Habíamos quedado muy impresionados por la muerte de aquel desdichado, sobre todo en las condiciones en que acababa de ocurrir. Pero la mordedura de la serpiente látigo, una de las más venenosas de la península, es incurable. Aquel indio era una víctima que había que añadir a los millares de ellas que causan anualmente en la India estos terribles reptiles.
El cuerpo del indio, bajo la influencia del veneno, se descomponía rápidamente, y hubo necesidad de proceder a su inhumación inmediata. A ello se dedicaron sus compañeros, depositándole en un hoyo bastante profundo para que las fieras no pudieran desenterrarlo.
Luego que terminó esta triste ceremonia, Mathias Van Guitt nos invitó a acompañarle al kraal, invitación que fue inmediatamente aceptada.
Media hora nos bastó para llegar al establecimiento del proveedor, el cual justificaba bien su nombre de kraal, que es el que emplean más especialmente los colonos del África del Sur.
Era un vasto recinto oblongo construido en lo más profundo del bosque, en medio de una gran plazuela y dispuesto con perfecto conocimiento de las necesidades del oficio a que se había dedicado Mathias Van Guitt.
Estaba rodeado por los cuatro lados por una empalizada con una puerta bastante ancha para dar paso a los carros. En el fondo, una larga casa hecha de troncos de árboles y de tablas, servía de única habitación a todos los habitantes del kraal. Seis jaldas, divididas en varias secciones y montadas sobre cuatro ruedas cada una, estaban colocadas en escuadra al extremo izquierdo del recinto. Por los rugidos que de ellas salían a la sazón, podía juzgarse que no les faltaban huéspedes. A la derecha, una docena de búfalos, que se alimentaban en los buenos pastos de la montaña, estaban encerrados al descubierto. Era el tren ordinario de las jaulas. Seis carreteros destinados a conducir los carros y diez indios especialmente ejercitados en la caza de fieras, completaban el personal del establecimiento.
Los carreteros estaban contratados tan solo durante la campaña de caza. Su servicio consistía en conducir los carros a los sitios de caza y llevarlos después a la estación más próxima del ferrocarril. Allí se les ponía en plataformas a propósito, y de este modo podían llegar rápidamente por Allahabad, ya a Bombay, ya a Calcuta.
Los cazadores, de raza india, pertenecían a esa categoría de gente de oficio que recibe el nombre de chikaris y cuyo empleo consiste en buscar las huellas de los animales feroces, hacerlos salir de sus madrigueras y capturarlos.
Mathias Van Guitt y su gente vivían en aquel kraal hacía ya algunos meses, hallándose expuestos no solo a los ataques de las fieras, sino también a las fiebres de que están particularmente infestadas las orillas del Tarryani. La humedad de las noches, la evaporación de los fermentos perniciosos del suelo, el calor húmedo que se desarrolla bajo los árboles, entre los cuales no penetran los rayos del sol sino imperceptiblemente, hace de la zona inferior del Himalaya un país muy insalubre.
Sin embargo, el proveedor y sus indios estaban tan aclimatados a aquella región, que la malaria no les había acometido, respetándoles como respeta a los tigres y a los demás habitantes del Tarryani. Por nuestra parte no nos habría sido permitido habitar impunemente aquel kraal ni tampoco esto entraba en el plan del capitán Hod. Fuera de algunas noches al acecho, debíamos vivir en la «Casa de Vapor» en una zona superior, adonde no podían llegar las emanaciones de la llanura.
Al llegar al campamento de Mathias Van Guitt, se abrió la puerta para damos acceso.
Mathias Van Guitt parecía particularmente lisonjeado con nuestra visita.
—Ahora, señores —nos dijo—, permítanme que les haga los honores del kraal. Este establecimiento responde a todas las exigencias de mi arte; y en realidad no es más que una choza en grande, lo que en la península los cazadores llaman un huddi.
Mientras hablaba, el proveedor nos abrió las puertas de la casa que su gente ocupaba en comunidad; un cuarto para el amo, otro para los chikaris y otro para los carreteros; en cada uno de estos y por todo mueblaje había una cama de campaña; una sala un poco mayor, que servía a la vez de cocina y de comedor: tales eran las habitaciones de la casa de Mathias Van Guitt, que, como se ve, era de lo más primitivo y merecía justamente la calificación de huddi.
Después de haber visitado la habitación de «aquellos bimanos pertenecientes al primer grupo de los mamíferos», fuimos convidados a ver más de cerca la morada de los cuadrúpedos.
Era la parte interesante del kraal y recordaba más bien la disposición de una casa de fieras de las que se presentan en las ferias, que las cómodas instalaciones de un jardín zoológico. Solo faltaban, en efecto, las telas pintadas al temple y suspendidas en palos representando, con colores violentos, un domador con pantalón color de rosa y frac de terciopelo, en medio de una horda de fieras saltando a un lado y a otro con la boca ensangrentada, encorvándose bajo el látigo de un Bidel o de un Pezon heroico. Verdad es que no había público que pudiera invadir la cabaña.
A pocos pasos estaban agrupados los búfalos, ocupando a la derecha una parte lateral del kraal, a la cual se les llevaba diariamente su ración de hierba fresca. Hubiera sido imposible dejarles vagar por los pastos inmediatos, y, como dijo elegantemente Mathias Van Guitt, esta libertad de pastos, permitida en las tierras del Reino Unido, no lo es en los bosques del Himalaya, por los peligros que presentan.
La casa de fieras propiamente dicha comprendía seis jaulas, montadas cada una sobre cuatro ruedas. Cada jaula, que tenía en la parte anterior una reja de hierro, estaba dividida en tres secciones con puertas, o, mejor dicho, tablas movibles de arriba abajo, que permitían hacer pasar a los animales de una sección a otra para las necesidades del servicio. Estas jaulas contenían a la sazón seis tigres, dos leones, tres panteras y dos leopardos.
Mathias Van Guitt nos dijo que su colección no estaría completa hasta que hubiese capturado otros dos leopardos, tres tigres y un león. Una vez hecha esta captura, pensaba dejar el campamento, dirigirse a la estación más próxima del ferrocarril y tomar el camino de Bombay.
Las fieras, que podían verse con toda facilidad en sus jaulas, eran magníficas, pero muy bravias. Hacía muy poco tiempo que habían sido apresadas y todavía no se habían acostumbrado a aquel encierro, lo cual se conocía en los rugidos espantosos, en sus bruscos movimientos de ida y venida de una sección a otra y en los violentos zarpazos que daban a través de las barras de hierro, que, en muchos sitios, estaban abolladas.
A nuestra llegada delante de las jaulas, los movimientos violentos se redoblaron todavía más, sin que Mathias Van Guitt hiciera el menor caso.
—¡Pobres animales! —dijo el capitán Hod.
—¡Pobres animales! —repitió Fox.
—¿Cree usted que son más dignos de lástima que los que usted mata? —preguntó el proveedor en tono seco.
—Son más dignos de vituperio que de lástima… por haberse dejado atrapar —contestó el capitán Hod.
Si es verdad que algunas veces los animales carnívoros tienen que sufrir un largo ayuno en países como el continente africano, donde son raros los rumiantes que les sirven de único alimento, no sucede lo mismo en toda la zona del Tarryani, donde abundan los bisontes, los búfalos, los jabalíes y los antílopes, a los cuales dan caza incesante los leones, tigres y panteras. Además, las cabras y los carneros, sin hablar de los pastores que los guardan, les ofrecen una presa segura y fácil. Encuentran, pues, en los bosques del Himalaya, medios fáciles de satisfacer su apetito y así su ferocidad, siempre la misma, no tiene excusa.
El proveedor alimentaba a los huéspedes de su casa de fieras, principalmente con carne de bisonte y de cebú, y los chikaris eran los encargados de darles su ración en ciertos días.
No hay que creer que esta caza esté exenta de peligros; al contrario, el tigre mismo tiene mucho que temer del búfalo bravío, que es un animal terrible cuando está herido y más de un cazador le ha visto desarraigar a cornadas el árbol en que había buscado asilo. Sin duda hay razón para afirmar que el ojo del animal rumiante es un verdadero cristal de aumento que triplica los objetos y, por consiguiente, que el hombre se le presenta bajo un aspecto gigantesco e imponente. Preténdese también que la posición vertical del ser humano en marcha asusta a los animales feroces y que vale más arrostrar sus ataques en pie que sentado o echado.
Lo mismo sucede respecto del bisonte de la India, de cabeza corta y cuadrada, de cuernos esbeltos y achatados en su base, de lomo giboso (contextura que le asemeja a su congénere de América), de patas blancas desde la pezuña hasta la rodilla, y cuya longitud media, desde el nacimiento de la cola hasta el extremo del hocico, llega a veces a cuatro metros. También el bisonte, que es quizá menos feroz cuando pace en manadas las altas hierbas de la llanura, llega a ser temible a todo cazador que le ataca imprudentemente. Tales eran los rumiantes más particularmente destinados a alimentar las fieras de la colección Van Guitt. Así, para apoderarse de ellos con más seguridad y casi sin peligro, los chikaris preferían las trampas, de donde no les sacaban sino muertos o malheridos.
Además, el proveedor, como hombre que entendía su oficio, no dispensaba el alimento a sus huéspedes sino con mucha parsimonia. Al mediodía les mandaba distribuir cuatro o cinco libras de carne y nada más; y a veces, aunque no por motivos religiosos, les hacía ayunar del sábado al lunes. ¡Triste domingo de dieta, en verdad! Así era que cuando, al cabo de cuarenta y ocho horas, llegaba la modesta pitanza se oía un concierto de rugidos imposibles de contener y se observaba entre las fieras una terrible agitación, que se manifestaba en saltos formidables, que imprimían a las jaulas un movimiento de vaivén capaz de hacer temer que iban a ser demolidas.
Sí, pobres animales, podríamos repetir con el capitán Hod. Pero Mathias Van Guitt no procedía sin razón, porque aquella abstinencia de comida evitaba a sus fieras afecciones cutáneas y realzaba su valor en los mercados de Europa.
Sin embargo, el lector imaginará fácilmente que mientras Mathias Van Guitt nos enseñaba su colección más bien como naturalista que como colector de fieras, su boca no estaba ociosa. Al contrario, hablaba incansablemente, y como los carnívoros del Tarryani era el tema principal de sus peroratas, la conversación nos interesaba en cierto modo. No dejamos, pues, el kraal hasta que la zoología del Himalaya nos hubo comunicado sus secretos.
—Pero, señor Van Guitt —dijo Banks—, ¿podrá usted decirme si los beneficios de su profesión están en relación con los riesgos que corre?
—En otro tiempo —respondió el proveedor—, mi profesión era muy lucrativa. Sin embargo, desde hace algunos años, tengo que confesar que las fieras están en baja, como puede usted juzgar por los precios corrientes de la última cotización. Nuestro principal mercado es el jardín zoológico de Hamburgo. A él envío constantemente volátiles, ofidios, muestras de familias de monos y saurios y representantes de los carnívoros de ambos mundos, producto de nuestras arriesgadas cacerías por los bosques de la península. Pero el gusto del público parece haberse modificado y los precios de venta llegarán a ser inferiores al coste de los animales. Así últimamente se ha vendido un avestruz macho tan solo en mil cien francos y la hembra nada más que en ochocientos. Una pantera negra no ha encontrado comprador sino por mil seiscientos francos, un tigre hembra de Java en dos mil cuatrocientos y una familia entera de leones, compuesta de padre, madre y tres crecidos leoncillos, en siete mil francos todos ellos.
—Eso es casi de balde —dijo Banks.
—En cuanto a los proboscídeos… —dijo Mathias Van Guitt.
—¿Proboscídeos? —inquirió el capitán Hod.
—Damos este nombre científico a los paquidermos dotados, por la Naturaleza, de una trompa.
—Es decir, los elefantes.
—Sí, los elefantes desde la época cuaternaria, los mastodontes en los periodos prehistóricos.
—Gracias —dijo el capitán Hod.
—En cuanto a los proboscídeos —continuó Mathias Van Guitt—, hay que renunciar a su captura como no sea para obtener los colmillos, porque el consumo de marfil no ha disminuido. Pero desde que los autores dramáticos, no sabiendo ya qué representar, han imaginado exhibir en sus dramas a estos animales, los empresarios los pasean de ciudad en ciudad y el mismo elefante recorriendo la provincia con los cómicos basta para satisfacer la curiosidad de todo un país. Por eso ahora los elefantes son menos buscados que en otro tiempo.
—Pero —pregunté yo—, ¿no provee usted de esas muestras de la fauna india más que a las casas de Europa?
—Perdone usted —respondió Mathias Van Guitt—, si sobre este asunto me permito, aunque no sea curioso, dirigirle una simple pregunta.
Yo me incliné en señal de asentimiento.
—Usted es francés —continuó el profesor—, lo conozco no solo en su acento, sino también en su tipo, que es una mezcla agradable de galo-romano y de celta. Ahora bien, como francés debe de ser usted poco inclinado a viajes largos, y, sin duda, no ha dado usted la vuelta al mundo.
Aquí las manos de Mathias Van Guitt describieron uno de los círculos máximos de la esfera.
—No he tenido todavía este placer —contesté.
—Preguntaré a usted, pues —continuó el proveedor—, no si ha venido a la India, porque le veo aquí, sino si conoce a fondo esta península.
—Todavía no la conozco sino imperfectamente —respondí yo—. Sin embargo, ya he visitado a Bombay, Calcuta, Benarés, Allahabad, el valle del Ganges; he visto sus monumentos, he admirado…
—¡Eh! ¿Qué es eso, señor, qué es eso? —me interrumpió Mathias Van Guitt moviendo la cabeza, mientras su mano febrilmente agitada expresaba un desdén supremo.
Después, procediendo por hipotiposis, es decir, haciendo una descripción viva y animada, añadió:
—Sí, ¿qué es eso si no ha visitado usted las casas de fieras de esos poderosos rajás, que han conservado el culto de los soberbios animales con que se honra el territorio sagrado de la India? Tome usted el báculo del viajero; vaya al Guicowar a presentar sus homenajes al rey de Baroda. Visite sus casas de fieras, que me deben la mayor parte de sus huéspedes, leones del Kattyvar, osos, panteras, hienas, tigres. Asista usted a la celebración del matrimonio de sus sesenta mil palomas que se celebra todos los años con gran pompa. Admire sus quinientos bulbules, ruiseñores de la península, cuya educación se cultiva como si fueran los herederos del trono. Admire sus elefantes, de los cuales uno, dedicado al oficio de ejecutor de justicia, tiene por misión aplastar la cabeza del sentenciado sobre la piedra del suplicio. Trasládese usted después a los establecimientos del rajá de Maisur, el más rico de los soberanos del Asia. Penetre en ese palacio donde se muestran por centenares los elefantes, los tigres y todas las fieras de alta categoría que pertenecen a la aristocracia animal de la India, y cuando haya visto eso no podrá ya ser acusado de ignorancia respecto de las maravillas de este país incomparable.
No me quedaba que hacer más que respetar las observaciones de Mathias Van Guitt. Su modo apasionado de presentar las cosas, no permitía la discusión de ninguna manera.
El capitán Hod le preguntó más directamente sobre la fauna especial de aquella región de Tarryani.
—Desearía —dijo— que tuviese usted la gentileza de darme algunas noticias sobre los carnívoros que he venido a buscar en esta parte de la India; y aunque soy cazador, repito a usted que no le haré competencia, señor Van Guitt, y si puedo ayudarle a atrapar algunos tigres de los que le faltan para su colección, lo haré de muy buena gana. Pero una vez completa esa colección, no llevará usted a mal que yo me dedique a la destrucción de las fieras para mi diversión personal.
Mathias Van Guitt tomó la actitud de un hombre resignado a sufrir lo que desaprueba pero no puede impedir. Convino en que en el Tarryani habitaba un número considerable de animales mamíferos generalmente poco solicitados en los mercados de Europa y cuyo sacrificio le parecía permitido.
—Mate usted jabalíes, consiento en ello —respondió—, aunque estos animales del orden de los paquidermos no son carnívoros.
—¡Carnívoros! —exclamó el capitán Hod.
—Quiero decir que son herbívoros; sin embargo, su ferocidad es tal, que expone a los mayores peligros a los cazadores que tienen la audacia de atacarles.
—¿Y los lobos?
—Los lobos son muy abundantes en toda la península y muy temibles cuando se arrojan en manadas sobre alguna casa solitaria. Se parecen en algo al lobo de Polonia, pero yo no hago de ellos más caso que de los chacales o de los perros salvajes. No niego, por lo demás, que cometen estragos; pero como no tienen ningún valor comercial y son indignos de figurar entre los zoócratas de las altas clases, se los abandono a usted también, capitán Hod.
—¿Y los osos? —inquirí.
—Los osos tienen algo bueno —respondió el proveedor, moviendo la cabeza con un signo de aprobación—. Si los de la India no son tan buscados como sus congéneres de la familia de los ursinos, poseen en cambio cierto valor comercial que los recomienda a la atención benévola de los cazadores. El gusto puede vacilar entre los dos tipos que se encuentran en los valles de Cachemira y en las colinas del Rajmahal. Pero estos animales, a excepción quizá del periodo de invernada, son casi inofensivos y no pueden estimular los instintos cinegéticos de un verdadero cazador tal como se presenta a mis ojos el capitán Hod.
Este se inclinó con aire significativo, indicando perfectamente con su gesto que, con permiso de Mathias Van Guitt, obraría como le pareciese en estas cuestiones especiales.
—Por lo demás —añadió el proveedor—, los osos son animales botanófagos.
—¡Botanófagos! —dijo el capitán.
—Sí, señor —respondió Mathias Van Guitt—, porque no viven sino de vegetales y nada tienen de común con las especies feroces de que la península se enorgullece con justa razón.
—¿Cuenta usted al leopardo en el número de esas fieras? —preguntó el capitán Hod.
—Sin duda alguna. Este felino es ágil, audaz, valerosísimo, sabe trepar a los árboles, y por esto mismo es a veces más temible que el tigre.
—¡Oh! —exclamó el capitán Hod.
—Caballero —añadió Mathias Van Guitt en tono seco—, cuando un cazador no está bien seguro de hallar refugio en un árbol, puede considerarse muy próximo a ser cazado a su vez.
—¿Y la pantera? —preguntó el capitán Hod, que quería cortar toda discusión.
—La pantera es un animal magnífico —respondió Mathias Van Guitt—, y ustedes pueden observar, señores, que tengo uno de los mejores ejemplares. ¡Admirable animal que por una singular contradicción, por una antilogía, para usar de una palabra menos común, puede ser adiestrado para las luchas de la caza! Sí, señores, en el Guicowar especialmente, los rajás habitúan a las panteras a este noble ejercicio. Las llevan en un palanquín con la cabeza cubierta de una capucha como un gerifalte o un halcón, y a la verdad son verdaderos halcones de cuatro patas. Cuando los cazadores llegan a la vista de un rebaño de antílopes, quitan la caperuza a la pantera, y esta se lanza sobre los tímidos rumiantes, que, por más que corren, no pueden librarse de sus terribles garras. Sí, señor capitán, sí: hallará usted panteras en el Tarryani, y tal vez más de las que quisiera; pero le prevengo caritativamente que estas no están domesticadas.
—Este felino sabe trepar a los árboles —añadió Mathias Van Guitt.
—Así lo espero —respondió irónicamente el capitán Hod.
—Como tampoco los leones —añadió el proveedor, bastante incomodado por la respuesta.
—¡Ah, los leones! —dijo el capitán Hod—. Hablemos de los leones, si usted gusta.
—Por mi parte —dijo Mathias Van Guitt—, miro a esos pretendidos reyes de los animales como inferiores a sus congéneres de la antigua Libia. Aquí los machos no llevan esa melena que es el patrimonio del león africano, y, en mi concepto, no son sino Sansones tristemente esquilados. Por lo demás, han desaparecido casi por completo de la India Central, para refugiarse en el Kattyawar, en el desierto de Theil y a orillas del Tarryani. Estos felinos degenerados que viven ahora como ermitaños o como solitarios, no pueden regenerarse con el contacto de sus semejantes; por eso no les califico en la primera categoría de la escala de los cuadrúpedos. A la verdad, señores, se puede uno librar del león; pero del tigre, jamás.
—¡Ah, los tigres! —exclamó el capitán Hod.
—¡Sí, los tigres! —repitió Fox.
—El tigre —prosiguió Mathias Van Guitt, animándose— es el que merece la corona entre los animales. Se dice el tigre real y no el león real, y es justo que así se diga. La India le pertenece toda entera y se resume en él. ¿No ha sido el primer ocupante del suelo? ¿No está en su derecho considerando como invasores, no solamente a los representantes de la raza anglosajona, sino también a los hijos de la raza solar? ¿No es él el verdadero hijo de esta tierra santa de la Aryavarta? Por eso se ven tan admirables fieras repartidas por toda la superficie de la península y no han abandonado uno solo de los distritos de sus antepasados, desde el cabo Comorín hasta la barrera del Himalaya.
Y el brazo de Mathias Van Guitt, después de haber figurado un promontorio adelantado hacia el sur, subió hacia el norte para designar toda una cresta de montañas.
—En los Sunderbunds —continuó— están como en su casa. Allí reinan como señores, y desgraciado del que intente disputarles el territorio. En las Nilgherias vagan en bandadas como los gatos monteses. Ustedes comprenden desde luego por qué estos felinos maléficos están solicitados en todos los mercados de Europa y forman el orgullo de los coleccionistas. ¿Cuál es la mayor atracción de las casas de fieras públicas o particulares? El tigre. ¿Cuándo se teme por la vida del domador? Cuando entra en la jaula del tigre. ¿Cuál es el animal que los rajás pagan a peso de oro para ornamento de sus reales jardines? El tigre. ¿Cuál se cotiza con prima en las bolsas de animales establecidas en Londres, Amberes y Hamburgo? El tigre. ¿En qué cacerías son probados los cazadores indios oficiales del ejército real o del ejército indígena? En las del tigre. ¿Saben ustedes, señores, qué placer ofrecen a sus huéspedes los soberanos de la India independiente? Mandan llevar un tigre real en una jaula que se coloca en medio de una vasta llanura. El rajá, sus convidados oficiales y guardias van armados de lanzas, de revólveres y de carabinas, y en su mayor parte montados en valerosos solípedos…
—¡Solípedos!
—Caballos, si prefiere usted el término vulgar. Pero estos antílopes, asustados por la inmediación del felino, por su olor, por el resplandor que sale de sus ojos, se encabritan y es necesaria toda la destreza de sus jinetes para contenerlos. De repente, se abre la puerta de la jaula; el monstruo se lanza, vuela, salta, se arroja sobre los grupos esparcidos e inmola a su rabia una hecatombe de víctimas. Si alguna vez logra romper el círculo de hierro y de fuego en que está encerrado, por lo general sucumbe, porque es uno contra ciento; pero a lo menos su muerte es gloriosa y queda vengado de antemano.
—¡Bravo, señor Van Guitt! —exclamó el capitán Hod, que se animaba a su vez—. Sí, el tigre es el rey de los animales.
—Un rey que desafía a las revoluciones —añadió el proveedor.
—Y si usted ha atrapado algunos, señor Van Guitt —añadió el capitán Hod—, yo he matado muchos, y espero no dejar las orillas del Tarryani hasta que haya caído el quincuagésimo al impulso de la bala de mi carabina.
—Capitán —dijo el proveedor, frunciendo el ceño—, he abandonado a usted los jabalíes, los lobos, los osos, los búfalos. ¿No le bastan a su furia de cazador?
Yo vi que nuestro amigo Hod iba a enzarzarse con tanta viveza como Mathias Van Guitt en aquella cuestión palpitante.
¿Había el uno atrapado más tigres que los que el otro había muerto? ¡Qué materia de discusión! ¿Valía más capturarlos que destruirlos? ¡Qué tesis para defenderla!
Ambos, capitán y proveedor, comenzaban ya a cambiar frases rápidas y a hablar al mismo tiempo sin comprenderse, cuando intervino Banks.
—Los tigres —dijo— son los reyes de la creación: convenido, señores; pero me permitiré añadir que son reyes muy peligrosos para sus súbditos. En mil ochocientos sesenta y dos, si no me engaño, estos excelentes felinos se comieron a todos los telegrafistas de la estación de la isla de Sangor. Se cita también una tigresa que, en tres años, no causó menos de ciento dieciocho víctimas, y otra que en el mismo espacio de tiempo, mató a ciento veintisiete personas. Eso es demasiado aun para reinas. En fin, desde el desarme de los cipayos, en un intervalo de tres años, doce mil quinientos cincuenta y cuatro individuos han perecido bajo los dientes de los tigres.
—Pero, caballero —dijo Mathias Van Guitt—, ¿olvida usted que esos animales son omófagos?
—¿Omófagos? —dijo el capitán Hod.
—Sí, señor, que comen carne cruda, y aun los indios pretenden que los que una vez han probado la carne humana no quieren ya otra.
—¿Y qué quiere usted decir con eso? —preguntó Banks.
—Quiero decir —respondió sonriéndose Mathias Van Guitt—, que obedecen a su naturaleza… Preciso es que coman.