Nunca me había sentido tan helado, tan sin esperanzas y desgraciado. Incluso en los desolados páramos de Chang Tang, a seis mil metros o más sobre el nivel el mar, donde los vientos bajo cero y cargados de arena fustigaban y arañaban la piel descubierta hasta hacerle sangre, me había sentido más protegido que ahora. Aquel frío no era tan doloroso como el miedo helado que atenazaba mi corazón —pues abandonaba mi amada Lhasa—, al volverme y ver por debajo de mí aquellas diminutas figuras sobre las techumbres del Potala y por encima de ellas una cometa solitaria meciéndose en la leve brisa e inclinándose hacia mí como si dijera: «Adiós; los días en que volabas en las cometas se han terminado, y ahora te esperan asuntos más serios». Para mí, aquella cometa era un símbolo: una cometa en la inmensidad azul, unida a su hogar por una fina cuerda. Me iba hacia la inmensidad del mundo que hay tras el Tíbet, yo también sostenido por la fina cuerda de mi amor por Lhasa. Me dirigí hacia el extraño y terrible mundo más allá de mi pacífico país. Se me apretó el corazón cuando le volví la espalda a mi ciudad y, con mis compañeros de viaje partí para lo desconocido. Ellos también se quedaron tristes, pero tenían el consuelo de saber que después de dejarme en Chungking a unas mil millas, podían regresar a casa. Regresarían y en el viaje de vuelta les estimularía pensar que a cada paso que daban estaban más cerca de Lhasa. Yo, en cambio, tenía que continuar viendo países extraños, gente nueva y pasando por experiencias cada vez más ajenas a mi mundo tibetano.
La profecía que hicieron sobre mi futuro cuando tenía siete años había predicho que ingresaría en una lamasería, que empezaría preparándome para chela, que luego pasaría a ser trappa y así sucesivamente hasta que pudiera examinarme para lama. Después, según dijeron los astrólogos, tendría que abandonar el Tíbet, dejar a mis padres y todo lo que yo amaba para ir a lo que nosotros llamábamos la China bárbara. Estudiaría en Chungking para completar mi educación de médico y cirujano. Según los sacerdotes astrólogos, me vería implicado en guerras, me harían prisionero extrañas gentes y tendría que vencer toda tentación y todo sufrimiento para dedicarme a ayudar a los necesitados. Me dijeron que mi vida sería dura y que el sufrimiento, el dolor y la ingratitud habían de ser mis constantes compañeros. ¡Cuánta razón tenían!
Con estos pensamientos en mi mente —y no eran en absoluto alegres— di la orden de proseguir nuestro camino. Como precaución, en cuanto perdimos de vista a Lhasa, nos apeamos de nuestros caballos y nos aseguramos de que estaban cómodos y de que las sillas no quedaban demasiado apretadas ni que ya se estuvieran aflojando. Nuestros caballos habían de ser nuestros fieles compañeros durante el viaje y teníamos que cuidar de ellos por lo menos tanto como de nosotros mismos. Atendidos esos detalles y consolados al saber que los caballos iban a gusto, volvimos a montar y, con la vista puesta resueltamente en el horizonte, proseguimos.
Fue a principios de 1927 cuando salimos de Lhasa y nos dirigimos lentamente hacia Chotang, a orillas del Brahmaputra. Sostuvimos varias discusiones sobre qué ruta sería la más conveniente. El Brahmaputra es un río que conozco bien, pues volé por encima de sus fuentes en una estribación del Himalaya cuando tuve la fortuna de volar en una de las cometas que llevan pasajeros. En el Tíbet considerábamos a ese río con gran respeto, pero esta reverencia nada era para la que se le tenía en otros sitios. A centenares de kilómetros de su desembocadura, en la bahía de Bengala, se le tenía por sagrado, casi tan sagrado como Benares. Se nos decía que el Brahmaputra era el que forma la bahía de Bengala. En los días primitivos de la historia, era un río rápido y profundo y, mientras fluía casi en línea recta desde las montañas, dragaba el suave suelo y formaba la maravillosa bahía. Seguimos el curso del río por los pasos montañosos hasta Sikang. En los días antiguos y felices, siendo yo muy joven, Sikang formaba parte del Tíbet, era una de sus provincias. Entonces los ingleses hicieron una incursión en Lhasa y los chinos se animaron a la invasión y capturaron Sikang. Entraron en esa región de nuestro país con intenciones asesinas. Mataron, violaron, saquearon, y se quedaron con Sikang. Instalaron allí funcionarios chinos. Los que habían sido expulsados de otros sitios eran enviados a Sikang como castigo. Desgraciadamente para ellos, el Gobierno chino no los apoyaba. Tenían que arreglárselas lo mejor que podían. Vimos que estos funcionarios chinos eran como marionetas, hombres ineficaces de los que se reían los tibetanos. A veces fingíamos obedecerles, pero sólo por cortesía. En cuanto volvían la espalda, hacíamos lo que nos apetecía.
Nuestro viaje continuó lentamente. Llegamos a una lamasería en donde podíamos pasar la noche. Como yo era lama, incluso un abad, una Encarnación Reconocida, nos dieron la mejor acogida de que eran capaces los monjes. Además, yo viajaba con la protección personal del Dalai Lama y esto pesaba mucho para ellos.
Seguimos hasta Kanting. Ésta es una ciudad-mercado de sobra conocida por las ventas de yaks, pero, sobre todo, como centro exportador del té que nos gusta tanto a los tibetanos. Ese té venía de China y no eran las hojas corrientes de té sino más bien un compuesto químico. Contenía té, pedacitos de twig, soda, salpetre y algunas cosas más, porque en el Tíbet no abundan tanto los alimentos como en algunos otros países, de modo que nuestro té había de servirnos como una especie de sopa a la vez que como bebida. En Kanting el té era mezclado y lo presentaban en bloques o «ladrillos» como se les suele llamar. Ésos eran de tal tamaño y peso que podían cargarse en los caballos y después en los yaks que los transportaban cruzando las altas cordilleras hasta Lhasa. Allí lo vendían en el mercado y así se distribuía por todo el Tíbet.
Los «ladrillos» de té tenían que ser de tamaño y forma especial y habían de ir empaquetados de manera también especial, para que si un caballo tropezaba en un peligroso desfiladero y se caía con el té al río, no se estropeara éste. Los «ladrillos» iban empaquetados con una piel sin curtir y entonces se les sumergía en agua. Después se les ponía a secar al sol sobre las rocas. Al secarse se encogían asombrosamente, quedando el contenido absolutamente comprimido. Tomaban un color marrón y quedaban tan duros como la baquelita, pero mucho más resistentes. Estas pieles, una vez secas, podían rodar por una pendiente montañosa sin sufrir el menor daño. Podía uno lanzarlo a un río y dejarlo allí un par de días. Cuando se les extraía del agua y se les secaba, aparecían intactos, pues el agua no entraba en ellos. Y el té se empleaba mucho como moneda. Si un mercader no llevaba dinero encima podía romper un bloque de té y utilizarlo como dinero. Mientras se llevaran «ladrillos» de té no había que preocuparse por el dinero suelto.
Kanting nos impresionó con su torbellino mercantil. Estábamos acostumbrados sólo a Lhasa, pero en Kanting era muy distinto porque en esta ciudad había gente de muchos países: del Japón, de la India, de Birmania y nómadas de detrás de las montañas de Takla. Anduvimos por el mercado, mezclados con los traficantes, y escuchamos la algarabía de idiomas tan diferentes. Nos codeamos con los monjes de diversas religiones, de la secta Zen y otras. Luego, admirados de tantas novedades, nos dirigimos hacia una pequeña lamasería cercana. Allí nos esperaban. Es más, nuestros anfitriones estaban ya preocupados porque no llegábamos. Les explicamos que habíamos estado algún tiempo curioseando por el mercado. El Abad nos dio la bienvenida con gran cordialidad y escuchó con avidez lo que le contamos sobre el Tíbet, pues veníamos de la sede de la cultura, el Potala, y éramos los hombres que habían estado en las mesetas de Chang Tang y habíamos visto grandes maravillas. Nuestra fama nos había precedido.
Al día siguiente, por la mañana temprano, después de asistir a los servicios del templo, volvimos a ponernos en camino llevando una pequeña cantidad de alimentos y tsampa. El camino era sólo una senda polvorienta muy elevada. Abajo había árboles, más árboles de los que ninguno de nosotros había visto nunca. Algunos quedaban ocultos en parte por la neblina que formaban las salpicaduras de unas cataratas. Unos rododendros gigantescos cubrían también la garganta mientras que el suelo quedaba alfombrado con flores de muchos colores y matices, pequeñas florecillas de la montaña que aromatizaban el aire y añadían notas de color al paisaje. Sin embargo, nos sentíamos oprimidos y desgraciados al pensar que habíamos abandonado nuestro país. Y también nos oprimía físicamente la densidad del aire. Íbamos bajando sin cesar y cada vez nos resultaba más difícil respirar. Tropezamos con otra dificultad; en el Tíbet, donde la atmósfera es transparente, el agua hierve con una temperatura más baja y en los sitios más altos podíamos beber té hirviendo. Dejábamos el té y el agua en el fuego hasta que las burbujas nos advertían que podíamos beberlo ya. Al principio, en esta tierra baja nos quemábamos los labios cuando intentábamos hacer lo mismo. Estábamos acostumbrados a beber el té inmediatamente después de sacarlo del fuego y era imprescindible hacerlo así porque el intenso frío lo enfriaba en seguida. Pero durante nuestro viaje no tuvimos en cuenta que la atmósfera más densa afectaría el punto de ebullición ni se nos ocurrió que podíamos esperar a que el agua se enfriara un poco sin peligro de que se helara.
Nos trastornó mucho la dificultad de respirar por el peso de la atmósfera sobre nuestro pecho y pulmones. Al principio pensamos que era la emoción de abandonar nuestro querido Tíbet, pero después descubrimos que nos asfixiaba la nueva atmósfera. Nunca había estado ninguno de nosotros a un nivel inferior de 3000 metros. Lhasa se encuentra a 3600 metros. Con frecuencia vivíamos a una altura superior, como cuando fuimos a las mesetas de Chang Tang donde estábamos a más de 6000 metros. Habíamos oído muchas historias sobre tibetanos que habían salido de Lhasa para buscar fortuna en las tierras bajas. Se decía que se habían muerto después de unos meses de angustia, con los pulmones destrozados. Las historias de comadres de la Ciudad Sagrada insistían en que quienes marchaban de Lhasa para ir a tierras bajas, morían con grandes dolores. Yo sabía que esto no era cierto porque mis padres habían estado en Shanghai, donde tenían muchas propiedades. Después de permanecer algún tiempo allí, habían regresado en buen estado de salud. Yo había tenido poca relación con mis padres porque estaban siempre muy ocupados y, a causa de su posición social tan elevada, no tenían tiempo que dedicar a los niños. De modo que esa información me la habían dado los criados. Pero ahora me sentía muy preocupado por lo que experimentábamos: teníamos los pulmones como resecos y nos parecía que unos cinturones de hierro nos apretaban el pecho impidiéndonos respirar. Nos costaba un enorme esfuerzo la respiración y si nos movíamos con demasiada rapidez sentíamos unos dolores como quemaduras por todo el cuerpo. Al proseguir el viaje, cada vez más bajo, el aire se hacía más espeso y la temperatura más cálida. Era un clima terrible para nosotros. En Lhasa, el tiempo es muy frío, pero de un frío seco y saludable. En esas condiciones, poco importaba la temperatura; pero ahora, en este aire denso y húmedo nos volvía casi locos el esfuerzo de la marcha. Hubo un momento en que los demás quisieron convencerme para que volviésemos a Lhasa diciendo que moriríamos todos si persistíamos en nuestra insensata aventura, pero yo, fiándome de la profecía, no hice caso alguno de sus temores. Así que continuamos el viaje. A medida que la temperatura subía nos mareábamos más y se nos trastornaba la visión. Podíamos ver de lejos tanto como siempre, pero no con tanta claridad y nos fallaba la apreciación de las distancias. Mucho después encontré una explicación a este fenómeno. En el Tíbet tenemos el aire más puro y limpio del mundo; se puede ver a una distancia de ochenta kilómetros o más con tanta claridad como a tres metros. Aquí, con el aire denso de las tierras bajas, no podíamos ver a esa distancia y lo que veíamos quedaba distorsionado por el mismo espesor del aire y por sus impurezas.
Durante muchos días seguimos cabalgando, descendiendo cada vez más y cruzando selvas con más árboles de los que nunca habíamos ni soñado que existieran. En el Tíbet escasea la madera, hay pocos árboles y sentimos la tentación de echar pie a tierra e ir tocando las diferentes clases de árboles y oliéndolos. Su abundancia nos asombraba y todos ellos nos eran desconocidos. De los arbustos, los rododendros eran frecuentes en el Tíbet. Es más, los capullos de rododendro eran un alimento de lujo cuando se preparaban bien. Nos maravillaba todo lo que veíamos y en general la gran diferencia que había entre todo esto y nuestro país. No podría decir cuántos días y cuántas horas tardamos porque estas cosas no nos interesaban en absoluto. Nos sobraba el tiempo y nada sabíamos del ajetreo y el tráfago de la civilización, y si lo hubiésemos conocido no nos habría interesado.
Sólo puedo decir que cabalgábamos durante ocho o diez horas al día y pasábamos las noches en lamaserías. No eran de nuestra rama de budismo, pero nos acogían siempre con la mejor voluntad. No existe rivalidad, rencor ni roces molestos entre los verdaderos budistas de Oriente, que somos nosotros los tibetanos, y las demás sectas. Siempre se recibe a un viajero. Como era nuestra costumbre, participábamos en todos los servicios religiosos mientras estábamos allí. Y no perdíamos oportunidad de conversar con los monjes que nos recibían tan afectuosamente. Nos contaban muchas extrañas historias sobre los cambios en la situación de China: cómo se transformaba el antiguo orden de la paz y cómo los rusos, «los hombres del oso», trataban de imbuirles a los chinos sus ideales políticos, que nosotros considerábamos completamente equivocados. Nos parecía que lo que los rusos predicaban era: «¡Lo que es tuyo, es mío; lo que es mío sigue siendo mío!». Los japoneses, según nos decían, también estaban trastornando a varias partes de China, a causa de la superpoblación. En el Japón nacían demasiados niños y se producía poco alimento, por eso querían invadir pueblos pacíficos y robarles como si sólo importasen ellos.
Por último salimos de Sikang y cruzamos la frontera del Szechwan. A los pocos días llegamos al río Yangtse. Allí, en una aldea, nos detuvimos a última hora de la tarde y no porque hubiésemos llegado a nuestro destino de aquella noche, sino porque tropezamos con una multitud apiñada frente a nosotros. No sabíamos de qué se trataba y como éramos bastante corpulentos no nos costó trabajo abrirnos paso hasta la primera fila. Un hombre blanco, de alta estatura, estaba allí sobre una carreta de bueyes gesticulando y cantando las maravillas del comunismo. Incitaba a los campesinos para que se levantaran y matasen a los propietarios de las tierras. Agitaba en sus manos unos papeles con ilustraciones en que se veía a un hombre de facciones angulosas y una barbilla. Le llamaban el «salvador del mundo». Pero no nos impresionó el retrato de Lenin ni el discurso de aquel hombre. Nos marchamos de allí disgustados y continuamos el viaje durante unos kilómetros más hasta la lamasería en que habíamos de pasar la noche. Había lamaserías en varias partes de China, además de los monasterios y templos chinos. Algunas partes, sobre todo en Sikang, Szechwan o Chinghad, prefieren la forma de budismo del Tíbet, y por eso estaban allí nuestras lamaserías para enseñar a los que necesitaban nuestra ayuda. Nunca buscábamos conversiones, pues creíamos que todos los hombres debían elegir libremente su religión. No nos agradaban esos misioneros que iban por ahí insistiendo en que para salvarse había que hacerse de tal o cual religión. Sabíamos que cuando una persona deseaba convertirse al lamaísmo no habría necesidad de convencerlo, y si se convertía por la persuasión era tiempo perdido. Recordábamos cuánto nos habíamos reído de los misioneros que venían al Tíbet o a China. Era una broma corriente decir que la gente fingía convertirse para conseguir los regalos y las demás ventajas —así llamadas— que las misiones ofrecían. Por otra parte, los tibetanos y los chinos del antiguo orden eran corteses y trataban de contentar a los misioneros haciéndoles creer que lograban un buen éxito con ellos, pero ni por un momento creíamos lo que nos predicaban. Respetábamos sus creencias pero preferíamos conservar las nuestras.
Proseguimos nuestro viaje a lo largo del río Yangtse —el río que luego iba a conocer tan bien— porque éste era un camino más agradable. Nos fascinaba ver los barcos que navegaban por el río. Nunca habíamos visto embarcaciones, aunque las conocíamos por grabados y una vez vi un barco de vapor en una sesión especial de clarividencia que tuve con mi Guía el lama Mingyar Dondup. Pero de esto hablaré más adelante. En el Tíbet nuestros barqueros usaban barquillas de cuero o hule. Eran muy ligeras, hechas con pieles de yaks, y podían llevar hasta cuatro o cinco pasajeros, además del barquero. Muchas veces se añadía la cabra del barquero, pero este animal recorría una buena parte de los caminos por tierra, porque el botero lo cargaba con sus cosas, un paquete o sus mantas, mientras él se echaba sobre los hombros la piragua y escalaba las rocas para evitar las corrientes que hubieran volcado el bote. A veces cuando un campesino quería cruzar el río usaba una piel de cabra o de yak convenientemente preparada. Utilizaban este sistema de un modo muy parecido a como los occidentales usan las calabazas. Pero ahora nos interesaba mucho ver estos barcos de verdad con velas latinas flameando en el aire.
Un día hicimos un alto cerca de un lugar poco profundo del río. Estábamos intrigados; dos hombres andaban por el río sosteniendo, uno por cada extremo, una larga red. Más adelante otros dos hombres batían el agua con palos y chillaban horriblemente. Al principio creíamos que éstos de los gritos eran locos de atar y los que les seguían con la red trataban de sujetarlos con ella. Seguimos contemplándolos y de pronto, a una señal de uno de ellos, los otros dejaron de gritar. Los de la red tiraron de ella y la arrastraron hasta la playa. La extendieron sobre la arena y vimos cómo brillaban una gran cantidad de pescados que aún brincaban cuando los pescadores volcaron la red y los dejaron caer al suelo. Esta escena nos chocó porque nosotros nunca matábamos. Considerábamos un gran mal matar a una criatura cualquiera. En nuestros ríos del Tíbet los peces se acercan a la mano tendida en el agua hacia ellos y la rozan. No temen al hombre y a veces se convierten en favoritos. Pero aquí en China sólo se les consideraba como alimento. Nos preguntamos cómo podrían creerse budistas estos chinos si, de un modo tan evidente, mataban en provecho propio.
Nos habíamos entretenido demasiado, pues quizá nos hubiésemos pasado un par de horas sentados a la orilla del río y no podríamos llegar ya aquella noche a la lamasería. Nos encogimos de hombros, resignados, y nos preparamos para acampar a un lado del camino. Pero vimos que un poco más a la izquierda había un bosquecillo muy recoleto cruzado por el río y nos dirigimos allá. Dejamos a nuestros caballos en libertad de pacer en aquel abundante prado. Reunimos leña para encender una hoguera. Hervimos el agua para el té y comimos nuestra tsampa. Durante algún tiempo permanecimos sentados en torno al fuego hablando del Tíbet y comentando lo que habíamos visto en nuestro viaje, así como pensando en nuestro futuro. Uno tras otro, mis compañeros empezaron a bostezar. Se volvieron y se enrollaron en las mantas, quedándose dormidos en seguida. Por último, cuando ya las brasas se convirtieron en rescoldo, también yo me envolví en mi manta y me tumbé, pero no me dormí. Pensé en todas las penalidades que había pasado. Recordé mi salida de casa a los siete años, mi ingreso en la lamasería y el severo entrenamiento a que me sometieron. Evoqué mis expediciones a las grandes alturas del Tang. Pensé también en el Dalai Lama, y luego —lo que era inevitable— en mi amado Guía, el Lama Mingyar Dondup. Me sentía desolado, enfermo de aprensión. Y entonces pareció como si el paisaje estuviese iluminado por el sol de mediodía. Miré estupefacto y vi a mi Guía ante mí. «¡Lobsang! ¡Lobsang! —Exclamó—, ¿por qué estás tan abatido? ¿Acaso has olvidado? Quizás el hierro crea que lo están torturando caprichosamente en el horno, pero cuando se convierte en una hoja de acero bien templada, piensa de otra manera. Lo has pasado muy mal, Lobsang, pero todo ha sido con una finalidad buena. Como tantas veces hemos comentado, éste es solo un mundo ilusorio, un mundo de sueños. Aún te quedan muchas desventuras que sufrir, has de pasar por pruebas muy duras, pero triunfarás, y saldrás bien de ellas. Al final realizarás la tarea que te has propuesto cumplir». Me froté los ojos y entonces pensé que, por supuesto, el Lama Mingyar Dondup había llegado hasta mí por viaje astral. Yo mismo había hecho a menudo cosas semejantes, pero aquello fue inesperado y me demostraba claramente que mi Guía pensaba en mí constantemente y que me ayudaba con sus pensamientos.
Durante un rato evocamos el pasado deteniéndonos en mis debilidades y repasando fácilmente los muchos momentos felices que habíamos pasado juntos, como un padre y un hijo. Me enseñó, por medio de imágenes mentales, algunas de las penalidades con que había de tropezar y los buenos éxitos que lograría a pesar de los esfuerzos que harían para impedirlo. Después de un tiempo que no podía calcular, el halo dorado desapareció mientras mi Guía reiteraba sus palabras de esperanza y estímulo. Pensando casi sólo en ellas me tumbé bajo las estrellas que brillaban en el cielo helado y me dormí.
A la mañana siguiente nos despertamos pronto y preparamos el desayuno. Como de costumbre, celebramos nuestro servicio religioso de la mañana, que yo dirigí como miembro mayor eclesiástico, y luego continuamos nuestro viaje a lo largo de la senda que bordeaba la orilla del río.
A mediodía llegamos a donde el río se desviaba hacia la derecha y la senda seguía en línea recta. La seguimos. Terminaba en lo que nos pareció una carretera muy ancha. Luego supe que se trataba de un camino de segunda clase, pero nunca habíamos visto una carretera de esa anchura. Continuamos por ella maravillándonos de cómo estaba hecha y de la comodidad que suponía no tener que evitar las raíces salientes y los hoyos. Pensábamos que sólo nos faltaban dos o tres días más para llegar a Chungking. Entonces sentimos en la atmósfera algo extraño que nos hizo mirarnos inquietos. Uno de nosotros, que observaba el lejano horizonte, se irguió alarmado sobre los estribos, abriendo mucho los ojos y gesticulando. «¡Mirad! —exclamó—. Se acerca una tormenta de polvo». Señalaba hacia adelante por donde, efectivamente, avanzaba hacia nosotros un enorme nubarrón gris oscuro a una considerable velocidad. En el Tíbet hay nubes de polvo; nubes cargadas de arenilla que viajan por lo menos a unos ciento treinta kilómetros y de las que han de protegerse todos menos los yaks. La densa lana del yak lo protege, pero todas las demás criaturas, sobre todo las humanas, son arañadas por la arenisca hasta sangrar en el rostro y las manos. Nos quedamos desconcertados porque ésta era la primera tormenta de polvo que habíamos visto desde nuestra salida del Tíbet y nos preguntamos dónde podríamos escondernos. Pero nada veíamos que pudiera protegernos. Consternados, nos dimos cuenta de que la nube que se acercaba iba acompañada por un extrañísimo sonido, el más raro que habíamos oído hasta entonces: algo así como si un principiante tocase desafinadamente una potente trompeta de un templo o, pensamos, asustados, como si las legiones del diablo avanzasen contra nosotros. Hacía «zrom-zrom-zrom», sin cesar. El espantoso ruido aumentó rápidamente su intensidad y cada vez resultaba más raro. Además, se mezclaban estampidos y ruidos de matraca. Estábamos casi demasiado asustados para pensar y para movernos. La nube de polvo se precipitaba contra nosotros cada vez más rápida. El pánico nos paralizaba. Pensamos otra vez en las nubes de polvo del Tíbet, pero, desde luego, ninguna de ellas hacía ese terrible ruido. De nuevo, forzados por el espanto, tratamos de encontrar algún sitio donde refugiarnos de esta terrible tormenta que nos amenazaba. Nuestros caballos fueron mucho más vivos que nosotros; empezaron a patalear y a saltar. Me daba la impresión de que tenían cascos volantes y mi caballo dio un feroz relincho y pareció doblarse por la mitad, lo cual produjo una extraña sensación como si se le hubiera roto algo al caballo o quizá fuera yo el que se hubiera partido una pierna. Entonces salí despedido, describiendo un arco por el aire y caí de espaldas a un lado del camino casi con el conocimiento perdido. La nube de polvo estaba ya encima y vi dentro de ella al mismísimo diablo, un rugiente monstruo negro. La nube pasó. Tendido de espaldas y, con la cabeza dándome vueltas, vi por primera vez en mi vida un automóvil. Era un desvencijado camión examericano que viajaba al máximo de velocidad y haciendo un ruido terrible. Lo conducía un chino que hacía muchas muecas. ¡Qué espantoso olor despedía aquel vehículo! Luego le llamamos el «aliento del diablo». Era un olor a petróleo, aceite y abonos. La carga de abono que transportaba salía despedida a cada brinco del camión y un buen montón cayó a mi lado. El camión se fue alejando con un estruendo grandísimo envuelto en una nube de polvo y un escape de humo negro por detrás. Pronto se convirtió en un punto a lo lejos. Dejamos de oír el ruido.
Miré en torno a mí en el absoluto silencio que se había producido. No había ni señal de mis compañeros; y lo que quizá era peor, ¡el caballo no aparecía por ninguna parte! Seguí tratando de desembarazarme de la cincha que se había roto y se me había arrollado a las piernas cuando aparecieron los otros uno a uno, avergonzados y muy nerviosos por temor a que apareciera algún otro de aquellos rugientes demonios. Aún no sabíamos a qué atenernos sobre lo que habíamos visto. Todo había sido muy rápido y las nubes de polvo nos habían dificultado la visión. Los otros bajaron de sus caballos y me ayudaron a sacudirme el polvo. Por fin quedé presentable, pero… ¿dónde estaba el caballo? Mis compañeros habían llegado de todas direcciones, pero ninguno de ellos había visto mi cabalgadura. La buscamos entre todos, llamamos, miramos con atención en el polvo por si veíamos huellas de las herraduras, pero nada encontramos. Pensamos que el desgraciado animal había saltado al camión y éste se lo había llevado. Nos sentamos junto al camino para discutir lo que podríamos hacer. Uno de mis compañeros se ofreció a quedarse en una cabaña cercana para que yo pudiera utilizar su caballo, y esperaría allí hasta que regresaran los demás después de haberme dejado en Chungking. Pero este plan no me gustaba en absoluto. Sabía tan bien como él que necesitaba descansar, y, en definitiva, esto no resolvía el misterio del caballo desaparecido.
Los caballos de mis compañeros relinchaban y les replicó otro caballo desde la cabaña de un campesino chino. Apenas había empezado éste con su relincho cuando le hicieron callar como si le hubieran tapado el hocico. Comprendimos en seguida. Nos miramos y nos dispusimos a intervenir al instante. ¿Por qué había de estar encerrado un caballo en la pobre choza de un campesino? No era el lugar donde se podía esperar que viviera el dueño de un caballo. Era evidente que estaban ocultándolo allí dentro. Nos pusimos de pie de un brinco y buscamos unos gruesos palos, pero como no los encontramos, cortamos unas gruesas ramas de los árboles próximos y nos dirigimos hacia la cabaña decididos a reclamar lo nuestro. La puerta parecía a punto de caerse a trozos y estaba sostenida por cuerdas bastas. Nuestra cortés llamada no logró respuesta. Había un silencio absoluto. Y cuando luego exigimos, ya sin miramientos, que nos dejaran entrar, tampoco nos respondió nadie. Sin embargo, era evidente que un caballo había relinchado y lo habían hecho callar. Así que cargamos contra la puerta, que resistió durante unos momentos nuestro asalto, pero las cuerdas se partieron y la puerta se entreabrió y, cuando estaba a punto de caer al suelo, la abrieron precipitadamente. Dentro estaba un viejo chino aterrorizado. El interior era asqueroso y el dueño un pobre hombre cubierto de andrajos. Pero esto no nos interesaba, sino que dentro estaba mi caballo con la cabeza metida en un saco. No nos gustó la conducta del campesino chino y le manifestamos nuestra censura de un modo categórico. Bajo la presión de nuestro interrogatorio, reconoció que había intentado robarnos el caballo. Dijo que nosotros éramos unos monjes ricos y podíamos permitirnos perder un caballo o dos; él, en cambio, no era más que un campesino. A juzgar por su gesto, parecía creer que íbamos a matarlo. Nuestro aspecto debía de ser feroz. Habíamos viajado quizá mil trescientos kilómetros y estábamos cansados y de pésimo estado. Sin embargo, no queríamos causarle ningún daño al viejo. Nuestro conocimiento del idioma chino —en colaboración— bastaba para permitirnos reñirle por lo que había hecho y anunciarle lo mal que iba a pasarlo en la vida futura. Una vez que nos desahogamos volvimos a ensillar el caballo poniendo gran cuidado en que la cincha estuviese bien asegurada, y partimos para Chungking.
Aquella noche nos aposentamos en una pequeñísima lamasería. Había seis monjes en ella, pero nos dispensaron una hospitalidad tan completa como si hubiera sido grande. La noche siguiente fue la última de nuestro largo viaje. Llegamos a una lamasería donde, como representantes del Dalai Lama, fuimos acogidos con esa cortesía que estábamos ya acostumbrados a recibir como algo que se nos debía. De nuevo nos dieron alimento y acomodo; participamos en sus servicios del templo y hablamos hasta bien avanzada la noche sobre los acontecimientos del Tíbet, nuestros viajes a las mesetas del norte y acerca del Dalai Lama. Me satisfizo mucho saber que incluso allí era conocido mi Guía, el Lama Mingyar Dondup. Me interesó conocer a un monje japonés que había estado en Lhasa estudiando nuestra rama de budismo, la cual es muy diferente de la del Zen.
Se habló mucho de los inminentes cambios de China, la revolución y el establecimiento de un orden nuevo, un orden en que todos los terratenientes serían expulsados de sus tierras y sustituidos por los campesinos analfabetos. Los agentes rusos andaban por todas partes prometiendo maravillas y sin realizar nada constructivo. Estos rusos, para nuestra manera de pensar, eran agentes del diablo que todo lo destrozaban y corrompían como la peste destroza el cuerpo. El incienso se quemaba y lo reponíamos cada vez que se agotaba. Conversábamos sin cesar, lamentándonos de los cambios que se preveían para China. Los valores humanos eran deformados y no se concedía importancia alguna a los asuntos del alma, sino sólo al poder pasajero. El mundo enfermaba gravemente. Pero las estrellas seguían imperturbables en el cielo. Proseguía la charla y por último fuimos quedándonos dormidos uno tras otro allí mismo donde estábamos. Por la mañana, empezaba nuestra última etapa. Para mí era el final del viaje, pero mis compañeros tendrían que regresar al Tíbet, dejándome solo en un mundo extraño y desagradable, donde únicamente el poder tenía razón. Aquella última noche apenas pude dormir.
Por la mañana, después de los habituales servicios religiosos, y una excelente comida, nos pusimos de nuevo en marcha por la carretera de Chungking. Nuestros caballos habían descansado bien. Ahora el tráfico era más numeroso. Abundaban los camiones y vehículos de varias clases. Nuestros caballos estaban continuamente inquietos y asustados. No estaban acostumbrados al estruendo de todos esos vehículos y el olor de petróleo quemado les irritaba constantemente. Se nos hacía muy difícil permanecer sobre ellos.
Nos interesaba ver a la gente trabajando en los campos fertilizados con excrementos humanos. Los campesinos iban vestidos de azul, el azul de China. Todos parecían viejos y muy cansados. Se movían afanosamente como si la vida les resultara un peso excesivo o como si hubieran perdido todos los ánimos y creyeran que nada valía la pena. Hombres, mujeres y niños trabajaban juntos. Seguimos cabalgando junto al curso del río, que habíamos vuelto a encontrar desde varios kilómetros atrás. Por fin llegamos a la vista de los altos montes sobre los cuales está construida la vieja ciudad de Chungking. Era la primera vez que veíamos una ciudad notable aparte de las del Tíbet. Nos detuvimos y admiramos fascinados aquella vista, pero a la vez, por mi parte debo reconocer que me asustaba la nueva vida que me esperaba.
En el Tíbet había sido yo una persona poderosa a causa de mi posición social, mis propios méritos y mi íntima relación con el Dalai Lama. Ahora llegaba a una ciudad extranjera, donde sería sólo un estudiante. Esto me hacía recordar de un modo doloroso las penalidades de mis primeros días de aprendizaje. Por eso la grandiosidad de aquel paisaje no me causaba placer. Sabía de sobra que aquella nueva etapa de mi vida sería sólo un paso en el larguísimo camino que me llevaría a sufrir en extraños países, aún más extraños que China, el Occidente, donde los hombres sólo adoraban el oro. Ante nosotros se extendía un terreno elevado con campos en terrazas que se sostenían precariamente en las acentuadas pendientes. Arriba crecían árboles, que a nosotros, tan poco acostumbrados a ellos hasta aquel viaje, nos parecían un bosque. Además, allí las figuras vestidas de azul labraban los remotos campos como sus antepasados los habían labrado. Carros de una rueda de los que tiraban pequeños ponies pasaban cargados con productos hortícolas para los mercados de Chungking. Eran unos vehículos extraños. La rueda única salía por el centro del carro dejando espacio a ambos lados para las mercancías. En uno de esos carros vimos a una vieja en equilibrio a un lado de la rueda y dos chicos en el otro. ¡Chungking! Para mis compañeros significaba el final del viaje. Para mí, en cambio, era el comienzo de otra vida. La ciudad no me atraía. Estaba construida sobre altos riscos cubiertos con casas. Desde donde estábamos parecía una isla, pero sabíamos que no lo era, sino que estaba rodeada por tres lados por las aguas de los ríos Yangtse y Chialing. Al pie de las rocas bañadas por el agua, había una larga y ancha franja de arena hasta un punto donde los ríos se encontraban, lugar que había de serme muy conocido en los meses siguientes. Lentamente, volvimos a montar en nuestros caballos y avanzamos. Ya más cerca, vimos que había escalones por todas partes y sentíamos una dolorosa añoranza al subir los setecientos ochenta escalones de una calle. Nos recordaba al Potala. Así entramos en Chungking.