Capítulo octavo

A primeras horas de la mañana siguiente, mucho antes de que saliera el sol se abrió violentamente la puerta de mi celda dando con fuerza contra la pared de piedra. Entraron unos guardias, me pusieron en pie rudamente y, con la misma brutalidad, tiraron de mí para hacerme andar entre ellos. Eran tres o cuatro y me manejaban como a un objeto de ningún valor. Me pusieron unas esposas y me hicieron caminar hasta una habitación que me pareció hallarse a mucha distancia. Los guardias me iban empujando con las culatas de sus fusiles del modo más desconsiderado. Cada vez que lo hacían, y era con la mayor frecuencia, chillaban: «¡A ver si respondes pronto a lo que te pregunten, enemigo de la paz!». «Si no dices la verdad, te haremos cosas terribles». O bien: «Tú, enemigo de la paz, te sacaremos la verdad quieras o no».

En la sala de los interrogatorios había un grupo de oficiales sentados en semicírculo. Eran de aspecto feroz, o, por lo menos trataban de parecerlo. A mí me parecieron una pandilla de japoneses perversos dispuestos a hacer una de las suyas. Todos ellos se inclinaron ceremoniosamente ante mí. Luego, un oficial de alta graduación —creo que era coronel— me exhortó a decir la verdad. Me aseguró que los japoneses eran gente amable y amantes de la paz. Pero yo —añadió— era un enemigo del pueblo japonés porque intentaba resistirme, a su pacífica penetración en China. Me dijo que China debía ser una colonia de los japoneses, ya que era un país sin cultura, y continuó:

—Nosotros, los japoneses, somos verdaderos amigos de la paz. Debe usted decírnoslo todo. Háblenos de los movimientos de las tropas chinas, de las fuerzas de que disponen y lo que haya usted hablado con Chiang Kai-Shek, para que estas informaciones nos ayuden a aplastar la rebelión china sin pérdidas nuestras.

—Soy un prisionero de guerra —dije— y pido que se me trate como tal. No tengo nada más que decir.

—Tenemos que procurar que todos los hombres vivan en paz bajo el Emperador —siguió diciendo, imperturbable—. Vamos a lograr un Imperio japonés mucho más amplio que el actual. Y usted dirá la verdad.

Empleaba un método de interrogatorio nada suave. Querían información y estaban dispuestos a hacer lo que fuera preciso para conseguirla. Me negué a hablar, por lo cual me derribaron a culatazos que parecían destrozarme el pecho, la espalda y las rodillas. Después, los guardias me levantaron para poderme golpear y derribar de nuevo. Después de muchas horas, durante las cuales me estuvieron quemando con colillas encendidas, llegaron a la conclusión de que conmigo era imprescindible emplear medidas más fuertes.

Me ataron de pies y manos y me arrastraron hasta una celda de los sótanos. Allí me tuvieron atado durante varios días. El método japonés para amarrar a los prisioneros causaba a éstos un dolor espantoso. Yo tenía las manos a la espalda, atadas con los dedos apuntando a la nuca. Luego me amarraron los tobillos a las muñecas, de modo que tenía las piernas dobladas violentamente hacia atrás y mis talones quedaban frente a la parte trasera de la cabeza. Para colmo, me pasaron otra cuerda por el tobillo y la muñeca izquierda, sujetándomelos al cuello y luego la aseguraban en la muñeca y el tobillo derechos. De modo que si intentaba disminuir la distorsión de esa postura estaba a punto de estrangularme. Esto era un martirio horrible, pues el cuerpo venía a quedar como un arco tirante. Con frecuencia entraba un guardia y me daba unas patadas sólo por ver si yo seguía igual.

Así me tuvieron varios días y me desataban sólo media hora al día. No dejaban de entrar para preguntarme, a ver si yo cedía. Pero me limitaba a contestarles siempre lo mismo: «Soy un oficial de las fuerzas chinas, un oficial no combatiente. Soy médico y prisionero de guerra. Nada más tengo que decir». Cuando se cansaron de hacerme preguntas, llevaron una manga de riego y me lanzaron a la nariz un fuerte chorro de agua con pimienta.

Sentí como si todo el cerebro se me incendiara. Era como si unos diablos estuvieran divirtiéndose encendiendo hogueras dentro de mí. Pero no hablé y siguieron mezclando cada vez más pimienta al agua, y le añadían mostaza. Era un dolor horroroso. Empezó a salirme sangre por la boca. La pimienta me había quemado los tejidos de la nariz. Conseguí sobrevivir a este martirio, que duró diez días, y supongo que se les ocurriría pensar que con ese método no iban a conseguir hacerme hablar, de modo que al ver la brillante sangre que me salía por la boca y la nariz, prefirieron marcharse.

Dos o tres días después vinieron de nuevo y me llevaron otra vez a la sala de los interrogatorios. Tuvieron que transportarme ellos porque esta vez era incapaz de dar un paso por mucho que me pegaran culatazos y me pincharan con las bayonetas. Había tenido las manos y las piernas atadas tanto tiempo que no podía moverlas. Ya dentro de la sala, me dejaron caer al suelo, y los guardias que me habían transportado —cuatro de ellos— permanecieron en posición de firmes cerca de mí y frente a los oficiales sentados en semicírculo. Esta vez tenían unos extraños aparatos que yo sabía, por mis estudios, que eran instrumentos para la práctica de la tortura.

—Ahora nos dirá usted la verdad y dejará ya de una vez de hacernos perder el tiempo —dijo el coronel.

—Ya le he dicho la verdad. Soy oficial de las fuerzas chinas. —Eso fue lo único que dije.

Los japoneses se pusieron rojos de ira y, obedeciendo una orden, los guardias me ataron a una tabla con los brazos extendidos como si estuviera en una cruz. Me incrustaron largas astillas de bambú por dentro de las uñas y luego las hacían girar. Era un dolor terrible, pero no causó en mí el efecto que ellos deseaban. Entonces los guardias me quitaron las astillas y luego, lentamente, fueron arrancándome las uñas.

Era un dolor de todos los diablos, pero aún fue peor cuando los japoneses me echaron agua muy salada en los extremos sangrantes de los dedos. Estaba dispuesto por encima de todo a no hablar, a no traicionar a mis camaradas, de modo que concentré mi pensamiento invocando a mi Guía el Lama Mingyar Dondup, para que me aconsejara, y estas palabras acudieron a mi mente: «No concentres tu atención sobre el sitio donde te duele, Lobsang, pues si fijas todas tus energías en ese lugar, no podrás soportar el dolor. Por el contrario, piensa en otra cosa. Controla tu mente y piensa en algo distinto porque si lo haces así, aunque sin duda seguirás sintiendo el dolor y los efectos posteriores de éste, podrás, sin embargo, soportarlo. Te parecerá como algo que está al fondo».

Así que, para conservar la razón y evitar caer en la tentación de dar nombres e información, me puse a pensar en otras cosas. Pensé en el principio de las cosas tal como lo creemos en el Tíbet.

Bajo el Potala había ocultos unos túneles misteriosos, túneles que quizá guardasen la clave de la historia del mundo. Me interesaban y fascinaban y quizá sea interesante contar una vez más lo que vi y aprendí allí, pues, al parecer, son conocimientos que no poseen los pueblos occidentales.

Recordé que por entonces era yo un monje muy joven en el comienzo de mi preparación. El Dalai Lama había utilizado en el Potala mis servicios de clarividencia y había quedado satisfecho. Como recompensa me autorizaron a recorrer aquel lugar. Mi Guía el Lama Mingyar Dondup me hizo llamar un día.

—Lobsang —me dijo—, he estado pensando mucho en ti y en tu evolución y he llegado a la conclusión de que has alcanzado ya una edad y un estado de desarrollo mental suficientes para que puedas estudiar conmigo los escritos de las cuevas ocultas. ¡Ven!

Se levantó y me llevó por largos corredores e interminables escaleras cruzando junto a los monjes que trabajaban en sus tareas cotidianas atendiendo a la economía doméstica del Potala. Ya en el interior de la Montaña entramos en una pequeña habitación situada a la derecha de un corredor. Las ventanas apenas dejaban pasar la luz. Fuera, las banderas ceremoniales ondeaban en la brisa.

—Entraremos aquí, Lobsang, y llevaremos lámparas para poder explotar las regiones a las que sólo tienen acceso muy pocos lamas.

En la pequeña habitación cogimos una lámpara que había en unos estantes y las preparamos. Luego, como precaución, tomamos otra de reserva. Llevábamos encendidas las dos lámparas principales y seguimos hacia abajo por el corredor. Mi Guía, delante de mí, me indicaba el camino. Descendíamos continuamente, hasta que, al final del corredor, llegamos a una habitación. A mí me pareció el final de un viaje. Aquella habitación parecía un almacén. Contenía extrañas figuras, objetos sagrados, mercancías extranjeras, regalos de todo el mundo. Allí era donde el Dalai Lama guardaba los obsequios que le sobraban y que no podía usar inmediatamente.

Miré a mi alrededor con intensa curiosidad. Me parecía sin sentido haber caminado tanto sólo para llegar a aquella habitación. Había creído que íbamos a explorar y aquello no era más que un almacén.

—Ilustre Maestro —dije—, ¿no nos hemos equivocado de camino y hemos venido a parar aquí?

El Lama me miró y, sonriendo benévolo, exclamó:

—Lobsang, Lobsang, ¿acaso crees posible que yo pierda mi camino?

Y, sin dejar de sonreír, se volvió hacia una lejana pared. Estuvo un momento mirando en torno suyo y luego hizo algo. Me pareció que estaba manejando algo que había en la pared, algo que sobresalía y que parecía ser de yeso. Seguramente lo había hecho alguna mano desaparecida hacía mucho tiempo. De pronto se oyó un gran ruido como si hubieran caído unas piedras, lo cual me alarmó, creyendo que se hundía el techo. Mi Guía se rió:

—Oh, no, Lobsang, estamos completamente seguros. No temas. Aquí es donde empezamos nuestro viaje. Aquí está el umbral de otro mundo. Un mundo que pocos han visto. Sígueme.

Lo miré estupefacto. Un gran trozo de la pared se había deslizado y dejaba al descubierto un oscuro boquete. Pude distinguir, sin embargo, que de la habitación salía una senda polvorienta que desaparecía en una tétrica negrura. Aquello me dejó inmóvil de asombro.

—¡Pero, Maestro! —exclamé—. Ahí no había la menor señal de puerta. ¿Qué ha ocurrido?

—Esta entrada la hicieron hace siglos —dijo riendo—. El secreto ha estado bien guardado. Es imposible encontrar y abrir esta puerta si no se está informado y, por mucho que se busque, no hay ni la menor señal. Pero ven, Lobsang, que perdemos el tiempo, pues no hemos venido aquí a discutir sobre los misterios de la edificación. Este sitio lo verás con frecuencia.

Con estas palabras se volvió y penetró por el boquete haciéndome pasar detrás de él. Así, iniciamos nuestro camino por el misterioso túnel que llegaba hasta muy lejos. Yo iba muy emocionado. Mi Guía, cuando yo hube pasado también, manipuló algo y volvió a oírse el ruido de piedras que se derrumban, crujidos y el arrastrarse de algo de gran tamaño. Era el muro de roca que volvía a cerrarse ante mis ojos atónitos y que tapaba por completo el hueco. De no haber sido por las vacilantes llamas de nuestras lámparas de manteca, la oscuridad hubiera sido absoluta. Mi Guía se me adelantó en el túnel y sus pasos resonaban curiosamente en los laterales de roca produciendo un eco incesante. Yo lo seguí. Caminábamos sin hablar. Cuando habíamos recorrido más de kilómetro y medio, mi Guía se detuvo repentinamente, sin habérmelo anunciado, de modo que tropecé con él y lancé una exclamación de asombro.

—Aquí —me dijo— es donde tenemos que llenar de nuevo nuestras lámparas y ponerles otros pabilos de mayor tamaño. Ahora vamos a necesitar buena luz. Haz lo mismo que yo y luego continuaremos nuestro viaje.

Teníamos ya mejor luz para seguir adelante y de nuevo reanudamos la marcha. Caminamos tanto que me empezaba a sentir cansado y nervioso. Entonces noté que el pasadizo se hacía más ancho y su techo más alto. Era como si fuésemos por un embudo y nos acercásemos al extremo más ancho. Entonces lancé una exclamación de asombro. Ante mis ojos se extendía una enorme caverna. Del techo y de los lados surgían innumerables puntos de luz dorada, luz que era un reflejo de nuestras lámparas. La caverna parecía ser inmensa. Nuestra débil iluminación sólo servía para hacer ver la inmensidad y las profundas tinieblas de aquel lugar.

Mi Guía se dirigió hacia una hondonada al lado izquierdo del camino y tiró, hasta sacarlo, de lo que parecía ser un gran cilindro de metal que produjo un chirrido al salir de donde estaba incrustado. Parecía tener la mitad de la altura de un hombre corriente y, desde luego, era tan ancho como el cuerpo de un hombre. Era redondo y en su extremo superior tenía un dispositivo que yo no entendía. Venía a ser algo así como una pequeña red blanca. El lama Mingyar Dondup estuvo manipulando en aquel aparato y luego tocó el extremo superior con su lámpara de grasa. Inmediatamente surgió una brillante llama blanco-amarillenta que me permitió ver con toda claridad. La llama producía un silbido, como a consecuencia de una fuerte presión interna. Mi Guía apagó entonces nuestras lámparas.

—Tendremos suficiente luz —dijo—. Lobsang, nos lo llevaremos con nosotros. Quiero que sepas algo de la historia de los eones.

Siguió avanzando mientras tiraba del cilindro-lámpara que iba sobre una especie de trineo y se transportaba así con facilidad. Descendíamos continuamente y yo creía que ya debíamos de estar en las entrañas de la Tierra. Por fin, nos detuvimos. Estábamos ante una gran pared negra sobre la cual relucía un gran panel de oro y en ese oro había miles de grabados. Luego miré al otro lado y vi una gran extensión de brillante negrura como si hubiera allí un espacioso lago.

—Lobsang —dijo mi Guía—, préstame atención. Ya sabrás más tarde qué es esto. Ahora quiero contarte algo del origen del Tíbet, un origen que en años venideros podrás confirmar cuando vayas en una expedición que ya estoy pensando organizar. Cuando salgas de nuestro país encontraras personas que no nos conocen y te dirán que somos unos incultos y salvajes que adoran a los demonios y practican ritos que ni siquiera pueden mencionarse. La verdad, Lobsang, es que poseemos una cultura mucho más antigua que todas las de Occidente. Tenemos documentos bien conservados y con los cuales puede demostrarse que desde tiempos inmemoriales…

Se acercó a las inscripciones grabadas en el papel de oro y me señaló varias figuras, varios símbolos. Vi dibujos que representaban a personas y animales —por cierto, animales que hoy no conocemos— y luego me hizo ver un mapa del cielo, pero mostraba estrellas diferentes a las que hoy conocemos y situadas erróneamente.

—Yo entiendo este lenguaje, Lobsang —me dijo mi Guía—. Me lo han enseñado. Te lo leeré. Te leeré esta historia de tiempos increíblemente remotos, y más adelante, otros y yo te enseñaremos esta lengua secreta para que puedas venir aquí a tomar tus propias notas y llegar a formarte tus propias conclusiones. Esto requerirá muchísimo estudio. Tendrás que venir aquí y explorar estas cavernas, pues hay muchas de ellas y se extienden a lo largo de incontables kilómetros.

Estuvo unos momentos mirando las inscripciones. Luego me leyó parte del pasado. Mucho de lo que él dijo entonces, y mucho de lo que yo habría de estudiar más tarde no puede darse en un libro como éste. El lector medio no se lo creería, y si se lo creyese y descubriera así algunos de esos secretos, haría como muchos otros han hecho en el pasado: emplearían esos secretos en su propio beneficio y en hacer daño a otros, en dominar y destruir a los demás, como las naciones que hoy se amenazan unas a otras con la bomba atómica. Por cierto que la bomba atómica no es un descubrimiento de hoy. Fue descubierta hace miles de años, y causó tremendos desastres como los causará en nuestro tiempo si la locura del hombre no se detiene.

En todas las religiones del mundo, en la historia de todas las tribus y naciones se habla de un Diluvio, de una catástrofe en la que las gentes se ahogaron y en que países enteros quedaron sumergidos mientras otras tierras emergieron y todo el mundo era un torbellino. Está en la historia de los incas, los egipcios, los cristianos, en la de todos los pueblos. Nosotros en el Tíbet sabemos que ese diluvio lo causó una bomba; pero permitidme que cuente aquí cómo ocurrió según las inscripciones.

Mi Guía se sentó en la posición del loto, de cara a las inscripciones de la inmensa roca con la brillante luz a su espalda, reluciendo con unos resplandores dorados sobre aquellos grabados de época inmemorial. Me indicó que me sentase también. Lo hice a su lado para poder ver lo que me iba señalando.

—Hace muchísimo tiempo, la Tierra era muy diferente a como es ahora —dijo—. Giraba mucho más cerca del Sol y en dirección contraria y había otro planeta cerca, un gemelo de la Tierra. Los días eran más cortos, por lo que el hombre parecía tener una vida más larga. Parecía vivir centenares de años. El clima era más cálido y la flora era tropical y lujuriante. Los animales alcanzaban un enorme tamaño y formas muy diversas. La fuerza de gravedad era mucho menos que la de hoy porque la Tierra giraba a un ritmo diferente, y el hombre quizá fuese de doble tamaño al que hoy tiene, pero, aun así, resultaba un pigmeo comparado con otra raza que vivía también en la Tierra. En efecto, en la Tierra habitaban también hombres de un sistema diferente, unos superintelectuales que controlaban los asuntos de este mundo y enseñaban mucho a los hombres de nuestra raza. El hombre era el discípulo de aquellos seres, enormes gigantes que le enseñaban muchas cosas y que frecuentemente se embarcaban en unos extraños aparatos de metal reluciente y navegaban por los cielos. El hombre, pobre ignorante que aún se hallaba en el umbral de la razón, no podía entender en modo alguno aquellas maravillas, pues su intelecto apenas era mayor que el de los monos.

»Durante muchísimo tiempo, la vida siguió plácidamente en la Tierra. Había paz y armonía entre todas las criaturas. Los hombres podían conversar sin necesidad de hablar. Lo hacían por telepatía. Sólo usaban la palabra para conversaciones locales. Entonces los superintelectuales que, como he dicho, eran mucho mayores que el hombre, se pelearon entre ellos. Surgieron disensiones graves entre aquellos seres. No podían ponerse de acuerdo sobre determinados puntos, lo mismo que disienten ahora las razas. Un grupo fue a otra parte del mundo e intentó dominarla. Hubo lucha. Algunos de los superhombres mataron a otros y hubo guerras feroces con terribles destrucciones. El hombre, cuyos deseos de aprender crecían, aprendió las artes de la guerra; el hombre aprendió a matar. Y así, la Tierra, que antes había sido un sitio pacífico, se hizo un lugar lleno de inquietudes y trastornos. Durante algún tiempo —unos años— los superhombres trabajaban en secreto, la mitad de ellos contra la otra mitad. Un día hubo una tremenda explosión y toda la Tierra tembló y vaciló en su trayectoria. Brotaron espantosas llamas que subieron a inmensa altura por el espacio, y la Tierra fue envuelta en humo.

»Por fin se pacificó la situación, pero al cabo de muchos meses se vieron en el cielo extraños signos que llenaron de terror a las gentes de la Tierra. Se iba acercando un planeta que rápidamente se fue haciendo mayor. Era evidente que chocaría con la Tierra.

»Se produjeron grandes mareas y vientos fortísimos, y los días y las noches eran barridos por una rugiente furia tempestuosa. El amenazante planeta parecía llenar todo el cielo y estar a punto de chocar con la Tierra. Al acercarse éste aún más, las inmensas mareas inundaban territorios enteros. Los terremotos hacían vibrar continuamente la superficie del Globo y en un momento desaparecían continentes enteros. La raza de los superhombres renunció a sus peleas, se apresuraron a montar en sus relucientes aparatos, se elevaron en el espacio y huyeron de la catástrofe de la Tierra. Pero en ésta seguían los terremotos; las montañas se elevaban y el fondo del mar subía a la vez que aquéllas; las tierras se hundían y se inundaban. Las gentes huían aterrorizadas, convencidas de que aquello era el fin del mundo y los vientos soplaban con ferocidad creciente. El estruendo y el clamor eran incesantes y trastornaban los nervios de los hombres, poniéndolos frenéticos.

»El planeta invasor estaba cada vez más cerca y más grande, hasta que por fin se produjo un choque tremendo y una chispa eléctrica vivísima, seguida por continuas descargas que incendiaron los cielos. Se formaban en el cielo nubes negrísimas que convertían al día en una incesante noche de terror. Parecía como si el propio Sol se hubiera inmovilizado con tanto horror entre aquella calamidad, pues, según los documentos, durante muchísimos días la roja bola del sol estuvo parada y lanzando grandes lenguas de fuego. Después, las nubes negras se cerraron y la noche fue completa. Los vientos eran helados y luego ardientes. Miles de personas morían por el cambio de temperatura. El alimento de los dioses, que algunos llamaban maná, caía del cielo. Sin él, los pueblos de la Tierra y los animales todos, habrían muerto de hambre con la destrucción de las cosechas y la privación de todos los demás alimentos.

»Los hombres y las mujeres vagaban de un sitio a otro en busca de refugio tratando de encontrar algún lugar donde pudieran reposar sus agotados cuerpos, sacudidos por las tormentas y torturados por tantas desventuras. Todos rezaban para que por fin hubiera calma y con la esperanza de salvarse. Pero la Tierra temblaba, las lluvias torrenciales no dejaban de caer y todo el tiempo llegaban del espacio exterior las descargas eléctricas. Con el paso del tiempo, mientras las pesadas nubes negras se alejaban, el Sol se fue haciendo más pequeño. Parecía ir retrocediendo y las gentes lanzaban alaridos de miedo. Creían que el dios del Sol, el que otorgaba la vida, huía de los hombres. Pero aún era más extraño que el Sol hubiera empezado a moverse en el cielo de Este a Oeste en vez de ir del Oeste al Este.

»El hombre había perdido todo punto de referencia para saber el tiempo. Al oscurecerse el Sol, no tenía medio de saber cuándo se ocultaba y cuándo habían ocurrido todos aquellos acontecimientos. Y se vio otra cosa muy extraña en el cielo: un mundo de gran tamaño, amarillo, giboso, que también parecía ir a precipitarse sobre la Tierra. Era lo que hoy conocemos con el nombre de Luna, que apareció en aquel tiempo como resto de la colisión entre los dos planetas. Mucho más tarde, los hombres encontraron una gran depresión en una zona de Tierra —Siberia—, donde quizá hubiese quedado dañada la superficie de nuestro mundo por la proximidad de aquel otro planeta o quizá sería el sitio donde se había desprendido la Luna.

»Antes del choque había habido ciudades y grandes edificios donde se albergaba el gran saber de la raza poderosa de los superintelectuales. Se habían derrumbado todos estos edificios y ya sólo eran montones de escombros que ocultaban los restos de aquella sabiduría. Pero los sabios de las tribus sabían que toda la ciencia del mundo se basaba en aquellos montones de escombros y por eso excavaban sin cesar para ver lo que podía salvarse aún para poder luego aumentar su propia potencia intelectual y material, utilizando los conocimientos de la Raza Mayor.

»A medida que fue pasando el tiempo, los días se fueron haciendo más largos hasta que llegaron a durar casi el doble que antes de la calamidad; y la Tierra inició su nueva órbita acompañada por su satélite, la Luna, resultado del choque. Pero la Tierra seguía temblando y en su interior se oían ruidos espantosos. Y las montañas se elevaban y arrojaban llamas, rocas y destrucción. Grandes ríos de lava se precipitaban por las faldas de las montañas inesperadamente, destruyendo cuanto encontraban a su paso, pero también hacían una buena labor, pues con frecuencia envolvían los monumentos y las fuentes de sabiduría, ya que el metal duro sobre el que muchos de los textos habían sido escritos, no se fundía con la lava, sino que ésta lo protegía, conservándolo como en una arca de piedra, una piedra porosa que en el transcurso del tiempo se iría erosionando de modo que los documentos protegidos por ella saldrían a la luz y llegarían a las manos de los que podrían utilizarlos. Mas para ello habría de pasar muchísimo tiempo. Paulatinamente, a medida que la Tierra se iba adaptando a su nueva órbita, el frío fue invadiendo este mundo y los animales se morían o se trasladaban a las partes más cálidas. El mamut y el brontosaurio murieron porque no se pudieron adaptar al nuevo modo de vida. Caía la nieve del cielo y los vientos eran cada vez más feroces. Había muchas nubes, mientras que, antes de la catástrofe, apenas se veía alguna. El mundo había cambiado en gran medida: el mar tenía mareas mientras que antes era como un lago plácido sin más olas que los pequeños rizos que producían las leves brisas. Ahora, en cambio, enormes olas se encrespaban y durante mucho tiempo las mareas eran tremendas y amenazaban tragarse la tierra y ahogar a la gente. También el cielo parecía diferente. Por la noche se veían extrañas estrellas en vez de las archiconocidas, y la Luna estaba muy cerca. Nacieron nuevas religiones porque los sacerdotes de aquel tiempo trataban de conservar su poder e imponer su propia versión de los acontecimientos. Fueron olvidando aquella Raza Mayor y sólo les interesaba su propia importancia y no perder su influencia en las gentes. Pero no podían decir lo que había ocurrido. Se limitaban a achacarlo a la ira de Dios y enseñaban que el hombre había nacido en pecado.

»Con el paso de los siglos, instalada ya la Tierra en su nueva órbita y a medida que el tiempo se encalmaba, los hombres se fueron haciendo de estatura cada vez más baja. El transcurso de los siglos estabilizaba a los países. Aparecieron nuevas razas, como para ser probadas experimentalmente. Luchaban, fracasaban, y eran reemplazadas por otras. Por fin se desarrolló un tipo más fuerte y la civilización empezó de nuevo, una civilización que arrastraba desde los tiempos primitivos el confuso recuerdo racial de alguna espantosa catástrofe, y algunos de los intelectos más valiosos investigaron para tratar de descubrir lo que realmente ocurrió. La lluvia y el viento estaban ya normalizados y cumplían su función. Bajo las capas de piedras volcánicas, empezaron a aparecer documentos primitivos; y la inteligencia humana, ya más avanzada, permitió que estos testimonios del pasado remotísimo llegaran a manos de los sabios, los cuales, después de ímprobos trabajos, pudieron descifrar algunos de aquellos escritos.

»Cuando ya había sido desentrañado el contenido de algunos de esos documentos, y los hombres de ciencias empezaban a comprender su sentido profundo, buscaron frenéticamente nuevas huellas que les permitiesen llenar los huecos que quedaban en sus investigaciones. Se emprendieron grandes excavaciones y salió a la luz mucho material de gran interés. Entonces empezó verdaderamente una nueva civilización y se construyeron ciudades y también comenzó la ciencia a manifestar su afán de destrucción. Se ponía el mayor interés precisamente en destruir, haciendo que el poder se concentrase en muy pocas manos, en grupos muy reducidos. Se olvidó por completo que el hombre podía vivir en paz y que había sido la falta de paz lo que había provocado la anterior catástrofe.

»Durante muchos siglos, la ciencia era la que dominaba en el mundo. Los sacerdotes se presentaron como científicos y eliminaban a todos aquellos hombres de ciencia que no eran a la vez sacerdotes. Aumentaron su poder; adoraban la ciencia y hacían cuanto podían para conservar el poder en sus manos y tener inmovilizado al hombre corriente e impedirle que pensara. Los sacerdotes-científicos se hicieron pasar por dioses y nada podía emprenderse sin que lo sancionaran los sacerdotes. Éstos se apoderaban de todo lo que les apetecía sin que nadie los obstaculizase. Tanto creció su poder que eran en la Tierra casi omnipotentes, olvidando que el poder absoluto corrompe a los seres humanos.

»Navegaban por los espacios grandes naves sin alas; silenciosas, o permanecían inmóviles en el aire, como ni siquiera pueden quedarse los pájaros. Los hombres de ciencia habían descubierto el secreto de dominar la gravedad, y la antigravedad, y esto les servía para ser aún más poderosos. Enormes masas de piedra eran trasladadas por un solo hombre al lugar que le convenía. Le bastaba para ello un pequeño dispositivo que cabía en la palma de una mano. No había trabajo penoso, puesto que el hombre empleaba para ello sus infalibles máquinas sin esfuerzo alguno. Gigantescos aparatos sobrevolaban la superficie de la tierra con gran estruendo mientras que si algo circulaba sobre la superficie del mar, era sólo por placer, pues los viajes marítimos eran demasiado lentos y sólo agradaban a los que deseaban disfrutar de la combinación del viento y las olas. Todo iba por el aire, excepto en los viajes cortos, en que se prefería viajar por tierra. Las gentes se trasladaban de unos a otros países e instalaban colonias. Pero se había perdido la facultad telepática desde aquella descomunal colisión. Ya no hablaban el mismo lenguaje; los dialectos se fueron separando cada vez más hasta convertirse en idiomas completamente distintos, e incomprensible el de cada pueblo para los demás.

»Con la falta de comunicaciones y la incapacidad de comprender los unos las lenguas de los otros y sus puntos de vista, acabaron unas razas peleando contra otras y las guerras empezaron. Se inventaron armas terribles. Había continuas batallas en todo el mundo. Los hombres y las mujeres quedaban mutilados y los rayos terribles que habían inventado los hombres de ciencia producían en la raza humana muchas mutaciones. Pasaban los años y crecía la horrible carnicería. Estimulados por sus gobernantes, los inventores de todo el mundo creaban armas de creciente potencia mortífera. Se cultivaban los gérmenes de las enfermedades y se diseminaban en los países enemigos por medio de aviones que volaban a fantástica altura. Las bombas destrozaban los sistemas de alcantarillado, de modo que las epidemias se extendían destruyendo hombres, animales y plantas. Toda la tierra era una continua destrucción.

»En una remota región que se había mantenido apartada de toda lucha, un grupo de sacerdotes de gran visión espiritual, que no se había contaminado por el afán de poder, cogieron unas finas placas de oro y grabaron en ella la historia de su época con mapas de los países de este mundo y también la descripción de los cielos. Escribieron los más misteriosos secretos de su ciencia y severas advertencias de lo que podría suceder a los que usaran para el mal estos conocimientos. Pasaron años preparando estas placas; y luego, junto a las armas, los instrumentos y las herramientas y todos los objetos útiles, las ocultaron bajo la piedra en varios lugares, de manera que quienes vinieran después pudieran conocer el pasado y con la esperanza de que obtuvieran algún provecho de este conocimiento. Porque esos sacerdotes sabían lo que iba a suceder en el futuro. En efecto, lo que habían predicho, ocurrió. Fue creada y probada un arma nueva. Una nube fantástica se elevó hasta la estratosfera y la Tierra tembló y volvió a vacilar en su curso, y pareció “salirse” de su eje. Inmensas olas barrieron las tierras y arrastraron a razas enteras. Las montañas volvían a hundirse en el mar, mientras que surgían otras para sustituirlas. Algunos hombres y mujeres que habían sido advertidos por aquellos sacerdotes, lograron salvarse —con sus animales— en barcos herméticamente cerrados para que no penetrasen en ellos los gases venenosos y los gérmenes que asolaban la Tierra. Otros hombres y mujeres se salvaron porque se elevaron a una altitud tal que ya no había peligro, mientras las montañas de sus países se hundían, y otros, menos afortunados, fueron aplastados o ahogados por estos cataclismos.

»Las inundaciones, las llamas y los rayos letales mataron a millones de personas, y quedaron sólo en la Tierra unos pequeños grupos aislados unos de otros por los azares de la nueva catástrofe mundial. Estos supervivientes estaban medio enloquecidos por el desastre y vivían como sobre ascuas con las continuas explosiones y otros espantosos ruidos. Durante muchos años se ocultaron en las cuevas y en densos bosques. Olvidaron toda la cultura anterior y cayeron en un estado semisalvaje, como en los primeros días de la humanidad. Se cubrían el cuerpo con pieles de los animales que cazaban y se defendían con mazas que llevaban incrustados trozos de pedernal. Unos se instalaron en lo que hoy es Egipto, otros en China… Pero los que habitaron la zona costera, que había sido muy favorecida por la primitiva raza de superhombres, se encontraron de pronto a muchos kilómetros sobre el nivel del mar, rodeados por las montañas eternas. Y sus tierras se enfriaron con mucha rapidez. El aire se rarificó y esto costó la vida a miles de ellos. Los que sobrevivieron eran los antepasados del actual habitante del Tíbet, hombre de gran resistencia física y de extraordinarias facultades mentales. Aquél había sido precisamente el lugar donde el grupo de sacerdotes clarividentes habían escondido las placas de oro en que las que habían escrito sus secretos. Esas placas, con las muestras de sus artes y oficios, seguían ocultas a gran profundidad, bajo la montaña, donde las descubrirían mucho más tarde los miembros de otra generación de sacerdotes. Otras reliquias de la antigua civilización quedaron ocultas en una gran ciudad que ahora se halla en las altas mesetas del Chang Tang, también en el Tíbet.

»Sin embargo, no toda la cultura se había extinguido en la Tierra, aunque la humanidad hubiese retrocedido a un estado salvaje. En la superficie terrestre quedaron algunos puntos aislados donde unos pequeños grupos de hombres y mujeres se esforzaban por mantener viva la tradición cultural. Querían evitar que se apagase del todo la llamita del intelecto humano en medio de tanto salvajismo. A lo largo de los siglos siguientes, hubo muchos intentos de descubrir la verdad de lo que había ocurrido y nacieron nuevas religiones; pero en todo ese tiempo, continuaban bien guardados en las entrañas del Tíbet, grabados en oro incorruptible, los verdaderos testimonios del pasado y el tesoro de los conocimientos humanos, esperando a los que supieran descifrarlos.

»Paulatinamente, volvió a desarrollarse el hombre. Las tinieblas de la ignorancia comenzaron a desvanecerse. El salvajismo se convirtió en una semicivilización. Hubo algunos progresos. Poco a poco, se fueron construyendo ciudades y volvieron a funcionar aparatos voladores, de modo que las montañas no eran ya una barrera para la civilización. El hombre podía ya viajar por tierra, mar y aire, con toda comodidad y rapidez. Como antaño, al aumentar la ciencia y el poder del hombre, éste se hizo arrogante y los poderosos oprimían a las clases trabajadoras. También los pueblos débiles fabricaron máquinas de guerra y de nuevo hubo guerras, terribles guerras que duraban años. Las armas eran cada vez más potentes y destructoras. Cada bando trataba de descubrir el arma de mayor alcance y destructividad, mientras que allí en el Tíbet seguían escondidos, en placas de oro, los secretos de la verdadera sabiduría. En un país que se mantenía aislado, esperaban a ser descubiertos los secretos más valiosos del mundo, esperaban…».

Tendido, yacía de espaldas en una celda de los sótanos de una prisión y lo veía todo rojizo por la sangre. En efecto, me salía sangre de la nariz, de la boca y de los extremos de los dedos de mis manos y pies. Me dolía todo el cuerpo. Era como si estuviese sumergido en un baño de llamas. Oí confusamente una voz japonesa que decía: «Esta vez habéis ido demasiado lejos. Es imposible que siga viviendo. Es imposible». Pero lo cierto es que vivía. Decidí seguir vivo y demostrarles a los japoneses cómo se conducía un tibetano. Se convencerían de que ni siquiera sus más endemoniadas torturas podían hacer hablar a un tibetano.

Tenía la nariz partida, aplastada contra el rostro a consecuencia de un culatazo. Los labios partidos, la mandíbula rota y los dientes saltados…, pero todas las torturas de los japoneses juntas no podrían hacerme hablar. Después de cierto tiempo renunciarían a su propósito, pues incluso los japoneses se convencerían de la inutilidad de hacer hablar a un hombre que estaba firmemente dispuesto a no hacerlo. Después de muchas semanas me pusieron a trabajar con los cadáveres de otros que no habían sido tan fuertes como yo. Los japoneses creyeron que al darme esa tarea, debilitarían mi resistencia y quizás acabaría contándoles lo que deseaban saber. Nada tenía de agradable apilar cadáveres al sol, cadáveres encogidos, hinchados, descoloridos… Se hinchaban y estallaban como globos pinchados. Un día vi caer muerto a un hombre. Supe que estaba muerto porque lo examiné yo mismo, pero los guardias no hicieron caso. Por fin, lo recogieron dos hombres y lo arrojaron a la pila de cadáveres para que el sol ardiente y las ratas sustituyeran a los enterradores. Pero en realidad no les importaba si un hombre estaba muerto o no. Si se hallaba demasiado enfermo para trabajar, lo mataban allí mismo a bayonetazos y lo arrojaban al montón de muertos, o a veces, sin preocuparse de rematarlo, lo tiraban aún vivo.

Decidí que también yo «moriría» para que me arrojasen a la pila con los demás cadáveres. Durante las horas de oscuridad, me escaparía. Así, preparé mi plan y en los tres o cuatro días siguientes, observé cuidadosamente los métodos de los japoneses, para actuar en consecuencia. Estuve un par de días tambaleándome y haciéndome pasar por más débil de lo que estaba. El día que había pensado «morir», tropecé muchas veces a propósito al andar entre los guardias y fingía desmayarme cuando pasaban lista a primera hora del día. Durante toda la mañana di todas las muestras posibles de extremada debilidad y después de medio día me dejé caer al suelo. No fue difícil. No hacía ninguna comedia, pues lo que llevaba padecido era como para haberme muerto mucho antes. La pésima alimentación me había agotado aún más y estaba mortalmente cansado. Así, cuando me dejé caer al suelo como sin sentido, era tan grande mi cansancio que me quedé dormido al instante. Sentí que levantaban brutalmente mi cuerpo, lo balanceaban y, por último, lo arrojaban al aire. El impacto al caer sobre la pila de crujientes cadáveres, me despertó. Sentí que el montón se desmoronaba un poco y luego quedaba inmóvil. El choque de ese «aterrizaje» me hizo abrir los ojos: un guardia miraba indiferente en dirección a mí, así que dejé abiertos los ojos aún más y más fijos como los de un muerto y el hombre, demasiado acostumbrado a ver cadáveres, no sentía el menor interés por uno más. Permanecí en absoluta inmovilidad pensando de nuevo en el pasado y haciendo planes para el futuro. Ni siquiera me moví cuando arrojaban otros cadáveres a mi alrededor e incluso encima de mí.

Aquel día pareció durar años. Me daba la impresión de que la luz no desaparecía ya nunca. Pero por fin oscureció y se acercó la noche. El espantoso olor alrededor de mí era casi insoportable, olor a cadáveres que llevaban mucho tiempo allí. Podía oír debajo de mí los movimientos y chillidos de las ratas afanadas en su repugnante labor de comerse los cadáveres. De vez en cuando se descomponía la pila cuando los cadáveres del fondo cedían bajo el peso de los de arriba. La pila se tambaleaba y esto me preocupaba mucho, porque, si se derrumbaba tendrían los guardias que colocar de nuevo los cadáveres apilados y, quién sabe si no descubrirían entonces que yo estaba vivo o, lo que era peor, si me pondrían al fondo del montón, lo cual imposibilitaría la realización de mi plan.

Por fin los prisioneros que trabajaban por allí alrededor se retiraron a sus chozas conducidos por los guardias. De éstos, algunos patrullaban por encima del muro. El aire de la noche era muy frío. Lentamente —¡con cuánta lentitud!— empezó a oscurecer. Una tras otra, aparecieron tras las ventanas las amarillentas bombillas encendidas en las salas de guardia. Tan despacio que parecía casi imperceptible, fue llegando la noche.

Permanecí muchísimo tiempo inmóvil en aquel apestoso lecho de cadáveres. Pero no dejaba de vigilar lo mejor que podía.

Entonces, cuando los guardias estaban al extremo de su paseo de centinelas empujé el cuerpo que tenía encima y otro que había a mi lado. Éste cayó rodando por un lado de la pila y llegó hasta el suelo con un crujido. Contuve la respiración asustado; pensé que los guardias se darían cuenta y acudirían corriendo y que me descubrirían. Fue de una gran dificultad para mí irme moviendo en la oscuridad para salir de allí porque los reflectores recorrían todo el lugar y cualquier desgraciado que fuese encontrado por los japoneses moriría a bayonetazos o quizá le sacarían las entrañas, le colgarían sobre un fuego lento o le harían morir por cualquier otro medio de los muchos que podía ocurrírsele al perverso ingenio de los japoneses, y todo esto se realizaba frente a un grupo de prisioneros para enseñarles que era un error pagado con la muerte intentar escaparse de los Hijos del Cielo.

Todo siguió tranquilo. Los japoneses estaban demasiado acostumbrados, seguramente, a los crujidos de los cadáveres y a sus caídas desde lo alto del montón. Me fui moviendo experimentalmente. Movía un pie con mucho cuidado, y luego el otro, y así hasta llegar al borde de la pila y me iba dejando caer muy poco a poco agarrándome a los cadáveres para descender lo mejor posible de aquella pila que tenía más de diez metros de altura, porque mi debilidad era excesiva para saltar sin riesgo de romperme un hueso. Los leves ruidos que hice no atrajeron la atención de los guardias. Los japoneses no tenían ni idea de que alguien se escondiese en un sitio tan horrible. Una vez en el suelo me deslicé sigilosamente y con tan gran lentitud hasta la sombra de los árboles que había cerca del muro de la prisión. Estuve algún tiempo esperando. Encima de mi cabeza se hallaban unos guardias que acababan de reunirse en aquel punto. Oí unos murmullos y vi el pequeño resplandor de un fósforo cuando encendieron un cigarrillo. Luego los guardias se separaron yéndose cada uno en una dirección del muro. Escondían cada uno su cigarrillo en sus manos en forma de copa, pues como la oscuridad era tan densa se habían quedado un poco deslumbrados por el contraste de la luz del fósforo. Aproveché esta circunstancia. Lentamente logré escalar el muro. Aquél era un campo de prisioneros instalado allí provisionalmente y los japoneses no habían llegado a electrificar sus defensas. Una vez arriba, proseguí con sigilo en plena oscuridad. Me pasé toda aquella noche tendido a lo largo de una rama grande de un árbol y casi podía vérseme desde el campo. Pensé que, si me habían echado de menos, los japoneses no pensarían que un prisionero en trance de fugarse pudiera estar tan cerca de ellos.

Todo el día siguiente seguí en la rama, pues me encontraba demasiado débil y enfermo para moverme. Al terminar el día, en la nueva oscuridad, me dejé resbalar por el tronco del árbol y caminé por aquel terreno que ya conocía bien.

Sabía que por allí cerca vivía un chino viejísimo. Yo había aliviado mucho los dolores de su mujer, que por fin murió, y me dirigí hacia donde recordaba que podía estar su casa. En efecto, pronto la encontré y llamé suavemente a su puerta. Se notaba tensión y miedo en el interior de la casa. Dije, en voz muy baja, quién era. Después de movimientos sigilosos en el interior, se entreabrió la puerta sólo unos cuantos centímetros y el arrugado rostro asomó su nariz.

—Ah, es usted —dijo el chino—. Entre rápido.

Abrió la puerta solamente lo bastante para que yo pasara por debajo de su brazo extendido que no quería soltarla. La cerró con gran cuidado y corrió bien las cortinas, encendió una luz y lanzó una exclamación de horror al verme. Mi ojo izquierdo estaba muy mal y tenía, como he dicho, aplastada la nariz, la boca cruzada de cortes y los dos extremos colgantes. Calentó agua, me lavó las heridas y me dio de comer. Aquella noche y la siguiente las pasé en su cabaña. El anciano salió y utilizó a sus amistades para conseguir que me llevaran hasta el frente chino. Durante varios días permanecí en la cabaña, dentro del territorio dominado por los japoneses y en aquellos días tuve tanta fiebre que casi me muero.

A los diez días me encontré yo bastante recuperado para poderme levantar y emprender la marcha, siguiendo una ruta bien pensada para llegar sin peligro al cuartel general chino cerca de Shanghai. Me miraron horrorizados cuando entré con la cara destrozada y pasé más de un mes en el hospital, donde me sacaron un hueso de una pierna para rehacerme la nariz. Luego me enviaron de nuevo a Chungking para que me recuperase antes de volver al ejército chino.

¡Chungking! Creí que me alegraría de verlo después de todas mis aventuras, de todo lo que había sufrido. ¡Chungking! Y así, partí con un amigo que también iba allí para reponerse de las enfermedades que había contraído en la guerra.