Capítulo séptimo

El barco atracó suavemente en Soochow Creek. Los coolíes chinos pululaban a bordo gritando como locos y gesticulando. Las mercancías que llevaba el barco fueron descargadas con rapidez. Subimos a un ricksha y nos transportaron a toda prisa a la ciudad china, a un templo en el que había yo de alojarme por lo pronto. Po Ku y yo íbamos silenciosos en medio de la algarabía constante de aquella babel. Shanghai era una ciudad muy ruidosa y también muy activa. Y ahora había más ruido que de costumbre porque los japoneses andaban buscando pretextos para un ataque y desde hacía algún tiempo registraban a los residentes extranjeros que deseaban cruzar el puente de Marco Polo. Esta búsqueda era tan minuciosa y continua que causaba muchos trastornos en la ciudad. Los occidentales no podían comprender que los japoneses o los chinos no vieran causa alguna de vergüenza en el cuerpo humano, sino sólo en los pensamientos de la sangre acerca del cuerpo y cuando los japoneses registraban a los occidentales sin preocuparse de que los desnudasen, aquéllos lo consideraban como un insulto deliberado, pero no era así.

Durante algún tiempo tuve una consulta particular en Shanghai, y en ella realizaba una doble labor médica y psicológica. Atendía a pacientes en mi clínica y en los hospitales. No me quedaba tiempo libre, pues el que me sobraba de mi trabajo médico lo ocupaba con estudios intensivos de navegación aérea y teoría del vuelo. Durante varias horas después de anochecer, volaba yo sobre las luces de la ciudad y el campo de los alrededores. Cuando me alejaba, no tenía más puntos de referencia para orientarme que las débiles luces de las modestas casas de campo.

Pasaron los años casi sin darme cuenta, pues tenía demasiado trabajo para preocuparme de las fechas. El municipio de Shanghai me conocía bien y aprovechaba a fondo mis servicios profesionales. Yo era buen amigo de un ruso blanco. Bogomoloff era su nombre. Se había escapado de Moscú durante la Revolución. Había perdido todos sus bienes en aquellos tiempos trágicos y ahora estaba empleado en el Consejo Municipal. Era el primer blanco a quien había yo podido tratar y le conocía muy bien. Era un hombre de una vez.

Se daba perfecta cuenta de que Shanghai carecía de defensas contra la agresión. Como nosotros, podía prever los horrores que se avecinaban. El 7 de julio de 1937 se produjo un incidente en el puente Marco Polo. De este incidente se ha escrito mucho y no quiero insistir ahora sobre él. Fue el punto de arranque efectivo de la guerra y se nos venían encima tiempos muy duros. Los japoneses eran agresivos y truculentos. Muchos mercaderes extranjeros, y aún más los chinos, habían previsto la catástrofe y se habían trasladado con sus familias y sus mercancías a varias partes de China, incluso muy al interior, como a Chungking. En cambio, los campesinos de los distritos que rodeaban Shanghai se habían volcado sobre la ciudad, creyendo, no sé por qué, que allí estarían seguros. Probablemente creían que la seguridad dependía del número de personas que convivían en un espacio determinado.

Por las calles de la ciudad, día y noche, circulaban camiones de la Brigada Internacional, cargados con mercenarios de muy diversos países. Estos hombres tenían la misión de mantener la paz en la ciudad. Con demasiada frecuencia, eran asesinos reclutados precisamente a causa de su brutalidad. Si surgía algún incidente que les molestaba, salían en gran número y, sin advertencia previa —así como sin provocación ni motivo alguno—, disparaban sus ametralladoras, rifles y revólveres, matando a indefensas personas civiles, sin hacer casi nunca nada contra las verdaderamente culpables. Solíamos decir en Shanghai que era preferible tratar con los japoneses que con los bárbaros de rostro colorado, como llamábamos a ciertos miembros de la Fuerza Internacional de Policía.

Durante algún tiempo venía yo especializándome en la curación de mujeres, tratándolas como médico y como cirujano, y había tenido en Shanghai muy buenos éxitos profesionales en esta especialidad. La experiencia que logré en aquellos tiempos anteriores a la guerra declarada, iban a situarme muy bien más tarde. Los incidentes se hacían cada vez más frecuentes. Llegaban informes aterradores sobre los horrores de la invasión japonesa. Las tropas y los aprovisionamientos japoneses inundaban a China. Maltrataban a los campesinos y eran muy frecuentes los robos y las violaciones. A fines de 1938 el enemigo estaba ya en los alrededores de Shanghai y las mal armadas fuerzas chinas luchaban con gran valentía. Pelearon hasta morir. Desde luego, fueron pocos los que retrocedieron ante las hordas japonesas. Los chinos combatieron como solamente lo hacen los que defienden su patria, pero se vieron aplastados por la gran superioridad numérica de los invasores. Shanghai fue declarada ciudad abierta con la esperanza de que los japoneses respetaran las leyes del derecho internacional y no bombardearan aquel histórico lugar. La ciudad quedó, pues, indefensa. Retiradas las fuerzas militares y todo el armamento, Shanghai se llenó de refugiados. La antigua población, en su mayoría, se había marchado. Las universidades, los demás centros de enseñanza y demás instituciones culturales, las grandes firmas comerciales e industriales, los bancos, etc., se habían trasladado a sitios como Chungking y otros aún más remotos. Pero en su lugar habían llegado los refugiados, gentes de todos los países y condiciones que huían de los japoneses y que se creían más seguros en la gran ciudad. Las incursiones aéreas eran cada vez más frecuentes, pero la gente se iba acostumbrando a los bombardeos. Entonces, una noche, los japoneses bombardearon la ciudad intensamente. Lanzaron contra Shanghai todos los aparatos de que disponían, incluso cazas con bombas atadas. Los pilotos llevaban granadas que lanzaban contra las casas y donde quiera que veían gente. El cielo de la noche se llenó de aviones que volaban en formaciones perfectas sobre la ciudad indefensa. Eran como un disciplinado enjambre de langostas y, como la plaga de langosta, lo barrían todo a su paso. Las bombas caían por todas partes, sin buscar objetivos determinados. La ciudad era un mar de llamas y no había dónde refugiarse. Nada teníamos con qué defendernos de los aviones.

Hacia medianoche, en medio de aquel horrísono estruendo, caminaba yo por una carretera. Venía de atender a una enferma, ya moribunda. Llovía metralla y no sabía dónde refugiarme. De pronto oí un débil silbido, que fue intensificándose y luego el espantoso chirrido de una bomba que caía. Fue una sensación como si de repente se hubieran interrumpido todos los sonidos y la vida toda. La impresión de la nada, del vacío absoluto. Me recogió una mano gigantesca, me zarandeó en el aire hasta arrojarme y caí violentamente al suelo. Durante unos minutos permanecí inmóvil, casi desmayado y casi sin respiración, preguntándome si ya estaba muerto y disponiéndome a proseguir mi viaje al otro mundo. Tembloroso, fui reaccionando hasta que conseguí mirar a mi alrededor. Lo que vi me produjo la mayor estupefacción. Yo había venido caminando por una carretera entre dos filas de altas casas; ahora me hallaba en una llanura desolada sin casas a ninguno de los lados, sino, donde aquéllas habían estado, unas pilas de escombros salpicados con sangre y restos humanos. Las casas se habían derrumbado con la explosión de una bomba pesada y todas ellas estaban llenas de gente. Yo me hallaba tan cerca de ellas que había sido arrastrado por la fuerza expansiva de la bomba y, por alguna razón extraordinaria, no había oído ruido alguno ni había sufrido daño. La carnicería había sido horrorosa. Por la mañana apilamos los cadáveres y los quemamos para impedir que se produjese una epidemia, ya que bajo el fuerte sol los restos humanos se estaban ya descomponiendo, poniéndose verdes e hinchándose. Durante varios días excavamos en los escombros por si quedaba alguien vivo, sacando los restos que encontrábamos y quemándolos al instante para salvar de la peste a la ciudad.

A última hora de una tarde me encontraba en un barrio viejo de Shanghai. Acababa de cruzar un desvencijado puente sobre un canal. A mi derecha, en un quiosco callejero, se hallaban unos astrólogos y adivinos chinos sentados ante un mostrador. Adivinaban el futuro de sus anhelantes clientes angustiados por saber si sobrevivirían a la guerra y si sus circunstancias mejorarían. Los contemplé, divertido al pensar que aquella pobre gente creía realmente en lo que le decían aquellos sacaperras. Los «adivinos» parecían estudiar los caracteres del nombre del consultante, escrito en una pizarra y le comunicaban cuál iba a ser el final de la guerra; y a las mujeres les hablaban de la seguridad de sus maridos. Poco más allá, otros astrólogos —quizá descansando de sus tareas profesionales— actuaban como escribanos públicos; escribían cartas a los que no sabían hacerlo y que deseaban enviar noticias a sus familiares, a otras partes de China. Malvivían con la escasa ganancia que les dejaba este oficio, que practicaban al aire libre. Bastaba detenerse junto a ellos y escuchar para enterarse de los asuntos más íntimos y familiares de la persona que dictaba. En China no hay vida privada. El escribano callejero solía gritar lo que iba escribiendo para que los curiosos pudieran comprobar el buen estilo que tenía al escribir las cartas y se hicieran también clientes suyos. Seguí mi camino hacia el hospital donde tenía que realizar algunas operaciones. Pasé ante el cuchitril de los vendedores de incienso, y ante las tiendas de los libreros de viejo, que parecían preferir la orilla del río como en casi todas las ciudades del mundo. Más allá había más vendedores de incienso y de objetos para el culto, como las estatuillas de los dioses Ho Tai y Kuan Yin, el primero de los cuales es el dios de la Buena Vida; y la segunda, la diosa de la Compasión. Continué hasta el hospital, donde realicé las tareas que me esperaban. Luego regresé por el mismo camino. Los japoneses habían pasado por allí encima con sus bombarderos y habían arrojado bombas. Ya no había quioscos ni librerías. Ya nada quedaba de los vendedores de objetos para el culto. Tanto ellos como sus mercancías se habían convertido en polvo. Se habían declarado varios incendios y se derrumbaban edificios, de modo que había más ceniza añadida a la ceniza y más polvo al polvo.

Pero Po Ku y yo teníamos otras cosas que hacer, aparte de residir en Shanghai. Íbamos a investigar la posibilidad de iniciar un servicio de ambulancia aérea a las órdenes directas del general Chiang Kai-Shek. Recuerdo muy bien uno de estos vuelos. El día estaba helado y se deslizaban por el cielo unas nubes blancas desflecadas. Del horizonte llegaba el monótono «cramp-cramp-cramp» de las bombas japonesas. De vez en cuando sonaba el remoto zumbido de los motores de aviación como abejas en un ardiente día de verano. La carretera, al borde de la cual nos habíamos sentado mi amigo y yo, había sido machacada durante todo aquel día por innumerables pies, y lo mismo en muchos días anteriores. Los campesinos trataban de escapar de la insensata crueldad de los japoneses enloquecidos por su sed de poder. Viejos campesinos casi en el final de sus vidas empujaban sus carretillas de una sola rueda en las cuales llevaban casi todo lo que poseían. Otros, más jóvenes, inclinados casi hasta el suelo, transportaban sobre sus espaldas casi todos sus modestísimos bienes. En dirección contraria, con un equipo escasísimo cargado en carros de bueyes, iban las tropas chinas apenas armadas. Eran hombres que se lanzaban ciegamente a morir, en un intento desesperado de detener el implacable avance del enemigo. Lo único que les movía era el noble afán de proteger su patria y sus hogares. Iban ciegamente en busca de los japoneses sin saber exactamente por qué se había originado aquella espantosa guerra.

Estábamos acurrucados bajo el ala de un viejo trimotor, un anticuado avión, ya prácticamente agotado antes de llegar a nuestras ávidas y poco técnicas manos. Las alas cubiertas de lona se estaban «despellejando». El aparato había sido reparado y fortalecido con… cañas de bambú y para la cola se habían utilizado también trozos de un automóvil. Sin embargo, el «viejo Abie», como lo llamábamos, nunca nos había fallado. Sus motores se detenían de vez en cuando, es cierto, pero sólo uno cada vez. Era un monoplano de grandes alas fabricado por una marca americana bastante famosa. Tenía un fuselaje de madera. El término «aerodinámico» era desconocido cuando lo fabricaron. La modesta velocidad de doscientos kilómetros por hora la aprovechábamos forzándola lo más posible. Aquel avión rechinaba, protestaba y estaba a punto de hacerse pedazos a cada momento, y en general producía un estruendo que impresionaba.

Hacía mucho tiempo que el avión había sido pintado de blanco con enormes cruces rojas a sus costados y en las alas. Ahora ya se había borrado y rayado casi todo. La gasolina había añadido una pátina de un color marfil amarillento que le hacía parecer una talla china. Las diversas manchas que aparecían en toda su superficie acababan de darle un aspecto extrañísimo al viejo avión.

Había terminado otro ataque aéreo japonés y nosotros teníamos que despegar en ese momento. Una vez más repasamos y comprobamos nuestro malísimo equipo quirúrgico: dos sierras, una grande y otra pequeña y puntiaguda; cuatro cuchillos surtidos: uno de ellos era de un excarnicero, otro, en realidad, había sido el que empleaba un fotógrafo para los retoques, y los dos restantes eran auténticos escalpelos. Fórceps teníamos pocos. Dos jeringuillas hipodérmicas con unas temibles agujas romas. Una jeringa aspiradora con tubo de goma. Teníamos que asegurarnos de que llevábamos una buena provisión de correas. Cuando no se dispone de anestésicos, es frecuente tener que atar a los pacientes.

Este día le tocaba a Po Ku pilotar y yo debía sentarme atrás y vigilar a los cazas japoneses. No disponíamos del lujo de un teléfono interior en el avión. Habíamos instalado una cuerda con un extremo atado al piloto, y el observador tiraba de ella para comunicarle al otro, mediante un elemental código de señales, las noticias que iba teniendo.

Puse en marcha las hélices, y «Abie» era duro de arrancar. Uno a uno empezaron a roncar los motores, lanzaron un poco de humo negro aceitoso y por fin se unieron los tres en un rugido potente y sostenido bastante rítmico, si tenemos en cuenta la decrepitud del avión. Salté a bordo y me instalé en el asiento trasero. Habíamos abierto una ventanilla de observación en el fuselaje. Bastaron dos tirones a la cuerda para informar a Po Ku de que yo estaba ya en mi sitio, a gatas sobre el suelo y sin poderme mover entre las cosas que allí llevábamos. El rugido del motor aumentó de potencia; el avión tembló y se elevó. Los diversos movimientos al elevarnos o descender, cuando encontrábamos montañas en medio, me lanzaban arriba y abajo sin piedad. Procuré asegurarme un poco más para no salir despedido como un guisante en alguna de aquellas sacudidas. Por fin nos estabilizamos en el vuelo y el ruido de los motores se hizo menor y más uniforme. Po Ku dio varios pequeños tirones a la cuerda, que significaban: «Bueno, ya lo hemos conseguido otra vez. ¿Estás todavía ahí?».

Po Ku podía ver a dónde íbamos. Yo, en cambio, sólo veía lo que acabábamos de dejar atrás. Esta vez nos dirigíamos a una aldea del distrito de Wuu, contra la que había habido terribles ataques aéreos con muchísimas víctimas. No contaban con ninguna ayuda médica en todo aquel contorno.

Siempre nos turnábamos para hacer de piloto y de observador. «Abie» estaba ya renqueante, como he dicho, y los cazas japoneses eran muy veloces. A veces nos salvaba esa misma velocidad. Podíamos disminuir la nuestra hasta un punto casi increíble cuando no íbamos muy cargados y el piloto japonés medio no tenía buena puntería y se desconcertaba con nuestra lentitud de tortuga aérea. Solíamos decir que cuando estábamos más seguros era al situarnos delante de ellos, ¡porque nunca acertaban con un blanco que tenían tan cerca!

El río Amarillo fluía por debajo de nuestra cola. La cuerda dio tres tirones: «Vamos a aterrizar», me comunicaba Po Ku. La cola se elevó, el rugido de los motores disminuyó hasta apagarse y fue sustituido por un agradable «wick-wick, wick-wick», al girar las hélices ociosamente. El momento de tocar tierra producía unas sacudidas y unos crujidos odiosos para el desgraciado observador agarrado al suelo del aparato. Se levantaban nubes de polvo asfixiante, polvo cargado de partículas y excrementos humanos que los chinos utilizan para abonar sus campos.

Desdoblé mi voluminosa figura en el reducidísimo espacio de la cola en que me hallaba acurrucado y me puse en pie con gruñidos de dolor al ponerse de nuevo en marcha mi circulación. Luego avancé a gatas hacia la portezuela. Po Ku la había abierto ya y ambos saltamos a tierra. Se nos acercaron corriendo varias figuras. Alguien nos dijo: «Vengan inmediatamente; tenemos muchas bajas. Al general Tien le ha atravesado el cuerpo una barra de metal que le sale por detrás y por delante».

En el lamentable tugurio que servía de hospital de emergencia, el general estaba muy erguido con su piel, que normalmente era amarillenta, de un color que ahora era gris verdoso de tanto dolor y cansancio como sentía. Desde poco más arriba del canal inguinal sobresalía el extremo de una brillante barra de acero. Aquello le había atravesado el cuerpo lanzado contra él por la cercana explosión de una bomba. Desde luego, tenía que quitárselo inmediatamente. El extremo que salía por detrás, exactamente encima de la cresta sacroilíaca, era afilado y suave, y pensé que había estado a punto de destrozarle el colon.

Después de examinar cuidadosamente al paciente, me llevé a Po Ku fuera de la «clínica» para que no me oyeran los que estaban allí, y le mandé al avión encargado de una misión bastante insólita. Mientras mi compañero la desempeñaba, yo limpié con todo cuidado las heridas del general y también la barra de metal. Tien era pequeño y viejo, pero se hallaba en excelentes condiciones físicas. Carecíamos de anestésico y se lo dije, pero advirtiéndole que le haría el menor daño posible.

—De todos modos, por mucho cuidado que ponga —le dije— tendré que hacerle daño. Sin embargo, tenga la seguridad de que lo haré lo mejor que pueda.

No parecía preocupado.

—Empiece usted y haga lo que sea preciso —replicó—. Si no me opera usted, me moriré de todas maneras; así, que nada voy a perder.

Arranqué un pedazo de madera de una caja de provisiones, un cuadrado de unos cuarenta centímetros de lado y le hice un agujero en el centro para que entrase en él ajustadamente la barra. Mientras, Po Ku había vuelto con las herramientas del avión, tal como venían guardadas. Encajamos bien la barra en la madera y Po Ku mantuvo ésta firmemente apretada contra el cuerpo del paciente. Agarré el extremo de la barra con nuestras grandes tenazas Stillson y tiré de ella suavemente. Aquello no se movía; y el desgraciado general se puso blanco.

«Bueno —pensé—, no podemos dejar esta maldita barra como está, de modo que debo decidirme a curarlo como sea o a que se nos muera». Afirmé una rodilla en Po Ku, que mantenía la tabla en posición y tiré con fuerza de la barra haciéndola girar a la vez lentamente. Con un horrible ruido de succión, salió por fin la barra, y yo, perdiendo el equilibrio, caí hacia atrás. Me levanté en seguida, aunque me había dado un golpe en la cabeza por detrás y nos apresuramos a cortar la hemorragia del general. Al examinar la herida con ayuda de una lámpara eléctrica de bolsillo llegué a la conclusión de que el destrozo no era excesivo; así que, después de limpiar la herida hasta donde pudimos, la cosimos. Tras haber tomado unos estimulantes, el general había recuperado algo de su color normal y —por lo menos así lo dijo— se sentía mucho más a gusto. Ahora podía ya echarse de lado. Dejé a Po Ku que terminase de vendar y fui a la cabaña siguiente, donde yacía una mujer que había perdido la pierna derecha, seccionada a la altura de la rodilla. Le habían aplicado con demasiada fuerza un torniquete y se lo habían dejado puesto demasiado tiempo. Lo único que podíamos hacer ya era amputar el muñón.

Pedimos a unos hombres que echaran abajo una puerta y atamos a la mujer sobre ella. Con una sierra fina, le corté el hueso lo más arriba posible. Luego, cosiendo con gran cuidado los trozos de carne que previamente había cortado en forma de V, con el vértice apuntando hacia arriba, le formé una especie de «colchón» sobre el extremo del hueso. Esta operación duró media hora de horrible angustia, mientras la mujer permanecía completamente quieta sin lanzar ni el menor sollozo ni gemido. Sabía que estaba en manos de amigos. Estaba segura de que cualquier cosa que hiciésemos, lo haríamos por su bien.

Me esperaban otros heridos, unos de menor gravedad y otros en tan pésimas condiciones como los que ya había operado. Cuando acabé de intervenirles, ya había anochecido. Aunque ese día le tocaba a Po Ku pilotar el avión, no podía hacerlo con tan poca luz, y tenía yo que tomar los mandos.

Fuimos a toda prisa hacia el aparato, después de haber guardado con extremo cuidado nuestro equipo quirúrgico, que una vez más nos había dado un espléndido resultado aunque fuese tan elemental. Po Ku puso en marcha las hélices y los motores. Llamas rojiazules brotaron de nuestro escape y, a alguien que nunca hubiese visto un avión, tendría que parecerle como un dragón devorador de fuego. Ocupé el asiento del piloto. Estaba tan cansado que apenas podía mantener los ojos. Po Ku, en cuanto se instaló en el incómodo asiento del observador, se quedó dormido en el suelo del avión. Hice una señal a los hombres que rodeaban al aparato para que quitasen las piedras que servían de tacos para las ruedas.

La oscuridad era ya muy grande y apenas se veían los árboles. Sin embargo, yo recordaba muy bien los detalles del terreno. No hacía viento. Lanzando el avión en la dirección que yo esperaba fuese la buena, abrí al máximo los tres reguladores. Los motores rugieron y el avión temblaba y tableteaba con estrépito cuando despegamos, tambaleándose con la creciente velocidad. Los instrumentos eran invisibles. No teníamos luces, y yo sabía que el extremo del improvisado campo de aterrizaje estaba muy cerca. Manejé los mandos. El avión se elevó, vaciló y se precipitó hacia abajo, pero volvió a elevarse. Por fin, estábamos ya en el aire y pude describir un círculo. Bajo las nubes frías de la noche, buscaba yo nuestro punto de orientación, la llanura del río Amarillo. Allí estaba, muy lejos, hacia la izquierda, mostrando un débil reflejo sobre la tierra, más oscura. También trataba de descubrir si había en el cielo algún avión enemigo, pues nos hallábamos indefensos. Con Po Ku dormido en el suelo del aparato detrás de mí, no contaba con nadie para vigilar por retaguardia.

Me eché hacia atrás en mi asiento, ya más tranquilo —por lo menos respecto a la dirección y normalidad de nuestro vuelo— y pensé en lo agotadores que resultaban aquellos servicios de emergencia, viéndonos obligados a atender a los heridos extremadamente graves con medios improvisados, echando mano de lo que había alrededor. Recordé las fabulosas historias que había oído de los hospitales de Inglaterra y de los Estados Unidos y de la inmensa riqueza de instrumentos y equipos con que contaban. En China, en cambio, teníamos que arreglárnoslas con nuestros propios y elementales medios, improvisados sobre la marcha. Fue de una gran dificultad aterrizar en la casi completa oscuridad. Sólo podía contar con los débiles resplandores de las lámparas de aceite en las casas de los campesinos. Confusamente se entreveía la silueta de las masas de árboles porque su negrura era aún mayor que la del resto. Pero el viejo avión tenía que posarse en tierra como fuese. No nos íbamos a quedar en el aire. De modo que, con un chirrido de la cola y crujidos del tren de aterrizaje, logré aterrizar. Po Ku ni siquiera se enteró. Estaba profundamente dormido. Paré los motores, salí del aparato. Puse los tacos en las ruedas, volví a subir al avión, cerré la portezuela y yo también me eché a dormir en el suelo.

A primera hora de la mañana nos despertaron unos gritos. Era un ordenanza que venía a darnos un mensaje: en vez de tener un día de descanso, debíamos transportar a un general a otro distrito donde había de entrevistarse con el general Chiang Kai-Shek para tratar con él de la guerra en el sector de Nanking. Este general era un tipo despreciable. Lo habían herido y, teóricamente, era un convaleciente. Nosotros dábamos por cierto que se hacía el enfermo para su comodidad. Se daba mucha importancia a sí mismo y su Estado Mayor le tenía mucha antipatía.

En vista del nuevo trabajo, fuimos a nuestras cabañas a prepararnos. Teníamos que cambiarnos de uniforme porque el general era muy exigente con la vestimenta. Mientras estábamos allí, empezó a llover con fuerza y nuestro abatimiento fue aumentando. ¡La lluvia! La detestábamos tanto como cualquier chino. Los soldados que defendían a China eran valientes e incluso heroicos, quizá de los más resistentes del mundo, pero la lluvia les resultaba insoportable. En China llueve de un modo terrible, en un continuo alud de agua que lo empapa todo y a todos. Cuando volvíamos al avión bajo nuestros paraguas, vimos un destacamento del ejército chino. Los soldados marchaban por una carretera, que estaba ya inundada, a lo largo del aeródromo. Aquellos hombres parecían completamente desanimados por la lluvia. Ya habían sufrido bastante para tener que aguantar, además, la lluvia. Cubrían sus rifles con bolsas de lona que se habían colgado del hombro. A la espalda llevaban cada uno su saco, protegido por cuerdas entrecruzadas, y en él guardaban todas sus pertenencias: sus municiones y demás equipo de guerra, sus provisiones; todo lo que tenían. Cubrían la cabeza con sombrero de paja y, con la mano derecha, sostenían un paraguas de bambú y papel amarillo engrasado. El aspecto de estas tropas era de lo menos marcial. Ahora resulta divertido pensar en unos soldados con este atuendo, pero entonces era muy corriente ver una masa de quinientos o seiscientos paraguas que cobijaban a otros tantos soldados. También nosotros llevábamos paraguas camino del avión. Miramos asombrados al llegar junto al aparato.

Un grupo de hombres estaba allí sosteniendo una especie de palio de lona para proteger de la lluvia al general. Éste nos hizo una seña imperfecta y dijo:

—¿Cuál de ustedes tienes más experiencia en la aviación?

—Yo, mi general —dijo Po Ku, con un suspiro—. Llevo diez años de vuelo, pero la verdad es que mi compañero es mucho mejor piloto que yo y tiene, en definitiva, más experiencia.

—Soy yo quien ha de juzgar quién es el mejor —replicó el general—. Usted pilotará el avión, mientras su compañero cuidará de vigilar para salvaguardar nuestra seguridad.

De modo que Po Ku se instaló en el sitio del piloto y yo en la cola, para hacer de observador. Probamos los motores. El general y sus ayudantes subieron al avión. Hubo mucha ceremonia, gran número de inclinaciones y saludos y, cuando un ordenanza cerró la puerta del aparato, dos mecánicos se encargaron de quitar los tacos de las ruedas. Po Ku, antes de arrancar, me avisó con un tironcito de nuestra cuerda.

Este vuelo me fastidiaba bastante. Íbamos a volar sobre las líneas japonesas y los japoneses se enteraban bien de quién volaba sobre sus posiciones. Para mayor intranquilidad, sólo disponíamos de tres cazas —sólo tres— que nos protegiesen. Por lo menos se suponía que nos protegerían. Po Ku y yo sabíamos que estos cazas serían una gran atracción para los japoneses, ya que sus cazas vendrían en seguida a ver qué hacían por allí, y tratarían de averiguar por qué necesitaba un trimotor como el nuestro ir escoltado por tres cazas. Sin embargo, como el general nos había hecho ver tan claramente, el que mandaba era él; así que sólo nos quedaba elevarnos y proseguir. Estuvimos describiendo círculos para ganar altura. No era nuestra costumbre, pero se nos había ordenado que lo hiciéramos así. Gradualmente, fuimos alcanzando los mil quinientos y hasta los tres mil metros. Tres mil era nuestro máximo y nos mantuvimos allá arriba describiendo círculos hasta que los cazas despegaron, llegaron cerca de nosotros, se elevaron por encima de nuestro avión y se colocaron en formación hacia atrás. Aquellos tres cazas me daban la peor sensación. Desde mi ventanilla veía aparecer de vez en cuando alguno de ellos y luego descendía hasta desaparecer del radio de visión. No me daba ninguna impresión de seguridad llevarlos allí detrás. Por el contrario, su presencia me hacía esperar que de un momento a otro se presentasen los cazas japoneses.

El viaje parecía inacabable. Los motores seguían ronroneando y era como si estuviéramos suspendidos entre el cielo y la tierra. Se producían leves sacudidas y brincos el avión vacilaba un poco, pero predominaba la monotonía, que me llevaba hacia otros pensamientos, olvidándome a ratos de que volaba. Pensaba en la guerra que se desarrollaba allá abajo y en las muchas atrocidades que había presenciado. Recordé a mi amado Tíbet y en lo estupendo que sería tomar un avión, aunque fuera el viejo «Abie», y volar hacia allí aterrizando finalmente al pie del Potala, en Lhasa. Súbitamente, se oyó un gran estruendo y el cielo pareció estar lleno de aviones en incesantes torbellinos, aviones que llevaban en sus alas la odiada «mancha de sangre». Desde mi puesto de observación, los veía aparecer y desaparecer continuamente, como flechas locas. También veía cohetes de señales y el humo de los disparos de la artillería antiaérea. De nada servía ya que trasmitiera señales a Po Ku con la cuerda. Era evidente que nos estaban atacando en masa. El viejo «Abie» se elevaba, descendía, se tambaleaba. Po Ku nos estaba sometiendo a unas violentas maniobras y, en cuanto a mí, bastante trabajo tenía con mantener mi posición en la cola. Las balas empezaron a taladrar nuestro fuselaje, allí mismo frente a mí. A mi lado, un cable vibró y se partió. Al romperse, me dio un latigazo en la cara. Por una chiripa no se me llevó el ojo izquierdo. Me hice lo más pequeño que pude y retrocedí lo más posible hacia el extremo de la cola, era una batalla feroz y yo podía seguirla sin necesidad de «observar», pues veía la línea de puntos suspensivos que se había marcado en el fuselaje y mi ventanilla había desaparecido, así como una buena cantidad de material. Tenía la sensación de estar sentado en un marco de madera, al aire, entre las nubes. La batalla aérea continuaba hasta que, de pronto, se produjo un tremendo «¡cramp!»… Vibró terriblemente todo el avión y, de pronto, como la cosa más natural, se le cayó la proa. Por el hueco de la ventanilla, que sólo era ya un deforme boquete, vi que nos rodeaba una multitud de aviones japoneses. Precisamente mientras yo los miraba desesperadamente, chocaron dos cazas, uno japonés y otro de los que nos acompañaban. Hubo un formidable «¡bum!», y surgió una llamarada de color anaranjado, seguida por humo negro. Los dos aparatos cayeron, como ligados en un abrazo mortal, girando vertiginosamente hacia la tierra. Los pilotos salieron despedidos y caían como dos muñecos con los brazos y las piernas muy abiertos. Recordé mis días de vuelo «sin motor» en las cometas del Tíbet, cuando un lama se cayó describiendo los mismos movimientos que una cometa por los aires, hasta estrellarse en las rocas de abajo desde una inmensa altura.

De nuevo se puso el avión a temblar violentamente y empezó a caer como la hoja de un árbol. Creí que el final había llegado.

Al elevarse repentinamente la cola, fui a parar a la cabina de los pasajeros y allí presencié un horrible espectáculo. El general había muerto y alrededor de él yacían los cadáveres de sus ayudantes. Las granadas de los antiaéreos habían causado aquella carnicería. La cabina estaba destrozada. Abrí la puerta del departamento del piloto y me eché atrás, con náuseas. Allí dentro estaba el cuerpo de Po Ku…, sin cabeza, echado sobre los mandos. Su cabeza —o los pedazos que quedaban de ella— se habían esparcido por el panel de instrumentos. El parabrisas era una tremenda mezcolanza de sangre, trozos de cerebro… La gran oscuridad que hacía, me impedía afortunadamente ver con más detalle. Inmediatamente cogí a Po Ku por los hombros y lo saqué del asiento. Me apoderé a toda prisa de los mandos que se estaban zarandeando ellos solos. Estaban mojados de sangre y me costaba mucho trabajo sujetarlos. Pero peor aún era que no podía ver. Crucé las piernas para sujetar el control y, temblando, limpié con las manos sin guantes la sangre y los restos de cerebro que se habían adherido al cristal del parabrisas, para dejar libre por lo menos un hueco por el que pudiera ver. La tierra subía hacia mí a enorme velocidad. La podía ver a través del halo que formaba la sangre, mal limpiada de Po Ku. El avión temblaba como a punto de deshacerse del todo y los motores chirriaban. Los mandos nada podían sobre ellos. Repentinamente, salió disparado el motor del ala de babor. Poco después, hizo explosión el motor de estribor. Al perder el peso de estos dos motores, el avión se levantó un poco. Tiré desesperadamente y el morro del aparato se elevó algo más, pero ya era tarde. El avión estaba demasiado deshecho para que respondiera a los mandos. Había logrado quitarle un poco de velocidad en la caída, pero no la suficiente para conseguir un aterrizaje satisfactorio. La tierra estaba ya encima y el morro se inclinó aún más. Hubo un horrísono estruendo al estrellarse el aparato contra el suelo y yo tuve la sensación de que el mundo se desintegraba en torno mío, mientras salía despedido del asiento del piloto a través del fondo del avión, para caer en una masa de intenso olor. Sentía un dolor espantoso en las piernas y perdí el sentido.

No pudo haber pasado mucho tiempo hasta que recobré el conocimiento porque me despertaron los disparos de ametralladora de los cazas japoneses que descendían. Salían llamaradas rojas de sus armas. Disparaban contra el viejo «Abie», para asegurarse de que no quedaba nadie vivo en él. Una de las balas dio en el único motor que quedaba a proa. Brotaron unas llamitas que se deslizaron hacia la cabina, la cual estaba empapada de gasolina. El incendio fue inmediato. Surgió una formidable llamarada blanca rematada por humo negro. Y, en seguida, una explosión que hizo llover pedazos del viejo avión todo alrededor. Los japoneses, satisfechos por fin, se marcharon.

Yo podía mirar en torno mío, con relativa calma, y ver dónde me hallaba. Vi con horror que estaba en una profunda zanja que era como una alcantarilla rebosante de porquería. En China, muchos de estos servicios están abiertos y yo había caído en uno de ellos. La peste era inaguantable. Por lo menos podía alegrarme de que la posición en que me encontraba me había salvado de las balas japonesas y del fuego, así como de la explosión de nuestro propio avión. Me desprendí del destrozado asiento del piloto y me di cuenta de que se me habían partido los dos tobillos. Con un esfuerzo grandísimo, me arrastré con las manos y las rodillas, arañando la tierra hasta lograr empinarme por un lado de la zanja y salir de ella. Por lo menos, ya estaba fuera de la masa de porquería.

Volví a desmayarme allí mismo, cerca del borde de la zanja, y a muy poca distancia del incendio, que aún duraba, pues el suelo estaba impregnado de gasolina. El dolor y el agotamiento habían podido conmigo de nuevo, pero, no sé cuánto tiempo después, me despertaron unas patadas en los costados. Eran soldados japoneses atraídos a aquel lugar por las llamas y me habían descubierto.

—Aquí hay uno que está vivo —dijo una voz. Abrí los ojos y vi, inclinado sobre mí, un soldado japonés con un rifle con bayoneta calada. La posición en que el soldado sostenía el rifle indicaba claramente que se disponía a clavarme la bayoneta en el corazón.

—He tenido que despertarlo para que se dé cuenta de que lo mato —explicó el soldado a un compañero, y se dispuso a llevar a efecto su propósito. Pero en ese instante, un oficial que llegaba corriendo, gritó:

—¡Detente! Llévalo al campamento —ordenó el oficial—. Haremos que nos diga quiénes iban en el avión y por qué llevaban esa protección de cazas. Llévatelo. Lo interrogaremos.

El soldado se colgó el rifle al hombro, me agarró por el cuello y empezó a tirar de mí.

—Pesa mucho; échame una mano —pidió a uno de sus compañeros, el cual acudió y le ayudó a tirar de mí, cogiéndome por un brazo. Mientras me arrastraba así por el suelo pedregoso, se me despellejaban las piernas. Por fin el oficial, que, según parecía, estaba realizando una inspección rutinaria, regresó. Con un grito de rabia, dijo:

—¡Así, no! Transportadlo bien.

Y es que se había fijado en el reguero de sangre que yo iba dejando por el suelo. El oficial asestó, con el revés de su mano, una bofetada a cada uno de los soldados.

—¡Si continúa desangrándose, no habrá nadie a quien interrogar y vosotros seréis los responsables! —vociferó.

Así que durante algún tiempo me dejaron reposar tendido en el suelo, mientras que uno de los soldados buscaba algún medio de transporte. Yo era muy grande y corpulento, mientras que los soldados japoneses eran pequeñajos e insignificantes. No hubieran podido cargar conmigo.

Por fin, me levantaron y me tiraron, como un saco de desperdicios, en una carretilla de una sola rueda. En ella me llevaron a un edificio que los japoneses utilizaban como prisión. Allí me volcaron, como un fardo, y volvieron a tirar de mí, arrastrándome hasta una celda. Cerraron de un portazo y echaron la llave. Los soldados montaron la guardia por fuera. Me las arreglé para ponerme unas tablillas en los tobillos gracias a unos pedazos de madera que encontré en la celda, que por lo visto había sido utilizada como almacén. Para atarme las improvisadas tablillas, tuve que arrancarme jirones de la ropa.

Estuve varios días encarcelado en aquella celda solitaria. Mejor dicho, acompañado por ratas y arañas. Me alimentaban con los restos de lo que comían los japoneses y me daban un poco de agua. Aquellos restos eran lo que, después de masticarlo, dejaban en el plato los japoneses porque les asqueaba. Pero yo no disponía de más comida que aquélla. Creo que pasé allí más de una semana, pues los tobillos rotos se me habían puesto mucho mejor.

Por fin, pasada la medianoche, abrieron violentamente la puerta y los guardias japoneses entraron alborotadamente en mi celda. Tiraron de mí, pero tuvieron que sostenerme porque aún no me aguantaban mis tobillos el peso del cuerpo. Entró un oficial y me cruzó la cara con una bofetada.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Soy oficial de las fuerzas chinas y estoy aquí como prisionero de guerra. Es cuanto tengo que decir.

—Los hombres no se dejan coger prisioneros. Los prisioneros son basura sin derechos de ninguna clase. Tienes que responderme.

No respondí. Entonces me golpearon con sus espadas, de plano, y me pegaron unos puñetazos, me dieron patadas y me escupieron. En vista de que yo seguía mudo, me acercaron los cigarrillos encendidos a la cara y al cuerpo hasta quemarme en varios sitios. Además, me ponían fósforos encendidos entre los dedos. Pero no en balde me había entrenado yo tanto. No conseguían hacerme hablar. Me mantenía silencioso, pensando en otras cosas, pues de sobra sabía que en casos como aquél lo mejor era aislarse mentalmente con suficiente intensidad. Un soldado me dio un culatazo en la espalda con su fusil, lo cual me cortó la respiración, y casi me dejó sin sentido por la violencia del golpe. El oficial volvió a acercarse a mí y me escupió en la cara. Me asestó otro fuerte golpe y dijo:

—Volveremos y entonces hablarás.

Me había caído al suelo y seguí allí, pues no tenía otro sitio donde reponerme un poco. Me concentré para recuperar energías de algún modo.

Aquella noche no volvieron a molestarme, ni vi a nadie el día siguiente, ni al otro, ni tampoco al otro. Me dejaron sin comer —ni siquiera aquella bazofia— durante tres días y cuatro noches. Sin comida, sin una gota de agua, sin ver a nadie. Parte principal de la tortura era la angustia de no saber lo que podía hacer después de aquel vacío.

Al cuarto día vino un oficial distinto y me dijo que iban a tratarme bien y cuidarme, pero que yo, en compensación, tendría que contarles cuanto supiera de los chinos, de sus fuerzas y de Chiang Kai-Shek. Me dijo que habían descubierto quién era yo. Sabían que era un noble del Tíbet —un noble de la más alta alcurnia— y ellos, los japoneses, querían sostener relaciones amistosas con el Tíbet. Pensé: «Pues la verdad es que están poniendo en práctica una forma muy peculiar de amistad». Después de hablarme, el oficial se limitó a hacerme una inclinación de cabeza y se marchó.

Durante una semana me trataron bastante bien. Me daban dos comidas al día y agua, y nada más. La comida y el agua, escasas, pero por lo menos me dejaron solo. Luego llegaron tres de ellos juntos y me dijeron que iban a interrogarme y que yo tendría que responder a sus preguntas. Les acompañaba un médico japonés que me examinó y dijo que me encontraba en malas condiciones físicas, pero lo suficientemente bien para que me sometieran a interrogatorio. El médico me miró los tobillos y dijo que era maravilloso que pudiera andar después de lo que había ocurrido. Luego se inclinó ceremoniosamente ante mí y ellos se hicieron también reverencias y salieron todos de mi celda. De nuevo se cerró bruscamente la puerta y volví a quedarme encerrado sabiendo que más tarde, aquel mismo día, tendría que sufrir un interrogatorio. Me preparé mentalmente para esta dura prueba decidido a no traicionar a los chinos, por mucho que me torturasen los japoneses.