Con esta observación del proveedor pusimos término a nuestra visita al kraal. Había llegado la hora de volver a la «Casa de Vapor».
En suma, el capitán Hod y Mathias Van Guitt, no se separaban siendo los dos mejores amigos del mundo porque si el uno quería destruir las fieras del Tarryani el otro las quería atrapar vivas. No obstante, las había en gran número para contentar a ambos.
A pesar de todo se convino en establecer relaciones frecuentes entre el kraal y el sanitarium y en advertirse recíprocamente de las buenas ocasiones de cazar o matar fieras. Los chikaris de Mathias Van Guitt, muy al corriente en este género de expediciones y que conocían todos los recovecos del Tarryani, estaban en situación de prestar un gran servicio al capitán Hod, señalándole los pasos acostumbrados de los animales. El proveedor los puso obsequiosamente a nuestra disposición y más especialmente a Kalagani, indio que, aunque recientemente admitido entre los servidores del kraal, se mostraba muy inteligente, pudiéndose contar absolutamente con él.
En cambio, el capitán Hod prometió ayudar en el límite de sus posibilidades a la captura de las fieras que faltaban para la colección de Mathias Van Guitt.
Antes de salir del kraal, sir Edward Munro, que probablemente no pensaba hacer frecuentes visitas al establecimiento del proveedor, dio de nuevo las gracias a Kalagani por haberle salvado la vida y le dijo que siempre sería bien recibido en la «Casa de Vapor».
El indio se inclinó fríamente. Si sintió alguna satisfacción al oír hablar así al hombre que le debía la vida, por lo menos no lo demostró de modo alguno su semblante.
Volvimos a la hora de comer y, como es de suponer, Mathias Van Guitt fue el objeto de la conversación.
—¡Mil diablos! ¡Qué gestos hace ese proveedor! —repetía el capitán Hod—. ¡Qué elección de palabras, qué expresiones! Pero si no ve en las fieras más que objetos de exhibición, se engaña.
En los días siguientes, 27, 28 y 29 de junio, la lluvia cayó en tal abundancia, que nuestros cazadores, por más aficionados que fuesen, no pudieron dejar la «Casa de Vapor». Además, con aquel tiempo horrible, era imposible hallar huellas de los animales, los cuales huyen del agua como los gatos y no salen voluntariamente de sus guaridas.
El 30 de junio mejoró el tiempo y también la apariencia del cielo, y aquel día el capitán Hod, Fox, Gumí y yo hicimos nuestros preparativos para bajar al kraal.
Aquella mañana nos visitaron algunos montañeses. Habían oído decir que en la región del Himalaya había aparecido una pagoda milagrosa y su viva curiosidad les conducía a la «Casa de Vapor».
Los habitantes de la frontera tibetana son tipos hermosos, de virtudes guerreras, de lealtad a toda prueba, que practican ampliamente la hospitalidad y física y moralmente son muy superiores a los indios de las llanuras.
Si la pretendida pagoda les maravilló, el Gigante de Acero les impresionó hasta el punto de dar señales de adoración. Sin embargo, estaba detenido: ¿qué hubieran dicho si lo hubiesen visto subir con paso seguro las ásperas cuestas de sus montañas, vomitando humo y llamas?
El coronel Munro acogió benévolamente a estos indígenas, algunos de los cuales recorren habitualmente los territorios del Nepal hasta el límite indo-chino. La conversación giró por un instante sobre aquella parte de la frontera en que Nana Sahib había buscado asilo después de la derrota de los cipayos, cuando se vio perseguido en todo el territorio de la India. Los montañeses no sabían, en suma, sino lo que nosotros sabíamos. Había llegado hasta ellos el rumor de la muerte del nabab y no lo dudaban. En cuanto a los compañeros de Nana Sahib que habían sobrevivido, no se había vuelto a hablar de ellos. Quizá habían ido a buscar refugio más seguro en las profundidades del Tibet; pero en aquel país hubiera sido difícil encontrarlos.
En realidad, si el coronel Munro, al subir hacia el norte de la península, había tenido el pensamiento de poner en claro todo lo que tocaba de cerca o de lejos a Nana Sahib, esta respuesta era muy a propósito para hacerle renunciar a su idea. Sin embargo, oyendo hablar a los montañeses permaneció pensativo y no tomó parte en la conversación.
El capitán Hod les hizo algunas preguntas, pero bajo otro punto de vista, y supo que algunas fieras, especialmente tigres, hacían espantosos estragos en las zonas inferiores del Himalaya, de tal manera que granjas y hasta aldeas enteras habían sido abandonadas por sus habitantes. Muchos rebaños de cabras y cameros habían sido destruidos y se contaba también gran número de víctimas entre los indígenas. A pesar del premio considerable ofrecido por el gobierno (300 rupias por cabeza de tigre), el número de estos no parecía disminuir y aun se sospechaba que en breve los hombres se verían obligados a cederles aquella parte del territorio.
Los montañeses añadieron también esta noticia: que los tigres no se limitaban a las orillas del Tarryani, sino que se les encontraba en gran número dondequiera que la llanura les ofrecía hierbas, matorrales o espesuras donde pudieran ponerse al acecho.
—¡Malditas bestias! —decían.
Aquella buena gente, como se ve, no profesaba, y con razón, respecto de los tigres, las mismas ideas que el proveedor Mathias Van Guitt y que nuestro amigo el capitán Hod.
Los montañeses se retiraron muy satisfechos de la acogida que se les había hecho, prometiendo renovar su visita a la «Casa de Vapor».
Luego que se marcharon, estando terminados nuestros preparativos, el capitán Hod, nuestros dos compañeros, y yo, bien armados y prontos a todo evento, bajamos hacia el Tarryani.
Al llegar a la plazuela donde estaba la trampa de la que habíamos sacado tan felizmente a Mathias Van Guitt, este se presentó a nuestra vista no sin cierta ceremonia.
Cinco o seis de sus dependientes, entre ellos Kalagani, estaban ocupados en hacer pasar desde la trampa a una jaula con ruedas un tigre que se había dejado atrapar durante la noche.
Era un animal magnífico, y excusado es decir que aquello provocó el despecho del capitán Hod.
—¡Uno de menos en el Tarryani! —murmuró entre dos suspiros que tuvieron eco en el pecho de Fox.
—Uno más en mi colección —respondió el proveedor—. No me faltan sino dos tigres, un león y dos leopardos para cumplir mis compromisos y terminar la campaña. ¿Vienen ustedes conmigo al kraal?
—Gracias —dijo el capitán Hod—; pero hoy cazamos por nuestra cuenta.
—Kalagani está a la disposición de usted, capitán Hod. Conoce bien el bosque y puede serle de suma utilidad.
—Le aceptamos de buena gana por guía.
—Ahora, señores —añadió Guitt—, buena suerte, pero prométanme ustedes no matarlos a todos.
—Ya le dejaremos a usted bastantes —respondió el capitán Hod.
Mathias Van Guitt, saludándonos con un gesto significativo y majestuoso, desapareció entre los árboles siguiendo la jaula que llevaba al tigre.
—En marcha —dijo el capitán Hod—, en marcha, amigos míos; vamos a ver si mato el número cuarenta y dos.
—Yo el treinta y ocho —añadió Fox.
—¡Y yo el primero! —exclamé.
Pero el tono con que pronuncié estas palabras hizo sonreír al capitán. Evidentemente, yo no poseía el fuego sagrado.
Hod se había vuelto hacia Kalagani preguntándole:
—¿Conoces bien este país?
—Lo he recorrido veinte veces de noche y de día en todas direcciones —respondió el indio.
—¿Has oído decir que hay algún tigre por aquí, en los alrededores del kraal?
—Sí, una tigresa. La han visto a dos millas de aquí en lo alto del bosque y desde hace algunos días tratamos de apoderamos de ella. ¿Quieren ustedes que…?
—¡Sí, queremos! —respondió el capitán Hod, sin dejar al indio acabar su frase.
En efecto, nada mejor podíamos hacer que seguir a Kalagani, y esto fue lo que hicimos.
No es dudoso que las fieras abunden en el Tarryani, y allí, como en todos los demás puntos, cada una no necesita menos de dos bueyes por semana para su consumo particular. Calcúlese lo que esta manutención cuesta a la península entera.
Pero si abundan los tigres no por eso debe imaginarse que corretean por el territorio sin necesidad. Cuando no están excitados por el hambre, permanecen ocultos en sus guaridas y sería un error creer que se les encuentra a cada paso. ¡Cuántos viajeros han recorrido los bosques y los matorrales sin haber visto uno siquiera!
Por eso, cuando se organiza una caza hay que empezar por reconocer los pasos habituales de las fieras y sobre todo descubrir el arroyo o la fuente adonde ordinariamente van a beber. Por lo general, tampoco basta esto, sino que hay que atraerlos al sitio de caza, lo cual se consigue fácilmente poniendo un cuarto de buey atado a un poste en algún sitio rodeado de árboles o de rocas, que puedan servir de abrigo al cazador. Así a lo menos se procede en el bosque.
En la llanura es distinto. Allí el elefante es el auxiliar más útil del hombre en estas peligrosas cacerías. Pero los elefantes tienen que estar perfectamente adiestrados en esta clase de ejercicios, a pesar de lo cual a veces suele poseerlos un terror pánico que hace muy peligrosa la posición de los cazadores que van montados en ellos. Conviene decir también que el tigre no vacila en arrojarse sobre el elefante, y entonces la lucha entre el hombre y el tigre se verifica sobre el lomo del gigantesco paquidermo, que se enfurece, y es raro que no termine en ventaja de la fiera.
Sin embargo, así es como se verifican las grandes cacerías de los rajás y de los ricos cazadores de la India, dignas de figurar en los anales cinegéticos.
No era esta la manera de proceder del capitán Hod; iba a pie en busca de los tigres y a pie tenía la costumbre de combatirlos.
Kalagani marchaba a buen paso y nosotros le seguíamos. Huraño como todo indio, hablaba poco o se limitaba a responder brevemente a las preguntas que se le hacían.
Una hora después nos detuvimos cerca de un arroyo torrencial, en cuyas orillas se veían huellas de animales, todavía frescas. En el centro de la plazoleta descubierta se levantaba un poste, del cual pendía una pierna de buey.
Aquel cebo no había sido enteramente respetado. Acababa de ser destrozado en parte, por el diente de los chacales, esos rateros de la fauna india, siempre en busca de alguna presa aunque no les esté destinada. Una docena de ellos emprendieron la fuga al acercamos y nos dejaron el campo libre.
—Capitán —dijo Kalagani—, aquí es donde vamos a esperar a la tigresa. Ya ve usted que el sitio es favorable para el acecho.
En efecto, era fácil apostarse entre los árboles o detrás de las rocas, de manera que pudiéramos cruzar los fuegos sobre el poste en medio de la plazoleta.
Así lo hicimos inmediatamente. Gumí y yo subimos a un árbol, y nos apostamos en la misma rama. El capitán Hod y Fox montaron en la primera bifurcación de dos grandes encinas verdes que daban una frente a otra.
Kalagani se ocultó detrás de una alta roca, a la cual podía subir si el peligro se hacía inminente.
De esta manera el animal debía ser cogido dentro de un círculo de fuego, del que no podría salir. Todos las probabilidades estaban, pues, contra él, aunque era necesario contar con los accidentes imprevistos.
No teníamos que hacer más que esperar.
Los chacales, dispersados acá y allá, lanzaban roncos aullidos en las espesuras inmediatas, pero no se atrevían a atacar el cebo.
Apenas había transcurrido una hora cuando cesaron de improviso los aullidos. Casi inmediatamente dos o tres chacales saltaron de un matorral, atravesaron la plazuela y desaparecieron en lo más espeso del bosque.
Una señal de Kalagani, que se preparaba a trepar sobre la roca, nos advirtió que debíamos estar prevenidos.
En efecto, aquella fuga precipitada de los chacales era originada sin duda por la proximidad de alguna fiera, la tigresa quizá, y era preciso prepararse para verla aparecer de un instante a otro en algún punto de la plazoleta.
Nuestras armas estaban dispuestas. Las carabinas del capitán Hod y de su asistente apuntaban al sitio de la espesura por donde se habían fugado los chacales y no esperaban más que una débil presión del dedo para lanzar sus balas.
En breve creí ver una ligera agitación entre las ramas superiores de la espesura; un crujido de leña seca siguió a esta agitación. Indudablemente se adelantaba un animal, cualquiera que fuese, pero andando prudente y lentamente. No podía ver a los cazadores, que le espiaban al abrigo de un espeso follaje; sin embargo, su instinto le hacía adivinar que aquel sitio no era seguro para él. Realmente si no hubiera estado excitado por el hambre, si la carne del buey no le hubiera atraído con sus emanaciones, no se habría aventurado tan lejos de su guarida.
Poco tiempo después, se mostró al través de las ramas de un matorral, y se detuvo por un sentimiento de desconfianza.
Era una tigresa de gran tamaño, de poderosa cabeza y cuerpo flexible. Comenzó a adelantarse a rastras, con el movimiento ondulatorio de un reptil.
De común acuerdo la dejamos acercarse hasta el poste. Olfateaba la tierra, se levantaba y alzaba el lomo como una enorme gata que se prepara para saltar.
De repente sonaron dos disparos de carabina.
—¡Cuarenta y dos! —gritó el capitán Hod.
—¡Treinta y ocho! —gritó Fox.
El capitán y su asistente habían disparado al mismo tiempo y con tal precisión que la tigresa, herida de una bala en el corazón, si no de dos, rodó inmediatamente por el suelo.
Kalagani se había precipitado hacia el animal y nosotros saltamos inmediatamente a tierra.
La fiera no se movía.
Pero ¿a quién correspondía el honor de haberla herido mortalmente? ¿Al capitán, o a Fox? Esto era importante, como puede imaginarse.
Abriose el cadáver y vimos que el corazón estaba atravesado de dos balas.
—Vamos —dijo el capitán con cierto sentimiento—, nos toca media tigresa a cada uno.
—¡Media tigresa, mi capitán! —respondió Fox en el mismo tono.
Y creo que ni uno ni otro hubieran cedido la parte que correspondía a su cuenta.
Tal fue aquel golpe maravilloso, cuyo resultado era que el animal había sucumbido sin lucha y por consiguiente sin peligro para los cazadores, resultado muy raro en la caza de este género.
De común acuerdo la dejamos acercarse hasta el poste.
Fox y Gumí se quedaron en el campo de batalla a fin de despojar al animal de su magnífica piel, mientras Hod y yo regresábamos a la «Casa de Vapor».
Mi intención no es describir al por menor los incidentes de nuestra expedición por el Tarryani a no ser que presente algún carácter particular. Me limitaré, pues, a decir, desde luego, que el capitán Hod y Fox no tuvieron de qué quejarse.
El 10 de julio, durante una cacería en el huddi, es decir, en la choza, aprovecharon una feliz ocasión sin correr verdaderos peligros. El huddi, por lo demás, es una construcción muy a propósito para cazar al acecho las fieras: es una especie de fortín aspillerado, cuyos muros dominan las orillas de un arroyo, al cual los animales tienen costumbre de ir a beber. Habituados a ver estas construcciones no desconfían de ellas y se exponen directamente al fuego de los cazadores. Pero allí, como en todas partes, hay que herirles mortalmente del primer balazo, porque no haciéndolo así la lucha se hace muy peligrosa y no siempre el huddi puede poner al cazador al abrigo de los saltos de las fieras, a quienes la herida pone furiosas.
Esto fue lo que sucedió precisamente en esa ocasión, como vamos a ver.
Mathias Van Guitt nos acompañaba. Quizá esperaba que un tigre ligeramente herido pudiera ser conducido al kraal, donde él pensaba encargarse de su curación.
Ahora bien, aquel día nuestra tropa de cazadores se encontró con tres tigres, a los cuales la primera descarga no impidió que se lanzaran sobre las paredes del huddi. Los dos primeros, con gran pesar del proveedor, murieron de un sola descarga cuando atravesaban el recinto aspillerado; pero el tercero saltó al interior con la paletilla chorreando sangre y levemente herido.
—A este, por lo menos —gritó Mathias Van Guitt, que se aventuraba un poco al hablar así—, lo atraparemos vivo.
No había acabado su importante frase cuando el animal se precipitó sobre él, le derribó y el pobre proveedor hubiera terminado allí su existencia si una bala del capitán Hod no hubiera alcanzado al tigre en la cabeza, dejándole muerto en el acto.
Mathias Van Guitt se levantó al instante.
—¡Eh, capitán! —exclamó en vez de dar las gracias a su compañero—, bien podía usted haber esperado un poco.
—¿Qué quería usted que esperase? —respondió el capitán Hod—. ¿Que el animal le hubiera abierto el pecho de un zarpazo?
—Un zarpazo de tigre no es mortal.
—Bueno —repitió tranquilamente el capitán Hod—: otra vez esperaré.
De todos modos, el tigre, no pudiendo figurar en la colección del kraal, no era bueno sino para hacer de él una alfombra, pero aquella feliz expedición aumentó hasta cuarenta y dos para el capitán y treinta y ocho para su asistente el número de tigres muertos por ellos, sin contar con la media tigresa que figuraba ya en el activo.
Estas grandes cacerías no nos hacían olvidar las pequeñas, ni monsieur Parazard lo hubiera permitida Antílopes, gamuzas, gruesas avutardas que abundaban mucho alrededor de la «Casa de Vapor», perdices y liebres suministraban a nuestra mesa gran cantidad de caza.
Cuando íbamos a correr por el Tarryani, raras veces Banks iba con nosotros. Si estas expediciones comenzaban a interesarme a mí, a él, por su parte, no le interesaban mucho. Las zonas superiores del Himalaya le ofrecían evidentemente más atractivo, sobre todo cuando el coronel Munro consentía gustosamente en acompañarle.
Pero una o dos veces solamente el coronel Munro acompañó al ingeniero en sus expediciones. Banks había podido observar que el coronel, desde su instalación en el sanitarium, había vuelto a ponerse pensativo; hablaba menos, se quedaba a solas con más frecuencia y conversaba algunas veces con MacNeil.
¿Meditaba algún nuevo proyecto, que trataba de ocultar a todo el mundo, aun a Banks?
El 13 de julio, Mathias Van Guitt vino a hacernos una visita. Menos favorecido que el capitán Hod, no había podido añadir ningún huésped nuevo a su casa de fieras. Ni los tigres, ni los leones, ni los leopardos parecían dispuestos a dejarse atrapar vivos; sin duda no les seducía la idea de ir a exhibirse a los países del extremo Occidente. De aquí el mal humor que el proveedor tenía y que no trataba de disimular.
Kalagani y los chikaris de su personal le acompañaban en esta visita.
La instalación del sanitarium en aquella situación deliciosa le gustó muchísimo, y habiéndole convidado el coronel Munro a comer, aceptó desde luego, prometiendo hacer honor a su mesa.
Mientras se preparaba la comida, Mathias Van Guitt quiso visitar la «Casa de Vapor», cuyas comodidades contrastaban con la modesta instalación de su kraal. Las dos casas de ruedas merecieron de su parte algún cumplimiento; pero debo confesar que el Gigante de Acero no le causó admiración. Un naturalista como él no podía menos de permanecer insensible ante aquella obra maestra de mecánica. ¿Cómo aprobar la creación de un animal artificial, por notable que fuese?
—No piense usted mal de nuestro elefante, señor Van Guitt —le dijo Banks—. Es un animal poderoso y, si fuera necesario, podría arrastrar no solo estas dos casas, sino todas las jaulas de usted.
—Yo tengo mis búfalos —respondió el proveedor—, y prefiero su paso tranquilo y seguro.
—El Gigante de Acero no teme las garras ni los dientes de los tigres —exclamó el capitán Hod.
—Sin duda, señores —contestó Mathias Van Guitt—; pero ¿por qué le habían de atacar las fieras? Hacen poco caso de la carne de metal.
En cambio, si el naturalista se mostró indiferente a nuestro elefante, sus indios, y Kalagani más particularmente, no cesaban de devorarlo con la vista, como si su admiración por el gigantesco animal estuviera mezclada con cierta dosis de respeto supersticioso.
Kalagani pareció también muy sorprendido cuando el ingeniero repitió que el Gigante de Acero era más fuerte que todo el tren del kraal; y aquella fue ocasión que aprovechó el capitán Hod para relatar, no sin cierto orgullo, su aventura con los tres elefantes del poderoso príncipe Gurú Singh.
La comida fue muy buena y Mathias Van Guitt le hizo grandes honores, porque la despensa estaba muy bien guarnecida con los productos de las últimas cacerías, y monsieur Parazard había querido en aquella ocasión excederse a sí mismo.
La bodega de la «Casa de Vapor» nos suministró también variados vinos, que nuestro huésped pareció apreciar mucho, sobre todo dos o tres copas de vino de Francia, cuya absorción fue seguida de un sonoro chasquido de su lengua.
Así, después de comer y en el momento de separamos, en lo vacilante de sus pasos pudimos juzgar que el vino no solamente se le había subido a la cabeza, sino que también se le había bajado a las piernas.
Al llegar la noche, nos separamos convertidos en los mejores amigos del mundo, y, gracias a sus compañeros de viaje, Mathias Van Guitt pudo llegar a su kraal sin contratiempo.
El 16 de julio un incidente estuvo a punto de suscitar una riña entre el proveedor y el capitán Hod.
El capitán mató un tigre en el momento en que iba a entrar en una de las trampas de báscula; y si ese tigre hacía el número cuarenta y tres de los del capitán, no pudo hacer el número ocho del proveedor.
Sin embargo, después de mutuas explicaciones, un poco vivas, se restablecieron las buenas relaciones mediante la intervención del coronel Munro, y el capitán Hod se comprometió a respetar las fieras que tuvieran la intención de hacerse atrapar en las trampas de Mathias Van Guitt.
En los días siguientes el tiempo estuvo malísimo y fue preciso de buena o mala gana permanecer en la «Casa de Vapor». Estábamos impacientes por ver llegar el fin de la estación de las lluvias, lo cual no podía tardar, pues hacía ya tres meses que duraba. Si el programa de nuestro viaje se ejecutaba en las condiciones que Banks había establecido, no nos quedaban más que seis semanas de residencia en el sanitarium.
El 23 de julio, algunos montañeses de la frontera visitaron por segunda vez al coronel Munro. Eran de una aldea llamada Suari, situada a cinco millas de nuestro campamento y casi en el límite superior del Tarryani.
Uno de ellos nos dio la noticia de que, desde hacía algunas semanas, una tigresa tenía aterrorizada aquella parte del territorio con sus espantosos estragos. Había ya diezmado dos rebaños, y los montañeses hablaban de abandonar la aldea de Suari, que para ellos se había hecho inhabitable, porque no ofrecía seguridad ni para los animales domésticos, ni para las personas. Ni con lazos, ni con trampas, ni con celadas, habían logrado apoderarse de aquella fiera, que había tomado ya categoría entre las más temibles de que habían oído hablar los montañeses ancianos.
Esta relación era muy propia para estimular los instintos del capitán Hod, el cual ofreció inmediatamente a los montañeses acompañarles a la aldea de Suari, dispuesto a poner su experiencia de cazador y la seguridad de su golpe de vista al servicio de aquella buena gente, que a mi parecer contaba poco con su oferta.
—¿Vendrá usted, Maucler? —me preguntó el capitán con el tono de un hombre que no trata de influir en la determinación que se adopte.
—Ciertamente —respondí—, no quiero faltar a una expedición tan importante.
—Les acompañaré a ustedes esta vez —dijo el ingeniero.
—Buena idea, Banks.
—Sí Hod, tengo gran deseo de verle trabajar.
—¿Y no iré yo, mi capitán? —preguntó Fox.
—¡Ah, intrigante! —exclamó el capitán Hod—. Veo que quieres completar tu media tigresa. Sí, Fox, sí, vendrás.
Como se trataba de dejar la «Casa de Vapor» por espacio de tres o cuatro días, Banks preguntó al coronel si le convendría acompañamos a la aldea de Suari.
Sir Edward Munro le dio las gracias, pero le contestó que se proponía aprovechar nuestra ausencia para visitar la zona media del Himalaya, por encima del Tarryani, con Gumí y el sargento MacNeil.
Banks no insistió.
Decidiose que saldríamos el mismo día para el kraal, para pedir a Mathias Van Guitt algunos de sus chikaris, que podrían sernos útiles.
A las doce, una hora después de nuestra salida, llegamos al kraal e informamos de nuestros proyectos al proveedor. No nos ocultó su secreta satisfacción al saber las hazañas de aquella tigresa, «muy a propósito», dijo, «para afirmar en el ánimo de los conocedores la reputación de los felinos de la península». En seguida puso a nuestra disposición tres de sus indios, además de Kalagani, siempre pronto a dar la cara al peligro.
Solamente puso por condición al capitán Hod que si, lo que parecía imposible, la tigresa se dejaba atrapar viva, pertenecía de derecho a la colección de Mathias Van Guitt. ¡Qué atractivo cuando se pusiera en los barrotes de su jaula un cartel que contuviera en cifras elocuentes los altos hechos de una de las soberanas del Tarryani, que no había devorado menos de ciento treinta y ocho personas de ambos sexos!
Nuestra pequeña tropa salió del kraal alrededor de las dos de la tarde, y antes de las cuatro, después de haber subido oblicuamente hacia el este, llegó a Suari sin incidente alguno.
Allí reinaba un terror pánico. Aquella misma mañana, una desdichada india, inesperadamente sorprendida por la tigresa cerca de un arroyo, había sido arrebatada y llevada a lo interior del bosque.
Un rico arrendador inglés del territorio nos recibió hospitalariamente en su casa. Nuestro huésped tenía más motivos para quejarse de la tigresa que nosotros, y hubiera pagado algunos miles de rupias.
—Capitán Hod —dijo—, hace algunos años, en las provincias del centro una tigresa obligó a los habitantes de tres aldeas a huir y quedaron incultas doscientas cincuenta millas cuadradas de buen terreno. Pues bien, por poco que esto continúe, aquí será preciso abandonar la provincia entera.
—¿Han empleado ustedes todos los medios de destrucción posibles contra esa tigresa? —interrogó Banks.
—Todos, amigo mío; lazos, fosos y aun cebos preparados con estricnina, pero nada ha dado el resultado apetecido.
—Amigo mío —dijo el capitán Hod—, no afirmo que llegaremos a dar a usted satisfacción, pero sí que haremos lo posible.
Luego que se terminó nuestra instalación en Suari, se organizó una batida el mismo día. A nuestra caravana y a los chikaris del kraal se unieron unos veinte montañeses, que conocían perfectamente el territorio en el cual íbamos a operar.
Banks, aunque era poco cazador, pareció animarse y seguir nuestra expedición cinegética con el más vivo interés.
Durante tres días, el 24, 25 y 26 de julio, registramos toda aquella parte de la montaña, sin que nuestras investigaciones produjeran ningún resultado, salvo que cayeron bajo las balas del capitán otros dos tigres, con los que no contábamos.
—Cuarenta y cinco —se contentó con decir Hod, sin añadir nada de importancia.
En fin, el 27, la tigresa que buscábamos dio señales de vida con un nuevo estrago. Un búfalo perteneciente a nuestro huésped desapareció de un prado inmediato a Suari y solo se hallaron sus restos a un cuarto de milla de la aldea. El asesinato, con premeditación, como hubiera dicho un legista, se había consumado poco antes del amanecer. El asesino, por consiguiente, no debía de estar lejos.
¿Pero era, en efecto, la tigresa tan inútilmente buscada hasta entonces?
Los indios de Suari no lo dudaban.
—Es «mi tío», y no puede ser otro el que ha dado el golpe —nos dijo uno de los montañeses.
¡«Mi tío»! Este es el nombre que generalmente dan los hombres al tigre en la mayor parte de los territorios de la península, lo cual depende de la creencia en que están de que cada uno de sus antepasados está condenado por toda la eternidad a vivir en el cuerpo de uno de esos miembros de la familia de los felinos.
Pero esta vez hubiera debido decir: «es mi tía».
Inmediatamente decidimos salir en busca de aquel animal, sin esperar la noche, que le permitiría eludir nuestras pesquisas. Además, debería estar saciado de alimento, y no saldría de su guarida antes de dos o tres días.
Nos pusimos en campaña. Desde el sitio en que la tigresa se había apoderado del búfalo, varias huellas sangrientas señalaban el camino que había seguido.
Estas huellas se dirigían hacia una pequeña espesura que habíamos registrado ya varias veces, sin descubrir nada. Resolvimos, sin embargo, cercarla, formando un círculo que el animal no pudiera atravesar, a lo menos sin ser visto.
Los montañeses se dispersaron primero, y después fueron marchando poco a poco hacia el centro, estrechando el círculo. El capitán Hod, Kalagani y yo íbamos a un lado. Banks y Fox al otro, pero en constante comunicación con los hombres del kraal y de la aldea. Por cierto, todos los puntos de esta circunferencia eran peligrosos, porque la tigresa podría tratar de romperla por cualquiera de ellos.
Por lo demás, no había duda de que la fiera se ocultaba en aquella espesura, porque las huellas que llegaban hasta allí por un lado no reaparecían por el otro. Que aquella fuese su guarida habitual no estaba demostrado, porque la habíamos registrado sin éxito; pero en aquel momento todas las probabilidades estaban en que aquel matorral era su refugio interino.
Eran las ocho de la mañana. Tomadas todas las disposiciones, nos adentramos poco a poco, sin ruido, estrechando cada vez más el círculo, y media hora después llegábamos al límite de los primeros árboles.
Ningún incidente había ocurrido; nada denunciaba la presencia del animal, y por mi parte me preguntaba a mí mismo si no estábamos maniobrando inútilmente.
En aquel momento no era posible verse unos a otros sino en un arco muy pequeño de la circunferencia, e importaba, sin embargo, marchar con perfecta unidad.
Por eso se había convenido previamente que en el momento en que el primero de nosotros penetrase en el bosque dispararía un tiro.
El capitán Hod, que siempre iba delante, dio la señal y todos penetramos en el bosque. Mi reloj marcaba entonces las ocho y treinta y cinco.
Un cuarto de hora después, habiéndose estrechado el círculo, se estableció el contacto de codos y nos detuvimos en la parte más estrecha del bosquecillo sin haber encontrado nada.
El silencio no había sido turbado hasta entonces más que por el ruido de las ramas secas, que por más precauciones que tomábamos, no dejaban de sonar bajo nuestras pisadas.
En aquel momento se oyó un rugido.
—¡Ahí está la fiera! —exclamó el capitán Hod, señalando la entrada de una caverna abierta entre un montón de rocas coronado por un grupo de árboles.
El capitán no se equivocaba. Si aquella no era la cueva habitual de la tigresa, era, por lo menos, el sitio donde se había refugiado comprendiendo que era perseguida por toda una banda de cazadores.
Hod, Banks, Fox, Kalagani, muchos de los chikaris y yo nos habíamos acercado a la estrecha abertura en la cual concluían las huellas sangrientas.
—Hay que penetrar aquí —dijo, el capitán.
—Maniobra peligrosa —observó Banks—, porque el primero que entre corre el riesgo de recibir grandes heridas.
—Sin embargo, yo entraré —dijo Hod, examinando su carabina para asegurarse de que no fallaría el tiro.
—Detrás de mí, capitán —añadió Fox, bajando hasta la entrada de la caverna.
—No, Fox, no —exclamó Hod—; a mí me corresponde.
—A mí, capitán —respondió Fox con acento de reconvención—; me lleva usted seis de ventaja.
En aquel momento contaban sus víctimas aquellos dos cazadores.
—Ni uno ni otro entrará —exclamó Banks—. No lo consentiré.
—Hay quizá un medio —dijo entonces Kalagani, interrumpiendo al ingeniero.
—¿Cuál?
—Dar humo a la fiera —respondió el indio—. Haciendo entrar el humo en la caverna, el animal no tendrá más remedio que salir; correremos menos riesgo y tendremos más facilidad para matarle fuera.
—Kalagani tiene razón —dijo Banks—. Vamos, amigos míos, traed leña seca y hierba. Tapad con ella su abertura, el viento llevará las llamas y el humo al interior y entonces la fiera tendrá que quemarse o saldrá.
—Saldrá —dijo el indio.
—Bueno —exclamó el capitán Hod—, aquí estaremos para darle la bienvenida.
En un instante se llevaron ramas y hierbas secas, que no faltaban en el bosque, y se formó delante de la entrada de la cueva una pila de materiales combustibles.
No se oía nada ni se veía nada tampoco en el interior de aquella cueva oscura, que parecía ser muy profunda. Sin embargo, nuestros oídos no podían haberse engañado; el ruido había salido de allí.
Se prendió fuego a las hierbas y se levantó la llama desprendiendo un humo acre y espeso que el viento hizo penetrar en la cueva, de manera que el aire no podía ser respirado en el interior.
Entonces estalló un segundo rugido más furioso que el primero. El animal se sentía perseguido en su último reducto, y para no morir asfixiado iba a verse obligado a lanzarse fuera de aquella guarida.
El capitán esperaba al animal con la mayor serenidad.
Nosotros le esperábamos apostados en escuadra en las caras laterales de las rocas, y medio cubiertos por los troncos de los árboles para evitar el choque de un primer salto.
El capitán había elegido otro sitio, realmente el más peligroso: se había situado a la entrada de una senda abierta en la espesura, la única por donde podía pasar la tigresa cuando tratase de huir a través del bosque. Había puesto una rodilla en tierra para asegurar mejor el golpe, y tenía sólidamente apoyada la carabina en el hombro, manteniendo en todo su cuerpo una inmovilidad de mármol.
Apenas habían transcurrido tres minutos desde el momento en que se levantó la llama, cuando un rugido, o, mejor dicho, un estertor de sofocación se oyó a la entrada de la cueva. El combustible quedó dispersado en un momento, y un enorme cuerpo se presentó entre las nubes de humo.
Era, en efecto, la tigresa.
—¡Fuego! —gritó Banks.
Diez tiros salieron a la vez; pero después pudimos observar que ninguna bala había tocado al animal. Su aparición había sido demasiado rápida. ¿Cómo apuntarle con exactitud entre el espeso humo que la envolvía?
Pero después de su primer salto, la tigresa no había tocado tierra más que para tomar un punto de apoyo y lanzarse a la espesura por medio de otro salto formidable.
El capitán Hod esperaba al animal con la mayor serenidad, y cogiéndole, por decirlo así, al vuelo, le envió una bala que le dio en la paletilla.
En un abrir y cerrar de ojos, la tigresa se precipitó sobre nuestro compañero, le derribó e iba a destrozarle el cráneo con un golpe de sus formidables zarpas…
Kalagani dio un salto, con un gran machete en la mano.
El grito que todos dimos resonaba todavía cuando el valeroso indio, cayendo sobre la fiera, la asió por la garganta en el momento en que su garra iba a caer sobre el cráneo del capitán.
El animal, distraído por aquel brusco ataque, derribó al indio con un movimiento de su cadera y se precipitó sobre él.
Pero el capitán Hod se había levantado de un salto, y, recogiendo el machete que Kalagani había dejado caer, con mano segura lo hundió todo entero en el corazón de la fiera, la cual rodó por tierra.
Cinco segundos todo lo más habían durado las diversas peripecias de esta escena conmovedora.
El capitán Hod estaba todavía de rodillas cuando llegamos a su lado. Kalagani, con el hombro ensangrentado, acababa de levantarse.
—¡Bag mahryaga! ¡Bag mahryaga! —gritaron los indios, lo que significaba: «¡La tigresa ha muerto!».
En efecto, estaba bien muerta. Era un soberbio animal. Tenía diez pies desde el hocico al extremo de la cola, tamaño a proporción, patas enormes armadas de largas garras aceradas, que parecían afiladas.
Mientras admirábamos aquella fiera, los indios, muy rencorosos, y con razón, la colmaban de invectivas, y Kalagani se había acercado al capitán Hod, diciendo:
—Gracias, capitán.
—¡Cómo, gracias! —exclamó Hod—. Yo soy quien debe dártelas, valiente. Sin tu auxilio, habría perecido uno de los capitanes del primer escuadrón de carabineros del ejército real.
—A no ser por usted, yo estaría ya muerto —respondió con calma el indio.
—¡Eh, mil diablos! ¿No te has lanzado con el machete en la mano para matar a la tigresa en el momento en que iba a romperme el cráneo?
—Pero es usted quien la ha matado, capitán, y esa tigresa, forma el número cuarenta y seis para usted.
—¡Viva! —exclamaron los indios—. ¡Viva el capitán Hod!
Y, en verdad, el capitán tenía derecho a poner a aquella tigresa en el catálogo de sus víctimas; pero dio a Kalagani un buen apretón de manos.
—Vuelva usted a la «Casa de Vapor» —dijo Banks a Kalagani—; tiene el hombro destrozado, pero ya encontraremos en el botiquín de viaje con qué curar esa herida.
Kalagani hizo una reverencia en señal de asentimiento, y todos, después de habernos despedido de los montañeses de Suari, que se deshicieron en muestras de gratitud, nos dirigimos hacia el sanitarium.
Los chikaris nos dejaron para volver al kraal. Esta vez volvían también con las manos vacías; y si Mathias Van Guitt había contado con aquella reina del Tarryani, tendría que vestir de luto. Verdad es que, en aquellas condiciones, hubiera sido imposible atraparla viva.
Al mediodía llegamos a la «Casa de Vapor», y allí nos enteramos de un incidente inesperado y que nos sorprendió desagradablemente. El coronel Munro, el sargento MacNeil y Gumí se habían ausentado.
Un billete, dirigido a Banks, le decía que no se alarmase por su ausencia, porque sir Edward Munro, deseoso de reconocer la frontera del Nepal, había partido hacia allá, con ánimo de esclarecer algunas dudas relativas a los compañeros de Nana Sahib, y que estaría de vuelta antes de la época en que debíamos dejar el Himalaya.
Al oír la lectura de este billete, me pareció que Kalagani hacía un movimiento de contrariedad casi involuntario. ¿Por qué este movimiento? Sin duda yo me engañaba.