Ya nos faltaban pocos días para subir las primeras rampas de las regiones septentrionales de la India, que de una en otra, de cerro en cerro, de montaña en montaña, llegan hasta las mayores alturas del Globo. Hasta entonces el suelo no presentaba un desnivel muy acentuado y nuestro Gigante de Acero no parecía notar que el terreno se iba elevando poco a poco.
El tiempo estaba tempestuoso y, sobre todo, lluvioso; pero la temperatura se mantenía en un término medio soportable. Los caminos todavía no estaban malos y resistían bien a las ruedas del tren, no obstante lo pesado que era. Cuando hallábamos algún bache profundo, una ligera presión de la mano de Storr sobre el regulador daba un impulso mayor al fluido obediente y bastaba para vencer el obstáculo. No faltaba fuerza a nuestra máquina, como es sabido, y un cuarto de vuelta impreso a las válvulas de introducción aumentaba aquella fuerza en varias decenas de caballos de vapor.
A la verdad, hasta entonces no teníamos motivos más que para felicitarnos, lo mismo del género de locomoción, que del motor que Banks había adoptado, y de la seguridad que ofrecía nuestra casa portátil, siempre en busca de nuevos horizontes, que se modificaban incesantemente a nuestra vista.
Ya no estábamos en aquella extensa llanura que se extiende desde el valle del Ganges hasta los territorios del Oude y del Rohilkhande. Las cimas del Himalaya formaban hacia el norte un festón gigantesco, sobre el cual venían a estrellarse las nubes, barridas por el viento del suroeste. Era imposible todavía ver bien el perfil pintoresco de una cordillera que se destacaba a unos ocho mil metros sobre el nivel del mar; pero al acercamos a la frontera del Tibet el aspecto del país era más agreste y los matorrales invadían el suelo y hasta los campos cultivados.
Tampoco la flora de aquella parte del territorio indio era la misma. Ya no había palmeras, que habían cedido el lugar a esos magníficos bananeros, y a esos mangos de espesa copa, que dan el mejor fruto de la India, y más particularmente a los grupos de bambúes, cuyas ramas se elevan hasta 100 pies por encima del suelo. Allí también aparecían magnolias de grandes flores, que saturaban el aire de perfumes penetrantes; arces soberbios, encinas de varias especies, castaños de frutos erizados de púas, árboles de goma, cuya savia corría por entre sus venas entreabiertas, pinos de grandes hojas de la especie de los pandanos, y, por último, rododendros, laureles de tamaño más modesto, pero de más brillantes colores, dispuestos en platabandas a uno y otro lado del camino.
Algunas aldeas con sus casas de paja o de bambú, dos o tres granjas perdidas entre los grandes árboles se ofrecían todavía a nuestra vista; pero separadas ya por un número mayor de millas. La población iba disminuyendo a medida que nos acercábamos a las tierras altas.
Sobre estos vastos paisajes hay que extender, como fondo del cuadro, un cielo gris y brumoso. La lluvia caía con frecuencia en fuertes chaparrones. Durante cuatro días, del 13 al 17 de junio, no tuvimos quizá medio día de calma, por lo cual tuvimos que permanecer en el salón de la «Casa de Vapor» pasando las largas horas como en una habitación sedentaria, fumando, charlando o jugando al whist.
Entretanto, los fusiles colgaban, con gran disgusto del capitán Hod.
El 17 de junio se estableció el campamento cerca de un serai, nombre que llevan los bungalow destinados especialmente a los viajeros. El tiempo había aclarado un poco, y el Gigante de Acero, que había trabajado mucho durante los últimos cuatro días, reclamaba, si no algún descanso, a lo menos algún cuidado. Convinimos, pues, en pasar aquella tarde y la noche en el campamento.
El serai es el caravasar, o sea, la posada pública de los grandes caminos de la península. Consiste en un cuadrilátero de edificios bajos, alrededor de un patio interior y coronado ordinariamente de cuatro torrecillas, una en cada ángulo, lo que le da un aspecto enteramente oriental. En estas posadas funciona un personal especialmente afecto al servicio interior, a saber: el bhisti o aguador; el cocinero, providencia de los viajeros que, poco exigentes, saben contentarse con huevos y pollos; y el khansama, o sea, el proveedor de víveres, con el cual puede tratarse directamente y que vende los comestibles a precio moderado.
El guardia del serai, o sea, el peón, es simplemente un agente de la ilustre Compañía a que pertenecen la mayor parte de estos establecimientos, la cual tiene encomendada su inspección al ingeniero jefe del distrito.
Es regla muy extraña, pero que se aplica rigurosamente en estos establecimientos, que todo viajero pueda ocupar el serai durante veinticuatro horas; pero en el caso de que quisiera permanecer en él por más tiempo, necesita un permiso del inspector. Sin él, el primero que llegue, inglés o indio, puede exigir que le ceda el sitio.
Inútil es decir que desde el instante de nuestra llegada, el Gigante de Acero produjo su efecto habitual, siendo muy admirado y quizá también muy envidiado. Sin embargo, debo hacer constar que los huéspedes que ocupaban a la sazón el serai, le miraron con cierto desdén, demasiado afectado para ser verdadero.
Es verdad que no eran simples mortales que viajasen por distracción o por negocios. Tampoco eran oficiales ingleses que volvían a los acantonamientos de la frontera del Nepal, ni mercaderes indios que conducían su caravana a las estepas del Afganistán, más allá de Lahore o de Peshawar.
Era nada menos que el príncipe Gurú Singh en persona, hijo de un rajá también, y que viajaba con gran pompa hacia el norte de la península india.
Este príncipe ocupaba no solamente las tres o cuatro salas del serai, sino también todas las inmediatas, que habían sido arregladas para que pudiera alojarse en ellas su comitiva.
Yo aún no había visto un rajá en viaje. Así, luego que se organizó el campamento a un cuarto de milla del serai, en un sitio delicioso y al abrigo de magníficos pandanos, marché en compañía del capitán Hod y de Banks a visitar el campamento del príncipe.
El hijo de un rajá que se mueve de su residencia no se mueve solo ni mucho menos. Si hay personas a quienes yo no puedo envidiar, son aquellas que no pueden mover una pierna ni dar un paso sin poner inmediatamente en movimiento a centenares de hombres. Más vale ser un simple peatón con el morral a la espalda o el palo en la mano o el fusil al hombro, que príncipe viajero por la India, con todo el ceremonial que su categoría le impone.
Entre los titiriteros, había encantadores de serpientes.
—No es un hombre que va de una ciudad a otra —me dijo Banks—; es un pueblo entero que modifica sus coordenadas geográficas.
—Prefiero la «Casa de Vapor» —respondí yo—, y no me cambiaría por ese hijo de rajá.
—¡Y quién sabe —dijo el capitán Hod—, si ese príncipe no preferiría también nuestra casa portátil a todo el aparato de que está rodeado!
—Que diga una palabra —exclamó Banks—, y yo le construiré un palacio de vapor, con tal que lo pague. Pero mientras lo encarga, veamos si su campamento merece la pena de ser examinado.
El séquito del príncipe no contaba menos de quinientas personas. Al exterior del serai, bajo los grandes árboles de la llanura, se habían dispuesto doscientos carros, simétricamente colocados, como las tiendas de un vasto campamento. Para tirar de ellos, los unos tenían búfalos, los otros bueyes, sin contar tres magníficos elefantes que llevaban sobre sus lomos riquísimos palanquines, y unos veinte camellos procedentes del oeste del Indo y que se enganchan a la Daumont. Nada faltaba a aquella caravana. Ni los músicos, que deleitaban los oídos de Su Alteza; ni las bayaderas, que recreaban su vista; ni los juglares, que entretenían sus ocios. Trescientos porteadores y doscientos alabarderos completaban el personal, cuyo sueldo hubiera agotado cualquier bolsillo que no fuese el de un rajá independiente de la India.
Los músicos tocaban tamboriles, címbalos y el tam-tam, y pertenecían a esa escuela que remplaza el sonido con el ruido. Había también tocadores de guitarra y de violín de cuatro cuerdas, cuyos instrumentos jamás habían pasado por la mano del afinador.
Entre los titiriteros, había encantadores de serpientes, que con sus encantamientos hacían huir o atraían a los reptiles; otros eran nutuis, muy hábiles en los ejercicios del sable; acróbatas, que bailaban en la cuerda floja, llevando la cabeza cubierta de una pirámide de pucheros de barro y los pies calzados con cuernos de búfalo; y en fin, escamoteadores, que tenían el arte de cambiar en culebras venenosas las pieles viejas de culebra o recíprocamente a gusto del espectador.
En cuanto a las bayaderas, pertenecían a la clase de esas lindas bundelíes tan buscadas para los espectáculos nocturnos, en los cuales desempeñaban el doble papel de cantadoras y bailarinas. Estas iban muy decentemente vestidas, las unas de muselina bordada de oro, las otras con faldas plegadas y chales, y adornadas de ricas joyas y brazaletes preciosos, sortijas en los dedos de los pies y de las manos, y cascabeles de plata en los tobillos. Con este aparato ejecutaban la famosa danza de los huevos, con una gracia y una agilidad verdaderamente extraordinarias, y yo esperaba que me sería permitido admirarlas por invitación especial del rajá.
Además figuraban, no sé con qué título, entre el personal de la caravana muchos hombres, mujeres y niños. Los hombres iban cubiertos de una larga banda de tela que se llama dotí, o vestidos con la camisa llamada angarkah, y con la larga túnica blanca yamah, que les daba un aspecto pintoresco. Las mujeres llevaban el cholí, especie de chaqueta de manga corta, y el sari, equivalente al dotí de los hombres, enrollado como faja a la cintura, y cuyo extremo se fija por detrás en la cabeza.
Estos indios, tendidos bajo los árboles, esperaban la hora de la comida fumando cigarrillos envueltos en una hoja verde, o la pipa destinada a la incineración del gurago, especie de mezcla negruzca que se compone de tabaco, melaza y opio. Otros mascaban hojas de betel, nuez de arek y cal apagada, composición que tiene ciertas facultades digestivas, muy útiles bajo el ardiente clima de la India.
Toda aquella gente, habituada al vaivén de las caravanas, vivía en buena armonía y no mostraba animación sino en la hora de las fiestas. Parecían figurantes de un teatro, que caen en la más completa apatía desde el momento en que no están en escena.
Sin embargo, cuando llegamos al campamento, aquellos indios se apresuraron a dirigimos algunas zalemas, inclinándose hasta el suelo. La mayoría gritaban: ¡Sahib!, ¡Sahib!, que quiere decir ¡señor!, ¡señor!, y nosotros les respondimos con señales amistosas.
Ya he dicho que se me había ocurrido que el príncipe Gurú Singh tendría la bondad de dar en honor nuestro una de esas fiestas de que los rajás son tan pródigos. El gran patio del bungalow, tan a propósito para una ceremonia de esta especie, me parecía admirablemente dispuesto para las danzas de las bayaderas, los encantamientos de los domadores de serpientes y los ejercicios de los acróbatas. Confieso que me habría alegrado mucho asistir a un espectáculo semejante en un serai, a la sombra de magníficos árboles y con el aparato natural que hubiera formado el personal de la caravana. Esto hubiera valido más que las tablas de un estrecho teatro con sus murallas de tela pintada y sus bandas de falso verdor.
Comuniqué mi pensamiento a mis camaradas que, sin dejar de desear que se realizara, no creyeron que pudiera tener efecto.
—El rajá de Guzarat —me dijo Banks—, es un rajá independiente que apenas se ha sometido desde la revuelta de los cipayos, durante la cual su conducta ha sido, por lo menos, dudosa. No le gustan los ingleses, y su hijo no hará nada por atraerse nuestra amistad, a buen seguro.
—Pues bien, podemos pasarnos perfectamente sin ella —respondió el capitán Hod encogiéndose desdeñosamente de hombros.
Así debía ser, porque no fuimos admitidos ni aun a visitar el interior del serai. Quizá el príncipe Gurú Singh esperaba la visita oficial del coronel; pero sir Edward Munro no tenía nada que pedir a aquel personaje, ni esperaba nada de él y no quiso molestarse.
Volvimos, pues, al campamento e hicimos honor a la excelente comida que monsieur Parazard nos brindó, y de la cual las conservas formaban la parte principal. En efecto, por espacio de muchos días, a causa del mal tiempo, no habíamos podido tener caza; pero nuestro cocinero era muy hábil, y bajo su mano experimentada, las carnes y las legumbres conservaron toda su frescura y su sabor naturales.
Durante la noche, y por más que Banks decía, mi curiosidad excitada me hizo esperar una invitación que no llegó. El capitán Hod bromeaba criticando mi afición a los bailes al aire libre y sosteniendo que valían mucho más los de la ópera. Yo creía todo lo contrario, pero la poca amabilidad del príncipe me impidió hacer la comparación.
Al día siguiente, 18 de junio, se dispuso todo para marchar al amanecer.
A las cinco, Kaluth comenzó a calentar la caldera. Nuestro elefante, que había sido desenganchado, se hallaba a unos cincuenta pasos del tren, y el maquinista se ocupaba en hacer provisión de agua.
Mientras tanto, nos paseábamos por las orillas del riachuelo.
Cuarenta minutos después la caldera estaba en presión suficiente, y Storr iba a comenzar su maniobra, cuando se acercó un grupo de indios.
Cinco o seis de ellos iban ricamente vestidos con túnicas blancas de seda y turbantes adornados de bordados de oro. Acompañábanles una docena de guardias armados de fusiles y de sables, uno de los cuales llevaba una corona de hojas verdes, lo cual indicaba la presencia de algún personaje de gran categoría.
En efecto, este importante personaje era el príncipe Gurú Singh en persona, hombre de unos treinta y ocho años, de aire altanero, tipo bastante perfecto de los rajás legendarios, en cuya fisonomía se encuentran marcados los rasgos del carácter maharata.
El príncipe no se dignó hacer caso de nuestra presencia. Avanzó algunos pasos y se acercó al elefante gigantesco que Storr trataba de poner en marcha. Después de haberlo observado, no sin cierta curiosidad, aunque no quería darlo a conocer, preguntó a Storr:
—¿Quién ha hecho esta máquina?
El maquinista señaló al ingeniero, que se había llegado hasta nosotros y estaba a algunos pasos de distancia.
El príncipe Gurú Singh se expresaba fácilmente en inglés, y volviéndose hacia Banks, interrogó entre dientes:
—¿Es usted quien…?
—Yo soy el que… —respondió Banks.
—Tengo entendido que fue un capricho del difunto rajá de Buthan…
Banks hizo una señal afirmativa con la cabeza.
Su Alteza, encogiéndose de hombros, dijo:
—¿Y para qué hacerse llevar por una máquina cuando uno tiene a su disposición elefantes de carne y hueso?
—Es que probablemente —dijo Banks— este elefante es más poderoso y más fuerte que todos los que usaba el difunto rajá.
—¡Oh! —dijo Gurú Singh, haciendo una mueca desdeñosa—. ¡Más poderoso…!
—Infinitamente más —respondió Banks.
—Ninguno de los suyos —dijo entonces el capitán Hod, a quien los modales altivos de Gurú Singh disgustaban mucho—, ninguno de los suyos sería capaz de hacer mover una pata a este elefante, si no quisiera moverla.
—¿Qué dice usted? —preguntó el príncipe.
—Mi amigo afirma —contestó el ingeniero—, y yo lo afirmo también, que este animal artificial podría resistir a la tracción de veinte caballos, y que los tres elefantes que trae Su Alteza, aunque unieran sus fuerzas, no lograrían hacerle retroceder ni una pulgada.
—No creo absolutamente nada de eso —respondió el príncipe.
—Pues es la pura verdad —respondió el capitán Hod.
—Y cuando Su Alteza quiera pagarlo —añadió Banks—, yo me comprometo a construirle uno que tenga la fuerza de veinte elefantes elegidos entre los mejores.
—Eso se dice muy fácilmente —dijo Gurú Singh con sequedad.
—Y también se hace —contestó Banks.
El príncipe comenzaba a animarse.
Veíase que no sufría fácilmente la contradicción.
—¿Podría hacerse la experiencia aquí mismo? —inquirió después de un instante de reflexión.
—Naturalmente —respondió el ingeniero.
—Y hasta se puede hacer una apuesta considerable —añadió el príncipe Gurú Singh—, a no ser que usted retroceda ante el temor de perderla, como retrocedería este elefante si tuviera que luchar con los míos.
—¡Retroceder el Gigante de Acero! —exclamó el capitán Hod—. ¿Quién osa expresar semejante idea?
—Yo —respondió Gurú Singh.
—¿Y qué apuesta Su Alteza? —preguntó el ingeniero cruzándose de brazos.
—Cuatro mil rupias —contestó el príncipe—, si ustedes las tienen para arriesgarlas.
Cuatro mil rupias vienen a ser diez mil francos. La apuesta era grande y yo vi que Banks, por más confianza que tuviese, no quería arriesgar semejante suma.
El capitán Hod hubiera perdido el doble, de habérselo permitido su modesto sueldo.
—¿No aceptan ustedes? —dijo entonces Su Alteza, para quien cuatro mil rupias representaban apenas el precio de un capricho pasajero—. ¿Temen ustedes arriesgar esa suma?
—Aceptada la apuesta —dijo el coronel Munro, que acababa de acercarse e intervino con esta sola frase.
—¿El coronel Munro tiene cuatro mil rupias? —preguntó el príncipe Gurú Singh.
—Y también diez mil —dijo sir Edward Munro—, si conviene a Su Alteza.
—Aceptado —respondió Gurú Singh.
La situación se iba haciendo interesante. El ingeniero había estrechado la mano del coronel como para darle las gracias por no dejarle avergonzado ante el desdeñoso rajá; pero sus cejas se habían fruncido un instante y yo me preguntaba si no habría presumido demasiado del poder mecánico del aparato.
El capitán Hod estaba radiante de alegría, y frotándose las manos, se dirigió hacia el elefante gritando:
—¡Atención, Gigante de Acero, se trata de trabajar por el honor de la vieja Inglaterra!
Toda nuestra gente se había agrupado a un lado del camino, y un centenar de indios habían acudido del serai para asistir a la lucha que se preparaba.
Banks nos había dejado para subir a la torrecilla, cerca de Storr, que activaba el fogón y lanzaba un chorro de vapor a través de la trompa del Gigante.
A una señal del príncipe Gurú Singh, varios de sus servidores fueron al serai y volvieron con los tres elefantes desembarazados de todo su aparato de viaje. Eran tres animales magníficos, originarios de Bengala y de más corpulencia que sus congéneres de la India meridional. Estaban en toda la fuerza de su edad y no dejaron de inspirarme cierta inquietud. Los mahuts, montados sobre sus enormes cuellos, les dirigían con la mano y les excitaban con la voz. Cuando los elefantes pasaron por delante de Su Alteza, el mayor de los tres, verdadero gigante de su especie, se detuvo, dobló las dos rodillas, levantó la trompa y saludó al príncipe como cortesano bien educado que era. Después, sus dos compañeros y él se acercaron al Gigante de Acero y le miraron con estupor.
Se fijaron entonces fuertes cadenas de hierro al ténder y a las barras del atalaje ocultas en la trasera de nuestro elefante.
Confieso que me palpitaba el corazón. El capitán Hod, por su parte, se mordía los labios y no podía estar un instante en su sitio. El coronel Munro estaba muy tranquilo y más aún, puede decirse, que el príncipe Gurú Singh.
—Ya está todo dispuesto —dijo el ingeniero—. Cuando Su Alteza guste.
—Al instante —respondió el príncipe.
Gurú Singh hizo una señal; los mahuts dieron un silbido particular y los tres elefantes, apoyando en el suelo sus poderosas piernas, tiraron a la vez. La máquina comenzó a retroceder algunos pasos.
Yo di un grito; Hod pegó una patada en el suelo.
—Calza las ruedas —dijo simplemente el ingeniero, volviéndose hacia el maquinista.
Y con un golpe rápido, que fue seguido de un relincho de vapor, se aplicó instantáneamente el freno atmosférico a las ruedas.
El Gigante de Acero se detuvo y no se movió.
Los mahuts excitaron a los tres elefantes, que, con sus músculos en tensión, hicieron un nuevo esfuerzo. Todo fue inútil: nuestro elefante parecía haber echado raíces en el suelo. El príncipe Gurú Singh se mordió los labios hasta hacerles saltar sangre.
El capitán Hod no cesaba de aplaudir.
—¡Adelante! —gritó Banks.
—Adelante, sí —repitió el capitán—, adelante.
Se abrió completamente el regulador; enormes nubes de vapor se escaparon unas tras otras de la trompa; las ruedas, descalzadas, giraron lentamente, mordiendo el suelo del camino; y los tres elefantes, a pesar de su resistencia espantosa, fueron arrastrados, haciéndoles andar hacia atrás y abriendo en el suelo profundos surcos con sus patas.
—¡Adelante! ¡Adelante! —gritaba el capitán Hod.
Y el Gigante de Acero, marchando siempre hacia delante, hizo caer a los tres enormes animales, arrastrándolos durante veinte pasos.
—¡Viva, viva! —exclamaba el capitán Hod sin poderse contener—. Puede unirse a esos elefantes todo el serai de Su Alteza, sin que nuestro Gigante de Acero retroceda un paso.
El coronel Munro hizo una señal con la mano, Banks cerró el regulador, y el aparato se detuvo.
Nada más digno de lástima que los tres elefantes de Su Alteza: con la trompa recogida y las patas al aire, se agitaban como gigantescos escarabajos vueltos patas arriba.
El príncipe, no menos irritado que avergonzado, se había marchado sin esperar el fin del experimento.
Desengancháronse los elefantes y se levantaron, visiblemente humillados de su derrota. Cuando pasaron delante del Gigante de Acero, el mayor, a despecho del que le conducía, no pudo menos de doblar la rodilla y saludar con la trompa, como había hecho delante del príncipe Gurú Singh.
Un cuarto de hora después, un indio, el kamdar, o secretario del rajá, llegó a nuestro campamento y entregó al coronel un taleguillo que contenía diez mil rupias, importe de la apuesta perdida.
El coronel Munro tomó el taleguillo y, volviéndose con desdén, dijo:
—Para la comitiva de Su Alteza.
Después se dirigió tranquilamente hacia la «Casa de Vapor».
No podía haberse dado una lección mejor al príncipe arrogante que tan desdeñosamente nos había provocado.
Entretanto, se había enganchado al tren el Gigante de Acero, Banks dio la señal de marcha y nuestro tren partió velozmente entre un concurso de indios maravillados. Sus gritos nos saludaron al paso, y pronto perdimos de vista detrás de un recodo del camino al serai del príncipe Gurú Singh.
Al día siguiente, la «Casa de Vapor» comenzaba a subir las primeras cuestas que unen el país llano con la base de la frontera del Himalaya. Aquello no fue más que un juego para nuestro Gigante de Acero, que, gracias a sus ochenta caballos de fuerza que llevaba en el vientre, había podido luchar sin trabajo contra los tres elefantes del príncipe Gurú Singh.
Anduvo, pues, fácilmente por los caminos ascendentes de aquella región, sin que fuese necesario aumentar la presión ordinaria del vapor.
A la verdad, era un aspecto curioso ver al Gigante, vomitando chispas, arrastrar entre barritos menos precipitados, pero más expansivos, los dos coches que subían por los caminos. La llanta rayaba el suelo, cuyo macadam rechinaba desgranándose, y es preciso confesar que nuestro pesado animal dejaba detrás de sí profundos surcos y deterioraba el camino ya grandemente humedecido por las lluvias torrenciales.
De todos modos, la «Casa de Vapor» subía poco a poco; el panorama se ensanchaba a su espalda; y el horizonte se desarrollaba sobre un perímetro más ancho, retrocediendo hasta perderse de vista.
Esta ascensión, interrumpida por altos más o menos prolongados, según los casos, y por los campamentos de noche, no duró menos de siete días, desde el 19 al 25 de junio.
—Con un poco de paciencia —dijo el capitán Hod—, nuestro tren subiría hasta las más elevadas cimas del Himalaya.
—No sea usted tan ambicioso, mi capitán —respondió el ingeniero.
—Pero ¿subiría, Banks?
—Sí, Hod, subiría si no le faltara camino practicable, con la condición de llevar combustible, porque no lo encontraría en los ventisqueros, y de llevar también aire respirable, que le faltaría a dos mil toesas de altura. Pero nosotros no tenemos para qué traspasar la zona habitable del Himalaya. Cuando el Gigante de Acero haya llegado a la altura media de los sanitariums, se detendrá en algún sitio agradable en la linde de un bosque alpestre, bajo una atmósfera refrescada por las corrientes superiores del espacio. Nuestro camarada Munro habrá trasladado su bungalow de Calcuta a las montañas del Nepal, y esto nos bastará, y aquí estaremos todo el tiempo que nos guste.
No tardamos en encontrar, y fue el día 25 de junio, aquel sitio de descanso en donde deberíamos acampar durante algunos meses. Hacía ya cuarenta y ocho horas que el camino iba siendo cada vez menos practicable, ya por no estar completamente construido, ya porque las lluvias hubieran formado en él profundos barrancos. El Gigante de Acero trabajaba mucho para arrastrar el tren, y tuvo que devorar un poco más de combustible. Algunos leños, añadidos al fogón de Kaluth, fueron suficientes para aumentar la presión del vapor; pero nunca fue necesario largar las válvulas, que no dejaban escapar el fluido sino bajo una presión de siete atmósferas, presión de la cual nunca pasamos.
Hacía también cuarenta y ocho horas que nuestro tren se aventuraba por un territorio casi desierto, donde no se encontraban aldeas ni granjas; solo alguna habitación aislada, alguna casa perdida entre los grandes bosques de pinos que cubren los cerros meridionales de la montaña. Tres o cuatro veces algunos montañeses nos saludaron con sus interjecciones admirativas; y al ver aquel aparato maravilloso subiendo por la montaña, sin duda creían que Brahma había tenido el capricho de transportar toda una pagoda a aquella altura inaccesible de la frontera del Nepal.
Desde allí la vista podía abarcar la llanura.
En fin, en aquel día 25, Banks nos dio por última vez la voz de alto y declaró que allí terminaba la primera parte de nuestro viaje por la India septentrional. El tren se detuvo en un vasto terreno despejado cerca de un torrente, cuya agua cristalina debía bastar a todas las necesidades de un campamento de algunos meses. Desde allí la vista podía abarcar la llanura en un perímetro de cincuenta a sesenta millas.
La «Casa de Vapor» se hallaba entonces a trescientas veinticinco leguas de su punto de partida, a dos mil metros sobre el nivel del mar y al pie del Dhaulagiri, cuya cima se perdía a veinticinco mil pies de altura.