Capítulo segundo

Pasamos ante las tiendas con escaparates brillantemente iluminados, y en éstos veíamos géneros que desconocíamos. Algunos de ellos los conocíamos por las revistas que llegaban a Lhasa cruzando el Himalaya desde la India, país que los recibía de los Estados Unidos, esa tierra fabulosa. Un joven chino se apresuró hacia nosotros montando en la cosa más rara que viera yo hasta entonces: un armazón de hierro con dos ruedas, una delantera y otra detrás. Nos miró con fijeza y no podía apartar de nosotros sus ojos por lo cual perdió el control de su absurdo vehículo, cuya rueda delantera tropezó con una piedra y el carrito se tumbó de lado, saliendo despedido el viajero por encima de la rueda delantera para quedar tendido de espaldas en el suelo. Una señora china de edad avanzada estuvo a punto de caerse también al tropezar con ella el viajero.

Se volvió y riñó al pobre hombre, que se incorporó muy azorado y levantó del suelo aquel curioso aparato —al que se le había partido la rueda delantera—, se lo cargó sobre sus hombros y descendió luego tristemente por la calle de las escaleras. Pensábamos que habíamos llegado a una ciudad de insensatos porque todos actuaban del modo más disparatado. Seguimos nuestro camino despacio, admirando las cosas que se exhibían en las tiendas y tratando de descifrar lo que eran y para qué servían, pues, aunque habíamos visto las revistas norteamericanas, ninguno de nosotros había entendido ni una sola palabra, entreteniéndonos sólo con las fotografías.

Llegamos hasta el colegio al que yo iba a asistir. Nos detuvimos y entramos para que yo pudiera comunicar mi llegada.

Tengo amigos todavía en poder de los comunistas y no quiero dar información alguna por la que puedan ser identificados, pues yo estuve más tarde muy relacionado con el joven Movimiento Tibetano de Resistencia. Nos resistimos muy activamente contra los comunistas que actuaban en el Tíbet.

Entré en el edificio y llegué a una habitación donde había un despacho con un joven chino sentado en una de esas típicas plataformas pequeñas de madera sostenidas por cuatro palos y con dos travesaños para apoyar la espalda. «¡Qué manera tan perezosa de sentarse!», pensé. ¡Nunca se me habría ocurrido comportarme de esa forma! Parecía un joven ocioso y despreocupado. Vestía de azul como la mayoría de los chinos. En su solapa llevaba una insignia que indicaba que era un empleado del colegio. Al verme abrió los ojos asombrado y también empezó a abrírsele la boca. Entonces se puso en pie y unió las palmas de las manos mientras se inclinaba profundamente. «¡Soy uno de los nuevos estudiantes de aquí! —dije—. He venido de Lhasa, en el Tíbet, y traigo una carta del Abad de la Lamasería del Potala». Y le tendí el largo sobre que había conservado con tanto cuidado durante nuestro penoso viaje. Lo tomó de mi mano, se inclinó tres veces y dijo:

—Venerable Abad, ¿quiere usted sentarse hasta mi regreso?

—Sí; me sobra tiempo —dije, y me senté en la posición del loto. Me miró turbado y movió nervioso los dedos, apoyándose un momento sobre un pie y luego sobre el otro y tragó saliva.

—Venerable Abad —dijo, con toda humildad y con el respeto más profundo—, ¿puedo sugerirle que se vaya acostumbrando a estas sillas, pues son las que usamos en este colegio?

Me levanté y me senté con gran aprensión en uno de aquellos abominables artefactos. Pensé —y aún lo pienso— que todo hay que probarlo una vez. Aquello me parecía un instrumento de tortura. El joven salió y me dejó allí sentado. Yo no dejaba de moverme, molesto. No tardó en dolerme la espalda, y el cuello se me puso rígido. «¿Es posible —me pregunté—, que no se pueda uno sentar ni siquiera como es debido, como hacemos en el Tíbet, y nos obliguen a permanecer medio levantados, sin reposar sobre el suelo?». Me movía continuamente y la silla crujía y oscilaba, por lo cual no me atreví a moverme más por miedo a que el absurdo aparato se hiciera pedazos. El joven regresó, volvió a inclinarse ante mí y dijo:

—El director le recibirá, venerable Abad; ¿quiere usted venir por aquí? —Me hizo una indicación con las manos para que pasara delante de él.

—No —dije—. Vaya usted por delante para indicarme el camino. Yo no sé por dónde se va.

Se inclinó de nuevo y pasó delante de mí. Todo me pareció tonto, pues algunos de estos extranjeros dicen que le indicarán a uno el camino y luego esperan que vaya uno delante. ¿Cómo voy a pasar delante si no sé a dónde voy? Ése era mi punto de vista y aún lo es. El joven vestido de azul me llevó por un corredor y luego llamó a la puerta de una habitación casi al final. A la vez que se inclinaba, abrió la puerta y dijo:

—El venerable Abad Lobsang Rampa.

Con estas palabras cerró la puerta a mis espaldas y me dejó en la habitación. Había allí un anciano junto a la ventana. Era de aspecto muy agradable, calvo y con una barbita, un chino. Lo extraño era que vestía con ese estilo que yo había visto antes y que llaman el «estilo occidental». Tenía una chaqueta azul y pantalones también azules con una fina raya blanca. Tenía una corbata de color y pensé lo triste que era que un anciano de aire tan digno llevase aquel disfraz tan impropio.

—De modo que es usted Lobsang Rampa —dijo—. He oído hablar mucho de usted y me honro aceptándole aquí como uno de nuestros estudiantes. Había recibido ya una carta acerca de usted aparte de la que usted mismo me ha traído y le aseguro que la preparación que usted ha tenido ya le situará desde el principio en un buen puesto. Su Guía, el Lama Mingyar Dondup, me ha escrito. Le conocí mucho hace unos años en Shanghai, antes de marchar yo a América. Me llamo Lee y soy el director de este centro.

Tuve que sentarme y responder a todas las preguntas que me hizo para probar mis conocimientos de anatomía y de otras disciplinas. Lo que de verdad importaba —por lo menos así me lo parecía a mí—, las Escrituras, ni siquiera se refirió a ellas.

—Me agrada mucho el nivel que tiene usted —dijo—. Pero tendrá usted que estudiar mucho, porque aquí, además del sistema chino, enseñamos los métodos americanos de Medicina y Cirugía y tendrá usted que aprender un buen número de temas sobre los que no ha trabajado hasta ahora. Estoy doctorado en los Estados Unidos de América del Norte y nuestro patrono me ha confiado la preparación de un cierto número de jóvenes dentro de los últimos métodos americanos, procurando que éstos se adapten a las circunstancias de China.

Siguió hablando un buen tiempo, ensalzando las maravillas médicas americanas y los métodos de diagnóstico.

—La electricidad —añadió—, el magnetismo, el calor, la luz y el sonido serán materias que deberá usted dominar aparte de esa cultura tan intensa que su Guía le ha dado.

Le miré horrorizado. La electricidad y el magnetismo nada significaban para mí. No tenía ni la menor idea de lo que me hablaba. En cuanto al calor, la luz y el sonido, en fin, el más tonto los conoce de sobra. Se usa el calor para calentar el té, la luz para ver y el sonido cuando se habla. ¿Qué más puede estudiarse de ellos? Pero el anciano seguía hablando:

—Voy a sugerirle que, como quiera que usted está acostumbrando a trabajar mucho, debería estudiar el doble que todos sus compañeros y hacer dos cursos a la vez, el que llamamos curso premédico al mismo tiempo que el de práctica médica. Con sus años de experiencia en los estudios podrá usted muy bien hacerlo.

Se volvió y revolvió unos papeles hasta sacar de entre ellos lo que reconocí, por lo que había visto en las revistas, como una estilográfica —la primera que había visto en realidad— y murmuró como para sí mismo:

—Lobsang Rampa: preparación especial en Electricidad y Magnetismo. Vea al señor Wu. Le recomiendo que preste especial atención a su caso.

Dejó a un lado la pluma, secó cuidadosamente lo que había escrito y se levantó. Me interesó mucho que emplease papel secante. Nosotros usábamos arena bien seca. Pero ya estaba en pie y me miraba:

—Está usted bastante avanzado en alguno de sus estudios —dijo—. Por lo que le he preguntado puedo decir que está usted incluso más adelante que algunos de nuestros médicos, pero tendrá que estudiar estas dos materias de las que hasta ahora no tiene usted conocimiento alguno. —Tocó un timbre y dijo—: Haré que le enseñen todo esto para que ya desde hoy tenga usted una idea de lo que es nuestro centro. Si tiene dudas venga a verme, pues le prometí al Lama Mingyar Dondup ayudarle a usted en todo lo que pudiera.

Se inclinó ante mí y yo le respondí con otra inclinación tocándome el corazón. El joven del traje azul entró. El doctor le habló en mandarín. Luego se volvió hacia mí imperturbable y dijo:

—Si acompaña usted a Ah Fu, él le enseñará nuestro colegio y responderá a cualquier pregunta que desee usted hacerle.

Esta vez el joven me precedió sin vacilar después de cerrar cuidadosamente la puerta del despacho del director. En el corredor, dijo:

—Tendremos que ir primero al Registro, porque ha de firmar usted en el libro.

Recorrimos un pasillo y cruzamos un espacioso vestíbulo de suelo encerado. Al extremo empezaba otro corredor. Avanzamos por él unos pasos y entramos en una habitación donde había gran actividad. Los empleados trabajaban, según creo, en escribir listas de nombres mientras unos jóvenes permanecían en pie e, inclinados ante unas mesitas, escribían sus nombres en unos libros muy grandes. El empleado que me guiaba dijo algo a otro hombre, que desapareció en un despacho anejo al grande. Poco después, un chino bajo y rechoncho apareció con expresión resplandeciente. Llevaba unas gafas de cristales muy gruesos y vestía también al estilo occidental.

—¡Ah! —dijo—. ¡Lobsang Rampa! He oído hablar mucho de usted.

Me tendió la mano y yo me la quedé mirando, pues no sabía lo que deseaba que le diese. Pensé que quizá querría dinero.

—Debe usted estrecharle la mano a la manera occidental —me dijo mi acompañante al oído.

—En efecto, debe usted estrecharme la mano como hacen los occidentales —repitió el gordito—. Aquí usamos este sistema. —Y así, le cogí la mano y la estreché—. ¡Ay! —exclamó—. Me rompe los huesos.

—Es que no sé cómo se hace. En el Tíbet nos llevamos la mano al corazón, así. —Y le hice una demostración.

—Sí, sí, ya sé; pero los tiempos cambian y nosotros hemos adoptado este sistema. Ahora, estrécheme la mano como se hace; yo se lo enseñaré. —Y lo hizo para que yo aprendiera. Aquello era fácil y pensé que era una estupidez—. Ahora —dijo— tiene usted que firmar para que conste que estudia con nosotros.

Apartó con rudeza a algunos de los jóvenes que estaban junto a los libros y, humedeciéndose el índice y el pulgar de la mano derecha, hojeó un gran libro registro:

—Aquí firmará usted indicando su categoría.

Cogí una pluma china y firmé en el encabezamiento de la página «Martes Lobsang Rampa —escribí—. Lama del Tíbet. Sacerdote-cirujano de la lamasería de Chakpori. Encarnación Reconocida. Abad por nombramiento. Discípulo del Lama Mingyar Dondup».

—¡Bien! —Dijo el chino bajo y gordo cuando leyó lo que yo había escrito—. ¡Bien! Creo que nos llevaremos perfectamente. Quiero que dé ahora una vuelta por nuestras dependencias y que se haga una idea de las maravillas de la ciencia occidental que tenemos aquí. Volveremos a vernos.

Luego habló con mi acompañante y este joven me dijo:

—¿Quiere usted venir conmigo? Lo primero que visitaremos será la sala de ciencias.

Salimos y a buen paso llegamos a otro edificio cercano de forma muy alargada. Allí había objetos de cristal por todas partes: botellas, tubos, frascos, todo el equipo que habíamos visto anteriormente en el Tíbet… pero sólo en fotografías de las revistas. El joven se dirigió hacia un rincón.

—Esto sí que es estupendo. —Y, manejando un tubo de metal, colocó una pieza de cristal debajo. Luego dio vueltas a algo sin dejar de observar el tubo—. ¡Mire esto! —exclamó. Miré y vi el cultivo de un germen. El joven me miró con impaciencia—. ¡Cómo! ¿Acaso no está usted asombrado? —dijo.

—En absoluto —respondí—. Teníamos uno buenisímo en la lamasería de Potala. Se lo regaló al Dalai Lama el Gobierno de la India. Mi Guía, el Lama Mingyar Dondup, tenía autorización para manejarlo cuando quisiera y yo lo usaba con frecuencia.

—¡Ah! —replicó el joven, que parecía muy decepcionado—. Entonces le enseñaré a usted otra cosa.

Me condujo fuera del edificio y pronto entramos en otro.

—Vivirá usted en la lamasería del Monte —dijo—. Pero he supuesto que le gustaría a usted ver las últimas comodidades que disfrutan los estudiantes que viven con nosotros. —Y abrió la puerta de una habitación. Lo primero que vi fueron unas paredes encaladas y luego mis fascinados ojos se fijaron en un armazón de hierro negro con muchos alambres retorcidos que se extendían de un extremo a otro.

—¿Qué es eso? —exclamé—. Nunca he visto nada parecido.

—Eso —respondió con orgullo— es una cama. Tenemos seis de ellas en este edificio. Son camas sin lugar a dudas muy modernas.

Yo no dejaba de mirar aquel artefacto y tuve que preguntar:

—¿Una cama…? ¿Y qué hacen ustedes con este aparato?

—Dormir en él. Y le aseguro que es de lo más cómodo. Échese encima y se convencerá usted.

Le miré; miré a la cama y volví a mirarlo a él. Comprendí que no podía aparecer como un cobarde ante uno de estos empleados chinos; así que me senté en la cama. Crujió y gruñó debajo de mí; cedió bajo mi peso. Tuve la sensación de ir a caerme en el suelo. Me levanté de un brinco.

—Es que peso demasiado para esto —dije.

El joven trataba de contener la risa.

—No se preocupe; es así. Tiene que ceder cuando uno se pone encima. Es sencillamente una cama de muelles. —Se arrojó con todo su peso cuan largo era y botó encima. No, yo no haría una cosa así; era terrible verlo. Siempre había dormido encima del suelo y me bastaba con eso. El joven siguió rebotando y, cuando tomó más impulso, aterrizó en el suelo de golpe. «Le está bien empleado», pensé, mientras le ayudaba a ponerse en pie. Pero no se había inmutado, y me dijo—: Esto no es todo lo que tengo que enseñarle. Fíjese en eso.

Me condujo hasta la pared, donde había un pequeño recipiente que podría haber sido empleado para hacer tsampa quizá para media docena de monjes.

—Mire, mire —me dijo—. ¿No le parece maravilloso?

Por mucho que observaba aquel objeto, nada significaba para mí… No podía comprender su utilidad, ni por qué tenía un agujero en el fondo.

—Esto no sirve para nada —dije—; está agujereado. Aquí no se puede hacer el té.

Se rió al oírme. Mis palabras le divertían sobremanera.

—Pues esto —dijo— es algo aún más nuevo que la cama. ¡Mire! —Extendió el brazo y tocó un resorte de metal adherido a un lado del cuenco blanco. Con gran estupefacción mía, brotó agua del metal—. ¡Agua! Está fría —dijo—. Completamente fría, convénzase. —Y puso la mano en el chorro—. Tóquela.

Así lo hice. Efectivamente, era agua, lo mismo que la del río. Quizá un poco más pasada, pues olía de un modo especial, pero lo admirable era que de un pedazo de metal salía agua. ¡Quién se lo hubiera figurado! El joven volvió a extender el brazo y sacó algo, un objeto negro. Con él tapó el agujero que había en el fondo de la jofaina. El agua seguía corriendo y pronto llenó el recipiente; pero no rebosaba, sino que se marchaba a algún otro sitio por un agujero que había no sé dónde, pero el hecho es que no se caía al suelo. Mi acompañante tocó de nuevo el resorte de metal y el chorro de agua se detuvo. Metió las dos manos en el agua y la removió.

—Fíjese qué agua más estupenda. No tiene usted que salir para sacarla del pozo.

También yo metí las manos en el agua y la removí. Era una sensación muy agradable no tener que arrodillarse a la orilla del río para meter las manos en su corriente. Entonces el joven tiró de una cadenita y el agua se marchó gorgoteando como un viejo en la agonía… Se volvió y cogió lo que yo creía una capa corta.

—Tenga, use esto.

Le miré y luego examiné con atención la tela que me había dado.

—¿Para qué es esto? —le pregunté—. ¡Si estoy completamente vestido!

Volvió a reírse de mí.

—No, no es para vestirse, sino para secarse las manos. Así. —Y me enseñó cómo se hacía. Volvió a ofrecérmelo—: Séquese las manos con esto —dijo. Y así lo hice maravillado, porque la última vez que hablé en el Tíbet con mujeres se habrían alegrado mucho de disponer de aquel pedazo de tela para convertirlo en cualquier prenda útil mientras que nosotros estábamos allí estropeándola al secarnos las manos con ella. ¡Qué habría dicho mi madre si me hubiera visto!

Aquello del agua me había impresionado de verdad. Agua que brotaba del metal y jofainas con agujeros para usarla. El joven iba delante de mí con aire gozoso. Descendimos algunos escalones y entramos en una habitación del sótano.

—Aquí es —me dijo— donde guardamos los cadáveres tanto de hombres como de mujeres.

Abrió una puerta y allí dentro, sobre mesas de piedra, estaban unos cuerpos dispuestos para ser sometidos a la disección. El aire olía intensamente a extraños compuestos químicos que habían empleado para evitar la corrupción de los cuerpos. Por entonces yo no tenía la menor idea de lo que eran, porque en el Tíbet podíamos mantener sin corromperse mucho tiempo a los cadáveres a causa de la frialdad y sequedad de la atmósfera. Aquí, en cambio, en la humedad de Chungking tenían que ser acondicionados con inyecciones en cuanto morían con objeto de preservarlos para los pocos meses en que los estudiantes tendrían que trabajar sobre ellos. Abrió una vitrina y me dijo:

—Aquí tiene usted el último equipo quirúrgico llegado de América. Para amputar los brazos y piernas. ¡Mire!

Examiné aquellas brillantes piezas de metal y cristal y pensé: «En fin, de todos modos, dudo de que puedan hacer las cosas mejor de como las hacemos nosotros en el Tíbet».

Después de haber pasado casi tres horas en este recorrido de los edificios del Colegio, volví a reunirme con mis compañeros, que me esperaban sentados y bastante inquietos a la entrada del edificio central. Les dije lo que había hecho y visto, y añadí:

—Vamos a dar una vuelta por esta ciudad para ver qué clase de sitio es éste. A primera vista me parecen muy atrasados y bárbaros. El mal olor y el ruido son terribles.

Volvimos a montar a caballo y paseamos por la calle de las tiendas. Nos apeamos para poder ver de cerca, y una tras otra, todas las cosas notables que se exhibían en los escaparates. En nuestro recorrido de las calles llegamos a una que no parecía tener salida. Efectivamente, terminaba abruptamente en un acantilado. Esto me intrigó, de modo que nos acercamos y vimos que no estaba cortada al final de un modo tajante, sino que descendía en una violenta pendiente con unas escaleras que llegaban hasta los muelles. Vimos allá abajo grandes barcos de carga, juncos con sus velas latinas que flameaban ociosamente contra los mástiles con la brisa que rozaba el pie del acantilado. Los coolíes cargaban algunos de los barcos, subiendo a bordo con un trotecillo mientras sostenían sobre los hombros sus largos palos de bambú. A cada extremo de estos palos llevaban cestos cargados. Hacía mucho calor y estábamos empapados de sudor. Chungking tiene fama de atmósfera pesada. Entonces, cuando caminábamos llevando de las bridas a nuestros caballos, empezó a extenderse la neblina que subía del río y llegó un momento en que íbamos a tientas en la oscuridad. Chungking es una ciudad muy elevada y más bien alarmante. Una ciudad de mucha piedra y pendientes peligrosas con casi dos millones de habitantes. Las calles eran como precipicios, tanto que algunas de las casas parecían cuevas abiertas en la ladera de una montaña mientras que otras sobresalían, pendientes sobre el abismo. Allí estaba cultivado hasta el último pie de tierra, celosamente vigilado y atendido. En algunas parcelas crecía el arroz y en otras los guisantes o el maíz, pero no se desperdiciaba ni un solo trozo de tierra. Por todas partes se inclinaban hacia el suelo las figuras vestidas de azul, como si hubieran nacido en esa postura y la conservasen todavía, arrancando mala hierba con sus manos cansadas. La gente de más elevada condición social vivía en el valle de Kialing, suburbio de Chung-king, donde el aire era —para lo que suele ser en China, no para nosotros— saludable y las tiendas eran allí mejores y la tierra más fértil. Habían árboles y agradables arroyos. No era un sitio propio para los coolíes, sino para los prósperos comerciantes, los hombres de profesiones liberales y todos los que disfrutaban de medios independientes. Allí vivían los mandarines y, en general, los de alta casta. Chungking era una ciudad poderosa, la mayor que cualquiera de nosotros había visto en su vida, pero no nos impresionaba.

De pronto nos dimos cuenta de que teníamos mucha hambre. No nos quedaban en absoluto víveres, de modo que teníamos que encontrar un sitio donde nos dieran de comer y, naturalmente, habría de ser al estilo chino. Llegamos a un sitio donde un rótulo anunciaba que allí se servía la mejor comida de Chungking y que servían con toda rapidez. Entramos y nos sentamos a una mesa. Una figura vestida de azul se nos acercó y nos preguntó qué deseábamos.

—¿Tienen ustedes tsampa? —dije.

—¡Tsampa! —replicó—. No, no tenemos de eso. Supongo que debe de ser uno de esos platos occidentales.

—Entonces, ¿qué tienen ustedes?

—Arroz, tallarines, aletas de tiburón, huevos… —me respondió.

—Bueno, entonces tomaremos bolas de arroz, tallarines, aletas de tiburón y cogollo de bambú. Dese prisa.

A los pocos momentos, estaba de vuelta con lo que habíamos pedido. Alrededor de nosotros comían otras personas y nos horrorizó la algarabía que formaban. En el Tíbet, en las lamaserías, era una regla inviolable que quienes comían no hablasen mientras duraba la comida porque era una falta de respeto para el alimento y éste podía vengarse produciéndonos extraños dolores en nuestro interior. En nuestra lamasería, un monje nos leía siempre a la hora de comer las Escrituras y teníamos que escucharle con gran atención mientras comíamos. Aquí, en cambio, las conversaciones ensordecedoras eran de lo más frívolas. Aquello nos molestó mucho. Comíamos mirando sin cesar nuestros platos como nos prescribe nuestra orden. En verdad, algunas de las conversaciones no eran tan ligeras porque se hablaba mucho de los japoneses y de los trastornos que estaban causando en varias zonas de China. Por entonces ignoraba yo por completo de qué se trataba. Sin embargo, no nos preocupábamos de lo que sucedía en el comedor ni en Chungking. Si aquella comida fue extraordinaria para mí, era sólo por ser la primera comida que había tenido que pagar. Salimos en cuanto terminamos. Encontramos un sitio en el patio de un edificio municipal, donde pudimos sentarnos a hablar. Habíamos dejado nuestros caballos en una cuadra para darles el reposo que tanto necesitaban y allí podían darles de comer y beber, pues a la mañana siguiente mis compañeros tendrían que ponerse de nuevo en camino para regresar al Tíbet. Como cualesquiera turistas de cualquier país del mundo, les preocupaba lo que podían llevarles a sus amigos de Lhasa, y yo también me preguntaba qué debería comprarle al Lama Mingyar Dondup. Charlamos sobre esto y, como de común acuerdo, nos levantamos todos a la vez y nos dirigimos de nuevo a las tiendas cuyo exterior habíamos curioseado, pero esta vez para hacer nuestras compras. Después caminamos hasta un pequeño jardín donde nos sentamos y conversamos durante mucho tiempo. Había oscurecido ya. Las estrellas brillaban vagamente a través de la neblina, pues la niebla densa había desaparecido. De nuevo nos pusimos en pie y nos dirigimos en busca de un sitio donde cenar. Esta vez tomamos, pescado, alimento que nunca habíamos probado y que nos sabía a algo rarísimo y muy desagradable, pero se trataba de un alimento y teníamos hambre. Terminada la cena, salimos en busca de nuestros caballos. Parecían estar esperándonos y relincharon con placer al acercarnos. Tenían excelente aspecto y cuando los montamos estaban muy bien dispuestos. Nunca he sido un buen jinete y prefiero un caballo cansado que uno con demasiadas ganas de moverse. Tomamos por el camino de Kialing.

Abandonamos la ciudad de Chungking y, siguiendo por la carretera, pasamos por los alrededores de la ciudad en donde habíamos de pernoctar: la lamasería donde yo tendría que recogerme después de mi trabajo. Doblamos a la derecha y subimos la pendiente de un monte cubierto de bosques. La lamasería era de mi propia orden y era lo que más podía parecerse a estar en el Tíbet. Cuando entré, fui directamente al templo, pues habíamos llegado justamente cuando empezaba el servicio religioso. El incienso se elevaba en nubecillas redondas y las profundas voces de los monjes más ancianos así como las agudas de los acólitos, formaban un contraste que me trasladaba a mi tierra, apenándome con la añoranza. Los otros parecían darse cuenta de mis sentimientos y me dejaban entregado a mi nostalgia. Una vez terminado el servicio, seguí un buen rato en mi sitio torturándome con mis pensamientos. Pensé en la primera vez que entré en el templo de una lamasería después de una dura proeza de resistencia. Estaba hambriento y se me apretaba el corazón. Ahora también me angustiaba quizá más que entonces, pues por aquellos tiempos era yo demasiado joven para saber mucho de la vida y ahora, en cambio, me parecía saber demasiado, tanto de la vida como de la muerte. Por fin el anciano Abad encargado de la lamasería se me acercó suavemente:

—Hermano —me dijo—, no conviene pensar demasiado en el pasado cuando tenemos ante nosotros todo el futuro. El servicio ha terminado, hermano, y pronto empezará otro. Convendría que te acostaras, pues hay mucho que hacer mañana.

Me levanté sin hablar y le acompañé a donde tenía que dormir. Mis compañeros se habían retirado ya. Pasé delante de ellos, formas inmóviles en sus mantas. ¿Dormidos? Quién sabe. Quizás estuviesen soñando con el viaje que habían de emprender y el agradable fin que tendría éste cuando volvieran a encontrarse junto a sus compañeros en Lhasa. Yo también me envolví en mi manta y me tumbé en el suelo. Las sombras producidas por la luna se alargaron mucho antes de que yo lograra conciliar el sueño.

Me despertaron las trompetas y los gongs del templo. Era la hora de levantarse y de asistir al servicio religioso al que debíamos acudir antes de comer nada, pero yo tenía hambre. Sin embargo, después del servicio, con el alimento ante mí, faltaba el apetito. Apenas probé bocado porque me sentía muy deprimido. En cambio, mis compañeros comieron abundantemente. Pensé que comían demasiado y me molestó, aunque debía comprender que si lo hacían era por fortalecerse para el viaje de regreso que habían de emprender en seguida. Después del desayuno paseamos un poco. Apenas hablamos. En realidad teníamos muy poco que decirnos. Por último les dije:

—Entregad esta carta y este regalo a mi Guía, el Lama Mingyar Dondup. Decidle que le escribiré con frecuencia. Y también le diréis que habéis podido ver lo mucho que echo de menos su compañía y su orientación. —Saqué un pequeño paquete que guardaba debajo de la túnica—. Y esto es para el Dalai Lama. Dádselo también a mi Guía porque él se ocupará de que se lo entreguen al Dalai Lama.

Me volví dominado por la emoción y no quería que ellos me vieran conmovido, pues era un alto Lama y no debía exteriorizar mis emociones. Afortunadamente, también ellos estaban turbados porque se había establecido entre nosotros una sincera amistad a pesar —según las normas tibetanas— de nuestro diferente rango. Sentían mucho nuestra separación y dejarme en aquel extraño mundo que llegaron a odiar. Anduvimos un rato por entre los árboles contemplando las florecillas que alfombraban el suelo, escuchando el canto de los pájaros en las ramas de los árboles y admirando las finas nubes que navegaban por el cielo.

Había llegado el momento. Volvimos juntos a la vieja lamasería china oculta entre los árboles del monte desde el que se dominaba a Chungking y sus ríos. Teníamos poco que decir y que hacer. Estábamos nerviosos y nos sentíamos deprimidos. Fuimos a la cuadra. Lentamente mis compañeros ensillaron sus caballos y cogieron de las riendas al mío, el que me había traído tan fielmente desde Lhasa y que ahora —feliz criatura— volvía al Tíbet. Intercambiamos unas cuantas palabras más, muy pocas, montaron en sus caballos y se alejaron hacia el Tíbet, dejándome allí de pie, en medio del camino, siguiéndolos con la mirada. Se hacían cada vez más pequeños hasta que desaparecieron a la vuelta del camino. Una nubecilla de polvo levantada por su paso fue desapareciendo y el clip-clop de las herraduras de sus caballos se apagó en la distancia. No sé cuánto tiempo permanecí allí sufriendo con mis pensamientos, pero me sacó de mi melancólica ensoñación una voz agradable que me dijo:

—Honorable Lama, ¿no quiere usted reconocer que en China están los que serán sus amigos? Estoy a su servicio, honorable Lama del Tíbet, colega estudiante de Chungking.

Me volví lentamente y allí, detrás de mí, se hallaba un agradable joven monje chino. Creo que se debió de preguntar cuál sería mi actitud ante su audacia, puesto que yo era un Abad, un alto Lama, y él sólo un monje chino. Pero me encantó verlo. Era Huang, un hombre a quien luego llamaría amigo, sintiéndome orgulloso de ello. Intimamos pronto y me alegré mucho que fuera a estudiar Medicina como yo a partir de la mañana siguiente. También él tendría que estudiar aquellas cosas tan extrañas, Electricidad y Magnetismo; así que podríamos conocernos bien. Nos dirigimos de nuevo hacia la entrada de la lamasería. Al pasar por los portales, avanzó hacia nosotros otro monje chino, que dijo:

—Tenemos que presentarnos en el Colegio. Hay que firmar en un registro.

—Ya lo he hecho —dije—. Firmé ayer.

—Sí, honorable Lama —replicó el otro—. Pero no me refiero al registro de ingreso que firmó usted con nosotros, sino al registro de fraternidad, pues en el Colegio seremos todos hermanos como en las universidades americanas.

Seguimos los tres caminando por la vereda entre los árboles. Era una vereda alfombrada de flores y por ella salimos a la carretera principal que va de Kialing a Chungking. En compañía de estos jóvenes, que venían a tener la misma edad que yo, el camino no me pareció largo ni penoso. Llegamos a los edificios en los que, de entonces en adelante, habríamos de pasar el día, y entramos. El joven empleado de traje azul, pareció alegrarse con nuestra presencia.

—Ah, esperaba que no faltasen ustedes, pues tenemos aquí un periodista americano que habla chino. Le gustaría muchísimo conocer a un alto Lama del Tíbet.

Nos condujo por el corredor hasta una habitación donde yo no había entrado. Me pareció una sala dedicada a recibir las visitas porque vi en ella a unos jóvenes sentados en animada charla con unas muchachas, lo cual me produjo mala impresión. Yo por entonces sabía muy poco de las mujeres. Un joven alto se hallaba sentado en una silla. Se levantó al vernos entrar y se tocó sobre el corazón al estilo oriental. Por supuesto, yo le contesté de idéntica manera. Nos presentaron a él y entonces me tendió la mano. Esta vez no me cogía de sorpresa y se la estreché como me habían enseñado. Se rió.

—Ah, veo que aprende usted los modales de Occidente que están introduciéndose en Chungking.

—Sí —dije—. He llegado al extremo de sentarme ya en esas horribles sillas, y de saber estrechar la mano.

Era un muchacho muy simpático y aún recuerdo su nombre. Murió en Chungking hace algún tiempo. Salimos y nos sentamos sobre un bajo muro de piedra donde estuvimos conversando mucho tiempo. Le hablé del Tíbet y de nuestras costumbres. Le dije muchas cosas de la vida que yo había llevado allí. Él, por su parte, me habló de América. Le pregunté qué hacía en Chungking, pues me parecía extraño que un hombre tan inteligente viviese en un sitio tan sofocante como aquél sin ninguna razón que lo justificara. Por lo menos eso me parecía. Me respondió que preparaba una serie de artículos para una revista americana muy conocida. Me preguntó si podría hablar de mí en ella.

—Pues —le respondí— preferiría que no lo hiciese usted, ya que me encuentro aquí con una finalidad especial. He de estudiar para adelantar mi carrera y emplear luego esos conocimientos como trampolín para viajar por Occidente. Me parecería mejor que esperase usted a que yo hubiera hecho algo de importancia, algo de que mereciese la pena hablar. Entonces —proseguí— sería la ocasión de ponerme en contacto con usted y concederle la entrevista que usted tanto desea.

Era un joven sensato y honrado profesionalmente y comprendió mi punto de vista. Pronto nos hicimos muy buenos amigos; hablaba chino bastante bien y nos entendíamos sin dificultad. Caminó con nosotros parte del camino de regreso a la lamasería.

—Me gustaría mucho poder visitar en alguna ocasión el templo y participar en un servicio religioso. No soy de la religión de ustedes —añadió—, pero la respeto y querría rendir homenaje a su pueblo en el templo.

—Muy bien —le respondí—, vendrá usted a nuestro templo. Tomará parte en nuestros servicios y será bien recibido; se lo prometo.

Con estas palabras nos separamos porque teníamos mucho que preparar para el día siguiente en que empezaría yo mis nuevas actividades de estudiante como si no hubiera estado estudiando toda mi vida. De regreso a la lamasería tuve que repasar mis cosas para ver la ropa que se me había manchado y estropeado en el viaje. Tenía que lavarla yo mismo, pues, según nuestras costumbres, cuidamos de nuestra vestimenta y de todos los objetos personales y no utilizamos criados para que nos realicen las tareas sucias. Más adelante había yo de llevar la ropa de un estudiante chino —la ropa azul—, porque mi túnica de lama atraía demasiado la atención y no deseaba hacerme publicidad, sino estudiar en paz. Además de las cosas corrientes, como lavar la ropa, debíamos atender los servicios religiosos y, en mi calidad de lama dirigente, tenía que intervenir en la administración del culto, pues, aunque durante el día era un estudiante, en la lamasería seguía siendo un sacerdote de alta posición con las obligaciones inherentes a ella. Así terminó el día, y me había parecido que nunca se acabaría el día en que, por primera vez en mi vida, me vi completamente separado de mi gente.

A la mañana siguiente —era una cálida mañana con buen sol—, Huang y yo partimos de nuevo por la carretera camino de una nueva vida, esta vez como estudiantes de medicina. Pronto hicimos el breve viaje y llegamos ante el colegio. Centenares de jóvenes se apiñaban ante el tablón de anuncios. Leímos cuidadosamente todas las noticias y vimos que nuestros nombres estaban juntos, de modo que tendríamos que estudiar a la vez todas las materias. Entramos en el aula que nos habían indicado. Nos sentamos y me admiró ver la extraña disposición de los pupitres, los adornos y todo lo demás. Después de pasar muchísimo tiempo —eso me pareció a mí, por lo menos— entraron otros en pequeños grupos y ocuparon sus asientos. Sonó un gong no sé dónde y entró un chino, que dijo:

—Buenos días, caballeros.

Nos levantamos todos porque el reglamento decía que ésa era la manera de demostrar respeto, y replicamos:

—Buenos días.

Dijo que nos iba a dar unos papeles escritos y que no debíamos desanimarnos por nuestros fracasos porque su tarea era descubrir lo que ignorábamos y no lo que sabíamos. Dijo que hasta que pudiera determinar con exactitud cuál era el nivel de conocimientos de cada uno de nosotros, no podría ayudarnos eficazmente. Los papeles trataban de todo con varias preguntas mezcladas, un verdadero guiso chino de conocimientos donde se trataba de Aritmética, Física, Anatomía, además, claro está, de todo lo relativo a la Medicina, la Cirugía y la Ciencia en general. Nos dio claramente a entender que si no sabíamos cómo responder a una pregunta podíamos hacer constar que no habíamos estudiado aquello, pero añadiendo, si podíamos, alguna información para que él pudiera darse cuenta del punto exacto en que terminaba nuestro conocimiento. Entonces sonó la campanilla. Se abrió la puerta y entraron dos ayudantes cargados con lo que parecían ser libros. Anduvieron por entre nosotros repartiendo los libros que en definitiva resultaron no ser tales sino manojos de hojas grandes donde venían escritas las preguntas, y muchas en blanco en las que teníamos que escribir los temas. Luego pasó uno de los ayudantes repartiendo lápices. En esta ocasión íbamos a usar lápices y no pinceles. Así, nos pusimos a la tarea, contestando a las preguntas lo mejor que podíamos. Por el aura del profesor pude ver que era un sabio auténtico y que su único interés no era otro que el de ayudarnos.

Mi Guía y Tutor, el lama Mingyar Dondup, me había dado una educación muy especializada. El resultado de los papeles que nos entregaron en los dos primeros días demostró que yo estaba muy por delante de mis compañeros en un buen número de materias pero, asimismo, que yo no tenía conocimiento alguno de Electricidad ni de Magnetismo. Una semana después de aquel examen trabajábamos en un laboratorio donde nos habían de hacer una primera demostración porque algunos de los demás estudiantes estaban en mi caso, es decir, nada sabían de esas dos palabras que sonaban tan mal. El profesor nos estuvo hablando de electricidad, diciéndonos:

—Ahora les haré una demostración práctica de los efectos de la electricidad, una demostración inofensiva. Me entregó dos hilos y dijo:

—Por favor, sosténgalos usted hasta que yo le diga que los suelte.

Creí que me estaba pidiendo aquello para que le ayudase en su demostración (¡y así era!); de modo que agarré los hilos, aunque me desconcertó ver en su aura que aquel hombre se proponía una cierta forma de traición. Pensé que quizá estuviera juzgando mal al profesor; pero, de todos modos, no era un hombre muy de fiar. Se alejó de mí para sentarse en su mesa de experimentación. Allí apretó un resorte. Vi que salía luz de los alambres y que el aura del profesor revelaba asombro. Pareció extraordinariamente sorprendido.

—Apriételos más —dijo.

Y así lo hice. Apreté con fuerza los alambres en las manos. El profesor me miró y se frotó los ojos como si no creyera lo que veía. Que estaba estupefacto, no hacía falta la capacidad de ver el aura de las personas para darse cuenta en seguida. Es más, era evidente que el profesor no se había asombrado tanto en su vida. Los otros estudiantes miraban boquiabiertos. No podían comprender lo que pasaba, pues no tenían ni idea de lo que se proponía demostrar el profesor. Éste avanzó hacia mí rápido, después de haber movido de nuevo la palanca y me quitó de las manos los alambres.

—Debe de haber algo que no funciona, quizá se haya producido una desconexión.

Se llevó los dos alambres hasta su mesa. Tenía uno de ellos en la mano izquierda y el otro en la derecha. Sin soltarlos, movió con un dedo la palanca. Entonces lanzó un tremendo grito:

—¡Auuu! ¡Apaguen, me está matando! —Al mismo tiempo se le retorció el cuerpo como si todos sus músculos se hubieran anudado y paralizado. Siguió chillando y se le puso el aura como el sol en el momento de su ocaso. «¡Qué interesante! —pensé—. Nunca he visto nada tan bonito como esto en las auras humanas».

Los continuos gritos del profesor atrajeron a muchas personas, que entraron corriendo. Uno se precipitó a la mesa e hizo funcionar la palanca. El pobre profesor cayó al suelo temblando y sudando. Tenía el rostro verdoso. Por fin pudo levantarse agarrándose al borde de su mesa.

—Usted tiene la culpa. Ha sido usted quien me ha hecho esto.

—¿Yo? Nada he hecho. Me dijo usted que sostuviera los hilos y eso hice. Luego me los quitó usted y no sé qué habrá hecho, pero parecía que iba a morirse.

—No puedo comprenderlo. No puedo comprenderlo —repetía.

—¿Qué es lo que no puede comprender? Hice todo lo que me indicó usted.

—¿De verdad que no ha sentido nada? ¿Ni siquiera un cosquilleo?

—Pues si he de decirle la verdad —reconocí—, he notado como un calorcillo agradable, pero nada más. ¿Qué es lo que debía haber sentido?

Otro profesor, el que había cortado la corriente, dijo:

—¿Quiere usted repetirlo?

—Claro que sí, tantas veces como usted desee.

Me entregó los alambres diciéndome:

—Ahora voy a dejar pasar la corriente. Dígame lo que sucede.

Dio de nuevo a la palanca, y yo dije:

—Pues, como antes: un calorcillo muy agradable. Es como si acercase las manos al fuego para calentarlas, pero nada que pueda causar preocupación ni le haga a uno gritar.

—Apriételos con más fuerza —me ordenó.

Le obedecí y apreté tanto los puños que tenía los músculos de la mano en tensión. Los dos profesores se miraban intrigados y por fin se cortó la corriente. Entonces uno de ellos volvió a quitarme los alambres y los envolvió en un paño manteniéndolos en las palmas de las manos.

—Encienda —dijo al otro.

Así, el otro profesor dio la corriente y el que tenía los hilos envueltos en trapos los soltó en seguida. Dijo:

—Todavía sigue. —Al dejar caer los dos hilos, éstos se libraron del paño y se tocaron. Se produjo un fogonazo azul de gran intensidad y saltó del extremo del alambre un trozo de metal fundido.

—Ahora han fundido ustedes los plomos —dijo uno, y salió para hacer una reparación no sé dónde.

Restablecida la corriente, continuó la clase de electricidad. Dijeron que se proponían darme doscientos cincuenta voltios como tratamiento de choque para demostrar de qué era capaz la electricidad. Tengo una piel extraordinariamente seca y doscientos cincuenta voltios no me hacen efecto alguno. Puedo poner las manos en dos alambres sin recubrir y no preocuparme de si tienen corriente o no. Por lo visto, el pobre profesor era, por el contrario, extremadamente susceptible para las corrientes eléctricas. Durante su lección dijo:

—En los Estados Unidos, si un hombre comete un asesinato y si los tribunales creen que es culpable, lo matan con la electricidad. Lo atan a una silla, le aplican la corriente al cuerpo y ésta lo mata.

Lo cual me pareció muy interesante y me hizo pensar cómo se las arreglarían para matarme a mí, aunque no deseo probarlo en serio.