Capítulo quinto

El viejo Tsong-tai había muerto, acurrucado como si estuviera dormido. Su fallecimiento nos había afectado mucho. La nave del hospital rebosaba de un silencio compasivo y profundo. Conocíamos la muerte, nos enfrentábamos con ella y con el dolor todo el día y a veces también la noche entera. Pero era Tsong-tai quien había muerto.

Contemplé su arrugado rostro marrón, con la piel estirada como el pergamino en un marco, como la cuerda tirante de una cometa que pretendiese escaparse y que vibraba en el tiempo. El viejo Tsong-tai era un anciano muy agradable y simpático. Miraba yo su rostro seco, su noble cabeza y los escasos cabellos blancos de su barba. Había sido en sus buenos tiempos un alto oficial en el Palacio de los Emperadores en Pekín. Luego había llegado la revolución y el buen viejo había tenido que sufrir las penalidades de la guerra y de las luchas civiles. Logró llegar a Chungking, donde se había hecho jardinero para vender sus flores y plantas en el mercado. Había tenido que empezar de nuevo desde el primer escalón ganándose la vida a fuerza de rascar el duro suelo. Era un hombre muy educado y culto y era una delicia hablar con él. Ahora se había callado para siempre. Inútilmente habíamos hecho cuanto podíamos para tratar de salvarlo.

La dura vida que llevara había sido demasiado para su capacidad de resistencia. Un día estaba trabajando en su huerta cuando cayó inconsciente. Estuvo cuatro horas tendido allí sin poder moverse, incapaz de pedir socorro. Por fin lo encontraron y acudieron a nosotros, pero ya era demasiado tarde. Llevamos al viejo al hospital y yo le atendí muy especialmente porque era muy amigo mío. Ahora ya nada podíamos hacer excepto lograr que tuviera el tipo de entierro que a él le habría gustado y procurar que su anciana esposa no pasara necesidad.

Cerré amorosamente sus ojos, aquellos ojos que ya no me mirarían irónicos y maliciosos cuando yo le asaeteaba con preguntas. Me aseguré de que el vendaje estaba tirante en su mandíbula para que no se le abriera la boca, aquella boca que me había estimulado tanto en sus consejos y enseñado tanto de la historia y el idioma de China. Me había acostumbrado a visitar al viejo por las tardes llevándole pequeños obsequios y a hablar con él de hombre a hombre. Extendí la sábana sobre su cuerpo tapándolo por completo. Ya era tarde, pues hacía tiempo que había pasado la hora en que yo debía haberme marchado. Llevaba de servicio más de diecisiete horas tratando en vano de curarlo.

Me encaminé colina arriba, más allá de las tiendas tan brillantemente iluminadas, pues ya se había hecho de noche. Dejé atrás la última de las casas. El cielo estaba cubierto de nubes muy oscuras. Allá abajo, en el puerto fluvial, el agua estaba agitada y golpeaba los muelles. Los barcos se balanceaban y tiraban de sus maromas.

El viento gemía y suspiraba por entre los pinos mientras yo caminaba por la carretera hacia la lamasería. Sentía escalofríos. Me oprimía un espantoso temor. No podía quitarme de la mente la idea de la muerte. ¿Por qué tenía la gente que morirse de un modo tan doloroso? Las nubes se movían rápidamente como personas ocupadas en sus asuntos y oscurecían la cara de la luna, dejando de vez en cuando pasar algunos rayos de luz que iluminaban débilmente los árboles. Luego las nubes se arracimaban de nuevo, desaparecía toda luz lunar y el paisaje quedaba como borrado y producía una sensación ominosa. Temblé.

Al avanzar por la carretera, mis pasos resonaban con oquedad en el silencio produciendo una especie de eco como si alguien me fuera siguiendo de cerca. Me encontraba muy inquieto y de nuevo empecé a temblar y me apreté la túnica sobre el cuerpo como para darme una cierta seguridad. «Debo de estar malo —me dije—. Me siento muy raro, pero no sé qué puede ser». Precisamente entonces llegué a la entrada de la vereda que, avanzando por entre los árboles, subía por la colina donde estaba la lamasería. Me volví a la derecha, apartándome del camino principal. Durante unos momentos seguí andando hasta un pequeño calvero a un lado del camino, donde un árbol caído había arrastrado a otros más pequeños. Uno quedaba tendido sobre el suelo y los otros formaban ángulos extraños. «Me conviene sentarme un momento a reposar —pensé—. No sé qué me ha sucedido». Y busqué un sitio apropiado sobre uno de los troncos derribados. Me senté apretándome la ropa sobre las piernas para protegerme contra el helado viento de la noche. Era un ambiente tétrico. Todos los pequeños ruidos de la noche se me hacían agudamente perceptibles: extrañísimos temblores, chillidos y roces muy raros. Precisamente entonces se separaron las nubes encima de mí y un brillante rayo de luz iluminó el claro del bosquecillo como si fuera de día. Me produjo una sobrecogedora impresión aquella luz tan clara como la del Sol y que sin embargo no podía ser sino de la Luna. Me estremecí y en seguida me puse en pie alarmadísimo. Un hombre se acercaba por entre los árboles al otro lado del calvero. Lo miré con absoluta incredulidad. Era un lama tibetano, un lama que se me acercaba mientras le brotaba del pecho la sangre manchándole toda la túnica. Sus manos también chorreaban sangre. Anduvo hacia mí; yo retrocedí y estuve casi a punto de hundirme en el hoyo de un árbol. Me senté aterrorizado sobre un tronco.

—Lobsang, Lobsang, ¿tienes miedo de mí? —exclamó una voz que me era muy conocida.

Me levanté, me froté los ojos y luego me precipité hacia aquella figura.

—¡Detente! —exclamó—. No puedes tocarme. He venido a despedirme de ti, pues en este día he terminado mi estancia en la Tierra y estoy a punto de marcharme. ¿Quieres que nos sentemos y hablemos?

Me volví, abatido con el corazón encogido por el dolor, y me senté de nuevo en el árbol caído. Las nubes seguían su danza, las hojas de los árboles vibraban con el viento, y un pájaro nocturno pasó por encima, sólo preocupado de su comida y sin fijarse en nosotros ni en nuestras desventuras. En algún sitio hacia el extremo del tronco donde nos sentábamos, una pequeña criatura de la noche producía unos chirridos mientras escarbaba en la podrida vegetación en busca de comida. Allí, en aquel desolado calvero barrido por el viento, estuve sentado y charlando con un fantasma, el fantasma de mi Guía, el lama Mingyar Dondup, que había venido desde más allá de la vida para charlar conmigo.

Se había sentado junto a mí como tantas veces lo hiciera cuando estábamos en Lhasa; pero esta vez, para no tocarme, se hallaba a unos tres metros de mí.

—Antes de salir de Lhasa, Lobsang, me pediste que te dijera cuándo había terminado mi tiempo de permanencia en la Tierra. Pues bien, ahora ha terminado y por eso estoy aquí.

Le miré. Conocía a aquel hombre más que a ningún otro. Y mientras le miraba, apenas podía creer —incluso con todo mi experiencia de estas cosas— que aquel hombre no era ya un ser de carne viva, sino un espíritu y que su Cordón de Plata se había cortado y su Cuenco de Oro se había partido. Me pareció tan sólido y completo como cuando yo lo trataba. Vestía sus mismas ropas habituales, su casaca de un rojo ladrillo con la capa dorada. Parecía cansado, como si hubiera hecho un largo y penoso viaje. Me di cuenta que durante mucho tiempo había abandonado su propio cuidado para dedicarse al servicio de los demás. «¡Qué pálido y cansado parece!», pensé. Entonces se volvió en parte con un movimiento que yo recordaba muy bien y, al hacerlo, vi que llevaba una daga clavada en la espalda. Se estremeció levemente y volvió a situarse frente a mí. Me horroricé al ver que la punta de la larga daga le salía por el pecho y la sangre que se derramaba de la herida le empapaba la capa dorada. Antes lo había visto todo de un modo confuso sin percibir los detalles; sólo había visto un lama con sangre en el pecho y en las manos, pero ahora lo observaba con más atención y claridad. Me fijé en que las manchas de sangre de las manos las tenía en las palmas. Con toda seguridad eran de habérselas llevado al pecho al ser taladrado por la daga. Sentí un terrible estremecimiento y se me enfrió la sangre. Vio la impresión que me había causado y el horror que no disminuía en mi rostro, y dijo:

—Vine así a propósito, para que pudieras ver lo que ocurrió. Ahora que me has visto de esta manera, puedes contemplarme como soy.

La enorme mancha de sangre desapareció repentinamente y se convirtió en un fogonazo de luz dorada para ser sustituida luego por una visión de sobrecogedora belleza y pureza. Era un Ser que había avanzado muy lejos por el camino de la evolución. Uno que había alcanzado ya la Budidad.

Luego, con la claridad del sonido de una campana de templo, me llegó su voz, no quizás a mis oídos físicos, sino a mi conciencia más íntima. Una voz de gran belleza, resonante, llena de poder y de vida, de la Vida Mayor.

—Me queda poco tiempo, Lobsang, muy pronto he de estar en camino, ya que me esperan. Pero a ti, amigo mío, compañero en tantas aventuras, tenía que visitarte antes, alegrarte, tranquilizarte y decirte adiós por algún tiempo. Lobsang, hemos hablado mucho de estas cosas en el pasado. Y de nuevo te digo que tu senda será dura, peligrosa y larga, triunfarás a pesar de todo, a pesar de la oposición y la envidia de los hombres de Occidente.

Seguimos hablando mucho tiempo de cosas demasiado íntimas para contarlas aquí. Me sentía reconfortado y animoso, el calvero del bosquecillo se llenaba de un resplandor dorado más reluciente que la más brillante luz solar, y hacía una temperatura cálida como en un mediodía de verano. Me sentía inundado del verdadero amor. Entonces, repentinamente, mi Guía, mi amado Lama Mingyar Dondup, se levantó, pero sus pies no estaban en contacto con la tierra. Extendió sus manos sobre mi cabeza y me bendijo.

—Estaré vigilándote, Lobsang, y te ayudaré cuanto pueda, pero el camino es penoso, recibirás muchos golpes y, aún antes de que termine el día de hoy, has de recibir otro golpe. Resiste, Lobsang, resiste con la entereza con que has soportado en el pasado la adversidad. Te bendigo.

Levanté la mirada y ante mí se difuminó la figura de mi Guía hasta desaparecer. La luz dorada murió y las sombras de la noche la sustituyeron. Volvía el viento helado. Arriba, las nubes negras se revolvían furiosas. Las pequeñas criaturas de la noche producían pequeños y chirriantes ruidos. Oí un chillido de terror que lanzaba la víctima de alguna criatura más fuerte que le había herido mortalmente.

Durante unos momentos me quedé como petrificado. Luego me dejé resbalar hasta el suelo junto al tronco y arranqué puñados de hierba. Estaba deshecho y no lograba volver a ser un hombre verdadero a pesar de cuanto sabía. Luego me pareció oír dentro de mí otra vez aquella voz querida: «Alegra tu ánimo, Lobsang mío, alegra tu ánimo, porque éste no es el final y porque todo aquello por lo que luchamos merece la pena y se impondrá. Éste no es el final». Así, me puse en pie temblando, logré serenar un poco mis pensamientos, me sacudí la túnica y me limpié las manos del fango del suelo.

Seguí subiendo lentamente por la vereda hasta el convento. «Yo también estuve al otro lado de la muerte —pensé—, pero regresé. Mi Guía se ha marchado, está fuera ya de mi alcance. Se ha ido y estoy solo, solo, porque él no regresará». Con estos pensamientos en mi mente llegué a la puerta de la lamasería. A la entrada estaban reunidos varios monjes que habían llegado por otras veredas. Ciegamente los fui empujando para abrirme paso entre ellos y penetré en la oscuridad del templo, donde las imágenes sagradas me contemplaban, pareciendo comprender lo que me ocurría y compadecerme con sus rostros tallados. Miré las Tablas de los Antepasados, las banderolas rojas con los ideógrafos dorados, el incienso que ardía continuamente despidiendo su fragante humo y formando como una somnolienta nube que flotaba entre el suelo y el alto techo. Me dirigí hacia un rincón distante, un sitio verdaderamente sagrado, y de nuevo oí la voz de mi Guía: «Alegra tu ánimo, Lobsang, alegra tu ánimo, porque éste no es el final y porque todo aquello por lo que luchamos merece la pena y se impondrá. Alegra tu ánimo». Me senté en la posición del loto y medité sobre el pasado y el presente. No sé cuánto tiempo permanecí así. Mi mundo se me hundía o se me caía encima. Las desventuras se acumulaban sobre mí. Pero mi amado Guía, aunque se marchaba de este mundo, me había advertido: «Éste no es el final, todo lo nuestro merece la pena». En torno a mí los monjes se ocupaban de sus asuntos, limpiaban el polvo, preparaban los objetos del culto, ponían nuevo incienso, salmodiaban, pero ninguno se acercó a apartarme de mi pena, que yo quería pasar en soledad.

Transcurría la noche. Los monjes preparaban los servicios religiosos. Los monjes chinos con sus túnicas negras, sus cabezas rapadas con las señales del incienso quemadas en su cráneo, parecían fantasmas a la vacilante luz de las lámparas de manteca. Un sacerdote del templo, con su corona de Buda, de cinco caras, entró entonando las salmodias, mientras las trompetas del templo sonaban y repicaban las campanas de plata. Me levanté lentamente y avancé con desgana hacia el Abad. Le rogué que me dispensara de atender los servicios de medianoche, pues me hallaba demasiado entristecido y desconcertado y no quería mostrar mi dolor en el convento.

—No, hermano mío —me dijo el Abad—. Tiene usted motivos, por el contrario, para estar contento. Pasó usted más allá de la muerte y regresó, y hoy se le ha presentado su Guía y tiene usted una clara prueba de su Budidad. Esa separación, hermano mío, no debe apenarle a usted, pues sólo es temporal. Cumpla con sus deberes religiosos y alégrese de haber visto lo que les está vedado a tantos.

«Reconozco que el entrenamiento de la personalidad es muy importante —pensé—. Y sé cómo el primero que la muerte en la Tierra significa el nacimiento en la Vida Mayor. Sé que no hay muerte, que éste es sólo el Mundo de la Ilusión y que la vida auténtica es la venidera, cuando abandonemos este escenario de pesadilla en que nos movemos, esta Tierra que sólo es una escuela a donde hemos venido a aprender nuestras lecciones. ¿La muerte? No existe. Entonces, ¿por qué estoy tan abatido?».

Tuve la respuesta aún antes de que me hiciera a mí mismo la pregunta. «Estoy desalentado porque soy egoísta, porque he perdido lo que amo, y el que amo está fuera de mi alcance. Soy un egoísta, porque el que se ha marchado ha pasado a gozar de una vida gloriosa mientras que yo sigo ligado con las pequeñeces y trampas de la Tierra y me he quedado aquí para seguir sufriendo y luchando contra la adversidad y para realizar la tarea que viene a cumplir lo mismo que un alumno de una escuela tiene que esforzarse para lograr que lo aprueben en los exámenes finales. Y luego, con ese primer título, habrá de continuar abriéndose paso en el mundo, empezando siempre a aprenderlo todo de nuevo. Soy egoísta —insistieron mis pensamientos—, porque deseo seguir teniendo aquí, junto a mí, a mi amado Guía y no me importaría que él continuase sufriendo».

¿La muerte? Nada hay en ella que pueda causar espanto. No hay necesidad alguna de temer el paso de esta vida a la Vida Mayor. ¿Para qué tenerle miedo al infierno si no existe semejante sitio? Tampoco hay un Día del juicio Final. El hombre se juzga a sí mismo y no hay un juez más duro para él. El hombre reconoce y condena con toda severidad sus propias debilidades cuando pasa de este mundo al de la Vida Mayor y las escamas de los falsos valores se le caen de los ojos y puede ver cara a cara la verdad. Yo, un hombre que estuvo más allá de la muerte y regresó, les aseguro a ustedes que no hay motivo alguno para temer a la muerte. No existe el infierno. A todos, sean quienes fueren y hayan hecho esto o lo otro, se les da una oportunidad. Nadie es destruido. Ninguna persona es tan mala que no merezca una nueva oportunidad. Nos causa dolor la muerte de los otros porque nos privan de su amada compañía, porque somos egoístas; tememos nuestra muerte porque es un viaje a lo Desconocido, y nos causa miedo lo que no conocemos, lo que no comprendemos. Pero no hay muerte. Sólo un renacimiento en la Vida Mayor. En los primeros tiempos de todas las religiones se enseñaba eso mismo: que no hay muerte sino sólo el paso a una Vida Mayor. A lo largo de las generaciones de sacerdotes la enseñanza verdadera ha sido alterada, corrompida hasta que han acabado amenazando con el infierno, con los cuentos de calderas, azufre y eternos martirios infernales. Esto lo hacen para imponer por el miedo su propio dominio. Dicen: «Somos los sacerdotes. Tenemos las llaves del infierno. Si no nos obedecéis, iréis al infierno». Yo he estado del lado de allá de la muerte y he regresado a este mundo —como lo han hecho muchos otros lamas—. Sabemos la verdad, sabemos que siempre hay esperanza. No importa lo que uno haya hecho, no importa lo culpable que uno se sienta, siempre hay que seguir luchando contra el mal porque siempre hay esperanza.

El Abad me había dicho: «Atienda los servicios de la noche, hermano mío, y cuente lo que ha visto hoy». No podía evitarlo: aquello me producía pavor. Una terrible opresión me atenazaba y volví al rincón oscuro y apartado del templo para sumirme en mis meditaciones. Así pasó aquella terrible noche en que los minutos parecían horas y las horas días. Creía que no podría sobrevivir a la noche. Los monjes iban y venían. En el templo, a mi alrededor, había la actividad normal, pero yo estaba solo con mis pensamientos, pensando en el pasado y temiendo el futuro.

Pero estaba escrito que no atendiera yo a los servicios del templo. Como me había prevenido mi Guía, el Lama Mingyar Dondup, me esperaba aún otro golpe antes de que terminase el día, un golpe terrible. Seguía meditando en mi tranquilo rincón sobre el pasado y el futuro, cuando, hacia las once de la noche, vi que se me acercaba alguien. Era un viejísimo lama, uno de los de la élite del templo de Lhasa, un «Buda vivo» de avanzadísima edad a quien le quedaba muy poco tiempo que permanecer en este mundo. Surgió de las densas sombras en las que no lograba penetrar la luz de las lámparas de manteca. Emanaba un resplandor azulado y, en torno a su cabeza, un halo amarillo. Se me acercó con las manos tendidas hacia mí, con las palmas hacia afuera, y me dijo:

—Hijo mío, hijo mío, tengo graves noticias que darte. El XIII Dalai Lama está a punto de marcharse de este mundo.

Mi venerable visitante me explicó que se acercaba el final de un ciclo y que por eso tenía que salir de este mundo el Dalai Lama. Me dijo que yo debía ir inmediatamente a Lhasa para ver al Dalai antes de que fuera demasiado tarde. Insistió:

—Debes darte gran prisa, hijo mío. Emplea el medio que desees para regresar. Es imprescindible que salgas esta misma noche.

Me miró fijamente y yo me puse en pie. Mientras yo me levantaba, el lama desapareció fundiéndose con las sombras. Su espíritu se había reincorporado a su cuerpo, el cual nunca había dejado de permanecer en el Jo Jang, de Lhasa.

Los acontecimientos se precipitaban con demasiada rapidez para mí. Acontecimiento tras acontecimiento, una tragedia detrás de otra. Me sentía mareado. Mi entrenamiento había sido demasiado doloroso. Me habían aleccionado sobre la vida y sobre la muerte y la manera de controlar toda emoción. Pero ¿qué puede uno hacer cuando los amigos más amados se le mueren en rápida sucesión? ¿Cómo es posible permanecer insensible, con el corazón petrificado y el rostro impasible cuando todo le impulsa a uno al desbordamiento de los más cálidos sentimientos humanos? Yo adoraba a aquellos hombres. El viejo Tsong-tai, mi Guía, y el XIII Dalai Lama, morían uno tras otro en el espacio de pocas horas. Dos de ellos habían muerto ya, y el tercero… ¿cuánto tardaría en fallecer? A lo más, unos pocos días. Me dije que debía darme mucha prisa y, saliendo del templo, penetré en el edificio principal de la lamasería. Apresurándome por los corredores de piedra, me dirigí hacia la celda de Abad. Cuando estaba ya cerca de ella oí una súbita conmoción y un golpe sordo. Otro lama, Jersi, también del Tíbet —no de Lhasa, sino de Chambdo— había recibido también un mensaje telepático que le había enviado un lama diferente al que me había visitado a mí. Le habían dicho que debía volver inmediatamente al Tíbet en calidad de ayudante mío. Este hombre había estudiado automovilismo. Se apresuró demasiado pues, en cuanto su mensajero desapareció echó a correr por los pasillos hacia la celda del Abad. Se había resbalado en un poco de manteca que algún monje descuidado había derramado de una lámpara. El lama se había caído aparatosamente. Se rompió una pierna y un brazo. Cuando doblé la esquina lo vi allí, en el suelo, en un estado lamentable.

Al oír el ruido, el Abad salió de su celda. Él y yo nos arrodillamos junto a nuestro desgraciado hermano. El Abad lo sujetó por los hombros, mientras yo le tiraba de la muñeca para ponerle en su sitio el hueso roto. Luego pedí tablillas y vendas y en poco tiempo estuvo Jersi entablillado y vendado en el brazo y la pierna. La fractura de la pierna era más complicada. Tuvimos que transportarlo a su celda y ponerle una tracción. Luego encargué a un monje que se quedase cuidándolo.

El Abad y yo volvimos a su celda y allí le conté el mensaje que yo había recibido. Le describí mi visión y él me dijo que había tenido una impresión semejante. Acordamos que yo partiría de la lamasería al instante. El Abad envió a buscar un caballo y ordenó que un mensajero fuese al galope a Chungking. Yo sólo me detuve a tomar algún alimento y para que me preparasen algo de comida para el viaje. Preparé unas mantas y una túnica de repuesto y luego caminé por la vereda abajo, más allá del calvero, donde a primera hora de aquella noche había tenido tan inolvidable experiencia, pues allí había visto por última vez a mi Guía el Lama Mingyar Dondup. Seguí andando, sintiendo una aguda emoción y luchando para controlar mis sentimientos, pues por encima de todo tenía que mantener la imperturbable impavidez de un lama. Así, llegado al final de la vereda, salí a la carretera y esperé.

Pensé que en el templo, los profundos sonidos de los gongs de bronce estarían llamando a los monjes para el servicio religioso. El tintinear de las campanas de plata acompañaría los responsos y las flautas y las trompetas estarían también sonando. Pronto turbó el silencio de la noche el palpitar de un poderoso motor y, por la distante colina, aparecían ya los rayos luminosos de los faros. Un automóvil avanzaba hacia mí y se detuvo con un chirrido de sus neumáticos. Saltó a tierra un hombre.

—Éste es su coche, Honorable Lobsang Rampa. ¿Quiere que le dé la vuelta antes de que suba?

—No —respondí—. Baje por la colina hacia la izquierda.

Subí rápidamente y me instalé junto al conductor. El monje llamado por el Abad había ido a Chungking para conseguir un buen conductor y un automóvil potente. Y éste lo era sin duda alguna: un inmenso monstruo negro norteamericano. Partimos a toda velocidad, hendiendo la noche, por la carretera que va a Chengtu, a unos trescientos kilómetros de Chungking. Frente a nosotros, la fuerte luz de los faros revelaba el mal estado de la carretera iluminando también los árboles laterales y formando grotescas sombras como si nos hicieran burla y nos desafiaran a alcanzarlos, o quizá nos estuvieran haciendo señas para que fuésemos cada vez más veloces. El conductor, Ejen, sabía bien su oficio y daba una impresión de absoluta seguridad. Nuestra velocidad aumentaba sin cesar y la carretera parecía sólo una mancha confusa. Me eché hacia atrás y estuve meditando.

Pensaba en mi amado Guía, el Lama Mingyar Dondup, y en la manera como me había educado y entrenado, y en todo lo que había hecho por mí. Había sido para mí más que mis propios padres. Tenía también en la mente a mi amado gobernante, el XIII Dalai Lama, el último de su dinastía, pues la antiquísima profecía decía que cuando el XIII Dalai Lama muriese, con su desaparición llegaría para el Tíbet un nuevo orden. En 1950 los comunistas chinos comenzaron su invasión del Tíbet, pero antes, los comunistas chinos habían estado operando en Lhasa. Pensé en todo esto (aunque estábamos en 1933), pues yo sabía ya que eso iba a ocurrir; lo sabía desde antes de 1933 y todo se iba desarrollando exactamente de acuerdo con la Profecía.

Así que recorrimos a toda velocidad, a través de la noche, los trescientos kilómetros que nos separaban de Chengtu, y en Chengtu repusimos la gasolina, estiramos las piernas unos diez minutos y comimos. Luego partimos de nuevo, reemprendiendo la loca carrera nocturna por la densa oscuridad, de Chengtu a Yaan, a unos ciento sesenta kilómetros más allá, y allí, a donde llegamos al amanecer, terminaba la carretera y el automóvil ya no nos servía. Fui a un convento de lamas donde habían recibido telepáticamente el mensaje de que yo venía de camino. Me tenían preparado un caballo de estupenda raza que se impacientaba en la espera caracoleando y piafando, pero no estaba yo para admirar caballos. Lo monté y el caballo estuvo muy sumiso, como si se diera cuenta de la importancia y urgencia de nuestra misión. El mozo soltó las riendas y salimos disparados camino arriba, hacia el Tíbet. El automóvil regresaría a Chungking y el conductor podría disfrutar de un viaje tranquilo, sin prisas, mientras que yo, sentado en la dura silla de madera, tenía que emprender la ascensión de los montes y cambiar de caballo con frecuencia después de agotarlos en vertiginosos galopes.

No es necesario contar las penalidades de aquel viaje, las amarguras de un jinete solitario. No es preciso relatar cómo crucé el río Yangtse ni cómo llegué al Salween superior. Seguía galopando sin cesar. Era terrible viajar de aquel modo, pero conseguí llegar a tiempo. Al salir de un desfiladero en las montañas, vi de nuevo los dorados tejados del Potala. Miré las cúpulas que encerraban los restos mortales de otros cuerpos del Dalai Lama y pensé en lo pronto que habría una nueva cúpula para ocultar otro cuerpo.

Seguí cabalgando y crucé de nuevo el río Feliz. Pero esta vez no había de ser feliz para mí. Pasé a la otra orilla, continué un rato a caballo y llegué a tiempo. El penoso y precipitado viaje no había sido inútil. Llegué a la ceremonia y tomé una parte activa en ella. Hubo para mí otro incidente desagradable. Había allí un extranjero que pretendía que se le tuviesen más consideraciones que a nadie. Nos consideraba a todos como unos indígenas sometidos a su capricho señorial. Quería estar en el primer puesto y que todos se fijasen en él, y como quiera que yo no estuve dispuesto a satisfacer su vanidad, aquel hombre ¡trató de sobornarnos a un amigo mío y a mí con relojes de pulsera! Desde entonces me ha considerado como un enemigo y ha llegado a extremos impropios de su situación para insultarnos a mí y a los míos. Sin embargo, nada de eso importa, a no ser como una demostración de la razón que tenían mis Tutores al prevenirme contra la envidia.

Fueron días muy tristes para mí y no voy a escribir aquí sobre las honras fúnebres por el Dalai Lama. Bastará decir que su cuerpo fue conservado según nuestro antiguo método y colocado en posición sedente frente al Sur, como exige la tradición. Una y otra vez su cabeza se volvería hacia el Este. Muchos consideran que ésta es una indicación que nos llega de más allá de la muerte para que miremos siempre hacia Oriente. Los invasores chinos llegaron del Este para destrozar el Tíbet. Aquella vuelta de la cabeza del Dalai Lama hacia Oriente era una advertencia llena de sentido. ¡Si hubiéramos sabido atenderla!

Fui otra vez al hogar de mis padres. La vieja Tzu había muerto. Encontré cambiadas a muchas de las personas que conocía. Todo me parecía raro allí. Ya no me parecía mi casa. Yo era sólo un extraño, un visitante. Aunque, naturalmente, por otra parte era lo contrario de un extraño, pues mi padre me llevó a su habitación privada y de allí sacó de su arca secreta nuestro Registro familiar y cuidadosamente lo desenvolvió de su cubierta dorada. Sin pronunciar ni una palabra, firmé y mi nombre sería el último que figuraría en el libro. Añadí mi categoría y mis nuevos títulos como médico y cirujano. Luego, el Libro fue solemnemente envuelto de nuevo y colocado otra vez en su escondite bajo el suelo. Volvimos juntos a la habitación donde estaban sentadas mi madre y mi hermana. Me despedí de ellas y de mi padre y salí. En el patio esperaban los mozos de cuadra, que me tenían preparado mi caballo. Lo monté y crucé por última vez la gran puerta. Llevaba el corazón oprimido cuando me dirigía hacia el camino de Ling-khor y me dirigí hacia Menzekang, que es el hospital del Tíbet. Yo había trabajado allí y ahora tenía que hacer una visita de cortesía al gigantesco monje que lo dirigía, Chinrobnobo, a quien conocía bien y que era un hombre excelente. Me había enseñado mucho cuando salí de la Escuela de Medicina del Monte de Hierro. Me llevó a su habitación y allí me preguntó sobre el estado de la Medicina en China.

—Los chinos pretenden —le dije— que fueron ellos los primeros en aplicar la acupuntura y la moxibustión, pero yo sé que no ha sido así. He visto en nuestros antiguos documentos que estos dos remedios fueron llevados a China hace muchísimos años.

Le interesó mucho lo que le conté sobre las investigaciones que estaban realizando los chinos y algunas potencias occidentales para averiguar por qué daban buen resultado esos dos remedios, porque era indudable que resultaban eficaces. La acupuntura es un método especial que consiste en insertar agujas extremadamente finas en varias partes del cuerpo. Son tan finas que no siente dolor alguno. Una vez introducidas provocan reacciones curativas. En Occidente utilizan agujas de radio, pero nosotros en el Oriente llevamos usando la acupuntura desde hace siglos con el mismo buen éxito. También hemos empleado la moxibustión, un método que consiste en la preparación de varias hierbas en un tubo al cual se calienta hasta ponerlo al rojo vivo. Este candente extremo se acerca a la piel y a los tejidos enfermos y al calentarse esa zona la virtud de las hierbas pasa directamente a los tejidos con efecto curativo. Ambos métodos han sido experimentados repetidamente, pero no se ha llegado a determinar exactamente cómo operan.

Miré de nuevo al gran almacén en que se conservaban las muchísimas hierbas, más de seis mil clases diferentes. La mayoría de ellas eran desconocidas en China y en el resto del mundo. Por ejemplo, la tatura, que es la raíz de un árbol, era un anestésico poderosísimo que podía mantener a una persona completamente anestesiada durante doce horas seguidas. En manos de un buen especialista, este anestésico no producía efectos de ninguna clase. A pesar de todos los adelantos chinos y americanos que yo había conocido últimamente, no podía encontrarles defectos a los antiguos métodos de curación empleados en el Tíbet.

Aquella noche dormí en mi antigua lamasería y, como en los días en que era un simple discípulo, atendí a los servicios religiosos. Todo aquello me hacía volver atrás. Cada una de aquellas piedras estaba llena de recuerdos para mí. En cuanto despuntó el día, emprendí la escalada de la parte más alta de la Montaña de Hierro y estuve un buen rato contemplando el Potala, el Parque de la Serpiente, y todo Lhasa, así como las montañas cubiertas de nieve que rodeaban a la ciudad. Luego regresé a la Escuela de Medicina, me despedí de todos los conocidos y cogí mi bolsa de tsampa. Después, con mi manta enrollada y mi túnica de repuesto, monté de nuevo en mi caballo y descendí la pendiente del monte.

El sol se ocultaba tras una nube negra cuando llegué a la parte más baja de la senda y pasé por la aldea de Shë. Había peregrinos por todas partes, peregrinos procedentes de todo el Tíbet, e incluso de más allá, que venían para rendir sus respetos al Potala. Los vendedores de horóscopos pregonaban su mercancía, y hacían buen negocio los que traían pociones mágicas y amuletos. Las recientes ceremonias fúnebres habían atraído al Camino Sagrado mercaderes, buhoneros, y mendigos de los aspectos más diversos. Allí cerca, una fila de yaks entraban por la puerta occidental cargados con mercancías destinadas a los mercados de Lhasa. Me detuve a contemplar aquello pensando en que probablemente nunca más podría ver este espectáculo que me era familiar, y me sentía abatido al pensar en mi marcha. Oí un cierto alboroto detrás de mí y me volví.

—Su bendición, honorable médico-lama —exclamaba una voz.

Era uno de los quebradores de cuerpos, uno de los hombres que tanto habían hecho en mi ayuda cuando, por orden del XIII Dalai Lama, aquél cuyo cadáver acababa de contemplar, yo había estudiado con ellos. Cuando logré superar la antiquísima tradición tibetana que impide la disección de los cadáveres, a mí me habían dado por razón de mi tarea profesional, toda clase de facilidades para practicarla y aquél era uno de los hombres de los que más había aprendido en ese trabajo. Lo bendecí como me pedía, y me alegré de que alguien del pasado me reconociera.

—Sus enseñanzas fueron maravillosas —le dije—. Aprendí más con usted que en la Escuela Médica de Chungking.

Pareció halagado con mis palabras y me sacó la lengua como hacen los siervos en señal de sumisión. Se fue alejando sin dejar de darme la cara, al modo tradicional, hasta mezclarse con la multitud que cruzaba la Puerta.

Permanecí allí unos momentos más, junto a mi caballo, contemplando el Potala y la Montaña de Hierro. Luego emprendí mi camino atravesando el río Kyi y pasando por muchos parques muy agradables. El terreno era llano y verde, con el verdor de la hierba bien regada, un paraíso a tres mil ochocientos cuarenta metros sobre el nivel del mar, rodeado por montañas que se elevaban otros seis mil pies, salpicadas con lamaserías grandes y pequeñas y con ermitas aisladas colgadas precariamente en salientes rocosos inaccesibles. Poco a poco fue aumentando la pendiente del camino que subía hasta los desfiladeros de las montañas. Mi caballo iba descansando y lo habían cuidado y alimentado muy bien. No quería apresurarse y yo me hacía el remolón para disfrutar el mayor tiempo posible de todo aquello. Pasaban en sus cabalgaduras monjes y mercaderes. Algunos de ellos me miraban con curiosidad, porque, apartándome de la tradición, iba solo para mayor rapidez. Mi padre nunca habría viajado sin un inmenso séquito, como convenía a su condición; pero yo pertenecía al tiempo nuevo. Así, los forasteros me miraban intrigados; pero los que sabían quién era yo, me saludaban amistosamente. Por último, mi caballo y yo vencimos la cuesta y llegamos al punto que era el último sitio desde donde podía verse la ciudad de Lhasa. Descabalgué y me senté en una piedra cómoda para contemplar un rato el valle.

El cielo era de un azul profundo, el azul intenso que sólo se ve en tales altitudes. Nubes de una blancura nívea se deslizaban perezosamente por encima de mí. Un cuervo revoloteaba acercándose y picoteó con curiosidad mi túnica. Después recordé que debía añadir una piedra, como lo exigía la costumbre, a la enorme pila de ellas que había a mi lado, la pila que había sido construida o levantada por obra de siglos de peregrinos, ya que éste era el lugar desde donde los peregrinos tenían su primera y su última vista de la Ciudad Sagrada.

Ante mí veía el Potala, con sus muros inclinados hacia adentro desde la base. También las ventanas quedaban inclinadas de abajo arriba aumentando el efecto visual. Parecía un edificio labrado con los dioses en la roca viva. Mi Chakpori quedaba aún más alto que el Potala, aunque sin dominarlo. Más allá vi los tejados dorados del Jo Kang, el templo que tenía mil trescientos años, rodeado por los edificios administrativos. Vi el camino principal que se extendía derecho, el bosquecillo de sauces, los pantanos, el Templo de la Serpiente y el hermoso terreno del Norbu Linga, así como los jardines del Lama, a lo largo del Kyi Chu. Pero los tejados dorados del Potala relucían cegadoramente con su fantástica luminosidad, pues reflejaban con fuerza la luz brillante del sol, devolviéndola con rayos rojizos y de oro con todos los colores del espectro. Aquí, bajo estas cúpulas, reposaban los restos de los Cuerpos del Dalai Lama. El monumento, que ya contenía los restos del XII, era el más alto de todos, unos veinte metros —tres pisos—, y estaba cubierto con una tonelada del oro más puro. Dentro de ese santuario había valiosísimos ornamentos, joyas, y plata, una fortuna que descansaba junto a la «cáscara» vacía de su anterior dueño. Y ahora el Tíbet se había quedado sin Dalai Lama. El último se había marchado y el que vendría, según la Profecía, sería uno que serviría a los amos extranjeros, uno que iría atado al yugo de los comunistas.

A los lados del valle estaban las inmensas lamaserías de Dre pung, Sera y Ganden. Medio ocultos por los árboles, brillaba el blanco y oro de Ne-chung, el Oráculo de Lhasa, el Oráculo del Tíbet. Drepug parecía ciertamente un montón de arroz, una pila blanca que se derramase por la ladera de la montaña. Sera, conocido por el nombre de la Valla de la Rosa Silvestre, y Ganden el Alegre; los estuve mirando y pensé en el tiempo que había pasado dentro de sus muros, en aquellas ciudades enmuralladas. También contemplé el gran número de pequeñas lamaserías colgadas por todas partes, en las faldas de las montañas, o entre árboles que parecían envolverlas; y también las ermitas situadas en los sitios de más difícil acceso. Mis pensamientos volaron hacia los hombres que estarían allí dentro, como emparedados, y que pasarían quizá toda su vida en la oscuridad, pues nunca más saldrían al mundo físico, pero, por su entrenamiento especial, podrían circular en el mundo astral, pudiendo así contemplar como espíritus desencarnados, las vistas de nuestro mundo. Mis ojos abarcaron una mayor extensión de paisaje; el río Feliz describía curvas y seguía a través de pantanos ocultándose tras los árboles para reaparecer en los espacios abiertos. Vi la casa de mis padres, aquella gran finca que nunca había sido para mí un hogar. Vi a los peregrinos que se apiñaban por los caminos. Luego, desde una lejana lamasería me llegaron en la suave brisa el ritmo de los gongs del templo y el grito de las trompetas. Sentí que se me formaba un nudo de emoción en la garganta y una dolorosa sensación en el puente de mi nariz. Todo aquello era demasiado para mí y, para no reblandecerme, me volví, monté a caballo y emprendí el camino hacia lo desconocido.

A medida que avanzaba se hacía más salvaje el terreno. Pasé de parques amenos y de suelo arenoso a alturas rocosas y escarpadas gargantas por las que el agua circulaba continuamente, llenando el aire de ruidos y empapándome con las salpicaduras. Seguí mi viaje pasando las noches, como la otra vez, en los conventos de lamas. Esta vez era aún mejor acogido como invitado, pues podía dar una información de primera mano sobre las recientes y tristes ceremonias de Lhasa, puesto que yo era uno de los personajes oficiales y había podido asistir a todas ellas. Todos quedamos de acuerdo en que la muerte del Dalai Lama había representado el final de una era, una época triste vendría sobre nuestro país. Me dieron alimento sobrado y nuevos caballos y después de varios días de viaje me encontré otra vez en Yaan, donde, para mi gran alegría, me esperaba el magnífico automóvil con el chófer Jersi. Habían llegado allí informes de que yo iba de camino y el viejo Abad de Chungking se había preocupado de que me recogieran con el auto en donde empezaba la carretera. Esto me alegró porque estaba ya muy cansado de la silla y las demás incomodidades del caballo. Fue para mí un verdadero placer ver allí el reluciente vehículo, producto de una técnica tan distinta a la nuestra, pero un producto que me llevaría con toda rapidez y recorrería en horas lo que yo tardaría normalmente unos días en recorrer. Así que subí al coche, contento de que el Abad de Chungking fuera tan buen amigo mío y se preocupase tanto por mi comodidad. Pronto íbamos a gran velocidad por la carretera de Changtu. Allí pasamos la noche. Carecía de sentido apresurarse para llegar a Chungking en las primeras horas de la mañana, de modo que nos detuvimos allí, dormimos y, por la mañana, recorrimos la población e hicimos algunas compras. Luego reanudamos el viaje, camino ya de Chungking.

El muchacho de cara colorada seguía con su arado e iba vestido sólo con pantalones cortos azules. Tiraba del arado el desganado búfalo de agua. Chapoteaban por el fango tratando de removerlo para poder plantar arroz. Aumentamos la velocidad. Los pájaros se llamaban unos a otros y con vuelos raudos como flechas manifestaban su alegría de vivir. Pronto llegamos a los alrededores de Chungking. Nos acercábamos a la ciudad por una carretera bordeada por plateados eucaliptos, limas y verdes pinos. Después llegamos a un camino más estrecho. Allí tenía yo que apearme para subir a pie la cuesta de la lamasería. Al pasar una vez más junto a aquel calvero con el árbol caído y los otros árboles tumbados en ángulos absurdos, recordé cuando me senté sobre el tronco yacente y conversé con mi Guía, el Lama Mingyar Dondup. Me detuve un rato para meditar, recogí de nuevo mis paquetes y seguí hacia la lamasería.

Por la mañana fui a Chungking. El calor era como una cosa viva, asfixiante. Incluso los hombres que tiraban de los rickshas y los pasajeros que iban en ellos, parecían arrugados y mohínos con el intolerable calor. En cuanto a mí, que venía de respirar el aire puro y fresco del Tíbet, me sentía más que medio muerto, pero por ser un lama tenía que mantenerme impávido para dar ejemplo a los demás. En la calle de las siete estrellas me encontré con mi amigo Huang, que andaba muy atareado de compras y le saludé cordialmente.

—Huang —le dije—, ¿qué hace ahí toda esa gente?

—¿No lo sabes, Lobsang? —me respondió—. Es gente que viene de Shanghai. Con la invasión japonesa, los comerciantes tienen que cerrar sus tiendas y venir a Chungking. Tengo entendido que algunas Universidades se trasladarán también a Chungking. Por cierto —prosiguió— que tengo un mensaje para ti. El general (ahora mariscal). Feng Yuhsiang quiere verte. Me pidió que te diera este recado. Que fueras a verle en cuanto llegases.

—Muy bien —dije—; ¿por qué no vienes tú conmigo?

Me dijo que estaba de acuerdo en acompañarme. Seguimos tranquilamente haciendo nuestras compras, pues hacía demasiado calor para darse prisa, y luego regresamos a la lamasería. Una hora o dos más tarde fuimos al templo cerca del cual tenía el general su casa, y allí le encontré. Me habló mucho de los japoneses, y de los trastornos que estaban causando en Shanghai. Me dijo que la colonia internacional había reclutado una fuerza de policía compuesta de bandidos y matones, que ni siquiera intentaban restaurar el orden.

—Se acerca la guerra, Rampa, se acerca la guerra —repetía el General—. Necesitamos todos los médicos de que podamos disponer y médicos que sean además pilotos. Son imprescindibles.

Me ofreció destinarme al ejército chino en un puesto en que me sería posible volar tanto como quisiera.

El general era un hombre de inmensa estatura, de hombros anchos y una cabeza enorme. Había intervenido en varias campañas, y antes del conflicto con los japoneses había creído que su carrera militar estaba ya terminada. Además, era un poeta y vivía cerca del «Templo para Ver la Luna».

Me fue simpático; era un hombre listo con el que podía uno entenderse. Me explicó que los japoneses habían provocado un incidente que les diera pretexto para invadir China. Un monje japonés había muerto accidentalmente y las autoridades japonesas exigieron que el alcalde de Shanghai suprimiera la Liberación Nacional, detuviera a los dirigentes del boicot y garantizase una compensación por el «asesinato» de aquel monje. El alcalde, para conservar la paz y pensando en la aplastante fuerza militar de los japoneses, había aceptado el ultimátum el 28 de enero de 1932. Pero a las diez y media de aquella noche, después de la aceptación efectiva del ultimátum por el alcalde, la infantería de marina japonesa empezó a ocupar algunas calles de la colonia internacional preparando así el camino para la próxima guerra mundial. Todo esto era nuevo para mí. Nada sabía de ello a causa de mi ausencia durante aquel tiempo.

Mientras hablábamos llegó un monje, vestido con una túnica gris oscuro, para decirnos que estaba allí el Abad Supremo T’ai Shu y que yo tendría que contarle los acontecimientos del Tíbet y los funerales de mi amado XIII Dalai Lama. Así lo hice y él a su vez me confesó los grandes temores que tanto a él como a otros monjes les torturaban, pues veían en gran peligro la seguridad de China.

—No es que temamos por el final, pues todo se arreglará —dijo—, sino la destrucción, los sufrimientos y la muerte que han de venir primero.

Así, entre todos insistieron que debía aceptar aquel puesto que me ofrecían en la aviación china. Tenía que poner a su disposición mis facultades y mi entrenamiento. Y entonces llegó el golpe.

—Tendrá usted que ir a Shanghai —dijo el general—. Sus servicios se necesitan mucho allí y sugiero que su amigo Po Ku vaya con usted. Lo tengo todo preparado para ese viaje y sólo queda que ustedes acepten.

—Shanghai —me alarmé—. Es un sitio terrible para estar allí. Sin embargo, sé que debo ir, de modo que acepto. Seguimos conversando un buen rato y se nos hizo de noche, de modo que debíamos marcharnos ya. Me puse en pie y salí al patio, donde se elevaba una solitaria palmera de aire marchito, arrugada por el calor, cuyas hojas colgaban y se volvían marrones. Huang me esperaba sentado con toda paciencia, inmóvil y preguntándose por qué duraba tanto la entrevista. Se levantó y, silencioso, emprendimos el camino hacia nuestra lamasería después de cruzar el pequeño puente de piedra.

Antes de la entrada de nuestra vereda había una gran roca a la que subimos para dominar desde allí arriba los ríos. Había gran actividad en aquellos días. Navegaban muchos vaporcitos y se elevaban de sus chimeneas densas columnas de humo, como banderas negras. Sí, había más barcos que antes de marchar yo al Tíbet. Llegaban cada día más refugiados. Había más tráfico, venía gente más capacitada para prever el futuro y darse plena cuenta de lo que significaba la invasión de China. En una ciudad como Chungking, habitualmente congestionada de tráfico y gente, había aún más gente y más tráfico.

Al mirar al cielo oscurecido, vimos que se acumulaban unos nubarrones tormentosos y estábamos seguros de que más tarde en la noche habría una gran tormenta que lo arrollaría todo con lluvias torrenciales y que nos ensordecería con tremendos truenos. «¿Acaso era esto —nos preguntamos— un símbolo de los trastornos que esperaban a China?». Así lo parecía: el aire estaba recargado, tenso lleno de amenazante electricidad. Creo que ambos suspiramos al unísono cuando pensamos en el futuro de este país que los dos queríamos tanto. Pero era ya de noche, y las primeras y pesadas gotas de la lluvia de la tormenta nos mojaban. Nos apresuramos a regresar al templo, donde nos esperaba el Abad, impaciente porque le contásemos todo lo ocurrido. Me alegró verle y hablar con él de todas los asuntos que me inquietaban. Elogió mi decisión de unirme a las fuerzas chinas.

Seguimos charlando hasta muy avanzada la noche, aunque a veces no nos entendíamos a causa de los tremendos truenos y por la fuerza con que caía la lluvia en el tejado del templo. Por fin fuimos a acostarnos en el suelo, como siempre, y nos dormimos. A la mañana siguiente, después del primer servicio religioso, hicimos nuestros preparativos para iniciar otra fase de la vida, y la etapa que debíamos recorrer era aún más desagradable.