El seis de mayo, al amanecer, salí del hotel «Spencer», uno de los mejores de Calcuta, donde vivía desde mi llegada a la capital de la India. Esta gran ciudad no tenía ya secretos para mí. Paseos matutinos a pie en las primeras horas del día; paseos por la tarde en coche por el Strand hasta la explanada del fuerte William, entre hermosos carruajes de europeos, que se cruzan desdeñosamente con los, no menos hermosos, de los ricos babúes indígenas; caminatas a través de las calles de los mercaderes, que tan justamente llevan el nombre de bazares; visitas a los jardines botánicos del naturalista Hooker; a madame Kali, la horrible mujer de cuatro brazos, diosa feroz de la muerte, que se oculta en un templete de uno de los arrabales, en los cuales se codean la civilización moderna y la barbarie indígena; todo lo había hecho ya. Contemplar el palacio del virrey, que se levanta precisamente enfrente del hotel «Spencer»; y admirar el curioso palacio de Chowringhi Road, y la Town Hall, consagrada a la memoria de los grandes hombres de nuestra época; estudiar atentamente, en todos sus detalles, la interesante mezquita de Hougli; recorrer el puerto, lleno de los más hermosos buques del comercio y de la marina inglesa; despedirme de los arguilas, ayudantes o filósofos (estas aves tienen tantos nombres), que están encargados de limpiar las calles y conservar la ciudad en estado perfecto de salubridad; todo esto estaba hecho también, y ya no tenía que hacer más que marchar.
Aquella mañana, un palki-ghari, especie de mal carruaje de cuatro ruedas, tirado por dos caballos e indigno de figurar entre los productos del arte inglés de hacer vehículos, vino a buscarme a la plaza del Gobierno, y en breve me dejó a la puerta del bungalow del coronel Munro.
A cien pasos fuera del arrabal nos esperaba nuestro tren; no había que hacer más que mudarnos.
Excusado es decir que nuestros equipajes se hallaban ya previamente colocados en la habitación especial destinada a ellos. Además, no llevábamos más que lo necesario. Solo en materia de armas, el capitán Hod había creído que lo indispensable no podía comprender menos de cuatro carabinas «Enfield» de balas explosivas, cuatro fusiles de caza y dos cajas de cartuchos, sin contar cierto número de fusiles y revólveres con que armar a toda nuestra gente. Estos pertrechos amenazaban más a las fieras que a la simple caza comestible; pero el «Nemrod» de nuestra expedición no consentía llevar menos.
Por lo demás, el capitán Hod estaba contentísimo. El placer de arrancar al coronel Munro de su soledad, de marchar a las provincias septentrionales de la India con un tren nunca visto; la perspectiva de ejercicios ultracinegéticos y de excursiones por las regiones del Himalaya, todo le animaba, todo le excitaba y le hacía manifestar su júbilo con interjecciones interminables y apretones de mano capaces de romperle a uno los huesos.
Llegó por fin la hora de la partida: la caldera estaba en presión; la máquina dispuesta a funcionar; el maquinista en su puesto, la mano en el regulador. Lanzose el silbido reglamentario.
—¡En marcha! —exclamó el capitán Hod agitando su sombrero—. ¡Gigante de Acero, en marcha!
El Gigante de Acero merecía verdaderamente este nombre y lo tuvo en lo sucesivo.
Unas palabras sobre el personal de la expedición que completaba el segundo coche.
El maquinista Storr era el primero, inglés, perteneciente a la compañía del ferrocarril meridional de la India, cuyo servicio había dejado hacía pocos meses. Banks le conocía y sabía que era muy capaz, por lo cual se había hecho entrar al servicio del coronel Munro. Era un hombre de cuarenta años, obrero hábil, muy entendido en las cosas de su oficio, y que debía prestarnos importantes servicios.
El fogonero se llamaba Kaluth. Era de esa clase de indios tan buscados por las compañías de ferrocarriles, que pueden soportar sin quejas el calor tropical de la India, aumentado con el de la caldera. Lo mismo sucede respecto de los árabes, a quienes las compañías de transportes marítimos confían este servicio durante la travesía del mar Rojo. Esta buena gente apenas se cuece donde los europeos se asarían en pocos minutos. También había sido la del fogonero una magnífica elección.
El ordenanza del coronel Munro era un indio de treinta y cinco años de edad, llamado Gumí, y de la raza de los gurkas. Pertenecía al regimiento que, para dar una prueba de buena disciplina, había aceptado el uso de las nuevas municiones que dieron ocasión, o a lo menos pretexto, a la rebelión de los cipayos. De corta estatura, activo, bien conformado y de una fidelidad a toda prueba, llevaba todavía el uniforme negro de la brigada de Rifles, al cual quería tanto como a su propio pellejo.
El sargento MacNeil y Gumí eran en cuerpo y alma dos fieles servidores del coronel Munro.
Después de haber combatido a su lado en todas las guerras de la India y de haberle ayudado en sus infructuosas tentativas para encontrar a Nana Sahib, le habían seguido a su retiro, resueltos a no separarse de él jamás.
Fox, inglés de pura sangre, muy alegre y comunicativo, era el asistente del capitán Hod, como Gumí lo era del coronel Munro. Fox tenía las mismas aficiones de cazador que su amo, y no hubiera cambiado su situación oficial por otra, cualquiera que fuese. Su astucia le hacía digno del nombre que llevaba: ¡Fox!, es decir, «Zorro», pero zorro que había dado muerte a treinta y siete tigres, tres menos que su capitán, y que no pensaba haber concluido la serie de sus hazañas.
Debe citarse también, para completar el personal de la expedición, a nuestro cocinero negro, que reinaba en la parte anterior de la segunda casa, en su departamento. Monsieur Parazard, tal era su nombre, francés de origen, que había guisado y asado manjares bajo todas las latitudes, creía desempeñar no un oficio vulgar, sino funciones de alta importancia. Tomaba aires de pontífice cuando sus manos se paseaban de una hornilla a otra distribuyendo con la precisión de un químico la pimienta, la sal y otros condimentos que daban realce a sus preparaciones científicas. En suma, como monsieur Parazard era hábil y aseado, se le perdonaba de buena gana su vanidad culinaria.
Así, pues, sir Edward Munro, Banks, el capitán Hod y yo en la primera casa; MacNeil, Storr, Kaluth, Gumí, Fox y monsieur Parazard en la segunda, diez personas en total, componíamos aquella expedición que se dirigía hacia el norte de la península, remolcada por el Gigante de Acero. No hay que olvidar tampoco los dos perros, Fan y Black, cuyas grandes cualidades en la caza de pelo y de pluma sabía apreciar perfectamente su amo, el capitán.
El país de Bengala es, quizá, si no la más curiosa, por lo menos la más rica de las presidencias del Indostán. No es, sin duda, el país de los rajás propiamente dicho, que comprende más especialmente el centro de aquel vasto territorio; pero esta provincia se extiende por una comarca muy poblada que puede considerarse como el verdadero país de los indios. Extiéndese, al norte, hasta las fronteras insuperables del Himalaya, y nuestro itinerario iba a permitirnos cortarlo oblicuamente.
Después de una discusión sostenida acerca de las primeras etapas, acordamos subir durante algunas leguas por la orilla del Hougli, que es un brazo del Ganges que pasa por Calcuta; dejar a la derecha la ciudad francesa de Chandernagor; desde allí seguir la línea del ferrocarril hasta Burdwan y después torcer camino, atravesar el Behar y volver a encontrar el Ganges en Benarés.
—Amigos míos —dijo el coronel Munro—, dejo a la discreción de ustedes la dirección del viaje…, decídanlo sin mí. Todo lo que ustedes acuerden estará bien hecho.
—Mi querido Munro —contestó Banks—, es conveniente, sin embargo, que des tu parecer.
—No, Banks —contestó el coronel—, te pertenezco y lo mismo me da visitar una provincia que otra. Sin embargo, haré una pregunta: cuando hayamos llegado a Benarés, ¿qué dirección seguiremos?
—La del norte —exclamó impetuosamente el capitán Hod—, el camino que sube directamente hasta las primeras estribaciones del Himalaya a través del reino de Oude.
—Pues bien, amigos míos, entonces… —dijo el coronel Munro—, quizá proponga a ustedes…, pero ya hablaremos de eso cuando sea tiempo. Hasta llegar a Benarés ustedes harán lo que les parezca.
Esta respuesta de sir Edward Munro no dejó de intrigarme un poco. ¿Cuál era su pensamiento? ¿No había consentido en emprender aquel viaje impulsado por la idea de que la casualidad le sirviera mejor que su voluntad le había servido hasta entonces en sus investigaciones? ¿Pensaba encontrar a Nana Sahib en el norte de la India? ¿Conservaba alguna esperanza de poder vengarse? En mi concepto, el coronel tenía alguna segunda intención y me pareció que el sargento MacNeil debía de estar en el secreto de su amo.
Durante las primeras horas de aquella mañana nos sentamos en el salón de la «Casa de Vapor». La puerta y las dos ventanas que daban a la galería estaban abiertas, y la punka agitaba el aire haciendo más soportable la temperatura.
El Gigante de Acero iba entonces al paso, andando una escasa legua por hora, que era todo lo que por el momento necesitaban unos viajeros como nosotros, deseosos de examinar el país que atravesábamos.
Cuando salimos de los arrabales de Calcuta nos siguió cierto número de europeos a quienes maravillaba nuestro tren, y nos acompañó una multitud de indios que lo consideraban con una especie de admiración temerosa. Aquella multitud fue poco a poco disminuyendo, pero no podíamos evitar las muestras de admiración de los transeúntes que prodigaban sus ¡wajs!, ¡wajs!, admirativos. Por supuesto que todas estas interjecciones se dirigían menos a los dos soberbios coches que al monstruoso elefante que los arrastraba, lanzando torbellinos de vapor.
A las diez se puso la mesa en el comedor, y menos sacudidos ciertamente que si hubiéramos estado en un coche salón de primera, hicimos honor al desayuno preparado por monsieur Parazard.
El camino que seguía nuestro tren costeaba entonces la orilla izquierda del Hougli, el más occidental de los muchos brazos del Ganges, cuyo conjunto forma la red inextricable de los Sunderbunds.
Toda esta parte del territorio está formada por aluviones.
—Todo lo que usted ve, mi querido Maucler —me dijo Banks—, es una conquista del río sagrado hecha a expensas del golfo, no menos sagrado, de Bengala; cuestión de tiempo. No hay quizá una partícula de esta tierra que no haya venido de las fronteras del Himalaya transportada por la corriente del Ganges. El río ha ido poco a poco desgranando la montaña para formar el suelo de esta provincia, donde se ha abierto un cauce…
—Que abandona con frecuencia por otro —añadió el capitán Hod—. ¡Ah!, este río Ganges es un río caprichoso, fantástico, lunático. Se construye una ciudad en sus orillas, y pocos siglos después esa ciudad está ya en medio de una llanura; sus muelles se encuentran secos, porque el río ha cambiado su dirección y su embocadura. Así Rajmahal y Gaur, ambas bañadas en otros tiempos por este río infiel, se mueren ahora de sed en medio de los arrozales agostados de la llanura.
—¿Y no puede temerse la misma suerte para Calcuta? —dije yo.
—¡Quién sabe!
—De todos modos, aún no estamos en ese caso —contestó Banks—. La cuestión es de diques, y, si es necesario, los ingenieros sabrán contener los desbordamientos de ese Ganges y ponerle camisa de fuerza.
—Por fortuna para usted, mi querido Banks —respondí yo—, los indios no le oyen hablar así de su río sagrado, porque, si le oyeran, no le perdonarían.
—En efecto —dijo Banks—, el Ganges es un hijo de Dios, si ya no Dios mismo, y nada de lo que hace está mal hecho a los ojos de los habitantes del país.
—Ni siquiera las fiebres, ni el cólera, ni la peste que conserva en estado endémico —exclamó el capitán Hod—. Es verdad que no por eso les va mal a los tigres ni a los cocodrilos que hormiguean en los Sunderbunds. Al contrario, parece que el aire apestado conviene a esos animales como el aire puro de un sanitarium a los anglo-indios durante la estación de los calores. ¡Ah carnívoros! ¡Fox! —añadió volviéndose a su asistente que servía a la mesa.
—¡Mi capitán! —respondió Fox.
—¿No es allí donde mataste el número treinta y siete?
—Sí, mi capitán, a dos millas del puerto Canning —dijo Fox—. Era una noche…
—Basta, Fox —dijo el capitán, apurando una gran copa de grog—. Conozco la historia del número treinta y siete. La del treinta y ocho me interesará más.
—El número treinta y ocho no está muerto todavía, mi capitán.
—Ya lo matarás, Fox, ya lo matarás, como yo mataré a mi número cuarenta y uno.
En las conversaciones del capitán Hod y de su asistente, la palabra tigre no se pronunciaba nunca, era inútil; los dos cazadores se comprendían.
A medida que adelantábamos camino, el Hougli, que tiene cerca de un kilómetro de anchura delante de Calcuta, se estrechaba poco a poco. Por encima de la ciudad, sus orillas son bastante bajas, y entre ellas con mucha frecuencia se forman formidables ciclones que extienden sus estragos por toda la provincia. Estos irresistibles meteoros, de los cuales uno de los mayores ejemplos fue el ciclón de 1864, destruyen barrios enteros, derriban centenares de casas unas sobre otras, devastan inmensas plantaciones y cubren las ciudades y la campiña de millares de cadáveres y de ruinas.
Sabido es que el clima de la India tiene tres estaciones: la de las lluvias, la estación fría y la estación de los calores. Esta última es la más corta, pero también la más penosa, y en ella los meses de marzo, abril y mayo, son los más temibles. Entre todos, mayo es el más cálido; y en esta época pasar al sol durante algunas horas del día es arriesgar la vida, a lo menos para los europeos. En efecto, es muy frecuente que aun a la sombra la columna termométrica suba a 106° Fahrenheit (unos 41° centígrados).
—¡Mi capitán! —respondió Fox.
Los hombres, dice monsieur Valbezen, respiran entonces como caballos fatigados, y, durante la guerra de represión, oficiales y soldados se veían obligados a recurrir a las duchas sobre la cabeza, a fin de evitar las congestiones.
Sin embargo, gracias a la marcha de la «Casa de Vapor», a la agitación de la capa de aire por los movimientos de la punka y a la atmósfera húmeda que circulaba a través de las mamparas regadas con agua, no sufríamos excesivo calor. Por otra parte, la estación de las lluvias, que dura desde junio hasta octubre, no estaba lejana, y era de temer que fuese más desagradable que la estación cálida. Sin embargo, en las condiciones en que se verificaba nuestro viaje, no teníamos nada grave que temer.
Hacia la una de la tarde, después de un hermoso viaje al paso, hecho sin salir de nuestra casa, llegamos a la vista de Chandernagor.
Yo había visitado ya esta parte del territorio, único rincón que le queda a Francia en toda la presidencia de Bengala. Esta ciudad, amparada por la bandera tricolor y que no tiene derecho a mantener más de quince soldados de guarnición, esta antigua rival de Calcuta en las luchas del siglo XVIII, está hoy muy decaída, sin industria, sin comercio, con sus bazares abandonados y su fortaleza desocupada. Quizá habría recobrado alguna vitalidad si el ferrocarril de Allahabad la hubiera atravesado, o por lo menos hubiera pasado junto a sus murallas; pero ante las exigencias del Gobierno francés, la compañía inglesa tuvo que dar una dirección oblicua a la vía para no pasar por aquel territorio, y Chandernagor perdió la única ocasión de recobrar alguna importancia comercial.
Nuestro tren, pues, no entró en la ciudad. Se detuvo a tres millas en el camino, a la entrada de un bosque de plátanos. Cuando se organizó el campamento parecía un principio de población que acababa de fundarse en aquel paraje. Pero la población era transportable, y al día siguiente, 7 de mayo, emprendiose la marcha, después de una noche tranquila pasada en nuestro cómodo aposento.
Durante aquel alto, Banks hizo renovar el combustible, pues aunque la máquina había consumido poco, el ingeniero quería que el ténder llevase siempre toda su carga; es decir, agua y combustible para marchar durante 60 horas seguidas. Esta regla se aplicaba también por el capitán Hod y su fiel Fox a su hogar interior; es decir, a su estómago, que ofrecía una gran superficie de calefacción y estaba siempre provisto de ese combustible azoado indispensable para dar movimiento y dirección a la máquina humana.
La etapa no debía ser larga esta vez. Íbamos a viajar por espacio de dos días y a descansar dos noches para llegar a Burdwan y visitar esta ciudad el día 9.
A las seis de la mañana, Storr dio un silbido agudo; limpió los cilindros y el Gigante de Acero tomó un paso un poco más rápido que el día anterior.
Durante algunas horas costeamos la vía férrea que por Burdwan se dirige a Rajmahal en el valle del Ganges y se extiende hasta más allá de Benarés. El tren de Calcuta pasó a nuestra vista con gran velocidad. Parecía desafiarnos con las aclamaciones admirativas de los viajeros, pero no respondimos a su desafío. Podían ir más rápidamente que nosotros, pero no más cómodamente.
El país que atravesamos durante aquellos dos días era invariablemente llano y, por lo mismo, monótono. Acá y allá se balanceaban algunos flexibles cocoteros, cuyas últimas muestras íbamos a dejar atrás al salir de Burdwan. Estos árboles, que pertenecen a la gran familia de las palmeras, prefieren las costas y las moléculas de aire marino mezcladas con la atmósfera que respiran. Así es que, fuera de la zona estrecha que confina con el litoral, no se les encuentra, y es inútil buscarlos en la India central. Pero la flora del interior no es menos interesante y variada.
A ambos lados del camino no se veía más que un inmenso tablero de arrozales que se extendían hasta perderse de vista. El suelo estaba dividido en cuadriláteros cercados como los pantanos o los parques de ostras de un litoral; pero el color verde dominaba y la recolección prometía ser muy buena en aquel territorio húmedo y cálido, cuya vista solo anunciaba su prodigiosa fertilidad.
A la noche siguiente, a la hora marcada y con una exactitud que hubiera envidiado un tren expreso, la máquina exhalaba su última bocanada de vapor, y el tren se detenía a las puertas de Burdwan.
Administrativamente esta ciudad es cabeza de un distrito inglés; pero, en propiedad, pertenece el distrito a un maharajá que no paga menos de diez millones de francos al Gobierno por vía de impuesto. La ciudad se compone en su mayor parte de casas bajas separadas por hermosas calles de árboles, cocoteros y otras especies, calles bastante anchas para dejar paso a nuestro tren.
Íbamos, pues, a acampar en un sitio delicioso, lleno de sombra y de frescura, y aquella tarde la capital del maharajá contó un pequeño barrio más; nuestro barrio portátil, nuestras dos casas que no hubiéramos cambiado por el barrio donde se levanta el palacio de arquitectura anglo-india del soberano de Burdwan.
Ya se supondrá que nuestro elefante produciría su efecto acostumbrado; es decir, una especie de terror admirativo en todos aquellos bengalíes que acudían de todas partes con la cabeza descubierta, el pelo cortado a lo Tito y sin más vestido en los hombres que un faldellín, y en las mujeres una túnica blanca que las envolvía de la cabeza a los pies.
—No tengo más que un temor —dijo el capitán Hod—, y es que al maharajá se le antoje comprar nuestro Gigante de Acero y que ofrezca tal cantidad que nos veamos obligados a vendérselo a Su Alteza.
—Jamás —respondió Banks—. En todo caso le construiría otro elefante cuando quisiera, tan poderoso que pudiera remolcar toda su capital desde un extremo de sus Estados al otro. Pero este no lo venderemos a ningún precio, ¿no es verdad, Munro?
—A ningún precio —respondió el coronel, en el tono de un hombre a quien la oferta de millones no podía seducir.
Por lo demás, no hubo necesidad de disputar sobre la venta de nuestro coloso: el maharajá no estaba en Burdwan y la única visita que recibimos fue la de su kamdar, especie de secretario particular que examinó nuestro tren. Hecho el examen, aquel personaje nos ofreció, y nosotros aceptamos de buena gana, acompañarnos a visitar los jardines del palacio, plantados de las más hermosas especies de vegetación tropical, y regados por aguas vivas que se distribuyen en estanques o corren en canales. Visitamos también el parque, adornado de quioscos fantásticos de magnifico efecto, alfombrado de prados llenos de verdor, poblado de ciervos, gansos y elefantes que representaban la fauna doméstica, y de leones, tigres, panteras y osos, representantes de la fauna salvaje, encerrados en soberbias casas de fieras.
—¡Tigres en jaula como si fueran pájaros, mi capitán! —exclamó Fox—. Esto da compasión.
—Sí, Fox —respondió el capitán—. Si se les consultara, estas honradas fieras preferirían vagar libremente por los bosques, aunque fuera a riesgo de encontrarse con la bala explosiva de una carabina.
—Lo comprendo, mi capitán —respondió con un suspiro el asistente.
Al día siguiente, 10 de mayo, salimos de Burdwan. La «Casa de Vapor», bien provista de todo lo necesario, atravesaba la vía férrea por un paso a nivel y se dirigía hacia Ramghur, ciudad situada a 75 leguas, poco más o menos, de Calcuta.
Este itinerario dejaba a su derecha la importante ciudad de Murchedabad, que no presenta nada de particular en su parte india, ni en su parte inglesa. Dejaba también a Monghir, especie de Birmingham del Indostán, situada sobre un promontorio que domina la corriente del río sagrado; y por último a Patna, capital del reino de Behar, que debíamos atravesar en dirección oblicua, centro importante del comercio del opio y que tiende a desaparecer bajo la invasión de las plantas trepadoras, abundantes en su territorio. Pero teníamos una cosa mucho mejor que hacer y era seguir una dirección más meridional, dos grados más abajo del valle del Ganges.
Durante esta parte del viaje, el Gigante de Acero sostuvo un ligero trote que nos permitió apreciar la excelente instalación de nuestras casas suspendidas sobre resortes. El camino, por otra parte, era hermoso y se prestaba a la prueba. ¿Se asustaban las fieras al pasar el gigantesco elefante vomitando humo y vapor? Es muy posible. En todo caso, con gran admiración del capitán Hod, no pudimos ver entre los bosques de aquel territorio ninguna de ellas. Por lo demás, era en las regiones septentrionales de la India, y no en las provincias de Bengala, donde el capitán Hod pensaba satisfacer sus instintos de cazador, y no tenía todavía de qué quejarse.
El 15 de mayo estábamos cerca de Ramghur, a unas 50 leguas de Burdwan. La rapidez media había sido de unas 15 leguas en 12 horas.
Tres días después, el 18, el tren se detenía cien kilómetros más allá, cerca de la pequeña población de Chittra.
Ningún incidente había obstaculizado este primer periodo del viaje. Los días eran calurosos, pero dormíamos perfectamente la siesta al abrigo de las galerías y pasábamos las horas de mayor calor en un ocio delicioso. Cuando llegaba la noche, Storr y Kaluth, bajo la inspección de Banks, se ocupaban en limpiar la caldera y dar un repaso a la máquina.
Entretanto, el capitán Hod y yo, acompañados de Fox y de Gumí y de los dos perros Fan y Black, íbamos a cazar por los alrededores del campamento. No se trataba sino de caza menor de pelo y de pluma. Pero si, como cazador, al capitán no le gustaba esta caza, como gastrónomo no dejaba de agradarle, y al día siguiente, con gran alegría suya y gran satisfacción de monsieur Parazard, la comida contaba con algunos platos sabrosos, que economizaban nuestras conservas.
Algunas veces, Gumí y Fox se quedaban para hacer el oficio de leñadores y aguadores. Era preciso reunir provisiones en el ténder para el día siguiente; y, por lo mismo, Banks, siempre que era posible, escogía como punto de descanso las orillas de un arroyo en las inmediaciones de algún bosque. Todo este aprovisionamiento se efectuaba bajo la dirección del ingeniero, que no descuidaba ningún detalle.
Cuando todas las tareas estaban terminadas encendíamos los cigarros, excelentes charutos de Manila, y fumábamos hablando del país, que Hod y Banks conocían a fondo. En cuanto al capitán, desdeñando el vulgar cigarro, aspiraba a pleno pulmón a través de un tubo de 20 pies de largo el humo aromatizado de un jukah cuidadosamente lleno de tabaco por la mano de su asistente.
Nuestro mayor deseo hubiera sido que el coronel Munro nos siguiese durante las rápidas excursiones que hacíamos por las cercanías del campamento. Siempre en el momento de marchar se lo proponíamos, pero siempre se negaba a aceptar nuestra invitación y se quedaba con el sargento MacNeil. Ambos se paseaban entonces por el camino yendo y viniendo sin alejarse cien pasos. Hablaban poco, mas parecían entenderse perfectamente y no tenían necesidad de palabras para comunicarse sus pensamientos. Uno y otro estaban absortos en los tristes recuerdos que parecían indelebles. ¡Quién sabe si estos recuerdos no se reanimaban a medida que sir Munro y el sargento se acercaban al teatro de la sangrienta insurrección!
Evidentemente, alguna idea fija, que sabremos más adelante, y no el simple deseo de acompañarnos, era lo que había movido al coronel Munro a formar parte de esta expedición al norte de la India. Debo decir que Banks y el capitán Hod opinaban como yo en este punto; y así los tres, no sin cierta inquietud por el porvenir, nos preguntábamos si aquel elefante de acero que corría a través de las llanuras de la península, llevaría consigo los elementos de un terrible drama.
Encendíamos los cigarros.