La tranquilidad volvió a reinar en el campamento en la tarde del cinco de junio y la noche siguiente. Después de tantas fatigas y tantos peligros, teníamos, en efecto, necesidad de descanso. Ya no era el reino de Oude el que desarrollaba sus ricas llanuras ante nosotros. La «Casa de Vapor» corría entonces por el territorio fértil aún, pero cortado por muchos barrancos, que forma el Rohilkhande. Bareilli es la capital de este vasto cuadrado de ciento cincuenta y cinco millas de lado, regado por los muchos afluentes o subafluentes del Cogra, plantado acá y allá de grupos de magníficos mangos y sembrado de espesos matorrales que tienden a desaparecer ante el cultivo.
Después de la toma de Delhi, este territorio fue el centro de la insurrección y el teatro de una de las campañas de sir Colin Campbell. Allí, al principio, experimentó algunos desastres la columna del brigadier Walpole; allí pereció el coronel del regimiento escocés número 93, amigo del coronel Munro y que se había distinguido en los dos asaltos dados a Lucknow el 14 de abril.
Dada la naturaleza del territorio, ningún otro hubiera sido más favorable para la marcha de nuestro tren. Buenos caminos, muy bien nivelados, ríos fáciles de atravesar entre las dos arterias más importantes que bajan del norte; todo concurría a facilitar esa parte del itinerario. Solo nos quedaban algunos centenares de kilómetros que recorrer para llegar a los primeros cerros que unen la llanura con las montañas del Nepal. Pero era necesario contar muy seriamente con la estación de las lluvias.
El monzón que reina desde el noreste al suroeste en los primeros meses del año, acababa de cambiarse. El periodo lluvioso es menos violento en el interior de la península que en el litoral, y también un poco más tardío, lo cual depende de que las nubes suelen descargar antes de llegar al centro de la India. Además, la barrera de las altas montañas que forman una especie de remolino atmosférico modifica un poco su duración. En la parte del Malabar, el monzón comienza en el mes de mayo; pero en las provincias centrales y septentrionales no se deja sentir hasta un mes después: en el de junio.
Ahora bien: estábamos en junio, y en estas circunstancias particulares, aunque previstas, debía efectuarse nuestro viaje.
Debo decir, ante todo, que desde el día siguiente nuestro valiente Gumí, desarmado por el rayo, se sintió mejor. La parálisis de su pierna izquierda fue solo temporal, y al poco tiempo no conservó señal ninguna del accidente, aunque siempre le quedó cierto rencor al fuego del cielo.
En los días seis y siete de junio, el capitán Hod, con auxilio de Fox y de Banks, logró alguna caza mayor, pudiendo traernos una pareja de esos antílopes llamados nilgós en el país. Son una especie de bueyes azules de la India, que sería más justo llamar ciervos, porque se parecen más a los ciervos que a los congéneres del dios Apis. Podría llamárseles también ciervos de color gris perla, porque su color se parece más al de un cielo tempestuoso que al del cielo azulado. Se asegura, sin embargo, que en algunos de estos hermosos animales de pequeños cuernos, acerados y rectos, de cabeza larga y ligeramente convexa, la piel se pone casi azul, color que la naturaleza ha negado invariablemente a los cuadrúpedos y hasta al zorro azul, cuya piel más bien es negra.
No eran estas las fieras con que soñaba el capitán Hod. Sin embargo, si el nilgó no es feroz, no deja de ser peligroso cuando, estando herido ligeramente, se revuelve contra el cazador. Una primera bala del capitán y otra de Fox detuvieron en su carrera a estos dos soberbios animales. Fueron muertos, digámoslo así, al vuelo; por tanto, para Fox no eran más que caza de pluma.
Monsieur Parazard, por su parte, fue de otra opinión y los excelentes guisados y asados que nos sirvió en el mismo día nos pusieron a todos de su parte.
En breve vimos al chital trepar a la cabeza del elefante.
El ocho de junio, al amanecer, dejamos el campamento, que había estado establecido cerca de una aldea de Rohilkhande. Habíamos llegado a ella la noche anterior después de haber caminado los cuarenta kilómetros que la separan de Rewah. Nuestro tren había marchado, pues, con una velocidad muy moderada por un suelo bastante humedecido por las lluvias. Los arroyos comenzaban a crecer y muchos vados nos causaron un retraso de algunas horas. Pero al fin no habíamos perdido sino uno o dos días, porque estábamos seguros de llegar antes de fin de junio a la región montañosa donde contábamos instalar la «Casa de Vapor» durante algunos meses de la estación de verano como si fuera en una especie de sanitarium. No teníamos, pues, nada que temer bajo este punto de vista.
Durante este día ocho, el capitán Hod tuvo ocasión de lamentar no haber podido disparar un buen tiro.
El camino tenía a un lado y a otro espesos matorrales de bambúes como los que se encuentran alrededor de aquellas aldeas que parecen construidas sobre una canastilla de flores. Aquel no era todavía el matorral verdadero, palabra que en sentido indio se aplica a la llanura accidentada, desnuda, estéril, dominada por líneas de maleza y arbustos de color gris. Estábamos, por el contrario, en país cultivado, en medio de un territorio fértil, cubierto en toda su extensión de arrozales pantanosos.
El Gigante de Acero marchaba tranquilamente, dirigido por la mano de Storr, lanzando sus lindos penachos de vapor que el viento esparcía sobre los bambúes del camino. De pronto, saltó un animal con una agilidad sorprendente y se arrojó sobre el cuello de nuestro elefante.
—¡Un chital, un chital! —exclamó el maquinista.
Al oír este grito, el capitán Hod se lanzó al balcón anterior y tomó su fusil, que tenía siempre allí dispuesto.
—¡Un chital! —exclamó a su vez.
—Tírele usted —dije yo.
—Tengo tiempo —respondió el capitán Hod, que se contentó con apuntar al animal.
El chital es una especie de leopardo propio de la India, menor que el tigre, pero casi tan temible por lo vivo, flexible de espinazo y robusto de miembros. El coronel Munro, Banks y yo, de pie en la galería, observábamos y esperábamos el disparo del capitán.
Evidentemente, el leopardo se había engañado a la vista de nuestro elefante y, creyéndole de carne y hueso, se había precipitado sobre él; pero donde creía hallar carne en que hundir sus garras o sus dientes, se encontró con el metal, al cual ni garras ni dientes servían. Furioso con el chasco que se había llevado, se agarraba a las largas orejas del falso animal, e iba a abandonarlas sin duda cuando nos vio.
El capitán Hod seguía apuntándole como un cazador seguro del golpe que va a dar y que no quiere soltar el tiro sino en el momento oportuno y para que la bala dé en el sitio que desea.
El chital se enderezó rugiendo. Sin duda comprendió el peligro, pero no quería huir de él. Quizá buscaba también el momento favorable para lanzarse sobre la galería.
En efecto, le vimos en breve trepar a la cabeza del elefante, abrazar con sus patas la trompa que servía de chimenea y subir hasta su orificio, de donde se escapaban bocanadas de vapor.
—Tire usted, Hod —dije yo otra vez.
—Tengo tiempo —repitió el capitán.
Después, dirigiéndose a mí sin perder de vista al leopardo, que nos miraba, me preguntó:
—¿No ha matado usted nunca un chital, Maucler? ¿Quiere usted matar uno?
—Capitán —contesté—, no quiero privar a usted de ese golpe tan magnífico.
—¡Bah! —dijo—. Este no es un golpe de cazador. Tome usted un fusil y apunte a ese animal a la paletilla; si no le da usted, yo le heriré al vuelo.
—Bien…
Fox, que se había acercado a nosotros, me dio una carabina que tenía en la mano. La tomé, la armé, apunté a la paletilla del leopardo, que continuaba inmóvil, y disparé.
El animal, herido, aunque ligeramente, dio un salto enorme, y pasando por encima de la torrecilla del maquinista, vino a caer sobre el primer techo de la «Casa de Vapor».
El capitán Hod, aunque era muy buen cazador, no tuvo tiempo para tirarle al paso.
—Ahora es nuestro turno, Fox —exclamó.
Y ambos se lanzaron fuera de la galería y se apostaron en la torrecilla.
El leopardo, que iba y venía de un lado a otro, se lanzó sobre el techo de la segunda casa dando un salto.
En el momento en que el capitán iba a hacer fuego, el animal dio otro salto, se precipitó al suelo, se levantó con un vigoroso impulso, y desapareció en la espesura.
—¡Alto, alto! —gritó Banks al maquinista, el cual, cerrando la introducción del vapor, detuvo el tren con el freno atmosférico.
El capitán y Fox saltaron al camino y se lanzaron a la espesura persiguiendo al chital.
A los pocos minutos, mientras escuchábamos, no sin cierta impaciencia y sin que se oyese ningún disparo, vimos volver a los dos cazadores con las manos vacías.
—¡Ha desaparecido! ¡Voló! —exclamó el capitán Hod—. No ha dejado ni una huella en la hierba.
—Eso es culpa mía —dije al capitán—. Hubiera valido más que en mi lugar hubiese usted disparado y así no se hubiera podido escapar.
—Estoy seguro de que usted le tocó —respondió Hod—, aunque no en el sitio debido.
—No es ese, mi capitán, el que hará el número treinta y ocho de mi lista, ni el cuarenta y uno de la de usted —dijo Fox muy desanimado.
—¡Bah! —dijo el capitán Hod afectando indiferencia—: un chital, no es un tigre. Si hubiera sido un tigre, mi querido Maucler, no le hubiera yo cedido a usted la vez de tirar.
—Tanto más —dijo MacNeil— cuanto que todo ha sido por culpa de Fox.
—¡Por mi culpa! —exclamó el asistente, muy sorprendido de aquella observación inesperada.
—Sin duda —dijo el sargento—, la carabina que has dado al señor Maucler no tenía más que perdigones.
Y MacNeil mostraba el segundo cartucho que acababa de sacar del arma que yo había usado, la cual, en efecto, no contenía sino perdigones para cazar perdices.
—¡Fox! —dijo el capitán Hod.
—Mi capitán.
—Dos días de arresto.
—Sí, mi capitán.
Y Fox se retiró a su cuarto resuelto a no presentarse a nosotros hasta después de cuarenta y ocho horas. Estaba avergonzado de su error y quería ocultar su vergüenza.
Al día siguiente, nueve de junio, el capitán Hod, Gumí y yo fuimos a recorrer la llanura junto al camino, durante el alto que Banks quiso concedernos. Había llovido durante toda la mañana, pero se había despejado el cielo y se podía contar con algunas horas de buen tiempo.
Por lo demás, no era Hod, el cazador de fieras, el que presidía la partida, sino el cazador de caza menor que iba en interés de nuestra mesa a recorrer la orilla de los arrozales en compañía de Black y de Fan, porque monsieur Parazard había participado al capitán que la despensa estaba exhausta y que esperaba de S. S. que tuviera a bien adoptar las medidas necesarias para llenarla.
El capitán Hod se resignó y salimos armados de simples escopetas de caza. Por espacio de dos horas, nuestra expedición no tuvo más resultado que hacer volar algunas perdices o levantar algunas liebres, pero a tal distancia que, a pesar de la buena voluntad de nuestros perros, fue preciso renunciar a toda esperanza de alcanzarlas.
Por tanto, el capitán Hod estaba de muy mal humor. Además, en medio de aquella vasta llanura, sin matorrales, sin bosque, sembrada de aldeas y de casas de campo, no podía encontrar ninguna fiera que le hubiera indemnizado del chasco de la víspera. No había ido allí sino como proveedor y pensaba en la recepción que le haría monsieur Parazard cuando volviese con el morral vacío.
Sin embargo, la culpa no era nuestra. A las cuatro todavía no habíamos tenido ocasión de disparar un solo tiro. El viento era seco, y como he dicho, toda la caza se hallaba fuera de nuestro alcance.
—Camarada —me dijo el capitán Hod—, esto decididamente se pone mal. Al salir de Calcuta prometí a usted magníficas cazas, y una fatalidad persistente, cuyas causas no comprendo, me impide cumplir mi palabra.
—No hay que desesperarse, mi capitán —dije yo—. Lo siento solamente por usted; pero ya nos resarciremos en las montañas del Nepal.
—Sí —dijo el capitán Hod—; allí, en las primeras estribaciones del Himalaya, las condiciones serán mejores para operar. Vea usted, Maucler, apostaría a que nuestro tren, con todo su aparato, con los mugidos del vapor y especialmente con su elefante gigantesco, asusta a estas condenadas fieras más aún que las asustaría un tren de camino de hierro, y esto es lo que nos va a ocurrir en toda nuestra marcha. En los descansos es de esperar que seamos más felices. A la verdad que aquel leopardo debía de estar loco o muy hambriento para arrojarse sobre nuestro Gigante de Acero, y era digno de haber sido muerto en el acto por una buena bala de calibre. ¡Maldito Fox! No olvidaré jamás lo que ha hecho. ¿Qué hora es?
—Son cerca de las cinco.
—¡Las cinco ya y no hemos podido quemar un solo cartucho!
—Hasta las siete no nos esperan en el campamento. De aquí a entonces…
—No; la suerte no nos protege —exclamó el capitán Hod—, y, sépalo usted, la suerte interviene en un cincuenta por ciento en el éxito de las cacerías.
—La perseverancia también —respondí yo—. Por consiguiente, convengamos, capitán, en no volver con las manos vacías. ¿Le parece a usted bien la decisión?
—¿Pues no me lo ha de parecer? —exclamó el capitán Hod—. ¡Muera el que se desdiga!
—Convenido, entonces.
—Llevaré aunque sea una ardilla o un loro antes que volver sin nada.
El capitán Hod, Gumí y yo estábamos en esta disposición de ánimo, en la cual todo parece permitido. Se continuó, pues, la caza con una obstinación digna de mejor suerte; pero hasta los más inofensivos pajarillos parecía que habían adivinado nuestra intención hostil. Nos fue completamente imposible acercarnos a algunos de ellos.
Caminábamos entre los arrozales examinando ya un lado del camino, ya otro, volviendo atrás a fin de no alejarnos mucho del campamento; pero todo en vano. A las seis y media los cartuchos de nuestras escopetas estaban intactos. Aunque hubiéramos hecho la expedición con bastones, el resultado hubiera sido el mismo. Yo miraba al capitán Hod. Caminaba apretando los dientes, frunciendo el entrecejo y próximo a estallar de cólera. Murmuraba entre dientes algunas palabras de vanas amenazas contra todo ser viviente de pluma o de pelo que apareciese en la llanura. Evidentemente, estaba dispuesto a descargar su fusil contra un objeto cualquiera, aunque fuese un árbol o una roca, medio cinegético de desahogar la cólera. El arma le ardía entre los dedos; unas veces la llevaba terciada, otras se la echaba a la espalda cruzando el portafusil, y otras se la echaba al hombro como a pesar suyo.
Gumí, que le observaba, me dijo:
—El capitán se volverá loco si esto continúa.
—Sí —respondí yo—; y de buena gana pagaría treinta chelines por la más modesta paloma doméstica que una mano caritativa pusiera a su alcance. Esto le calmaría.
Pero ni por treinta chelines, ni por el doble, ni por el triple hubiéramos podido proporcionarnos a semejantes horas la menos costosa y más vulgar de las aves de caza. La campiña estaba desierta y no veíamos ni granjas, ni aldeas.
A la verdad, creo que si hubiera sido posible habría enviado a Gumí a comprar a cualquier precio un ave, aunque fuera un pollo desplumado, para entregarlo en represalia a los tiros de nuestro capitán.
La noche se acercaba. Antes de una hora no habría ya claridad suficiente para continuar la infructuosa expedición. Aunque habíamos convenido en no volver al campamento con los morrales vacíos, tendríamos que hacerlo, a no ser que nos resignáramos a pasar la noche en la llanura. Pero la noche amenazaba ser lluviosa y además el coronel Munro y Banks, no viéndonos llegar, se habrían alarmado mucho y era preciso evitarles esta inquietud.
El capitán Hod, con los ojos desmesuradamente abiertos, mirando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, con la prontitud de un ave, marchaba a diez pasos delante de nosotros y en una dirección que positivamente no nos acercaba a la «Casa de Vapor».
Yo iba a apresurar el paso para detenerle y decirle que renunciara al fin a luchar contra la mala suerte, cuando se oyó un gran ruido de alas a mi derecha.
Miré: una masa blanquecina se levantaba lentamente por encima de un matorral.
Inmediatamente, antes de que tuviera el capitán tiempo de volverse, me eché la escopeta a la cara y sucesivamente disparé los dos tiros.
El ave desconocida cayó pesadamente al extremo de un arrozal.
Gumí se lanzó de un salto, se apoderó de ella y se la llevó al capitán.
—En fin —exclamó el capitán—, si monsieur Parazard no está contento, que se eche de cabeza en su marmita.
—¿Pero, a lo menos, esa ave se come? —inquirí yo.
—Ciertamente, a falta de otra —replicó el capitán.
—Afortunadamente nadie le ha visto a usted —me dijo Gumí.
—¿He cometido alguna falta?
—Ha matado usted a un pavo real y está prohibido matarlos porque son aves sagradas en toda la India.
—¡Lleve el diablo a estas aves sagradas y a los que las consagran! Este está muerto: lo comeremos devotamente, si tú quieres, pero lo comeremos.
En efecto, en el país de los brahmanes, desde la expedición de Alejandro, época en la cual se extendió por la península, el pavo real es un animal sagrado entre todos. Los indios le tienen como emblema de la diosa Saravasti, que preside los matrimonios y los nacimientos, y está prohibido destruir este volátil bajo penas que la ley inglesa ha confirmado.
Aquel ejemplar de las gallináceas que excitó el júbilo del capitán Hod era magnífico; tenía alas de un color verde oscuro con reflejos metálicos y una franja dorada en los extremos. Su cola abundante y llena de ojos formaban un soberbio abanico de barbas sedosas.
—¡En marcha! ¡En marcha! —dijo el capitán—. Mañana monsieur Parazard nos dará pavo real en la comida, y digan lo que quieran todos los brahmanes de la India. Si el pavo real no es en suma más que una gallina presuntuosa, este, con sus plumas artísticamente dispuestas, hará un buen efecto en nuestra mesa.
—En fin, ya está usted satisfecho, capitán.
—Satisfecho… de usted, sí, mi amigo, pero de ninguna manera estoy contento de mí. No ha terminado la mala suerte y será preciso que al fin acabe. En marcha.
Nos dirigimos hacia el campamento, del que estábamos separados todavía tres millas. En el camino, que serpenteaba entre espesos matorrales de bambúes, marchábamos uno detrás de otro el capitán y yo. Gumí llevaba el morral, a dos o tres pasos a retaguardia. El sol no había desaparecido todavía, pero estaba oculto por gruesas nubes y era preciso buscar la senda en una semioscuridad.
De improviso, salió de una espesura de la derecha un formidable rugido, el cual me sorprendió tanto que me detuve bruscamente a pesar mío.
El capitán Hod me asió de la mano, exclamando:
—¡Un tigre!
Después se le escapó un juramento.
—¡Trueno de las Indias! —exclamó—. No tenemos más que perdigones en nuestras escopetas.
Era una gran verdad: ni Hod, ni Gumí, ni yo llevábamos cartuchos con bala.
Por lo demás, no hubiéramos tenido tiempo de volver a cargar nuestras armas.
Diez segundos después de haber lanzado un rugido, el animal saltaba fuera de la espesura y caía a veinte pasos de nosotros en el camino.
Era un magnífico tigre de esa especie que los indios llaman comedores de hombres, feroces carnívoros cuyas víctimas se cuentan anualmente por centenares.
La situación era angustiosa.
Yo miraba al tigre; lo devoraba con los ojos, y confieso que el fusil me temblaba en la mano. Tenía de 9 a 10 pies de longitud y pelo de color de naranja sembrado de rayas blancas y negras.
Él nos miraba también: sus ojos de gato brillaban en la penumbra; su cola se arrastraba por el suelo y su cuerpo se replegaba como para lanzarse.
Hod no había perdido su serenidad. Apuntaba al animal y murmuraba con un acento imposible de describir:
—¡Perdigones nada más! ¡Matar un tigre con perdigones! Si no le tiro a boca de jarro y no le meto la carga en los ojos, estamos…
El capitán no pudo acabar. El tigre se adelantaba lentamente. Gumí, que se había agazapado detrás de nosotros, le apuntaba también; pero su fusil no tenía carga bastante. En cuanto al mío, no estaba siquiera cargado.
Quise tomar un cartucho de mi cartuchera.
—Quédese usted completamente inmóvil —me dijo el capitán en voz baja—. Al menor movimiento el tigre saltaría, y es preciso que no lo haga.
Los tres permanecimos inmóviles.
El tigre se adelantaba lentamente. Su cabeza, que poco antes se movía de un lado a otro, quedó inmóvil. Sus ojos nos miraban fijamente, pero como a hurtadillas, y su vasta mandíbula entreabierta, que rozaba la tierra, parecía aspirar las emanaciones de la carne humana.
En breve el formidable animal no estuvo más que a diez pasos del capitán.
Hod, bien afirmado sobre sus piernas e inmóvil como una estatua, concentraba toda su vida en la mirada. La espantosa lucha que se preparaba, de la cual quizá ninguno de nosotros iba a salir con vida, le tenía tan sereno como de costumbre. En aquel momento creí que el tigre iba a saltar por fin. Anduvo todavía cinco pasos y yo tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no gritar al capitán Hod:
—Tire usted, capitán.
No; el capitán tenía razón, y era aquel evidentemente el único medio de salvación; quería quemar los ojos del animal, pero para esto era preciso tirarle a boca de jarro.
El tigre dio entonces tres pasos más y se enderezó para lanzarse.
Oyose una violenta detonación, que fue seguida casi inmediatamente de otra.
Esta segunda detonación se produjo en el cuerpo mismo del animal, que, después de tres o cuatro sacudidas y otros tantos rugidos de dolor, cayó exánime en el suelo.
—¡Maravilloso! —exclamó el capitán Hod—. Mi fusil estaba cargado con bala, y con la bala explosiva. Gracias, Fox, gracias.
—¿Es posible? —exclamé yo.
—Vea usted —y poniendo el arma en tierra sacó el cartucho del cañón de la izquierda.
Era un cartucho con bala. Todo quedó explicado.
El capitán Hod tenía una carabina de dos cañones y un fusil de caza también doble, ambos del mismo calibre; y Fox, a la vez que, por equivocación, había cargado la carabina con cartuchos de perdigones, había cargado el fusil de caza con cartuchos de bala explosiva: error que si la víspera había salvado al leopardo, aquel día nos había salvado a nosotros.
—Sí —respondió el capitán Hod—, y jamás me he encontrado tan cerca de la muerte.
Media hora después estábamos de vuelta en el campamento, y Hod llamaba a Fox y le narraba lo ocurrido.
—Mi capitán —respondió el asistente—, eso prueba que en vez de dos días de arresto, merezco cuatro, porque me he equivocado dos veces.
—Ese es mi parecer —respondió el capitán Hod—; pero como tu error me ha valido matar el tigre número cuarenta y uno, soy también de opinión de ofrecerte esta guinea.
—Opino que la debo tomar —respondió Fox metiéndosela en el bolsillo.
Tales fueron los incidentes que marcaron el primer encuentro del capitán Hod con su tigre número 41.
El doce de junio por la noche nuestro tren se detenía cerca de una aldea poco importante, y al día siguiente marchábamos para atravesar los 150 kilómetros que nos separaban todavía de las montañas del Nepal.