Estimado amigo Maucler —me dijo el ingeniero Banks—, ¿qué me cuenta usted de su viaje? ¿No dice usted nada? No parece sino que está todavía en París. ¿Qué le parece la India?
—¡La India! —respondí yo—. Para hablar con exactitud, sería preciso haberla visto.
—Bueno —dijo el ingeniero—, ¿pues no acaba usted de atravesar la península desde Bombay a Calcuta? Pues a no ser ciego…
—No estoy ciego, mi querido Banks, pero durante la travesía he venido cegado.
—¡Cegado!
—Sí, cegado por el humo, por el vapor, por el polvo y más aún por la rapidez de la marcha. No reniego de los caminos de hierro porque su oficio de usted es construirlos, señor Banks, ¿pero me dirá usted si es viajar esto de meterse en un coche sin tener más campo de vista que el cristal de las ventanillas; correr día y noche con una velocidad media de diez millas por hora, atravesando unas veces viaductos en compañía de águilas, otras túneles en compañía de los murciélagos o de las ratas; detenerse solo en las estaciones, que parecen todas iguales; ver las poblaciones solamente por el exterior o por la punta de los minaretes y llevar aturdidos los oídos por los incesantes mugidos de la locomotora, los silbidos de la caldera y el rechinamiento de los carriles y de los frenos?
—Bien dicho —exclamó el capitán Hod—. Conteste usted a eso si puede, Banks. ¿Qué le parece a usted, mi coronel?
El coronel a quien se dirigía el capitán Hod inclinó ligeramente la cabeza y se contentó con decir:
—Tengo curiosidad por saber lo que Banks va a responder al señor Maucler, nuestro huésped.
—Pues no es difícil la respuesta —dijo el ingeniero—: confieso que Maucler tiene razón en cuanto ha dicho.
—Entonces —exclamó Hod—, ¿para qué construye usted ferrocarriles?
—Para que usted, capitán, pueda ir en sesenta horas de Calcuta a Bombay cuando tiene prisa.
—Yo jamás tengo prisa.
—Pues bien, entonces tome usted el camino carretero del Great Trunk —dijo el ingeniero—, y vaya usted a pie.
—Eso es lo que pienso hacer.
—¿Y cuándo?
—Cuando el coronel consienta en seguirme en un paseo de ochocientas a novecientas millas por la península.
El coronel se contentó con sonreírse y volvió a caer en una de sus largas meditaciones, de las cuales apenas podían sacarle sus mejores amigos, entre otros el ingeniero Banks y el capitán Hod.
Yo había llegado hacía un mes a la India, y por haber tomado el tren de la Compañía Peninsular India, cuyo ferrocarril une a Bombay con Calcuta pasando por Allahabad, no conocía absolutamente nada de la península.
Pero mi intención era recorrer primero su parte septentrional al otro lado del Ganges, visitar sus grandes ciudades, estudiar sus principales monumentos, dedicando a esa exploración todo el tiempo necesario para que fuese completa.
Había conocido en París al ingeniero Banks y hacía algunos años que nos habíamos hecho amigos, amistad que el trato había estrechado naturalmente. Prometile ir a verle a Calcuta cuando hubiese concluido la red de ferrocarriles de Scindia, Punjab y Delhi, de la cual estaba encargado. Se habían terminado ya las obras; Banks tenía derecho a un descanso de varios meses y yo había acudido para invitarle a descansar recorriendo la India. Inútil es decir que aceptó mi proposición con entusiasmo; y debíamos ponernos en marcha pocas semanas después, en cuanto el tiempo fuese más favorable.
A mi llegada a Calcuta en el mes de marzo de 1867, Banks me presentó a uno de sus amigos, el coronel Munro, en cuya casa pasamos la noche.
El coronel, que contaba entonces cuarenta y siete años, vivía en una casa un poco aislada en el barrio europeo, y, por consiguiente, fuera del movimiento que caracteriza aquella ciudad comercial negra de que se compone en realidad la capital de la India. Este barrio ha sido llamado alguna vez la Ciudad de los Palacios; y en efecto no faltan palacios, si puede aplicarse esta denominación a casas que no tienen de palacio más que los pórticos, las columnas y los terrados. Calcuta es el punto donde se reúnen todos los órdenes arquitectónicos, que el gusto inglés pone generalmente a contribución en sus ciudades de los dos mundos.
La casa del coronel era un bungalow muy sencillo, una habitación levantada sobre una base de ladrillos que no tenía más que un piso bajo y estaba cubierta por un techo en forma de pirámide. Una baranda o galería saliente sostenida por ligeras columnitas corría en torno del edificio. En los lados estaban las cocinas, cocheras y lugares del servicio formando las dos alas, y el conjunto se hallaba rodeado de un jardín con hermosos árboles y cercado de paredes poco elevadas. Era la casa de un hombre que goza de grandes comodidades. Sus criados eran muchos, como lo exige el servicio de las familias indo-inglesas. Mueblaje, material, disposiciones interiores, todo estaba bien comprendido y severamente arreglado, y saltaba a la vista que la mano de una mujer inteligente había debido proceder desde luego a los diversos arreglos y dejar establecida la tradición; pero conocíase también que aquella mujer no debía ya encontrarse allí.
Para la dirección general de la casa y de la servidumbre, el coronel se fiaba enteramente de uno de sus antiguos compañeros de armas, un escocés, un conductor del ejército real, el sargento MacNeil, con quien había hecho todas las campañas de la India, uno de esos valientes corazones que parecen latir en el pecho de aquellos a quienes han consagrado sus servicios. Era un hombre de cuarenta y cinco años, vigoroso, alto, que llevaba toda la barba como los escoceses de las montañas. Por su actitud y su fisonomía, lo mismo que por su traje tradicional, continuaba siendo un montañés en cuerpo y alma, aunque había dejado el servicio militar al mismo tiempo que el coronel Munro, habiendo ambos tomado el retiro después de 1860.
Pero en lugar de regresar a los glens de la Escocia entre los viejos clanes de sus antepasados, ambos habían permanecido en la India y vivían en Calcuta en una especie de retiro y oscuridad que necesitan una explicación.
Cuando Banks me presentó al coronel no me hizo más que una advertencia.
—No haga usted nunca alusión a la rebelión de los cipayos —dijo—. Y, sobre todo, no pronuncie jamás el nombre de Nana Sahib.
El coronel Edward Munro pertenecía a una antigua familia de Escocia, cuyos mayores habían tenido renombre en la historia del Reino Unido. Entre sus antepasados contaba a sir Hector Munro, que mandaba el ejército de Bengala en 1760, y que precisamente tuvo que combatir una sublevación que, un siglo después, los cipayos debían reproducir por su cuenta. El mayor Munro la reprimió con inexorable energía, y no vaciló en atar en un mismo día a veintiocho rebeldes a la boca de los cañones; suplicio espantoso, frecuentemente repetido durante la insurrección de 1857, y del cual fue quizá el inventor el abuelo del coronel.
En la época en que se sublevaron los cipayos, el coronel Munro mandaba el regimiento 93 de infantería escocesa del ejército real, e hizo toda la campaña a las órdenes de sir James Outram, uno de los héroes de aquella guerra, que mereció el nombre de Bayardo del ejército de la India, como le proclamó sir Charles Napier. Con él estuvo en Cawnpore; hizo la segunda campaña con Colin Campbell en la India; asistió al sitio de Lucknow y no se separó del ilustre soldado sino cuando Outram fue nombrado en Calcuta miembro del Consejo de la India.
En 1858, sir Edward Munro era comendador de la orden titulada de la Estrella de la India; había sido nombrado baronet, y su mujer hubiera llevado el título de lady Munro si el 27 de junio de 1857 la infortunada no hubiera perecido en la espantosa carnicería de Cawnpore, ejecutada por orden de Nana Sahib. Lady Munro (los amigos del coronel no la llamaban de otro modo) era adorada por su marido.
Tenía apenas veintisiete años cuando desapareció con las cuatrocientas víctimas de aquella horrible carnicería. Mrs. Orr y miss Jackson, salvadas casi milagrosamente después de la toma de Lucknow, habían sobrevivido, la una a su marido, la otra, a su padre; pero lady Munro no había podido ser devuelta al coronel. Sus restos, confundidos con los de tantas víctimas en el pozo de Cawnpore, no habían podido ser descubiertos y no se les había podido dar cristiana sepultura.
Sir Edward Munro, desesperado, no tuvo entonces más que un pensamiento: encontrar a Nana Sahib, a quien el gobierno inglés hacía buscar por todas partes y saciar en él con su venganza una especie de sed de justicia que le devoraba. Para quedar libre en sus movimientos solicitó el retiro. El sargento MacNeil le siguió a todas partes y en todas sus acciones; los dos, animados del mismo espíritu, vivían del mismo pensamiento, aspiraban al mismo objeto, seguían todas las pistas, examinaban todas las huellas; pero no habían sido hasta entonces más afortunados que la policía anglo-india, y Nana Sahib había burlado todas sus investigaciones. Después de tres años de infructuosos esfuerzos, el coronel y el sargento tuvieron que suspender momentáneamente sus pesquisas. Además, por aquella época corrió en la India el rumor de la muerte de Nana Sahib, con tal grado de veracidad, que no se podía poner en duda.
Entonces sir Edward Munro y MacNeil volvieron a Calcuta, donde se instalaron en aquel bungalow aislado. Allí el coronel, no leyendo ni libros, ni periódicos que hubieran podido recordarle la época sangrienta de la insurrección y no saliendo jamás de casa, vivía como un hombre cuya vida no tiene objeto.
No le abandonaba nunca el pensamiento de su mujer, y parecía que el tiempo no había podido mitigar el pesar que le había causado su pérdida.
Hay que añadir que no sabía nada de la noticia esparcida sobre la reaparición de Nana Sahib en la presidencia de Bombay, noticia que circulaba hacía algunos días: feliz circunstancia, porque de otro modo hubiera abandonado inmediatamente el bungalow.
Todo esto me había dicho Banks antes de presentarme en aquella casa, de la cual estaba desterrada para siempre la alegría. Por esto debía evitar toda alusión a la rebelión de los cipayos, y al más cruel de sus jefes, Nana Sahib.
Solamente dos amigos muy íntimos frecuentaban asiduamente la casa del coronel: eran el ingeniero Banks y el capitán Hod.
Banks, como he dicho, había terminado las obras de que estaba encargado para el establecimiento del ferrocarril llamado el Gran Peninsular de la India. Era un hombre de cuarenta y cinco años, en toda la fuerza de la edad, y debía tomar una parte activa en la construcción del ferrocarril de Madrás destinado a unir el golfo Arábigo con el golfo de Bengala; pero no era probable que las obras pudiesen comenzarse antes de un año. Descansaba, pues, en Calcuta entretenido en diversos proyectos de mecánica, porque era un hombre de inteligencia, activo y fecundo que siempre andaba tras una nueva invención. Los ratos que le dejaban libre sus ocupaciones los empleaba en visitar al coronel, a quien le unía una amistad de veinte años. Así que casi todas las noches las pasaba bajo la galería del bungalow, en compañía de sir Edward y del capitán Hod, que acababa de obtener una licencia de seis meses.
Hod pertenecía al primer escuadrón real de carabineros, y había hecho la campaña de 1857 a 1858, primero a las órdenes de sir Colin Campbell en el Oude y el Rohilkhande, y después con sir H. Rose en la India central, campaña que terminó con la toma de Gwalior.
Educado en la dura escuela de la India; socio de los más distinguidos del club de «Madrás», no tenía más de treinta años y tenía cabello rubio y su barba, rubia también, era muy poblada. Aunque pertenecía al ejército real, se le hubiera tomado por un oficial del ejército indígena: tanto era lo que se había indianizado durante su residencia en la península. No hubiera sido más indio si hubiera nacido allí; la India le parecía el país por excelencia, la tierra de promisión, la única en que podía vivir un hombre, porque en ella encontraba satisfacción para todos sus gustos. Soldado por temperamento, tenía con frecuencia ocasiones de pelear; cazador experimentado, vivía en el país en que la naturaleza parece haber reunido todas las fieras de la creación, y toda la caza de pelo y de pluma de los dos mundos; trepador resuelto, tenía a su alcance la imponente cordillera del Tibet que cuenta las más altas cimas del globo. Viajero intrépido, nada le impedía poner el pie allí donde nadie lo había impreso todavía, en las inaccesibles regiones de la frontera del Himalaya. Animoso jinete, tenía a su disposición los campos de carreras de la India, que superaban a sus ojos a los hipódromos de la Marche y de Epsom. Respecto a esto, Banks y él se hallaban en completo desacuerdo, porque el ingeniero, como mecánico de pura sangre, se interesaba muy poco en las proezas hípicas y en los nombres y genealogías de los caballos.
Tales eran los asiduos visitantes del bungalow de sir Edward, el cual se entretenía en oírlos discutir acerca de todo, y a veces asomaba a sus labios una sonrisa originada por sus continuas disputas. El deseo común de aquellos dos buenos compañeros era llevar al coronel a algún viaje que pudiera distraerle. Muchas veces le habían propuesto visitar el norte de la península, y pasar algunos meses en las inmediaciones de algún punto salubre, de esos donde la rica sociedad anglo-india se refugia durante la estación de los grandes calores; pero siempre el coronel se había negado a salir de su bungalow.
Banks y yo pensamos, por consiguiente, que no querría acompañarnos en el viaje que íbamos a emprender. Aquella noche misma se trató nuevamente la cuestión. El capitán Hod quería nada menos que hacer a pie una larga excursión al norte de la India, porque si Banks no gustaba de caballos, Hod no gustaba de ferrocarriles.
El término medio hubiera sido viajar, ya en carruaje, ya en palanquín, deteniéndose y marchando cuando quisiéramos, lo cual no es difícil en los grandes caminos bien trazados y bien conservados del Indostán.
—No me hable usted de sus carretas de bueyes, ni de sus camellos —exclamó Banks—. Sin nosotros estarían ustedes todavía bajo el régimen de esos vehículos primitivos, de los cuales se ha desprendido ya la Europa hace quinientos años.
—Pues, amigo Banks, valen tanto como los coches del ferrocarril con sus mullidos almohadones. Deme usted a mí grandes bueyes blancos, que sostienen perfectamente el galope, y que se cambian cada dos leguas en las paradas de postas…
—Sí, y que arrastran tartanas de cuatro ruedas que le sacuden a uno, como son sacudidos los pescadores en sus barcas en un mar agitado.
—Pase por las tartanas, Banks —respondió el capitán Hod—; pero ¿no tenemos carruajes de tres y cuatro caballos, que pueden rivalizar con nuestros convoyes, dignos en efecto de llevar ese nombre fúnebre? Preferiría el sencillo palanquín…
—Esos sí que son verdaderos ataúdes —dijo Banks—, cajas de seis pies de longitud y cuatro de anchura, donde va uno tendido como un cadáver.
—Puede ser, pero no hay sacudidas, ni movimiento violento; se puede leer y escribir, y hasta dormir sin que le despierten a uno en cada estación. Con un palanquín de cuatro o seis gamales[1] bengalíes se pueden andar cuatro millas y media por hora, y no se arriesga uno como en vuestros trenes expresos a llegar antes de haber salido…, cuando se llega.
—Lo mejor —dije yo entonces— sería poderse llevar la casa a cuestas.
—Sí, como el caracol —exclamó Banks.
—Amigo mío —respondí yo—, un caracol que pudiera dejar su concha y regresar a ella cuando quisiera no sería tan digno de compasión. Viajar dentro de su casa, en una casa con ruedas, sería probablemente el último adelanto del progreso en materia de viajes.
—Tal vez —dijo entonces el coronel Munro—, viajar sin salir de su casa, llevar consigo el hogar y todos los recuerdos que lo componen, variar continuamente el horizonte, modificar su punto de vista, su atmósfera, su clima, sin cambiar nada en los hábitos de su vida ordinaria…, sí…, eso tal vez…
—Con eso evitaríamos esos bungalows destinados a los viajeros —respondió el capitán—, donde no hay comodidad alguna y donde no se puede residir sin un permiso de la autoridad local.
—No tendríamos que sufrir esas posadas detestables en que a uno le desnudan moral y físicamente, de todas maneras —dije yo, no sin motivo.
—Llevaríamos el carruaje de los saltimbanquis —exclamó el capitán Hod—, pero perfeccionado. ¡Qué invención! Detenerse cuando uno quiere, ponerse en marcha cuando mejor le parece; llevar uno consigo no solo su cuarto de dormir, sino su salón, su comedor, su sala de fumar y, sobre todo, su cocina y su cocinero; esto sí que sería progreso, amigo Banks; esto sería cien veces superior a los ferrocarriles. Atrévase usted a desmentirme, señor ingeniero, atrévase.
—¡Eh! ¡Eh!, amigo Hod —respondió Banks—, sería absolutamente del parecer de usted, si…
—¿Si qué? —preguntó el capitán, levantando la cabeza.
—Si en este vuelo hacia el progreso no se hubiera usted detenido repentinamente en el camino.
—¿Pues qué otra cosa habría que hacer más?
—Usted va a juzgar. Le parece a usted que una casa con ruedas es muy superior al coche del ferrocarril, al coche salón y hasta al coche cama, y tiene usted razón si puede perderse tiempo, si se viaja por placer y no para negocios. En este punto creo que estamos todos de acuerdo.
—Todos —respondí yo.
El coronel Munro hizo una señal de asentimiento con la cabeza.
—Pues bien, prosigo —dijo Banks—. Se han dirigido ustedes a un constructor de carruajes que es al mismo tiempo arquitecto y les ha construido una casa portátil bien hecha, bien distribuida y que responde a las exigencias de un hombre inteligente y amigo de sus comodidades. No es demasiado alta a fin de evitar vuelcos; no es demasiado ancha para poder pasar por los caminos y está ingeniosamente suspendida sobre muelles para que el movimiento sea fácil y suave. Ha sido fabricada para nuestro amigo el coronel y en ella nos ofrece hospitalidad. Perfectamente: vamos, si lo desean, a los países septentrionales de la India a manera de caracoles, pero de caracoles que no están adheridos a sus conchas. Todo está pronto; nada se ha olvidado, ni siquiera el cocinero ni la cocina. Llega el día de la marcha; vamos a marchar, todo está a punto…, ¿y quién tira de la casa con ruedas, amigo mío?
—¿Quién? —exclamó el capitán Hod—. Mulas, burros, caballos y bueyes.
—Por docenas —dijo Banks.
—Elefantes —prosiguió el capitán Hod—, sí, elefantes. Esto sí que sería soberbio y majestuoso, una casa movida por un tren de elefantes bien adiestrados, de marcha altiva, galopando como los mejores caballos del mundo.
—Eso sería magnífico, mi capitán.
—Un tren de rajá en campaña, amigo Banks.
—Sí, pero…
—¿Pero qué? ¿Hay todavía algún pero? —preguntó el capitán Hod.
—Y muy grande.
—¡Qué ingenieros! Solo son buenos para encontrar dificultades en todas partes.
—Y para superarlas cuando no son insuperables —respondió Banks.
—Pues bien; supere usted esa.
—La supero y voy a explicar cómo. Todos esos motores de que ha hablado el capitán ciertamente pueden tirar de la casa, pero también se fatigan; también en ocasiones no quieren marchar y se obstinan, y sobre todo comen mucho. Ahora bien, por poco que puedan escasear los pastos, como no se pueden remolcar quinientas fanegas de dehesa, se detiene el tiro, se cansa, cae, muere de hambre y la casa no rueda ya y queda tan inmóvil como este bungalow donde discutimos ahora. De ahí se deduce que dicha casa no será práctica hasta el día en que pueda ser una casa movida por el vapor.
—Que corra por los carriles —exclamó el capitán encogiéndose de hombros.
—No, sino por los caminos ordinarios —respondió el ingeniero—; y arrastrada por una locomotora perfeccionada.
—¡Bravo! —exclamó el capitán—. ¡Bravo! Si la casa no ha de rodar sobre carriles y puede dirigirse a voluntad sin seguir la imperiosa línea de hierro, me adhiero a la opinión de usted.
—Pero —dije yo—, si las mulas, caballos, bueyes y elefantes comen, también come una máquina, y si no tiene combustible, se detendrá en medio del camino.
—Un caballo de vapor —dijo Banks— equivale en fuerza a tres o cuatro caballos naturales, y aún puede aumentarse esa fuerza. En todos los tiempos, en todas las latitudes, con sol, con lluvia, con nieve, anda constantemente sin cansarse; no ha de temer ni los ataques de las fieras, ni las mordeduras de las serpientes, ni las picaduras de tábanos y otros terrible insectos; no necesita ni aguijón, ni látigo, y puede prescindir perfectamente del descanso, porque no tiene sueño. El caballo de vapor, hecho por la mano del hombre, bajo el punto de vista de su objeto, y cuando no se trata de ponerle en el asador, es superior a todos los animales de tiro que la Providencia ha puesto a disposición de la humanidad. Un poco de aceite o de grasa, un poco de carbón o de leña, es todo lo que consume. Ahora bien, ustedes saben, amigos míos, que no son precisamente los bosques los que faltan en la península india y sus leñas pertenecen a todo el mundo.
—Bien dicho —exclamó el capitán Hod—. ¡Viva el caballo de vapor! Ya veo en perspectiva la casa portátil del ingeniero Banks arrastrada por los grandes caminos de la India, penetrando a través de las espesuras, internándose en los bosques, aventurándose hasta los retiros de los leones, de los tigres, de los osos, de las panteras y de los leopardos y nosotros al abrigo de sus paredes matando fieras, hasta el punto de dar envidia a todos los Nemrod, los Anderson, los Gérard, los Pertuiset y los Chassaing del mundo. ¡Ah, Banks! La boca se me hace agua, y siento mucho no poder volver a nacer dentro de cincuenta años.
—¿Por qué, mi capitán?
—Porque dentro de cincuenta años se realizará ese sueño y se hará la casa movida por el vapor.
—Pues ya lo está —respondió sencillamente el ingeniero.
—¿Hecha por usted, tal vez?
—Por mí; y a decir verdad no temo más que una cosa, y es que vaya más allá de lo que usted ha soñado.
—En marcha, Banks, en marcha —respondió el capitán Hod levantándose como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
Estaba ya a punto de marcha. El ingeniero le calmó con un ademán, y después dijo con voz grave y dirigiéndose a sir Edward:
—Edward, si pongo una casa portátil a tu disposición; si de aquí a un mes, cuando la estación lo permita, vengo a decirte: «Aquí tienes tu habitación y cambiarás de sitio cuando quieras e irás adonde quieras; aquí tienes a tus amigos, Maucler, el capitán Hod y yo que deseamos acompañarte en una excursión por el norte de la India», ¿me contestarás: «Marchemos y que el Dios de los viajeros nos proteja»?
—Sí, amigos míos —respondió el coronel Munro después de haber reflexionado un instante—. Banks, pongo a tu disposición todo el dinero necesario: cumple tu promesa; tráenos esa casa ideal de vapor que sobrepuje los sueños de Hod y atravesaremos con ella la India entera.
—¡Viva —exclamó el capitán Hod—, y mueran las fieras de las fronteras del Nepal!
En aquel momento el sargento MacNeil, atraído por los vivas del capitán, se presentó a las puertas de la sala.
—MacNeil —le dijo el coronel Munro—, dentro de un mes marchamos para el norte de la India, y tú vendrás con nosotros, como supongo.
—Necesariamente, mi coronel, puesto que usted va —respondió el sargento MacNeil.