Aquello nos produjo una viva inquietud, porque evidentemente la marcha del coronel tenía relación con un pasado que habíamos creído cerrado para siempre. Pero ¿qué hacer? No podíamos seguir sus huellas, porque ignorábamos la dirección que había tomado y el punto de la frontera del Nepal que se proponía visitar. Por otra parte, no dejábamos de reconocer que, si no había hablado a Banks de su propósito, era porque temía las observaciones de su amigo, y había querido evitarlas. Banks sintió vivamente habernos acompañado en nuestra expedición.
Pero era preciso resignarse y esperar. El coronel Munro, indudablemente, regresaría antes de fin de agosto, que era el último mes que debíamos pasar en el sanitarium antes de tomar por el suroeste el camino de Bombay.
Solícitamente atendido por Banks, Kalagani no estuvo más que veinticuatro horas en la «Casa de Vapor». Su herida debía cicatrizar rápidamente, y nos dejó para volver al kraal y así continuar sus servicios.
El mes de agosto comenzó también con lluvias violentísimas, con un tiempo capaz de resfriar a las ranas, según la expresión del capitán Hod; pero, en suma, debía ser menos lluvioso que el mes de julio, y, por consiguiente, más propicio a nuestras excursiones por el Tarryani. Nuestras relaciones con el kraal eran frecuentes. Mathias Van Guitt no estaba muy satisfecho; pensaba también en abandonar el campamento en los primeros días de septiembre; sin embargo, faltaban para completar su colección: un león, dos tigres y dos leopardos, y no hallaba medio de atraparlos.
En cambio, a falta de los actores que quería contratar por cuenta de sus comitentes, se presentaron otros con quienes no contaba.
En efecto, el 4 de agosto, un oso magnífico cayó en una de sus trampas.
Estábamos presentes en el kraal cuando sus chikaris le llevaron en la jaula de ruedas un preso de gran tamaño, piel negra, garras aceradas, largas orejas guarnecidas de pelo, carácter especial de los representantes de la familia de los ursinos en la India.
—¡Eh! ¿Para qué quiero yo ese inútil plantígrado? —exclamó el proveedor encogiéndose de hombros.
—¡El hermano Globo, el hermano Globo! —repetían los indios.
Al parecer, los indios, que se llaman sobrinos de los tigres, son hermanos de los osos.
Pero Mathias Van Guitt, no obstante aquel grado de parentesco, recibió al hermano Globo con visibles muestras de mal humor. Capturar osos cuando necesitaba tigres no era cosa que podía contentarle. ¿Qué iba a hacer de aquel animal inoportuno? No le convenía mantenerlo, sin esperanza de recobrar el gasto que hiciera. El oso indio era poco solicitado en los mercados de Europa; no tenía el valor mercantil del grizzly de América, ni el del oso polar. Por eso, Mathias Van Guitt, buen comerciante, no quería recibir aquel animal, del cual difícilmente podría deshacerse.
—¿Lo quiere usted? —preguntó al capitán.
—¿Y para qué? —inquirió este.
—Para hacer chuletas —dijo el proveedor—, si me permite emplear esta catacresis.
—Señor Van Guitt —respondió seriamente Banks—, la catacresis es una figura permitida cuando, a falta de otra expresión, traduce convenientemente el pensamiento.
—Ese es mi parecer —replicó el proveedor.
—Y bien, Hod —dijo Banks—, ¿quiere o no quiere usted el oso del señor Van Guitt?
—¡No, pardiez! —respondió el capitán—. Comer chuletas de oso cuando está muerto el oso, pase; pero matarlo expresamente para comer sus chuletas, no es cosa que abra el apetito.
—Entonces, que se devuelva la libertad a ese plantígrado —dijo Mathias Van Guitt, volviéndose hacia sus chikaris.
Estos obedecieron al proveedor, sacando la jaula fuera del kraal. Uno de los indios abrió la puerta y el hermano Globo, que parecía avergonzado de su situación, salió inmediatamente, aunque con paso tranquilo, de la jaula, hizo un movimiento de cabeza que parecía ser una acción de gracias, y se alejó dando un gruñido de satisfacción.
—Ha ejecutado usted una buena acción, señor Van Guitt —dijo Banks—, y no dudo de que tendrá su recompensa.
Banks no presumía que fuera tan buen profeta.
El día 6 de agosto debía quedar recompensado el proveedor con una de las fieras que faltaban a su colección.
Referiremos las circunstancias en que fue atrapada.
Mathias Van Guitt, el capitán Hod y yo, acompañados de Fox, del maquinista Storr y de Kalagani, habíamos salido al amanecer y registrábamos un espeso matorral de cactos y lentiscos cuando oímos varios rugidos medio ahogados.
Inmediatamente, con los fusiles preparados y agrupados los seis para libramos de cualquier ataque aislado, nos dirigimos hacia el sitio sospechoso.
A los cincuenta pasos, el proveedor nos mandó hacer alto, porque en la naturaleza de los rugidos creyó conocer lo que pasaba, y, dirigiéndose más especialmente al capitán Hod, dijo:
—Sobre todo, no hay que disparar inútilmente. —Después, adelantándose algunos pasos hacia nosotros y haciéndonos señas de que nos detuviéramos, exclamó—: ¡Un león!
En efecto, al extremo de una fuerte cuerda atada a la horquilla de una sólida rama de árbol, vimos un animal preso en el lazo y que procuraba desembarazarse de sus ligaduras.
Era, en efecto, un león, uno de esos leones sin melena que se distinguen por esta particularidad de sus congéneres de África, pero un verdadero león, el león que necesitaba Mathias Van Guitt.
La fiera, con una de sus patas delanteras cogida en el nudo corredizo de la cuerda daba terribles sacudidas, sin lograr desprenderse.
El primer movimiento del capitán Hod, a pesar de la recomendación del proveedor, fue hacer fuego.
—¡No tire usted, capitán! —exclamó Mathias Van Guitt—. Se lo ruego, no tire usted.
—Pero…
—Le digo a usted que no; ese león ha caído en uno de mis lazos y me pertenece.
Estábamos, en efecto, a la vista de un lazo, a la vez muy sencillo y muy ingenioso.
Consistía en una cuerda resistente fijada en una fuerte y flexible rama del árbol. Esta rama estaba encorvada hacia el suelo, de manera que el extremo inferior de la cuerda, terminada por un nudo corredizo, pudiera entrar por la muesca de una estaca sólidamente fijada en tierra. En aquella estaca se había colocado un cebo, de tal manera, que si un animal lo tocaba, debía meter en el nudo abierto, ya la cabeza, ya una de las patas; pero apenas entraba cuando el cebo, por poco que se le moviese, hacía desprender la cuerda de la muesca y la rama se levantaba con el animal. Al mismo tiempo un pesado cilindro de madera caía a lo largo de la cuerda sobre el nudo, lo sujetaba fuertemente e impedía que pudiera desatarse por más esfuerzos que hiciese la fiera.
Este género de lazos se usa frecuentemente en los bosques de la India, y en ellos se cogen muchas más fieras de las que podría creerse.
Con frecuencia sucede que la fiera es cogida por el cuello, lo cual produce la estrangulación casi inmediata, al mismo tiempo que el pesado cilindro de madera le fractura casi la cabeza. Pero el león, a la sazón cogido, no lo había sido más que por la pata; estaba, pues, vivo, y era digno de figurar entre los huéspedes del proveedor.
Mathias Van Guitt, satisfecho de la aventura, envió a Kalagani al kraal con orden de llevar la jaula de ruedas bajo la dirección de un carretero, y durante este tiempo pudimos observar a nuestra satisfacción al animal, cuyo furor se redoblaba con nuestra presencia.
El proveedor no le quitaba ojo. Daba vueltas alrededor del árbol, con cuidado, para mantenerse fuera del alcance de las garras y de los zarpazos que el león lanzaba a derecha e izquierda.
Media hora después, llegó la jaula tirada por dos búfalos, bajose al león, que estaba medio colgado, se le depositó, no sin algún trabajo, en la jaula, y volvimos al kraal.
—Ya comenzaba a perder la esperanza —nos dijo Mathias Van Guitt—. Los leones no figuran por una cifra muy elevada entre las bestias nemorales de la India.
—¡Nemorales! —exclamó el capitán Hod.
—Sí, las bestias que frecuentan los bosques; y tengo una gran satisfacción en haber podido capturar esta fiera, que hará honor a mi colección.
Por lo demás, desde entonces, Mathias Van Guitt no pudo ya quejarse de su mala suerte.
El 11 de agosto capturó dos leopardos en aquella primera trampa de tigres de la que nosotros le habíamos sacado.
Eran dos chitales semejantes al que tan osadamente había atacado al Gigante de Acero en las llanuras del Rohilkhande, y del cual no habíamos podido apoderarnos.
No le faltaban a Mathias Van Guitt más que dos tigres para que su colección estuviese completa.
Estábamos a 15 de agosto. El coronel Munro no había vuelto ni teníamos la menor noticia de él; y Banks estaba más intranquilo de lo que quería aparentar. Preguntó a Kalagani, que conocía la frontera del Nepal, acerca de los peligros que podía correr sir Edward Munro aventurándose por aquellos territorios independientes. El indio le aseguró que no había quedado uno solo de los partidarios de Nana Sahib en los contornos del Tibet; pero pareció sentir que el coronel no le hubiera elegido por guía, diciendo que sus servicios le hubieran sido más útiles en un país que conocía palmo a palmo; sin embargo, ya no era posible pensar en buscarle.
Entretanto, el capitán Hod y Fox, más particularmente, continuaban sus excursiones por el Tarryani, y ayudados por los chikaris del kraal llegaron a matar otros tres tigres de mediano tamaño, no sin grandes riesgos. Dos de estos se añadieron a la cuenta del capitán, y el tercero a la del asistente.
—Cuarenta y ocho —dijo Hod, que hubiera querido llegar al número redondo de cincuenta antes de abandonar el Himalaya.
—Treinta y nueve —dijo Fox sin hablar de una pantera que había caído al impulso de sus balas.
El 20 de agosto, el penúltimo tigre de los reclamados por Mathias Van Guitt se dejó atrapar en uno de aquellos fosos de los cuales, por instinto o por casualidad, se había escapado hasta entonces. El animal, como sucede con frecuencia, se había herido en su caída, pero la herida no presentaba ninguna gravedad. Algunos días de reposo debían asegurar su curación, que sería completa cuando llegara la época de hacer la entrega a la casa Hagenbeek, de Hamburgo. El uso de esos fosos se considera por los cazadores como un método bárbaro.
Cuando solo se trata de matar a los animales, es evidente que todo medio es bueno; pero cuando se les quiere coger vivos no es conveniente tal método, porque con frecuencia mueren de resultas de la caída, sobre todo cuando caen en hoyos de quince a veinte pies de profundidad destinados a la captura de elefantes.
De cada diez individuos apenas se puede contar uno que no reciba alguna fractura mortal.
Así, hasta en el Mysore, donde nos dijo el proveedor que este sistema era muy común, se comenzaba ya a abandonarlo.
No faltaba más que un tigre para la colección del kraal, y Mathias Van Guitt estaba impaciente por tenerlo ya en su jaula y marchar inmediatamente a Bombay. Aquel tigre no debía tardar en caer: ¡pero a qué precio!
Esto requiere una relación circunstanciada, porque Mathias Van Guitt pagó muy caro, demasiado caro, el tal tigre.
El capitán Hod había organizado una expedición para la noche del 26 de agosto. Las circunstancias se presentaban favorables a la cacería; el cielo estaba despejado, la atmósfera tranquila, la luna en menguante. Cuando las tinieblas son muy profundas, las fieras salen de mala gana de sus guaridas, mientras que una semioscuridad las invita a salir. Precisamente el menisco (palabra que Mathias Van Guitt aplicaba al cuarto de luna) debía arrojar algunos resplandores después de medianoche.
El capitán Hod y yo, Fox y Storr, que se iba aficionando a estas cacerías, formábamos el núcleo de la expedición, a la cual debían unirse el proveedor, Kalagani y algunos de sus indios.
Cuando acabamos de comer, después de habernos despedido de Banks, que no había aceptado la invitación de acompañamos, salimos de la «Casa de Vapor» hacia las siete de la tarde, y a las ocho llegamos al kraal sin haber tenido ningún encuentro desagradable.
Mathias Van Guitt acababa de cenar en aquel momento y nos recibió con sus acostumbradas muestras de agasajo. Celebramos consejo e inmediatamente se acordó el plan de caza.
Tratábase de ponemos al acecho a orillas de un torrente en el fondo de uno de esos barrancos que se llaman nullah, a dos millas del kraal, en un sitio visitado regularmente durante la noche por una pareja de tigres.
No se había puesto allí ningún cebo porque, según decían los indios, era inútil. Una batida recientemente hecha en aquella parte del Tarryani demostraba que la necesidad de apagar la sed era suficiente para atraer los tigres al fondo de aquel nullah.
Se sabía también que era fácil apostarse ventajosamente en aquel sitio.
No debíamos salir del kraal hasta después de las doce de la noche, y, no siendo más que las ocho, tratamos de matar el tiempo lo mejor posible hasta el momento de la partida.
—Señores —nos dijo Mathias Van Guitt—, mi habitación toda entera está a la disposición de ustedes, y les invito a que hagan lo que yo: acostarse. Se trata de velar toda la noche, y algunas horas de sueño nos pondrán en estado de sostener mejor la lucha que emprendemos.
—¿Tiene usted ganas de dormir, Maucler? —me preguntó el capitán Hod.
—No —respondí yo—; prefiero esperar la hora paseándome en vez de tener que despertarme en lo mejor de mi sueño.
—Como ustedes gusten —respondió el proveedor—; por mi parte, experimento ya ese movimiento espasmódico de los párpados que produce la necesidad de dormir. Ya lo ven ustedes, estoy en lo que se llama los movimientos de pandiculación.
Mathias Van Guitt, levantando los brazos, echando hacia atrás la cabeza y el tronco por una extensión involuntaria de los músculos abdominales, lanzó algunos bostezos significativos.
Luego que hubo pandiculado perfectamente a su placer, se despidió con un ademán, entró en su habitación, y sin duda no tardó en dormirse.
—Y nosotros, ¿qué vamos a hacer? —pregunté yo.
—Pasearnos, Maucler; paseamos por el kraal. La noche es hermosa y yo estaré más dispuesto para la partida que si durmiese tan solo tres o cuatro horas. Por otra parte, si el sueño es nuestro mejor amigo, hay que confesar que se hace esperar muchas veces.
Empezamos a paseamos por el kraal, meditando y hablando alternativamente. Storr, a quien su mejor amigo jamás le hacía esperar, se había tendido al pie de un árbol y se había dormido.
Los chikaris y los carreteros se habían acomodado cada cual en su rincón, y no había nadie más que nosotros que velase en el recinto.
Era inútil, por lo demás, poner centinelas, porque el kraal, rodeado de una sólida empalizada, estaba perfectamente cerrado.
Kalagani fue en persona a ver si la puerta estaba bien asegurada, y, hecho esto, después de habernos dado las buenas noches al pasar, se retiró a su estancia con sus compañeros.
El capitán Hod y yo quedamos, pues, absolutamente solos.
No solamente los hombres de Van Guitt, sino también los animales domésticos y las fieras, dormían; estas en sus jaulas, aquellos agrupados bajo los grandes árboles al extremo del kraal. Un profundo silencio reinaba en el interior y en el exterior.
Nuestro paseo nos llevó hasta el sitio ocupado por los búfalos. Aquellos magníficos rumiantes, mansos y dóciles, no estaban siquiera trabados. Acostumbrados a descansar bajo el follaje de gigantescos arces, los veíamos tranquilamente tendidos, con los cuernos entrelazados, las patas dobladas bajo sus cuerpos y lanzando una lenta y ruidosa respiración de sus enormes pulmones.
Ni siquiera se despertaron al llegar nosotros. Solo uno de ellos alzó un instante su gran cabeza, nos dirigió esa vaga mirada particular de los animales de su especie, y después se confundió de nuevo en el conjunto.
—Vea usted a qué estado los reduce la domesticidad, o, mejor dicho, la domesticación —dije yo al capitán.
—Sí —me respondió Hod—; y, sin embargo, esos búfalos son terribles animales cuando viven en estado salvaje. Pero si no poseen flexibilidad, ¿qué pueden hacer con sus largos cuernos contra los dientes de los leones o las garras de los tigres? Decididamente, la ventaja está por las fieras.
Hablando así, habíamos vuelto hacia las jaulas. Allí también el reposo era absoluto. Tigres, leones, panteras y leopardos dormían en sus departamentos separados.
Los tres leones, absolutamente inmóviles, estaban tendidos en semicírculo como grandes gatos. No se veían sus cabezas, perdidas entre un espeso manto de piel negra, y dormían profundamente.
Esto no se repetía en las jaulas de los tigres. Varios ojos ardientes chispeaban en la sombra; una gruesa pata se alargaba de cuando en cuando entre las barras de hierro: era un sueño de carnívoros que mascan el freno.
—Tienen malos sueños, y lo comprendo —dijo el compasivo capitán.
Algunas pesadillas, sin duda, agitaban también a las panteras, o por lo menos algunos recuerdos tristes. En aquella hora, libres de toda prisión, hubieran corrido por el bosque en derredor de las bestias en busca de carne viva.
En cuanto a los cuatro leopardos, ninguna pesadilla turbaba su sueño, y descansaban tranquilamente. Dos de aquellos felinos, el macho y la hembra, ocupaban el mismo aposento y se encontraban tan bien allí como si hubieran estado en el fondo de su cueva. Una sola jaula estaba vacía, y era la que debía ocupar el tigre que no habían logrado atrapar hasta entonces, y cuya captura era lo único que esperaba Mathias Van Guitt para abandonar el territorio de Tarryani.
Nuestro paseo duró una hora, sobre poco más o menos; y después de haber dado vuelta al recinto inferior del kraal, volvimos al pie de una enorme mimosa. Un silencio absoluto reinaba en todo el bosque. El viento, que al caer el día murmuraba todavía a través del follaje, se había calmado y ni una hoja se movía en los árboles. El espacio estaba tan tranquilo en la superficie del suelo como en las altas regiones, donde la luna paseaba su disco medio enrojecido.
El capitán Hod y yo, sentados uno al lado del otro, ya no hablábamos. Pero todavía no nos invadía el sueño; estábamos en esa especie de absorción, más moral que física, cuya influencia se experimenta durante el reposo perfecto de la naturaleza. En tales ocasiones se piensa, pero no se formula el pensamiento; se sueña como soñaría un hombre despierto, y la mirada velada por los párpados se pierde en alguna visión fantástica.
Sin embargo, una particularidad sorprendió al capitán, y hablando en voz baja, como se hace casi sin sentir cuando todo es silencio en derredor, me dijo:
—Maucler, este silencio me sorprende. Generalmente las fieras rugen en la oscuridad, y durante la noche hay grandes ruidos en el bosque. A falta de tigres o de panteras, lo arman los chacales, que no están nunca quietos. Este kraal lleno de seres vivos debería atraerlos por centenares, y, sin embargo, no oímos nada, ni siquiera el crujido de la leña seca, ni un aullido al exterior. Si Mathias Van Guitt estuviese despierto, no se manifestaría menos admirado que yo y encontraría alguna palabra extraordinaria para expresar su sorpresa.
—Esta observación es justa, mi querido Hod —respondí yo—, y no sé a qué atribuir la ausencia de ruidos esta noche. Pero tengamos cuidado, porque, de otro modo, en esta tranquilidad al cabo cederíamos al sueño.
—¡Diez tigres y una docena de panteras! —exclamó Van Guitt.
—Resistamos, resistamos —respondió el capitán Hod, estirando los brazos—. Se aproxima la hora en que debemos marchar.
Y entramos otra vez en conversación por medio de frases entrecortadas de largos ratos de silencio.
No sé cuánto duró esta conversación, ni podría decirlo, pero en breve percibí una sorda agitación que me sacó súbitamente de aquel estado de somnolencia.
El capitán Hod la sintió también y se levantó al mismo tiempo que yo.
No había lugar a dudas. La agitación procedía de las jaulas.
Leones, tigres, panteras, leopardos, poco antes tan pacíficos, lanzaban en aquel momento sordos rugidos de cólera. De pie en sus jaulas, yendo y viniendo a pasos cortos, aspiraban fuertemente alguna emanación del exterior y se levantaban apoyándose contra las barras de hierro de sus jaulas.
—¿Qué les ocurre? —pregunté yo.
—No lo sé —respondió Hod—, pero temo que han olfateado la proximidad…
De repente, estallaron formidables rugidos alrededor del kraal.
—¡Tigres! —exclamó el capitán Hod, precipitándose hacia la casa de Mathias Van Guitt.
Pero la violencia de aquellos rugidos era tal, que todo el personal del establecimiento se había puesto en pie, y el proveedor, seguido de su gente, se presentó en la puerta.
—¡Un ataque…! —exclamó.
—Así lo creo —contestó el capitán Hod.
—Esperen ustedes; veamos primero… —Y sin acabar su frase, Mathias Van Guitt tomó una escalera, la apoyó contra la empalizada y en un segundo subió hasta el último escalón—. ¡Diez tigres y una docena de panteras! —exclamó.
—Eso es serio —respondió el capitán Hod—. Queríamos ir a cazarlos, y son ellos los que vienen a darnos caza.
—¡A las armas, a las armas! —exclamó el proveedor. Y todos, obedeciendo sus órdenes, en veinte segundos escasos nos hallamos en situación de hacer fuego.
Estos ataques de una bandada de fieras no son raros en la India. Muchas veces los habitantes de los territorios frecuentados por los tigres, y más particularmente los de los Sunderbunds, han sido atacados en sus propias habitaciones; temible eventualidad que concluye, con demasiada frecuencia, con ventaja para los agresores.
A los rugidos del exterior se habían unido los del interior. El kraal respondía al bosque y no podíamos entendemos en el recinto.
—¡A las empalizadas! —exclamó Van Guitt, haciéndose entender más por los ademanes que por la voz.
Todos nosotros nos precipitamos hacia el recinto.
Los búfalos, llenos de espanto, se revolvían a un lado y a otro para salir del sitio en que estaban recogidos, y los carreteros procuraban en vano detenerlos.
De pronto, la puerta, cuya barra sin duda estaba mal sujeta, se abrió violentamente, y una manada de fieras forzó la entrada del kraal.
Sin embargo, Kalagani había cerrado aquella puerta con el mayor cuidado, como lo hacía todas las noches.
—¡A la casa, a la casa! —gritó Mathias Van Guitt, lanzándose hacia la habitación, que era la única que podía ofrecer un refugio.
Pero ¿tendríamos tiempo de llegar a ella?
Ya dos chikaris alcanzados por los tigres, acababan de caer en tierra, y los demás, no pudiendo llegar hasta la casa, huían a través del kraal buscando un abrigo cualquiera.
El proveedor, Storr y seis indios estaban ya en la casa, cuya puerta cerraron en el momento en que dos panteras iban a precipitarse por ella.
Kalagani, Fox y los demás, asiéndose a los árboles, se habían subido hasta las primeras ramas.
El capitán Hod y yo no habíamos tenido ni tiempo ni probabilidad de unirnos con Mathias Van Guitt.
—¡Maucler, Maucler! —gritó el capitán Hod, cuyo brazo derecho acababa de ser desgarrado de un zarpazo.
De un coletazo, un enorme tigre me había arrojado por tierra. Me levanté en el momento en que el animal volvía sobre mí, y corrí en auxilio del capitán Hod.
Un solo refugio nos quedaba entonces, y era la sexta jaula, que estaba vacía.
En un instante, Hod y yo nos metimos en ella y, cerrando la puerta, quedamos momentáneamente resguardados de las fieras, que se arrojaban rugiendo sobre las barras de hierro.
Tal fue entonces el encarnizamiento de aquellas bestias feroces, unido a la cólera de los tigres aprisionados en las jaulas inmediatas, que aquella en que estábamos, oscilando sobre sus ruedas, estuvo a punto de caer.
Pero los tigres la abandonaron en breve para dirigirse a otra presa, sin duda más accesible.
¡Qué escena aquella, de la cual no perdíamos ningún pormenor, mirando por entre las barras de nuestra jaula!
—Este es el mundo al revés —exclamó el capitán Hod, furioso—; ellos fuera y nosotros dentro.
—¿Cómo está su herida?
—No es nada.
Cinco o seis disparos sonaron en aquel momento. Partían de la casa ocupada por Mathias Van Guitt y que atacaban dos tigres y tres panteras.
Uno de estos animales cayó muerto por una bala explosiva que debía haber salido de la carabina de Storr.
Los demás se habían precipitado sobre el grupo de búfalos, y aquellos desgraciados rumiantes iban a encontrarse sin defensa contra tales adversarios.
Fox, Kalagani y los indios, que habían tenido que arrojar sus armas para trepar más ligeramente a los árboles, no podían auxiliarles.
Entretanto, el capitán Hod, pasando su carabina a través de las barras de nuestra jaula, hizo fuego; y aunque su brazo derecho estaba medio paralizado por la herida, que no le permitía tirar con su precisión habitual, tuvo la fortuna de matar su tigre número cuarenta y nueve.
En aquel momento, los búfalos, aterrorizados, se precipitaron mugiendo a través del recinto. En vano trataron de hacer frente a los tigres, que se libraban de sus cornadas con saltos formidables. Uno de ellos, teniendo una pantera encima cuyas garras se hundían en su cuello, llegó delante de la puerta del kraal y se lanzó al exterior.
Cinco o seis, acosados más de cerca por las fieras, se escaparon del mismo modo y desaparecieron tras ellos.
Algunos de los tigres salieron también en su persecución; pero los búfalos que no habían podido abandonar el kraal, yacían degollados por el suelo.
Otros disparos sonaron desde las ventanas de la casa, y, por nuestra parte, el capitán Hod y yo tirábamos como mejor podíamos. Pero un nuevo peligro nos amenazaba.
Los animales encerrados en sus jaulas, excitados por la lucha, por el olor de la sangre y por los rugidos de sus congéneres, daban saltos terribles y violentos. ¿Lograrían romper las barras de sus jaulas? Era muy de temer.
En efecto, una de las jaulas de tigres se volcó y yo creí por un momento que, rotas sus paredes, los tigres iban a salir en libertad.
Pero, por fortuna, no sucedió así, y los presos no pudieron ni siquiera ver lo que sucedía fuera, porque la jaula había caído con las barras dando en el suelo.
—Decididamente hay demasiadas fieras aquí —murmuró el capitán Hod, volviendo a cargar su carabina.
En aquel momento, un tigre dio un salto prodigioso y, con ayuda de sus garras, logró llegar a la cruz de un árbol, sobre el cual se habían refugiado dos o tres chikaris.
Uno de aquellos desgraciados, cogido por la garganta, trató en vano de resistir y fue precipitado a tierra.
Una pantera se apresuró a disputar al tigre aquel cuerpo ya privado de vida, cuyos huesos eran quebrados en medio de un charco de sangre.
—¡Fuego, fuego, haced fuego! —gritaba el capitán Hod como si hubiera podido hacerse oír de Mathias Van Guitt y de sus compañeros.
Por nuestra parte, ya no nos era posible intervenir porque se nos habían concluido los cartuchos y no podíamos más que ser espectadores impotentes del combate.
En estas circunstancias, en la sección de la jaula inmediata a la nuestra, un tigre que trataba de romper las barras, dio una sacudida tan violenta que rompió el equilibrio de toda la jaula, la cual vaciló un instante y se volcó también.
Recibimos alguna ligera contusión en la caída y nos incorporamos sobre las rodillas; pero aunque las paredes de las jaulas habían resistido, no podíamos ver ya nada de lo que pasaba fuera.
Sin embargo, oíamos. ¡Qué estrépito de aullidos y rugidos en el recinto del kraal! ¡Qué olor de sangre impregnaba la atmósfera! Parecía que la lucha había tomado un carácter más violento. ¿Qué sucedía? Los presos de las demás jaulas, ¿se habían escapado? ¿Atacaban la casa de Mathias Van Guitt? ¿Los tigres y las panteras se lanzaban a los árboles para arrancar de ellos a los indios?
—¡Y no poder salir de este cajón! —exclamaba rabioso el capitán.
Un cuarto de hora poco más o menos, un cuarto de hora cuyos minutos contábamos, pareciéndonos interminables, transcurrió en estas condiciones.
Después, el ruido de la lucha fue disminuyendo poco a poco; los rugidos se debilitaron; los saltos de los tigres que ocupaban las otras secciones de nuestra jaula fueron menos frecuentes. ¿Había concluido la matanza?
De repente oí que se cerraba con estrépito la puerta del kraal; luego Kalagani nos llamó a grandes gritos, y a su voz se unió la de Fox, repitiendo:
—¡Mi capitán, mi capitán!
—¡Por aquí! —respondió Hod.
Le oyeron, y casi inmediatamente sentí que la jaula se levantaba. Un momento después estábamos libres.
—¡Fox, Storr! —gritó el capitán, cuyo primer pensamiento fue para sus compañeros.
—Presentes —respondieron el maquinista y el asistente.
No estaban ni siquiera heridos. Mathias Van Guitt y Kalagani se encontraban también sanos y salvos. Dos tigres y una pantera yacían sin vida en el suelo; los demás habían abandonado el kraal, cuya puerta acababa de cerrar Kalagani. Estábamos todos en seguridad.
Ninguna de las fieras de la colección había logrado escaparse durante la lucha y aún el proveedor contaba un prisionero más. Era un joven tigre, sobre el cual había caído la pequeña jaula de ruedas, cogiéndole como en una trampa.
La colección de Mathias Van Guitt estaba, pues, completa; pero ¡qué caro le costaba! Cinco búfalos habían sido muertos y los demás se habían fugado, y tres indios, horriblemente mutilados, yacían sobre el suelo del kraal.