Cuando estaba en Inglaterra, escribí El tercer ojo, libro verídico, pero que se ha discutido mucho. Llegaron cartas del mundo entero y, respondiendo a las peticiones, escribí este otro libro, El Médico de Lhasa.
Mis experiencias, como diré en un tercer libro, han superado a lo que la mayoría de la gente ha de padecer, experiencias que sólo hallan paralelo en pocos casos de la Historia. Sin embargo, no es éste el objeto del libro presente, en el cual continúa mi autobiografía.
Soy un lama tibetano que llegó al mundo occidental prosiguiendo su destino y, llegado a él como ya se ha contado, padeció todas las penalidades predichas. Por desgracia, los occidentales me miraron como a un tipo extraño, como si hubiera que ponerme en una jaula, como una muestra fantástica de lo desconocido. Esto hizo preguntarme qué les sucedería a mis viejos amigos los yetis, si los occidentales se apoderaban de ellos como efectivamente lo intentaban.
No cabe duda de que el yeti sería matado a tiros, disecado y colocado en algún museo. Incluso entonces seguiría la gente discutiendo y dirían que no existían los yetis (el Abominable Hombre de las Nieves). Me resulta de una extrañeza increíble que los occidentales puedan creer en la televisión, y en los cohetes espaciales capaces de dar una vuelta en torno a la Luna y regresar, y sin embargo, no den crédito a los yetis ni a los «objetos volantes desconocidos», ni a nada que no puedan tocar y hacer pedazos para ver cómo funciona.
Pero ahora afronto la formidable tarea de condensar en unas pocas páginas lo que antes ocupó un libro entero: los detalles de mi primera infancia. Nací en una familia muy distinguida, una de las principales familias de Lhasa, la capital del Tíbet. Mis padres intervenían mucho en la gobernación del país, y precisamente por ser yo un chico de alta posición, me dieron una educación muy severa para ponerme en condiciones de ocupar eficazmente mi puesto en el futuro. Así, antes de cumplir los siete años —de acuerdo con nuestras costumbres— los sacerdotes astrólogos del Tíbet fueron consultados para decidir el tipo de carrera que me convenía. Durante varios días antes se hicieron preparativos para una inmensa fiesta en la que todos los principales ciudadanos de Lhasa acudirían a oír mi sino. Llegó el día de la Profecía. Nuestra finca se llenó de gente. Llegaron los astrólogos con sus hojas de papel, sus tablas y todos los útiles de su profesión. Luego, en el momento adecuado, cuando todos estaban ya muy animados, el Astrólogo principal dio a conocer el resultado de sus trabajos. Se proclamó solemnemente que yo ingresaría en una lamasería al cumplir los siete años y que harían de mí un sacerdote y concretamente un sacerdote cirujano. Se hicieron muchas predicciones sobre mi vida; en realidad, toda mi vida fue presentada en esbozo. Para mi desgracia, todo lo que dijeron ha resultado verdad. Digo «desgracia» porque la mayor parte han sido desventuras, penalidades y dolor y no lo hace más fácil saber de antemano lo que se ha de sufrir.
Ingresé en la lamasería de Chakpori cuando cumplí los siete años emprendiendo así mi solitario camino. Al principio me probaron para saber si era lo bastante duro, lo bastante resistente para soportar el resto del entrenamiento. Salí bien de las pruebas y entonces autorizaron mi ingreso. Pasé por todas las etapas desde un noviciado elemental y por fin me convertí en un lama y en un abad. La medicina y la cirugía eran mis puntos fuertes. Las estudié con avidez y me dieron todas las facilidades para practicar con los cadáveres. Es una creencia extendida en Occidente que los lamas del Tíbet nunca practican con cadáveres si tienen que abrirlos. Por lo visto, se piensa que la ciencia médica tibetana es rudimentaria porque los lamas médicos tratan solamente lo exterior y no lo interno. Eso no es exacto. El lama corriente, desde luego, nunca abre un cadáver ni un cuerpo vivo porque esto va contra su creencia. Pero existía un núcleo especial de lamas del que yo formaba parte, preparados para realizar operaciones y éstas eran de las que quizás estuvieran fuera del alcance de la ciencia occidental.
Y de paso me referiré también a la creencia occidental de que la medicina tibetana enseña que el hombre tiene el corazón en un lado y la mujer en el otro. Nada más ridículo. Esto lo han divulgado los occidentales que no conocen de verdad aquello sobre lo que escriben, pues algunos de los diagramas a los que se refieren, tratan de los cuerpos astrales, un asunto muy diferente. Sin embargo, todo ello es ajeno a este libro.
Mi preparación fue muy intensa, pues no sólo tenía que conocer a fondo mi especialización de medicina y cirugía, sino también todas las Escrituras, porque, además de ser un lama médico, también debía ejercer como religioso, como sacerdote perfectamente preparado. Así, me fue necesario estudiar dos disciplinas a la vez y esto significa estudiar el doble que lo normal. La perspectiva no me agradaba mucho.
Pero no todo fueron penalidades. Desde luego, hice muchas excursiones a las partes más elevadas del Tíbet —Lhasa está a doce mil pies sobre el nivel del mar— para coger hierbas, ya que nuestra medicina se basaba en el tratamiento herbóreo, y en Chakpori tenía siempre por lo menos seis mil tipos diferentes de hierbas en depósito. Nosotros, los tibetanos, creemos saber más de la herboricultura que el resto del mundo. Ahora que he viajado por todo el mundo varias veces, lo creo aún más.
En varias de mis excursiones a las zonas más elevadas del Tíbet volé en cometas de las que llevan a un hombre de pasajero, sobre los picos escarpados de las altas cordilleras y viendo desde allí arriba muchísimos kilómetros de campo. También tomé parte en una memorable expedición a la región casi inaccesible del Tíbet, en la parte más elevada de la altiplanicie de Chang Tang. Allí, los expedicionarios nos encontramos en un valle profundo entre hendiduras rocosas, calentado por los fuegos eternos de la Tierra, que hacían hervir el agua en el río. También encontramos una espléndida ciudad, expuesta la mitad de ella al aire caliente del valle oculto, y enterrada la otra mitad en el claro hielo de un glaciar. Era un hielo tan transparente que se veía a través de la otra parte de la ciudad como si mirásemos por una masa del agua más clara. Esa parte de la ciudad que se había congelado, estaba casi intacta. El paso de los años había respetado los edificios. El aire tranquilo, la ausencia de viento, había salvado a las edificaciones de todo daño. Caminamos por las calles y éramos los primeros en recorrerlas desde miles y miles de años. Anduvimos a nuestro antojo por casas que parecían estar esperando a sus dueños, hasta que descubrimos unos extraños esqueletos petrificados. Era una ciudad muerta. Había por allí muchos dispositivos fantásticos indicadores de que este oculto valle había sido en tiempos el hogar de una civilización mucho más poderosa que ninguna de las que ahora existen sobre la superficie de la Tierra. Nos probaba sin lugar a dudas que éramos ahora como salvajes en comparación con la gente de aquella edad incalculablemente antigua. En este segundo libro escribo más acerca de esta ciudad.
Siendo yo aún muy joven me hicieron una operación especial que se llamaba la «apertura del tercer ojo». Me introdujeron en el centro de la frente una astilla de madera dura, previamente empapada en una solución especial de hierbas, para estimular una glándula que me dotaba de unas facultades extraordinarias de clarividencia. Yo había nacido con un don innato de clarividencia, pero después de la operación se me desarrolló éste anormalmente y podía ver a la gente con su aura como si estuvieran envueltas en llamas de colores fluctuantes. Por esas auras podía yo adivinar sus pensamientos, sus esperanzas y temores, y sus padecimientos. Ahora, ya fuera del Tíbet, trato de interesar a los médicos occidentales en un procedimiento que permitiría a cualquier médico o cirujano ver el aura humana tal como es realmente, en colores. Sé que los médicos y cirujanos si pueden ver el aura, podrán saber a la vez lo que de verdad padece una persona. Simplemente mirando los colores y por los dibujos cambiantes de las bandas, el especialista puede diagnosticar con toda exactitud la enfermedad que sufre una persona. Además, esto se puede decir antes de que haya ningún signo visible de la enfermedad en el cuerpo físico porque el aura muestra la presencia del cáncer o de la tuberculosis, y otros males, muchos meses antes de que ataquen al cuerpo físico. De modo que el médico, al poseer una advertencia tan adelantada sobre la existencia de la enfermedad, puede tratarla y curarla infaliblemente. Con verdadero horror y profunda pena me encontré con que a los médicos occidentales no les interesaba esto en absoluto. Parecen considerarlo como algo relacionado con la magia en vez de como una cosa de sentido común pues así es, efectivamente. Cualquier ingeniero sabe que los cables de alta tensión tienen alrededor como una corona. Esto mismo presenta el cuerpo humano, y lo que pretendo enseñar a los especialistas es un fenómeno físico ordinario. Pero nada quieren saber de eso. Es una tragedia. Más se impondrá con el tiempo. Lo trágico es que tanta gente deba sufrir y muera innecesariamente hasta que se admita el procedimiento.
El Dalai Lama, el decimotercer Dalai Lama, era mi jefe. Ordenó que me ayudasen en todo lo posible tanto en mi preparación como en mis prácticas. Quiso que me enseñaran todo lo que pudiera aprender lo mismo por el sistema oral corriente que por medio de la hipnosis, y por otros varios procedimientos que no hace falta mencionar aquí. De alguno de ellos se habla en este libro, o se habló en El tercer ojo. Otros son tan nuevos y tan increíbles que aún no es hora de tratar de ellos.
A causa de mis facultades de clarividencia pude ayudar mucho al Dalai Lama en varias ocasiones. Me ocultaba en sus salas de audiencias para interpretar los verdaderos pensamientos de una persona y sus intenciones gracias al aura. Esto era especialmente útil cuando visitaban al Dalai Lama estadistas extranjeros. Estuve presente, aunque invisible para ellos, cuando una delegación china fue recibida por el Gran Decimotercero. Fui también un observador oculto cuando un inglés visitó al Dalai Lama; pero en esta ocasión estuve a punto de descuidar mi deber por el gran asombro que me produjo el traje de aquel hombre. ¡Era la primera vez que veía yo la ropa de los europeos!
Mi entrenamiento fue largo y difícil. Tenía que atender a los servicios del templo durante la noche y el día. La dulzura de las camas nos estaba negada. Nos enrollábamos en una manta solitaria y así dormíamos sobre el suelo. Los profesores eran muy exigentes y teníamos que estudiar, aprender y almacenarlo todo en la memoria. No llevábamos cuadernos de notas, sino que todo lo aprendíamos memorísticamente. A la vez, aprendí metafísica, en la que adelanté mucho así como en clarividencia, viajes astrales, telepatía y todo lo demás. En una de las fases de mi iniciación visité las cavernas y los túneles secretos bajo el Palacio de Potala, cavernas y túneles de los que el hombre medio apenas sabe nada. Son los restos de una antiquísima civilización cuya memoria casi se ha perdido. Y en sus muros se veían los documentos pictóricos de las cosas que flotan en el aire y de las que estaban bajo tierra. En otra fase de mi iniciación vi los cuerpos cuidadosamente conservados de gigantes de hasta quince pies de estatura. También a mí me enviaron al otro lado de la muerte y supe que no existía la muerte, y cuando regresé fui ya una Encarnación Reconocida, con categoría de Abad, pero yo no quería ser Abad y estar ligado a una lamasería. Deseaba ser un lama libre de movimientos, con libertad de ayudar a otros, como lo había dicho la Predicción. Así, el propio Dalai Lama me confirmó en mi rango de lama y me destinó al Potala de Lhasa. Incluso entonces continué preparándome y aprendí varias formas más de ciencia occidental, óptica y otras materias semejantes. Pero a última hora me llamó de nuevo el Dalai Lama y me dio instrucciones.
Me dijo que ya había aprendido yo todo lo que podía enseñarme el Tíbet y que me había llegado la hora de marcharme y abandonar cuanto había amado, todo aquello a lo que me sentía vinculado. Añadió que había enviado unos mensajeros especiales a Chungking para que me admitiesen como estudiante de Medicina y Cirugía en una ciudad china.
Me causó gran dolor salir de la presencia del Dalai Lama, y me dirigí a donde estaba mi guía, el Lama Mingyar Dondup. Le dije lo que se había decidido. Luego fui a casa de mis padres para contarles lo sucedido y que me marchaba de Lhasa. Pasaron los días volando y por fin llegó el de mi salida de Chakpori cuando vi por última vez a Mingyar Dondup en su presencia carnal y partí de la ciudad de Lhasa —la Ciudad Sagrada— cruzando los elevados puertos montañosos. Y cuando volví la vista, lo último que vi fue un símbolo. En efecto, de los dorados tejados del Potala se elevaba una cometa solitaria.