Los días se arrastraban con angustiosa monotonía, alargándose a semanas, extendiéndose a meses y años. Por fin llegó una diversión que nos sacó de esta horrible rutina. Un día llegaron corriendo los guardias agitando unas hojas de papel y llamando a uno u otro prisionero. Yo estaba en la lista. Nos reunieron en la plaza que formaban nuestras cabañas. Nos tuvieron de pie en una espera de varias horas hasta que, cuando era casi de noche, se presentó el comandante y nos dijo:
—Ustedes, los que han causado más trastornos, los que han insultado al Emperador, serán trasladados a otro sitio para aplicarles el tratamiento que merecen. Saldrán dentro de diez minutos.
Dio bruscamente la vuelta y se marchó. Nos quedamos aplanados. ¿Habíamos de prepararnos en diez minutos? Bueno, por lo menos no teníamos nada nuestro. Lo único que debíamos hacer era unas cuantas despedidas precipitadas.
Hicimos nuestros cálculos sobre cómo sería al que nos trasladaban y dónde podría estar. Pero, como es inevitable en tales casos, a nadie se le ocurría ninguna idea constructiva. Al cabo de los diez minutos, sonaron unos silbatos, los guardias empezaron de nuevo a agitarse y nos pusieron en marcha a trescientos de nosotros. Cruzamos las puertas y no sabíamos hacia dónde nos dirigíamos. Éramos prisioneros «difíciles» reconocidos. Nunca habíamos cedido ante los japoneses; los conocíamos muy bien. De lo que estábamos seguros era que el nuevo campo no sería un lugar agradable. Nos cruzamos con soldados que iban en dirección contraria. Parecían estar muy contentos, lo cual no era extraño, pues según las noticias que llegaban al campo, los japoneses ganaban en todas partes. Nos dijeron que no tardarían en dominar el mundo entero. ¡Qué equivocados estaban! Por aquella época sólo teníamos una fuente de información: la de los propios japoneses. Estos soldados que se cruzaban con nosotros eran muy agresivos y no perdían ocasión de pegarnos sólo por el placer de oír el ruido sordo de la culata del rifle sobre la pobre carne encogida. Seguíamos la marcha, guiados por las maldiciones de nuestros guardias. También ellos soltaban culatazos a cada momento. Los enfermos quedaban al borde de la carretera maltratados por los soldados. Sí no podían reincorporarse a la marcha, aunque fuera dando traspiés y sostenidos por los compañeros, eran asesinados a bayonetazos. A veces, decapitaban a los pobres enfermos y clavaban la cabeza en la punta de la bayoneta. Con ella recorrían las filas de prisioneros para disfrutar diabólicamente con nuestras miradas de horror.
Después de muchos días de agotadora marcha, sin comer apenas, llegamos a un pequeño puerto y nos encerraron en un elemental campo de prisioneros que habían construido junto a los muelles. Allí estaban ya encerrados hombres de todas las naciones, prisioneros «alborotadores» como nosotros. Se hallaban tan apáticos y cansados a fuerza de malos tratos que apenas nos miraron cuando entramos. Nuestro número se había reducido muchísimo. De los trescientos que emprendimos la marcha, sólo habíamos llegado setenta y cinco. Aquella noche la pasamos tendidos en el suelo detrás de las alambradas. No había refugio ni nada privado para nosotros, pero ya estábamos acostumbrados. Los hombres y las mujeres yacían en el suelo y hacían todo lo que tenían que hacer bajo las miradas de los guardias japoneses, que nos tuvieron enfocados continuamente con sus faros toda aquella larga noche.
Por la mañana pasaron lista y luego nos dejaron formando filas durante dos o tres horas. Por fin nos sacaron de allí para llevarnos a un muelle donde nos embarcaron en un decrépito barco de carga. Yo nada entendía de navegación. Casi todos los otros prisioneros sabían más que yo de cosas del mar; sin embargo, incluso para mí era evidente que aquel barco se podía hundir de un momento a otro. Nos hicieron subir por una pasarela crujiente y medio podrida que amenazaba con venirse abajo y arrojarnos a las asquerosas aguas llenas de latas vacías, desperdicios de toda clase, botellas y cadáveres.
Nos metieron en la bodega de proa. Éramos unos trescientos. No teníamos sitio para sentarnos ni para movernos. Los últimos que entraron no cabían y tuvieron que hacernos entrar a culetazos. Luego oímos un terrible ruido como si se cerraran sobre nosotros las puertas de la eterna condenación. Y es que se cerraban las escotillas de la bodega, enviando sobre nosotros nubes de apestoso polvo. Oímos los martillazos con que aseguraban el encierro, y la oscuridad se hizo total. Después de un tiempo que nos pareció inacabable, el barco empezó a vibrar. Al ponerse en marcha el viejísimo motor, parecía como si toda la estructura del barco se fuera a deshacer y a abrirse bajo nuestros pies, lanzándonos al fondo del mar. De cubierta nos llegaban gritos en japonés. Eran las instrucciones a los marineros. Pronto empezó a balancearse el barco del modo más espantoso y a dar cabezadas, con lo que supimos que habíamos salido del puerto y estábamos en alta mar. Fue un viaje horrible. Probablemente la mar se hallaba muy revuelta. Estábamos continuamente presionándonos unos a otros, ya que no había sitio para que nadie se cayera al suelo. Sólo una vez nos sacaron a cubierta durante las horas de oscuridad. Durante los primeros días no nos dieron absolutamente nada de comer. Y bien sabíamos por qué: era para asegurarse de que teníamos el ánimo deshecho. Pero en tal sentido hizo poco efecto. A los dos días empezaron a darnos un tazón de arroz a cada uno por día.
Muchos de los prisioneros más débiles no tardaron en morir en la sofocante pestilencia y el hermético encierro de aquella espantosa bodega. No había oxígeno suficiente para todos nosotros. Muchos morían y los demás, supervivientes apenas más afortunados, no teníamos más remedio que permanecer sobre los cadáveres en descomposición. Con gran dificultad se les hacía sitio en el suelo y nos subíamos encima. Los guardias no nos permitían sacarlos de allí. Todos éramos prisioneros y a los guardias no les importaba que estuviéramos muertos o vivos con tal de que constituyéramos entre todos el número anotado en los papeles. Así, los cadáveres permanecerían en la bodega con los vivos hasta que llegásemos a nuestro puerto de destino, donde cadáveres y prisioneros vivos serian contados.
Perdimos toda idea del paso de los días, pero al cabo de un tiempo determinado notamos un cambio en las máquinas. La vibración se alteró y dedujimos acertadamente que nos acercábamos al puerto. Después de mucho ruido y movimiento, soltaron las anclas. Pasado lo que nos pareció un tiempo infinito, fueron abiertas las cubiertas, y los guardias japoneses empezaron a descender la escala de la bodega acompañados por un oficial médico japonés del puerto. Apenas habían empezado a bajar cuando se inmovilizaron de puro asco. El oficial médico vomitó sobre nosotros. Inmediatamente, renunciando al cumplimiento del deber, se retiraron precipitadamente a cubierta.
Poco después trajeron mangas de riego y lanzaron fuertes chorros de agua contra nosotros. Estábamos medio ahogados. El agua subía y nos llegaba a la cintura, al pecho, a la barbilla. Y en ella flotaban partículas de los cadáveres putrefactos, partículas que nos llegaban hasta la boca. Entonces hubo gritos y exclamaciones en japonés y se interrumpió la inundación. Uno de los jefes oficiales del barco se acercó a observar aquello y hubo mucha gesticulación y discusiones. El oficial del barco decía que el barco se hundiría si seguía echando más agua. Así, metieron otra manga y sacaron toda el agua que habían arrojado antes.
Nos tuvieron allí abajo todo el día y toda la noche siguiente. Temblábamos con nuestros andrajos empapados y nos sentíamos enfermos con la horrible peste de los cadáveres descompuestos. Al día siguiente nos permitieron subir dos o tres a la vez. Me tocó por fin el turno y subí a cubierta. Me sometieron a un brutal interrogatorio. ¿Dónde estaba mi placa de identidad? Mi nombre figuraba en una lista y me lanzaron de cualquier modo a una balsa que estaba ya apestada de prisioneros. Una temblorosa colección de espantapájaros vivos, sólo con algunos andrajos. Algunos estaban totalmente desnudos. Ante el peligro de que se hundiera la balsa si metían una sola persona más, los japoneses decidieron cerrar el cupo. Un lancha motora remolcó a la balsa y la llevó hasta la costa.
Ésta fue mi primera vista del Japón. Una vez en tierra japonesa nos encerraron en un campo de prisioneros rodeado por alambradas. Nos tuvieron allí unos cuantos días mientras los soldados interrogaban a todos los hombres y mujeres y luego separaron a un cierto número de nosotros haciéndonos caminar algunos kilómetros hacia el interior hasta una prisión que tenían vacía esperando nuestra llegada.
Uno de los prisioneros, un blanco, cedió bajo la tortura y dijo que yo había estado ayudando a escapar a los prisioneros y que poseía información militar que me habían comunicado los prisioneros moribundos, así que me llamaron para interrogarme. Los japoneses pusieron una gran entusiasmo en sus intentos para hacerme hablar. Vieron por mi ficha que todos los intentos anteriores habían fracasado, de modo que esta vez procuraron hacerlo mejor que nadie. Me doblaron hacia atrás las uñas, que ya habían vuelto a crecer y me frotaron con sal la carne viva. Como ni aun así conseguían que yo hablase, me colgaron de una viga por los dos pulgares, y me dejaron así todo un día. Aquello me hizo sufrir mucho, pero los japoneses no estaban aún satisfechos. Soltaron de golpe la cuerda de la que me habían colgado y caí al suelo duro con un golpe sordo y terrible. Me golpearon el pecho con la culata de un rifle. Unos guardias se arrodillaron sobre mi estómago y me descoyuntaron los brazos. ¡Por lo visto se habían especializado en este método! Me metieron hasta la garganta una manga de riego y soltaron el agua. Tuve la sensación de irme a asfixiar por falta de aire, o a ahogarme de tanta agua, o estallar por la presión. Parecía como si todos los poros de mi cuerpo rezumasen agua, y era como si me hubiera hinchado como un globo. Sentí un dolor muy intenso y veía unas luces brillantes. Me parecía sentir una inmensa presión en el cerebro y me desmayé. Me dieron estimulantes para que recobrara el conocimiento. Pero estaba ya demasiado débil y maltrecho para ponerme en pie, de modo que tres soldados japoneses me sostuvieron —yo era muy corpulento— y volvieron a arrastrarme hasta debajo de aquella viga de la que me habían tenido colgado. Se acercó un oficial japonés y dijo: «Parece que estás empapado de agua. Te convendrá ahora secarte. Quizás así te decidas a hablar. Atento». Dos japoneses se inclinaron de pronto y tiraron de mis tobillos, levantándolos del suelo tan bruscamente que me caí y me di con la cabeza en el cemento. Me pasaron una cuerda por los tobillos y, mientras bufaban con el esfuerzo que les costaba manejarme, me izaron colgado de los pies a un metro o así del suelo. Luego, lentamente, como disfrutando de todos los momentos de la operación, los japoneses extendieron en el suelo, debajo de mi cabeza, papel y unas astillas. Haciendo maliciosas muecas, uno de ellos encendió un fósforo y prendió fuego al papel. Poco a poco fui sintiendo el calor. La madera ardía y sentí que la piel de mi cabeza se arrugaba con el calor. Oí una voz que decía: «Lo estáis matando. Si dejáis que muera os haré responsable de ello. Primero es preciso que hable». Luego, cuando cortaron nuevamente la cuerda volví a darme un terrible golpe, esta vez de cabeza y en el rescoldo del fuego. De nuevo me desmayé.
Cuando recobré la conciencia me encontré en una celda de un semisótano, tendido de espaldas en el charco que se había formado en el suelo. Las ratas corrían alocadamente por el suelo mojado. El primer movimiento que hice las asustó aún más y chillaban alarmadas. Horas más tarde llegaron los guardias y me pusieron de pie, pues yo no me podía valer solo para ello. Me llevaron, con muchos golpes y maldiciones, hasta la ventana con barras de hierro. Me ataron las manos con esposas a los barrotes de hierro, de modo que la cara me quedaba apoyada en ellos. Un oficial me dio una patada y dijo: «Ahora observarás todo lo que ocurre. Si vuelves la cabeza o cierras los ojos, te clavaremos una bayoneta». Estuve mirando con toda mi atención, pero sólo veía el suelo al nivel de mi nariz. Sin embargo, al poco tiempo noté mucho movimiento al fondo y aparecieron unos prisioneros empujados por soldados que los trataban con tremenda brutalidad. El grupo se acercaba hasta que obligaron a los prisioneros a arrodillarse ante mi ventana. Tenían los brazos atados a la espalda. Estaban curvados como un arco, pues les habían sujetado las muñecas a los tobillos. Involuntariamente cerré los ojos, pero tuve que abrirlos en seguida al sentir el pinchazo de una bayoneta. Sentí la sangre que me corría por una pierna abajo.
Redoblé mi atención. Era una ejecución en masa. Algunos de los prisioneros eran matados a bayonetazos y otros decapitados. Algunos de aquellos desgraciados debían de haber hecho algo que para los japoneses era terrible, porque les sacaron las entrañas y los dejaron desangrarse hasta morir. Este espectáculo duró varios días. Me traían los prisioneros frente a mi ventana y los mataban por fusilamiento, a bayonetazos o decapitándolos. La sangre fluía hasta mi celda y entraba en ella. Enormes ratas se concentraban en torno a la sangre.
Noche tras noche me interrogaban los japoneses, tratando de sacarme información militar. Yo vivía en un continuo caos de dolor y mareos, un dolor continuo que me martirizaba día y noche; y deseaba que me ejecutasen de una vez como único medio de lograr la calma. Después, al cabo de diez días, que me parecieron un centenar, me dijeron que me fusilarían si no les daba la información que deseaban. Los oficiales me decían que estaban hartos de mí y que mi actitud era un insulto al Emperador. Pero no conseguían que les dijese ni una palabra. Así que me llevaban de nuevo a mi celda, arrojándome en el suelo como un saco, en mi cama de cemento. Un guardia se volvió, al cerrar la puerta, y me dijo: «No habrá más alimentos para ti. A partir de mañana no vas a necesitarlos».
Al amanecer del día siguiente se abrió la puerta de la celda violentamente y se presentó un oficial japonés con un pelotón de fusileros. Me llevaron al campo de ejecución donde yo había visto matar a tantos. El oficial señaló el suelo empapado de sangre y me dijo: «La tuya estará también ahí. Pero tendrás tu tumba porque tú mismo vas a cavártela».
Trajeron una pala y tuve que cavarme mi propia tumba mientras me amenazaban con las bayonetas si no me daba prisa. Luego me ataron a un poste situado de tal modo que, cuando me fusilaran, bastase cortar la cuerda para que mi cuerpo cayese directamente en la tumba. El oficial adoptó una pose teatral, mientras leía la sentencia donde se decía que me fusilaban por haberme negado a colaborar con los Hijos del Cielo. Y añadió: «Ésta es la última oportunidad. Da la información que te pedimos o te enviaremos a reunirte con tus deshonrados antepasados». No respondí; ¿qué podía responderles? De modo que repitió sus palabras. Seguí silencioso. A la voz de mando del oficial, el pelotón levantó los rifles. El oficial volvió a acercárseme y dijo que, efectivamente, era mi última oportunidad. Subrayó esta afirmación abofeteándome conforme iba hablándome. Sin embargo, tampoco así me sacaban ni una palabra, de modo que desesperado ya, el oficial señaló a los soldados el lugar de mi corazón y, para rematar bien su tarea, me asestó un buen golpe en la cara con la hoja de su espada y me escupió antes de volverse, asqueado por mi actitud, para reunirse con sus hombres.
A mitad del camino entre ellos y yo —pero teniendo buen cuidado de no hallarse en la línea de fuego— el oficial miró a los soldados y dio orden de apuntar. Levantaron los rifles, convergiendo hacia mí sus cañones. Me parecía que el mundo estaba lleno de enormes agujeros negros: las bocas de los rifles. Parecían crecer sin cesar, espantosas, y yo sabía que de un momento a otro escupirían muerte. El oficial levantó muy despacio su espada y la bajó violentamente con la orden: «¡Fuego!».
Era como si el mundo entero se disolviera en llamas, dolor y nubecillas de humo. Sentí como si una manada de caballos gigantescos me patearan con herradura al rojo vivo. Todo empezó a dar vueltas como si el mundo se hubiese vuelto loco. Lo último que vi fue una neblina roja, sangre vertida y una rugiente negrura. Después la nada.
Más tarde, recobré la conciencia con cierto asombro de que los Campos Celestiales o el Otro Lugar me fueran tan familiares. Pero entonces todo se me estropeó. Estaba, sencillamente, boca abajo en la tumba. De pronto me empujaron con una bayoneta. Por el rabillo del ojo vi al oficial japonés, el cual estaba explicando que las balas del pelotón de ejecución estaban especialmente preparadas. «Las hemos experimentado en más de doscientos prisioneros», decía. Les habían retirado parte de la carga y les había quitado la bala de plomo, sustituyéndola por otra cosa para que hiriese, pero no matase. Era evidente que los japoneses no habían renunciado a sacarme la información que deseaban. «Y la tendremos —dijo el oficial—, aunque para ello tengamos que inventar nuevos métodos. Acabará hablando. Y mientras más tiempo resista, más dolor padecerá».
Mi vida había sido muy dura, con tanto entrenamiento riguroso y una disciplina tan severa, y gracias a la preparación especial a que me había sometido desde niño en la lamasería, podía aún seguir resistiendo y no perder la razón. Es extremadamente dudoso que nadie hubiera podido sobrevivir a las pruebas que yo había resistido de no haber tenido una preparación igual a la mía.
Las graves heridas que me causó la «ejecución» me valieron una pulmonía doble. Me puse desesperadamente enfermo, al borde de la muerte y sin que se me prestase la menor ayuda médica, ni consuelo alguno. Estuve tumbado en el suelo de cemento de mi celda sin mantas y sin nada, temblando sin cesar con una única esperanza: morir.
Sin embargo, me fui reponiendo un poco y durante algún tiempo noté el zumbido de motores de aviación, unos motores que me parecían desconocidos. No eran los japoneses, a los que conocía tan bien, y me preguntaba qué estaría sucediendo. La prisión se encontraba en un pueblo cerca de Hiroshima y me figuré que los vencedores japoneses —los japoneses que estaban venciendo por todas partes— traían con pilotos suyos los aviones capturados al enemigo.
Un día en que aún me encontraba malísimo, volvieron a oírse los motores de aviación. De repente tembló el suelo y hubo un tremendo rugido con sacudidas violentas y como una palpitación de la tierra. Cayeron del cielo nubes de polvo y se notaba un olor rancio, a moho. La atmósfera se había puesto tensa y llena de electricidad. Durante un momento se inmovilizó todo. Luego los guardias corrieron aterrorizados, chillando como locos y llamando al Emperador para que les protegiera de no sabían qué. Era la bomba atómica de Hiroshima del 6 de agosto de 1945. Durante algún tiempo seguí tendido en el suelo preguntándome qué debía hacer. Luego me pareció evidente que los japoneses estaban demasiado ocupados para acordarse de mí, así que me puse, tembloroso, en pie y llegué dificultosamente hasta la puerta. No estaba cerrada con llave. Me habían dejado allí tan gravemente enfermo que mi fuga les parecía imposible. Además, normalmente, había siempre guardias de un lado a otro. Los japoneses estaban convencidos de que su dios el Sol los había abandonado y daban vueltas enloquecidos como una colonia de hormigas perturbadas. Tiraban los rifles por todas partes, las prendas de uniforme, alimentos, todo. En dirección a sus refugios antiaéreos se oía una espantosa algarabía, pues ellos trataban de entrar todos al mismo tiempo.
Yo estaba muy débil. Casi demasiado débil para sostenerme en pie. Me incliné para coger del suelo una guerrera y un gorra japonesa y estuve a punto de caerme por el mareo que sentía. Me puse a gatas y con gran dificultad logré colocarme la guerrera y luego la gorra. Cerca había un par de fuertes sandalias. También me las puse porque estaba descalzo. Luego, muy despacio, me arrastré hasta unos arbustos y seguí avanzando así, dolorosamente, con las manos y rodillas. Había un horrísono estruendo porque todos los cañones antiaéreos estaban disparando. El cielo se había puesto rojo y se veían unas amplias bandas de humo negro y amarillo. Era como si el mundo entero se estuviese resquebrajando y me pregunté para qué me esforzaba en escapar si resultaba evidente que aquello era inevitablemente el fin de todo.
A lo largo de aquella noche seguí arrastrándome hasta la playa que, como yo sabía muy bien, estaba a pocos kilómetros de la prisión. Por supuesto, me sentía muy enfermo. Me raspaba el aliento en la garganta y todo el cuerpo me temblaba sin cesar. Necesité de toda mi capacidad de autocontrol para proseguir mi camino. Por fin, al amanecer llegué a una cala de la playa. Medio muerto de cansancio, dolor y fiebre miré por entre los arbustos y vi ante mí una pequeña barca de pesca que se balanceaba, atada a unas maromas. Estaba abandonada. Por lo visto, su dueño, presa del pánico, había corrido tierra dentro. Sigilosamente logré llegar hasta la barca y, doliéndome todo el cuerpo, me estiré para mirar por la borda. La embarcación estaba vacía. Después de inmensos esfuerzos pude poner un pie en la maroma que sujetaba la barca y así subí hasta ella, pero me faltaron las fuerzas y me caí dentro cabeza abajo sobre un montón de pescado podrido que seguramente guardaban allí para que sirviera de cebo. Tardé mucho tiempo en recuperar las pocas fuerzas que necesitaba para cortar la maroma con el cubillo que encontré. Luego, mientras la barca iba la deriva impulsada por la marca, me acerqué a la popa donde me dejé caer completamente agotado. Horas después pude izar la vieja y rota vela, porque el viento parecía favorable. Era un esfuerzo demasiado grande para mí y me dejé caer en el fondo de la barca. Era un desmayo, pero esta vez, como si me muriese.
Detrás de mí en el Japón, habían dado el paso decisivo. La bomba atómica había acabado con la voluntad de luchar de los japoneses. La guerra había terminado para mí, pues navegaba a la deriva por el mar del Japón sin más alimento que unos trozos de pescado podrido en el fondo de la barca y sin agua potable. Me puse en pie y me sostuve abrazado al mástil, con la barbilla apoyada en él. Al volver la cabeza podía ver cómo se alejaba la costa del Japón. La envolvía una débil neblina. Mirando hacia proa, sólo veía el mar.
Pensé en todo lo que había sufrido hasta entonces. Me acordé de la Profecía: como si me llegara de un lugar muy remoto, me parecía oír la voz de mi Guía, el Lama Mingyar Dondup. «Lo has hecho bien, Lobsang mío; lo has hecho bien. No te desanimes, porque éste no es el final».
A proa, un rayo de sol relució un momento; el viento se refrescó y las pequeñas olas que formaba la barca hacían un ruidito agradable. ¿Y yo? ¿Cuál era mi rumbo? Lo único que sabía es que por ahora estaba libre, libre de la tortura y de la prisión, libre del infierno vivo de la vida de los campos de concentración. Quizás estuviese libre incluso para morir. Pero no, aunque anhelaba la paz de la muerte por el alivio que supondría para mis sufrimientos, sabía que aún no podía morir, pues mi destino decía que tendría que morir en la tierra de piel roja, América, y allí estaba flotando solo y muriéndome de hambre en una barca de pesca en el mar del Japón. Me invadían unas oleadas de dolor que me hicieron creer que de nuevo me estaban torturando. La respiración se me hacía bronca y rasposa y los ojos se me nublaban. Pensé que quizá los japoneses habrían descubierto mi fuga y enviarían una lancha rápida en mi busca. Esta idea era demasiado para mí. No pude sostener la presión de mis manos sobre el mástil. Se me aflojaron las articulaciones y fui resbalando hasta quedar tendido en el fondo de la barca. Otra vez las tinieblas, la negrura del olvido. La barca siguió a la deriva, hacia lo desconocido.