La India comparte con ciertos territorios del Brasil, entre otros el de Río de Janeiro, el privilegio de ser el país más azotado por las tempestades entre todos los del Globo. Si en Francia, Inglaterra, Alemania, parte media de Europa, se calculan en más de veinte por año los días en que se oye el ruido del trueno, conviene saber que en la península india este número asciende anualmente a más de cincuenta.
Esto respecto de la meteorología general. En nuestro caso particular, a causa de las circunstancias en que la tempestad se producía, debíamos esperar que tuviera una gran violencia.
Cuando entramos en la «Casa de Vapor», consulté el barómetro y observé que había habido una bajada súbita de dos pulgadas en la columna mercurial, que estaba a 27 pulgadas, cuando poco antes había estado a 29 pulgadas[3].
Comuniqué esta observación al coronel Munro, y me dijo:
—Estoy alarmado por la ausencia del capitán Hod y de sus compañeros. La tempestad es inminente; la noche viene y las tinieblas se presentan. Los cazadores siempre se alejan más de lo que prometen y también más de lo que ellos mismos quisieran. ¿Cómo podrán hallar el camino para volver con semejante oscuridad?
—Están locos —dijo Banks—. Imposible hacerles oír la razón. Ciertamente hubiera valido más que se hubiesen quedado.
—Sin duda, Banks; pero ya han marchado —respondió el coronel Munro—, y es preciso hacer lo posible para que hallen el camino de regreso.
—¿No hay medio de hacerles una señal que les indique dónde estamos? —pregunté yo al ingeniero.
—Sí —contestó Banks—, encendiendo nuestros fanales eléctricos, que son de un gran poder de iluminación y se ven de muy lejos. Voy a establecer la corriente.
—¡Excelente idea, Banks!
—¿Quiere usted que salga yo en busca del capitán? —preguntó el sargento.
—No, mi buen Neil —respondió el coronel Munro—, porque no los encontrarías y te perderías tú.
Banks se puso en disposición de utilizar los fuegos; estableció la corriente, y en breve los dos ojos del Gigante de Acero, como dos faros, prolongaban su haz luminoso a través de la sombra que hacían los bananeros. Cierto que en aquella noche oscura el alcance de los fanales debía ser muy considerable y podía guiar a nuestros cazadores.
En aquel momento se desencadenó una especie de huracán con extrema violencia, desgarrando las cimas de los árboles, oblicuando hacia el suelo y ululando a través de los troncos de los bananeros, como si hubiera atravesado los tubos sonoros de un órgano.
Los dos ojos del Gigante de Acero prolongaban su haz luminoso a través de la sombra.
Una granizada de ramas muertas y un aluvión de hojas arrancadas llenó el camino. La techumbre de la «Casa de Vapor» resonó como un quejido lastimero bajo aquel alud que producía un ruido continuo.
Fue preciso ponemos a cubierto en el salón y cerrar todas las ventanas. Pero aún no caía lluvia ninguna.
—Es una especie de tifón —dijo Banks.
Los indios dan este nombre a los huracanes impetuosos y repentinos que devastan más particularmente las regiones montañosas, y son muy temidos en el país.
—¡Storr! —gritó Banks, dirigiéndose al maquinista—. ¿Has cerrado bien las ventanas de la torrecilla?
—Sí, señor —respondió el maquinista—; no hay nada que temer.
—¿Dónde está Kaluth?
—Acaba de cargar de combustible el ténder.
—Mañana —añadió el ingeniero—, para recoger combustible no tendremos más trabajo que bajar por él; el viento se ha hecho leñador y nos ahorra el trabajo de cortar leña. Mantén la presión, Storr, y después vuelve a ponerte a cubierto.
—Al instante.
—¿Están llenos los baldes, Kaluth? —preguntó Banks.
—Sí, señor —respondió el fogonero—. El repuesto de agua está completo.
—Bien; entra, entra.
El maquinista y el fogonero entraron a los pocos instantes en el segundo carruaje.
A la sazón, los relámpagos eran frecuentes y la explosión de las nubes eléctricas despedía un sordo y prolongado ruido. El tifón no había refrescado la atmósfera; era un viento tórrido, un soplo abrasador que quemaba como si hubiera salido de la boca de un horno.
Sir Edward Munro, Banks, MacNeil y yo no dejábamos el salón más que para asomamos a la galería. Al mirar las altas copas de los bananeros, las veíamos dibujarse como un fino encaje negro sobre el fondo encendido del cielo. No había un relámpago que no fuese seguido a los pocos segundos por el rugido del trueno. No había tenido tiempo de extinguirse un eco, cuando se repetía un nuevo estallido. El ruido era profundo y continuo, y sobre él se destacaban a veces detonaciones secas de esas que Lucrecio ha comparado tan justamente con el ruido del papel que se desgarra.
—¿Cómo es que la tempestad no les ha hecho regresar todavía? —decía el coronel Munro.
—Quizá —respondió el sargento— el capitán Hod y sus compañeros han encontrado abrigo en el bosque, en el hueco de algún árbol o de alguna roca, y no vendrán hasta mañana.
Banks movió la cabeza muy alarmado; no parecía ser de la opinión de MacNeil.
En aquel momento, eran ya cerca de las nueve, comenzó la lluvia a caer con gran violencia mezclada de enormes granizos que nos lapidaban y saltaban sobre el techo de la «Casa de Vapor». Era como un redoble seco de tambores, y hubiera sido imposible oír una conversación aun cuando los estallidos del trueno no hubieran llenado el espacio. Las hojas de los bananeros, desmenuzadas por el granizo, revoloteaban por todas partes.
Banks no podía hacerse oír en medio de aquel tumulto, y, tendiendo los brazos, nos señaló los granizos que daban sobre los costados del Gigante de Acero.
¡Espectáculo sorprendente! Todo centelleaba al contacto de aquellos cuerpos duros. Parecía que caían de las nubes verdaderas gotas de un metal en fusión, que, chocando con el acero, despedían chorros luminosos. Aquel fenómeno indicaba hasta qué punto la atmósfera estaba saturada de electricidad. La batería fulminante la atravesaba sin cesar hasta tal punto, que todo el espacio parecía en vivas llamas.
Banks, con un imperioso ademán, nos hizo entrar en el salón y cerró la puerta que daba a la galería. Había, en efecto, grave peligro en exponerse al aire libre al choque de las influencias eléctricas.
Estábamos envueltos por una oscuridad que hacía más completa la fulguración exterior. Entonces, con admiración nuestra, vimos que la saliva que escupíamos era luminosa. Era necesario que estuviésemos impregnados del fluido ambiente hasta un punto extraordinario, para que se verificase aquel fenómeno.
Escupíamos fuego, para emplear la expresión que ha servido para caracterizar este fenómeno, raras veces observado, pero siempre espantoso. A la verdad, en medio de aquella conflagración continua, fuego en el interior, fuego en el exterior, entre el redoble de los truenos acentuados por los estallidos de las exhalaciones, el corazón más firme no podía menos de acelerar sus latidos.
—¿Dónde estarán? —dijo el coronel Munro.
—En efecto, ¿qué será de ellos? —respondió Banks.
Todos estábamos tristemente alarmados y no podíamos hacer nada para auxiliar al capitán Hod y a sus compañeros, amenazados tan seriamente.
En efecto, si habían encontrado algún abrigo, no podía ser sino bajo los árboles, y sabido es cuántos peligros se corren en estas condiciones durante una tempestad. En medio de aquel bosque tan denso, ¿cómo habrían podido colocarse a cinco o seis metros de la vertical que pasa por el extremo de las ramas más largas, como se recomienda a las personas que se hallan sorprendidas en las inmediaciones de los árboles?
Todas estas reflexiones me ocurrían cuando un trueno más seco que los otros estalló de repente, medio segundo después de haber brillado el relámpago.
La «Casa de Vapor» tembló y se vio como levantada sobre sus resortes. Yo creí que el tren iba a ser derribado.
Al mismo tiempo llenó el espacio un olor fuerte y penetrante de vapores nitrosos; y, en efecto, el agua de lluvia recogida durante la tormenta contenía gran cantidad de ácido nítrico.
—Ha caído un rayo —dijo MacNeil.
—¡Storr! ¡Kaluth! ¡Parazard! —llamó Banks.
Los tres llegaron al salón. Por fortuna, ninguno había sido herido. El ingeniero abrió entonces la puerta de la galería y se adelantó al balcón.
—Allí; miren ustedes —dijo.
El rayo había caído en un enorme bananero, a diez pasos a la izquierda del camino. Bajo el incesante resplandor eléctrico se veía como en pleno día. El inmenso tronco, que ya no podía ser sostenido por sus renuevos, había caído sobre los árboles inmediatos; su corteza se había desprendido en toda su longitud y se agitaba al viento como una serpiente que se retuerce en el aire.
—Unas cuantas varas más, y la «Casa de Vapor» hubiera sido herida por el rayo —dijo el ingeniero—. Permanezcamos aquí, sin embargo; todavía este es un abrigo más seguro que el de los árboles.
—Permanezcamos —respondió el coronel Munro.
En aquel momento se oyeron gritos; eran nuestros compañeros.
—Es la voz de Parazard —dijo Storr.
En efecto, el cocinero, que estaba en la última galería, nos llamaba a grandes gritos.
Acudimos allá.
A menos de cien metros detrás del tren y a la derecha del campamento, estaba ardiendo el bosque de bananeros. Las más altas cimas de los árboles desaparecían ya bajo una cortina de llamas. El incendio se desarrollaba con una intensidad increíble y se dirigía hacia la «Casa de Vapor» más rápidamente de lo que hubiera podido creerse.
El peligro era inminente. Una larga sequía y la elevación de la temperatura durante los tres meses de la estación calurosa, habían agostado árboles, arbustos y hierbas; el incendio se alimentaba de todo aquel combustible inflamable y, como sucede frecuentemente en la India, el bosque entero iba a ser probablemente devorado.
En efecto, se veía el fuego extender el círculo de su acción y aproximarse a nosotros. Si llegaba al sitio del campamento, en tres minutos quedarían destruidos los dos coches, porque sus delgadas tablas no podían defenderse del fuego como las espesas paredes de acero de una caja para guardar valores.
Permanecimos en silencio delante de aquel nuevo peligro. El coronel Munro se cruzó de brazos, y dijo:
—Banks, a ti te toca sacarnos de este apuro.
—Sí, Munro —respondió el ingeniero—; y como no tenemos medio ninguno de apagar el incendio, es preciso huir de él.
—¿A pie? —pregunté yo.
—No, con nuestro tren.
—¿Y el capitán Hod y sus compañeros? —dijo MacNeil.
—Nada podemos hacer por ellos. Si no están de vuelta antes de nuestra partida, tendremos que marchar a pesar de todo.
—No debemos abandonarlos —dijo el coronel.
—Munro —respondió Banks—, cuando el tren esté en seguridad, fuera del alcance del fuego, volveremos y recorreremos el bosque hasta que los hayamos encontrado.
—Sea como quieras, Banks —respondió el coronel, que cedió al fin a la opinión del ingeniero, en realidad la única que podía seguirse.
—¡Storr —dijo Banks—, a la máquina; Kaluth, a la caldera! ¿Qué presión indica el manómetro?
—Dos atmósferas —respondió el maquinista.
—Es absolutamente necesario que dentro de diez minutos tengamos cuatro. Vamos, amigos míos, manos a la obra.
El maquinista y el fogonero no perdieron un instante. En breve salieron torrentes de humo negro de la trompa del elefante, mezclándose con los torrentes de lluvia que el Gigante parecía desafiar, respondiendo con torbellinos de chispas a los relámpagos que abrasaban el espacio. Por la chimenea salía un chorro de vapor y el tiro artificial activaba el calor de la leña que Kaluth ponía en el fogón.
Sir Edward Munro, Banks y yo habíamos permanecido en la galería posterior, observando el incremento que tomaba el incendio en el bosque. Este era rápido y espantoso; los grandes árboles se destrozaban en aquel inmenso hogar; las ramas estallaban como tiros de revólver; las llamas se retorcían de un tronco a otro; el fuego se comunicaba a nuevos combustibles. En cinco minutos el incendio había adelantado cincuenta pasos, y las llamas, como una cabellera suelta y agitada a impulso del viento, se elevaban a tal altura, que los relámpagos las surcaban en todos sentidos.
—Es preciso marchar antes de cinco minutos —dijo Banks—; de lo contrario todo el tren se quemará.
—Muy deprisa avanza ese incendio —observé yo.
—Nosotros caminaremos más deprisa que él.
—Si Hod estuviese aquí, si hubieran regresado ya nuestros compañeros… —dijo sir Edward Munro.
—Daremos algunos silbidos —exclamó el ingeniero—; puede que los oigan.
Y precipitándose a la torrecilla, hizo resonar el aire con los sonidos agudos que dominaban el ruido profundo del trueno y debían llegar muy lejos. El lector puede figurarse esta situación; yo no podría pintarla.
Por una parte, la necesidad de huir lo más pronto posible; por otra, la obligación de esperar a los que no habían regresado todavía.
Banks volvió a la galería posterior. El incendio llegaba a menos de cincuenta pasos de la «Casa de Vapor». Sentíase a nuestro alrededor un calor insostenible, y el aire iba a hacerse en breve impropio para la respiración. Muchos leños encendidos caían ya en nuestro tren. Por fortuna, la lluvia torrencial lo protegía en cierto modo, pero evidentemente no podría defenderle del ataque directo del fuego.
La máquina continuaba lanzando sus silbidos estridentes, pero ni Hod, ni Fox, ni Gumí volvían.
En aquel momento el maquinista se llegó a Banks y le dijo:
—Ya estamos en presión.
—Pues bien, en marcha, Storr —respondió Banks—, pero no muy deprisa…; lo necesario solamente para ponemos fuera del alcance del incendio.
—Espera, Banks, espera —dijo el coronel Munro, que no podía decidirse a dejar el campamento.
—Esperaré tres minutos, Munro —respondió fríamente Banks—; pero nada más. Dentro de tres minutos el fuego llegará a la cola del tren.
Pasaron dos minutos; ya era imposible permanecer en la galería, ni siquiera poner la mano sobre la barandilla de hierro, que quemaba. Permanecer algunos instantes más hubiera sido cometer la última imprudencia.
—En marcha, Storr —gritó Banks.
—¡Ah! —exclamó el sargento.
—¡Ya vienen! —dije yo.
El capitán Hod y Fox aparecieron entonces a la derecha del camino, llevando en sus brazos a Gumí como un cuerpo inerte, y llegaron al estribo de atrás.
—¡Muerto! —murmuró Banks.
—No; herido por el rayo, que le ha roto el fusil en la mano y paralizado la pierna izquierda.
—Bendito sea Dios —dijo Munro.
—Gracias, Banks —añadió el capitán—. Sin los silbidos de la máquina no hubiéramos podido encontrar el campamento.
—¡En marcha! —gritó Banks—. ¡En marcha!
Hod y Fox subieron al tren, y a Gumí, que no había perdido el uso de sus sentidos, le dejaron en su cuarto.
—¿Qué presión tenemos? —inquirió Banks, dirigiéndose al maquinista.
—Cerca de cinco atmósferas —respondió Storr.
—En marcha —repitió Banks.
Eran las diez y media. Banks y Storr pasaron a la torrecilla. Se abrió el regulador, el vapor se precipitó en los cilindros, oyéronse los primeros relinchos y el tren se adelantó con moderada celeridad en medio de los fuegos eléctricos de los fanales y de las fulguraciones del cielo.
En pocas palabras el capitán Hod nos contó lo que había pasado durante su excursión. Sus compañeros y él no habían encontrado huellas de animales. Con la tempestad, la oscuridad se había hecho más rápida y profunda de lo que pensaban; y el primer trueno les sorprendió cuando se hallaban a más de tres millas de distancia del campamento. Entonces quisieron regresar; pero por más que hicieron para orientarse, se perdieron en medio de los grupos de bananeros, tan iguales entre sí, sin que ningún sendero pudiera indicarles la dirección que debían seguir.
La tempestad estalló en breve con violencia extrema en el momento en que los tres se hallaban fuera del alcance de los fuegos eléctricos, y, por consiguiente, cuando no podían dirigirse en línea recta hacia la «Casa de Vapor». La lluvia y el granizo caían a torrentes y no tenían abrigo alguno más que el insuficiente que les prestaban las copas de los árboles, que no tardaron en estar acribilladas de granizo.
De repente, estalló un trueno al mismo tiempo que un relámpago inmenso, y Gumí cayó al suelo cerca del capitán Hod y a los pies de Fox. Del fusil que tenía en la mano no quedaba más que la culata. Cañones, batería, gatillo, todo lo que era metal había desaparecido.
Sus compañeros le creyeron muerto; mas, por fortuna, no lo estaba. Solo su pierna izquierda, aunque no directamente atacada por el fluido, se encontraba paralizada y le era imposible dar un paso. Fue, pues, preciso llevarle. En vano dijo a sus compañeros que le dejaran y volviesen luego por él; no quisieron consentirlo, y, llevándole uno por los hombros y otro por los pies, se aventuraron a caminar por en medio del oscuro bosque.
Durante dos horas vagaron sin rumbo, vacilando, deteniéndose, volviendo a marchar, sin hallar nada que les indicase la dirección en que estaba la «Casa de Vapor».
Al fin oyeron los silbidos del tren, más perceptibles que lo hubiera sido un tiro de fusil en medio del estrépito de los elementos. Era la voz del Gigante de Acero. Un cuarto de hora después, los tres llegaban en el momento en que el tren iba a marchar. Ya era tiempo.
Entretanto, el tren corría por el camino ancho y unido del bosque; el incendio corría también con la misma velocidad que él. Lo que hacía el peligro más inminente era que el viento había variado, como sucede con frecuencia durante estos meteoros tempestuosos. En vez de soplar de costado, soplaba a la sazón por la parte posterior del tren y con su violencia activaba la combustión como un ventilador que satura un hogar de oxígeno. El incendio ganaba terreno visiblemente. Las ramas en ignición, los trozos de leña ardiendo, llovían entre una nube de ceniza caliente levantada del suelo, como si algún cráter hubiera vomitado al espacio sus materias eruptivas, y verdaderamente no podía compararse aquel incendio más que con la corriente de un río de lava desarrollándose por los campos y devorándolo todo a su paso. Banks vio aquella escena, y aunque no la hubiera visto, la habría sentido por el calor tórrido que envolvía la atmósfera.
Apresurose, pues, la marcha, aunque había algún peligro en apresurarla por aquel camino desconocido. Pero el camino, invadido entonces por las aguas del cielo, tenía baches tan profundos que la máquina no pudo andar todo lo que el ingeniero hubiera querido.
Hacia las once y media oyose un nuevo estallido de un trueno, que fue terrible, y hubo una nueva explosión. Todos dimos un grito. Creíamos que Banks y Storr habían sido heridos en la torrecilla desde donde dirigían la marcha del tren.
Pero no; era nuestro elefante el que acababa de sufrir la descarga eléctrica en la punta de una de sus largas orejas pendientes.
Por fortuna, no resultó de aquí ningún daño para la máquina; antes bien, pareció que el Gigante de Acero quiso responder al ruido de la tempestad con sus gritos más precipitados.
—¡Vaya! —chilló Hod—. ¡Viva! Un elefante de carne y hueso habría sido muerto por el rayo; tú le desafías y nada puede detenerte. ¡Viva el Gigante de Acero!
Por espacio de media hora el tren mantuvo su distancia. Temiendo algún choque violento con algún obstáculo, Banks no le lanzaba más que a la velocidad necesaria para que el fuego no llegase hasta nosotros.
Desde la galería, donde Munro, Hod y yo nos habíamos situado, vimos pasar grandes sombras que saltaban de un lado a otro entre el incendio y los relámpagos. Eran, al fin, las fieras.
Por precaución, el capitán Hod cogió su fusil, porque era posible que las fieras, asustadas, quisieran arrojarse sobre el tren para encontrar en él un refugio.
En efecto, un tigre enorme lo intentó; pero al lanzarse, de un salto prodigioso, fue cogido por el cuello entre dos renuevos de bananero. El árbol principal, encorvándose entonces bajo el impulso de la tempestad, puso en tensión sus renuevos como dos inmensas cuerdas, que estrangularon a la fiera.
—¡Pobre animal! —se lamentó Fox.
—Estas fieras —respondió Hod indignado— han nacido para ser muertas por una granizada de balas de carabina y no para ser ahorcadas. Sí, pobre animal.
En verdad que perseguía una mala suerte al capitán Hod. Cuando buscaba tigres, no los veía, y cuando no los buscaba, pasaban por delante de él como al vuelo, sin que pudiera tirarles, o se ahorcaban como un ratón entre los alambres de una ratonera.
A la una de la madrugada el peligro, grande hasta entonces, se hizo mucho mayor.
Bajo la influencia de los vientos que saltaban de todos los puntos de la brújula, el incendio llegó hasta la delantera del camino y estábamos ya absolutamente cercados por las llamas.
Sin embargo, la violencia de la tempestad había disminuido mucho, como sucede casi invariablemente cuando pasa por algún bosque, cuyos árboles agotan poco a poco la materia eléctrica; pero si los relámpagos eran más raros y los truenos más espaciados, si la lluvia caía con menos fuerza, el viento continuaba siempre soplando por la superficie del suelo con un increíble furor.
A todo riesgo fue preciso apresurar la marcha del tren aunque hubiera que chocar contra algún obstáculo o precipitarle en algún barranco.
Esto fue lo que hizo Banks con una serenidad admirable, con la cara fija en los cristales lenticulares de la torrecilla y sin dejar la mano del regulador.
El camino parecía medio abierto entre dos paredes de fuego y era necesario pasar por medio de ellas.
Banks se lanzó resueltamente con una velocidad de seis a siete millas.
Yo creía que nos íbamos a quedar allí, sobre todo cuando fue preciso pasar por un sitio muy estrecho y de una longitud de cincuenta metros rodeado de llamas.
Las ruedas del tren chillaron al pasar sobre los carbones encendidos que cubrían el suelo, y una atmósfera ardiente nos envolvió a todos.
Pero habíamos logrado pasar.
Al fin, a las dos, el extremo del bosque apareció a la luz de espaciados relámpagos. Detrás de nosotros se desarrollaba un vasto panorama de llamas. El incendio no debía apagarse sino después de haber devorado hasta el último bananero del inmenso bosque.
Al nacer el día el tren se detuvo; la tempestad se había disipado enteramente y se dispuso el campamento provisional.
Nuestro elefante, que fue revisado con cuidado, tenía la punta de la oreja derecha agujereada en varias partes en direcciones diversas.
Seguramente, bajo una exhalación semejante, cualquier otro animal que no hubiera sido de acero, habría caído para no levantarse más, y el incendio habría devorado rápidamente todo el tren.
A las seis de la mañana, después de un breve descanso, tomamos de nuevo el camino, y a las doce acampamos en los alrededores de Rewah.