¡Shanghai! No podía hacerme ilusiones. Sabía muy bien que Shanghai sería un sitio muy difícil para vivir. Pero el destino había decretado que yo debía ir allí; y así, Po Ku y yo hicimos nuestros preparativos. Avanzada ya la mañana bajamos juntos por la calle de las escaleras hasta los muelles y embarcamos en un buque que nos llevaría, río abajo, a Shanghai.
En nuestro camarote —que compartíamos los dos— me tendí en la litera y medité sobre mi pasado. Pensé en las primeras noticias que había tenido de Shanghai. Fue cuando mi Guía, el Lama Mingyar Dondup, me estaba enseñando los puntos claves de la clarividencia; y esto he de contarlo porque puede interesar y servir de ayuda a muchos.
Ocurrió unos cuantos años antes, cuando yo estudiaba en una de las grandes lamaserías de Lhasa. Mis compañeros de clase y yo estábamos aún sentados en el aula ansiando que llegara el momento de salir. La clase era peor que de costumbre porque el profesor, uno de los peores que teníamos, nos aburría muchísimo. Nos costaba un gran trabajo seguir sus palabras y mantenernos bien despiertos. Era uno de esos días de mucho sol y aire embriagador. Todo nos llamaba hacia el exterior para disfrutar de la buena temperatura y de la espléndida luz en vez de mustiarnos en oír lo que no nos interesaba. De pronto se produjo un alboroto. Alguien había entrado en el aula. Nosotros, que habíamos de estar con la espalda vuelta al profesor, no podíamos ver quién era y no nos atrevíamos a volvernos por si él nos estaba mirando. Se oyó un ruido de papel: «¡Ajá, conque fastidiándome la clase!». Sonó un golpe seco cuando el profesor dio con un bastón sobre un pupitre, haciendo que todos nos levantásemos de un brinco, asustados. «Lobsang Rampa, venga aquí». Me volví hacia él con gran temor e hice mis tres inclinaciones reglamentarias. ¿Qué habría hecho yo? ¿Acaso me había visto el Abad cuando arrojé piedrecillas a aquellos lamas que nos visitaron? ¿Acaso habría…? Pero la voz del profesor me tranquilizó en seguida: «Lobsang Rampa, el honorable Lama Superior, su Guía Mingyar Dondup, requiere su presencia inmediatamente. Vaya y préstele más atención de la que me concede usted a mí». Salí a toda prisa.
Me apresuré por los pasillos y las escaleras, torcí a la derecha y llegué a las habitaciones de los lamas. «Por aquí tengo que andar con suavidad, sin armar ruido —pensé—. Es allí, la séptima puerta a la izquierda». Cuando levantaba la mano para llamar, dijo una voz: «Pase», y entré. «Tu clarividencia nunca falla cuando hay comida. Has llegado a tiempo, pues tengo té y nueces». El Lama Mingyar Dondup no me esperaba tan pronto, pero me acogía del modo más cordial. Tomamos el té y charlamos. «Quiero que estudies la contemplación del cristal con los varios tipos de dispositivos que existen. Tienes que acostumbrarte a todos ellos».
Después del té me llevó a los almacenes. Allí se guardaban dispositivos de todas clases: plaquitas, tarjetas de Tarot, espejos negros y una asombrosa variedad de objetos que servían para la adivinación. Mi Guía me los fue enseñando y explicándome su uso. Luego, volviéndose hacia mí, dijo: «Elige un cristal que te parezca en armonía contigo. Antes míralos todos, y elige bien». Desde el principio me atrajo una bellísima esfera, de auténtico cristal de roca sin una mácula y de tal tamaño que se necesitaban las dos manos para poderla sostener. Inmediatamente me dirigí hacia ella y dije: «Ésta es la que quiero». Mi Guía se rió. «Has elegido la más antigua y más valiosa. Si sabes utilizarla, puedes quedarte con ella». Aquel cristal, que aún conservo, se encontró en uno de los túneles muy por debajo del Potala. En aquellos días de pocas luces, la habían llamado «La bola mágica» y la entregaron a los lamas médicos de la Montaña de Hierro, pues se pensaba que estaba relacionada con la Medicina.
Más adelante, en este mismo capítulo, trataré de las esferas de cristal, espejos negros y globos de agua, pero ahora puede ser interesante describir cómo nos preparábamos para usar las bolas de cristal, cómo nos entrenábamos para identificarnos con ese objeto. Es evidente que si una persona es saludable y perfectamente dotada física y mentalmente, su vista será excelente. Lo mismo ocurre con la vista del Tercer Ojo. Hay que estar en perfectas condiciones y para ello nos preparábamos antes de intentar el uso de estos objetos. Yo había elegido, pues, mi cristal, y ahora lo observaba intensamente. Sujeto entre mis dos manos, tenía el aspecto de un globo pesado que reflejaba, cabeza abajo, una imagen de la ventana con un pájaro posado en el alféizar. Mirando con mayor atención pude ver el reflejo del Lama Mingyar Dondup y, también, mi propio reflejo. «Lo estás mirando, Lobsang, y no es ésa la manera de usarlo. Tápalo y espera hasta que aprendas».
A la mañana siguiente tuve que tomar, en mi desayuno, unas hierbas que me purificasen la sangre y aclarasen la cabeza, unas hierbas que servían para poner a tono, en general, la constitución del individuo. Había que tomarlas mañana y noche durante dos semanas. Todas las tardes tenía que descansar una hora y media con los ojos y la parte superior de la cabeza tapados con un grueso paño negro. A la vez, debía practicar una respiración con determinado ritmo. Durante ese tiempo era imprescindible que cuidase mucho de mi limpieza personal.
Pasadas las dos semanas, fui de nuevo a ver al Lama Mingyar Dondup. «Vamos a aquella habitación de arriba, bajo el tejado, pues allí estaremos tranquilos —dijo—. Hasta que estés más acostumbrado, necesitarás una absoluta calma». Subimos las escaleras y salimos a la terraza llana. A un lado estaba la casita donde el Dalai Lama recibía cuando venía a Chapkori para la Bendición Anual de los Monjes. Ahora íbamos a utilizarla nosotros. Iba a utilizarlo y esto era un gran honor para mí, pues no se permitía la entrada allí más que al Abad y al Lama Mingyar Dondup. Una vez dentro, nos sentamos en cojines en el suelo. Detrás de nosotros había una ventana por la cual se veían las montañas que hacían de guardianas de nuestro agradable valle. También se veía desde allí el Potala, pero esa vista era demasiado familiar para todos nosotros y no podía impresionarnos. Lo que yo quería ver era lo que había en el cristal. «Ven aquí, Lobsang. Mira el cristal y dime cuándo desaparecen todos los reflejos. Tenemos que excluir todos los puntos de luz de la visión ordinaria. No son ellos los que deseamos ver». En efecto, eso es lo principal que debemos recordar: hay que excluir toda luz que pueda causar reflejos. Los reflejos sólo contribuyen a distraer la atención. Nuestro sistema era sentarnos dando la espalda a una ventana situada al norte y correr una cortina bastante tupida sobre la ventana, lo suficiente para obtener una penumbra. Sin recibir luz directa, la bola de cristal que yo sostenía en mis manos, aparecía como muerta, inerte. En su superficie no había reflejo alguno.
Mi Guía estaba sentado junto a mí. «Limpia el cristal con este paño húmedo —me dijo—, sécalo, y luego levántalo con este trapo negro. No lo toques aún con las manos».
Seguí sus instrucciones al pie de la letra; limpié cuidadosamente la esfera, la sequé y la levanté cogiéndola con el trapo negro que estaba doblado en forma cuadrada. Crucé las manos, con las palmas hacia arriba, bajo la bola de cristal, que así quedaba sostenida por la palma de la mano izquierda. «Ahora, mira en la esfera, no a ella. Mira al mismísimo centro de la bola y luego deja que tu visión se “vacíe”. No trates de ver nada sino sólo que tu mente se quede en blanco». Eso no era difícil para mí. Algunos de mis profesores creían que mi mente estaba todo el tiempo en blanco.
Contemplé la bola de cristal. Mis pensamientos vagaban. De pronto, me pareció que la esfera que sostenía en mis manos crecía, y tuve la sensación de que iba a caerme dentro de ella. Esto me produjo un sobresalto y la impresión se desvaneció. De nuevo me hallaba sosteniendo, simplemente, una bola de cristal en mis manos. «¡Lobsang! —Exclamó mi Guía—, ¿por qué has olvidado lo que te he dicho? Estabas a punto de ver y tu sobresalto de sorpresa ha roto el hilo. Hoy no verás ya nada».
Hay que fijar la mirada en el interior de la bola y mantener nuestro foco mental en una parte interior de ella. Entonces se experimenta una sensación muy peculiar, algo así como si uno estuviera a punto de saltar al interior de otro mundo. Cualquier reacción de temor o de sorpresa en ese momento puede estropearlo todo. Lo único que se puede hacer en tal caso (desde luego, mientras se está aprendiendo) es dejar a un lado la bola de cristal y renunciar a ver algo hasta que se haya dormido bien esa noche.
Al día siguiente probamos de nuevo. Me senté como la vez anterior, dando la espalda a la ventana y procuré que desaparecieran todos los rayos de luz perturbadores. Normalmente me habría sentado en actitud meditativa, la que llamamos del loto, pero a causa de una herida que había tenido yo en una pierna no era esa actitud la más cómoda. Ya es sabido que la posición tranquila y confortable es esencial. Por eso es mejor sentarse de cualquier modo, aunque sea incorrecto, con tal de que sea una postura cómoda para uno. Nuestra norma era tener siempre en cuenta que cualquier incomodidad podría distraer la atención.
Yo tenía la atención inmóvil en el interior de la bola. A mi lado, el Lama Mingyar Dondup permanecía también sentado, erguido e inmóvil como tallado en piedra. ¿Qué vería yo? Sólo en eso pensaba. ¿Sería lo mismo que cuando por primera vez vi una aura? El cristal parecía apagado, inerte, incapaz de dar imagen alguna. Pensé: «Jamás veré nada de eso». Estaba ya oscureciendo fuera, de modo que no había temor de que se produjeran con la intensidad del sol cambios de sombras como cuando en el exterior se oculta el sol tras las nubes y luego se descubre iluminándolo todo con gran fuerza. No había sombras ni puntos luminosos sin que hubiese tampoco una oscuridad total. Una suave penumbra llenaba toda la habitación y, con el paño negro que aislaba mis manos de la esfera, no se producían en la superficie de ésta reflejos de ninguna clase. Y en cuanto a mí, tenía que fijar toda mi atención en el interior de la esfera.
De pronto, el cristal pareció cobrar vida. En el centro de la bola apareció como una rendija blanca que se fue extendiendo como humo blanco en un remolino. Luego parecía ya que un ciclón barría el interior de la bola, un huracán silencioso. El humo se hacía más denso y más liviano, por turno, hasta que se extendió por todo el globo en una película, por igual. Era como una cortina cuya finalidad fuese impedirme ver lo que pasaba dentro. Procuré esforzar mi mente para hacerla atravesar la barrera. La bola parecía irse hinchando y yo tenía la horrible sensación de caerme dentro de un abismo, de un vacío sin fondo. Precisamente en ese momento sonó en algún sitio el estrépito de una trompeta y la cortina blanca se convirtió en una tormenta de nieve que se derretía como por el calor del sol de mediodía.
«Has estado muy cerca, Lobsang, verdaderamente cerca», me animó mi Guía. «Sí —le dije—. Es seguro que habría visto algo si aquella trompeta no hubiese sonado. Me sacó de situación». «¿Una trompeta? —se extrañó el Lama Mingyar Dondup—. Entonces has avanzado más de lo que yo había creído. Ese trompetazo fue tu subconsciente que te advertía de que la clarividencia y la contemplación del cristal son tan sólo para una reducidísima minoría. Para poquísimos. Mañana adelantaremos más».
En la tercera tarde, mi Guía y yo volvimos a sentarnos juntos. De nuevo me recordó todas las reglas. En aquella tercera tarde tuve mejor éxito. Me senté con la esfera levemente sostenida y concentrado sobre algún punto invisible de su oscuro interior. El torbellino de humo blanco apareció casi en seguida y pronto se convirtió, como el día anterior, en una cubierta de humo que ocultaba todo el interior de la bola. Mi mente operaba sin cesar, pensando: «Voy a traspasarla, voy a traspasarla. ¡Ahora!». De nuevo se produjo la horrible impresión de la caída en un abismo sin fondo. Pero esta vez estaba preparado. Caí desde una inmensa altura, a plomo, hacia el mundo cubierto de humo y que crecía con asombrosa rapidez. Sólo un férreo aprendizaje me impidió gritar de pánico al acercarme a una tremenda velocidad a la superficie blanca… y logré atravesarla sin causarme daño alguno.
Dentro, relucía el sol. Miré en torno a mí con verdadero asombro. Seguramente me había muerto, pues nunca había estado en aquel sitio. ¡Qué lugar tan extraño! Agua, mucha agua oscura extendida ante mí hasta donde alcanzaba mi vista. Más agua de lo que yo pudiera haber imaginado que existía. A una cierta distancia, un enorme monstruo, como un enorme pez, salía a la superficie del agua. En medio de él, algo así como una pipa negra enviaba hacia arriba lo que parecía una columna de humo que el viento echaba hacia un lado. Con gran estupefacción, ¡vi que unas figuritas se movían por encima del gran pez! Aquello era demasiado para mí. Me volví como para salir huyendo, pero me inmovilicé, petrificado. Estaba viendo enormes casas de piedra, de muchos pisos de altura. Exactamente enfrente de mí, un chino corría muy rápido tirando de un aparato con dos ruedas y encima de éste iba una mujer. «Debe de ser una inválida —pensé—, y por eso tienen que llevarla con ruedas». Y luego vi que avanzaba hacia mí un lama tibetano. Contuve la respiración: aquel hombre era exactamente como el Lama Mingyar Dondup muchos años más joven. Se dirigía en línea recta hacia mí, pasó a través de mí y el pánico me hizo dar un salto. «¡Oh! —gemí—, ¡estoy ciego!». Todo estaba completamente oscuro y no podía ver absolutamente nada. «Muy bien, Lobsang, esto va muy bien —me dijo mi Guía—. Vamos a descorrer las cortinas». Así lo hizo y la habitación se inundó de la pálida luz del atardecer.
«Desde luego —añadió—, posees grandes dotes de clarividencia, Lobsang. Sólo necesitas una buena dirección. Sin darme cuenta, toqué el cristal y, por tus observaciones, me figuro que has visto la impresión de cuando fui a Shanghai hace muchos años y casi me desmayé al ver por primera vez un rickba y un vapor. Sí, has adelantado mucho». Yo no salía aún de mi estupefacción y seguía viviendo en el pasado. Qué cosas más terribles e inconcebibles había fuera del Tíbet. Peces domesticados que lanzaban humo y sobre los que podía uno montarse; hombres que transportaban mujeres… Me asustaba pensar en todo aquello y, sobre todo, en que algún día tendría yo también que conocer aquel mundo asombrosamente raro.
«Ahora has de sumergir la bola de cristal en el agua para borrar de ella la impresión que ya has visto. Deja que repose en el fondo de un gran recipiente y ponle en el fondo un paño para que el cristal dé sobre él. Luego la secarás con otro paño. Ten cuidado de que tus manos no la toquen todavía».
Éstas fueron sus nuevas instrucciones. Y, efectivamente, es muy importante recordar eso cuando se usa una bola de cristal. Después de cada lectura, es imprescindible desmagnetizarla. El cristal se imanta por la persona que lo sostiene, de un modo muy semejante a lo que le sucede a un pedazo de hierro que ha estado en contacto con un imán. Con el hierro suele bastar darle unos golpes para que pierda ese magnetismo adquirido, pero el cristal debe ser sumergido en el agua. Si no se toma esta precaución después de cada experiencia, los resultados serán cada vez más confusos. Las «emanaciones áuricas» de las diversas personas que han desfilado en sucesivas lecturas, se van acumulando y llegará un momento en que daremos una lectura completamente errónea. Ninguna bola de cristal ha de ser manejada por una persona distinta a su dueño a no ser con la finalidad de «imantarla» para una lectura determinada. Mientras más es manoseada una bola de cristal por otras personas, menos responde en manos del dueño. Nos enseñaban que después de varias lecturas realizadas el mismo día, debíamos llevarnos el cristal con nosotros a la cama para que se magnetizase de nuevo con nuestra proximidad. El mismo resultado se lograría llevando con nosotros la bola durante el día, ¡pero pareceríamos ridículos andando todo el día con ella!
Mientras no se usa, el cristal debe estar cubierto con un paño negro. Nunca se dejará que le dé la luz fuerte del sol, ya que entonces se inutilizará para fines esotéricos. Tampoco se debe consentir que una esfera de cristal sea manejada por una persona que sólo busque con ella satisfacer su vanidad de «creador de emociones fuertes». En esta prohibición hay un motivo serio. Como quiera que el buscador de emociones raras sólo se propone un entretenimiento barato y que le haga ser admirado, perjudica en gran medida el aura de cristal. Es como si damos a un niño una cámara de gran calidad o un reloj de precisión para que juegue con ellos y satisfaga su curiosidad o su deseo de aparecer como una persona mayor.
Muchas personas podrían usar una bola de cristal si se tomasen la molestia de buscar el tipo de cristal que les corresponde. Cuando la vista nos falla, nos preocupamos por conseguir que los cristales que nos ponen en las gafas sean exactamente los que nos convienen. En los cristales de que ahora estamos hablando, esa educación es de igual importancia.
Algunas personas pueden ver mejor con una bola de cristal de roca y otras con vidrio. El cristal de roca es el más poderoso para estos fines. Contaré aquí, a este propósito; una breve historia mía que se conserva escrita en Chapkori.
Hace millones de años, los volcanes arrojaron llamas y lava. En las profundidades de la tierra, varios tipos de arena se habían mezclado a causa de la sacudidas de los terremotos, y el calor volcánico las había fundido en una especie de vidrio. Los terremotos rompieron este vidrio en muchos pedazos y lo esparcieron por las faldas de todas aquellas montañas. La lava, solidificada, lo cubrió en gran parte.
Con el tiempo, los desprendimientos de rocas dejaron al descubierto parte de este vidrio natural, al que se llamó «cristal de roca». Uno de aquellos trozos fue descubierto en los comienzos de la humanidad por los sacerdotes de una tribu. En aquellos tiempos primitivos, los sacerdotes poseían poderes ocultos para predecir y relatar la historia de un objeto por psicometría. Uno de ellos debió de haber tocado un fragmento determinado de cristal y haberle impresionado lo bastante como para llevárselo a su casa. En aquella masa informe de cristal, muy posiblemente, el sacerdote obtendría unas impresiones clarividentes. Y entonces, ayudado por otros, tallaría el pedazo de cristal hasta darle forma esférica porque esta forma era la más conveniente para manejarla. Esa bola, de generación en generación, fue pasando de sacerdote a sacerdote a lo largo de muchos siglos, y cada nuevo sacerdote heredaría la tarea de pulimentar un poco más el duro material. Lentamente se fue haciendo más redondo y más claro. Durante toda una época esa esfera fue adorada como el Ojo de Dios. En la Edad de la Ilustración, era ya un instrumento mediante el cual se podía invocar la Conciencia Cósmica. Ahora, reducida ya, sólo de unos diez centímetros de diámetro y clara como el agua, fue empaquetada cuidadosamente y escondida en un cofre de piedra en el interior de un túnel, muy por debajo del Potala.
Siglos más tarde fue descubierta por unos monjes exploradores y se descifró la inscripción que figuraba en el cofre de piedra: «Ésta es la Sabiduría del Futuro —decía—, pueden ver el pasado y conocer el futuro. Se hallaba bajo la custodia del Gran Sacerdote del Templo de la Medicina». Por eso, la bola de cristal fue llevada a Chapkori, que en nuestros días es el Templo de la Medicina. Y allí se conservó por una persona que pudiese leer en ella. Yo era esa persona y para mí había sido conservada.
El cristal de roca de este tamaño es raro, especialmente cuando no tiene mancha ni defecto alguno. No todos pueden usar ese cristal. Puede resultar demasiado fuerte y tender a dominar al que lo utiliza. Se pueden conseguir esferas de vidrio que sirven para lograr la necesaria experiencia preliminar. El tamaño no importa en absoluto. Algunos monjes llevan una diminuta esquirla de cristal engarzada en un anillo grande. Lo importante es que en el cristal no haya defectos o que, si tiene una pequeña imperfección, no se note con poca luz. Las bolas pequeñas, sean de cristal de roca o de vidrio, tienen la ventaja del poco peso y eso es muy importante cuando se quiere abarcar la esfera. Si alguien desea adquirir una bola de cristal para estos fines, lo mejor será que ponga un anuncio en una de esas revistas «psíquicas». En cambio, los objetos de ese género que se ofrecen a la venta en algunas tiendas, son más propios para magos de teatro que para personas con una intención seria. Por lo general, tienen defectos que sólo descubre uno cuando ya está en casa. Si realiza usted una de estas compras, lo mejor será que lo haga con la condición de examinarla en casa y de devolverla si no le gusta. Entonces, en cuanto la desempaquete usted, lávela bajo un grifo. Séquela cuidadosamente y luego sosténgala con un paño negro y examínela. ¿Por qué? Pues la ventaja de lavarla es hacer desaparecer de ella las huellas dactilares que pueda tener; y el ponerla sobre un paño negro al levantarla, es para asegurarse de que las huellas dactilares de usted mismo no le despistan.
Por supuesto, no debe usted esperar que le bastará sentarse, mirar la bola de cristal y que va a empezar inmediatamente a ver cuadros en movimiento o inmóviles. Tampoco sería justo que culpase a la bola del fracaso de usted. La bola de cristal no es más que un instrumento y no se le ocurriría a usted echar la culpa a un telescopio de su fracaso en astronomía si estaba usted mirando por el «otro» extremo.
Hay gente que no puede usar la bola de cristal. Antes de renunciar por completo a ejercitar su clarividencia, esas personas deben probar con un «espejo negro». Esto se puede lograr muy barato por el sencillo procedimiento de procurarse el vidrio de un faro en alguna tienda de accesorios automovilísticos. El vidrio ha de ser cóncavo y totalmente suave y liso. No servirán los vidrios granujientos de faros de automóvil; tienen que ser lisos. Una vez conseguido el vidrio adecuado, hágase pasar la superficie exterior curvada por encima de la llama de una vela. Moverlo de manera que se forme una capa superficie de hollín en la superficie exterior del vidrio. Esta capa suficiente ha de ser «fijada» luego con alguna laca celulosa como la usada para evitar que se deslustre el latón.
Dispuesto ya el «espejo negro», proceda usted lo mismo que se hace con la bola de cristal. En este mismo capítulo se hablará después de los diferentes tipos de «cristal». Con el espejo negro… se mira a la superficie interior poniendo buen cuidado de eliminar todos los reflejos.
Otro tipo de espejo negro es el que nosotros llamamos «cero». Es igual que el espejo antes descrito, pero el hollín queda por dentro de la curva. Una gran desventaja de este procedimiento es que no se puede «fijar» el hollín, pues al hacerlo se produciría una superficie brillante. Este espejo puede ser de mayor utilidad para los que tienden a distraerse con los reflejos.
Hay gente que utiliza un recipiente con agua y miran dentro. El recipiente ha de ser muy claro y sin dibujo ni adornos de ninguna clase. Colóquese un paño negro debajo y, en efecto, se convierte para todos los efectos en una bola de cristal. En el Tíbet tenemos un lago situado de tal modo que podemos «ver» dentro de él y, en cambio, llega uno a no ver en absoluto el agua. Es un lago famoso y lo usan los Oráculos del Estado para algunas de sus predicciones más importantes. Lo llamamos Chó-Kor Gyal-ki Namtso (o sea el Lago Celestial de la Victoriosa Rueda de la Religión) y está en un lugar conocido por Tak-po, a unos ciento sesenta kilómetros de Lhasa. El distrito que lo rodea es montañoso y el lago está rodeado por elevadas cumbres. El agua suele tener normalmente un color muy azul, pero a veces, mientras se mira en su interior desde ciertos puntos de observación más convenientes, el azul se va convirtiendo en un blanco que se agita como un torbellino, como si hubieran echado en el agua cal de blanquear. Se revuelve el agua y se llena de espuma. Y entonces, de repente, se abre en el centro del lago un boquete negro, mientras que por encima de él se van formando densas nubes blancas. En el espacio entre el boquete negro y las nubes blancas, se pueden ver imágenes del futuro.
A este lugar, por lo menos una vez en su vida, acude el Dalai Lama. Se aloja en un pabellón cercano y mira al lago. En él ve acontecimientos importantes para él y, lo que no es menos importante, la fecha y las circunstancias en que ha de abandonar esta vida. ¡Nunca se ha equivocado el lago!
No todos podemos ir a este lago, pero la mayoría podemos usar un cristal si tenemos un poco de paciencia y de fe. Daré aquí un método para los lectores occidentales. Emplearé la palabra «cristal» para abarcar las bolas de cristal de roca o de vidrio corriente, los espejos negros y la «bola» de agua. Así será más fácil.
Durante unas semanas, dedique usted una especial atención a su salud. Procure evitar en esa semana (lo más posible en este mundo tan poco propicio a la tranquilidad) toda clase de preocupaciones e irritación. Coma sobriamente y prescinda de salsas y alimentos fritos. Maneje el cristal lo más posible sin intentar en absoluto «ver» en él. Esto transferirá al cristal algo de su magnetismo personal y le familiarizará con él. No olvide de cubrir el cristal siempre que no lo esté usted manejando. Si puede, manténgalo en una caja que pueda cerrarse con llave. Esto evitará que otras personas jueguen con él en ausencia de usted. Como ya sabe, por lo que ha leído aquí, hay que evitar que le dé directamente la luz del sol.
Después de los siete días, llévese el cristal a una habitación tranquila donde, si es posible, dé luz norte. El tiempo mejor es a última hora de la tarde, pues entonces no hay luz directa del sol que pueda alterarse con el paso de las nubes.
Siéntese —en cualquier postura que le resulte cómoda— dando la espalda a la luz. Sostenga el cristal con las manos y fíjese bien si queda algún reflejo en su superficie. Éstos deben ser eliminados cubriendo bien las ventanas con cortinas o cambiando usted de posición.
Cuando esté satisfecho en ese aspecto, ponga el cristal en contacto con el centro de su frente durante unos cuantos segundos y retírelo luego lentamente. Manténgalo en sus manos en forma de copa y puede usted reposar el reverso de ellas sobre su regazo. Contemple ociosamente la superficie del cristal, sin prisa, ni un deseo concreto, y luego mueva su visión hacia el centro del cristal a lo que imagine usted como una zona de absoluto vacío. Deje que se forme cualquier emoción fuerte. Basta con diez minutos para la primera noche. Vaya aumentando el tiempo poco a poco, hasta que al final de la primera semana pueda usted hacerlo durante media hora.
A la semana siguiente, haga que se le forme el vacío mental lo antes que pueda. Mire a la nada dentro del cristal. Irá usted notando que las líneas de éste tiemblan y tienden a desaparecer. Seguramente, toda la esfera irá creciendo y tal vez sienta usted la sensación de caerse hacia adelante. Esto es lo que debe conseguirse. No se sobresalte por el asombro que esta impresión le produzca, pues, si lo hace, no podrá usted ver ya nada el resto de la tarde. La persona corriente que logra «ver» por primera vez, experimenta una sacudida de emoción muy semejante al brinco que solemos dar a veces cuando vamos a caernos en el sueño.
Con un poco más de práctica, se dará cuenta de que el cristal parece cada vez mayor. Una tarde descubrirá usted, a fuerza de mirarlo en su interior, que está luminoso y lleno de humo blanco. Este humo se irá desvaneciendo —con tal de que no se sobresalte usted— y habrá logrado su primera visión del pasado. (Al principio, generalmente, lo que se ve siempre es el pasado). Se tratará de algo relacionado con usted mismo, ya que sólo usted ha tocado la esfera. Siga en esa línea viendo sólo sus propios asuntos. Cuando ya, con más práctica, pueda usted dirigir a voluntad su «visión», diríjala hacia lo que desee conocer. El mejor método es que se diga usted a sí mismo con toda firmeza y en voz alta: «Voy a ver esto o aquello esta noche». Si cree usted en ello, verá lo que desee. En efecto, así es de sencillo.
Para conocer el futuro tendrá usted que preparar sus datos. Reúna todos aquéllos de que disponga sobre un tema determinado y comuníqueselos a sí mismo. Luego «pregunte» al cristal y dígase con absoluta convicción que va a ver lo que desea conocer.
Al llegar aquí, es imprescindible una advertencia. No se puede usar el cristal para una ganancia personal, para prever el resultado de las carreras ni para causar daño a otra persona. Existe una poderosa ley oculta que hará que todo se retire de su cabeza en cuanto trate de explotar el cristal para sus fines ambiciosos y egoístas. Esta ley es tan inexorable como el propio tiempo.
Suponemos que ya ha logrado usted obtener sobrada práctica para ver sus propios asuntos. ¿Quiere usted ahora conocer los de, otra persona? Sumerja el cristal en algún recipiente de agua y séquelo luego sin tocar la superficie con sus manos. Después páselo a la otra persona. Diga: «Cójalo con sus dos manos y piense en lo que desea usted saber. Luego, devuélvamelo». Naturalmente, habrá advertido usted ya a esa persona que no le hable ni distraiga.
Es aconsejable, sin embargo, intentar primero la experiencia con algún amigo íntimo, ya que los desconocidos resultan con frecuencia desconcertantes cuando está uno empezando.
Cuando esa persona le devuelva el cristal, lo tomará usted en sus manos directamente o bien con el paño negro, pues lo mismo da, ya que por el tiempo que ha llevado usted tocándolo, estará su cristal «personalizado». Instálese cómodamente, eleve el cristal hasta ponerlo en contacto con su frente unos instantes y luego deje reposar sus manos apoyando su reverso en el regazo de manera que pueda sostener el cristal sin el más mínimo esfuerzo. Mire dentro de él y haga que se le forme el vacío en la mente, lo más completo que pueda usted, pero al principio puede resultarle difícil la experiencia si le queda alguna conciencia de sí mismo.
Si ha cumplido usted con todas las reglas y se ha preparado como he dicho, observará una de estas tres cosas: verdaderas imágenes, símbolos e impresiones. Las imágenes verdaderas deben ser el objetivo que usted se proponga. Para ello el cristal se nubla y luego esas nubes o humo se dispersan para mostrarle imágenes auténticas y vivas de lo que usted desea saber. En tal caso, no se necesita ninguna habilidad interpretativa. Lo que se desea saber está allí a la vista.
Algunas personas no pueden ver auténticas imágenes; ven símbolos. Por ejemplo, quizá vean una fila de X, o una mano. O tal vez una daga, o molino. Pronto aprenderá usted a interpretar esos símbolos si es usted de los que no ven imágenes verdaderas.
Una tercera posibilidad son las impresiones. En este caso no se ve nada concreto sino nubes y alguna luminiscencia; pero como tenemos el cristal en nuestras manos, sentiremos u oiremos impresiones concretas. Es imprescindible evitar los prejuicios y posiciones muy personales sobre el asunto observado, de manera que los sentimientos personales sobre determinado caso puedan más que la actividad informadora del cristal.
El auténtico Vidente nunca le dirá a una persona la fecha de su muerte, ni siquiera la probabilidad de que muera pronto. Usted lo sabrá, pero nunca debe decirlo. Ni advertirá usted a nadie que se le acerca una enfermedad. Se limitará a decirle: «Convendría que tuviese usted algo más de cuidado con su salud hacia (tal fecha)». Y tampoco debe decir: «Sí, su esposo está ahora con una muchacha que…». Si usa usted el cristal correctamente, sabrá que, efectivamente, ese hombre ha salido, pero ¿no estará ocupándose de un negocio? ¿No será ella una pariente? Nunca, nunca, diga algo que pueda contribuir a que un hogar se deshaga o que cause la desgracia de alguien. Eso sería abusar del cristal. Empléelo sólo para el bien y, a cambio de ello, recibirá usted el bien. Por otra parte, si no logra usted ver nada, dígalo con toda sinceridad y la persona que le consulta le respetará y no perderá la fe en usted. No creerá que pretende usted engañarla. Podría usted, dejándose llevar por la imaginación, «inventar» algo o quizá esté usted diciendo algo que su consultante SABE que no es cierto. Entonces perderá usted su prestigio y buena reputación y, además, aportará un poco de descrédito sobre las ciencias ocultas.
Después de haber informado detalladamente a su consultante sobre lo que usted ha visto en el cristal, envuelva éste con todo cuidado y déjelo a un lado. Luego, cuando se haya marchado esa persona, métalo usted en agua, séquelo después y téngalo un rato entre sus manos para «re-personalizarlo» con su propio magnetismo. Mientras más maneje usted el cristal, mejor será. Procure no arañarlo y, cuando haya terminado usted, guárdelo envuelto en el paño negro. Si puede, déjelo dentro de una caja que pueda cerrarse con llave. Los gatos pueden causar mucho perjuicio, pues algunos, fascinados por el cristal, se ponen a contemplarlo fijamente durante mucho tiempo. Y cuando tenga usted que usar la bola de cristal la vez siguiente, supongo que no querrá ver la historia de la vida y las ambiciones del gato. Aunque esto PUEDE hacerse, efectivamente. En el Tíbet, en algunas de las lamaserías «ocultas», se interroga a un gato por medio del cristal cuando termina su servicio como guardián de las joyas. De ese modo saben los monjes si ha habido algún intento de robo.
Se aconseja con insistencia que antes de emprender ningún entrenamiento en la clarividencia por medio del cristal, se pregunte uno seriamente cuáles son sus motivos secretos. El ocultismo es un arma de dos filos y los que «juegan» a él por ociosa curiosidad son a veces castigados con trastornos mentales o nerviosos. Gracias a él, puede usted experimentar el placer de ayudar a los demás, pero también conocerá cosas horribles e imposibles de olvidar. Por eso, a no ser que esté usted absolutamente seguro de los motivos, que le impulsan, no deberá realizar estas pruebas de clarividencia.
Una vez que se ha decidido usted por un determinado cristal, no lo cambie. Convierta en un hábito tocarlo cada día o, por lo menos, un día sí y otro no. Los antiguos sarracenos nunca enseñaban una espada, ni siquiera a un amigo, si no era para verter sangre. Si por alguna razón se veían obligados a enseñar el arma, se pinchaban en seguida un dedo para «derramar sangre». Lo mismo sucede con el cristal: si lo enseña usted a alguien, LEA en él aunque sólo sea para algún asunto personal de usted mismo. Lea en él, aunque no es preciso que diga usted a nadie lo que está haciendo ni lo que ve. Esto no es superstición, sino una manera segura de entrenarse para que cuando el cristal esté descubierto pueda usted «ver» automáticamente, sin preparación e incluso sin pensar en ello.