Capítulo tercero

Descendía una espesa niebla gris de los montes que dominaban a Chungking, y borraba las casas, el río, los mástiles de los barcos allá abajo, convertía las luces de los escaparates en manchas naranja-amarillas, amortiguaba los ruidos y, en conjunto, quizá mejorase la apariencia de Chungking. Se oían los pasos como deslizándose y un anciano muy encorvado surgía de pronto borrosamente de la niebla para perderse de vista en seguida. El silencio era impresionante donde estábamos, pues los únicos sonidos eran muy lejanos y fantasmales. La niebla era como una gruesa manta que todo lo mataba. Huang y yo habíamos terminado nuestras clases del día y era ya tarde. Habíamos decidido salir de las clases de disección del Colegio y respirar un poco de aire fresco. Pero sólo habíamos encontrado esta irrespirable niebla. Yo tenía mucha hambre y lo mismo le pasaba a Huang. La humedad nos calaba hasta los huesos y nos helaba.

—Vamos a comer algo, Lobsang. Sé de un buen sitio —dijo Huang.

—Muy bien —respondí—. Ya sabes que siempre estoy dispuesto para conocer cosas nuevas. ¿Qué vas a enseñarme hoy?

—Pues sencillamente, demostrarte que en Chungking se puede vivir perfectamente a pesar de lo que tú dices.

Se volvió y me indicó el camino, o, mejor dicho, anduvo a tientas hasta que nos pegamos a los muros y pudimos orientarnos por las tiendas. Descendimos un poco por la falda del monte y luego por una entrada que parecía una caverna abierta en un monte. Dentro se respiraba peor que en la niebla. La gente fumaba lanzando grandes nubes de maloliente humareda. Era la primera vez que veía tanta gente fumando a la vez, y era una gran novedad —aunque repugnante— ver a estas personas con tizones encendidos en la boca y el humo saliéndoles por la ventanilla de la nariz. Un hombre atrajo mi atención, especialmente porque no echaba el humo sólo por la nariz sino por los oídos. Se lo señalé a Huang.

—¡Ah!, ése —dijo— es más sordo que una piedra. Le agujerearon los tímpanos. O sea, que no tiene tímpanos que le impidan la salida del humo y por eso puede hacer ese numerito. Se acerca a un forastero y le dice: «Deme un cigarrillo y le enseñaré algo que usted no es capaz de hacer». Con esa habilidad suya, fuma cuanto quiere y gratis. Pero, en fin, encarguemos el alimento, que es lo importante —añadió Huang—. Aquí me conocen mucho y tendremos lo mejor a buen precio.

Aquello me venía muy bien porque durante los últimos días había comido mal. Todo me resultaba extraño, pero los alimentos más que nada. Huang habló con uno de los camareros, que tomó unas notas en una libretita y luego nos sentamos a charlar. La comida era uno de mis problemas, porque no podía conseguir los alimentos a los que estaba acostumbrado y me veía obligado a comer, entre otras cosas, carne y pescado. Para mí, como lama tibetano, esto era indignante, pero mis mayores en el Potala de Lhasa me habían dicho que debería acostumbrarme a los platos extranjeros y me habían dado libertad para comer lo que buenamente pudiera obtener en China. Nosotros, los sacerdotes del Tíbet, nunca comemos carne. Pero esto no era el Tíbet y para cumplir con la tarea que se me había asignado, tenía que comer carne. Fue imposible obtener la comida que deseaba y me tuve que resignar con los repugnantes comistrajos que me daban y, para colmo, fingir que me agradaban.

Llegó nuestra comida: media tortuga rodeada con caracoles de mar, un plato de ranas con curry y lechuga. Todo ello resultaba muy agradable al paladar, pero yo hubiera preferido con mucho mi tsampa. Así, poniendo a mal tiempo buena cara, me tomé las ranas bien guarnecidas con tallarines y arroz. Bebimos té. Una cosa que nunca he probado a pesar de cuanto me han insistido los que habitan fuera del Tíbet, han sido los licores alcohólicos. Nunca, nunca, nunca. Para nosotros, nada hay peor en el mundo que las bebidas intoxicantes, nada peor que la borrachera. Consideramos que la embriaguez es el más vicioso de todos los pecados, porque cuando el cuerpo se empapa de alcohol, el vehículo astral —la parte más espiritual de nosotros— se aparta de lo físico y queda como presa fácil para cualquier entidad rastrera. Ésta no es la única vida; el cuerpo físico sólo es una manifestación particular, la más baja de las manifestaciones, y mientras más se bebe, más se daña al propio cuerpo en otros planos de la existencia. Ya se sabe que los borrachos ven «elefantes rojos» y otras cosas muy curiosas que no tienen paralelo en el mundo físico. Creemos que éstas son manifestaciones de alguna entidad malvada que intenta obligar al cuerpo físico a realizar algún mal. Es muy sabido que los borrachos no están «en posesión de sus sentidos». Así que nunca he tocado las bebidas alcohólicas, ni siquiera el alcohol de cereales, ni siquiera el vino de arroz.

El plato «laqueado» está bien para los que apetezcan la carne. Yo prefiero el cogollo de bambú, pero en Occidente es imposible obtenerlo. Lo que más se le parece es una especie de apio que crece en un país europeo. El apio inglés es muy diferente y no es bueno. Ya que hablamos de la comida china, quizá convenga decir que no existe ningún plato que se llame chopp-suey. Eso no es más que un nombre genérico para toda la comida china, para cualquier plato chino. Si alguien quiere probar una comida china verdaderamente buena sólo tiene que ir a un restaurante auténticamente chino y pedir ragout de setas y cogollo de bambú. Después conviene tomar sopa de pescado y luego pato laqueado. En un auténtico restaurante chino no le darán a usted un trinchador, sino que el camarero acudirá con una pequeña hacha y partirá el pato en las rodajas del tamaño adecuado. Cuando usted haya dado su aprobación, las envolverá en cebolla y formará con ellas un sándwich con pan. Se coge uno de esos pequeños emparedados que se devoran en seguida. La comida puede terminar con hojas de loto o, si lo prefiere usted, con raíz de loto. Hay personas que prefieren las semillas del loto, mas para eso se necesita una buena cantidad de té chino. Ése es el tipo de comida que nos dieron en aquel restaurante que Huang conocía tan bien. El precio resultó sorprendentemente razonable y cuando salimos estábamos en un alegre estado de ánimo, bien fortificados con tan buenos alimentos para afrontar la niebla. Subimos una calle para salir a la carretera de Kialing y cuando habíamos recorrido ya buena parte del camino, doblamos por la vereda que conducía a nuestro templo. Llegamos a la hora justa del servicio religioso. Las tablillas colgaban de sus palos, donde no había brisa, y las nubes de incienso estaban también inmóviles. Las tablillas están hechas de material rojo, con signos chinos dorados escritos sobre ellas. Eran las Tablas de los Antepasados y se usaban con el mismo propósito que se emplean las lápidas sepulcrales en los países de Occidente: para conmemorar a los muertos. Nos inclinamos ante Ho Tai y Kuan Yin, el dios de la buena vida y la diosa de la compasión y proseguimos nuestro camino hasta el interior del templo, débilmente iluminado. Después nos fue imposible cenar. Nos fuimos a dormir, lo que hicimos en seguida que nos enrollamos en nuestras mantas.

Nunca escaseaban los cadáveres para la disección. Eran en Chungking, por aquella época, una mercancía muy fácil de obtener. Y, más tarde, cuando empezó la guerra, no sabíamos qué hacer con tantos cadáveres. Éstos que nos proporcionaban para nuestros estudios, los teníamos en un sótano mantenido a una temperatura constantemente fresca. En cuanto podíamos obtener un nuevo cadáver en la calle o en un hospital, le inyectábamos en una ingle un desinfectante poderosísimo que conservaba el cuerpo durante meses. Era muy interesante bajar al sótano y ver aquellos cadáveres tendidos en grandes losas y fijarse en que invariablemente eran cuerpos delgados. Solíamos tener acaloradas discusiones sobre cuál de nosotros utilizaría el más delgado. Los cuerpos gordos eran muy molestos para la disección. Había que trabajar mucho con muy poco resultado. Para disecar un nervio o una arteria, había que separar capas y capas de tejidos grasientos.

Con frecuencia, la abundancia de cadáveres era tanta que los conservábamos en depósitos teniéndolos «en escabeche», como solíamos decir en broma. Por supuesto, en algunas ocasiones tropezábamos con la oposición de los parientes. En aquellos días, los niños que morían eran abandonados en las calles y lo mismo se hacía con los adultos cuyas familias eran demasiado pobres para costear un entierro a gusto de todos. Los dejaban en las calles aprovechando las horas de oscuridad. Nosotros, los estudiantes de Medicina, solíamos salir a primera hora de la mañana para recoger los que tenían mejor aspecto y, desde luego, los más delgados. Aunque podíamos haber tenido un cadáver entero para cada uno, lo más frecuente era que trabajásemos dos en cada cadáver, ocupándose uno de la cabeza y el otro de los pies. Así, resultaba de un mayor compañerismo. Muchas veces almorzábamos en la sala de disección si se acercaba algún examen. Y no era raro ver a un estudiante con el libro de texto apoyado en sus muslos, los pies en el estómago de un cadáver. Por entonces, nunca se nos ocurrió que pudiéramos contagiarnos de muchas infecciones por los cadáveres. Nuestro director, el doctor Lee, seguía las últimas ideas americanas; en muchos aspectos constituía en él una manía copiar a los americanos, pero era un buen hombre e, indudablemente, uno de los chinos más brillantes que he conocido, y para mí era un placer estudiar con él. Aprendí mucho y me examiné muchas veces; pero sigo sosteniendo que me enseñaron mucha más anatomía los Quebradores de Cadáveres del Tíbet.

Nuestro colegio y el hospital adjunto se hallaban al extremo de la carretera, a lo largo de los muelles, frente a la calle de las escaleras. En el buen tiempo tenía una estupenda vista del río por encima de los campos escalonados, porque era una posición muy prominente que dominaba mucho terreno. Hacia el puerto fluvial, en una sección más comercial de la calle, había una viejísima tienda que parecía devorada por los gusanos y la pintura se desconchaba de las tablas. La puerta estaba desvencijada y torcida. Sobre ella aparecía una figura, tallada en madera y pintada chillonamente, que representaba un tigre. Estaba dispuesta de modo que la fiera arqueaba su lomo sobre la entrada. Sus fauces y feroces colmillos y garras eran tan realistas que infundían pavor a cualquiera. Ese tigre simbolizaba la virilidad, pues así se considera en China. El local atraía a los hombres decaídos y flojos y a todos los que deseaban fortalecerse lo necesario para proseguir sus diversiones. También iban allí las mujeres para adquirir ciertos mejunjes, extracto de tigre, o de raíz de gingseng cuando parecían no poder tener hijos. El extracto de tigre y el gingseng contenían grandes cantidades de una sustancia que ayudaba a hombres y mujeres en tales circunstancias, sustancias que hasta hace poco no han sido descubiertas por la ciencia occidental, que las presenta como un gran triunfo de la investigación y del comercio. Los chinos y los tibetanos ignoraban esta moderna investigación, pero ello no obstaba para que dispusieran de esos específicos desde hace tres o cuatro mil años. Sin embargo, no se han jactado debidamente de ello. Occidente podría aprender mucho de Oriente si los occidentales fueran más cooperativos. Pero, volviendo a la vieja tienda con el tigre feroz tallado y pintado sobre ella, añadiré que tenía un escaparate donde se vendían polvos de extraño aspecto, momias y frascos de líquidos coloreados. Éste era el establecimiento de un curandero al viejo estilo donde aún era posible obtener sapo en polvo, cuernos de antílope molidos en polvo para servir de afrodisíaco y otros raros productos. No era frecuente que en estos barrios más pobres fuesen los pacientes a someterse al tratamiento de la moderna ciencia del hospital. En cambio, el enfermo acudía a esta sucia tienda lo mismo que lo hacía su padre, y quizá como el padre de su padre. Presentaba sus síntomas al «médico» de turno que se sentaba como un búho con gafas de gruesos lentes detrás de un mostrador de madera marrón. El viejo «médico» le escuchaba con paciencia, movía solemnemente la cabeza y, tocando al paciente con la yema de los dedos, prescribía muy teatralmente la medicina necesaria. Era tradicional que ésta había de ser de color de acuerdo con un código especial. Era una norma no escrita y vigente desde tiempos inmemoriales. Para un padecimiento estomacal, la medicina recetada sería amarilla, mientras que el paciente de una enfermedad de sangre o del corazón, saldría de allí con una medicina roja. A los enfermos de bilis o hígado, o incluso de carácter demasiado violento, se les recetaba una medicina verde. Los que padecían de la vista adquirían una loción azul. Esta elección de los colores se hacía muy difícil cuando se trataba de curar el interior de una persona. Si se presentaba un enfermo al que dolía algo dentro de su cuerpo y se pensaba que era de origen intestinal, la medicina había de ser marrón. Las mujeres embarazadas sólo tenían que tomar carne pulverizada de tórtola para que el niño naciera con facilidad y ellas no sufrieran en el parto. Con aquella medicina, las mujeres podían dar a luz casi sin darse cuenta y de este modo no tendrían que interrumpir más que unos momentos su trabajo diario. El curandero les decía: «Váyase a casa, póngase el delantal entre las piernas de manera que el niño no se caiga al suelo al salir de usted, luego tráguese esta carne de tórtola en polvo».

El viejo curandero chino —aunque no trabajaba legalmente— estaba autorizado a hacer publicidad y esto lo realizaba del modo más espectacular. Por lo general podía exhibir en la fachada de su casa un gran rótulo donde se exaltaban sus maravillosas facultades como curandero. No sólo esto, sino que en la sala de espera de su local e incluso en la clínica estaban adornadas las paredes con grandes medallas y escudos que sus pacientes más ricos y asustados le habían regalado para testimoniar de modo tan maravilloso con que él había curado sus desconocidas enfermedades sólo con medicinas en polvos y pociones.

El pobre dentista tenía peor suerte; quiero decir, el dentista a la antigua. En la mayoría de los casos los dentistas no disponían de ningún local para recibir a sus clientes, sino que los atendían en la calle. La víctima se sentaba en un cajón y el dentista le examinaba la boca ante un público espontáneo y muy interesado. Entonces, con unas gesticulaciones muy exageradas y unos manejos misteriosos, procedía a extraer el diente enfermo. «Proceder» es el término adecuado, ya que si el paciente se asustaba demasiado y alborotaba mucho, no era fácil hacer la extracción. En tales casos el dentista no vacilaba en llamar a los espectadores para que sujetasen entre todos a la pobre víctima. Nunca se usaba anestésico. Los dentistas no se anunciaban como los médicos con rótulos, escudos y medallas, sino que se colgaban alrededor del cuello ristras de dientes y muelas que habían extraído. En cuanto sacaba un diente, lo limpiaba cuidadosamente y lo perforaba. Entonces lo ensartaba en la cuerda para añadir un testimonio más de su pericia como dentista.

Nos fastidiaba mucho que los pacientes a quienes habíamos dedicado nuestro tiempo y nuestra atención y a los que habíamos tratado de acuerdo con los más modernos procedimientos recetándoles medicinas caras, entrasen subrepticiamente por la puerta falsa de la casa de un viejo curandero chino para que le tratase su enfermedad. Protestábamos alegando que éramos nosotros quienes estábamos curando a aquel enfermo. El curandero replicaba que él tenía tanto derecho como nosotros. Pero el paciente se callaba, pues lo único que le interesaba era curarse.

A medida que avanzábamos en nuestros estudios y practicábamos en las salas de nuestro hospital, teníamos que salir con frecuencia con algún médico que tuviera ya el título para las visitas a domicilio y ayudar en las operaciones. A veces teníamos que descender hasta lugares que parecían inaccesibles, al pie de los acantilados, en algún sitio donde se hubiese caído un desgraciado rompiéndose los huesos o desgarrándose la carne casi sin remedio. Visitábamos también a los que vivían en casas flotantes en los ríos. En el Kialyng hay gente que vive en esas condiciones e incluso en balsas de bambú cubiertas con esteras sobre las que levantaban pequeñas cabañas. Éstas se balanceaban junto a la orilla del río y si no teníamos mucho cuidado, sobre todo de noche, era muy fácil fallar cuando se intentaba saltar a la balsa o pisar en unos bambúes que estaban flojos y se hundían bajo el peso de uno. Y no era lo más a propósito para levantarle a uno el ánimo los abucheos de los chicos que se reunían siempre por allí en tan lamentables ocasiones.

Los viejos campesinos chinos soportaban asombrosamente el dolor. Nunca se quejaban y siempre estaban agradecidos por lo que hiciéramos por ellos. Solíamos atender también a lo que no era nuestra obligación: ayudar a los ancianos, echarles una mano en la limpieza de su cabaña o prepararles la comida, pero con los jóvenes, las cosas no eran tan agradables. Crecía la inquietud de éstos y cultivaban ideas extrañas. Se infiltraban entre ellos agentes de Moscú, preparándoles para el advenimiento del comunismo. Lo sabíamos, pero nada podíamos hacer, a no ser observar aquello y lamentarlo mucho.

Antes de haber llegado a un grado tan avanzado en nuestra carrera médica, habíamos tenido que estudiar muchísimo, durante catorce horas diarias. Recuerdo la primera clase sobre Magnetismo a que asistí. Por entonces era una materia totalmente desconocida para mí. Me interesó tanto como la que escuché sobre Electricidad por primera vez. En verdad, el profesor no era un individuo muy agradable. Pero contaré lo que pasó.

Huang se había abierto paso por entre los estudiantes que leían en el tablón de anuncios a qué aula teníamos que acudir para la clase siguiente. Empezó a leer y, volviéndose a mí, me gritó:

—¡Oye, Lobsang, esta tarde tenemos clase de Magnetismo!

Nos alegramos al comprobar que estábamos en la misma clase porque nos habíamos hecho muy amigos. Pasamos a una aula cercana junto a donde se daban clases de Electricidad. Dentro había muchos aparatos que nos parecieron muy semejantes a los empleados en Electricidad propiamente dicha. Rollos de alambre, extrañas piezas de metal con una cierta forma de herradura; varillas negras y otras de vidrio, varias cajas de cristal que parecían contener agua clara, trocitos de madera y plomo… Ocupamos nuestros sitios. Entró el profesor y se instaló pomposamente tras su mesa. Era un hombre corpulento, pesado de cuerpo y de espíritu. Estaba muy creído de sus méritos y se atribuía a sí mismo un talento que sus colegas no le reconocían, ni mucho menos. También él había estudiado en los Estados Unidos y mientras que sus compañeros habían regresado convencidos de lo poco que sabían, éste en cambio había llegado a la convicción de que todo lo sabía. Estaba seguro de que su cerebro era infalible. En cuanto estuvo sentado, cogió un pequeño mazo y golpeó con él la mesa violentamente, gritando: «¡Silencio!». Más bien era un rugido, cosa absurda porque nadie había hecho el menor ruido.

—Ahora vamos con el Magnetismo —empezó a decir—, que para algunos de ustedes será una revelación.

Cogió una de las barras dobladas en forma de herradura.

—Esto tiene un campo rodeándolo —dijo, y yo pensé inmediatamente en una pradera donde pacían caballos.

—Les voy a enseñar a ustedes a delimitar el campo de este imán con polvo de hierro. El magnetismo activará todas las partículas de este hierro, el cual irá trazando la exacta silueta de la energía que lo mueve.

Incautamente, le dije a Huang, que estaba detrás de mí:

—¿Para qué insistir en ello, si cualquier tonto puede verlo? El profesor se puso en pie furioso:

—¡Ajá! ¡De manera que el Gran Lama del Tíbet, que no sabe ni una palabra sobre Magnetismo y Electricidad, puede ver un campo magnético! —Y me apuntaba violentamente con el dedo índice—. ¿No es verdad que puede usted verlo? Nuestro Gran Lama es el único hombre del mundo capaz de semejante cosa, ¿no es así? —añadió, sarcástico.

Me levanté:

—Sí, honorable profesor, puedo verlo con toda claridad —dije—, y además puedo ver las luces que rodean a esos hilos.

Al oír esto, el profesor volvió a martillear la mesa furiosamente con el mazo, gritando al mismo tiempo:

—¡Miente usted! Eso nadie puede verlo. Ya que es usted tan listo, venga aquí y dibuje en la pizarra eso que ve.

Suspiré hondamente al acercarme a la mesa. Cogí el imán que estaba encima de ella, y poniéndolo sobre la pizarra, dibujé en torno a él la forma exacta del campo que yo veía con toda claridad, los límites exactos de la luz azulada que salía del imán. También dibujé las rayas más claras que yo veía dentro del campo mismo. Para mí todo esto era elemental. Había nacido con esa facultad que me habían incrementado mediante las operaciones. Cuando terminé había un silencio total. Me volví; al profesor parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas mirándome.

—¡Usted lo había estudiado antes —chilló— y todo ha sido un truco!

—Honorable profesor —repliqué—, le aseguro que hasta hoy nunca había visto un imán de éstos.

—En fin, no sé cómo lo consigue usted —dijo—, pero ése es el campo magnético correcto. Sigo sosteniendo que se trata de un truco. E insisto en que en el Tíbet sólo le han enseñado a usted trucos… No lo comprendo.

Me quitó el imán, lo cubrió con una hoja grande de papel fino y esparció sobre el papel polvillo de hierro. Dio unos golpecitos en el papel con un dedo y las partículas tomaron exactamente la misma forma que yo había indicado en la pizarra. El profesor observó aquello, miró luego la pizarra y de nuevo a las limaduras de hierro.

—Sigo sin creerle, hombre del Tíbet —insistió—. Sigo convencido de que debe de haber un truco en esto.

Volvió a sentarse, abrumado, y permaneció unos momentos con la cabeza entre las manos. Luego se puso en pie de nuevo violentamente y señalándome otra vez con el índice me gritó:

—¡Me ha dicho usted que puede ver el campo de este imán! También pretende ver la luz que rodea a estos hilos eléctricos.

—Así es —repliqué—, puedo verla con toda facilidad.

—Perfectamente —dijo con sorna—; pues ahora le vamos a demostrar que es usted un falsario.

Dio la vuelta, tirando la silla al suelo con su precipitación y corrió a un rincón del aula, dónde, con un gruñido, levantó del suelo una caja de la que sobresalían unos hilos enrollados, y la colocó sobre una mesa delante de mí.

—Esta caja tan interesante —me dijo, burlón— es lo que se llama una caja de alta frecuencia. Si es usted capaz de dibujarme el campo de esto, creeré en usted. Ande, dibújeme ese campo. —Y me miraba fijamente, como diciéndome: «¿A que no se atreve usted ni a intentarlo?».

—Muy bien —dije—. Esto es elemental. Póngamela juntó a la pizarra, para no hacer el dibujo de memoria.

Acercamos entre los dos la mesa hasta colocarla al lado de la pizarra. Cogí la tiza y me volví para empezar mi tarea. Pero en cuanto miré la caja, me quedé perplejo.

—¡Oh! —exclamé—. Se ha marchado. —Me asombraba no ver más que hilos y nada de campo ni cosa parecida. Cuando miré al profesor, le vi con la mano apoyada en la palanca. Había cortado la corriente y me miraba estupefacto.

—¡De manera que también puede percibir eso! ¡Qué extraordinario!

Volvió a dar la corriente y me dijo:

—Vuélvase de espalda a mí, observe los hilos y dígame cuándo hay electricidad en ellos y cuándo está cortada. Así lo hice y le fui diciendo:

—Ahora sí, ahora no, ahora sí…

El profesor interrumpió la prueba y se sentó en su silla en la actitud del que acaba de recibir un tremendo golpe en sus más seguras creencias. Luego, con brusquedad, dijo:

—Ha terminado la clase. —Y dirigiéndose a mí, añadió—: Usted quédese, quiero hablarle a solas. —Los demás murmuraron, resentidos. Habían asistido a una clase que les había proporcionado sorpresas y gran interés, ¿por qué los echaban ahora? Pero el profesor no quería que se hicieran los remolones; a los remisos los empujaba para que salieran de una vez. Cuando el aula se vació, me dijo:

—Ahora que estamos solos, cuéntemelo todo. ¿Cómo se las arregla usted para hacerlo? Explíqueme el truco.

—No es un truco. Es una facultad innata en mí y que me fortalecieron mediante una operación especial. Puedo ver las auras. A usted, por ejemplo, le estoy viendo su aura. Gracias a ella sé que usted no quiere creerme; no está dispuesto a admitir que alguien tenga una habilidad que usted no posee. Por encima de todo, lo que usted desea es demostrar que le estoy engañando.

—No; lo que quiero demostrar es mis conocimientos, mi propia preparación científica, y si usted puede ver este aura, entonces es que cuanto yo he aprendido está equivocado.

—En absoluto —repliqué—. Lo que sucede es que toda esa preparación de usted viene a demostrar la existencia de un aura, porque de lo poquísimo que he estudiado ya de Electricidad en este colegio, deduzco que el ser humano esta movido por la electricidad.

—¡Qué tontería más grande! —exclamó—. Esto es una herejía absoluta. —Y se puso en pie de un brinco—. Venga usted conmigo a ver al director. ¡Tenemos que arreglar éste asuntó!

El doctor Lee estaba sentado ante su mesa-despacho, muy atareado con papeles del colegio. Nos miró por encima de sus gafas cuando entramos y luego se las quitó para vernos con más claridad.

—¡Reverendo director —gritó el profesor—, este hombre del Tíbet dice que puede ver el aura y que todos tenemos auras o halos! Está intentando convencerme de que sabe más que yo, que soy el profesor de Electricidad y Magnetismo.

El doctor Lee nos indicó con suave gesto que nos sentásemos, y luego dijo:

—Bueno, ¿de qué se trata exactamente? Ya sé que Lobsang Rampa tiene la facultad de ver las auras. ¿De qué se queja usted?

El profesor se quedó estupefacto.

—¡Pero, reverendo director! —Exclamó—, ¿es posible que usted crea semejante tontería, una herejía y una falsedad como ésa?

—Desde luego que sí —dijo el doctor Lee—, pues viene de lo más alto del Tíbet y ha sido el Más Alto quien me ha hablado de él.

Po Chu estaba desconcertado y abatido. El doctor Lee se volvió hacia mí y dijo:

—Lobsang Rampa, le ruego que nos explique usted mismo lo del aura. Díganoslo como si no supiéramos absolutamente nada del asunto. Expóngalo usted de manera que podamos entenderlo y tal vez beneficiarnos de la experiencia especializada que usted posee.

Aquello se presentaba de un modo muy diferente. Me agradaba el doctor Lee y su manera de tratar las cosas.

—Doctor Lee —dije—; nací con la facultad de ver a la gente como realmente es. Todos tienen en torno a ellos un halo que revela cualquier fluctuación del pensamiento, las variaciones en la salud y en las condiciones mentales o espirituales. Esa aura es la luz producida por el espíritu. En los dos primeros años de mi vida creí que todos veían lo mismo que yo, pero no tardé en comprender que no era así. Entonces, como usted sabe, ingresé en una lamasería a la edad de siete años y fui sometido a un entrenamiento especial. En ésa lamasería me hicieron una operación para hacerme ver con mayor claridad lo que ya podía ver y que al mismo tiempo me dio nuevas facultades. En los días anteriores a toda memoria —proseguí—, el hombre tenía un tercer ojo. Por culpa de su propia locura perdió ese don, y ésa fue la finalidad de mi entrenamiento en la lamasería de Lhasa. —Los observé un momento y vi que me escuchaban con gran atención. En seguida continué—: Doctor Lee; el cuerpo humano está rodeado ante todo por una luz azulada, un halo luminoso que viene a tener unos dos centímetros y medio o quizá llegue a veces a cinco centímetros. Ese halo sigue y rodea a todo el cuerpo físico. Es lo que llamamos «cuerpo etéreo» y es el más bajo de los cuerpos. Es la conexión entre el mundo astral y el físico. La intensidad del azul varía según el estado de salud de la persona. Luego, encima del cuerpo etéreo se halla el aura. Varía muchísimo de tamaño según el estado de evolución de la persona y también da su nivel de educación y de sus pensamientos. Por ejemplo, el aura de usted tiene un gran tamaño —le dije al director— porque es la de un hombre muy culto. El aura humana, cualquiera que sea su tamaño, se compone de colores en movimiento, como nubes polícromas deslizándose por un cielo vespertino. Cambian con los pensamientos de una persona. Hay zonas del cuerpo, zonas especiales, que producen sus propias franjas horizontales de color. Ayer —dije—, cuando estaba trabajando en la biblioteca, vi algunas ilustraciones de un libro que trata acerca de una creencia religiosa occidental. Allí estaban retratadas unas figuras con la cabeza rodeada de un halo. ¿Significa esto que los occidentales, a quienes yo creía inferiores a nosotros, pueden ver las auras, mientras que nosotros los orientales no podemos? Pero esas imágenes que representan a personas de Occidente —proseguí— tenían auras sólo en torno a sus cabezas. En cambio, yo no sólo las veo alrededor de la cabeza, sino de todo el cuerpo, incluso en las manos y en los dedos de los pies. Es algo que he visto toda mi vida.

—Esa información es la que yo tenía —dijo el director, volviéndose hacia Po Chu—. Sabía que Rampa poseía esa facultad y que la usaba en beneficio de los dirigentes del Tíbet. Por eso estudia con nosotros, para que pueda contribuir al desarrollo de un dispositivo especial que resultaría extraordinariamente beneficioso para la humanidad. En cuanto al descubrimiento y curación de las enfermedades, ¿cuál es exactamente la causa de que usted haya venido a verme con Lobsang Rampa? —preguntó.

El profesor estaba muy pensativo. Por fin dijo:

—Empezábamos las prácticas de magnetismo y aún no me había dado tiempo a demostrar nada cuando, al oírme hablar de los campos magnéticos, este hombre dijo que podía ver los campos que rodean al imán, lo cual me pareció completamente fantástico. Así que le invité a demostrarlo en la pizarra. Con gran asombro mío —continuó—, dibujó el campo en la pizarra y pudo también dibujar el campo de un transformador de alta frecuencia; pero en cuanto lo apagué no vio nada. Estoy seguro de que es un truco. —Miró desafiante al director.

—No —dijo el doctor Lee—, no es un truco. La verdad es ésa. Hace algunos años conocí al guía de Lobsang Rampa, el lama Mingyar Dondup, uno de los hombres más inteligentes del Tíbet, el cual no tuvo inconveniente (llevado por la amistad que me tenía) a someterse a ciertas pruebas y demostró que estaba capacitado para realizar lo mismo que a usted le ha asombrado tanto en Lobsang Rampa. Pudimos, un reducido grupo de nosotros, realizar algunas importantes investigaciones en este asunto. Pero, desgraciadamente, los prejuicios, el atraso mental y la envidia nos impidieron publicar nuestros descubrimientos. Es algo que vengo lamentando desde entonces.

Hubo un gran silencio. Pensé que el director había declarado con toda lealtad su fe en mí. El profesor, en cambio, estaba cada vez más abatido como si acabara de sufrir un gran fracaso en su carrera. Dijo:

—Si tiene usted esa facultad, ¿para qué estudia aquí?

—Quiero estudiar —respondí— toda la ciencia que me sea posible para contribuir a la preparación de un dispositivo semejante al que vi en las mesetas de Chang Tang, en el Tíbet.

El director me interrumpió:

—Sí, ya sé que fue usted uno de los que formaban parte en esa expedición. Me gustaría saber más de ese aparato.

—Hace algún tiempo —dije—, por el deseo del Dalai Lama fuimos un grupo a un valle oculto entre las montañas de Chang Tang. Allí encontramos una ciudad antiquísima, anterior a todo testimonio histórico, una ciudad de una raza desaparecida. Estaba enterrada, en parte, bajo el hielo de un glaciar, pero en los sitios donde el glaciar se había derretido en el valle oculto, los edificios (y cuanto contenían) estaban intactos. Encontramos allí un aparato en forma de caja por el que se miraba y se veía el aura humana, y de este aura, de sus colores y aspecto general, podía deducirse el estado de salud de una persona; es más, aquellos remotísimos antepasados podían ver si una persona iba a padecer alguna enfermedad porque las probabilidades que indicaba el aura permitían verlas antes que se manifestaran en la carne. Asimismo, los gérmenes del coriza se ven en el aura mucho antes de que aparezcan en la carne como resfriado común. Es mucho más fácil curar a una persona cuando está solamente amenazada por un padecimiento que cuando lo tiene ya en actividad. Se puede desarraigar a la enfermedad antes de que se haya podido agarrar bien.

El director asintió con la cabeza y luego dijo:

—Esto es de un gran interés. Siga usted.

—Me propongo lograr una versión moderna de ese antiguo aparato. Me gustaría poner de mi parte cuanto fuera posible para que ese medio fuera una realidad de modo que incluso el médico o cirujano menos clarividente pudieran ver el aura y color de una persona sólo con mirar por esta caja. Podría también este médico tener a su disposición una tabla correspondiente y por ella sabría lo que le sucedía a la persona observada. Podría diagnosticar sin dificultades ni inexactitudes.

—¡Llega usted demasiado tarde! —Exclamó el profesor—. ¡Ya tenemos los rayos X!

—Los rayos X, mi querido colega —dijo el doctor Lee—, son inservibles para una finalidad como ésta de que hablamos. Lo único que hacen es mostrarnos las sombras grises de los huesos u otros cuerpos opacos. Lobsang Rampa no pretende mostrarnos los huesos de un enfermo con ese aparato, sino la fuerza vital del cuerpo mismo. Entiendo perfectamente lo que él se propone y estoy seguro de que la mayor dificultad con que va a tropezar serán los prejuicios y la envidia profesional. —Se volvió otra vez hacia mí—: Pero ¿cómo podría uno aliviar las enfermedades mentales con ese aparato?

—Reverendo Director —respondí—, si una persona padece de personalidad dividida, el aura lo revela con toda claridad porque se presenta en forma de aura dual y sostengo que, con un aparato adecuado, será posible fundir en una las dos auras, quizá por electricidad de alta frecuencia.

Ahora que escribo esto en Occidente, encuentro que existe un gran interés por estas materias. Muchos médicos eminentes han expresado ese interés, pero invariablemente me ruegan que no cite sus nombres, pues quedaría dañada su reputación profesional. Creo que estas observaciones pueden ser de interés. ¿Han visto ustedes alguna vez los cables de energía eléctrica en una neblina? En tal caso, sobre todo en zonas montañosas, habrán notado ustedes que una corona rodea a los cables. Es decir, que una débil luz los envuelve. Si tienen muy buena vista, habrán observado que la luz oscila, está a punto de desaparecer y vuelve a crecer a medida que la corriente que circula por los cables cambia de polaridad. Algo muy semejante es lo que sucede con el aura humana. Nuestros remotísimos antepasados podían ver las auras o halos puesto que los pintaron en las imágenes de santos. Es evidente que esto no se puede atribuir a la imaginación, pues si solamente fuera obra de ella, ¿por qué pintarla en la cabeza, donde efectivamente hay una luz? La ciencia moderna mide ya las ondas cerebrales y el voltaje del cuerpo humano. Existe un famosísimo hospital donde, al realizarse hace unos años unas investigaciones con rayos X, los investigadores descubrieron que en las fotografías aparecía un aura humana, pero no comprendieron de qué se trataba ni les importó, porque su finalidad era fotografiar los huesos y no los colores exteriores del cuerpo y consideraban esa fotografía del aura como un fastidioso inconveniente para sus investigaciones. Aunque fuese una tragedia para la ciencia, lo cierto es que todo lo relativo a fotografía del aura quede postergado, mientras que los rayos X progresaron, lo cual, en mi humilde opinión, fue un gran error. Tengo gran confianza en que con un poco de investigación podrían los médicos y cirujanos disponer de la más maravillosa ayuda para curar a sus enfermos. Me parece perfectamente factible —y esto desde hace unos años— la construcción de un aparato especial que cualquier doctor puede llevar en el bolsillo y examinar con él a un paciente lo mismo que se puede llevar un trozo de cristal ahumado para mirar al sol. Con este aparato podría ver el aura del paciente y por las rayas de colores o las irregularidades de la silueta, podría saber con exactitud lo que padecía el enfermo. Y esto no sería lo más importante, pues no es decisivo saber lo que padece una persona, sino que es necesario curar y esto se podría lograr fácilmente con el aparato que he ideado, sobre todo en el caso de las enfermedades mentales.