Capítulo noveno

Nos impresionó la diferencia de aquel Chungking de mi época de estudiante de medicina. Nuevos edificios —fachadas nuevas para edificios viejos— y tiendas de todas clases habían surgido por todas partes. ¡Chungking! Era una ciudad atestada de gente. Habían llegado multitudes de Shanghai y de todas las ciudades de la costa. Los comerciantes e industriales, al terminárseles su medio de vida en las ciudades costeras, se habían trasladado muy al interior, a Chungking, para empezar de nuevo, quizá con algunos restos salvados de los ávidos japoneses, pero la mayoría de las veces comenzaban de nuevo sin contar con nada.

Las universidades del país habían encontrado edificios en Chungking o habían construido otros provisionales, la mayoría de los cuales sólo eran en realidad unos vastos hangares. Pero allí estaba la sede de la cultura china. Nada importaba que los edificios universitarios fueran malos si los cerebros se encontraban allí y algunos de ellos eran de los mejores de todo el mundo.

Nos dirigimos hacia el templo donde nos habíamos alojado antes. Era como volver a casa. Allí en la calma del templo, con las nubes de incienso flotando sobre nuestras cabezas, teníamos la impresión de haber vuelto a la paz y que las Sagradas Imágenes nos miraban con benevolencia para premiar nuestros esfuerzos y el duro trato que nos había dado la vida. Sí, estábamos en casa y en paz, reponiéndonos de lo sufrido y curando nuestras heridas antes de volver al feroz mundo donde habíamos de padecer nuevos y peores tormentos. Sonaban las campanas del templo, y las trompetas. Podíamos de nuevo atender a nuestros amados servicios religiosos. Ocupamos nuestros sitios con el corazón lleno de alegría de haber regresado.

Aquella noche nos acostamos muy tarde porque hubo mucho que contar y comentar y también mucho de que enterarnos, pues en Chungking lo habían pasado muy mal con los bombardeos del enemigo. Pero nosotros veníamos del «Gran Exterior», como le llamaban en el templo, y nos pusimos roncos de tanto hablar, hasta que por fin nos envolvimos en nuestras mantas y dormimos, como en los buenos tiempos, en el suelo, dentro del recinto del templo.

Por la mañana tuve que ir al hospital en el que había sido estudiante, luego médico cirujano con clientela, y después oficial médico. Esta vez iba como paciente, lo cual era una experiencia nueva para mí. La nariz presentaba mal aspecto porque se había infectado y no cabía otro remedio que abrirla y rasparla. Esto era muy doloroso, pues no disponían de anestesia. Habían cerrado la carretera de Birmania y nuestras provisiones se habían interrumpido. Sólo me quedaba soportar lo mejor que pudiese lo que no podía evitarse. Pero en cuanto terminó la operación, regresé al templo, ya que las camas escaseaban mucho en el hospital de Chungking. Los heridos entraban continuamente y sólo se permitía permanecer en el hospital a los casos más urgentes, aquellos heridos que no podían andar en absoluto. Día tras día recorrí el camino hasta Chungking y regresaba al templo. Al cabo de dos o tres semanas, el decano de la Facultad de Cirugía me llamó a su despacho y me dijo:

—Bueno, Lobsang, amigo mío; no hará falta contratar a treinta y dos coolíes para cargar contigo. Has de saber que al principio lo creíamos, pero ha sido visto y no visto la rapidez de tu curación.

Los entierros se toman en China con muchísima seriedad. Se consideraba de la mayor importancia que el número de portadores fuera el que requería exactamente la situación social de cada persona. A mí todo esto me parecían tonterías, pues sabía de sobra que cuando el espíritu abandonaba el cuerpo, nada importaba lo que sucediese a éste. En el Tíbet nos era indiferente lo que pudiera hacerse con nuestros cuerpos vacíos, simples cáscaras. Sencillamente, entregábamos los cadáveres a los «quebradores de cuerpos», que los destrozaban concienzudamente y arrojaban los pedazos a los pájaros. Pero en China era al contrario. Allí se hubiera considerado ese trato al cadáver como condenar a la persona al tormento eterno. En China el muerto tenía que ser transportado en un ataúd por treinta y dos coolíes, si era un entierro de primera clase. Pero si el entierro era de segunda clase, bastaba con la mitad de portadores —dieciséis—; ¡cómo si se necesitaran dieciséis hombres para llevar un ataúd! El entierro de tercera clase, que era el más frecuente, sólo necesitaba cuatro coolíes. Por supuesto, el ataúd de tercera era muy modesto y barato. En los entierros de clase inferior a la cuarta (que llevaban cuatro coolíes y era la que correspondía a las clases obreras) no les correspondía ningún coolíe y los ataúdes eran transportados de cualquier modo. Desde luego, no basta con el número de portadores, sino que también había que tener en cuenta los plañideros oficiales que lloraban y gemían y se ganaban la vida ejerciendo este oficio en los entierros.

¿Entierros? ¿Muerte? Es raro cómo persisten en nuestra memoria los incidentes extraños. Hay uno en particular del que me acuerdo con frecuencia. Ocurrió cerca de Chungking y puede ser interesante relatarlo aquí para dar una breve impresión de la guerra… y de la muerte.

Era el día de la fiesta del «Día Decimoquinto del Octavo Mes», que se celebra a mediados de otoño, con luna llena. En China es ésta la fecha en que las familias hacen todo lo posible por reunirse en un banquete al terminar el día. Comen pasteles para celebrar la luna de las cosechas. Estos «pasteles de la luna» hay que comerlos como una especie de sacrificio o de prueba de que se espera que el año próximo será más feliz que el presente.

Mi amigo Huang —el monje chino— se alojaba también en el templo. También él había sido herido y el día a que me refiero caminábamos desde el pueblo de Chiaoting hasta Chungking. Este pueblo está como colgado de las empinadas pendientes a lo largo del Yangtse. Allí vivía la gente más rica, la que podía permitirse lo mejor. Bajo nosotros, por los huecos que dejaban los árboles entre ellos podíamos ver, mientras caminábamos, el río y los barcos que flotaban en él. Cerca, en las huertas de las terrazas de la montaña, los hombres y las mujeres vestidos de azul trabajaban, eternamente inclinados, aquellas tierras. La mañana era hermosa. Hacía calor y un sol fuerte; era uno de esos días en que uno siente la alegría de vivir y en que todo parece brillante y animado. En nuestro paseo, Huang y yo habíamos expulsado de nuestras mentes todo pensamiento de guerra. De vez en cuando nos deteníamos a admirar el paisaje por entre los árboles. Cerca de nosotros cantaba un pájaro. Seguíamos andando monte arriba.

—Párate un momento, Lobsang, que estoy reventado —dijo Huang. En efecto, nos sentamos a la sombra de los árboles. Era agradable estar allí disfrutando de la hermosa vista del otro lado del río, con el camino cubierto de musgo que bajaba del monte y las florecillas otoñales que salpicaban con notas de color el suelo. La sombra de los árboles empezaba a cambiar de sitio. Por encima de nosotros, pequeños jirones de nubes se desplazaban por el cielo.

Vimos a lo lejos una multitud que venía hacia nosotros. Nos llegaban ramalazos de voces.

—Tenemos que ocultarnos, Lobsang. Ése es el entierro del viejo Shang, el mercader de sedas. Un entierro de primera clase. Yo debía haber asistido, pero me disculpé diciendo que estaba demasiado enfermo, y quedaré mal si me ven ahora.

Huang se había levantado y yo también lo hice. Nos internamos un poco en el bosque para ver sin ser vistos. Nos escondimos detrás de un saliente rocoso; Huang un poco detrás de mí, para que incluso si me veían a mí no lo descubrieran a él. Nos acomodamos envolviéndonos en nuestras túnicas, cuyos colores nos camuflaban bien, pues se confundían con los tonos del otoño.

La procesión funeral se acercaba lentamente. Los monjes chinos iban vestidos de seda amarilla con sus capas rojas colgadas de sus hombros. El sol pálido del otoño hacía brillar sus cabezas recién afeitadas que mostraban las cicatrices de la ceremonia de iniciación; y también brillaban con el sol las campanillas de plata que llevaban en la mano. Despedían vivos relumbres cuando las agitaban. Los monjes entonaban el canto menor del servicio fúnebre mientras caminaban delante del enorme ataúd chino laqueado que llevaban a hombros treinta y dos coolíes. Unos ayudantes golpeaban los gongs y lanzaban cohetes para asustar a los demonios que pudieran andar por allí curioseando, pues según una creencia china, los demonios se disponían a apoderarse del alma de los fallecidos precisamente con ocasión de su entierro y tenían que ser ahuyentados con cohetes y mucho alboroto. Los plañideros, hombres y mujeres, iban detrás del ataúd y se envolvían la cabeza en el paño blanco de pena. Una mujer muy avanzada en su embarazo y que evidentemente era una parienta cercana del difunto, lloraba amargamente mientras otras personas la ayudaban a caminar. Los plañideros profesionales gemían con tremenda, aunque simulada, pena, mientras decían a gritos las virtudes del muerto. Detrás seguían los criados, que llevaban monedas en billetes y modelos de papel de todas las cosas que el difunto poseía en esta vida y que necesitaría en la próxima. Desde donde mirábamos, ocultos por el saliente de roca y por los arbustos, nos llegaba el olor del incienso y el aroma de las flores pisoteadas por la procesión. Sin duda era un espléndido entierro. Shang, el mercader de sedas, debía de ser uno de los principales ciudadanos de Chungking, pues la riqueza que revelaba el alarde funeral era fabulosa.

Con su tremendo despliegue de sollozos y gemidos, al ritmo de los címbalos y acompañados por los instrumentos de música y el incesante campanilleo, la procesión funeraria se acercó a nosotros. De pronto se produjeron unas sombras causadas por algo que tapaba el sol y por encima del ruidoso entierro oímos el ronroneo de unos motores de aviación, que sin duda era de gran potencia. El ruido se fue haciendo más intenso y cada vez resultaba más ominoso. Tres aviones japoneses de siniestro aspecto aparecieron por encima de los árboles entre nosotros y el sol. Daban vueltas hasta que uno se destacó y descendió pasando por encima de la procesión fúnebre. No nos preocupamos porque pensamos que incluso los japoneses respetarían lo sagrado, ya que aquel entierro llevaba sus sacerdotes y cumplía los ritos sagrados. Cuando el avión que se había separado de los otros dos volvió a elevarse y a reunirse con sus compañeros nos sentimos aliviados, pues los tres habían desaparecido. Pero nuestra alegría duró poco. Los aviones dieron la vuelta y vinieron de nuevo hacia nosotros. Cayeron unos puntos negros bajo sus alas y se fueron haciendo cada vez mayores. El chirrido de las bombas aumentaba rápidamente hasta caer directamente sobre la comitiva del entierro.

Todo tembló ante nosotros. Estábamos tan cerca que no oímos las explosiones. El humo y el polvo llenaban el aire y los árboles volaban por el aire. Durante unos momentos todo quedó oculto por una capa negra y amarilla de humo. Luego la barrió el viento y pudimos contemplar la horrible carnicería.

En el suelo yacía el ataúd completamente abierto y vacío. El cadáver que había contenido, aparecía despatarrado como un muñeco roto y nadie se ocupaba de él. Medio conmocionados por las explosiones y con la impresión de habernos hallado tan cerca de la muerte, salimos de nuestro escondite. Arranqué de un árbol detrás de mí una larga vara de metal que había estado a punto de darme en la cabeza, pues pasó silbando muy cerca de mí. Uno de sus extremos chorreaba sangre y estaba tan caliente que la solté con una exclamación de dolor, pues me había quemado los dedos.

De las ramas de los árboles colgaban pedazos de tela que movía el viento, tela ensangrentada. Un brazo completo y con un hombro seguía balanceándose en la horquilla que formaban unas ramas a unos quince metros de nosotros. El brazo acabó resbalándose y, en su caída, quedó enganchado un momento en una rama inferior hasta que por fin llegó al suelo. De otro árbol cayó rodando una cabeza deformada y con una mueca de terror y sorpresa; saltando de rama en rama vino a parar a mis pies y parecía tener su mirada clavada en mí como si quisiera expresarme su asombro ante la inhumanidad del agresor japonés.

Parecía un momento en que incluso el tiempo se había detenido horrorizado. El aire apestaba con olores de los altos explosivos, y con la sangre y las entrañas que habían quedado al aire. Los únicos sonidos eran los «plop-plop» que se producían al caer del aire las cosas que he citado. Acudimos presurosos por si aún había alguien que necesitara ayuda, seguros de que debería haber algún superviviente de la tragedia. Lo primero que vimos fue un cuerpo tan mutilado que no se podía haber dicho si era de varón o de hembra; ni siquiera se podía afirmar que era humano. Cruzado encima de él estaba un muchachito que había perdido las piernas a la altura de los muslos. Gemía aterrorizado. Cuando me arrodillé junto a él, el chico lanzó por la boca un chorro de sangré brillante y con ella su vida. Miramos tristemente en torno nuestro y ampliamos nuestra área de búsqueda. Debajo de un árbol caído yacía una mujer embarazada. El árbol le había caído encima haciéndole estallar el estómago. Le salía del vientre un bebé, muerto. Más allá había una mano suelta qué sé agarraba a una campanilla de plata. Buscamos y buscamos, pero no encontramos vida alguna.

Oímos de nuevo en el cielo el ruido de los motores de aviación. Los atacantes regresaban para contemplar el resultado de su espantosa acción. Nos echamos al suelo de espalda y quedamos inmóviles en él, mientras el avión japonés describía círculos cada vez más bajos inspeccionando sus destrozos para asegurarse de que nadie quedaba vivo y pudiese contar lo sucedido. Giraba lento, como un halcón que vigila, luego volvía sin cesar y cada vez más bajo. El tableteo de la ametralladora y las ristras de balas que se incrustaban en los arboles… Algo se agarró a mí túnica a la vez que sonó un grito. Sentí como sí me hubieran arañado la pierna. Pensé: «Pobre Huang, está herido y me necesita». Sobre nosotros, el avión seguía dando vueltas como sí el piloto se inclinase cada vez lo más posible para ver lo que había en el suelo. El aparato descendió varías veces para ametrallar a las víctimas. Por lo visto, quedó satisfecho y se marchó. Al cabo de un rato me levanté para ayudar a Huang, pero estaba demasiado lejos de mí, medio oculto por el terreno y no había sido herido. Me tiré de la túnica y vi que en la pierna izquierda me había penetrado una bala. La cabeza, que seguía mirándome, tenía un nuevo agujero en una sien, por donde le había entrado la bala mientras que el de salida era muy grande y le había hecho saltar los sesos.

De nuevo buscamos entre los árboles, pero no había señales de vida. De cincuenta a cien personas, quizá más, pasaban por allí sólo unos minutos antes para honrar a un difunto. Ahora todos ellos habían muerto. No eran más que restos informes. Nada podíamos hacer Huang y yo; nada podíamos salvar. Sólo el tiempo podría cicatrizar las heridas.

Como ya he dicho, éste era el «Decimoquinto Día del Octavo Mes» cuando las familias se reunían al terminar el día para celebrar alegremente su reunión. Por lo menos allí, gracias a los japoneses, las familias se habían «reunido» al terminar el día. Nos volvimos para emprender el regreso y, cuando nos alejamos de aquel lugar sangriento, un pájaro reanudó su interrumpida canción como si nada hubiera sucedido.

En aquel tiempo, la vida en Chungking era muy dura. Había muchos usureros llegados de fuera, gente que trataba de especular con la guerra. Los precios crecían sin cesar y las condiciones de vida eran muy difíciles. Por eso nos alegramos cuando llegaron órdenes de que nos reincorporásemos al servicio activo. Las bajas cerca de la costa habían sido numerosas. Se necesitaba personal médico con toda urgencia. Así, una vez más, salimos de Chungking y nos dirigimos hasta la costa, donde el general Yo nos esperaba para darnos órdenes. Días después me habían puesto al frente del hospital como oficial médico. Llamarle hospital era risible, pues se trataba sólo de unos arrozales donde los desgraciados pacientes yacían en el suelo empapado de agua, pues no había ningún otro sitio donde acostarse. Nuestro equipo médico sólo contaba con vendas de papel, instrumental quirúrgico atrasado y lo que nosotros pudiéramos improvisar; pero, por lo menos, no nos faltaban conocimientos ni la inflexible voluntad de ayudar a los heridos, y de estas teníamos de sobra. Los japoneses ganaban en todas partes. El número de víctimas era impresionante.

Un día, las incursiones aéreas parecieron ser más intensas que de costumbre. Caían bombas por todas partes. Todo el campo estaba agujereado con los cráteres abiertos por las bombas. Las tropas se retiraban. Entonces, en la tarde de aquel día, un destacamento japonés apareció de pronto y se lanzó contra nosotros, amenazándonos con sus bayonetas y hundiéndolas en unos y otros sólo para demostrar que eran los amos. No ofrecimos resistencia. No disponíamos de armas de ninguna clase para defendernos. Por ser el jefe del hospital, los japoneses me interrogaron rudamente y luego recorrieron los arrozales para ver a los pacientes. Les ordenaron a todos que se pusieran en pie.

A los que estaban demasiado débiles para andar y llevar un paso los mataban a bayonetazos. Los demás emprendimos la marcha, tal como estábamos, hacía un campo de prisioneros situado mucho más al interior. Cada día recorríamos muchos kilómetros. Los enfermos caían muertos a los lados del camino y, en cuánto caían, se precipitaban sobre ellos los soldados japoneses para quitarles cuánto tuvieran de valor. Las mandíbulas apretadas por la muerte eran abiertas con las bayonetas y les arrancaban del modo más brutal el oro que pudieran tener en la boca.

Un día, mientras caminábamos, vi que algunos de los guardias tenían algo raro al extremo de sus bayonetas. Algo que agitaban moviendo el fusil. Supuse que estaban celebrando algo, pues lo que llevaban sujeto al extremo de los rifles parecían globos. Luego, entre risas y gritos, recorrieron en sentido contrario las filas de los prisioneros. Nos levantó el estómago, ahora que podíamos verlo de cerca, darnos cuenta que traían cabezas clavadas en las bayonetas. Cabezas con los ojos abiertos, la boca también muy abierta y la mandíbula caída. Eran las cabezas de los prisioneros que habían decapitado y las mostraban para hacernos comprender —también con esto— que ellos eran los amos.

En nuestro hospital habíamos tenido pacientes de los más diversos países. Por eso, nuestra ruta quedaba ahora cubierta por cadáveres de todas las naciones. Aunque, en verdad, ya eran sólo de una nacionalidad, la de los muertos. Los japoneses les habían quitado cuánto llevaban. Durante muchos días fue reduciéndose nuestra columna de prisioneros. Cada vez éramos menos y los restantes estábamos más cansados hasta que unos pocos llegamos por fin al campo exhaustos, viéndolo todo a través de un halo rojizo de dolor y de fatiga. Nos sangraban los pies envueltos en harapos, lo cual nos hacía dejar tras nosotros una larga estela roja.

Aquel campo de prisioneros era tan primitivo como lo había sido nuestro hospital. Y allí empezó de nuevo el interrogatorio. ¿Quién era yo? ¿Qué era yo? ¿Por qué un lama del Tíbet luchaba a favor de los chinos? Cuando les respondí que no luchaba sino que «remediaba» cuerpos rotos y auxiliaba a los que estaban enfermos, me insultaron y me tundieron a golpes. «¡Sí! ¡Sí! —Gritaban— ¡conque remendando cuerpos para que puedan seguir luchando contra nosotros!».

Por fin decidieron ponerme a trabajar como médico. Querían que curase a los que aún podían ser aprovechados y hacerles trabajar como esclavos para ellos. A los cuatro meses de estar yo en aquel campo, hubo una gran inspección. Llegaron algunos oficiales de alta graduación encargados de comprobar si los campos de prisioneros marchaban bien, y si había en ellos algún prisionero de cierta categoría que pudiera proporcionarles buena información.

Al amanecer nos pusieron en fila y nos dejaron allí de pie muchas horas, hasta la noche, y a los que no podían resistirlo y se caían les clavaban una bayoneta y los arrastraban hasta el montón de los cadáveres. Para llenar los huecos teníamos que cerrar filas.

Un comandante japonés recorrió, con expresión indiferente, nuestras filas mirando a los prisioneros. Al pasar ante mí, y después de haberme mirado, volvió a fijarse con mucha atención en mi rostro. Me dijo algo que no entendí.

Como no le respondí, me golpeó la cara con la vaina de su espada, arañándome la piel. Acudió corriendo un ayudante junto a él. El comandante le dijo algo y el otro fue enseguida, corriendo, a las oficinas. Tardó muy poco en regresar con mi ficha. El comandante se la quitó vivamente de la mano antes de que hubiera tenido tiempo de entregársela. La leyó con avidez. Entonces me insultó y dio órdenes a los guardias que le acompañaban. Me derribaron a culetazos, me rompieron la nariz —que ya estaba curada y reconstruida— y tiraron de mí, llevándome a rastras a la sala de guardia. La escena fue muy semejante a la de la otra vez. Me ataron también como entonces: las manos a la espalda y sujetas al cuello para que, si intentaba liberarme, me estrangulase. Me zarandearon a patadas y bofetadas durante mucho tiempo y tampoco faltaron las quemaduras con las puntas encendidas de los cigarrillos mientras me interrogaban. Luego me obligaron a arrodillarme y los guardias saltaron sobre mis talones con la esperanza que el dolor me haría responder.

¡Cuántas preguntas me hicieron! ¿Cómo me había escapado? ¿Con quién había hablado mientras duró mi fuga? ¿Sabía yo que era un insulto para el Emperador escaparse? También pidieron detalles de los movimientos de tropas, porque creyeron que yo, por ser un lama del Tíbet, debía de saber mucho de las circunstancias militares chinas. Desde luego, no respondí, y siguieron quemándome con los cigarrillos y me aplicaron de nuevo toda la rutina de sus torturas. Me pusieron sobre un potro y con él me estiraron los brazos y piernas. Me parecía como si me los descoyuntaran. Me desmayé, y cada vez que esto ocurría me reanimaban, echándome encima un cubo de agua fría y pinchándome con las puntas de las bayonetas. Por último intervino el oficial médico del campo. Dijo que si me hacían sufrir más era seguro que moriría y entonces no podrían conseguir que yo respondiese a sus preguntas. No querían matarme porque eso sería librarme de su interrogatorio. Me arrastraron por el cuello y me dejaron en un profundo sótano de cemento que tenía forma de botella.

Allí me tuvieron varios días o quizá semanas enteras. Perdí toda cuenta del tiempo. La celda estaba completamente oscura. Me arrojaban alimento cada dos días y me dejaban agua en una lata. A veces se derramaba y tenía que buscarla a tientas en el suelo para humedecerme las manos y pasármela por los labios o aplicar directamente los labios al suelo mojado. De no haber sido por mi entrenamiento, me habría estallado la mente con la horrible tensión y la oscuridad tan densa. Volví a pensar en el pasado.

¿Oscuridad? Pensé en los ermitaños del Tíbet, colgados en sus seguras y aisladas ermitas en lo alto de inaccesibles picos montañosos, materialmente entre las nubes. Permanecían encerrados en aquellas celdas durante muchos años liberando del cuerpo a sus mentes, y liberando de las mente a sus almas para lograr así una mayor libertad espiritual. No pensaba yo en el presente, sino en el pasado; y, en el curso de mi ensoñación fui a parar, inevitablemente, a aquella maravillosa experiencia: mi visita a la meseta de Chang Tang.

Mi Guía, el Lama Mingyar Dondup, otro compañero y yo, partimos del Potala de Lhasa, el de los tejados de oro en busca de hierbas raras. Durante varias semanas habíamos ido ascendiendo por las tierras altas del helado Norte, hacia la meseta de Chang Tang, o, como algunos la llaman, Shamballah. Aquel día estábamos muy cerca de nuestro objetivo. Era precisamente el día que había hecho un frío más intenso. El viento nos arrojaba el hielo a la cara. Allí, a muchos metros de altitud, el cielo tenía un color morado vivo y las pocas nubes que se deslizaban por él resultaban, por contraste, de una blancura deslumbrante. Parecían los blancos caballos de los dioses que llevaban a sus jinetes a través del Tíbet.

Ascendíamos sin cesar, y el terreno se hacía más abrupto a cada momento. Parecía que se nos iban a secar los pulmones. Con enorme dificultad, fijábamos un pie en la dura tierra mientras nos agarrábamos desesperadamente a la menor hendidura que hallábamos en la helada roca. Por fin alcanzamos de nuevo aquella misteriosa banda de niebla (véase El Tercer Ojo) y nos abrimos paso a través de ella mientras se calentaba el suelo que pisábamos. El aire que respirábamos se hacía a cada momento más aromático y templado. Poco a poco nos desprendíamos de la niebla y salíamos al espléndido paraíso en donde estaba aquel maravilloso santuario. De nuevo teníamos ante nosotros aquella tierra de una era remotísima. Aquella noche reposamos en el confortable País Oculto. Era una maravilla descansar sobre un blando lecho de musgo y respirar el suave aroma de las flores. En aquella tierra había frutas que nunca habían sido probadas, frutas de las que recogimos muestras. Era espléndido también bañarse en el agua tibia y caminar por aquellas doradas sendas.

Al día siguiente proseguimos el viaje, cada vez más arriba, pero ya íbamos tranquilos y seguros. Cruzamos por entre los rododendros, los castaños y muchos árboles y plantas cuyos nombre desconocíamos. Aquel día no nos apresuramos demasiado. De nuevo se hizo de noche, pero esta vez no pasamos frío. Estábamos a gusto, sin la menor molestia. Nos instalamos bajo los árboles, encendimos fuego y preparamos nuestra comida nocturna. Después, abrigados sólo con nuestras túnicas, estuvimos charlando. Uno tras otro nos fuimos quedando dormidos.

Reanudamos la marcha a la mañana siguiente, pero apenas habíamos recorrido unos kilómetros cuando, repentina e inesperadamente, terminaron los árboles, y ante nosotros… Nos detuvimos, paralizados por el asombro. Habíamos tropezado con algo completamente fuera del alcance de nuestra comprensión y esto nos tenía trastornados. La extensión sin árboles que se encontraba ante nosotros era muy grande —unos ocho kilómetros— y en la línea del horizonte había una inmensa capa de hielo que se extendía hacia arriba; sí, por el cielo, como si fuese una enorme ventana abierta sobre el pasado, pues al otro lado de la inverosímil capa vertical de hielo, como a través del agua más pura, vimos una ciudad intacta, una extraña ciudad como nunca la habíamos visto, ni siquiera parecida, en los libros de grabados que había en el Potala.

Emergiendo del glaciar, se veían edificios y la mayoría de ellos se conservaban perfectamente porque el hielo se había ido derritiendo suavemente con el aire templado del oculto valle y este deshielo tan paulatino no había dañado en lo más mínimo ni a una sola piedra, ni parte alguna de la estructura de los edificios. Algunos de éstos parecían haber sido terminados de construir la semana anterior, de nuevos e intactos que estaban. Se conservaban desde hacía innumerables siglos en el maravilloso aire, puro y seco, del Tíbet.

Mi Guía, el Lama Mingyar Dondup rompió su estupefacto silencio y dijo: «Hermanos míos, hace medio millón de años ésta era la mansión de los dioses. Hace medio millón de años esto era una deliciosa playa donde vivían hombres de ciencia de una raza y condición diferente a la nuestra. Vinieron juntos de otro sitio y algún día os contaré su historia. Con sus experimentos, desencadenaron la desgracia y las calamidades sobre la Tierra y huyeron de donde habían sembrado el desastre, abandonando así a los habitantes comunes de este mundo. Por culpa de sus experimentos, el mar se encabritó y se heló y aquí, frente a nosotros, tenemos a una ciudad inundada cuando la tierra se elevó, y con ella, el agua; una ciudad inundada y helada».

Escuchábamos con fascinado silencio a mi Guía, que continuaba hablándonos del pasado y de los documentos que se conservaban a mucha profundidad debajo del Potala, grabados en láminas de oro. Lo mismo que ahora se conservaban en Occidente documentos para la posteridad en lo que llaman «cápsula de tiempo».

Movidos por un común impulso, nos lanzamos a explorar los edificios que estaban a nuestro alcance. Mientras más nos acercábamos, más impresionados estábamos. Todo lo que veíamos era extrañísimo. Durante algún tiempo nos fue imposible comprender la sensación que experimentábamos. Creíamos habernos convertido de pronto en enanos.

De repente comprendimos que la explicación era muy sencilla: aquellos edificios habían sido construidos para una raza que tenía el doble de nuestra estatura. Sí, eso era. Aquella gente —aquellos superhombres— tenían doble estatura de lo normal en nuestra época. Entramos en algunos de los edificios. Uno de ellos parecía haber sido un laboratorio, y había en él muchos y extraños aparatos, la mayoría de los cuales funcionaban aún.

Un chorro de agua helada me hizo volver a la realidad con brutal brusquedad. Los japoneses habían decidido que yo llevaba ya demasiado tiempo en la mazmorra de piedra sin haberme «reblandecido» y pensaron que la menor manera de sacarme de allí era llenar de agua el hueco para que yo tuviera que salir flotando como un corcho colocado al fondo de una botella vacía, cuando ésta se llena. En efecto, fui subiendo, impulsado por el agua, hasta el cuello de la celda y entonces unas manos brutales me sacaron violentamente. Me llevaron a otra celda, esta vez sobre la superficie.

El día siguiente me pusieron a trabajar cuidando a los enfermos. Aquella misma semana hubo otra inspección de los oficiales japoneses de alta graduación. Se produjo mucho movimiento en el campo. Los guardias estaban asustados, porque no se les había dado tiempo para prepararlo todo.

Yo me encontraba en esos momentos muy cerca de la entrada principal de la prisión. Nadie se fijaba en mí, así que aproveché esta gran ocasión para emprender la marcha lentamente, con objeto de no llamar la atención, pero sin dejar de andar, pues las cosas no se ponían muy bien para permanecer allí. Seguí andando, ya que, dadas mis funciones como médico, tenía perfecto derecho a moverme con más libertad que los otros. Un guardia me llamó. Me volví hacia él y levanté la mano como si lo saludara con naturalidad. El hombre me devolvió el saludo y siguió atendiendo a sus cosas. Yo continué caminando y, cuando me encontré lo bastante lejos de la prisión para que no me viesen —además, me ocultaban unos arbustos—, eché a correr lo más rápidamente que me permitía mi debilidad.

Pocos kilómetros más allá estaba la casa de unos occidentales a quienes yo conocía. Incluso les había prestado algún servicio profesional. Así que, cautelosamente, esperé a que se hiciera de noche y me dirigí hacia esa casa. Me recibieron con la mayor cordialidad. Me vendaron mis muchas heridas, me dieron de comer para que pudiese cruzar las líneas japonesas. Me quedé dormido, aliviadísimo al saberme de nuevo entre buenos amigos.

Una algarabía de gritos y golpes me volvió brutalmente a la realidad. Unos guardias japoneses me sacaban a rastras de la cama pinchándome de nuevo con sus bayonetas. Mis anfitriones, después de sus grandes promesas y manifestaciones de afecto, habían esperado a que me durmiese para avisar inmediatamente a los japoneses dónde estaba el prisionero que se les había escapado. Y, por supuesto, los japoneses no perdieron ni un segundo en ir a buscarme. Antes de que me llevasen pude preguntarles a los occidentales por qué me habían traicionado tan ruinmente. Me respondieron con toda sinceridad y cinismo: «Usted no es uno de nosotros. Tenemos que preocuparnos por nuestra gente. Si le hubiésemos ocultado, los japoneses la habrían tomado contra nosotros».

De nuevo en el campo de prisioneros, me trataron aún peor que antes. Me tuvieron colgado durante varias horas de las ramas de un árbol, atado por los pulgares unidos. Luego me hicieron una farsa de proceso ante el comandante del campo. Le dijeron: «Este hombre se escapa a cada momento y nos está dando mucho quehacer». De modo que el comandante dictó sentencia contra mí. Primero me apalearon y me dejaron tendido en el suelo. Dos guardias japoneses se colocaron encima de cada pierna y saltaron hasta romperme los huesos. El dolor era tan grande que me desmayé. Cuando recobré el conocimiento me encontraba de nuevo en la celda fría y tétrica con las ratas a mi alrededor.

No asistir cuando pasan lista antes de amanecer, significaba la muerte, y yo lo sabía. Otro prisionero me trajo unos bambúes y con ellos me entablillé las piernas para remediar provisionalmente los huesos rotos. Utilicé otros dos bambúes como muletas y un tercero para formar una especie de trípode y conservar así el equilibrio. De esta manera pude asistir a la lista y salvarme de que me colgasen, me matasen a bayonetazos y me sacasen las tripas, o me sometieran a cualquier otra de las formas de condena a muerte en que estaban especializados los japoneses. En cuanto se me curaron las piernas y se me unieron los huesos —aunque no muy bien, pues yo mismo me las había tenido que arreglar del modo más elemental— me mandó a buscar el comandante y me comunicó que iban a trasladarme a un campo de prisioneros situados aún más al interior, donde sería oficial médico para atender a las mujeres allí detenidas. De modo que una vez más tuve que mudarme. Esta vez había un convoy de camiones que iban a ese campo y yo era el único prisionero que había de ser trasladado, así que me ordenaron montase en uno de los camiones, en el que me encadenaron como un perro. Unos días después llegamos a aquel campo. Me llevaron ante el comandante.

Allí no teníamos equipo médico alguno y no había en absoluto medicinas. Hacíamos lo que podíamos con latas viejas afiladas en las piedras, bambúes endurecidos al fuego e hilos sacados de trapos viejos. Algunas mujeres no tenían ninguna ropa o sólo algunos andrajos. Las operaciones se realizaban a los pacientes con plena conciencia, ya que no había en absoluto anestésicos y los cuerpos abiertos se cosían con algodón hervido. Algunas noches se presentaban los japoneses para inspeccionar a las mujeres. Las que les gustaban se las llevaban a las habitaciones de los oficiales para que éstos pudieran entretenerse con ellas y ofrecerlas después a sus visitantes. Por la mañana devolvían a las mujeres a sus sitios habituales. Las pobres volvían avergonzadas y enfermas, y yo, como médico prisionero, tenía que remendar lo mejor posible sus maltratados cuerpos.