Capítulo décimo

Los guardias japoneses estaban otra vez de pésimo humor. Los oficiales y los soldados estaban siempre gruñendo y golpeando a cualquier desgraciado que tuvieran a mano. Estábamos muy deprimidos ante la perspectiva de otro día de terror, de escasez de comida y trabajos inútiles y durísimos. Horas antes habíamos visto un torbellino de polvo a la entrada del campo: era un gran coche americano que habían capturado y que conducían tan insensatamente que sus fabricantes habrían puesto el grito en el cielo si lo hubieran visto. Hubo chillidos y alaridos y los soldados corrían de un lado a otro abrochándose sus estropeados uniformes. Todos procuraban demostrar en aquellos momentos que estaban haciendo algo útil.

Porque en aquel automóvil capturado venía, en visita de sorpresa, uno de los generales que mandaba en aquella zona. Desde luego fue una absoluta sorpresa, ya que los japoneses de nuestro campo no podían esperar otra inspección, pues la última había sido tan sólo dos días antes. Pero, por lo visto, a veces se producían estas inspecciones-sorpresa porque en realidad venían en busca de mujeres para organizar juergas. Las ponían en fila, las examinaban y se llevaban las que les gustaban. Poco después oíamos gritos de angustia y de dolor. Sin embargo, esta vez se trataba de una auténtica inspección de un general de alta categoría que venía directamente del Japón para comprobar lo que se hacía en los campos de prisioneros. Más tarde supimos que los japoneses habían sufrido últimamente algunas derrotas y alguien debió de pensar que si se cometían demasiadas atrocidades, quizá lo pagasen más tarde algunos militares de alta graduación.

Los guardias formaban filas para la inspección, mientras nosotros los contemplábamos, interesados, por detrás de las alambradas que nos guardaban Es natural que nos interesase muy especialmente el que fueran los guardias y no nosotros quienes debiesen sufrir esta vez la inspección. Los guardias seguían en filas y esperaron así durante mucho tiempo hasta que se produjo por fin una impresión de gran tensión, de que algo grave iba a suceder. Por fin, apareció el general, que caminaba, arrastrando su larga espada samurái, ante las filas de soldados. Estaba furioso de que le hubiesen tenido esperando y sus ayudantes parecían todos ellos intranquilos y nerviosos. Cada vez que encontraba un defecto en el atavío de un soldado lo hacía salir de las filas. Decididamente, aquel día todo parecía salir mal.

Los pequeños «Hijos del Cielo» presentaban un lamentable aspecto. Con las prisas de la repentina visita, se habían echado encima lo primero que encontraron y el temor al jefe les había hecho perder la cabeza por completo. El general continuaba lentamente la inspección y de pronto lanzó un penetrante chillido de rabia. Uno de los hombres tenía, en vez de su rifle, uno de los palos con una lata atada al extremo que empleaban los prisioneros para limpiar las letrinas del campo. Poco antes un prisionero había estado utilizando ese palo y la lata estaba llena de porquería. El general miró furioso al hombre y al palo y elevó cuanto pudo la cabeza para ver lo que había en la lata, lo cual le enfureció aún más. Estaba tan rabioso que no podía hablar. Ya había abofeteado poco antes a varios guardias que habían incurrido en su ira, pero esta vez se había quedado tan estupefacto que no reaccionaba. Por fin recuperó sus movimientos y dio un salto de pura indignación. Miró a su alrededor, tratando de encontrar algo con que golpear al hombre. De pronto se le ocurrió algo. Miró fijamente su espada envainada y de repente descargó un tremendo golpe con aquella arma ornamental sobre la cabeza del soldado.

Al desgraciado se le doblaron las rodillas y cayó exánime al suelo. Le salía la sangre de la nariz y las orejas. El general le estuvo dando patadas, mientras hacía señas a otros guardias que se acercaron. Lo cogieron por los pies y lo llevaron a rastras hasta que desapareció de nuestra vista y no volvimos a verlo en nuestro campo.

En aquella inspección todo salía mal. El general y los oficiales que le acompañaban encontraban faltas a todo. Estaban enfurecidos. Además, repetían la inspección una y otra vez, como si temiesen haberse dejado algo sin descubrir. Nunca habíamos visto nada semejante. Pero, desde nuestro punto de vista, aquello tenía una gran ventaja para nosotros, pues el general estaba tan irritado contra sus propios subordinados que olvidó inspeccionar a los prisioneros. Por fin, los oficiales visitantes desaparecieron, con los del campo, en la sala de guardia y desde allí nos llegaron gritos de rabia y un par de tiros. Luego volvieron a salir, subieron a sus coches y desaparecieron de nuestra vista. Los guardias se dispersaron temblando aún de miedo.

Todo lo cual dejó a los guardias japoneses en el peor de los humores. Apalearon a una mujer holandesa porque era muy alta y corpulenta y les hacía sentirse inferiores. Dijeron que el hecho de que una mujer fuese de mayor estatura que ellos constituía un grave insulto al Emperador. La derribaron a culatazos y, una vez en el suelo, la molieron a patadas hasta hacerla sangrar por fuera y por dentro. Durante un par de horas, hasta la puesta del sol, tuvo que permanecer tendida la pobre mujer a la entrada de la sala de guardia, sangrando y sin fuerzas ni para arrastrarse. Por muy enfermo o herido que estuviese, nadie podía ser mudado de sitio si los guardias no daban el permiso. Si el prisionero moría a consecuencia de esta brutalidad, pues bien: uno menos que alimentar. En el caso de la holandesa, los guardias no tenían ni el menor interés en salvar su vida y la desventurada murió a la vez que se ponía el sol. Nadie podía acudir en su ayuda. Pasado algún tiempo, un guardia hizo unas señas a dos prisioneros para que se llevaran de allí el cuerpo. Por si no había muerto aún me la trajeron. Pero era inútil: se había desangrado hasta morir.

Desde luego, era de una enorme dificultad, tratar a los pacientes en aquel campo de prisioneros. Nos faltaba de todo. Las pocas vendas que había estaban ya podridas a fuerza de lavarlas y usarlas. Tampoco se podían sacar de la ropa porque las prisioneras habían acabado sin tener una prenda que ponerse. El problema era gravísimo, pues teníamos innumerables heridos que curar y no había manera de hacerlo. Yo había estudiado los poderes curativos de las hierbas y, en una de nuestras expediciones de trabajo más allá de los límite del campo de prisioneros, descubrí una planta que me resultó familiar. Era ancha, con hojas gruesas, y servía muy bien como astringente, lo que necesitábamos desesperadamente. El problema consistía en lograr una buena provisión de estas hojas. Varios de nosotros pasamos buena parte del día y una noche discutiendo sobre este asunto hasta decidir que los grupos de trabajadores forzados tenían que arreglárselas para recogerlas y esconderlas del modo que acordamos, mientras regresaban al campo. A alguien se le había ocurrido que, como un gran número de prisioneros trabajaban en la recolección de grandes bambúes, las hojas podían ocultarse en el interior de éstos.

Las mujeres o «muchachas», como ellas se llamaban unas a otras sin distinciones de edad recogían grandes cantidades de esas carnosas hojas. A mí me encantaba verlas, pues era como volver a ver a antiguas amigas. Extendíamos las hojas sobre el suelo, detrás de las chozas. A los guardias japoneses no les importaba qué hiciésemos con las plantas. Creían que andábamos mal de la cabeza o algo así. Pero la selección tenía que ser muy cuidadosa, porque las mujeres no sabían exactamente qué variedad de plantas era la conveniente y las traían revueltas. Bajo mis instrucciones, las íbamos clasificando. Las que sobraban las mezclábamos con las pilas de muertos que había siempre al extremo de nuestro recinto.

Separábamos las hojas grandes de las pequeñas y las limpiábamos todas cuidadosamente. No teníamos agua para esto, pues el agua escaseaba muchísimo. Para machacar las hojas tuvimos que encontrar algo que nos sirviese, y nada mejor que el gran cuenco que se empleaba en el campo para el arroz. Pero a este almirez improvisado le faltaba una buena mano. Para ello utilizamos una piedra que maceraba bien las hojas y que sólo podía manejarse con bastante esfuerzo. Las mujeres que me ayudaban, se turnaban en esa tarea. Las hojas quedaron bien maceradas en una pulpa verde y pegajosa. Nuestro problema siguiente fue el de encontrar algo que absorbiese la sangre y el pus, mientras operaba el astringente. El bambú es una planta para múltiples usos; decidimos, pues, sacarle aún más provecho. Utilizamos cañas viejas, las raspamos y pusimos a secar el serrín en latas calentadas sobre la hoguera. Cuando estuvo tan fino como la harina, y más absorbente que el algodón, mezclamos el serrín de bambú con la pulpa de las hojas, resultando una mezcla muy satisfactoria. Desgraciadamente se deshacía en cuanto la tocábamos.

No fue fácil lograr una base para dar consistencia a la mezcla. Por fin lo conseguimos con las fibras de bambú cruzándolas como si las tejiésemos, como si estuviésemos haciendo una estera larga y estrecha. Después de muchos esfuerzos, conseguimos una red de más de dos metros de longitud y sesenta centímetros de anchura, todo ello sostenido por una plancha de metal —de las que protegían al suelo del fuego—, después de fregarla muy bien a tal efecto.

Utilizando un bambú de gran diámetro pusimos la mezcla de hojas y serrín encima de la red, colocándola de modo que todas las fibras de bambú fueran cubiertas. Luego volvimos la red y cubrimos el otro lado. Al terminar esta labor teníamos ya una venda de un color verde pálido y con ella podíamos contener el fluir de la sangre y cicatrizar las heridas. El procedimiento empleado había sido algo así como el de la fabricación del papel y el resultado final parecía cartón verde, que no se doblaba con facilidad y difícil de cortar con las vastas herramientas de que disponíamos. Pero logramos cortar el material en tiras de un ancho de diez centímetros, quitándoles luego la placa de metal a la que habían estado adheridas. Se conservaban flexibles durante muchas semanas. Estos vendajes fueron una bendición para nosotros.

Un día una mujer que había estado trabajando en la cantina de los japoneses, dijo que estaba enferma y le permitieron que fuera a verme. Llegó muy excitada, porque había estado limpiando un almacén donde guardaban mucho material capturado a los americanos. Había encontrado una lata a la cual se le había caído la tapadera y de ella cayeron unos cristales de un color marrón rojizo. Preguntándose qué podía ser, había estado removiéndolos. Más tarde, al meter las manos en agua para seguir fregando le habían salido unas manchas marrones en la piel. ¿Sería veneno? ¿Se trataba quizá de alguna trampa de los japoneses? Por eso decidió venir a verme en seguida. Le miré las manos y se las olí. Sí yo hubiera sido un emotivo, me habría puesto a dar saltos de alegría. Para mí, era evidente lo que había motivado las manchas: eran cristales de permanganato potásico; precisamente lo que necesitábamos para los muchos casos de úlceras tropicales que se presentaban en nuestro campo. Le dije: «Nina, tiene usted que sacar de allí esa lata de un modo u otro. Cierre bien la tapadera y meta usted la lata en un cubo, pero cuidado que no se moje, y tráigamela aquí». La mujer volvió a la cantina entusiasmada al saber que había descubierto algo capaz de aliviar nuestros sufrimientos. Más tarde, aquel mismo día, volvió con la lata. Pocos días después me trajo otra, y aún una tercera un poco más tarde. Bendijimos a los americanos por haberse dejado quitar las latas y a los japoneses por haberse apoderado de ellas.

La úlcera tropical es una enfermedad horrible. Sus causas son la falta de alimento adecuado y el abandono. Quizá la imposibilidad de lavarse contribuya a ella. Primero se siente un leve picor y la víctima se rasca distraídamente. Luego aparece una pequeña rojez, como la punta de una cabeza de alfiler, y el que la tiene se rasca exasperadamente. Las uñas producen la infección y paulatinamente se va extendiendo una mancha roja sobre la piel, con pequeños puntos amarillos bajo la piel, que causan aún más irritación y obligan a rascarse todavía más. La úlcera crece hacía fuera y hacía dentro. Aparece el pus, se debilitan los recursos corporales y la salud va empeorando cada vez más. La úlcera profundiza en la carne y materialmente se la come.

Cruza el cartílago e incluso el hueso, mata la médula y el tejido. Sí no se pone remedio, el paciente morirá.

Había, pues, que hacer algo. La úlcera, la frente de la infección, tenía que ser extirpada lo antes posible. Puesto que carecíamos de equipo quirúrgico adecuado, era inevitable emplear re cursos desesperados para salvar la vida del paciente; había que extirpar la úlcera y para ello sólo teníamos un medio: afilar cuidadosamente el borde de un pedazo de lata que esterilizábamos lo mejor que podíamos mediante fuego. Unos compañeros sujetaban el miembro afectado del paciente y yo arrancaba con una lata afilada la carne muerta y el pus, hasta que sólo quedaba el tejido sano. Era muy importante asegurarse de que no quedaba carne infectada, pues, si no, la úlcera se reproduciría de nuevo como una mala hierba. Llenábamos la gran cavidad que había ocupado la úlcera con pasta de hierbas. Con infinitos cuidados se procuraba que el paciente recobrase la salud. ¡Teniendo en cuenta lo que en nuestro campo entendíamos por salud, que venía a ser poco más o menos lo que en un sitio normal se consideraría estar cerca de la muerte! El permanganato ayudaba al proceso de curación. Tratábamos esta medicina como si fuera oro en polvo.

¿Que nuestro tratamiento parece brutal? ¡Claro que lo era! Pero nuestros métodos «brutales» salvaron muchas vidas, muchos brazos y piernas. De no haberlo hecho así, la úlcera habría seguido creciendo sin cesar, envenenando todo el cuerpo, hasta que, en el mejor de los casos, tendríamos que haber amputado un brazo o una pierna —¡sin anestesia!— para salvar la vida del paciente. Desde luego, conservar la salud era en nuestro campo un problema espantoso. Los japoneses no nos prestaban ayuda alguna. Finalmente, tuve que recurrir a mis conocimientos en el arte de respirar y enseñé a los presos ese arte, porque la respiración correcta y sometida a ciertos ritmos puede servir de mucho para fortalecer la salud mental y física.

Mi Guía, el Lama Mingyar Dondup, me enseñó la ciencia de la respiración desde un día en que me vio jadeando y casi exhausto, después de haber subido un monte.

—Lobsang, Lobsang, ¿cómo te las arreglas para estar tan agotado?

—Honorable Maestro —repliqué, sin aliento—. Mi esfuerzo ha sido muy grande porque he subido al monte en zancos.

Me miró con tristeza y movió la cabeza resignado. Suspiró y me indicó que me sentara. Durante algún tiempo permanecimos en silencio. Sólo se oía el jadeo de mi respiración, que se esforzaba por normalizarse.

Había querido presumir delante de los peregrinos, por el camino de Linghor, de que los monjes de Chakpori podíamos andar mejor y más rápidamente en zancos que las demás personas de Lhasa. Para demostrarlo aún mejor había corrido en zancos monte arriba. Pero en cuanto estuve fuera de la vista de los peregrinos, tuve que dejarme caer agotado y mi Guía me había sorprendido en tan lamentable estado.

—Lobsang, ya es hora de que aprendas algo más. Te has divertido ya bastante. Ahora, como acabas de demostrar, lo que necesitas es aprender la ciencia de la buena respiración. Ven conmigo. Veremos lo que podemos hacer.

Siguió subiendo el monte y yo fui tras él de mala gana después de haber recogido los zancos, caídos por allí cerca. Mi Guía caminaba con gran facilidad, como si se deslizase. Sus movimientos no traslucían ni el menor esfuerzo, mientras que yo, muchísimos años más joven, le seguía cansado y jadeante, como un perro en un tórrido día de verano.

Llegamos a la cumbre del monte, entramos en el recinto de nuestra lamasería y seguí a mi Guía hasta su habitación. Nos sentamos del modo habitual en el suelo y el lama pidió que le llevasen el inevitable té, sin el cual ningún tibetano puede sostener una conversación seria. Mantuvimos silencio mientras los monjes nos servían té y tsampa. Cuando de nuevo estuvimos solos, mi Guía me instruyó sobre el arte de respirar, enseñanza que había de serme de vital importancia en este campo de prisioneros.

—Jadeas como un viejo en cuanto subes una cuesta, Lobsang —dijo—. Pronto aprenderás a vencer ese defecto, pues nadie debe gastar tantas energías en lo que es parte ordinaria, natural y cotidiana de nuestra vida. Es muy frecuente que no se sepa respirar. La gente suele creer que basta cargarse de aire, expulsar luego esa carga y volverse a llenar de otra.

—Pero, Honorable Maestro —repliqué—, llevo nueve años o más respirando bastante bien. ¿De qué otra manera se puede respirar?

—Lobsang, debes tener en cuenta que la respiración es la fuente de la vida. Puedes andar y también puedes correr, pero, sin una respiración adecuada, no podrás hacer ni lo uno ni lo otro. Debes aprender un nuevo sistema y, ante todo, debes fijarte un tiempo para la respiración, pues, hasta que no sepas cuánto tiempo debes emplear cada vez que respiras, no habrá modo de que respires bien.

En efecto, respiramos a distinto ritmo en las diversas ocasiones. Me tomó la muñeca izquierda y, señalando un punto de ella, me dijo:

—Fíjate en tu pulso. Ése marcha al ritmo de uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Pon tú mismo un dedo sobre el pulso para que lo sientas y entonces entenderás de qué estoy hablando.

Así lo hice; puse un dedo sobre la muñeca izquierda y sentí el ritmo de mi pulso como él me había dicho: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Miré a mi Guía, que hablaba de nuevo:

—Si te fijas, te darás cuenta de que inhalas mientras tu corazón da seis latidos. Pero eso no basta. Tendrás que variar mucho ese ritmo respiratorio y no tardaremos en hablar de ello.

Calló un momento, mientras me miraba y luego dijo:

—Debes saber, Lobsang, que vosotros, los chicos (os he estado observando muchas veces mientras jugáis), os cansáis porque no sabéis lo esencial de la respiración. Creéis que es una cosa natural y que mientras entre y salga el aire en el cuerpo, todo irá bien. Pero ése es un gran error, pues hay cuatro modos principales de respirar; así que examinémoslos y veamos para qué sirven y en qué consisten. El primer método es muy pobre. Se conoce con el nombre de «respiración alta», porque en este sistema sólo se emplea la parte alta del pecho y los pulmones, y deberías saber ya que ésa es sólo la parte más reducida de nuestra capacidad respiratoria. De modo que cuando utilices este sistema «alto» metes muy poco aire en tus pulmones y, lo que es peor, dejas una buena cantidad de aire viciado en los profundos rincones de tu sistema respiratorio. Observa cómo, al respirar así —y me hizo la demostración práctica—, sólo se mueve la parte superior del pecho. La parte inferior y el abdomen se quedan inmóviles y eso es muy perjudicial. Olvida pues, esa clase de respiración, Lobsang, pues es completamente inútil. No debemos emplearla, sino pasar a las otras maneras.

Se interrumpió y, colocándose frente a mí, me dijo:

—Mira, ésta es la respiración alta. Observa la posición forzada que he de adoptar. Pero ya sabrás más tarde que éste es el tipo de respiración practicado por la mayoría de los occidentales, mejor dicho, casi todo el mundo, fuera del Tíbet y la India.

Yo le miraba asombrado, con la boca abierta. La verdad es que nunca pensé que respirar fuese algo tan difícil. Creí que lo sabía hacer bastante bien y ahora veía que estaba equivocado.

—Lobsang, tienes que prestarme más atención. Veamos ahora el segundo sistema de respiración, el que se conoce como «respiración media». Tampoco es muy buena. No merece la pena de que nos entretengamos con ella, pues no quiero que la utilices, pero cuando vayas a Occidente oirás a la gente referirse a esa manera llamando la respiración «de costillas», o respiración en el que el diafragma permanece inmóvil. El tercer sistema es el de la «respiración baja» y aunque quizá sea un poco mejor que los otros dos, tampoco es el correcto. Alguna gente llama a este sistema «respiración abdominal». Los pulmones no se llenan por completo de aire, de modo que no se renueva completamente el aire, conque también se producen el aire viciado, el mal aliento y la posibilidad de una enfermedad. De manera que no debes acordarte de esos sistemas de respiración, sino utilizar, como hago yo y como hacen otros lamas de aquí, la «respiración completa», que deberás hacer así.

«Muy bien —pensé—, ahora voy a aprender algo que verdaderamente merece la pena; pero, entonces, ¿para qué me ha hablado de los otros sistemas si había de advertirme que no me acordase de ellos?».

—Porque, Lobsang —dijo mi Guía, el cual, evidentemente, había leído mis pensamientos—, porque tienes que conocer tanto los defectos como las virtudes. Sin duda alguna, habrás notado aquí en Chapkori la insistencia con que recalcamos la importancia de tener la boca cerrada. Esto no es sólo para evitar decir tonterías o falsedades, sino con objeto de que se respire lo más posible por la nariz. Cuando se respira por la boca se pierde la ventaja de los filtros de la nariz. Si respiras por la boca también pierdes la ventaja del mecanismo para el control de la temperatura que funciona en nuestro cuerpo humano. Además, se acatarra uno, duele la cabeza o se atonta ésta y se padecen muchas otras molestias.

De pronto me di cuenta de que estaba contemplando boquiabierto a mi Guía y entonces cerré la boca tan de golpe que le brillaron los ojos de pura diversión, pero no hizo comentario alguno y prosiguió:

—Las ventanillas de la nariz son cosas de gran importancia y han de estar siempre limpias. Si notas que las tienes tapadas, sorbe por ellas un poco de agua y deja que te pase ésta a la boca para poderla expulsar por ella. Pero no respires en modo alguno por la boca, sino sólo por la nariz. Y para esos lavados usa siempre agua templada, pues el agua fría puede hacerte estornudar.

Se volvió y agitó la campanilla que tenía al lado. Se presentó un criado, que volvió a llenar la tetera y trajo más tsampa. Se inclinó ante nosotros y se retiró. Después de unos instantes el Lama Mingyar Dondup reanudó su lección:

—Ahora, Lobsang, vamos a ocuparnos de la verdadera manera de respirar, el método que ha permitido a algunos lamas tibetanos prolongar su vida hasta unos límites asombrosos. Tratemos, pues, de la respiración completa. Como implica su nombre, este sistema contiene a los otros tres (la respiración baja, la media y la alta), de modo que en él los pulmones se llenan realmente de aire, se purifica la sangre y el cuerpo se llena de fuerza vital. Es un sistema facilísimo. Basta con que te sientes, o te quedes de pie, en una posición cómoda y respires por la nariz. Hace poco tiempo, Lobsang, te he visto encogido, esforzándote y sin poder respirar. Es natural que no puedas respirar bien si estás encogido y en mala postura. Has de mantener erguida la columna vertebral. Ése es el secreto de la buena respiración.

Me miró y suspiró, pero el brillo burlón de sus ojos traicionaba la solemne profundidad de su suspiro. Luego se levantó, se acercó a mí y, poniéndome las manos bajo los codos, me hizo sentar derecho.

—Así es como debes sentarte, Lobsang —dijo—; así, con la columna vertebral erguida, el abdomen bien controlado y los brazos a los lados. Ahora, siéntate así, llena de aire el pecho, procura que las costillas salgan hacia fuera y luego echa hacia abajo el diafragma, de modo que también sobresalga el abdomen inferior. De ese modo lograrás una respiración completa. Y has de saber que en esto no hay magia alguna. Se trata sólo de una respiración ordinaria, de sentido común. Tienes que introducir en tu cuerpo el máximo de aire que puedas y luego has de soltarlo y volver a llenar los pulmones. Quizás ahora te parezca todo esto excesivamente complicado y que no merece la pena esforzarse tanto, pero te aseguro que merece la pena.

Si te parece lo contrario, es porque te has enviciado en respirar mal y tienes que empezar disciplinándote.

Respiré como lo había hecho mi maestro y, para mi considerable asombro, descubrí que era fácil. Desde luego, me zumbaba un poco la cabeza los primeros segundos, pero cada vez fue más fácil. Podía ver los colores con mayor claridad e incluso, en unos cuantos minutos de este ejercicio, me sentí mejor.

—Todos los días harás conmigo unos cuantos ejercicios de respiración, Lobsang, y quiero que luego continúes tú solo. Merece la pena. No volverás a cansarte ni quedarte sin aliento. Es necesario que no vuelva a repetirse el caso de que, mientras tú llegas sin poder hablar a lo alto de una cuesta, yo, en cambio, que tengo varias veces tu edad, lo haga con la mayor facilidad.

Volvió a sentarse y me contempló, mientras yo realizaba los ejercicios que él me había indicado. Desde el primer momento pude darme cuenta de las ventajas del sistema que me estaba enseñando. Mi Guía volvió a hablarme:

—El único objetivo de la respiración, sea cual fuere el sistema empleado, es introducir en el cuerpo la mayor cantidad de aire posible y distribuirla por todo el cuerpo de una manera que llamamos prana. Ésta es la fuerza vital. Esta prana es la fuerza que activa al hombre, que activa a cuanto vive: plantas, animales, hombres, e incluso peces, que han de extraer del agua el oxígeno y convertirlo en prana. Sin embargo, tenemos ahora que ocuparnos, Lobsang, de tu respiración, concretamente de la tuya. Inhala lentamente. Retén ese aire dentro de ti durante algunos segundos. Luego exhala el aire con mucha lentitud. Descubrirás que hay varios ritmos de inhalación, de retención del aire y de exhalación, que cumplen varias finalidades, tales como limpieza, vitalización, etc. Quizá la forma general más importante de respiración sea la que llamamos «respiración de limpieza». Ahora nos ocuparemos de ella porque quiero que, de aquí en adelante, la practiques al comenzar, y al terminar cada día, así como al principio y al final de todos los ejercicios.

Yo había ido siguiendo con gran atención las palabras de mi maestro. Conocía sobradamente el poder que llegan a alcanzar los grandes lamas, cómo logran deslizarse sobre la tierra con mayor rapidez de la que pueda galopar un hombre en un caballo y cómo pueden llegar a su destino tranquilos como si no hubieran realizado nada extraordinario; y decidí que mucho antes de que yo llegase a ser un lama dominaría la ciencia de la respiración.

Mi Guía, el Lama Mingyar Dondup, prosiguió:

—Ahora, Lobsang, vamos a practicar la respiración de limpieza. Respira primero, llenándote por completo de aire, tres veces; no, no superficialmente como los estás haciendo, sino tres respiraciones completas, lo más profundas que puedas conseguir. Llena a fondo los pulmones. Muy bien, así es —dijo—. Ahora, en la tercera respiración retén el aire durante cuatro segundos por los labios como si fueras a silbar, pero sin hinchar los carrillos. Deja salir un poco de aire por entre los labios con toda la fuerza que puedas. Luego, detente un segundo, reteniendo el aire que puedas. Deja salir un poco más, también con todo el vigor que puedas. Párate otro segundo y ahora vacíate de aire por completo. Suéltalo lo más enérgicamente que puedas. Recuerda que debes exhalar ahora el resto del aire con gran fuerza por la abertura de los labios puestos así, como si quisieras silbar. ¿No sientes una sensación muy refrescante?

Con gran sorpresa mía, pues aquella operación de soltar el aire poco a poco me había parecido un poco tonta, comprobé que era cierto lo que decía mi Guía. Nunca me había sentido tan bien. Seguí practicando el mismo ejercicio hasta que de pronto sentí que me daba vueltas la cabeza. A través de la neblina, oía la voz de mi Guía:

—Lobsang, Lobsang, basta; no debes respirar así, sino exactamente cómo te he dicho. No experimentes por tu cuenta porque eso es muy peligroso. Ya ves, te has intoxicado a fuerza de respirar incorrectamente y con demasiada rapidez. Debes realizar los ejercicios exactamente como yo te indico, pues yo tengo la experiencia. Más adelante podrás experimentar por tu cuenta y esto mismo, Lobsang, deberás advertírselo a las personas a quienes enseñes más tarde la buena respiración. Les dirás que nunca experimenten con diferentes ritmos de respiración, a menos que tengan junto a ellos un profesor competente, pues hay gran peligro en estos experimentos si se hacen caprichosamente. Practicar, en cambio, la serie de ejercicios recomendados por los que entienden, es seguro y saludable y no puede causar daño alguno.

El lama se puso en pie y dijo:

—Ahora, Lobsang, debemos aumentar tu fuerza nerviosa. Aspira todo el aire que puedas y, cuando creas que tienes los pulmones llenos hasta la máxima capacidad, fuérzalos aún un poco más. Entonces, empieza a exhalar el aire lentamente hasta vaciarte por completo. Llena otra vez los pulmones de la misma manera, pero retén esa respiración. Extiende los brazos ante ti sin hacer ningún esfuerzo, sólo con la poca energía necesaria para mantenerlos horizontales. Y ahora, fíjate bien. Vuelve las manos así, hasta ponerlas en los hombros, contrayendo paulatinamente los músculos hasta que, cuando toquen los hombros estén completamente tensos y los puños apretados. Mírame, ¿ves cómo aprieto los míos? Es necesario que las manos te tiemblen con el esfuerzo. Sin aflojar los músculos lo más mínimo saca los puños hacia afuera lentamente, y luego recógelos con rapidez varias veces, quizá una media docena de veces. Exhala con fuerza todo el aire, por la boca, con los labios como si fueras a silbar. Después de haber hecho eso unas cuantas veces, acaba practicando de nuevo la respiración de limpieza.

Volví a probarlo y otra vez me sentó muy bien. Además, era divertido y a aquella edad estaba yo siempre dispuesto a divertirme. Mi Guía interrumpió mis pensamientos:

—Lobsang, quiero insistir cuanto sea preciso en que la rapidez con que retires los puños y la tensión de los músculos es lo que determina el provecho que puedes obtener de este ejercicio, de que tienes los pulmones llenos de aire. Y no olvides que es un ejercicio respiratorio de valor incalculable y que te ayudará enormemente en el futuro.

Se sentó y estuvo observando mis ejercicios, corrigiendo amablemente los defectos y alabándome cuando los hacía bien. Cuando se consideró satisfecho, me los hizo repetir una vez más para asegurarse de que podía hacerlos yo solo. Después me indicó que me sentara junto a él y me estuvo explicando cómo se había formado el sistema de respiración tibetano después de descifrar los antiquísimos documentos que se guardaban en las cavernas bajo el Potala.

Más adelante, en mis estudios, me enseñaron varias cosas sobre el arte de respirar, pues en el Tíbet no sólo curamos con las hierbas, sino también mediante la respiración del paciente. Sin duda alguna, la respiración es la fuente de la vida, y puede ser interesante dar aquí algunas indicaciones para que las personas que sufran algún padecimiento, quizá desde hace mucho tiempo, puedan librarse de él o aliviarlo en gran medida. Esto puede lograrse mediante la respiración correcta, pero recuerde usted que debe limitarse estrictamente a los ejercicios indicados en estas páginas, y no se le ocurra experimentar por su cuenta sin un profesor competente a su lado, pues tales experimentos son muy peligrosos. Sería insensato lanzarse a ello sin prepararlo concienzudamente.

Los trastornos del estómago, el hígado y la circulación pueden ser vencidos por lo que llamamos «respiración contenida». Piense que en esto nada hay de mágico, a no ser los resultados que puedan parecer cosa de magia. Pero al principio tiene usted que mantenerse bien erguido y, si está en la cama, tendido completamente horizontal. Pensemos ahora que se encuentra usted en pie. Póngase con los talones juntos, los hombros hacia atrás y el pecho saliente. Así quedará enérgicamente controlada la parte baja del abdomen. Aspire hasta llenarse de todo el aire que pueda y téngalo dentro hasta que sienta usted unos leves latidos —muy leves— en las sienes. En cuanto tenga usted esa sensación, suelte con fuerza todo el aire por la boca abierta. Pero con energía, no sencillamente dejando salir el aire, sino lanzándolo por la boca con toda la fuerza de que sea capaz. Después deberá usted realizar la respiración de limpieza, que ya expliqué detalladamente al contar los ejercicios que me enseñaba mi Guía, el Lama Mingyar Dondup. Sólo repetiré que la respiración de limpieza es de valor incalculable para mejorar la salud.

Antes de iniciar los ejercicios respiratorios, es imprescindible que tenga usted un ritmo, una unidad de tiempo que represente la inhalación normal. Ya he hablado de esto al contar cómo lo aprendí, pero quizá sea muy conveniente en este caso repetirlo para que se grabe de un modo permanente en el lector. El latido del corazón de una persona es la norma rítmica adecuada para la respiración de ese individuo determinado. Raramente se encontrarán dos personas que tengan el mismo ritmo, pero eso no importa; podrá usted descubrir su ritmo de respiración normal colocando un dedo en el pulso y contando. Coloque los dedos de la mano derecha sobre la muñeca izquierda y tómese el pulso. Supongamos que tiene el ritmo normal uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Grábese bien ese ritmo en el subconsciente para que no tenga usted que tratar de recordarlo, sino que lo sepa en todo momento subconscientemente. No importa cuál sea su ritmo siempre que usted lo sepa y que este conocimiento se haya grabado en el subconsciente, pero estamos suponiendo que el ritmo de usted es el término medio en que la inhalación de aire dura seis latidos de su corazón. Esto es lo ordinario. Pero vamos a alterar esa norma respiratoria con varios propósitos. No hay dificultad alguna en ello. Esos cambios son fáciles de lograr y nos permitirán obtener resultados espectaculares para mejorar la salud.

Todos los acólitos de alta graduación en el Tíbet tenían que aprender la ciencia de la respiración. Había ciertos ejercicios que tenían preferencia en la enseñanza sobre todos los demás. ¿Quiere usted probarlos? Entonces, lo primero que ha de hacer es sentarse bien derecho, o quédese de pie si lo prefiere, pero es inútil ponerse en pie si puede usted quedarse sentado. Aspire lentamente hasta llenar por completo el sistema respiratorio. Es decir, el pecho y el abdomen, mientras cuenta seis pulsaciones. Reconocerá usted que esto es muy fácil. Sólo tiene usted que mantener un dedo sobre el pulso de la muñeca y esperar hasta que el corazón haya latido una, dos, tres, cuatro, cinco, seis veces. Después de haber aspirado el aire durante seis unidades de pulsación, reténgalo mientras el corazón late tres veces. A continuación, exhale todo el aire por la nariz durante seis latidos. Es decir, exactamente durante el mismo tiempo que tardó en aspirarlo. Ahora que ha lanzado usted todo el aire que tenía en los pulmones, manténgalos vacíos durante tres pulsaciones, y luego empiece de nuevo el ejercicio ya indicado. Repítalo cuantas veces quiera, pero sin cansarse. Inmediatamente que sienta usted el menor cansancio, debe dejarlo. En efecto, nunca deberá usted cansarse con estos ejercicios, puesto que entonces serán éstos contraproducentes. Son precisamente para tonificarnos y hacernos más fuertes y aptos, no para debilitarnos y cansarnos.

Siempre empezábamos con el ejercicio respiratorio de limpieza y éste es completamente inofensivo y de lo más beneficioso. Limpia los pulmones del aire viciado y los libra de impurezas, ¡por eso en el Tíbet no hay tuberculosis! De modo que puede usted realizar los ejercicios respiratorios de limpieza siempre que le apetezca y su salud se beneficiará muchísimo con ello.

Un método extremadamente bueno para adquirir el control mental es sentarse con el tronco erguido y aspirar una respiración completa de limpieza. Después, aspire a razón de uno, cuatro, dos. Es decir (¡hablemos ahora de segundos para cambiar!), aspire durante cinco segundos, luego retenga la respiración durante cuatro veces cinco segundos, o sea, veinte segundos. Respirando adecuadamente usted podrá liberarse de muchos padecimientos, y éste es un método excelente. Además, si tiene usted algún dolor, lo mismo puede hacer el ejercicio hallándose tumbado que de pie. Luego respire rítmicamente manteniendo con firmeza el pensamiento de que el dolor va desapareciendo con cada respiración. Es como si cada vez que arroja usted aire fuese saliendo el dolor. Imagine que cada vez que aspira usted aire está absorbiendo la fuerza vital que irá expulsando al dolor. Y piense también que cada vez que exhala aire, está usted echando fuera el dolor. Ponga la mano en la parte dolorida y figúrese que está usted sacándose con la mano, y a la vez con cada respiración, la causa del dolor. Haga esto durante siete respiraciones completas. Luego realice una respiración de limpieza y después descanse unos segundos respirando lenta y normalmente. Probablemente notará usted que el dolor habrá desaparecido por completo o que ha disminuido tanto que ya no le molesta. Pero si por alguna razón persiste el dolor, repita el ejercicio una o dos veces más hasta que el dolor desaparezca. Por supuesto, comprenderá usted que si se trata de un dolor inesperado y vuelve a presentarse, tendrá usted que consultar con el médico, ya que el dolor es la advertencia de la naturaleza de que algo marcha mal en nuestro cuerpo y aunque está permitido y es gran ventaja disminuir el dolor, a la vez es esencial que descubramos la causa del dolor para curarla.

Si se encuentra usted cansado, o si sus energías se han visto sometidas a un repentino desgaste, he aquí la manera más rápida de recuperarse. De nuevo le digo que no importa que esté de pie o sentado, pero tenga los pies juntos tocándose los talones y los dedos gordos. Entonces entrelace sus manos. Respire rítmicamente varias veces con una inhalación profunda y una exhalación lenta. Luego haga usted una pausa durante tres pulsaciones.

Finalmente, haga la respiración de limpieza. Notará usted que le ha desaparecido todo el cansancio.

Muchas personas están nerviosísimas cuando acuden a una entrevista. Se les ponen las manos pegajosas y a veces les tiemblan las rodillas. Nadie debería ponerse así porque ese nerviosismo es muy fácil de vencer y aquí indico un método para librarse de semejante estado de ánimo, por ejemplo, cuando está usted en la sala de espera del dentista. Respire profundamente por la nariz y contenga la respiración durante diez segundos. Luego vaya expulsando lentamente todo el aire. Respire después dos o tres veces del modo ordinario y después vuelva a aspirar el aire profundamente tardando diez segundos en llenar los pulmones. Retenga otra vez el aliento y expulse el aire con lentitud, tardando también esta vez diez segundos. Hágalo tres veces (podrá usted hacerlo sin que nadie se dé cuenta), y se sentirá completamente seguro de sí mismo. Su corazón habrá dejado de dispararse alocadamente y notará usted una gran confianza en sí mismo. Cuando deje usted el lugar de espera y acuda a la entrevista, verá cómo puede dominarse perfectamente. En caso de que vuelva usted a sentir un ramalazo de nerviosismo, respire otra vez profundamente y retenga el aliento un segundo o así, lo cual es fácil mientras la otra persona habla. Este rápido ejercicio acabará por tranquilizarle. Todos los tibetanos emplean sistemas parecidos. También empleamos el control de la respiración cuando tenemos que levantar pesos, porque el medio más sencillo de levantar un peso es aspirar todo el aire que se pueda y contener la respiración mientras se hace el esfuerzo. Cuando éste termina, se deja salir el aire con lentitud, y luego se sigue respirando de la manera normal. Es fácil levantar un peso mientras se retiene en los pulmones todo el aire que cabe en ellos. Merece la pena probarlo. Puede usted tratar de levantar un peso considerable mientras tiene los pulmones vacíos y mientras los tiene llenos, y notar la diferencia. También se domina la ira mediante la respiración profunda, reteniendo el aliento y soltando el aire lentamente. Si por alguna razón está usted indignado —¡con razón o sin ella!— respire hondamente. Retenga el aire durante unos segundos y luego vaya soltándolo con mucha lentitud. Verá usted como controla su emoción y se hace usted dueño (o dueña) de la situación.

Es muy perjudicial dejarse llevar por la ira o la irritación, porque esto produce úlceras gástricas. Así, recuerde este ejercicio respiratorio de aspirar profundamente el aire, retenerlo, y luego dejarlo salir con lentitud.

Puede usted hacer todos estos ejercicios con absoluta confianza, seguro de que no le pueden perjudicar en modo alguno, pero insisto en prevenirle que debe limitarse a estos ejercicios y no intente otros más avanzados si no le guía a usted un profesor porque los ejercicios respiratorios caprichosos o mal comprendidos pueden causar mucho daño. En nuestro campo de prisioneros hice que algunos de nuestros compañeros respirasen así. También adelanté en esta materia y les enseñé a respirar para que no sintieran dolor y esto, unido a la hipnosis, me permitió realizar operaciones abdominales y amputaciones de brazos y piernas, sin anestesia. La falta de ésta nos obligaba a recurrir a ese modo combinado —hipnosis y control respiratorio— para suprimir el dolor. Es un método de la naturaleza, el procedimiento natural para evitar el dolor.