Capítulo cuarto

Era una tarde de calor bochornoso, sin una brisa apenas. Las nubes, encima del acantilado por donde caminábamos, estaban muy bajas. Eran unas masas de nubes relucientes que me recordaban el Tíbet porque tomaban formas fantásticas de imaginarias cadenas montañosas. Huang y yo habíamos pasado un día de gran trabajo, en la sala de disección. Había sido terrible porque los cadáveres llevaban demasiado tiempo guardados y olían de un modo insoportable. El olor de los cuerpos en descomposición, el del antiséptico y los demás olores mezclados nos tenían agotados. Me preguntaba por qué había tenido que marcharme del Tíbet, donde el aire era siempre puro y donde también eran puros los pensamientos de los hombres. Habíamos acabado por no resistirlo más y, después de lavarnos, habíamos ido a pasear por lo alto del acantilado. Pensábamos que nos era muy beneficioso entrar un poco en contacto con la naturaleza viva después de tan larga relación con los cadáveres. Además, desde allí arriba contemplábamos el tráfico en el río. Veíamos a los coolíes cargando un barco, eternos portadores de sus pesadas cargas a ambos extremos de un largo bambú sobre sus hombros. Las cestas en que llevaban cargas de casi cincuenta kilos, pesaban a su vez unos tres kilos cada una, de modo que el coolíe soportaba casi sesenta kilos a lo largo del día. Una vida muy penosa, pues trabajaban hasta morir, y morían muy jóvenes, gastados como caballos humanos maltratados continuamente. Cualquier animal era mejor tratado que ellos. Y cuando se agotaban y caían muertos, terminaban a veces en nuestras salas de disección para seguir de este modo siendo útiles a sus semejantes, ya que nos proveían del material necesario para adquirir la pericia indispensable con que trataríamos luego a los cuerpos vivos.

Nos apartamos del borde del acantilado. Nos refrescaba el rostro una levísima brisa que nos traía el dulce aroma de los árboles y las flores. Frente a nosotros había un bosquecillo y alteramos nuestra dirección para ir hacia ellos. A pocos metros del acantilado nos detuvimos con una extraña sensación de amenaza, una inquietud y tensión que no podíamos explicarnos. Nos miramos interrogativamente en silencio. Por fin, Huang dijo, inseguro:

—No parece que es un trueno.

—Nada de eso —repliqué—. Es algo muy extraño, algo de lo que nada sabemos.

Seguimos escuchando, con la cabeza ladeada y sin comprender qué era aquello. A la vez, mirábamos a nuestro alrededor y a las nubes. Y era de las nubes de donde venía el ruido, un constante «brom-brom-brom» que cada vez se hacía más fuerte y más duro. A fuerza de mirar al cielo vimos, por una abertura entre las nubes, una forma oscura con alas que se deslizaba increíblemente hacia la nube siguiente y desaparecía en ella antes de que hubiésemos podido verla bien.

—¡Es uno de los dioses del Cielo que viene a llevarnos!

Nada podíamos hacer. Estábamos inmovilizados por el asombro, esperando lo que pudiera suceder. El ruido era atronador, un ruido que ni Huang ni yo habíamos oído en nuestra vida. Luego, apareció una forma enorme que se sacudía hilachas de nubes como impaciente por librarse de todo obstáculo celeste. Pasó por encima de nuestras cabezas, dejando atrás el borde del acantilado con un horrible chirrido y una bocanada de aire hendido. Terminó el espantoso ruido y nos quedamos mirándonos, terriblemente impresionados. Luego, de común impulso corrimos hacia el borde del acantilado para ver lo que había sucedido a aquella extrañísima cosa del cielo, aquella cosa tan extraña y ruidosa. Nos tumbamos en el borde y miramos cuidadosamente al río brillante allá abajo. A la orilla del río, sobre la franja arenosa, se hallaba un rarísimo monstruo alado, ya en reposo. Mientras lo mirábamos tosió, lanzando una llamarada y una bocanada de humo negro. Esto, que nos sobresaltó y nos hizo palidecer, no era lo más extraño. Nos produjo un increíble asombro y verdadero horror ver cómo se abría una portezuela lateral del monstruo y salían por allí dos hombres. Por entonces, me parecía aquello lo más maravilloso que había visto en mi vida. Pero estábamos perdiendo el tiempo allá arriba. Nos pusimos en pie de un brinco y bajamos corriendo por el sendero del acantilado. Llegamos a la calle de las escaleras y, sin hacer caso del tráfico y prescindiendo de toda cortesía con los transeúntes, seguimos corriendo como locos en nuestro afán de llegar cuanto antes a la orilla del río.

Una vez allí nos enfurecimos porque no había ni un solo bote con un botero. Todos habían cruzado el río para ir adonde nosotros queríamos: a la otra orilla. Pero ¡sí!, había una barca detrás de una pequeña elevación del terreno. Fuimos hacia ella con la intención de echarla al agua y cruzar el río, pero vimos junto a ella a un hombre viejísimo que traía unas redes a sus espaldas.

—¡Oye, padre! —Gritó Huang—. ¡Llévanos a la otra orilla!

—Pues la verdad es que no quiero ir —dijo el anciano—; ¿cuánto dan ustedes?

Había arrojado sus redes dentro de la barca y se apoyó contra el costado sin sacarse su vieja pipa de la boca. Cruzó las piernas y parecía dispuesto a pasarse allí toda la noche charlando. Nosotros, en cambio, estábamos frenéticos de impaciencia.

—Venga, viejo; ¿cuánto pides?

El viejo pidió una suma fantástica, con la que hubiera bastado para comprar su desvencijada barca. Pero estábamos tan excitados en aquellos momentos que hubiéramos dado todo cuanto teníamos por cruzar a la otra orilla. Sin embargo, Huang intentó regatear, pero yo le dije:

—Anda, no perdamos tiempo. Démosle la mitad de lo que pide.

El viejo saludó de contento al enterarse de que iba a cobrar unas diez veces más de lo que esperaba. El hombre subió a la barca y nosotros tras él.

—Calma, jovencitos. Van ustedes a volcarme el bote —dijo.

—Dese prisa, abuelo —dijo Huang—. El día se está haciendo viejo.

El barquero, reumático, se quejaba de sus dolores y tomaba el asunto con tranquilidad. Cogió una pértiga e hizo avanzar la embarcación. Huang y yo no sabíamos cómo ponernos y tratábamos de dar mayor velocidad a la barca con nuestro esfuerzo mental, pero nada lograba acelerar los movimientos del viejo. En el centro de la corriente, ésta nos hizo virar en redondo; por fin logramos reemprender el buen rumbo y llegamos a la orilla opuesta. Para ganar tiempo fui contando el dinero cuando nos acercábamos y se lo entregué al barquero, que se apresuró a tomarlo. Luego, sin esperar a que la barca tocase la orilla, saltamos al agua, sumergiéndonos hasta la rodilla y subimos corriendo.

Ante nosotros se encontraba aquella maravillosa máquina, aquel increíble aparato que venía del cielo y que traía hombres dentro. La contemplamos con pasmo y veneración, asombrados de nuestra temeridad por habernos atrevido a acercarnos así. Había por allí también otras personas, pero se mantenían a una distancia respetable. Huang y yo nos acercamos, nos metimos por debajo, tocamos la goma de las ruedas, golpeándolas como para confirmar que eran reales. Pasamos a la proa y vimos que no tenía volante, sino una barra de metal con algo parecido a una herradura en el extremo superior.

—Ah —dije—. Eso debe de ser para irle quitando velocidad cuando aterrice. Teníamos algo parecido en mis cometas.

Todavía asustados y nerviosos, tocamos el costado de la gran máquina y no acabábamos de creer lo que veíamos: que era una estructura pintada y montada sobre un armazón de madera. A medio camino entre las alas y la cola tocamos una especie de portezuela y casi nos desmayamos de la impresión cuando se abrió y un hombre se dejó caer ágilmente al suelo.

—Bueno —dijo—; parecen ustedes interesadísimos.

—Desde luego —respondí—. He volado en una cosa como ésta, pero silenciosa, allá en el Tíbet.

El desconocido me miró con gran atención. —¿Ha dicho usted en el Tíbet?— preguntó.

—Sí, eso dije —respondí.

Huang intervino:

—Mi amigo es un Buda vivo, un Lama, y ahora estudia aquí en Chungking. Antes volaba en cometas de las que llevan pasajeros.

El hombre de la máquina aérea parecía muy interesado por estas noticias.

—Me parece estupendo lo que me cuentan ustedes —dijo—. ¿Quieren entrar para que nos sentemos y charlemos? —Se volvió y entró él primero. «Bueno —pensé—, he tenido muchas experiencias y no voy a asustarme de esto. Si este hombre se puede meter en ese aparato, lo mismo puedo hacer yo». Así que entré, y Huang siguió mi ejemplo. Yo había visto un aparato mayor que éste en las mesetas del Tíbet y era el que les había servido a los dioses del cielo para salir de este mundo. Pero aquello había sido distinto, porque no resultaba tan imponente, ya que la máquina era silenciosa y ésta, en cambio, llegó rugiendo y batiendo el aire furiosamente.

Dentro había unos asientos, por cierto comodísimos. Nos sentamos. Aquel hombre no cesó de hacerme preguntas sobre el Tíbet, preguntas que me parecían completamente estúpidas. El Tíbet era lo más ordinario del mundo y allí estaba aquel hombre, con la máquina más maravillosa que se pudiera concebir, interesándose por todos los detalles de mi país, como si esto fuera un asunto trascendental para él. Al mismo tiempo, con gran dificultad y después de larga espera, pudimos sacarle algunas informaciones. Nos dijo que aquella máquina se llamaba aeroplano y era un aparato con unos motores para lanzarlo a través del cielo. Nos explicó que el ruido lo producían los motores. Aquel aeroplano lo habían fabricado los norteamericanos y lo había comprado una empresa china de Shanghai que se proponía establecer una línea aérea de Shanghai a Chungking. Los tres hombres que habíamos visto eran el piloto, el navegante y un mecánico y estaban en vuelo de pruebas. El piloto —el hombre con quien hablábamos— dijo:

—Tenemos que interesar en este asunto a las personalidades de aquí y darles la oportunidad de volar con nosotros para que se convenzan.

Nos hubiera gustado ser «personalidades» de Chungking para tener la oportunidad maravillosa de volar en aquel aeroplano. El piloto, como si adivinase nuestros pensamientos, prosiguió:

—Y ustedes, los del Tíbet, bien pueden considerarse como «personalidades». ¿Le gustaría a usted acompañarme en un vuelo?

—¡Claro que sí! —me apresuré a contestar—. Estamos dispuestos para cuando usted nos lo diga.

El piloto se dirigió a Huang y le dijo que a él no podría llevarlo, rogándole que saliera del aparato.

—¡Oh, no! —exclamé—. Si voy yo, ha de ir también mi compañero. —Así que Huang se quedó (¡pero le hice un menguado favor, como se vería luego!). Los dos hombres que estaban fuera regresaron al aeroplano. Hubo muchas señales con las manos. Hicieron algo en la parte delantera, se produjo un fuerte «bam» e hicieron algo más. De pronto hubo un ruido atronador y una terrible vibración. Nos agarramos con todas nuestras fuerzas, creyendo que se habría producido algún accidente y que el aparato se iba a hacer pedazos.

—¡Sujétense! —Nos dijo el piloto, pero la advertencia era superflua, pues no podíamos sujetarnos ya más—. Vamos a arrancar —dijo, y empezó una sucesión de brincos, golpes, sacudidas, peor que la primera vez que monté en una cometa. Y ahora era mucho peor, porque, además de las sacudidas, había un espantoso ruido. Después de un golpe sordo final, que casi me hundió la cabeza entre los hombros y la sensación de que alguien me estuviera empujando con todas sus fuerzas por debajo y por la espalda logré levantar la cabeza y mirar por la ventanilla lateral. Estábamos en el aire y ascendíamos. Vimos que el río se alargaba en un hilo de plata. Eran los dos ríos que formaban uno solo. Veíamos los campana y los juncos que flotaban como pedacitos de madera. Luego miramos a Chungking, sus calles, sus empinadas calles que solíamos recorrer con tanta dificultad. Desde aquella altura parecían llanas, pero las terrazas de los campos por encima del acantilado seguían colgadas precariamente a la empinada falda del monte. Veíamos trabajar a los campesinos, ajenos a nosotros. De pronto se produjo una blancura, una oscuridad absoluta e incluso los ruidos de los motores parecían ensordecidos. Íbamos por entre las nubes. Pocos minutos después fue aumentando la luz. Salimos al azul pálido del cielo, inundados por la dorada luz del sol. Cuando mirábamos hacia abajo, era como si contemplásemos un mar helado, de una blancura deslumbrante por la intensidad de sus reflejos. Subíamos sin cesar y me di cuenta de que el piloto me iba hablando.

—Estamos a una altitud mucho mayor de la que usted pueda haber alcanzado en esos vuelos de que me hablaba en el Tíbet.

—No, no —repliqué—, pues cuando empecé a volar en una cometa de las que transportan a un hombre, llegué a cinco mil cien metros de altura.

Esto le dejó asombrado. Se volvió para mirar por una ventana lateral; un ala se inclinó y descendimos de lado en un chirriante picado. Huang se puso pálido más bien verdoso —un color horrible— y le sucedió algo tremendo: se fue ladeando en su asiento hasta quedar boca abajo en el suelo del aparato. Lo pasaba horriblemente. En cuanto a mí, estaba de sobra acostumbrado y era inmune al mareo en el aire. Lo único que experimentaba era una agradable sensación con las evoluciones del aeroplano. Cuando aterrizamos, Huang se había convertido en un montón de carne sufriente que emitía angustiosos gemidos. ¡Huang era un mal aviador! Para aterrizar, el piloto paró los motores y nos deslizamos por el cielo descendiendo suavemente. Sólo oíamos el silbido del aire al cortarlo nuestras alas. De pronto, cuando ya estábamos muy cerca de tierra, el piloto volvió a poner en marcha los motores y de nuevo nos ensordeció el tremendo estruendo de varios centenares de caballos de fuerza. Describimos un círculo y tocamos por fin tierra. Otra vez se pararon los motores y sentí una gran sacudida. El piloto y yo nos levantamos para salir. El pobre Huang no se hallaba en condiciones de bajar normalmente. Tuvimos que llevarlo entre el piloto y yo hasta dejarlo tendido sobre la arena para que se repusiera.

Debo reconocer que me porté mal con Huang, pues, mientras él seguía tumbado en la arena quejándose y haciendo extraños movimientos, me alegré de que fuese incapaz de levantarse. Me alegré, porque ésta era una excelente disculpa para quedarme allí y hablar con el hombre que había pilotado el aparato. Y eso hice; pero, desgraciadamente, él sólo quería hablar sobre el Tíbet. ¿Qué tal país era para instalar pistas de aterrizaje? ¿Había sitios dónde aterrizar fácilmente en aquellos momentos? ¿Podría dejarse caer un ejército con paracaídas? Por supuesto, yo no tenía ni la menor idea de lo que eran los paracaídas, pero dije que no, ¡por si acaso! Llegamos a un acuerdo. Yo le conté cosas del Tíbet y él me habló de la aviación. Luego añadió:

—Me sentiría profundamente honrado si quisiera usted entrevistarse con algunos amigos míos a quienes interesan también los misterios del Tíbet.

¿Qué necesidad tenía yo de conocer a esos amigos suyos? Yo no era más que un estudiante de Medicina y ahora quería saber de aviación, pero aquel individuo sólo pensaba en las relaciones sociales. En el Tíbet, yo había sido uno de los pocos que habían estudiado los vuelos y que habían volado por encima de las montañas en una cometa capaz de transportar a un hombre, pero aunque había sido una sensación maravillosa aquello de volar en el silencio absoluto, la verdad es que la cometa tenía que estar sujeta a la tierra. Sólo podía elevarme en el aire, pero no trasladarme a voluntad de un lugar a otro muy lejano. En cierto modo, venía a ser como el yak sujeto a una cuerda mientras pasta. Por eso me apasionaba saber más de esta rugiente máquina que volaba como yo había soñado poderlo hacer, ya que el piloto me había dicho que con aquel aparato se podía ir a cualquier parte del mundo. ¡Y lo único que se le ocurría era hablarme del Tíbet!

Durante algún tiempo habíamos estado empatados, puesto que ni yo le hablaba de mi país ni él a mí de aviación. Permanecíamos sentados en la arena mirándonos mientras que el pobre Huang se quejaba sin cesar, tendido allí cerca y sin que le prestásemos atención. Pero al poco tiempo accedí a reunirme con los amigos del piloto y hablarles un poco sobre los misterios del Tíbet. Incluso le prometí dar unas conferencias sobre ese tema. Él, por su parte, me llevaría de nuevo en el avión y me explicaría bien cómo funcionaba. Anduvimos primero en torno al aparato y el piloto me fue indicando varias piezas. Luego entramos y nos sentamos juntos en la parte de delante. Frente a cada uno de nosotros había una especie de bastón con media rueda en su extremo superior. Esta media rueda podía girar a la izquierda o a la derecha y el bastón podía ser empujado hacia adelante, o se podía tirar de él hacia atrás. Me explicó que al echarlo hacia atrás se elevaba el avión y al empujarlo hacia adelante se le hacía descender, mientras que los giros a la derecha o a la izquierda hacían que todo el aeroplano girase. Me indicó para qué servían los varios resortes. Luego se pusieron en movimiento los motores y, detrás de unas esferas de cristal, vi cómo temblaban unos indicadores que alteraban su posición a medida que cambiaba el ritmo de los motores. El piloto se portó bien, pues pasó mucho tiempo explicándomelo todo con detalle. Después de haber parado los motores, descendimos y seguimos repasando lo que se podía examinar por fuera.

Aquella tarde me reuní con sus amigos como le había prometido. Desde luego, eran chinos. Todos estaban relacionados con el ejército. Uno de ellos me dijo que conocía mucho a Chiang Kai-Shek y el generalísimo trataba de formar el núcleo de un ejército técnico. Quería elevar el nivel general de los servicios en el ejército chino. Me dijo que dentro de unos cuantos días llegarían a Chungking uno o dos aviones más pequeños que el que yo conocía. Eran aviones que habían comprado a los norteamericanos. Al oír aquello pensé aún más en mis posibilidades en la aviación. ¿Cómo podría aprender a pilotar un avión?

Huang y yo salíamos del hospital unos días después, cuando vimos aparecer como flechas de entre unas nubes muy densas dos formas plateadas. Eran dos cazas de una sola plaza que llegaron de Shanghai como estaba previsto. Dieron unas vueltas sobre Chungking y luego, como si hubieran descubierto el sitio exacto donde debían aterrizar, descendieron muy juntos. Nos apresuramos por la calle de las escaleras y llegamos a la arena. Estaban allí dos pilotos chinos de pie junto a los aviones muy atareados en limpiarles las huellas de su vuelo por las nubes sucias. Huang y yo nos acercamos a ellos y nos dimos a conocer al jefe de los dos, el capitán Po Ku. Huang me había hecho saber de un modo tajante que por nada del mundo volvería a volar. Después de su primer —y último— vuelo, había creído morir.

El capitán Po Ku dijo:

—Ah, sí; he oído hablar de usted. Precisamente estaba pensando cómo ponerme en contacto con usted.

Esto me halagó mucho. Charlamos un rato. Po Ku me señaló las diferencias que existían entre su aeroplano y el de pasajeros que nosotros conocíamos ya. Nos dijo que este avión era de un solo asiento y que no tenía más que un motor, mientras que el otro donde habíamos volado era un trimotor. No pudimos quedarnos más tiempo, pues aún teníamos que hacer nuestra ronda y nos marchamos muy a nuestro pesar.

Al día siguiente teníamos la tarde libre y nos marchamos en cuanto pudimos a donde estaban los dos aeroplanos. Le pregunté al capitán que cuándo iban a enseñarme a pilotar como me habían prometido. Me dijo:

—Oh, eso no podría hacerlo en modo alguno, pues sólo estoy aquí por orden de Chiang Kai-Shek para exhibir estos aviones.

Aquel día no me aparté de él y cuando le vi al día siguiente me dijo:

—Si quiere usted, puede sentarse en el aparato y con eso se contentará. Siéntese ahí y maneje los mandos para acostumbrarse. Mire usted, así es como funcionan.

Eran muy parecidos a los del trimotor, pero, desde luego, mucho más sencillos.

Aquella tarde los llevamos a él y a su compañero —dejaron unos policías vigilando los cazas— al templo donde vivíamos y, aunque insistí mucho, no pude lograr que me dijeran claramente cuándo me iban a enseñar a volar. Po Ku me dijo:

—Tendrá usted que esperar mucho. Se necesitan varios meses de preparación. Tendría usted que aprender en una escuela de tierra y volar luego en un aparato de dos plazas para que su instructor le fuese entrenando y necesitaría muchas horas de vuelo acompañado por un instructor antes de que se le permitiera pilotar solo un aparato como el nuestro.

Al día siguiente, a la última hora de la tarde, bajamos de nuevo. Huang y yo cruzamos el río y, en la otra orilla, se hallaban los dos aviadores completamente solos junto a sus aviones. Los dos aparatos estaban muy separados. Por lo visto, el del amigo de Po Ku tenía alguna avería, pues lo estaba reparando y se veían herramientas por todas partes. Po Ku tenía su motor en marcha, haciendo no sé qué prueba. Lo detuvo, hizo un ajuste y volvió a ponerlo en marcha de nuevo. El motor hizo «fur-fur-fur» y era evidente que no marchaba bien. El piloto no se fijó en nosotros, pues tenía toda su atención puesta en el motor. Luego, cuando éste empezó a ronronear de un modo uniforme y con suavidad, como un gato satisfecho, se irguió y se secó las manos en un pedazo de trapo. Parecía contento. Se volvía para hablarnos cuando su compañero le llamó con urgencia desde el otro aparato. Po Ku iba a parar el motor, pero al ver que el otro piloto agitaba los brazos frenéticamente, se lanzó al suelo con celeridad y salió corriendo.

Miré a Huang y le dije:

—Ajá, ¿me ha dicho que puedo sentarme y practicar con los mandos, no? Bueno, pues me sentaré.

—Lobsang —dijo Huang—, ¿no estarás pensando ningún disparate?

—En absoluto —repliqué—. Soy capaz de conducir este aparato. Ya me he enterado perfectamente de cómo funciona.

—Pero, hombre —dijo Huang—, vas a matarte.

—¡Qué tontería! —exclamé—. ¿Acaso no he volado en cometas? ¿No he permanecido mucho tiempo a enorme altura sin marearme?

El pobre Huang estaba abatido y le asustaba mi propósito, pues, como ya sabemos, no estaba muy bien dotado para los vuelos.

Miré hacia el otro avión, pero los dos pilotos estaban demasiado atareados para preocuparse de mí. Se hallaban arrodillados en la arena haciendo algo en una parte del motor y era evidente que aquello les preocupaba muchísimo. Por allí no había nadie más que los pilotos, Huang y yo, de modo que… subí al avión. Como había visto hacer a los otros, aparté a puntapiés los tacos de madera que sujetaban las ruedas y subí a toda prisa al aparato en cuanto éste empezó a moverse. Ya me habían explicado varias veces cómo funcionaban los mandos y sabía de sobras lo que debía hacer. Empujé con fuerza hacia adelante el mando, tan fuerte que me lastimé la muñeca izquierda. El motor rugió con toda su potencia como si quisiera arrancarse del avión y salir volando por su cuenta. Entonces salimos el aparato y yo a toda velocidad por la franja de arena amarilla. Vi como un fogonazo donde el agua y la arena se encontraban. Por un momento sentí pánico, pero en seguida recordé: «debes tirar hacia atrás». Y eso hice inmediatamente, tirando de la columna de control. El caza levantó el morro, las ruedas besaron las olas, levantando espuma, y me elevé. Sentí como si una mano inmensa y poderosa me empujase hacía arriba. El motor rugió y pensé: «No debo dejarlo ir con demasiada velocidad, tengo que frenarlo o estallará». Así que tiré del control una cuarta parte hacia atrás y el ruido del motor disminuyó. Miré por un lado del aparato y me impresioné, pues allá abajo, a mucha distancia, estaban los blancos acantilados de Chungking. Había subido a gran altura y ya apenas podía saber dónde estaba. No cesaba de elevarme. ¿Dónde estaban los acantilados de Chungking? ¡Qué espanto! Si seguía elevándome, saldría del mundo. Y justamente cuando pensaba esto, sentí una terrible sacudida y me pareció que me hacía pedazos. El mando que tenía en la mano se libró de ella como si estuviera vivo. Salí despedido contra un costado del aparato, que se inclinó violentamente y fue descendiendo hacia la tierra. Durante unos momentos sentí verdadero terror. Me dije: «Esta vez te has pasado de listo, Lobsang. Dentro de unos segundos te habrás convertido en un montón de migajas. ¿Por qué habré salido del Tíbet?». Entonces, con un gran esfuerzo de voluntad, procuré recordar lo que me habían explicado y lo que me había enseñado mi propia experiencia de volar en cometa. Los mandos no podían servirme, de modo que había de dar toda la marcha y dirigir el avión en una dirección determinada. Apenas lo había pensado cuando ya empujaba el mando hacia adelante y el motor empezaba de nuevo a rugir. Entonces agarré con todas mis fuerzas el mando y me apoyé contra el respaldo del asiento. Con las manos y las rodillas obligué al mando a inclinarse hacia adelante. El morro se inclinó hacia abajo de un modo sorprendente. No tenía cinturón de seguridad y, si no hubiera estado tan fuertemente agarrado a los mandos, habría salido despedido. Me parecía tener hielo en las venas, como si alguien me estuviera echando nieve por la espalda. Tenía las rodillas muy débiles; el motor rugía cada vez con más fuerza. Yo era calvo, pero estoy seguro de que si no lo hubiera sido, se me hubieran erizado por completo los cabellos a pesar de la corriente de aire. «Ya está bien», me dije y, con una gran suavidad por temor a que se rompiera, hice retroceder aquél mando. Paulatinamente, con aterradora lentitud el morro del avión empezó a subir, pero mi excitación me hizo olvidar que debía nivelar la posición del aeroplano. Y por ello siguió encabritándose hasta que la extraña sensación que me invadía me hizo mirar hacia abajo, ¿o era hacia arriba? ¡Toda la tierra estaba encima de mi cabeza! Por unos momentos estuve tan desconcertado que no podía comprender lo que había sucedido. Entonces el avión dio una sacudida y volvió a darse una zambullida de manera que la tierra estaba directamente enfrente de mí. Había realizado un salto mortal. Había volado cabeza abajo sujeto con manos y rodilla a la cabina, sin cinturón de seguridad. Reconozco que pasé un gran miedo, pero recuerdo que me dije: «Bueno, si puedo cabalgar a los lomos de un caballo, lo mismo puedo permanecer en un avión». Así, dejé que el avión descendiese aún más y luego fui tirando paulatinamente del mando. De nuevo sentí como si una mano poderosa me empujase, pero esta vez manejé el mando con tanto cuidado sin dejar de observar el suelo que pude nivelar el aparato hasta hacerle emprender un vuelo normal. Estuve unos instantes secándome el sudor de la frente y pensando en lo terrible que había sido aquella experiencia: primero precipitado hacia abajo, luego vertical y después volando cabeza abajo. En definitiva, ya no tenía idea de dónde estaba.

Miré por un lado a la tierra. No hacía más que dar vueltas sin saber encima de dónde. Podría ser el desierto de Gobi. Por fin, cuando ya casi había perdido toda esperanza se me ocurrió una idea salvadora: ¿Dónde estaba el río? Es evidente, me dije, que si puedo localizar el río, luego, yendo a la izquierda o a la derecha podré orientarme perfectamente. Así que hice girar al avión suavemente y a la vez que describía este círculo, observaba a lo lejos. Por fin descubrí un débil hilo de plata en el horizonte. Dirigí el avión en aquella dirección y la mantuve. Empujé el mando para ir más rápido y luego volví a tirar de él hacia atrás, pues temía que se rompiera algo por la enorme trepidación. La verdad es que me daba cuenta, fastidiado, de que todo lo estaba haciendo de un modo extremoso. Había manejado los mandos de una manera tan exagerada que el aparato había reaccionado siempre como un caballo encabritado. Convencido de ello, traté de hacerlo todo con mayor suavidad. Ésta fue la nueva actitud que adopté a partir de entonces.

Cuando me encontré sobre el río, seguí a lo largo de él en busca de los acantilados de Chungking. Era extrañísimo, pero no podía encontrar el sitio. Entonces decidí descender y empecé a dar vueltas cada vez más abajo en busca de aquellos acantilados y de los campos en terraza. Pero no los encontraba. Por fin se me ocurrió que todas aquellas manchitas en el río debían de ser barcos cerca de Chungking. Un pequeño vapor de ruedas, los sampans, y los juncos. En vista de lo cual, descendí aún más y entonces vi una estrecha banda de arena. Seguí describiendo espirales como un halcón que desciende en busca de su presa. La franja de arena se fue haciendo más ancha a cada momento, y allí estaban tres hombres que me miraban horrorizados, tres hombres —Po Ku, su compañero y Huang— que estaban completamente seguros, como después me confesaron, de que habían perdido un avión. Pero yo, en cambio, había recuperado toda la confianza, demasiada confianza. Había volado cabeza abajo y encontrado a Chungking. Pensaba que era el mejor piloto del mundo. Precisamente en ese momento empezó a picarme la pierna izquierda en una mala cicatriz que me quedaba de cuando me quemé en la lamasería. Supongo que inconscientemente me rasqué la pierna; el avión se tambaleó. Un huracán me abofeteó en la mejilla izquierda y el aparato se lanzó de cabeza con una ala inclinada. Una vez más empujé el mando y tiré del control. El avión tembló y las alas vibraron. ¡Creí que se iban a desgajar! Milagrosamente se mantuvieron en su sitio. El avión se encabritó como un caballo irritado, pero en seguida emprendió un vuelo nivelado. El corazón me latía alocadamente con el esfuerzo y el pánico. Describí un nuevo círculo sobre la pequeña extensión de arena. «Bueno —me dije—, ahora tengo que aterrizar. ¿Cómo voy a hacerlo?». El río tenía por aquel sitio más de kilómetro y medio de ancho y a mí, desde arriba, me parecía tener sólo unos centímetros. La arena donde había de aterrizar era sólo un diminuto espacio. Sin saber qué hacer, seguí describiendo círculos. Entonces recordé lo que me habían explicado: tenía que aterrizar contra el viento. De modo que observé en qué dirección se movía allá abajo una columna de humo para saber qué dirección llevaba el viento. Por una fogata que habían encendido a la orilla del río vi que el viento soplaba río arriba. Fui en esa dirección durante muchos kilómetros y luego di otra vez la vuelta para ir río abajo contra el viento. A medida que me acercaba a Chungking fui tirando del regulador y perdiendo paulatinamente velocidad, de modo que el avión fue descendiendo poco a poco. Hubo un momento en que lo actué con brusquedad y el aparato hizo un extraño movimiento, como rebelándose, y cayó como una piedra, dejándome el corazón y el estómago —eso me parecía— colgados de una nube. A toda prisa manejé los mandos, pero tuve que dar otra vuelta y alejarme de nuevo río arriba, empezando otra vez toda la operación. Ya me estaba fastidiando esto de volar y deseaba no haber empezado nunca semejante aventura. Me decía a mí mismo que una cosa era elevarse en el aire y otra muy diferente posarse nuevamente en tierra… llegando entero.

El rugido del motor se hacía monótono. Me aliviaba muchísimo tener a la vista a Chungking. Ahora iba lentamente por encima del río y a muy poca altura entre las enormes rocas que solían parecer blancas, pero que ahora, con los rayos oblicuos del sol, parecían de un negro verdoso. Al acercarme al espacio de arena en medio del río, que me resultaba demasiado estrecho —¡me habrían venido tan bien varios kilómetros de anchura!— vi tres figuras dando brincos de pura excitación. Me hallaba tan interesado observándolas que se me olvidó que debía aterrizar inmediatamente. Cuando pensé de nuevo en que aquél era exactamente el sitio donde tenía que efectuar el aterrizaje, ya había pasado bajo mis ruedas. Así, con un suspiro de resignación, empujé de nuevo aquel odiado mando para recuperar velocidad. Tiré del control para tomar altura y ahora iba otra vez río arriba, harto ya del paisaje, harto de Chungking, y harto de todo.

Una vez más le di la vuelta y me dirigí río abajo, cara al viento. A la derecha tenía una hermosa vista. El sol se ponía y aparecía muy rojo y enorme. Al ver que el sol descendía, recordé inmediatamente que todas aquellas maniobras mías eran también para descender y me figuré que lo haría estrellándome contra el suelo y muriendo dentro de unos segundos. Pero tenía la convicción de que aún no estaba dispuesto a reunirme con los dioses. Me quedaba todavía mucho que hacer. ¡La Profecía! Desde luego, aterrizaría con buena fortuna y todo saldría bien.

Estos pensamientos casi me hicieron olvidar a Chungking. La ciudad estaba allí, debajo del ala izquierda. Suavemente fui soltando los timones para asegurarme de que la franja de arena amarilla caía exactamente frente al aparato. Disminuí cada vez más la velocidad y el avión fue descendiendo poco a poco. Tiré del mando de modo que me puse a unos tres metros sobre el agua, cuando el motor se detuvo. Para estar seguro de que no se produciría un incendio si me estrellaba, paré el motor. Entonces, con una gran suavidad fui empujando la columna de control para perder aún más altura. Directamente frente al motor vi arena y agua, como si me dirigiese a ellas. Así que tiré de nuevo del control y se produjo una sacudida y luego un brinco. Una vez más, otro salto, un ruido y luego un estruendo en el aparato como si todo se estuviera destrozando. Había aterrizado. Sencillamente, el avión se había posado en tierra por su propia voluntad. Durante unos instantes estuve sentado inmóvil sin poder creer que todo había terminado, ni que el ruido del motor no existía; debía de ser, sencillamente, una fantasía creada por mis oídos. Luego miré en torno a mí. Po Ku y su compañero, y también Huang, acudían a todo correr, jadeantes y con el rostro colorado. Se detuvieron exactamente debajo de mí. Po Ku me miró, miró al avión y volvió a mirarme. Luego, con la impresión, se puso muy pálido. Sentía un alivio tan grande que no podía enfadarse. Al cabo de un buen rato, Po Ku dijo:

—Ya está. Tendrá usted que ingresar en las Fuerzas Aéreas o me echarán en cara seriamente no haberle aprovechado a usted.

—Muy bien —respondí—, eso me conviene. Esto de volar me resulta muy fácil. Pero me gustaría aprender el método normal y aprobado.

Po Ku se puso de nuevo colorado y luego rompió a reír.

—Es usted un piloto nato, Lobsang Rampa —dijo—. Tendrá su oportunidad para aprender con arreglo a las normas establecidas.

Aquél fue mi primer paso para abandonar Chungking. Como médico y como piloto, mis servicios serían útiles en cualquier otro sitio.

Por supuesto, Huang difundió la historia, y lo mismo hicieron Po Ku y su compañero; así que durante varios días fui la comidilla del Colegio y del hospital, con gran disgusto mío, pues me molestaba que hablasen tanto de mí. El doctor Lee me mandó llamar oficialmente para administrarme una severa reprimenda, pero extraoficialmente me felicitó. Me dijo que le habría encantado en sus días juveniles haber realizado semejantes proezas. Pero añadió:

—Lástima que en aquellos días de mi juventud, querido Rampa, no existiese la aviación. Teníamos que ir a caballo o a pie a todas partes.

Y confesó que hacía muchos años que no había podido experimentar una emoción tan grande como aquélla que yo le había proporcionado con mi insensata audacia.

—Rampa —me dijo—, ¿qué color tenían las auras de los otros tres cuando voló usted sobre ellos al aterrizar y creían que iba usted a estrellarles el aparato encima?

Y se rió mucho cuando le dije que estaban completamente aterrorizados y por ello sus auras se habían encogido hasta formar en cada uno de ellos una mancha azul pálido con ramalazos de un marrón rojizo. Añadí:

—Me alegro de que no hubiera allí nadie capaz de ver mi aura. Estoy seguro de que debía de tener un aspecto horrible.

No había pasado mucho tiempo cuando se puso en contacto conmigo un representante del Generalísimo Chiang Kai-Shek y me ofreció la oportunidad de aprender a pilotar «según las reglas» y que me destinaran a la aviación china. El oficial que vino a verme, me dijo:

—Si tenemos tiempo, antes de que los japoneses nos invadan en serio, querríamos establecer un cuerpo especial para que los heridos que no pueden ser trasladados fuesen atendidos por aviadores que sean a la vez cirujanos.

Así resultó que tuve otras cosas que estudiar además de los cuerpos humanos. Debía conocer la circulación de la gasolina tan bien como la circulación de la sangre; y estudiar la estructura de un avión con la misma atención que un esqueleto humano. En realidad, ofrecían el mismo interés y tenían muchos puntos en común.

Así fueron pasando los años y me convertí en un médico muy bien preparado y en un piloto teórica y prácticamente muy bueno. Trabajaba en un hospital y volaba en los ratos libres. Huang, a quien no le interesaba la aviación, palidecía sólo con oír la palabra avión, no pudo continuar conmigo. En cambio, intimé con Po Ku y formábamos una buena pareja para el trabajo.

Volar era maravilloso. Resultaba apasionante estar a una altura tan grande en un avión, parar el motor y deslizarse como hacen los pájaros. Se parecía mucho al viaje astral que yo practico y que cualquier otra persona puede hacer con tal de que su corazón funcione normalmente y posea la suficiente paciencia para perseverar.

¿Sabe usted lo que es el viaje astral? ¿Puede usted evocar los placeres de dejarse llevar en los espacios por encima de las casas, cruzar los océanos, trasladarse a remotos países? Todos podemos hacerlo. Esto se produce sencillamente cuando la parte más espiritual del cuerpo se desprende de su envoltura física, se remonta y penetra en otras dimensiones visitando otras partes del mundo al extremo de su «Cordón de Plata». Nada hay de magia en esto, nada turbio ni que esté mal. Es un fenómeno natural y en el remoto pasado los hombres podían viajar astralmente sin obstáculos. Los Adeptos del Tíbet y muchos de la India viajan en su astral y nada se encuentra de extraño en ello. En los libros religiosos de todo el mundo se habla del «Cordón de Plata» y del «Cuenco de Oro». Este cordón de plata no es más que una corriente de energía radiante que es capaz de adquirir una extensión infinita. No es una cuerda material como un músculo, una arteria o un pedazo de bramante, sino la vida misma, la energía que conecta el cuerpo físico con el cuerpo astral.

El hombre tiene muchos cuerpos. Por lo pronto nos preocupamos sólo del físico, y, en la etapa siguiente, del astral. Pensemos que somos capaces, una vez alcanzado un estado diferente, de andar a través de las paredes o de sumergirnos en el suelo. Podemos hacerlo, pero entonces los muros o los suelos han de tener una densidad diferente. En el estado astral, las cosas de este mundo cotidiano nuestro no son un obstáculo para nuestro avance. Las puertas de una casa no podrán impedirnos entrar o salir. Pero en el mundo astral hay también puertas y muros que serán para nosotros tan sólidos y tan prohibitivos en lo astral como lo son las puertas y los muros de este mundo físico.

¿Ha visto usted algún fantasma? En caso afirmativo, se trataba probablemente de una entidad astral, quizá la proyección astral de alguien que usted conoce o de alguien que le visita a usted procedente de otra parte del mundo. En alguna ocasión puede usted haber tenido algún sueño especialmente vívido. Quizá ha soñado usted que flota como un globo en el cielo, sujeto a tierra por una cuerda. Y al mirar desde allá arriba, es probable que haya visto usted abajo a su propio cuerpo rígido, pálido, inamovible. Si ha conservado la calma en esos momentos, se habrá sentido flotando en el aire, deslizándose como un milano impulsado por una brisa. Poco después, quizá se haya encontrado en un país remoto o en alguna tierra muy lejana, pero que usted conoce. Al pensar en ello a la mañana siguiente, seguramente lo habrá usted considerado como un sueño. Pues bien, era un viaje astral.

Haga esta prueba: cuando vaya a dormirse, piense con intensidad que va a visitar a alguien muy conocido suyo. Piense en cómo va a realizar esta visita. Quizá se trate de alguien que vive en la misma ciudad que usted. Y mientras piensa en esto, permanezca inmóvil, pero relajado, apartando de usted todo inquietud. Cierre los ojos e imagínese que empieza usted a flotar por encima de su lecho, que sale por la ventana y que, en última instancia, se desliza en el aire por encima de las calles, sabiendo que nada puede dañarle y seguro de que no se puede caer. En su imaginación, siga el mismo recorrido que va usted a realizar, calle por calle, hasta que llegue a la casa que desea. Luego piense en cómo entrará en la casa. Recuerde que las puertas no serán obstáculo para usted y que, por tanto, no tendrá que llamar.

Así podrá ver a su amigo o a la persona que se propone usted visitar. Es decir, podrá usted conseguirlo si sus motivos son puros. No hay dificultad alguna, peligro ni inconvenientes de ninguna clase. Para esto sólo hay una ley: los motivos han de ser puros.

Insisto en ello y, aunque sea una repetición, es preferible abordar este asunto desde más de un punto de vista para que se convenza usted de lo extremadamente sencillo que es. Cuando está usted tendido en la cama, sin nadie que pueda molestarle, cerrada la puerta de su dormitorio para que nadie pueda distraerlo, procure encontrarse en un gran estado de calma. Imagínese que se va desprendiendo lentamente de su envoltura corporal. No hay peligro alguno. Figúrese que se producen varios pequeños crujidos y sacudidas a medida que su fuerza espiritual va abandonando su cuerpo y solidificándose arriba.

Imagínese que está logrando formar un cuerpo que es exacta contrapartida de su cuerpo físico y que ese nuevo «cuerpo», sin peso alguno, flota sobre el físico. Experimentará usted un pequeño balanceo, con leves movimientos de elevación y descenso. Todo esto es natural. No tiene que asustarse ni que preocuparse. Verá usted que los cuerpos físicos y astral están unidos por un reluciente cordón de plata, una plata azulada que vibra con vida, con los pensamientos que van de lo físico a lo astral y de lo astral a lo físico. Usted no sufrirá daño alguno con tal de que sus pensamientos sean puros.

Casi todos han tenido alguna experiencia de viaje astral. Mirando hacia atrás, piense usted si puede recordar esto: ¿no ha tenido alguna vez la impresión, hallándose dormido, de que se balanceaba en el aire y caía, caía sin cesar, despertándose luego con un sobresalto en el preciso momento en que iba a estrellarse contra el suelo? Pues bien, ése era un caso de viaje astral realizado por el mal camino y de un modo desagradable. No necesita padecer esos inconvenientes e impresiones desagradables. Cuando ocurren, como en ese ejemplo, es porque los causan la diferencia de vibración entre el cuerpo físico y el astral. Puede haber sucedido que cuando flotaba usted, a punto de entrar ya en el cuerpo físico después de un viaje, algún ruido, alguna corriente de aire o una interrupción cualquiera, causó una leve discrepancia en la posición de los dos cuerpos y el astral penetró en el físico en mala posición, por lo cual se produjo una sacudida, una violencia. Podemos compararlo a cuando nos apeamos de un autobús en movimiento. El autobús —que es, en nuestra comparación, el cuerpo astral— marcha a una velocidad de dieciséis kilómetros por hora. El suelo —al que llamaremos cuerpo físico— no se mueve. En el breve espacio de tiempo entre el instante de abandonar la plataforma del autobús y el de pisar el suelo, tiene usted que frenar o exponerse a una sacudida. Así, si tuvo usted en sueños esa sensación de caída, es que se hallaba usted viajando astralmente aunque no lo supiera, porque la impresión violenta de un «mal aterrizaje» le borró de la memoria lo que hizo y vio mientras viajaba. En todo caso, por no estar usted entrenado pudo muy bien haber seguido dormido durante su viaje astral. Por eso es natural que creyera usted haber estado soñando, y entonces diría: «Anoche soñé que visitaba tal sitio y vi a tal persona». ¿Cuántas veces habrá dicho usted eso en su vida? Todo lo habrá atribuido a haber estado soñando; pero, con un poco de práctica, puede usted realizar el viaje astral hallándose completamente despierto y puede retener en la memoria lo que haya hecho o visto. Por supuesto, la gran desventaja del viaje astral es ésta: cuando viaja usted en lo astral no puede llevar nada con usted ni puede traerse nada de donde haya estado. Lo único que podrá llevar consigo, tanto a la ida como a la vuelta, es su propio espíritu.

Las personas que padecen del corazón no deben practicar el viaje astral. Para ellos podía ser peligroso. Pero no hay peligro alguno para los de corazón sano, ya que, mientras sus motivos sean puros, mientras no se propongan practicar el mal u obtener ventajas materiales sobre los demás, nada malo podrá sucederles.

¿Quiere usted viajar astralmente? Ésta es la manera más fácil de lograrlo. Ante todo, recuerde esto, que es la primera ley de la psicología: en toda batalla entre la voluntad y la imaginación, es siempre la imaginación la que gana. Así, imagínese siempre que puede usted hacer algo y, si lo imagina usted con la suficiente intensidad, podrá hacerlo. Podrá hacerlo todo. He aquí un ejemplo para aclarar lo anterior.

Todo lo que usted se imagine que puede hacer podrá hacerlo por muy difícil y hasta imposible que resulte para el observador. Todo aquello que su imaginación considere imposible, será en efecto imposible para usted por mucho que su voluntad se esfuerce en conseguirlo. Piénselo de esta manera: hay dos casas de trece metros de altura cada una, separadas por poco más de tres metros. Una plancha está extendida entre ellas de techo a techo. La plancha quizá tenga unos sesenta centímetros de anchura. Si quiere usted caminar por esa pasarela, su imaginación le presentará los peligros a que se expone: hace mucho viento y puede hacerle vacilar, algún nudo en la madera puede hacerle tropezar… y también le dice su imaginación que pudiera usted marearse, pero lo cierto es que sea cual fuere la causa, su imaginación acaba convenciéndole de que no puede usted cruzar de casa a casa sobre la pasarela. Por mucha fuerza de voluntad que aplique usted al propósito de cruzar sin tropiezo, no lo conseguirá usted. Sin embargo, si esa pasarela estuviese sobre el suelo no habría inconveniente alguno y pasaría usted encima de ella sin la menor vacilación. ¿Quién se lleva la victoria en un caso semejante? ¿La fuerza de voluntad? ¿O bien la imaginación? Repito que si se imagina usted que puede cruzar por la pasarela de madera entre las dos casas, podrá hacerlo con toda facilidad, aunque el viento sople con toda su fuerza o aunque la plancha tiemble, siempre que se haya imaginado usted que puede cruzar con seguridad. Hay personas que andan sobre la cuerda floja o tirante, incluso en una bicicleta, pero nunca la conseguirán ejercitando su voluntad. Todo eso se logra con la imaginación.

Es lamentable tener que llamar a eso «imaginación», porque —sobre todo en Occidente— ese término indica algo de fantasioso, algo de inverosímil; y, sin embargo, la imaginación es la mayor fuerza del mundo. La imaginación puede hacer que una persona se crea enamorada y así se convierte el amor en la segunda de las fuerzas del mundo. Lo podemos llamar imaginación controlada. Pero le llamemos como queramos, siempre debemos recordar que, en cualquier batalla entre la voluntad y la imaginación, ésta siempre gana. En Oriente no nos preocupamos sobre la fuerza de voluntad porque ésta es una trampa que encadena los hombres a la tierra. Confiamos plenamente en la imaginación controlada y obtenemos excelentes resultados.

Si tiene usted que ir al dentista para una extracción, se imagina usted los horrores que le esperan allí, el martirio a que será sometido, se imagina usted paso a paso la extracción; quizá la introducción de la aguja y del líquido anestésico y también los esfuerzos del dentista para arrancarle la muela. Se imagina usted que no lo puede resistir y que va a desmayarse o a gritar desesperadamente, o a desangrarse. Desde luego todo esto es tontería, pero constituye para usted una absoluta realidad y cuando se sienta usted en el sillón sufre mucho dolor, por completo innecesario. Éste es un ejemplo de la imaginación mal usada. No es imaginación controlada sino desbocada y nadie debería incurrir en eso.

Las mujeres han oído siempre relatos impresionantes sobre los dolores y peligros del parto. Al llegarle la hora de dar a luz, la parturienta pensará en todos los dolores que le esperan y se pondrá en tensión y rígida. En ese instante puede tener un dolor y eso le hará pensar que todo lo imaginado por ella es completamente cierto, que tener un niño es un martirio; cada vez se irá tensando más, y cada dolor que sienta la convencerá más, de modo que al final terminará pasándolo muchísimo peor que con los dolores naturales del parto. Esto no sucede así en Oriente. Las mujeres se imaginan que dar a luz es una tarea fácil e indolora, y acaban no sintiendo el dolor. Las mujeres orientales tienen sus hijos y prosiguen muchas veces sus tareas domésticas pocas horas después, sencillamente porque saben dominar la imaginación.

¿Han oído ustedes hablar del «lavado de cerebro» que practican los japoneses y los rusos? Es un proceso de apoderarse de la imaginación de una persona, de obligarla a imaginarse cosas que el verdugo quiere que se imaginen. El prisionero reconocerá todo lo que quiera su dominador aun cuando este reconocimiento le cueste la vida. La imaginación controlada vence en este trance porque la víctima sometida al lavado cerebral, o incluso torturada, puede imaginarse otra cosa y entonces no sucumbirá a los deseos de sus enemigos.

¿Se ha detenido usted a pensar en cómo se desarrolla el proceso de sentir un dolor? Clavemos un alfiler en un dedo. En cuanto ponemos la punta del alfiler sobre la superficie de la carne, esperamos con ansiedad el momento en que la punta atravesará la piel y hará brotar la sangre. Concentramos todas nuestras energías en examinar el sitio donde se va a producir la perforación. Bastaría que en ese momento nos doliera un pie para que olvidásemos ese proceso de introducir un alfiler en la carne del dedo. Pero, si no hay otro dolor más fuerte e irreal en esos momentos, nuestra imaginación se concentrará exclusivamente en la punta del alfiler. El oriental, que ha sido entrenado para el dolor, reacciona de modo muy diferente. En el momento en que el alfiler va a perforar la carne, el oriental reparte su imaginación —su imaginación controlada— por todo el cuerpo de modo que el dolor efectivo en el dedo se distribuye por el cuerpo entero y algo tan insignificante como un alfilerazo no se siente en absoluto si empleamos ese procedimiento. Eso es imaginación controlada. He visto hombres con una bayoneta clavada en el cuerpo. No se han desmayado ni han gritado porque sabían que estaban a punto de recibir el bayonetazo y el dolor se les extendía por todo el cuerpo en vez de quedar localizado de modo que la víctima podía sobrevivir al dolor causado por el bayonetazo.

El hipnotismo es otro buen ejemplo de imaginación. La persona que está siendo hipnotizada rinde su imaginación a la persona que la hipnotiza. El hipnotizado imagina que está sucumbiendo a la influencia del otro. Imagina que está como embriagado y que va cayendo bajo la influencia del hipnotizador. De modo que si éste es lo suficientemente persuasivo y convence a la imaginación del paciente, sucumbirá éste y obedecerá a las órdenes del hipnotizador. En eso consiste el proceso de hipnotizar. Igualmente, si una persona se propone autohipnotizarse, le basta imaginar que está cayendo bajo la influencia de… ¡sí mismo!, y, en efecto, se somete al control de su Mayor Yo. Desde luego, esta imaginación es la base de las curas de fe; la gente imagina con persistencia que si visitan tal sitio, o son tratadas por tal persona, se curarán al instante. En tales casos, la imaginación de esas personas manda sobre el cuerpo y la cura se efectúa y será una cura permanente, mientras que la imaginación conserve el mando, mientras que no se introduzca duda alguna en la imaginación.

Añadiré otro pequeño ejemplo cotidiano porque este asunto de la imaginación controlada es lo más importante que puedan ustedes llegar a comprender y conviene dejarlo absolutamente claro. La imaginación controlada puede significar la diferencia entre el triunfo y el fracaso, la salud y la enfermedad. Vamos a ello: ¿han ido ustedes alguna vez montando en bicicleta por una carretera absolutamente recta y despejada para verse de pronto ante una gran piedra, quizá sólo a unos pocos metros de la rueda delantera? Quizá pensarán ustedes: «¡Oh, no puedo librarme de esto!», y es cierto que no podrían. La rueda delantera haría eses y, por mucho que lo intentaran, no podrían evitar ir derechos a la piedra atraídos por ella como un pedazo de hierro por un imán. Ninguna fuerza de voluntad podría eludir la piedra. Sin embargo, si se imaginan ustedes que pueden salvar el obstáculo, lo salvarán. Recuerden esa regla tan importante —la más importante en la vida— porque puede significarlo todo para ustedes. Si persisten en lograr unas cosas por la voluntad cuando la imaginación se opone, lo único que conseguirán será un trastorno nervioso. Y ésa es, en efecto, la causa de muchas de esas enfermedades mentales que hoy abundan. Las condiciones de vida de nuestro tiempo son dificilísimas y se pretende vencer a la imaginación (en vez de controlarla) oponiéndole la fuerza de voluntad. En el interior de la mente se produce un conflicto que puede afectar seriamente al sistema nervioso. La persona se puede volver neurótica o incluso loca. Los sanatorios de enfermos mentales están llenos de pacientes que se han esforzado en llevarle la contraria a la imaginación intentando hacer lo que ésta rechazaba. Y, sin embargo, es muy sencillo controlar la imaginación y hacer que trabaje para nosotros. Es la imaginación controlada lo que permite a un hombre escalar una alta montaña o batir un récord con un velocísimo avión o realizar cualquiera de esas proezas que leemos en los periódicos. Sí, la imaginación controlada. La persona imagina que puede hacer eso y lo otro y, efectivamente, puede hacerlo. Mientras que la imaginación le dice que puede, la voluntad «quiere» realmente que lo haga. Esto significa triunfo completo. De modo que si desean ustedes que su camino por la vida sea fácil y agradable, como lo es para el oriental, olviden todo eso de la fuerza de la voluntad que no es más que una trampa y un engaño. Recuerden sólo la imaginación controlada. Lo que imaginen, eso podrán hacer. ¿Acaso no son lo mismo la imaginación y la fe?