía por su propia cuenta; pero, entonces, ¿a quién obedecía? El nombre de Nana Sahib se presentó a mi mente.
* * *
Aquí concluye el manuscrito redactado por Maucler. El joven francés no pudo presenciar los acontecimientos que iban a precipitar el desenlace de este drama; pero posteriormente fueron conocidos y se formó de ellos una relación que completa la del viaje a través de la India septentrional.