Hasta el día dieciocho de septiembre, nuestra situación, calculada desde el punto de descanso y desde el punto de llegada, era exactamente la que sigue:
Distábamos:
No considerando más que la distancia, todavía no habíamos andado la mitad de nuestro itinerario; pero teniendo en cuenta las siete semanas que la «Casa de Vapor» había pasado en la frontera del Himalaya, había transcurrido más de la mitad del tiempo destinado para este viaje. Habíamos salido de Calcuta el seis de mayo; y antes de dos meses, si no se presentaba ningún obstáculo que contrariase nuestra marcha, pensábamos llegar al litoral occidental del Indostán.
Por lo demás, nuestro itinerario podía reducirse en cierto modo. El propósito que nos habíamos hecho de no pasar por las grandes ciudades que habían sido teatro de la rebelión de mil ochocientos cincuenta y siete, nos obligaba a bajar más directamente al sur. En las magníficas provincias del reino de Scindia se abren hermosos caminos carreteros, y el Gigante de Acero no debía encontrar obstáculo alguno, a lo menos hasta llegar a las montañas del centro. El viaje prometía, pues, hacerse en las mejores condiciones de facilidad y de seguridad.
Lo que debía hacerlo más fácil todavía, era la incorporación de Kalagani al personal de la «Casa de Vapor», porque aquel indio conocía perfectamente toda la parte de la península que íbamos a atravesar. Banks pudo cerciorarse de ello aquel mismo día, preguntándole, después de almorzar y mientras el coronel Munro y el capitán Hod dormían la siesta, en qué circunstancia y de qué modo había recorrido aquellas provincias.
—Yo pertenecía —respondió Kalagani— a una de las muchas caravanas de banjaris que transportan con bueyes provisiones de cereales, ya por cuenta del Gobierno, ya por la de particulares. De este modo he subido o bajado veinte veces los territorios del centro y del norte de la India.
—¿Recorren todavía esas caravanas esta parte de la península? —preguntó el ingeniero.
—Sí, señor —respondió Kalagani—; y en esta época del año tan propicia me extrañaría no encontrar alguna que se dirija hacia el norte.
—El perfecto conocimiento que usted tiene de estos territorios —dijo Banks—, nos será muy útil, porque en vez de pasar por las grandes ciudades del reino de Scindia, queremos atravesar los campos, y usted podrá ser nuestro guía.
—Con mucho gusto —contestó el indio con aquel tono frío que le era habitual, y al cual yo todavía no había podido acostumbrarme.
Después añadió:
—¿Quiere usted que le indique de un modo general la dirección que debemos seguir?
—Diga usted.
Banks extendió entonces sobre la mesa un mapa que representaba aquella parte de la India, a fin de averiguar la exactitud de las noticias de Kalagani.
—Nada más sencillo —dijo el indio—. Una línea casi recta va a conducimos desde el ferrocarril de Delhi al de Bombay, que se junta en Allahabad. Desde la estación de Etawah, de donde acabamos de salir, hasta la frontera del Bundelkund, no tendremos que atravesar más que un río de importancia, que es el Yamuna, y desde esta frontera hasta los montes Vindya, otro río, que es el Betwa. En caso de que estos dos ríos hubieren salido de madre durante la estación de las lluvias, creo que el tren flotante no tendrá dificultad para cruzar de una a otra orilla.
—No habrá ninguna dificultad seria —respondió el ingeniero—, y luego que lleguemos a los Vindya…
—Nos inclinaremos un poco al sureste para elegir una garganta practicable. Allí tampoco se opondrá a nuestra marcha ningún obstáculo; conozco un paso cuyas cuestas son suaves, que es la garganta de Sirgur, por donde pasan con frecuencia los carruajes.
—Por donde pasen caballos —dije yo—, ¿puede pasar también el Gigante de Acero?
—Sin duda —respondió Banks—; pero al otro lado de la garganta de Sirgur el país es muy accidentado. ¿No podríamos pasar los Vindya tomando la dirección del Bhopal?
—Ahí hay ciudades en gran número —respondió Kalagani—, y será difícil evitarlas, además de que en ese territorio se manifestaron particularmente los cipayos en la guerra de la Independencia.
Me sorprendió un poco esta calificación de guerra de la Independencia, que Kalagani daba a la rebelión de mil ochocientos cincuenta y siete, pero hay que tener presente que era un indio y no un inglés el que hablaba. Por lo demás, no parecía que Kalagani hubiera tomado parte en la insurrección, o a lo menos no había dicho jamás una palabra que pudiera hacerlo creer.
—Está bien —dijo Banks—, dejaremos hacia el oeste las ciudades de Bhopal, y si está usted seguro de que por la garganta de Sirgur podemos llegar a un camino practicable…
—Es un camino que yo he recorrido muchas veces —dijo Kalagani—, y que después de dar vuelta al lago Puturia va a terminar a cuarenta millas de allí, en el ferrocarril de Bombay a Allahabad, cerca de Yubbulpore.
—En efecto —respondió Banks, que seguía en el mapa las indicaciones del indio—. ¿Y desde allí?
—El camino real se dirige hacia el suroeste, paralelo, por decirlo así, a la vía férrea hasta Bombay.
—Entendido —respondió Banks—. No veo ningún obstáculo serio en atravesar los Vindya, y este itinerario nos conviene. A los servicios que ya nos ha prestado usted, Kalagani, acaba de añadir otro que no olvidaremos.
Kalagani hizo una zalema e iba a retirarse cuando, tras pensarlo un poco, se volvió hacia el ingeniero.
—¿Tiene usted algo que preguntarme? —dijo Banks.
—Sí, señor —respondió el indio—. Quería preguntar a ustedes por qué desean tan particularmente evitar la entrada en las principales ciudades del Bundelkund.
Banks me miró. No había ninguna razón para ocultar a Kalagani lo que concernía a sir Edward Munro, y por eso le pusimos al corriente de la situación del coronel.
Kalagani escuchó con gran atención lo que le dijo el ingeniero, y después, en tono que indicaba cierta sorpresa, añadió:
—El coronel Munro no tiene nada que temer de Nana Sahib, a lo menos en estas provincias.
—Ni en estas provincias ni en ninguna —respondió Banks—. ¿Por qué dice usted en estas provincias?
—Porque si el nabab se ha presentado de nuevo, como se dice, en la presidencia de Bombay, como las investigaciones que se han hecho no han podido descubrir su retiro, es muy probable que haya atravesado de nuevo la frontera indo-china.
Esta respuesta parecía demostrar que Kalagani ignoraba lo que había pasado en la región de los montes Satpura, y que en el mes de mayo último Nana Sahib había sido muerto por los soldados del ejército real, en el pal de Tandit.
—Veo, Kalagani —dijo entonces Banks—, que las noticias que corren por la India apenas llegan hasta los bosques del Himalaya.
El indio nos miró fijamente sin responder, como si no comprendiera lo que decíamos.
—Sí —añadió Banks—, y lo digo porque parece que usted ignora que Nana Sahib ha muerto.
—¡Nana Sahib ha muerto! —exclamó Kalagani.
—Sin duda —respondió Banks—; el Gobierno es el que ha dado la noticia, detallando las circunstancias en que le mataron.
—¡Le mataron! —dijo Kalagani sacudiendo la cabeza—. ¿Dónde mataron a Nana Sahib?
—En el pal de Tandit, en los montes Satpura.
—¿Y cuándo?
—Hace cerca de cuatro meses —contestó el ingeniero—; el veinticinco de mayo último.
Kalagani, cuyas miradas tomaron una expresión que me pareció singular en aquel momento, se había cruzado de brazos y permanecía silencioso.
—¿Tiene usted razones para no creer en la muerte de Nana Sahib? —le pregunté yo.
—Ninguna, señores —dijo Kalagani—. Creo lo que ustedes me cuentan.
Un instante después, Banks y yo estábamos solos y el ingeniero añadía, no sin razón:
—Todos los indios son lo mismo. El jefe de los rebeldes cipayos se ha hecho legendario; jamás estos supersticiosos creerían que ha podido ser muerto, pues que no le han visto ahorcar.
—Les sucede —respondí yo— lo que a los veteranos del Imperio francés, que veinte años después de la muerte de Napoleón afirmaban que aún vivía.
Desde el paso del alto Ganges, efectuado por la «Casa de Vapor» quince días antes, se desarrollaban en un fértil país magníficos territorios ante el Gigante de Acero. Eran el Doab, situado en el ángulo que forma el Ganges y el Yamuna, antes de unirse cerca de Allahabad. Llanuras de aluvión, puestas en cultivo por los brahmanes veinte siglos antes de la Era Cristiana; procedimientos agrícolas, todavía muy primitivos, entre los campesinos; grandes obras de canalización, debidas a los ingenieros ingleses; campos de algodoneros, que prosperan más especialmente en este territorio; gemidos de la prensa de algodón, que funciona cerca de la aldea; cánticos de los obreros que la ponen en movimiento: tales son las impresiones que me han quedado de aquel país de Doab, donde se fundó antiguamente la primitiva iglesia.
El viaje se hacía en las mejores condiciones; los sitios variaban, por decirlo así, al capricho de nuestra fantasía; la habitación cambiaba de sitio sin fatigarnos, causando placer a la vista. ¿No era aquella, como había dicho Banks, la última expresión del progreso, en el arte de la locomoción? Carretas de bueyes, coches tirados por caballos o mulas, carruajes de los ferrocarriles, ¿qué eran al lado de nuestras casas de ruedas?
El 19 de septiembre, la «Casa de Vapor» se detenía en la orilla izquierda del Yamuna. Este importante río forma en la parte central de la península la frontera entre el país de los rajás propiamente dicho, o Rajastán, y el Indostán, que es más particularmente el país de los indios.
Comenzaban a levantarse las aguas del Yamuna por efecto de la primera crecida. La corriente era más rápida; pero no podía impedir nuestro paso, aunque lo dificultaba un poco. Banks tomó algunas precauciones: era preciso buscar el mejor punto de llegada a la otra orilla, y lo encontró. La «Casa de Vapor» llegaba a la orilla opuesta del río media hora después. Para los ferrocarriles se necesitan puentes que se construyen a fuerza de dinero, y uno de estos de construcción tubular atraviesa el Yamuna cerca de Delhi, junto a la fortaleza de Selimgarh. Mas para nuestro Gigante de Acero y para las dos casas que remolcaba, los ríos ofrecían una vía tan fácil como los más hermosos caminos macadamizados de la península.
Gwalior.
Más allá del Yamuna, los territorios del Rajastán contienen cierto número de esas ciudades que quería apartar de su itinerario la previsión del ingeniero.
A la izquierda estaba Gwalior, a orillas del río Sawunrika, construida sobre una montaña de basalto con su soberbia mezquita de Musyid, su palacio de Pal, su curiosa puerta de los Elefantes, su fortaleza célebre y su Vihara de origen budista; antigua ciudad a la cual la ciudad moderna de Lashkar, situada a dos kilómetros de distancia, hace hoy una seria competencia. Allí, en aquel Gibraltar de la India, la raní de Jansi, la compañera adicta de Nana Sahib, había luchado heroicamente hasta última hora. Allí, en aquel encuentro con los escuadrones del 8.º regimiento de húsares del ejército real, había sido muerta, como hemos dicho, por la misma mano del coronel Munro, que había tomado parte en la acción con un batallón de su regimiento; y desde aquel día databa el implacable odio que Nana Sahib había reservado al coronel hasta su último suspiro.
Sí, era mejor que sir Edward Munro no tuviera que despertar sus recuerdos a las puertas de Gwalior.
Después de Gwalior, hacia el oeste de nuestro itinerario, estaba Antri con su vasta llanura de la cual sobresalen acá y allá muchos picos como los islotes de un archipiélago. Estaba también Duttiah, que todavía no cuenta cinco siglos de existencia, cuyos bellos edificios, así como la fortaleza central, los templos, el palacio abandonado de Birsing-Deo y el arsenal de Tope-Kana, causan la admiración del visitante. Todo esto forma la capital del reino de Duttiah, formado de una sección hecha al norte de Bundelkund y que está bajo la protección de Inglaterra. Antri y Duttiah, lo mismo que Gwalior, habían sido focos notables del movimiento insurreccional de 1857.
En fin, teníamos también cerca a Jansi, de la cual pasamos a menos de 40 kilómetros el 22 de septiembre. Esta ciudad forma la más importante estación militar del Bundelkund, y el espíritu de rebelión se conserva latente entre el populacho.
Jansi, ciudad relativamente moderna, tiene un comercio importante de muselinas indígenas y de telas de algodón azulado. No se encuentra en ella ningún monumento anterior a su fundación, que es del siglo XVII. Sin embargo, es interesante visitar su ciudadela, cuyas murallas exteriores no han podido destruir los proyectiles, y su necrópolis de los rajás, que tiene un aspecto muy pintoresco. Aquella fue la principal fortaleza de los cipayos sublevados de la India central. Allí la intrépida raní suscitó la primera rebelión que debía en breve extenderse por todo el Bundelkund. Allí sir Hugh Rose tuvo que dar un combate que no duró menos de seis días, durante el cual perdió el quince por ciento de su gente. Allí, a pesar de haber luchado encarnizadamente, Tantia-Topi, Balao-Rao, hermano de Nana Sahib, y en fin la raní, aunque auxiliados por una guarnición de doce mil cipayos, y socorridos por un ejército de veinte mil, tuvieron que ceder ante la superioridad de las armas inglesas.
Allí, como nos había contado MacNeil, el coronel Munro había salvado la vida del sargento, dándole la última gota de sangre que le quedaba. Sí, Jansi, más que ninguna de aquellas ciudades de tristes recuerdos, debía ser borrada de un itinerario cuyas etapas habían elegido los mejores amigos del coronel Munro.
Al día siguiente, 23 de septiembre, un encuentro que nos retrasó algunas horas, vino a justificar una de las observaciones que había hecho Kalagani.
Eran las once de la mañana. Terminado el almuerzo, nos habíamos sentado par dormir la siesta, unos bajo la baranda, otros en el salón de la «Casa de Vapor». El Gigante de Acero marchaba a razón de nueve a diez kilómetros por hora; un magnífico camino arbolado se abría delante de nuestro tren entre campos de algodoneros y de cereales; el tiempo era hermoso; el sol picaba; un riego municipal de aquel camino hubiera sido muy de desear, porque el viento levantaba un polvo fino y blanco delante de nuestro tren.
Pero todavía fue peor la cosa cuando, tendiendo la vista a una distancia de dos o tres millas, nos pareció la atmósfera llena de tal torbellino de polvo que seguramente un violento simún no lo hubiera levantado más espeso en el desierto de Libia.
—No comprendo cómo puede producirse ese fenómeno —dijo Banks—, porque la brisa es ligera.
—Kalagani nos lo explicará —respondió el coronel Munro.
Llamamos al indio, que vino hasta la baranda, observó el camino y sin vacilar dijo:
—Es una larga caravana que sube hacia el norte, y como ya he dicho, probablemente será una caravana de banjaris.
—Kalagani —dijo Banks—, ¿encontrará usted en ella algunos de sus antiguos compañeros?
—Es posible —respondió el indio—, porque he vivido largo tiempo entre esas tribus nómadas.
—¿Y tiene usted la intención de dejamos para irse con ellos? —preguntó el capitán Hod.
—De ningún modo —replicó Kalagani.
Este no se había engañado. Media hora después el Gigante de Acero, pese a su potencia, se vio obligado a suspender su marcha ante una muralla de rumiantes.
Pero no podíamos lamentar aquel retraso, porque el espectáculo que se presentó a nuestros ojos valía la pena de ser observado. Un numerosísimo rebaño, que no tenía menos de cuatro mil a cinco mil bueyes, llenaba el camino hacia el sur en un espacio de varios kilómetros.
Como había dicho Kalagani, aquel convoy de rumiantes pertenecía a una caravana de banjaris.
—Los banjaris —nos explicó Banks— son los verdaderos gitanos del Indostán, pueblo más bien que tribu, sin morada fija, que vive durante el verano bajo la tienda y durante el invierno al abrigo de las cabañas. Son los mozos de cuerda de la península y les he visto trabajar durante la insurrección de mil ochocientos cincuenta y siete. Por una especie de convenio tácito entre los beligerantes, se permitía que sus convoyes atravesasen las provincias agitadas por la rebelión. Eran en efecto los proveedores del país y alimentaban lo mismo al ejército real que al ejército indígena. Si fuera absolutamente preciso señalar una patria en la India, a estos nómadas, les señalaríamos el Rajputana y más especialmente quizá el reino de Milwar. Pero, puesto que van a desfilar delante de nosotros, mi querido Maucler, le ruego que examine atentamente a esos banjaris.
Nuestro tren se había separado prudentemente, colocándose a un lado del camino, porque no hubiera podido resistir a aquel aluvión de animales cornudos ante el cual las mismas fieras no vacilan en huir. Observé con atención, como quería Banks, aquella larga comitiva; pero antes debo observar que la «Casa de Vapor», en aquel momento, no pareció producir su efecto acostumbrado. El Gigante de Acero, que con tanta frecuencia excitaba la admiración general, apenas llamó la atención de aquellos banjaris, acostumbrados sin duda a no asombrarse de nada.
Los hombres y mujeres de aquella raza errante eran admirables; aquellos, altos, vigorosos, de fisonomía fina, nariz aguileña, cabellos ensortijados, color bronceado donde el cobre rojo dominaba al estaño, vestidos de larga túnica y turbante, armados de lanza y escudo y de la enorme espada que se lleva colgada del tahalí; las mujeres, de alta estatura, bien proporcionadas, de aire altivo como los hombres, de busto aprisionado en un justillo y el resto del cuerpo perdido bajo los pliegues de una ancha falda y todo envuelto de la cabeza a los pies en un manto elegante, pendientes en las orejas, gargantillas al cuello, brazaletes en los brazos, ajorcas en los tobillos, todo de oro, de plata, de marfil o de concha.
Cerca de aquellos hombres y mujeres, viejos y niños, marchaban a paso lento millares de bueyes sin silla ni freno, agitando sus borlas rojas, y haciendo sonar las campanillas de sus cabezas y llevando todos sobre el lomo unas grandes alforjas que contenían trigo y otros cereales.
Era una tribu completa que marchaba en caravana bajo la dirección de un jefe electivo, el naik, cuyo poder es ilimitado durante la duración de su mandato, teniendo él solo la facultad de dirigir el convoy, fijar las horas de descanso y disponer las líneas del campamento.
A la cabeza del ganado marchaba un toro de gran tamaño, de actitud magnífica, cubierto de telas resplandecientes y adornado de una sarta de campanillas y de conchas.
Pregunté a Banks qué papel desempeñaba aquel magnífico animal.
—Kalagani podrá decírnoslo con seguridad —respondió el ingeniero—. ¿Dónde está?
Llamamos a Kalagani, pero no apareció; se le buscó y no estaba en la «Casa de Vapor».
—Ha ido, sin duda, a saludar a alguno de sus antiguos compañeros —dijo el coronel Munro—, pero volverá antes de que emprendamos la marcha.
Nada más natural. Por tanto, no había por qué alarmarse de la ausencia momentánea del indio; sin embargo, por mi parte, no dejó de llamarme la atención.
—Pues bien —dijo entonces Banks—, si no me engaño, ese toro en las caravanas de banjaris es el representante de su divinidad. Por donde va él van todos. Cuando se detiene, todo el mundo hace alto; pero yo sospecho que obedece secretamente a los mandatos del naik. En una palabra, creo que se reúne en él toda la religión de estos nómadas.
Solamente dos horas después de haber comenzado el desfile, empezamos nosotros a ver el fin de aquella interminable comitiva. Busqué a Kalagani en la retaguardia y se presentó acompañado de un indio que no pertenecía al tipo banjari. Sin duda, era alguno de esos indígenas que alquilan temporalmente sus servicios a las caravanas, como había hecho varias veces Kalagani. Ambos hablaban fríamente, moviendo apenas los labios. ¿De quién o de qué podían hablar? Probablemente del país que la tribu en marcha acababa de atravesar y en el cual íbamos a entrar nosotros bajo la dirección de nuestro nuevo guía.
Aquel indígena, que se había quedado a la cola de la caravana, se detuvo un instante al pasar junto a la «Casa de Vapor». Observó con interés el tren precedido de nuestro elefante artificial y me pareció que miraba más atentamente al coronel Munro, pero no nos dirigió la palabra. Después, haciendo una señal de despedida a Kalagani, se unió a la caravana y desapareció entre una nube de polvo.
Cuando Kalagani se incorporó a nosotros, sin aguardar a que nadie le preguntara, dijo al coronel Munro:
—Es uno de mis antiguos compañeros, que está desde hace dos meses al servicio de la caravana.
Con esto, Kalagani volvió a tomar su sitio en nuestro tren y en breve la «Casa de Vapor» continuó recorriendo aquel camino donde las pezuñas de millares de bueyes habían dejado impresas sus huellas.
Al día siguiente, 24 de septiembre, el tren se detenía para pasar la noche a cinco o seis kilómetros al este de Urcha.
De Urcha nada hay que decir, ni allí nada interesante que ver. Es la antigua capital del Bundelkund, ciudad que fue floreciente en la primera mitad del siglo XVII, pero por una parte los mogoles y por otra los maharatas le dieron golpes tan terribles, que no ha vuelto a reponerse de ellos. Hoy, esta ciudad, que antes era de las mayores de la India central, no es más que un pueblecillo que apenas proporciona un mísero abrigo a unos cuantos centenares de campesinos.
He dicho que acampamos a las orillas del Betwa; pero es más justo decir que el tren hizo alto a cierta distancia de su orilla izquierda.
En efecto, este importante río había crecido mucho y, desbordándose de su lecho, cubría una gran extensión. De aquí debían originarse quizá algunas dificultades para nuestro paso, lo cual se comprobaría a la mañana siguiente.
La noche era demasiado oscura para permitir a Banks ningún examen.
Así, pues, luego que comimos, cada uno de nosotros se retiró a su cuarto para acostarse.
A no ocurrir circunstancias extraordinarias jamás establecíamos vigilancia en el campamento durante la noche. ¿Para qué? ¿Podían quitarnos nuestras casas de ruedas? No. ¿Podían robarnos nuestro elefante? Tampoco: se habría defendido por sí solo nada más que con su peso. En cuanto a la posibilidad de un ataque de los merodeadores que recorren estas provincias, no había que pensar en ella; y, por otra parte, si no vigilaba ninguno de nuestros criados, los dos perros, Fan y Black, nos hubieran prevenido del todo contra la aproximación de gente sospechosa.
Esto es precisamente lo que sucedió aquella noche. Hacia las dos de la madrugada, nos despertaron los ladridos de Fan y Black. Me levanté inmediatamente y hallé a mis compañeros en pie.
—¿Qué ocurre? —preguntó el coronel Munro.
—Los perros ladran —respondió Banks—, y seguramente lo hacen con motivo.
—Alguna pantera que habrá rugido en el bosque inmediato —dijo el capitán Hod—; bajemos, visitemos la entrada del bosque y por precaución llevemos nuestros fusiles.
El sargento MacNeil, Kalagani y Gumí estaban ya al frente del campamento, escuchando, discutiendo y tratando de explicar lo que ocurría en la oscuridad. Nos llegamos a ellos.
—Y bien —dijo el capitán Hod—, ¿son algunas fieras que han venido a beber al río?
—Kalagani no lo cree así —respondió MacNeil.
—¿Qué cree usted que sucede? —preguntó el coronel Munro al indio.
—Lo ignoro, coronel; pero aquí no hay tigres, ni panteras, ni siquiera chacales. Creo ver entre los árboles una masa confusa…
—Ahora lo sabremos —exclamó el capitán Hod, pensando siempre en su quincuagésimo tigre.
—Espere usted, Hod —le dijo Banks—. En el Bundelkund es siempre bueno desconfiar de los salteadores de caminos.
—Somos muchos y estamos bien armados —respondió el capitán Hod—. Quiero cerciorarme de lo que hay.
—Adelante —dijo Banks.
Los dos perros continuaban ladrando; pero sin manifestar ningún síntoma de esa cólera que, indudablemente, hubiera provocado la aproximación de animales feroces.
—Munro —dijo entonces Banks—, quédate en el campamento con Gumí y los otros, y mientras tanto, Hod, MacNeil, Kalagani y yo iremos a hacer un reconocimiento.
—¿Vienen ustedes? —dijo el capitán Hod, quien hizo una seña a Fox de que le acompañase.
Fan y Black, que ya habían penetrado entre los primeros árboles, mostraban el camino. No había que hacer más que seguirles.
Apenas habíamos entrado en el bosque, oímos un ruido de pasos. Evidentemente, por la linde de nuestro campamento pasaba una tropa numerosa. Algunas sombras silenciosas parecían huir a través de la espesura.
Los dos perros, corriendo y ladrando, iban y venían a pocos pasos delante de nosotros.
—¿Quién va? —gritó el capitán Hod.
No obtuvo respuesta.
—O esa gente no quiere responder —dijo Banks—, o no entienden el inglés.
—Pero entenderán el indio —dije yo.
—Kalagani —dijo Banks—, dígales usted en indio que si no responden haremos fuego.
Kalagani, en el idioma particular de los indígenas de la India central, cumplió la orden del ingeniero.
Tampoco obtuvo respuesta.
Entonces sonó un disparo. El impaciente capitán Hod era quien acababa de disparar, apuntando a una sombra que parecía esconderse entre los árboles.
Una confusa agitación siguió al disparo. Parecionos que toda una tropa de individuos se dispersaba a derecha e izquierda, y así debió de suceder, porque Fan y Black, que se habían lanzado hacia delante, volvieron tranquilamente, no dando señal alguna de inquietud.
—Sean quienes quiera, merodeadores o vagabundos —dijo el capitán Hod—, han tocado retirada.
—Evidentemente —respondió Banks—, y no tenemos que hacer más que volver a la «Casa de Vapor». Pero por precaución vigilaremos hasta que amanezca.
Pocos instantes después, estábamos en el campamento con nuestros compañeros. MacNeil, Gumí y Fox, se concertaron para hacer guardia por turno mientras los demás nos retirábamos a nuestros cuartos.
La noche terminó sin nuevos incidentes; era de creer que los visitantes nocturnos, viendo que la «Casa de Vapor» estaba bien defendida, habían renunciado a su visita.
Al día siguiente, 25 de septiembre, mientras se hacían los preparativos de marcha, el coronel Munro, el capitán Hod, MacNeil, Kalagani y yo quisimos explorar por última vez el extremo del bosque. No había ninguna huella de la banda que se había aventurado por él durante la noche. En todo caso, no había para qué cuidarse de ella. Cuando estuvimos de vuelta, Banks tomó sus precauciones para efectuar el paso del Betwa. Este río, que se había desbordado mucho, arrastraba sus aguas amarillentas a larga distancia de su acostumbrado cauce. La corriente se movía con gran rapidez y sería necesario que el Gigante la resistiese lo bastante, para no ser arrastrado por ella.
El ingeniero se ocupó al principio en buscar el sitio más propicio para el desembarco. Aplicando el catalejo a los ojos, trató de descubrir el punto conveniente de la orilla derecha, donde podría efectuarse El lecho del río tenía en esta parte de su curso una anchura de cerca de una milla; iba a ser, pues, aquel el trayecto más largo que había tenido que hacer por agua nuestro tren, hasta entonces.
Todos ocupamos nuestros sitios en el tren, Kaluth junto al fogón, Storr en su torrecilla, y Banks a su lado, haciendo el oficio de timonel.
Había que atravesar 50 pies sobre la orilla inundada, antes de llegar a la corriente. El Gigante de Acero se movió pausadamente y se puso en marcha. Sus anchas patas se mojaron, pero no flotaba todavía. El paso del terreno sólido a la superficie líquida debía hacerse con gran precaución.
De pronto, llegó hasta nosotros el ruido de aquella agitación que habíamos notado durante la noche.
Un centenar de individuos, gesticulando y haciendo toda clase de ademanes, acababa de salir del bosque.
—¡Diablo, eran monos! —gritó el capitán Hod, riéndose de muy buena gana.
Y, en efecto, toda una tropa de aquellos representantes del género simiesco se adelantó hacia la «Casa de Vapor» en grupo compacto.
—¿Qué quieren? —preguntó MacNeil.
—Atacarnos, sin duda —replicó el capitán Hod, siempre pronto a la defensa.
—No hay nada que temer —dijo Kalagani, que había tenido tiempo de observar la bandada de monos.
—Pero, en fin, ¿qué quieren? —preguntó por segunda vez el sargento.
—Pasar el río en nuestra compañía y nada más —respondió el indio.
Kalagani no se engañaba. No teníamos que habérnoslas ni con gibones de largos brazos, velludos, importunos e insolentes, ni con individuos de la aristocrática familia que habita el palacio de Benarés. Eran monos de la especie de los langures, los mayores de la península; esbeltos cuadrumanos, de piel negra, de cara lisa, rodeada de un collar de patillas blancas, que les da el aspecto de viejos abogados franceses. En materia de actitudes extrañas y de gestos desmesurados, habrían dejado muy atrás al mismo Mathias Van Guitt. Su piel era gris por la espalda, blanca en el vientre y la cola tenía la forma de trompeta.
Después supe que estos langures eran animales sagrados en toda la India, pues según la leyenda descienden de los guerreros de Rama, que conquistaron la isla de Ceilán. En Amber ocupan un palacio llamado el Zenanah, del cual hacen amistosamente los honores a los viajeros. Está absolutamente prohibido matarlos, y la infracción de esa ley ha costado la vida a varios oficiales ingleses.
Estos monos, de carácter manso y fácilmente domesticables, son muy peligrosos cuando se les ataca y se sienten heridos. Monsieur Rousselet ha podido decir justamente que, en tal caso, se hacían tan temibles como las hienas o las panteras.
Pero no tratábamos de hacer daño a aquellos langures y el capitán Hod dejó quieta su carabina.
¿Había tenido razón Kalagani para decir que aquella tropa, no atreviéndose a arrostrar la corriente de las aguas desbordadas, quería aprovecharse de nuestro aparato flotante para pasar el Betwa?
Era posible, y pronto íbamos a saber la verdad.
El Gigante de Acero, que había atravesado la playa, acababa de llegar al lecho del río y pronto el tren se halló con él flotando. Un recodo de la orilla producía en aquel paraje una especie de remolino de agua estancada, y al llegar allí la «Casa de Vapor», se mantuvo por algunos instantes inmóvil.
La tropa de monos se había aproximado y entraba ya en el agua poco profunda que cubría el talud de la orilla.
No hicimos ninguna demostración hostil; de repente, machos, hembras, viejos y jóvenes, brincando y saltando, se agarraron por la mano y se llegaron al tren, que parecía esperarles.
En pocos segundos se subieron diez sobre el Gigante de Acero y treinta sobre cada una de las casas y en seguida subieron más, hasta un centenar, alegres, familiares y aun puede decirse que habladores (a lo menos entre sí), felicitándose sin duda de haber encontrado tan oportunamente un aparato de navegación que les permitiera continuar el viaje.
El Gigante de Acero entró inmediatamente en la corriente, y, volviéndose hacia la parte superior, resistió sus ímpetus.
Banks creyó por un instante que el tren sería demasiado pesado con aquel aumento de pasajeros, pero no fue así; los monos se habían repartido de una manera muy prudente; los había sobre las ancas, sobre la torrecilla, sobre el cuello del elefante y hasta en el extremo de su trompa, y no se asustaban de los chorros de vapor. Los había sobre los techos redondos de nuestra pagoda; los unos en cuclillas, los otros de pie; estos sobre sus cuatro manos, aquellos colgados de la cola aun bajo la baranda de los balcones. Pero la «Casa de Vapor» se mantenía en su línea de flotación, gracias a la feliz disposición de sus cajas de aire, y no había nada que temer de aquel aumento de peso.
Los unos en cuclillas, los otros de pie.
El capitán Hod y Fox estaban maravillados, el asistente sobre todo. Por poco no hace los honores de la «Casa de Vapor» a aquella tropa gesticulante.
Hablaba a los langures, les estrechaba la mano, les saludaba con el sombrero y de buena gana hubiera agotado todos los terrones de azúcar de la despensa, si monsieur Parazard, formalizado al encontrarse en semejante sociedad, no se hubiera opuesto.
Mientras tanto, el Gigante de Acero trabajaba valientemente con sus cuatro patas que batían el agua y funcionaban como espadillas. Sin dejar de derivar hacia abajo, seguía la línea oblicua por la cual debíamos llegar al punto de desembarco.
Media hora después habíamos llegado; pero apenas tocamos en la orilla opuesta, toda la tropa de clowns cuadrumanos saltó a tierra y desapareció dando saltos.
—Bien hubieran podido decir gracias —exclamó Fox, descontento de la poca educación de sus compañeros de viaje.
Le respondimos con una carcajada, que era lo que merecía la observación del asistente.