Segunda parte

Julio terminó de relatar imaginariamente aquellos sucesos fantásticos a una mujer real que comía sola al otro extremo de la cafetería del sanatorio a cuya barra estaba sentado él, y al llegar al punto de la narración en el que la realidad, sumisa al diccionario, comenzaba a expandirse para dar lugar de nuevo a las habitaciones, los armarios, las neveras…, movió los ojos en el interior de las órbitas y se hizo cargo de la situación: había pedido ya tres cafés y dos copas de coñac productoras de un grado de ensimismamiento prodigioso. Nunca bebía alcohol, de ahí, se dijo moviendo ligeramente los labios, la desproporción entre la cantidad y los efectos.

Miró alrededor intentando recomponer la existencia en unos segundos, y al poco volvió a detener los ojos en su interlocutora imaginaria, sentada a la mesa en la que la había descubierto el mismo día en que ingresaron a su padre, hacía ahora una semana. Tomaba el postre y leía, o fingía leer, un libro apoyado en la jarra del agua. Era idéntica a Laura, con veinte años más, desde luego, aunque a la Laura del lado catastrófico, pues tenía la frente ligeramente hundida, los párpados rígidos, y el arco superciliar muy pronunciado. No era fácil, contemplándola con detenimiento, olvidar que su rostro se encontraba sujeto a una calavera.

Pero prefirió no hacerse ilusiones respecto a una coincidencia de esta naturaleza tantos años después, y recordó, sin interlocutor imaginario ya, aunque con un desgarro alcohólico algo retórico para no estar dedicado a nadie, que la historia aquella no había mejorado las cosas en el mundo real. Tras reponerse de la enfermedad, la vida había regresado a la rutina de siempre, que a él le llevó de vuelta al colegio y a su padre a la enciclopedia y al inglés. El pequeño acercamiento con el que habían sido agraciados durante aquellos días cesó de inmediato al restablecerse el orden anterior y la distancia se fue haciendo más grande, si cabe, con los años. Por lo que se refería a Laura, las cosas tampoco mejoraron. El primer día de su vuelta a clase se acercó a ella en la calle con el gesto de complicidad que le permitía la historia en común de la que habían sido víctimas e hizo un ridículo del que tardó meses en recuperarse. Sólo sus relaciones con la gramática dieron un cambio incomprensible, al menos desde el punto de vista de sus profesores.

Jamás había vuelto al otro lado, de manera que tampoco podía estar seguro de que las cosas se hubieran acabado de arreglar allí para sus habitantes. En cualquier caso, la mujer que ahora leía un libro a unos metros de la barra, aunque a más de veinte años de distancia de los sucesos relatados, tenía una capacidad evocadora semejante a la de aquellos olores que al tocar la memoria olfativa recomponen una calle olvidada, un escenario sumergido.

Pero ella no había hecho ningún gesto de reconocimiento desde que coincidieran en la cafetería del sanatorio. A veces llevaba un misterioso maletín de plástico que él imaginaba lleno de tubos de ensayo. Quizá transportaba de un lugar a otro análisis de sangre.

Le lanzó una última mirada de nostalgia, pagó su plato combinado, sus cafés, sus copas, y subió, aturdido, a la habitación de la tercera planta donde su padre, a pesar de dormir, ponía en la respiración un empeño brutal. Se sentó en la butaca que había junto a la ventana, y tomó de la mesilla el diccionario de sinónimos y antónimos que le había llevado unos días antes. Era manejable, pero pobre. Apocalipsis, por ejemplo, carecía de contrario, lo mismo que génesis, sorprendentemente. De ebrio, en cambio, venían sereno y sobrio. ¿Acaso no era posible estar sereno y borracho a la vez? Él lo estaba. Tenía la ebriedad de quien acabara de recibir el mensaje de una patria a la que ya no pertenecía, pero la serenidad de quien sabía que toda patria es una forma de espejismo atroz (lo contrario de atroz, qué estupidez, era, según el diccionario, humanitario). Leyó al azar algunas palabras (el antónimo de desdichado era dichoso, evidentemente, y el de desencajarse, acoplar, pero de subyugar aparecía liberar; otro error: él siempre se dejaba subyugar por cosas que le liberaban), y después hizo un repaso temático a la habitación para ver si en el orden lógico había más sensatez que en el alfabético. Estaban el padre y el hijo, desde luego; la cama y el enfermo; las sábanas y la jarra de agua; la botella de oxígeno y el televisor sobre una repisa que sobresalía de la pared a unos dos metros de altura. Contabilizó también un armario que al abrirse dejaba caer una cama para el acompañante del enfermo, lo que constituía una extravagancia: la cama podría haber estado con idéntico derecho en el interior de una nevera falsa, detrás de una librería simulada, al otro lado de unas cortinas negras (reales o pintadas), o simplemente al aire libre, para facilitar su acceso al usuario. La relación argumental se revelaba tan arbitraria como la alfabética: carecía de otra lógica que no fuera la de la costumbre. La misma ventana de la habitación, abierta en la mitad del muro, parecía de súbito algo anormal. Servía para asomarse, es cierto, pero para qué servía asomarse. Al alcanzar este punto de radicalización, vio la boca abierta de su padre y cuestionó también la utilidad de esa abertura colocada en la cara. Después cedió a la tentación de cerrar los ojos y se quedó dormido con el diccionario sobre las rodillas.

Se despertó al poco, confuso, y al abrir los ojos vio sobre sí la mirada de extrañeza de su padre, que daba la impresión de llevar mucho rato observándole desde la cama.

—¿Cómo se llama esto? —preguntó utilizando sólo el lado derecho de la cara al tiempo que se señalaba los labios.

—Boca —dijo Julio.

—En boca cerrada no entran moscas, de acuerdo. ¿Pero por qué tendrían que entrar?

—Es un refrán, papá. No quiere decir lo que dice.

Julio abandonó el diccionario de sinónimos y antónimos sobre el borde de la cama de su padre y comprendió al incorporarse que no podría volver al periódico. Le dolía la cabeza, y se sentía dominado por la tensión nerviosa característica de una resaca mal resuelta. Desde allí mismo habló por teléfono con su jefe y se disculpó. Era pronto aún pero decidió marcharse a casa y quedarse con toda la tarde para él, en el caso de que lograra enderezarla.

—He de irme.

Su padre había tomado el diccionario con la mano derecha, y respondió intentando dibujar en el lado hábil de su rostro un gesto de preocupación.

—Este diccionario es defectuoso. No viene el antónimo de mosca. Ni el de boca.

Mosca y boca no tienen antónimo, papá.

—No es posible, hijo. Toda acción produce una reacción de signo contrario. Se trata de una ley física ineludible. ¿O se decía inedulible? El caso es que no pueden aparecer las moscas o las bocas sin el efecto de retroceso consecuente, como cuando disparas un arma. Lo contrario produciría en el universo una falta de equilibrio insoportable.

Hablaba a medias con la mitad de su boca, y quizá de su lengua, pero Julio ponía siempre lo que faltaba, para completar las palabras. No obstante, llegó a casa sin haber dado con algo que pudiera parecerse a los contrarios de mosca y boca. Ni siquiera fue capaz de imaginar un mundo de no moscas entrando o saliendo de un universo de no bocas. Los efectos buenos del alcohol habían desaparecido por completo, pero los indeseables —la inquietud nerviosa sin dirección, el malestar gástrico, el dolor de cabeza— permanecían intactos en su sitio. Fue al cuarto de baño y cogió del botiquín un analgésico que tomó allí mismo, ayudándose del chorro de agua del lavabo. Luego se dirigió al dormitorio, dejándose caer sobre la cama con los ojos cerrados, y al evocar el rostro arcaico de la mujer de la cafetería y considerar lo solo que había estado durante aquel curso escolar que coincidió con su aventura en lo que él llamaba el otro lado del calcetín, o de la vida, sintió un dolor extraordinario que le produjo ganas de llorar. Y lloró: otro efecto indeseable del alcohol, sin duda. Es cierto que lo hacía de modo retórico, para ocultar quizá que ahora, tantos años después, continuaba igual de abandonado que entonces, pero se trataba de llanto, desde luego, con producción de lágrimas protocolarias que empapaban convencionalmente la almohada. Tal vez, pensó, debería haberse quedado en el otro lado para siempre, en donde al menos contaba con el amor, o lo que fuera aquella cosa que le proporcionaba Laura.

De súbito, un movimiento de espanto le obligó a sentarse sobre la cama: ¿Y si vivía ya en el otro lado sin saberlo? Quizá su padre llevaba razón y hubo una época en que existieron los contrarios de las palabras mosca o boca, aunque ya nadie se acordara. La semana anterior había sido enviado por el periódico a cubrir una manifestación cuya pancarta principal rezaba: VIVA LA INFRAESTRUCTURA. Julio volvió a la redacción aturdido, sin saber qué escribir, pues la leyenda le recordó aquella otra circunstancia en la que la gente desfilaba gritando la palabra tanque. Las noticias de primera página, por otra parte, adolecían desde hacía algún tiempo de una irrelevancia que excepto él mismo nadie parecía advertir en el periódico.

Se levantó y fue hasta la ventana, desde donde vio, como siempre, una calle estrecha, con los coches montados sobre la acera. Una señora empujaba un cochecito de niño intentando encontrar el modo de pasar de un lado a otro. Le pareció asombroso haber vivido como normal semejante caos y durante unos instantes no le cupo ninguna duda de que se encontraba en una parte del universo que había entrado en un proceso de desrealización. ¿Pero desde cuándo? Y en todo caso, ¿cuál sería el conducto a través del que se podría alcanzar una realidad plena, menos desordenada?

Salió al pasillo, que siempre había considerado fantásticamente como un agujero negro, capaz de conectar mundos muy alejados entre sí, y cuando se encontraba al fondo de él, a punto de empujar la pared en busca de una dimensión diferente, sonó el timbre de la puerta. Tras recuperarse del sobresalto consecuente, fue a abrirla y encontró al otro lado a una muchacha algo más baja que él, con una melena rubia muy artificial, y una carpeta grande entre las manos.

—Disculpe la interrupción. Estamos haciendo una encuesta sobre los hábitos de consumo de los vecinos de esta zona y me ayudaría mucho si fuera usted tan amable de contestarme a unas preguntas.

Julio dudó unos instantes, pero la chica compuso un gesto de súplica al que no pudo resistirse. La invitó a pasar, pues, y le pidió que se acomodara en el pequeño recibidor, mientras él, dijo, acababa una cosa que había dejado pendiente.

—En seguida vuelvo.

Se internó en el pasillo y entró en el cuarto de baño para observar los estragos del llanto sobre su rostro. Pero no los había: si acaso un pequeño enrojecimiento en los párpados que también aparecía cuando llevaba muchas horas frente al ordenador. Entonces se sentó sobre el borde de la bañera y reprodujo la frase de la chica: Estamos haciendo una encuesta sobre los hábitos de consumo de los vecinos de esta zona y me ayudaría mucho si fuera usted tan amable de contestarme a unas preguntas. Estaba dotada de una perfección rara, disculpe la interrupción, estamos haciendo una encuesta sobre los hábitos de consumo… Y de una forma de carnalidad que reconoció de inmediato. Podía saborear cada una de sus palabras sabiendo que antes que en su boca habían estado en la de la encuestadora… Como comenzaba a excitarse, se pasó una esquina húmeda de la toalla por la cara y regresó al recibidor. La chica se había quitado el abrigo, pero aún lo sostenía en la mano, con una expresión de inquietud que le costaba disimular. Tenía miedo. Julio la invitó a sentarse en la única silla que había en la estancia, para que pudiera manipular bien la carpeta, y él permaneció de pie. Mientras ella le explicaba el objeto de la encuesta, observó sus rodillas, en cuya piel se marcaba excesivamente el hueso de la rótula, y concluyó que se trataba de un cuerpo bastante arcaico, aunque en esa sensación de esconder algo ancestral residía su atractivo.

—¿Cuántas personas viven en la casa?

—¿Perdón?

—Que cuántas personas viven en la casa.

—Tres —respondió sin titubear, aunque sin saber por qué mentía de ese modo, o para quién, (tal vez para que ella se tranquilizara)—. Mi mujer, yo, y el crío.

La chica se relajó, efectivamente, e hizo la siguiente pregunta con expresión de alivio.

—Entonces todos son familia. ¿Qué edad tiene el niño?

—Trece…, en realidad catorce: los cumple este mes —respondió imitando a un compañero de trabajo que solía matizar las cosas de este modo.

—Le importa decirme la edad de su mujer, y la suya. Si no quiere, lo dejamos en blanco.

—No, no importa. Yo tengo treinta y seis y mi mujer treinta y cuatro.

Mientras ella rellenaba casillas, la familia que Julio acababa de crear para el formulario empezaba a crecer también en el interior de su cabeza.

—Hoy se encuentran fuera. Están haciéndole la ortodoncia al crío y tienen que ir todos lo miércoles.

Están haciéndole la ortodoncia al crío: era una frase que había oído en el autobús la semana pasada y que guardó en su memoria sin saber porqué, aunque le gustó encontrarla ahora, como cuando uno tropieza con un caramelo en el bolsillo de una chaqueta que lleva mucho tiempo sin usar. Tenía buen sabor: están haciéndole la ortodoncia al crío.

—¿Cuántas habitaciones tiene la vivienda?

—Tres. En la tercera vivía una au pair cuando el niño era pequeño. Ahora en su habitación tengo un estudio. Soy periodista.

—La profesión está más abajo, pero lo relleno ya. ¿Y su mujer?

—Lleva una galería de arte.

—Y dígame, ¿suelen comprar en grandes superficies o en tiendas pequeñas?

—Bueno, vamos una vez a la semana, los sábados por lo general, a un supermercado los tres juntos, para lo que llamamos las infraestructuras: aceite, arroz, leche, café, etcétera. Pero el pan y las pequeñas cosas las compramos a diario en las tiendas del barrio.

Mientras la encuestadora hacía su trabajo, Julio imaginó sin dificultad el rostro de su hijo de trece años (catorce en realidad, los cumplía ese mes), por debajo de cuya sonrisa asomaba el aparato corrector de los dientes. A su esposa le colocó el rostro de la mujer que había visto en la cafetería del hospital, y que tanto le recordaba a Laura. Las últimas preguntas, para su sorpresa, versaban sobre los hábitos de consumo de productos culturales. Julio compraba libros con alguna frecuencia, pero no se le habría ocurrido pensar que aquello era también una forma de consumo. Cuando la chica se marchó, repasó mentalmente la encuesta, concluyendo con asombro que ninguna de sus actividades, por personales que fueran, se realizaban al margen de las competencias del mercado.

Esa noche, tras tomarse media docena de galletas y un vaso de leche, se fue a la cama con la sensación de ser un padre de familia: un hábito de consumo completamente nuevo para él.

—El Alzheimer es un cajón de sastre. Lo mismo sirve para diagnosticar un roto que un descosido, pero la afasia de su padre no tiene nada que ver con eso, por favor. Se debe a la trombosis. Hay un proceso de pérdida de información, un problema de disco duro, si me permite decirlo en términos informáticos, que de momento sólo podemos atribuir al accidente vascular productor de la hemiplejia. Si sale adelante, tendrá que aprender otra vez lo que olvidó, del mismo modo que habrá que enseñarle a manejar de nuevo el costado izquierdo con ejercicios de rehabilitación. Hace tiempo tuve un paciente que aprendió a leer tres veces después de otras tantas trombosis, se lo digo para que se haga una idea. En cuanto a si podrá manejarse solo cuando salga de aquí, primero hay que esperar a que le demos el alta, todo esto conlleva multitud de trastornos de orden familiar y soy el primero al que le gustaría hablar más claro, pero este tipo de enfermedades tienen una evolución imprevisible.

Julio le había confesado al médico los problemas domésticos que acarrearía sacarlo del sanatorio en las condiciones actuales: era hijo único y tenía a su vez un hijo de trece años (en realidad, catorce, los cumple este mes). Su mujer trabajaba también fuera de casa, dirigía una galería de arte, etcétera. No podrían hacerse cargo de un hombre que necesitara cuidados continuos ni tenían recursos para contratar una enfermera las veinticuatro horas del día.

—No nos apresuremos —insistió el médico—. De momento no va a salir de aquí y tiene el tratamiento adecuado. Por otra parte, a veces se recupera la información perdida sin que podamos explicar muy bien por qué. Su padre, en todo caso, tiene conciencia de la pérdida, y eso constituye un punto de partida ventajoso.

Cuando salió del despacho del especialista, era casi mediodía, así que decidió hacer tiempo en la habitación del enfermo para comer luego en la cafetería del sanatorio. Encontró a su padre leyendo el diccionario de sinónimos y antónimos con unas gafas de luneta a las que les faltaba una patilla, la izquierda curiosamente.

—Mira —dijo señalando el libro con la barbilla—, leche tampoco tiene antónimo. Sin embargo, le han colocado unos sinónimos rarísimos: golpe, puñetazo, torta, castañazo… Por cierto, ¿qué quiere decir poner la leche a hervir?

—Es una cosa que se hacía antes.

—¿Se trata de una frase hecha?

—En parte…

—A ver —añadió su padre abandonando el diccionario, súbitamente rejuvenecido, aunque del costado derecho nada más—. Dime una frase hecha que te guste mucho, la que más sabor tenga desde tu punto de vista.

—No sé.

—Venga, hombre, esfuérzate.

Estamos haciendo una encuesta sobre los hábitos de consumo de los vecinos de esta zona y me ayudaría mucho si fuera usted tan amable de contestarme a unas preguntas.

Su padre se echó a reír con la mitad de la boca. Parecía medianamente recuperado. Mejor que eso: antes de caer enfermo no tenía estos arranques de humor inexplicables en una personalidad taciturna. Pero la experiencia le decía a Julio que no se podía confiar. En cualquier momento, de forma aleatoria, regresaba al estado de postración anterior.

—Dime otra.

—¿Otra?

—Sí, otra.

Están haciéndole la ortodoncia al crío y tenemos que ir todos los miércoles al dentista.

Esta vez, en lugar de reírse, el padre compuso una expresión de alerta, como si hubiera encontrado en la frase algo inquietante, quizá una concordancia defectuosa. Julio, decidido a correr un riesgo incalculable, añadió en seguida:

—Es una de las que más uso ahora.

—¿Por qué?

—Porque es verdad.

—¿Por qué?

—¿No recuerdas que tienes un nieto, papá?

—¿De cuántos años?

—De trece. Catorce en realidad, los cumple este mes.

El padre recuperó su expresión taciturna habitual y regresó al diccionario. Julio leyó un periódico atrasado y bajó al comedor a la hora punta. Como había previsto, todas las mesas estaban ocupadas y la mujer parecida a Laura se encontraba en la de siempre, con el libro apoyado en la jarra de agua, y el maletín de los análisis de sangre, o lo que fuera aquello, en la silla de al lado.

—¿Le importa que me siente aquí? Está todo lleno.

Ella hizo un gesto de asentimiento y regresó a su universo. El libro estaba forrado, así que no había forma de entrar en él desde la posición de Julio, que aprovechó una pausa para dirigirse a la mujer.

—¿Tiene a algún familiar en el sanatorio?

—No, qué va. Trabajo cerca y suelo comer aquí, por los precios.

—La he visto otras veces, y, disculpe la curiosidad, siempre me he preguntado qué podría haber en ese maletín. ¿Tubos de ensayo o algo semejante?

Ella se rio con una expresión ancestral que acentuó la sensación de arcaísmo transmitida por sus facciones.

—No, por favor, es un fichero, un fichero portátil. Trabajo en una escuela de negocios. Soy la coordinadora de todos los cursos y como tenemos más de un local, a veces he de andar trasladando las fichas de unos a otros. Esa es la excusa —añadió con expresión confidencial—. En realidad, me gusta llevar a los alumnos encima, para saber cómo se llaman y memorizar sus caras, aunque algunas fotos son de fotomatón. Se quedan muy sorprendidos cuando nos cruzamos en un pasillo y les saludo por sus nombres, ya ve qué fácil. ¿Y usted?

—Soy periodista.

—Qué hace aquí, quería decir.

—Mi padre. Está en la tercera planta, hemipléjico a causa de un accidente vascular, y ha empezado a perder la memoria.

—Vaya.

Mientras hablaban, Julio tomó distraídamente el libro de ella y fingió jugar con él para abrir con disimulo la portada y ver el título en las páginas de cortesía. Se titulaba La empresa como estructura orgánica.

—Tengo que leer esa clase de libros —dijo ella—. ¿Y usted trabaja en la televisión?

—En un periódico.

—No leo periódicos. No tengo tiempo. Además, me pasa con ellos lo mismo que con las novelas: que no me los creo. Tuve un profesor empeñado en que leyéramos novelas y a mí me las contaba una amiga, para los resúmenes, porque no podía con ellas. Pero es un defecto mío.

—No, ¿por qué?

—No sé, está tan mal visto no leer…

—Pero usted sí que lee —dijo Julio señalando el libro.

—No es lo mismo —añadió ella, y él advirtió que se disculpaba por cortesía: no parecía una mujer que no supiera lo que quería.

Al final de la comida, consiguió averiguar con naturalidad cómo se llamaba. No era Laura, sino Teresa, un nombre sin significado y en consecuencia sin sabor, o con un sabor nuevo que de momento no se atrevía a valorar. Antes de regresar al periódico fue a despedirse de su padre.

—He comido con Laura. Que te diera muchos recuerdos. No ha podido subir porque tenía prisa.

Su padre le miró interrogativamente.

—Laura, mi mujer, ¿no te acuerdas? —insistió Julio.

—Ah, ya. ¿Y el niño?

—Está en el colegio.

—Hazme un favor. Ve a casa y busca la patilla izquierda de las gafas en la caja de herramientas, creo que la guardé allí cuando se cayó. A ver si podemos arreglarlas.

Julio le dijo que sí sabiendo que no haría el encargo: le daba miedo entrar en la casa de su padre, que había sido también la suya, sabiendo que se encontraba vacía. No era la primera vez que se lo pedía, aunque, normalmente, luego lo olvidaba.

Al poco de llegar al periódico, el director le convocó a su despacho para comunicarle que habían decidido trasladarle al área de Televisión.

—En Sociedad no has encajado bien. Pero no es sólo por ti. Estamos removiendo un poco a todo el mundo para que no se duerma la organización.

No era el primer traslado de Julio, que había sido apartado ya de otros cometidos, pero esta vez pensó que debía resistirse.

—Es que yo no tengo televisor.

El director miró el reloj con gesto de agobio.

—Mira, he de ver todavía a la mitad de la plantilla.

La sección a la que había sido destinado era prácticamente inexistente, pues el periódico se limitaba a publicar la programación que le enviaban las cadenas y, si acaso, algún comentario de agencia. Ni siquiera estaba situada dentro de la redacción, sino en un cuchitril del primer piso, junto al cuarto de las fotocopiadoras y los faxes. Sin embargo, Julio se encontró con una jefa de sección de falda corta y melena larga recien fichada para potenciar el departamento. Una cicatriz le atravesaba la cara desde la mitad de la frente a la barbilla, provocando el efecto de que su rostro fuera el resultado de haber juntado dos perfiles distintos. El del lado izquierdo parecía taciturno y cruel; el del derecho, ingenuo y quizá un poco melancólico. Julio prefirió dirigirse a este lado de la mujer, aunque ella se empeñara en contestarle desde el otro.

—No sé por qué me han enviado aquí. No tengo televisor.

—Están racionalizando la plantilla —apuntó ella irónicamente—. De hecho, han destinado a Internacional a los que no saben inglés.

—Yo apenas sé inglés —replicó Julio con un punto de esperanza antes de que ella le mirara de frente, con los dos ojos, el ingenuo y el malo, que se habían puesto de acuerdo en considerarle un idiota.

—No tienes televisor y no sabes inglés. ¿Y en qué mundo vives, si se puede saber?

Como Julio, desconcertado, no respondiera, ella añadió:

—A lo mejor eres un intelectual. ¿Hay alguna otra cosa de tu brillante currículo que deba saber antes de que nos pongamos a trabajar?

—No —dijo él algo humillado, y tomó posesión de su puesto.

Más tarde, cuando la mujer de las dos caras se fue a la reunión de cierre, Julio telefoneó a su madre, aunque cogió el teléfono el marido de esta, con quien intercambió un par de frases corteses.

—Tu madre no está —dijo finalmente el hombre, pero Julio pudo verla perfectamente, sin necesidad siquiera de cerrar los ojos, sentada en el sofá, arreglándose las uñas y haciendo gestos de que no quería ponerse.

Después de colgar, sin mover los labios, aunque deletreando cada una de las palabras de la oración, se dijo: Estamos haciendo una encuesta sobre los hábitos de consumo de los vecinos de esta zona y me ayudaría mucho si fuera usted tan amable de contestar a unas preguntas.

La frase no había perdido un punto de humedad. Se conservaba fresca, como recién sacada de la boca de ella. La repitió todavía un par de veces, a modo de sortilegio, intentando distinguir el sabor de la saliva propia del de la encuestadora, y luego consideró la tontería de haberle dicho que su mujer dirigía una galería de arte. La gente no dirige galerías de arte: hace encuestas, análisis de sangre, o coordina cursos en escuelas de negocios. Llevaba razón su nueva jefa: ¿en qué mundo vivía?

Trabajó hasta las nueve de la noche, para atenuar el mal efecto que había provocado su llegada a una sección que el periódico, evidentemente, quería potenciar, y luego decidió irse a dormir al sanatorio, con su padre, al que encontró muy preocupado porque había olvidado algunas frases inglesas.

—No recuerdo cómo se dice: El periódico está debajo de la mesa, ni Ayer olvidé los cigarrillos en la repisa de la chimenea.

—¿Y qué más da, papá?

—¿Cómo que qué más da? He invertido media vida en aprender esas frases. ¿Te imaginas que el dinero ahorrado para la vejez durante toda tu existencia se evaporara de repente? Yo no he guardado dinero, porque me parecían más valiosas las oraciones gramaticales inglesas, así que no me digas que da lo mismo perderlas que no.

El hombre se puso a llorar con el ojo derecho y Julio le tomó el hombro muerto con cierta aprensión, como si temiera contagiarse de aquel viaje hacia lo opaco iniciado por el cuerpo hemipléjico.

—No te preocupes —dijo—, averiguaré cómo se dicen en inglés todas esas frases y te las repetiré cuantas veces quieras.

Después de que su padre conciliara el sueño, Julio permaneció mucho rato con los ojos abiertos, yendo de un pensamiento a otro sin concentrarse en ninguno, como el que mira por cortesía un álbum de fotos cuyas imágenes no le conciernen. Con sus escasos conocimientos de inglés, tradujo mentalmente las frases que su padre había perdido, y decidió regalarle uno de esos métodos rápidos, con cinta magnetofónica, para que lo compaginara con la lectura del diccionario de sinónimos. Tampoco me vendría mal a mí, se dijo, e inmediatamente, pensando en su nuevo destino en el periódico, resolvió comprar al mismo tiempo un televisor. No sólo por mí, añadió, por mi trabajo, sino por el niño. Un niño de trece años, catorce en realidad, sin televisión, podría llegar a sentirse raro.

Durante unos instantes, vio al niño dentro de su cabeza: al sonreír, le brillaba el metal del aparato corrector entre los labios. Están haciéndole la ortodoncia al crío y tenemos que ir todos los miércoles al dentista. Se llama Julio, como yo. ¿Mi mujer? Laura. Trabaja en una escuela de negocios, coordina cursos y seminarios. Todo el día de aquí para allá, con un fichero portátil. Yo le pregunto a veces: ¿Y tú por qué no diriges una galería de arte?, y ella me mira como si estuviera loco. Pero hay personas que se dedican a eso, a dirigir galerías de arte, aunque nosotros no las conozcamos.

Mientras Julio conversaba imaginariamente con la jefa de sección del periódico, en el techo de la habitación del sanatorio se reflejaban los movimientos de la calle tamizados por el tejido de los visillos. Entonces se oyó el tintineo de un carro con medicinas o botellas de suero y al poco entró una enfermera que alisó mecánicamente las sábanas de la cama de su padre. Julio se hizo el dormido y en seguida se durmió.

Al día siguiente era miércoles. Llegó pronto al periódico y trabajó de un modo ejemplar durante toda la jornada, sin salir a comer. Por la tarde se dirigió al costado melancólico de su jefa:

—Están haciéndole la ortodoncia al crío y tenemos que ir todos los miércoles al dentista. Si no te importa, saldré un poco antes.

—¿Cuántos hijos tienes?

—Uno, de trece años, catorce en realidad, los cumple este mes.

—¿Está lista la programación?

—Claro, y comprobada con las cadenas.

—Vete, anda. Mañana hablaremos. Tenemos que planificar un poco el trabajo.

—También quiero comprarme un televisor, para ponerme al día.

—Muchas gracias, hombre.

El periódico estaba en las afueras, así que tuvo que coger un autobús y el metro para llegar a los grandes almacenes. En el metro observó el comportamiento de un individuo que llevaba de la mano a un niño de diez o doce años. Poco antes de llegar a la estación, Laura, la esposa nacida de la encuesta sobre hábitos de consumo, apareció sentada a su lado y preguntó:

—¿Cómo has conseguido salir del periódico tan pronto?

—He dicho que tenía que llevar al niño al dentista —respondió Julio sin mover los labios, para que los demás viajeros no creyeran que hablaba solo.

—Si tú no lo llevas nunca, qué cara más dura —dijo ella.

—La cuestión era poder salir de compras, ¿no? ¿Con quién has dejado al niño?

—Con la hija de los vecinos de al lado, que hoy no tenía clase en la facultad.

—Me gusta esa chica. Tengo la impresión de que es muy cariñosa.

Julio y su mujer abandonaron el metro en una estación muy concurrida, detrás del hombre que llevaba de la mano al niño de diez o doce años, a quien se dirigía con alguna frecuencia para mostrarle, con evidente intención didáctica, cuestiones de orden práctico. La estación tenía un túnel por el que se accedía directamente a los grandes almacenes, cuya sección de electrodomésticos, muy concurrida a esa hora, se encontraba en la planta baja.

Julio observó con expresión desconcertada un televisor encendido en el que en ese instante daban un programa ecológico. Una mujer con los ojos muy abiertos aseguraba al espectador que cada veinte minutos desaparecía una especie del planeta. «Cada veinte minutos», recalcó. Laura se acercó a preguntarle algo y él bajó el volumen para mantenerla al margen de aquella noticia desastrosa. El mundo se estrechaba a mayor velocidad de la que habría podido suponer. Por lo demás, le confundía no comprender las diferencias de calidad, o de rendimiento, entre los televisores baratos y los caros, por lo que cayó en una duda que Laura no hizo sino aumentar al sugerir que deberían comprar también un vídeo.

—No puedes trabajar en la sección de Televisión sin tener vídeo.

Julio se resistió, pues no había pensado gastar tanto dinero, pero finalmente aceptó los argumentos de su mujer y se pusieron en manos de un vendedor que les aconsejó un equipo medio, cuyo manejo no tenía demasiadas complicaciones. Ella intentó que Julio aprendiera allí mismo a programar las grabaciones, pero él dijo que prefería leer el folleto en casa, cuando les enviaran los aparatos. Eligió una forma de pago aplazada, por si entre tanto se acababa el mundo.

Después se acercaron a la sección de librería para comprar un método rápido de aprendizaje de inglés.

—Es para mi padre, está desesperado con la pérdida de información, pero cuando a él no le haga falta, me servirá a mí. A partir de ahora tendré que ver también los informativos americanos, necesito estar al día —dijo Julio dándose importancia delante de su mujer.

Normalmente se dirigía a ella sin mover los labios ni hacer gestos, pero en un par de ocasiones se sintió observado por otros compradores que creyeron que hablaba solo. La presencia de Laura había adquirido tal grado de realidad que no siempre era fácil reprimir los recursos expresivos de una conversación normal. La fuerza de los hábitos de consumo, pensó.

En seguida descubrió un método de inglés sin esfuerzo que le pareció bien, quizá porque al hojear el libro dio con una frase de las que le gustaban a su padre, cuya traducción decía: La botella de vino tiene agua. Se la leyó a Laura, para arrancarle una sonrisa, pero a ella le gustó más esta otra, también tomada al azar, con la que se identificó: Me gusta cocinar mientras oigo la radio. El curso tenía un manual y una cinta magnetofónica que, cuando su padre abandonara el sanatorio, escucharía él en el autobús, al ir y venir del trabajo. En unos meses, pensó súbitamente ilusionado, quizá pudiera entender de verdad los informativos norteamericanos.

Compró también un diccionario de frases hechas, que ahora le parecieron más bien deshechas, despedazadas, divididas. No encontró Tengo el miedo metido en el cuerpo (quizá las frases hechas habían comenzado a desaparecer, igual que las especies animales), pero explicaba el origen del miedo cerval, que venía de ciervo y no de cerviz, aunque sin indicar dónde se padecía.

A Laura le habría gustado, ya que no tenían tantas oportunidades de ir juntos de compras, dar un paseo por otras secciones, pero él quería regresar a casa para estar con su hijo, cuyo rostro no había logrado evocar con precisión en toda la tarde, de manera que alegó cansancio y claustrofobia y ella cedió por no discutir. Cuando salían de los grandes almacenes, le pareció que su mujer le hacía un guiño a una maniquí, a la que se había acercado para mirar el precio de un jersey. Julio fue tras ella y advirtió con sobresalto que la modelo sólo tenía cuatro dedos en las manos. Instintivamente, se contó los suyos y continuaba con cinco en cada una, aunque cómo asegurar que no había tenido seis en una época que era incapaz de recordar.

Una vez en la calle, donde era noche cerrada, su mujer hizo un comentario turbador acerca de la brevedad de los días en esa época del año y él decidió tomar un taxi para llegar cuanto antes, víctima de un presagio que no se atrevió a manifestar. En el portal coincidieron con la vecina con la que Laura dijo haber dejado al niño. Llevaba una carpeta bajo el brazo, como cuando venía de clase, y saludó con la desenvoltura que en ella era habitual. Entraron juntos en el ascensor, y cuando Julio, desasosegado, quiso enviar una mirada interrogativa a Laura, esta se había evaporado. Tras despedirse de la vecina, abrió la puerta de su piso con cierta precipitación y dijo:

—¿Hay alguien?

El pasillo le devolvió el silencio de todos los días, aunque esta vez le produjo un estremecímiento que recorrió sus circuitos corporales con la violencia de un relámpago. Encendiendo las luces a su paso, fue de habitación en habitación sin encontrar rastro de su mujer o de su hijo. En la cocina, mientras tomaba un vaso de agua, consideró de nuevo la posibilidad de haberse quedado atrapado en el lado malo de las cosas tras la aventura adolescente. Saciada la sed, volvió al pasillo y contempló su fondo oscuro con obstinación, como si sospechara de la existencia de una puerta oculta tras la que hubiera una casa idéntica a la de este lado donde él viviera con su familia felizmente y en la que los objetos no tuvieran la calidad de bulto característica de la realidad conocida.

Había pensado dormir en casa, pero le dio miedo quedarse solo en esas circunstancias, de manera que se lanzó a la calle con el curso de inglés sin esfuerzo, un pequeño casete y el diccionario de frases hechas en una bolsa de los grandes almacenes y llegó al hospital un momento antes de que cerraran las puertas a los visitantes. Una de las enfermeras de planta le dijo, con cierto tono de reproche, que su padre había pasado muy mal día.

—Hemos tenido que atarlo a la cama porque se ha levantado varias veces y en una de ellas se ha golpeado contra la mesa. Deberían estar más tiempo con él.

—Es que trabajo en un periódico. Acabo de salir.

—¿Y no tiene a nadie que pueda ayudarle?

Julio se acordó de su hermana, pero comprendió que no podía decir que tenía una hermana aborto.

—Una hermana, pero no vive aquí.

Su padre dormía con cierta placidez, quizá estaba sedado, pero tenía las muñecas, incluso la del lado inhábil, sujetas a unas correas que emergían de los laterales de la cama. Desde la lógica de Julio, aquello constituía una crueldad, pero estaba claro que su lógica no tenía mucho que ver con la de aquel mundo opaco en el que sin embargo tenía que desenvolverse. ¿Dónde había adquirido él aquella forma de sentido común que chocaba con el orden vigente? ¿O es que conservaba la memoria de un universo en el que había habido más palabras que en el actual? Tras desatar al anciano y meterse en la cama, estuvo mucho rato leyendo frases hechas con la impresión de pasearse por la trastienda de una carnicería donde, colgados de los ganchos característicos, podían verse trozos de vaca u órganos separados del conjunto animal en el que quizá habían tenido alguna razón de ser. Ajustar las cuentas. Pagar al contado. Al pie de la letra. Segundas partes nunca fueron buenas. Meter la cuchara. Meterse a redentor. Meterse en camisa de once varas. Meter las narices. Meter la pata. Meterse en la boca del lobo. Meterse en el bolsillo

Su madre no se ponía al teléfono, así que se presentó en su casa sin avisar.

—¿Cómo está tu padre? —preguntó ella una vez que Julio se hubo acomodado en la zona menos frecuentada del sofá.

—Continúa perdiendo información. Dice el médico que es un problema del disco duro.

—¿Pero cuando olvida la palabra mesa, por ejemplo, se olvida también de la utilidad del objeto?

—No en seguida, pero es el siguiente paso.

Desde la posición de Julio se veía todo el salón y no había en él un solo libro, aunque sí muchas revistas de moda. El marido de su madre, que durante los primeros minutos de la entrevista había estado presente por cortesía, era peluquero y distribuidor de uñas postizas. Dos actividades profesionales comunes, ordinarias. A veces le habían preguntado a qué se dedicaba su padrastro y él contestaba que dirigía una galería de arte. El negocio de las uñas lo llevaba prácticamente su madre, que había llegado a diseñarlas con éxito.

Ella no quería hablar de enfermedades. Se ponía mal. Iba muy arreglada para estar en casa y se estaba pegando unas uñas de porcelana en cada uno de los dedos de las manos. Quizá se había operado la cara, pues Julio no fue capaz de localizarle bajo el maquillaje un par de arrugas en las que se había fijado la última vez que se vieron. El peluquero asomó la cabeza y anunció que se marchaba.

—Que se mejore tu padre.

—Gracias.

Su madre se había ido de casa el mismo año de los sucesos imaginarios que marcaron la vida de Julio, quien permaneció junto a su padre hasta que al poco de entrar en el periódico decidió independizarse. En presencia del hijo siempre estaba nerviosa, como si tuviera con él una deuda que no pudiera o no quisiera saldar. A Julio le parecía inexplicable.

—De todos modos, dice el médico que esas pérdidas de memoria son funcionales en casos de accidentes vasculares, de manera que podría recuperar las capacidades perdidas si desapareciera la hemiplejia.

—¿Y el trombo continúa dando vueltas por su cuerpo? —preguntó con gesto de aprensión, sosteniendo en el aire una uña del dedo corazón.

—Eso no lo he preguntado.

—Aunque no lo creas —dijo ella sin transición entre una cosa y otra—, me acuerdo muchas veces de ti, de cuando eras pequeño.

—¿Por qué no habría de creerlo?

—No sé, porque no me pongo al teléfono. ¿Y qué es lo que recuerdas tú de mí?

—Yo sólo me acuerdo de cosas que no sucedieron. Un día, por ejemplo, nos dirigíamos al mercado y tú me ibas preguntando muy angustiada si conocía bien la diferencia entre un sustantivo y un adjetivo, porque había carniceros que te daban una cosa por otra. Los adjetivos entonces no valían nada.

—¿Pero eso es un sueño o qué?

—Es un recuerdo de algo que no sucedió. Comprábamos media docena de sustantivos, me parece, vaso y beso entre ellos, y también una frase hecha, porque eran muy baratas.

La madre sonrió y, tras abandonar las uñas, encendió, nerviosa, un cigarrillo.

—¿Qué frase era?

Tengo el miedo metido en el cuerpo.

—Qué absurdo.

—Sí. Por eso era barata, por absurda. ¿Dónde se va a tener el miedo, si no en el cuerpo? Aunque quizá la expresión proceda de un tiempo remoto donde existía la posibilidad de guardarlo en otra parte, en el cajón de la mesilla o debajo de la cama. Estas frases se compraban para el desguace, pero eran muy difíciles de desmontar sin que se rompieran las palabras. Nos intentaron vender En boca cerrada no entran moscas, pero a ti te dio asco.

—No soporto las moscas.

—¿Por qué crees que recuerdo cosas que no han sucedido, mamá?

—¿Cómo voy a saberlo yo, hijo?

Flotaba en la atmósfera algo perverso o amenazador que Julio no fue capaz de concretar hasta advertir que su madre llevaba puesta una peluca postiza. Se lo dijo a sí mismo de este modo redundante, peluca postiza, y sintió un poco de aprensión frente a aquella naturaleza muerta colocada sobre la cabeza materna de forma tan retórica.

—De manera que papá olvida las cosas reales y yo empiezo a recordar las imaginarias. No sé si es una buena combinación. De todos modos, a veces, pienso que la sociedad, considerada globalmente como un cuerpo colectivo, podría padecer también algún tipo de hemiplejia, o de Alzheimer, y sólo le funcionaría un costado. De ser así, habríamos perdido una información sin la que resulta imposible explicar lo que nos pasa.

—¿Y qué nos pasa?

—No sé. El otro día, por ejemplo, vino una chica a casa para hacerme una encuesta sobre hábitos de consumo y le dije que estaba casado y que tenía un hijo. Me salió así y en el fondo no creo que fuera una mentira. Tengo un recuerdo vago de una esposa y un niño que ahora tendría trece años, en realidad catorce, los cumple este mes. Como si se tratara de una información que he perdido y que a veces, tal vez por una mayor afluencia del riego sanguíneo, me asalta. Quizá los he olvidado, pero ellos están en alguna parte, a la espera de que yo recupere la memoria. Entre tanto, nos estamos perdiendo los mejores años.

La madre le miró con piedad, pero también con un poco de prevención, y Julio comprendió que tenía que callarse y emprender la huida.

Por la mañana, poco antes de la hora a la que habitualmente sonaba el despertador, le alarmaron unos ruidos procedentes del pasillo.

—¿Quién anda ahí? —preguntó saltando desnudo de la cama.

Se asomó a la puerta del dormitorio con cautela, y volvió a preguntar.

—¿Quién va a ser? —dijo Laura saliendo del cuarto de baño con la cabeza mojada.

Iba vestida igual que la última vez que se habían visto, pero su ropa continuaba intacta, como si durante todo ese tiempo la hubiera llevado un maniquí, en vez de un cuerpo sometido a las servidumbres de la sudoración.

—¿No vas hoy al periódico?

—Me deben dos domingos —dijo Julio—, y quedaron en traer esta mañana la televisión y el vídeo, ¿no te acuerdas?

—Ah, sí…

—¿Y el niño?

—Hace más de una hora que se fue al colegio. Y yo tenía que haber salido de casa hace media. Ya llego tarde, como siempre.

—No vayas a trabajar hoy, por favor —imploró Julio.

—¿Por qué?

—No sé, no vayas.

Laura tenía un carácter práctico, poco compatible con este tipo de decisiones improvisadas, pero pareció dudar.

—¿Y qué digo? Hoy precisamente empieza un seminario sobre gestión de marca.

—Que estás enferma. Si quieres, llamo yo.

Después de que Laura telefoneara a la escuela de negocios para disculpar su ausencia, fueron a la cocina y prepararon entre los dos un desayuno algo especial, con yogures y frutas, que llevaron en bandejas al salón. A Julio le parecía mentira la posibilidad de hablar con su mujer sin miedo a que nadie le viera mover los labios o gesticular, así que acentuaba mucho todas sus acciones, para disfrutar más de la situación.

—¿Por qué vocalizas tanto? —preguntó Laura.

—No sé, no me doy cuenta.

Ella soltó una carcajada.

—Y no agites los brazos de ese modo, que me pones nerviosa.

Mientras desayunaban, él la observó con disimulo y avaricia. Llevaba medias (detestaba los pantys) y unos zapatos de tacón, escotados en pico, que daban a sus pies la apariencia de dos cuerpos pequeños. Al sentarse, la falda ascendía hasta la zona del muslo donde el tejido de la media se espesaba para dar lugar al elástico. Julio estaba intentando reconstruir la ropa interior, blanca sin duda, cuando ella se dio cuenta de su ensimismamiento.

—¿Qué pasa? Te has quedado mudo de repente.

—Creo que van a poner un supermercado cerca de aquí —dijo, como si eso justificara un esfuerzo reflexivo—. El otro día vino una chica que hacía encuestas sobre los hábitos de consumo de los vecinos de la zona. Le dije que éramos tres y que comprábamos en las tiendas del barrio, aunque también nos gusta ir al hiper los sábados, para las infraestructuras.

—A ti no. Cuando llevas un rato, quieres salir corriendo.

—Por la claustrofobia. No le dije que también tengo el hábito de consumirte, aunque nunca te acabas.

Ella le respondió con un gesto de burla. Pese a la presencia excesiva de la calavera, cuyas irregularidades provocaban alteraciones en el tapiz de su rostro, estaba muy deseable, si bien se trataba de una forma de deseo que no implicaba a más sentidos que al de la vista. Sus manos tenían cinco dedos, desde luego, y la boca dos labios. Los párpados, aun sin haber perdido la movilidad completamente, estaban dotados de una rigidez hipnótica.

Julio consideraba todos aquellos aspectos con el mismo tipo de cálculo según el cual la casa tenía un cuarto de baño y tres armarios empotrados. Al menos en ese momento. No era ningún disparate pensar que las cosas hubieran sido mejor en el pasado o que fueran a peor en el futuro.

—¿Qué piensas?

—Nada.

Cuando terminaron de desayunar, él tuvo la necesidad de revisar los armarios empotrados de la vivienda, para certificar su existencia. Existían, pero estaban muy desordenados.

—Necesitaríamos uno más —dijo Laura—. Con un armario más seríamos completamente felices. En todas las casas falta un armario.

—No te quejes. Cada veinte minutos desaparece una especie animal y nosotros llevamos más de trece años, catorce en realidad, con el mismo número de armarios.

Al poco sonó el timbre de la puerta y entró un empleado de los grandes almacenes con los bultos de la televisión y el aparato de vídeo. Julio advirtió entonces que habían olvidado adquirir un mueble para colocarlos y tuvo que pedir, avergonzado, que se los pusieran en el suelo del salón, frente al sofá. Laura le reprochó esta falta de previsión y él le respondió que tampoco a ella se le había ocurrido.

—¿Cómo dice? —preguntó el técnico.

—Nada, pensaba en voz alta. ¿Va a dejarme usted sintonizados los aparatos?

—Claro.

Una vez que se hubo marchado el técnico, se sentaron frente al televisor y estuvieron viendo trozos de programas al azar. Pero, cuando aquella visión fragmentaria, rota, de la realidad le recordó la situación hemipléjica de su padre, se detuvo en una película muy conocida y le propuso a Laura verla hasta el final.

—Es una pena —añadió— que el niño esté en el colegio. Me habría apetecido que pasáramos el día los tres juntos.

De súbito, el salón se oscureció y al poco una lluvia gruesa y desorganizada comenzó a golpear las ventanas y la fachada del edificio.

—Empieza el invierno —dijo ella encogiendo las piernas.

—Sí —dijo él—. Otra vez.

Cuando terminó la película, llegaron a la conclusión de que la casa estaba un poco abandonada y decidieron hacer limpieza hasta el mediodía. A Julio le tocó la cocina, con la nevera incluida, que vació del todo, deshaciéndose de restos antiguos para descongelarla. Luego se dio una ducha y pidió a Laura que le acompañara a visitar a su padre.

—Siempre se alegra de verte.

—¿Comemos en el sanatorio?

—De acuerdo —dijo él.

En la calle, comenzó a dirigirse a su mujer sin mover los labios ni gesticular. Había cesado el viento y caía una lluvia muy fina que se depositaba sobre los coches aparcados como un barniz con grumos. Tomaron un taxi y pasó él primero, pues a Laura le habría costado más esfuerzo desplazarse hasta el fondo con aquella falda tan estrecha. Durante el trayecto, hablaron del padre de Julio.

—Tengo miedo de que le den el alta y nos lo tengamos que llevar a casa en esas condiciones.

—¿Crees que no podría manejarse solo en la suya?

—No es lo que crea yo, sino lo que pasa. Estos enfermos ponen la leche al fuego y se olvidan de apagar el gas. Provocan accidentes domésticos continuamente.

—¿Y una residencia?

—Ya lo he pensado, pero son muy caras.

—Se puede vender su piso para pagarla si no va a volver a usarlo. De todos modos, en casa tendríamos que contratar a alguien. Estamos fuera todo el día.

Julio intercambió con el taxista una mirada a través del retrovisor. Le había visto mover los labios.

En el hall del sanatorio, le pidió a su mujer que subiera a la habitación mientras él hacía unas gestiones en la secretaría, pero cuando se encontró solo salió otra vez a la calle y telefoneó al sanatorio desde una cabina cercana. Le pusieron con la habitación de su padre, que descolgó el auricular con cierta precipitación.

—Soy yo, papá. ¿Está Laura ahí?

—¿Quién?

—Laura, mi mujer, tu nuera.

—Ah…, no, no… Sólo ha venido una de esas señoras que visten de blanco y que están aquí para cuidar.

No era raro que acudiera a estos circunloquios en busca de una palabra perdida.

—Una enfermera.

—Eso es, una enfermera. Pero ya se ha ido. ¿Tu mujer es enfermera?

—No, trabaja en una escuela de negocios. Me dijo que si tenía un rato se acercaría a verte. Quizá está al llegar, o quizá no ha podido ir. ¿Te encuentras bien?

—No sé.

—¿Qué haces?

—Aprendiendo inglés. Escucha esto: My family is not home because at this timee of tbe year they travel to the south to visit my mother in law, who is a widow.

—A ver si sabes qué quiere decir.

Mi familia no está en casa porque en esta época del año viaja al sur para visitar a mi suegra, que es viuda.

—Muy bien, papá. Creo que te estás recuperando. A lo mejor voy luego a verte.

Colgó y entró de nuevo en el sanatorio, dirigiéndose a la cafetería. Era la hora de comer y en la mesa habitual estaba Teresa, la mujer de la escuela de negocios idéntica a Laura. Leía, o fingía leer un libro, como siempre. Julio se sentó a su lado y, presionado por el tiempo, empezó a hablar:

—El otro día no te lo dije, pero si en lugar de llamarte Teresa te hubieras llamado Laura, habrías sido una chica que conocí hace mucho tiempo.

—¿Nos parecemos?

—Eres idéntica a su versión arcaica.

—¿Cómo a su versión arcaica? ¿Qué quieres decir?

—Tenía dos caras.

Al decir esto, se acordó de la jefe de sección del periódico, dotada de dos perfiles diferentes.

—¿Dos caras? —preguntó Teresa.

—Cosas mías.

Callaron durante unos segundos en los que por debajo de la tensión emocional Julio creyó percibir una actividad calculadora tras los párpados de reptil de la mujer. Las cosas estaban funcionando. De hecho, fue ella la primera en retomar la conversación, con ironía, pero lanzando un cabo que Julio supo recoger.

—Pues no sabes cómo lamento no servirte para nada en mi actual situación onomástica. A quién se le ocurriría llamarme Teresa.

—Si te hubieras llamado Laura… —insistió él.

—¿Qué habría pasado?

—Habríamos reconstruido el mundo los dos juntos, de verdad, no te rías.

—¿Y cómo se reconstruye el mundo?

—Por orden alfabético. Empezaríamos por la A de ábaco, de a posteriori, de abadía, de abajo, de aborto, de abatible. Por la A de abreviatura, de abismal, de abismo, de abigarramiento. Por la A de adulterio.

—¿Por la A de adulterio?

—Sí.

—Te gusta ir al grano, ¿eh?

Ir al grano —repitió él—: frase hecha, o deshecha, según se mire. Quiere decir centrarse en lo esencial y dejar de lado lo superfluo; lo que se hace al separar el grano de la paja tras la recolección del trigo.

Teresa fingió cara de asombro, como si se encontrara frente a una manifestación portentosa de la naturaleza. Julio continuó:

—Te diré otras formas convencionales de ir: a contracorriente, al bulto, de la ceca a la Meca, de picos pardos, por lana, sobre ruedas, viento en popa. Irse a pique, de la lengua, con la música a otra parte, por los cerros de Úbeda y, con perdón, ir de culo.

—¿Y si me hubiera llamado Laura me habrías propuesto ir de picos pardos?

—Sí.

—Llámame Laura, pues.

—Hola, Laura.

Los dos estaban ocupados, o eso dijeron, pero quedaron en verse allí mismo al día siguiente y tomarse la tarde libre. Antes de despedirse, ella hizo una puntualización que encerraba una promesa.

—No me gustan los hoteles, me siento como una puta en ellos.

—Iremos a mi casa. Mi familia no está porque en esta época del año viaja al sur para visitar a mi suegra, que es viuda.

Julio subió a la habitación de su padre, al que encontró con los cascos del magnetofón puestos, escuchando la cinta del inglés sin esfuerzo con una atención singular.

—¿Estás seguro de que se ha ido ya al sur la familia de ese hombre cuya suegra es viuda? —preguntó.

—No lo sé. ¿Por qué?

—Por ver qué hace cuando se queda solo. Tengo la impresión de que es un adúltero.

Su padre puso media cara de no comprender la palabra adúltero, o quizá de que no era el momento de considerarla. Estaba lúcido con la mitad del cuerpo hábil, aunque se trataba de una lucidez extravagante que se manifestaba en la intensidad de su mirada impar y en la posición reflexiva de la comisura derecha de los labios. Producía el efecto de que toda su personalidad se hubiera acumulado en una de las mitades de su cuerpo, otorgándole a esa fracción de sí mismo una capacidad de penetración poco común.

—No ha venido tu mujer —dijo.

—Es raro, me aseguró que estaría aquí. En esta época del año tiene muchos problemas en la escuela de negocios.

—¿Qué hace?

Julio percibió un matiz de desconfianza.

—Coordina los cursos reglados y organiza seminarios. Hoy comenzaban uno nuevo sobre gestión de marca.

—Creo —dijo el padre cambiando de tema bruscamente— que me dan esas cosas que sirven para estar aplacado. ¿Sabes lo que digo?

—Tranquilizantes.

—Sí. ¿Qué te parece?

—Están indicados para disminuir la tensión vascular y reducir el peligro de una nueva trombosis.

—¿Y la memoria, qué?

—Volverá.

—¿Y recuperaré el inglés que he perdido?

—Quizá sí.

—Imagino que si tuviera demencia, esta habría sido la primera palabra en olvidar, ¿no? Sin embargo, es la única que me viene a la cabeza a todas horas. Demencia, demencia, demencia, y sus sinónimos: enajenación, insania, vesania, locura, chifladura, chaladura. En ese diccionario sólo viene un antónimo: cordura. Pero hay más, ¿no? En caso contrario, las fuerzas enajenadoras del universo ganarían la partida.

En ese instante, a Julio le pareció que su padre era un francotirador apostado en una ventana lateral del edificio de su cuerpo disparando palabras contra todo lo que se moviera, para demostrar al mundo que todavía le quedaban municiones. Acarició su frente con una piedad que le hizo daño y dijo que le veía muy bien.

—Me tengo que ir al periódico. Si puedo, volveré a dormir esta noche.

Al abandonar la habitación se tropezó en el pasillo con Laura, su mujer, que iba apresurada.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó él.

—Perdona, telefoneé a la escuela para ver cómo marchaba todo y tenían un lío enorme porque habíamos asignado por error dos seminarios a la misma aula. He tenido que ir corriendo para arreglarlo. Venía ahora a ver a tu padre. ¿Cómo está?

—Bien, bien, le he dado recuerdos de tu parte, así que déjalo, no pases ya. Todavía tenemos que comprar las cosas para vuestro viaje. Recuerda que mañana os vais el niño y tú al sur, para visitar a tu madre, que es viuda.

—Por eso venía tan agobiada. Y ya sé que mi madre es viuda, no es necesario que me lo recuerdes de ese modo.

—Entonces, tú eres huérfana.

—Nunca sé cuándo hablas en broma y cuándo no. Continúa lloviendo, a ver si nos acordamos de comprar un paraguas.

Laura sugirió que fueran en taxi, pero él prefirió el autobús: le gustaba estar con su mujer en lugares públicos, aunque tuviera que hablar con ella sin mover los labios ni gesticular. Tomaron uno con asientos libres y pudieron sentarse juntos, cerca del conductor.

—Estaba pensando —dijo Julio— que si mi padre llegara a fallecer, mi madre, que es su ex mujer, se convertiría automáticamente en su ex viuda. Qué raro, ¿no? Hay algo en las cosas que no funciona bien, pero no tengo pruebas.

Laura se rio con ese gesto que quería decir cómo eres y cruzó las piernas bajándose la falda con las manos. Después se puso práctica.

—Bueno, vamos a ver qué es lo que tenemos que comprar para no llevarnos más cosas de las necesarias.

—¿Has avisado a la canguro para que se haga cargo del crío cuando vuelva del colegio?

—¿Cómo le vas a poner canguro a un niño de trece años?

—En realidad, catorce. Los cumple este mes.

—Pues más a mi favor. Tiene su llave, entra, nos espera y ya está.

Julio habría jurado que la hija de los vecinos de enfrente, que estudiaba en la universidad, se había hecho cargo del niño hasta hacía muy poco cuando ellos no se encontraban en casa. Pero ya había padecido otras confusiones temporales y prefirió no investigar. Las gotas se estiraban y formaban hilos de agua sobre la ventanilla del autobús. La gente caminaba por las aceras poniendo los paraguas en forma de escudo para defenderse a la vez de la lluvia y del viento.

—Volvamos a las compras —dijo él—. Cepillos de dientes, desde luego.

Laura sacó del bolso una agenda pequeña y fue anotando lo que se les ocurría durante el trayecto. Cuando bajaron del autobús tuvieron que echar una carrera para mojarse lo menos posible, y al entrar en los grandes almacenes, ella se sacudió la melena con un gesto algo animal, de película, que a Julio le pareció deslumbrante, y se secó la cara entre risas con un pañuelo de papel. Estaba intacta. Por la megafonía de los grandes almacenes sonaba un ritmo country que parecía otorgar a la compra un carácter épico.

—Con esta música, estaría uno comprando todo el día —dijo él—. Se ve que los hábitos de consumo cultural influyen sobre los hábitos de consumo de menaje del hogar.

Laura intercambiaba en ese instante un gesto de inteligencia con una maniquí que vestía una falda corta, de piel, y un jersey de lana negro, muy fino, en el que se marcaban sus pezones. Al sentirse sorprendida por Julio, preguntó con precipitación:

—¿Te gusta ese conjunto?

Él dijo que sí y decidió comprarlo pese a las protestas de su mujer, a la que le parecía un poco caro.

—Necesitas renovar tu vestuario invernal.

La obligó también a llevarse una bata de baño y un camisón de seda. En la sección de niños, adquirieron varias cosas para su hijo: pijamas nuevos y prendas deportivas que le sirvieran para el colegio y para casa, indistintamente. A menudo no estaban de acuerdo con lo que era más práctico y Julio sufría discutiendo sin poder dar muestras externas de su irritación. Pero en general se lo pasó bien comprando con ella, al menos mientras se sucedieron los ritmos de música country. Luego pusieron otra más vulgar y se vino un poco abajo, no sólo por eso, sino porque al pasar frente a un maniquí masculino había intentado establecer con él algún tipo de relación sin ningún resultado. Laura quiso que fueran a la sección de caballeros a por alguna cosa para él: le hacían falta calzoncillos, camisetas y calcetines, era muy descuidado con la ropa interior, pero Julio había caído ya en una tristeza irreversible y prefirió volver a casa.

—¿Ya te ha dado el ataque de claustrofobia?

—Sí.

Durante el regreso, que hicieron también en autobús, con las manos llenas de paquetes, estuvo observando con disimulo a su mujer y comprobó que se le marcaban en la ropa los pezones, como al maniquí. Ninguno de los dos se había acordado de comprar el paraguas.

Al llegar a casa, el niño estaba sentado frente a la televisión y apenas les devolvió el saludo. La tristeza de Julio se había transformado en una forma de crispación sin objeto.

—Por esto no quería yo que hubiera una televisión en casa —dijo—. Sabía que el niño acabaría colgado de ella todo el día.

—Pero si está apagada, Julio —dijo Laura.

Era verdad, estaba apagada, pero el niño observaba la pantalla con una atención desmedida. A Julio le invadió una ternura que rebajó de golpe su mal humor. Así que abandonó los paquetes en el suelo y acercándose al aparato presionó su botón de encendido y buscó un canal con dibujos animados.

Laura y él se internaron por el pasillo, en dirección al fondo de la casa, para revisar las compras. El sonido de la televisión llegaba, atenuado, al dormitorio de ellos, y daba a la vivienda una atmósfera como de estar muy habitada que llenó a Julio de optimismo. Laura lo notó.

—¿Ya se te ha pasado el mal humor?

—Es que en los sitios cerrados me voy cargando de una energía mala y luego necesito un rato para recuperarme. A veces me pasa también en el periódico. Es por la moqueta, que almacena mucha energía estática de la que se libera a través de los cuerpos.

—Lo que tú digas, pero los demás no tenemos por qué soportar tus cambios de humor. Yo he dejado hoy mi trabajo para estar contigo y al final ya ves cómo te pones.

Comprendió que ella tenía razón, pero no dijo nada para no dar su brazo a torcer. Además, le parecía que había estado buscando un motivo para discutir con él desde que la sorprendiera intercambiando una mirada con el maniquí de los grandes almacenes. Sin duda, ella tenía una vida oculta a la que él era ajeno. Por un momento, casi se alegró de que al día siguiente tuviera que irse al sur con su madre, pero al abrir la boca le salió lo contrarío.

—Además, me empiezan a cargar las peregrinaciones para ver a tu madre en esta época del año. £1 niño acaba de comenzar el curso y no puede venirle bien esta interrupción.

—Son unos días, Julio, y se lleva tareas.

—A pesar de ello.

Tras ese conato de discusión su mujer salió al pasillo y se diluyó en sus sombras, abandonándole de golpe en la dimensión en la que él era un soltero sin hijos. Con cierto cansancio, sin esperanza, fue al salón, y apagó la televisión que ahora no veía nadie. Luego regresó al dormitorio y desplegó sobre la cama la falda de piel y el jersey negro, así como el camisón de seda y el resto de cosas que había comprado para Laura. Tras contemplarlo todo con algo de nostalgia, lo metió en el armario empotrado, cuyo hueco midió para comprobar que no había cambiado de tamaño, al lado de su ropa, aunque estableciendo bien la frontera entre las prendas de uno y las del otro. El camisón prefirió dejarlo a los pies de la cama, con aire de descuido, como si la propia Laura lo hubiera abandonado allí de forma apresurada antes de irse.

Luego guardó las cosas del niño en el armario de su cuarto de estudio, donde había un sofá cama que decidió dejar abierto, con algunas cosas encima, para transmitir una impresión de uso. Lo que más le gustó quizá fue ver por fin tres cepillos de dientes en el cuarto de baño. Los de su mujer y su hijo estaban demasiado nuevos, así que se limpió la boca con los dos, de forma sucesiva, y los dejó chorreando dentro del vaso. Antes de salir de casa para ir a dormir al sanatorio, tomó de la librería un diccionario de dudas para llevarle algo a su padre. Fue echándole un vistazo en el autobús y no venía nada acerca del uso correcto del término adulterio.

Por la mañana se entretuvo un poco en el sanatorio, para ayudar a su padre en las tareas del aseo personal, y llegó tarde al periódico. Se disculpó aduciendo que había llevado a Laura y al niño a la estación.

—En esta época del año viajan al sur para visitar a mi suegra, que es viuda.

La jefa de sección lo miró de frente, con las dos caras al mismo tiempo, como si la multiplicidad de puntos de vista la ayudara a desentrañar algo del carácter de Julio que no hubiera llegado a comprender. Él pensó en su padre, también dotado de dos perfiles, aunque uno de ellos inactivo. Luego ella le invitó a desayunar fuera del periódico, quizá para darle al encuentro un aire menos oficial, y le animó a exponer sus ideas sobre el trabajo.

—El periódico se ha limitado hasta ahora a publicar la programación de las distintas cadenas y poco más. Tenemos que hacer otras cosas: entrevistas a personajes, artículos sobre los espacios más vistos, reseñas sobre las películas, encuestas… La gente pasa más tiempo delante de la tele que en la calle. Debería ser fácil sacar adelante algo con garra. Es una oportunidad para los dos, un reto.

—Ya me he comprado un receptor —dijo Julio—, pero todavía no tengo el hábito de consumirlo.

La jefa de sección era más baja que un maniquí mediano y no se le notaban los pezones sobre la blusa.

—Pues empieza a adquirirlo —respondió algo desconcertada.

—Es a lo que pensaba dedicar esta tarde.

La mujer hizo un gesto de paciencia, tomó un sorbo del café con leche y, aunque le estaba dando a Julio su perfil diabólico, torció toda la cabeza, con la expresión de un ave que quiere ver el mismo objeto con los dos ojos. Julio notó que había algo en él que resultaba atractivo para ella.

—Mira —añadió—, al principio creí que era un disparate que te hubieran destinado a la sección justo en el momento en el que pretendían potenciarla, pero ahora pienso que es bueno. Tú puedes lanzar sobre la tele una mirada completamente nueva, limpia, precisamente porque no estás colgado de ella. Lo importante es que formemos un equipo.

Él se comprometió a dar nuevas ideas, a trabajar de firme, y regresaron a la redacción, donde, después de despachar los asuntos de rutina, hizo una lista de escritores a quienes podía pedir artículos sobre sus hábitos de consumo televisivos sin pagarles. Al mediodía, su jefe se fue a una reunión de dirección y él llamó por teléfono al sanatorio. Le pusieron con la habitación de su padre.

—¿Qué tal? ¿Cómo va todo?

—Bien, hijo, ha venido el médico y dice que he recuperado un poco esa cosa que sirve para no irse hacia los lados al caminar.

—El equilibrio.

—El equilibrio. Pero todavía no me pueden dar el alta. Y quieren hablar contigo.

—No te preocupes, yo me ocuparé de todo. ¿Has seguido con el inglés?

—Sí.

—¿Y qué ha pasado con ese hombre cuya familia se fue al sur para visitar a la madre de ella, que era viuda?

—No sé, no viene nada.

—¿Y la familia no ha telefoneado desde el sur para decir cómo están?

—Tampoco.

—Vale, vale, gracias.

Julio colgó e hizo cálculos. Su mujer y el niño tenían que haber llegado ya a la casa de su suegra, en el sur. Lo normal es que hubieran llamado para decir que habían llegado bien. Se quedó un poco intranquilo, aunque continuó trabajando con normalidad. Al poco sonó el teléfono, pero era el marido de su madre, el peluquero. Dijo que tenían que verse, para hablar.

—¿De qué? —preguntó Julio.

—El otro día se quedó tu madre muy preocupada. Te agradecería que la dejaras en paz.

—Sólo quería hablar con ella. El peluquero respiró con paciencia al otro lado del hilo.

—Mira, Julio, tú eras muy joven cuando tu padre y ella se separaron y no sabes la vida que le dio él. Además, montó un lío enorme para quedarse contigo. La acusó de abandono de domicilio conyugal y perdió tu custodia, imagínate. Sufrió mucho por eso, y ahora que estamos tranquilos, porque hemos decidido vender la peluquería para dedicarnos en exclusiva a las uñas, no me apetece que te presentes en mi casa contándole historias que la ponen mal. ¿Comprendes?

—Claro.

Julio se quedó callado y le pareció oír ruido de tráfico. Imaginó al peluquero dentro de una cabina telefónica, contemplando tristemente la lluvia mientras defendía sus intereses afectivos. Quizá le había llamado para quedar a tomar un café y exponer las cosas de un modo civilizado, pero no había podido contenerse, y ahora ya no tenía sentido el encuentro.

—¿Y cómo está tu padre, por cierto? —preguntó su padrastro (¿se quedaría él huerfanastro cuando falleciera el peluquero?).

—Ha recuperado el equilibrio, pero continúa perdiendo información. Los médicos no acaban de pronunciarse. Es un problema.

El silencio fue de un lado a otro de la línea, rebotando sin violencia en los oídos de ambos.

—Bueno —dijo el padrastro algo vencido (quizá había esperado encontrar mayor oposición a sus planteamientos)—, adiós.

—Adiós.

Se hizo la hora de comer sin que la jefa de sección hubiera regresado de la reunión, así que Julio le dejó una nota y se marchó. De súbito, había recordado que tenía una cita con Teresa, la mujer de la escuela de negocios, en la cafetería del sanatorio.

Ella había empezado a comer cuando llegó Julio. Llevaba un vestido gris, de punto, muy ceñido al cuerpo, sobre el que se dibujaban levemente los pezones. Leía o fingía leer un libro, como era habitual, y en la silla de al lado, sobre una gabardina minuciosamente doblada, destacaba el fichero portátil, como si viniera de trabajar o pensara ir después de la comida.

—Llegas tarde —dijo con tono neutro.

—Es que he tenido un lío en el periódico. Una compañera ha abandonado el domicilio conyugal y ha perdido la custodia del hijo. Estaba deshecha la pobre.

—¿Y tu familia se ha ido ya?

—Sí, al sur, para pasar unos días con mi suegra, que es viuda.

Teresa se echó a reír.

—Eres estupendo, de verdad.

Al reírse se acentuaba lo que había de arcaico en sus facciones, y mostraba una dentadura algo brutal, de forma que no se podía, viéndola tan cerca, olvidar su función masticadora. Comieron poco, como si tuvieran prisa, pero pidieron postre, y café, como si intentaran dominarla. Había llovido de nuevo desde media mañana y se veían algunos paraguas cogidos al respaldo de las sillas con un gesto de docilidad que a Julio le pareció perturbador. De vez en cuando, alguno desplegaba un poco sus alas húmedas y se arrojaba contra el suelo produciendo un estrépito considerable.

—Tengo que subir un momento a echar un vistazo a mi padre antes de que vayamos a mi casa —dijo él—. ¿Te importaría acompañarme?

—No sé…

—Venga, sí, lo hacemos en seguida. A lo mejor te confunde con mi mujer o con mi hermana. Tú llévale la corriente.

A Teresa pareció animarle la idea de ser confundida y se incorporó al tiempo que él se acordaba de su hermana aborto.

—¿Tienes una hermana?

—Sí, pero no vive aquí.

Cuando abandonaban el comedor, observó que ella procuraba alejarse de las sillas que tenían paraguas, como si temiera un ataque inesperado.

—¿Has traído paraguas? —preguntó.

—Los odio —dijo ella.

La habitación de su padre estaba más oscura de lo que era habitual a esa hora debido al mal tiempo. El anciano tenía puestos los auriculares y sostenía en la mano derecha el manual de inglés sin esfuerzo, cuya cinta escuchaba con una concentración estremecedora. Al verlos entrar, abandonó el libro a un lado y apagó el casete, aunque no se desprendió de los auriculares. Teresa, con la gabardina por los hombros y el fichero portátil colgando de la mano derecha, se quedó a los pies de la cama, esperando una presentación que no llegó a producirse.

—Sólo hemos subido un momento, por si necesitabas algo. Tenemos que irnos corriendo a trabajar —dijo Julio.

Su padre vaciló unos instantes y, tomando el libro de inglés sin esfuerzo, señaló una frase cuya traducción decía: «Mi mujer y mi hijo permanecerán más días de los previstos en el sur porque mi suegra se ha puesto enferma».

Julio hizo un gesto de inteligencia y llenó el vaso de agua de la mesilla de noche devolviendo la jarra a la mesa. Hubo entre los tres unos instantes de enorme tensión existencial durante los que se escuchó el tráfico de la calle y el murmullo de la lluvia sobre la ventana. Lo rompió el hijo con una pregunta rutinaria.

—¿Necesitas algo?

El padre negó con la cabeza y abandonaron la habitación con expresión de alivio por parte de Teresa.

—Oye, esto no me ha gustado nada. Podías habernos presentado.

—Pero si te ha tomado por mi mujer. ¿No te has dado cuenta?

Cogieron un taxi a la puerta del sanatorio y ella se sentó algo rígida, con el fichero portátil sobre las rodillas, intentando recuperar un aplomo que había perdido, o eso le pareció a Julio.

Sobre el techo del automóvil se oía el golpeteo de la lluvia, que les ayudó a salir del ensimismamiento general cuando se transformó en granizo.

—Parecen clavos —dijo el conductor.

Tras un breve intercambio de puntos de vista acerca de la situación atmosférica, Teresa se quedó más tranquila, como si hubieran reparado lo que se había roto en la habitación del sanatorio. Al salir del taxi corrió hasta el portal de Julio, protegiéndose de la lluvia con el fichero, sin dejar de reír. Él empezó a besarla en el ascensor, porque no sabía qué decirle, y ella respondió con la naturalidad con la que se le había entregado Laura, hacía tantos años, en el otro lado del calcetín o de la vida.

Fueron directamente al dormitorio sin dejar de tocarse, produciendo para sí mismos la impresión de que habían esperado durante siglos ese instante, pero cuando Teresa vio el camisón de Laura abandonado descuidadamente en una esquina de la cama, se puso tensa, como si hubiera percibido algo raro que quizá no podía nombrar.

—Tengo que hacer una llamada para decir en qué teléfono estoy —dijo—, por si necesitan localizarme urgentemente.

Julio notó que había sido atacada por el mismo tipo de miedo que el de la encuestadora antes de oírle decir que tenía familia, y le ofreció el teléfono de la mesilla mostrándole la zona del auricular donde estaba apuntado su número. Luego recogió el camisón de su mujer y lo guardó en el armario, dejando la puerta abierta, para que se viera el conjunto de la falda de cuero y el jersey de lana. Ella dio instrucciones a una secretaria, esforzándose en resultar verosímil, pero Julio se dio cuenta de que no hablaba con nadie.

Ninguno de los dos intentó recuperar el clima anterior. Se desnudaron sin entusiasmo (el vestido de Teresa produjo al roce de los pantys unas chispas que alarmaron a Julio) y realizaron un ejercicio mecánico breve e insatisfactorio.

—Siempre creí que adulterio sería otra cosa —dijo él al fin, despegándose del cuerpo de ella y dejándose caer a su lado.

—Qué cosa.

—Algo más cercano a la muerte, más digno de ser consumido y estudiado. Pero no he aprendido nada.

—Muchas gracias.

—No es por ti.

No era eso lo que buscaba, aunque supo que su actitud iba a gustarle a la mujer. Ellas solían fascinarse al percibir sus dificultades de comunicación con la realidad e intentaban hacer algo para ponerle remedio. Julio abandonó la cama y, sintiendo el frío del suelo sobre la planta de los pies, se acercó desnudo a la ventana y observó la calle. Estaba desordenada y sucia, como si la lluvia llevara en suspensión partículas de mugre que se quedaban adheridas a la carrocería de los coches y a las fachadas de los edificios. Durante unos instantes tuvo la fantasía de que sus pies descalzos pisaban otros pies colocados en espejo respecto a los suyos.

—No eres el único hombre del mundo con problemas. Anda, vuelve a la cama —dijo ella.

Julio miró la hora y se metió entre las sábanas. Si terminaran pronto todavía podría ir al periódico y trabajar toda la tarde, para no empeorar las cosas en el ámbito laboral (se lo dijo a sí mismo con esa expresión, ámbito laboral, a la que dio un par de vueltas en la boca antes de enviarla al estómago).

—¿Por qué ha sido tan sencillo? —preguntó.

—También yo podría hacer esa pregunta —dijo ella.

—Contesta tú primero.

—Ya has visto que soy muy fea, así que no me sobran las oportunidades.

A Julio no se le habría ocurrido considerar la situación desde ese punto de vista.

—¿Eres fea? —preguntó extrañado.

Teresa le dio un beso y se echó a reír.

—Fea e invisible: una cosa compensa la otra. Hace tiempo juré que me iría a la cama con todos los hombres que fueran capaces de verme y tú me viste en seguida. Por eso ha sido tan fácil por mi parte. Ya lo sabes.

Julio pidió que le explicara por qué se sentía invisible y Teresa le contó que de pequeña había tenido una profesora que practicaba con ella el castigo de la niña invisible, consistente en que todas sus compañeras pasaran a su lado sin verla, sin oírla, como si no existiera. Al principio se había rebelado e hizo cosas para llamar la atención, pero luego, al crecer un poco más y advertir que era tan fea, le pareció mejor que no la viera nadie y creció de un modo inmaterial. Más tarde, ya de mayor, decidió que se iría a la cama con todos los hombres que la vieran.

—Ahora te toca a ti —concluyó.

—Me recordabas a alguien, ya te lo dije.

—A una tal Laura, ya lo sé. ¿Qué más?

—Nada más. No tengo hábitos de consumo de conversaciones transcendentes, y además he de volver al periódico. Perdona.

—¿No hay nada más entonces?

—Bueno, como te conocí en el sanatorio, por un momento creí que eras la muerte.

—¿Creíste que era la muerte?

—Suele rondar por donde hay enfermos y allí fallece alguien todos los días.

—Creíste que era la muerte porque soy fea.

—Al contrario, siempre he pensado que la muerte era muy atractiva.

—¿Entonces crees que soy atractiva?

—Creo que eres la muerte.

Teresa hizo un gesto de resolución, como si hubiera renunciado a recomponer el tejido de la tarde, salió desnuda de la cama y corrió al cuarto de baño. Julio se puso los calcetines, para evitar esta vez el contacto directo con el suelo frío, o con los otros pies, atravesó el dormitorio, y tomó el fichero portátil, colocado sobre una silla. Lo abrió y revisó su contenido: una manzana y un paquete de galletas de régimen; no existía la escuela de negocios, pues. Iba a revisarle el bolso también, pero tuvo un ataque de piedad dirigido más a sí mismo que a ella y, en lugar de eso, salió al pasillo, caminó desnudo y sobre los calcetines hasta el cuarto de baño y abrió la puerta sin llamar. Teresa permanecía sentada sobre el bidé, con la frente apoyada en la pared, llorando, aunque sin dejar de lavarse. El ruido del agua era lo único que sonaba familiar dentro de una situación que a Julio le pareció completamente catastrófica. Sin decir nada, se agachó a sus espaldas y abrazándole la cintura llegó desde atrás con sus dos manos a las manos de ella y la ayudó a lavarse de sí mismo. Las cuatro manos alcanzaron en seguida una extraña armonía en su actividad limpiadora, pasándose la pastilla de jabón en el momento justo. Julio hizo un cálculo mental (cinco por cuatro) y dedujo que eran veinte los dedos que se afanaban a la entrada de la mujer, pero en ese instante no habría sabido distinguir los suyos de los de ella. Tenía la frente apoyada en la zona oriental de la espalda de Teresa, a quien había comenzado a percibir como una geografía y, aunque carecía de hábitos de consumo relacionados con las lágrimas, lloró un poco también él hasta que una mano, que no le pareció ninguna de las suyas, cerró el grifo interrumpiendo la corriente de agua. Mientras ella se secaba, él regresó al dormitorio y comenzó a vestirse (a amortajarse, pensó para sus adentros). Luego llegó Teresa y también ella empezó a ponerse la ropa. Cuando estuvo vestida, se sentó en el borde de la cama y se dirigió a Julio:

—No hay ninguna esposa, ni ningún hijo de trece años, ¿verdad?

—En realidad catorce, los cumple este mes.

—Por eso los cepillos de dientes del cuarto de baño y el camisón sin estrenar sobre la cama me parecieron tan amenazadores.

—Quizá aquí, en este mismo instante, no sea cierto, pero hay un lugar idéntico a este en el que todo eso está sucediendo ahora mismo, del mismo modo que hay un sitio donde tú eres coordinadora de cursos de una escuela de negocios.

Teresa apenas acusó el golpe. Se levantó, tomó su gabardina y el fichero portátil y tras besar a Julio en la frente sin rencor ni aprecio, dijo:

—Tal vez haya un lugar donde tú y yo seamos reales.

Se fue a dormir al sanatorio, entre cuyas paredes se sentía más protegido que entre las de su casa desde que Laura y el niño permanecían en el sur. Encontró a su padre dormido, o quizá medio dormido, considerando su cincuenta por ciento inanimado, pero desde aquella mitad de sí mismo desarrollaba una complicada estrategia respiratoria, consistente en iniciar un movimiento pulmonar muy suave, cercano al suspiro, que crecía hasta alcanzar la calidad moral de un estertor, para detenerse a continuación unos segundos antes de comenzar una nueva serie.

Julio extrajo la cama del acompañante del armario simulado con sensación de extrañeza, como si no fuera capaz de comprender el código propuesto por tal ocultación, y se tumbó vestido boca arriba, observando en el techo los juegos de luces y sombras producidos por la actividad callejera, mientras se imaginaba haciendo la compra en el supermercado, con su esposa y su hijo, el sábado por la tarde. El niño iba sentado dentro del carro, que avanzaba conducido por él entre las paredes de los productos de limpieza o comestibles que la familia había adquirido el hábito de consumir. La escena debía de corresponder a una situación anterior, porque el chico tenía ahora trece años, catorce en realidad, los cumplía ese mes, y no habría cabido en el asiento para bebés del carro.

Entregado al insomnio, tomó el mando a distancia de la mesilla de noche y encendió la televisión, con el volumen muy bajo, para no despertar a su padre. Estaban entrevistando a un científico que hablaba de la obtención de ranas sin cabeza en el laboratorio. El locutor hacía bromas que las personas del estudio reían brutalmente. Había también un escritor cuyas opiniones eran ridiculizadas por el conductor del programa, que de súbito anunció la actuación de una mujer decapitada. En efecto, salió un cuerpo sin cabeza que fue desnudándose frente a los espectadores entre gritos y carcajadas salvajes. A medida que transcurría el número, el científico y el escritor fueron animalizándose con el resto de los espectadores y al final aplaudieron la broma con un entusiasmo extravagante. Apagó el receptor e intentó dormir, pero su padre se había despertado y le pidió el diccionario de dudas con la parte operativa de su rostro. Parecía haber tomado una decisión trascendental.

—Voy a empezar desde el principio —dijo—, por la E.

—El principio es la A, papá.

—Eso es lo que quería decir. Por la A.

Julio le dio el libro, al que el enfermo se entregó con pasión, pese a poder dedicarle sólo una mano, mientras él imaginaba un estallido de la A a partir del cual se originaba el universo: los seres unicelulares y los invertebrados, primero; después los individuos más complejos, de los que se generaban los hijos y las esposas, que segregaban a su vez las camas y los sanatorios, las botellas de oxígeno y los vasos de agua; todo era el resultado de la energía expansiva de la A, que una vez alcanzado su límite de dilatación comenzaba a retraerse, lo mismo que una goma elástica, haciendo desaparecer de nuevo los vasos de agua, las botellas de oxígeno, los sanatorios, las camas, las esposas, los hijos… ¿Cómo saber si en el momento actual el alfabeto continuaba creciendo o se encontraba ya en una etapa de implosión, de regreso a los orígenes? Quizá en los instantes de mayor desarrollo, sus dominios habían llegado más allá de la W y de la Z, formando palabras cuyos sonidos no se podían ni imaginar desde la situación presente.

Su padre distrajo un momento la atención del diccionario de dudas y le pidió que buscara los antónimos de escribir, pero Julio no encontró ninguno.

—Esa palabra no tiene antónimos, papá.

—Pues lo que me ocurre a mí precisamente es que se me ha desescrito la mitad del cuerpo, míralo, y ahora se me desescriben las cosas de la cabeza.

—En sentido figurado, sí, pero sería imposible desescribir una novela, o desescribir un artículo.

Trató de concebir un mundo en pleno proceso de desrealización, donde habría periódicos en cuyas redacciones los trabajadores se afanaran en desescribir las noticias del día, mientras los novelistas, en sus buhardillas, desescribían los grandes relatos de la historia. Imaginó una entrevista en la televisión con el desescritor de Madame Bovary o de La metamorfosis. Serían tipos bohemios, de aspecto descuidado, a los que les costaría mucho triunfar, porque no siempre desescribirían las grandes obras con el mismo acierto con el que se escribieron. Pero algunos alcanzarían las cimas de la desescritura borrando las mejores metáforas construidas por la humanidad a lo largo de los siglos. Y se crearía una historia inversa de la literatura, compuesta por un catálogo de personajes cuyo mérito sería haber acabado con la Ilíada o la Divina Comedia. Por lo que Julio había oído decir de algunos programas de televisión, la realidad no estaba muy lejos de su fantasía. Él mismo acababa de ver el strip-tease de una mujer con la cabeza desescrita.

Decidió que al día siguiente, para satisfacer a los dos rostros de su jefa, le propondría la confección de un reportaje amplio, confeccionado desde este punto de vista. Podía ver ya el titular:

ENTREVISTADO EL FAMOSO

DESESCRITOR DE SHAKESPEARE

EN UN PROGRAMA DE VARIEDADES

DE LA TELEVISIÓN

Su padre había hundido la cabeza en la almohada, con media expresión de desaliento, y respiraba ahora sin ninguna estrategia, mientras sus músculos faciales dibujaban muecas involuntarias en la superficie de la piel.

Por la mañana, cuando intentaba abandonar el sanatorio sin ser visto por las enfermeras de la planta, fue abordado por una de ellas en la puerta del ascensor.

—El doctor quiere verle.

El médico llevaba una bata verde, y se estaba arrancando unos guantes de goma con aspecto de piel.

—Llevo dos días intentando hablar con usted. Quizá haya que dar el alta a su padre. Ya no recibe aquí atenciones que no se le puedan proporcionar en casa. Habrá que fijar horarios para la rehabilitación.

—Pero si todavía se marea un poco al levantarse.

—Eso es el producto de un cuadro depresivo que está dificultando mucho la evaluación de la enfermedad. Es una de las razones por la que conviene sacarlo del sanatorio. De seguir así, podría hundirse en una demencia que no haría sino agravar sus problemas circulatorios. Las lagunas de memoria que tanto les preocupan a él y a usted irán desapareciendo a medida que mejore de la depresión, que debería tratar el psiquiatra cuanto antes. Ahora hay fármacos muy eficaces. Notarán el cambio en seguida.

—El caso es que mi mujer se encuentra en el sur, atendiendo a mi suegra, que es viuda y acaba de enfermar. Si pudiera usted retrasar un poco la decisión de darle el alta… Mi padre lleva toda la vida pagando esta sociedad médica que es la primera vez que usa.

—Hay una demanda muy grande de camas y es una lástima que estén ocupadas por quienes no las necesitan. Pero en atención a su caso procuraré retrasarlo un par de días.

La jefa de la sección quiso comer con él y fueron a un restaurante próximo al periódico, donde acudían muchos colegas de la redacción, aunque normalmente se ignoraban al cruzarse, como para descansar de sí mismos durante aquella hora de asueto. Parecía satisfecha del rendimiento de Julio, que acababa de comentarle la idea de un universo desescrito por la televisión, y quería mostrarle su gratitud y estimularle a desarrollar nuevos proyectos. Caminaron bajo el paraguas de ella, grande y negro, como un pájaro de rapiña, rozándose el lado diabólico de la mujer con el costado de Julio que en su padre permanecía activo.

—¿Ya has adquirido el hábito de consumir programas de televisión? —preguntó ella con ironía cuando se sentaron a la mesa.

—Poco a poco —dijo él.

—¿Te pasa algo?

—Mi mujer ha retrasado la vuelta porque su madre ha caído enferma. Además, mi padre está hospitalizado, no te lo había dicho, y quieren darle el alta, aunque no se vale por sí mismo. No sé cómo me voy a arreglar yo solo.

Ella no dijo nada, como si le molestara emplear el tiempo en la discusión de problemas domésticos, así que durante unos instantes comieron en silencio la ensalada que habían decidido compartir.

—Estoy harta de que llueva. Y de estos días tan oscuros. ¿Tú nunca llevas gabardina o abrigo? ¿Vas siempre así, a cuerpo? —preguntó con una agresividad incomprensible.

Julio continuaba colocado junto al perfil diabólico de la mujer, que ese día parecía abatido. Iba a responder que no tenía hábitos de consumo de prendas largas, pero en lugar de eso preguntó:

—¿Qué te sucedió en la cara?

—Un accidente de coche. Me la tuvieron que recomponer de arriba abajo y salieron dos rostros por el precio de uno, ya ves tú. Creo que te has puesto del lado malo. Dice el plástico que se puede mejorar, pero no sé qué hacer. A muchos hombres les gusta esta dicotomía. ¿A ti qué te parece?

—No sé. Pero creo que son tres caras en realidad. Cuando miras de frente eres una mezcla de las otras dos.

Ella se quedó pensativa y luego hizo una pregunta de novela sentimental.

—¿Y tú no tienes cicatrices?

—¿Cicatrices? No.

—¿No te ha pasado nunca nada?

Julio dudó unos instantes y ella percibió su resistencia a hablar, por lo que le miró con los dos rostros, de frente, intimidándole.

—Una vez, cuando tenía trece años, catorce en realidad, pues me parece que los cumplí por esos días, me sucedió una catástrofe imaginaria en la que todavía estoy atrapado, o eso creo. No he conseguido dar con una abertura, una grieta, por la que salir a la realidad. Por eso no tengo hábitos de consumo de cosas verdaderas.

—¿Vives un mundo fantástico?

—Fantástico, sí, en el mal sentido.

—¿Entonces yo soy falsa? ¿No existo?

—Quizá sí, pero de un modo irreal, como toda esta gente.

—¿Y tampoco tienes un padre enfermo ni una suegra viuda, ni una mujer, ni un hijo de trece años?

—En realidad, catorce. Los cumple este mes —dijo Julio rompiendo a llorar discretamente.

La jefa de sección, tras comprobar que no estaban siendo observados por ningún colega de las mesas vecinas, pasó la mano por debajo del mantel y la colocó sobre la rodilla de Julio, haciendo presión con los dedos en un gesto de solidaridad que no hizo sino aumentar su desconsuelo. Entonces le acarició el muslo y él comenzó a excitarse, aunque supo en seguida que se excitaba para otro, pues no estaba personalmente interesado en aquella mujer. En cualquier caso, llevó su propia mano hasta allí y tomando la de ella la guio hasta las ingles. Entonces, de manera gratuita, cesó el llanto, como si también hubiera llorado para otro.

—Si no somos reales, podemos hacer cosas imaginarias —dijo ella—, así que nos vamos a tomar el café a mi casa ahora mismo. Vivo aquí al lado.

—¿Y el trabajo?

—Es un trabajo inexistente, en un periódico quimérico. Seguramente puede esperar.

Salieron del restaurante y recorrieron dos calles bajo una lluvia que por su irregularidad evocaba, más que un fenómeno atmosférico, una avería mecánica en algún aparato contenedor de líquidos situado por encima de sus cabezas. Julio se subió las solapas de la chaqueta en un movimiento simbólico para defenderse del frío y ella le atrajo hacia sí, intentando cubrirle un poco con su propio cuerpo, envuelto en una gabardina amplia.

La casa tenía dos piezas: un pequeño salón rectangular con una cocina americana y un dormitorio desde el que se accedía al cuarto de baño. El desorden alfabético, incluso temático, de la vivienda era enorme. Julio vio un tenedor sobre la mesilla de noche, al lado del teléfono, y un libro abierto junto al fregadero de la cocina. Había un gran receptor de televisión en la sala de estar y uno más pequeño a los pies de la cama, que estaba sin hacer, sobre una silla de respaldo alto. Mientras ella entraba al baño, Julio se asomó a la ventana del dormitorio y vio que daba a un descampado al fondo del cual se levantaba un edificio de cemento con intención fabril. Entonces le llegó una orden de la jefa de sección desde el cuarto de baño:

—Desnúdate y métete en la cama. Y enciende la tele, para que parezca que lo hacemos por rutina.

Julio se desnudó y notó un frío de cemento, como si tuviera por cuerpo un edificio. Las sábanas estaban húmedas. Antes de taparse, se contempló el pecho y los muslos, esperando encontrar alguna mancha de humedad, pero no vio nada. Entonces tomó el mando a distancia de la mesilla, encendió la tele y fue cayendo de un canal a otro hasta dar con uno donde un médico se refería a la pérdida de la muela cordal o del juicio como consecuencia de una mutación que venía afectando al tamaño de las mandíbulas.

—Muchos adolescentes actuales —añadió— carecen ya de espacio físico para esa pieza que la naturaleza, inteligentemente, ha retirado de la circulación.

Suprimió el sonido y continuó cambiando de cadena hasta que apareció una mujer sin voz, con un vestido de manga corta sobre el que se dibujaban sus pezones. Al recostarse, advirtió que debajo de la almohada había un periódico arrugado. Se deshizo de él abandonándolo en el suelo, sin poder evitar ver la noticia por la que estaba abierto: se trataba de un suceso relativo a un individuo que arrancaba la piel a sus amantes porque tenía la extravagancia de poseerlas directamente desde la masa muscular. Imaginó unos grandes almacenes con maniquíes en masa muscular. Si les quitaban los intestinos y todo el aparato respiratorio, ¿por qué no la piel? Estaba haciendo un esfuerzo por ver mentalmente a la locutora de la televisión sin piel (como una almohada sin funda, recordó) y sin muela cordal, cuando salió su jefe del cuarto de baño con una bata de seda negra, muy corta, que se abría y cerraba al andar. Se metió en la cama sin quitársela y se puso directamente encima de Julio, que se dejó hacer. Ella, satisfecha por esta expresión de docilidad, le sujetó las muñecas por encima de la cabeza con una mano, mientras que le golpeaba con la otra el rostro con expresión monótona, como si tampoco golpeara para ella. Al inclinarse sobre él, le ofrecía el escote de la bata, en cuyo interior bailaban dos grandes pezones no previsibles antes de que se desnudara.

Julio volvió a excitarse de un modo inusual para sus hábitos de consumo venéreo, como si continuara haciendo todo aquello a pesar suyo, o para otro. No le encontraba sentido al placer que sin embargo recibía. Su frialdad enardeció aún más a la mujer, que entonces le escupió y le dio órdenes absurdas con cada uno de los tres rostros sucesivamente, a veces con los tres al mismo tiempo, que él obedeció para acabar cuanto antes. Finalmente, ella cayó a su lado, con una especie de derrota que quizá no había estado en sus cálculos y le pidió sollozando que la abrazara.

—Ahora me toca llorar a mí —dijo.

Julio dejó que apoyara la cabeza en su hombro, tal como había visto en las películas, y la acarició sin dejar de observar a la mujer de la tele, cuya ausencia de voz funcionaba ahora como una suerte de mutilación. Parecía una ahogada gesticulando debajo del agua en demanda de auxilio.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella en alusión a su indiferencia.

—Tengo frío.

—No funciona bien la calefacción. Creo que hay que purgar los radiadores o algo así, pero no sé cómo se hace.

—No es por la calefacción, es por mí. De niño, cuando aquella catástrofe imaginaria, cogí una enfermedad de la que no me he recuperado. En la vida normal no se me nota, pero soy un convaleciente crónico. Durante un tiempo creí que podría hacerme cargo de mi frío, pero ya veo que no. Es excesivo. Necesito a alguien que lo gobierne —se acordó de Teresa y de su escuela de negocios y le salió lo que realmente quería decir—: Alguien que lo administre como se administra una empresa. Yo sé hacer otras cosas, pero no tengo experiencia de gestión.

Notó que la jefa de sección se ponía tensa, pero no se arrepintió de haber producido aquella descarga emocional.

—Pues conmigo no cuentes, estoy harta de hombres a los que he de solucionar la vida y que encima no sirven ni de chóferes —dijo poniendo su rostro como ejemplo.

—No estaba pensando en ti, sino en alguien real.

—¿Ya estás otra vez con eso?

—Sí.

—No hay nadie lo suficientemente real como para hacerse cargo de esas cosas, créeme.

—Yo he conocido a una mujer real, aunque invisible.

—¿Dónde?

—En el sanatorio donde está mi padre. Al principio creí que era la muerte, pero no.

—Pues a mí se me ve mucho, pero llevas razón: no estoy segura de existir.

—Eso es lo que pasa, que lo real deviene en invisible, mientras que lo ficticio está tratado de tal modo que se puede tocar con las manos.

—Yo creo que tú eres una especie de monje.

—¿Un monje?

—Sí, aunque no sé de qué orden.

—De una orden alfabética, desde luego.

Mientras ella reía, Julio estiró las piernas deslizándose cama abajo hasta tropezar con las plantas de unos pies pertenecientes a otro cuerpo del que también él era responsable.

—¿Pero tú estás tan mal como aparentas? —preguntó ella.

—Quizá no —dijo, notando que los pies del otro se separaban de los suyos, hundiéndose en el abismo donde terminaba el colchón y las sábanas daban la vuelta (la región de los sábalos, recordó)—. En realidad, se trata de un malestar leve, aunque continuo, como el expresado por el gemido de una puerta que no encajara bien. Más que de dolor, tendríamos que hablar de desajuste.

—Lo que quieres decir es que estás fuera de quicio.

En ese momento sonó el teléfono y durante unos instantes se contemplaron interrogativamente, como si cada uno delegara en el otro la decisión de descolgar o no.

—No lo cojas —dijo él—. Todavía no te he contado el accidente imaginario de mi adolescencia.

—¿Y si es del periódico?

—Da lo mismo, no lo cojas.

—Tengo un lado real, es superior a mí —dijo ella alargando la mano hasta la mesilla y ganándole la partida al contestador automático por un segundo.

Se expresó con monosílabos y al colgar se volvió a Julio con cierta gravedad.

—Era del periódico. Están intentando localizarte porque han llamado del sanatorio. Tu padre está peor.

La lluvia había dejado de ser un lamento desigual para convertirse en un quejido continuo. Julio recorrió el tramo que separaba la puerta del taxi de la del sanatorio con esa serenidad insólita en la que uno es consciente de todos sus órganos, y penetró impasible en el establecimiento, cuya entrada estaba llena de gente que contemplaba la caída del agua con gesto de perplejidad. Subió al tercer piso andando para evitar la tensión de la espera frente al ascensor y tropezó antes de alcanzar la habitación de su padre con una de las enfermeras de la planta.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Otra trombosis. Ha entrado en coma y el médico ha ordenado trasladarlo a la unidad de vigilancia intensiva.

Julio sintió una sacudida de frío y advirtió entonces que llevaba la chaqueta empapada, lo que conmovió a la joven, que quizá había adquirido el hábito de consumir emociones finales. Ella le tomó suavemente por el codo, como si hubiera perdido el sentido de la orientación —de hecho le había abandonado—, y lo condujo apenas sin hablar hasta el piso superior, donde se asomaron a una especie de ventana antiséptica desde la que se veía el cuerpo de su padre. Considerando la situación hemipléjica en la que le había sorprendido el coma, Julio pensó que sólo estaría medio muerto.

—Mire, yo tengo que bajar —dijo la enfermera—, pero usted puede quedarse aquí un ratito. Luego, pásese por la planta para recoger las cosas de la habitación de su padre.

Julio se quedó solo, dándole vueltas a la expresión usted puede quedarse aquí un ratito, de la que separó el término ratito para jugar con él dentro de la boca. Tenía un sabor dulzón, pese a la acidez de la R. En seguida, alcanzó la conclusión de que se trataba de un término disparatado, como un caramelo con sabor a hígado de ternera, y lo expulsó con asco, concentrándose de nuevo en la búsqueda de su padre por la zona derecha de aquel cuerpo, en uno de cuyos rincones permanecía oculto, dedicado a la tarea silenciosa de perecer como una larva sumida en la preparación de su última metamorfosis. La piel era ya una mera envoltura. Qué comportamiento tan curioso, pensó, digno sin duda de figurar en una enciclopedia ilustrada. Por lo general, se creía que las enciclopedias eran obra del hombre, pero se le ocurrió que quizá era el hombre una creación de las enciclopedias e imaginó a las primeras criaturas humanas saliendo de entre las páginas de aquellos gruesos volúmenes oscuros encuadernados en piel para conquistar la realidad, como se decía que los peces habían abandonado los mares para dominar la tierra.

Al poco, no viendo en el paciente ningún signo de movilidad que le animara a continuar allí, dio la vuelta y bajó de nuevo a la tercera planta.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó a la enfermera.

—Hay que esperar —dijo ella—. A veces salen del coma de manera espontánea.

La mujer le rogó que recogiera las cosas de la habitación para que otro enfermo pudiera ocuparla mientras su padre permanecía en la unidad de vigilancia intensiva, y le informó de las horas a las que podría hablar con el médico, que sin duda también querría cambiar con él algunas impresiones.

—¿No había nadie con él cuando entró en coma? —preguntó Julio.

—Yo, de casualidad. Había ido a retirarle el termómetro y me pareció que estaba muy agitado. Me acerqué a él porque me hacía señas de que quería decirme algo, aunque le costaba hablar, de modo que coloqué la oreja muy cerca de su boca.

—¿Le dijo algo?

—Sí.

—¿Qué?

I am sorry.

—¿Cómo?

I am sorry.

—¿Está segura?

—Sí, fue lo último que dijo. Después perdió la conciencia.

Julio metió la ropa y los utensilios de aseo en un maletín de viaje que descubrió en el armario y pidió una bolsa de plástico para los diccionarios, el curso de inglés y el casete. Tenía una llave de la casa de su padre, adonde no había ido por aprensión mientras permanecía ingresado, pero ahora le pareció mejor dejar las cosas allí. En el taxi, se colocó debajo de la lengua la expresión unidad de cuidados intensivos y, al comprobar que tenía mal sabor, lo atribuyó a la saliva de la enfermera, de cuya boca había probado también el término ratito con semejantes resultados.

Pero lo que le preocupaba era aquella expresión última, I am sorry. Significaba que su padre había entrado en coma en inglés. Si llegaba a morir en ese idioma que no dominaba se encontraría fuera de sitio en el lugar al que fuera a parar. Recordó lo desplazado que se había sentido él mismo en el colegio, y más tarde en la vida, por expresarse en un idioma distinto al de sus compañeros y al de la gente en general, y no deseaba que le ocurriera lo mismo al moribundo.

El piso tenía la sonoridad característica de las viviendas vacías y, aunque había vivido en él desde que naciera hasta que comenzó a trabajar en el periódico, continuaba siendo sobre todo la casa de su adolescencia. Encendió la luz y comprobó instintivamente —siempre lo hacía— que la enciclopedia se encontraba en su sitio, lo que significaba que al menos el orden alfabético continuaba a salvo (el temático se había vuelto ininteligible). Una vez más, se extraño de lo pequeño que era todo. Aquel pasillo, en otra época tan largo, parecía ahora una vesícula añadida al salón, cuyas dimensiones eran también asombrosamente reducidas. Él había crecido, desde luego, pero aun teniendo en cuenta ese factor, no había que excluir la posibilidad de que las habitaciones estuvieran encogiendo.

Descargó las cosas junto al televisor, y se asomó al balcón desde el que había visto, en otro tiempo, surcar el cielo a los libros. La lluvia vibraba como celofán al atravesar el haz de luz de las farolas, y las ventanas de las casas de enfrente emitían un destello amarillo que parpadeaba sometido a la actividad zoológica de los televisores. Se sentó en el sofá tiritando de frío, a la espera de que sucediese algo sin necesidad de que él lo provocara, pero en seguida estiró el brazo, tomó el teléfono y llamó a su casa, por si su mujer y su hijo hubieran regresado casualmente del sur. No hubo respuesta. Entonces sacó el método de inglés que le había regalado a su padre, colocó la cinta en el casete y recostándose comenzó a oírla. Un hombre y una mujer hablaban en inglés, muy despacio, de asuntos intrascendentes. Julio podía traducir sin dificultad cada una de sus frases.

—¿Dónde están mis cigarrillos? —preguntaba el hombre.

—Tus cigarrillos están encima de la mesa —decía la mujer.

Parecía mentira que no los hubiera localizado por sí mismo encontrándose tan a la vista, por lo que Julio pensó que el hombre era ciego, aunque seguramente no, porque a continuación preguntó por su periódico:

—¿Y mi periódico? ¿Dónde está mi periódico?

—Tu periódico está sobre la silla.

—Ah, gracias, eres muy cortés conmigo.

La mujer, por el tono de voz, podría tener cincuenta o cincuenta y cinco años. El hombre parecía mayor que ella: unos sesenta. Julio dedujo que se encontraban en un salón amplio, con un jardín al otro lado de la ventana, pues a veces se referían a un tal John, del que señalaban, con una insistencia preocupante, que estaba fuera, junto a la piscina. Pese a ello, la atmósfera era cordial y los personajes educados. Aunque no era posible deducir el parentesco entre la mujer y el hombre, parecía evidente que estaban unidos por algún lazo de orden familiar, o quizá de orden alfabético. Por otra parte, en la cinta era de día, hacía sol, y las cosas acontecían eternamente en este clima de bienestar de la lección primera o first lesson. De hecho, cuando comenzó la segunda o second, el hombre dijo a la mujer que llevaba una falda muy bonita:

—Tu falda es muy bonita.

—Gracias, eres muy amable —respondió ella vocalizando con cierta exageración—. A mí me gusta mucho tu chaqueta.

De súbito, comenzaron a repasar las prendas que llevaba cada uno con enorme cortesía. Sólo la corbata de él mereció una pequeña crítica por parte de ella:

—Tu corbata está bien, pero quizá tiene unos colores algo fuertes.

Daba gusto encontrarse en un ambiente tan cálido, donde el tiempo parecía no transcurrir y las preocupaciones de la gente se reducían a no saber dónde había dejado el mechero, que luego siempre estaba encima o debajo de la mesa. En la tercera lección —eran muy cortas— el hombre encendió un cigarrillo sin que la mujer ni él mismo hicieran alusión a los efectos nocivos del tabaco, por lo que quizá en el universo de la cinta magnetofónica el cáncer no existía, al menos si uno permanecía en las primeras lecciones. John, por su parte, continuaba fuera, junto a la piscina, probablemente tomando el sol.

Entonces, ella se refirió a los calcetines y a los pantalones del hombre, y Julio pensó que iba a producirse entre los interlocutores una aproximación sexual que sin embargo no llegó a darse, pues tampoco manifestaban necesidades de ese tipo. Cuando en las películas que Julio tenía el hábito de consumir la acción discurría en un tono tan cordial, algo terrible estaba sucediendo en la trastienda, pero aquí no, aquí la vida era amable de verdad. Toda aquella gente que en lugar de cumplir años cumplía lecciones vivía en una especie de paraíso donde no era necesario, por ejemplo, ganarse el sueldo: nadie iba o venía del trabajo, ni siquiera se referían a él. Julio temió en algún momento que el tal John fuera un niño pequeño y que se ahogara en la piscina mientras los adultos del interior de la casa buscaban el periódico encima o debajo de la mesa, pero no: en la cuarta lección quedó claro que se trataba de un adulto, pues se dijo de él que tenía una motocicleta. Podría ser un adulto un poco retrasado, desde luego, pero en ese caso no le habrían permitido conducir. Quedaba la posibilidad de un corte de digestión, aunque no era fácil decir corte de digestión en inglés y se trataba de un curso para principiantes. No sucederá nada, se dijo para tranquilizarse. Es mi hábito de consumo de argumentos agobiantes lo que me hace ver cosas que no existen.

¿Pero por qué entonces su padre había dicho I am sorry? ¿De qué tenía que disculparse? ¿Y en qué parte de aquella casa inglesa se encontraba? La vivienda, considerando las características que permanecían a la vista, tendría un segundo piso, sin duda, y tal vez una buhardilla. Podría haber más gente expresándose en inglés en las habitaciones que no aparecían en la cinta. Por otra parte, todavía no había salido el personaje cuya mujer e hijo se habían ido al sur a pasar unos días con su suegra, que era viuda. Por su gusto, habría continuado escuchando el curso de inglés sin esfuerzo para saber qué había sido de su familia, de su padre, y quizá de él mismo, pero estaba agotado y empezaba a tener dificultades para traducir, pues cada vez hablaban más deprisa, o con más naturalidad. Además, había sido un día lleno de emociones y necesitaba descansar.

Apagó el casete, se quitó los cascos y tuvo que hacer un par de movimientos de reajuste para comprender dónde estaba. Al contemplar los muebles, el televisor, la luz negra que penetraba a través de los cristales del balcón y los lomos de la enciclopedia, intuyó que había sido expulsado del paraíso terrenal inglés y que en el futuro inmediato tendría que parir con dolor y ganarse el pan con el sudor de su frente. Decidió que dormiría allí en lugar de volver a su casa, y atravesó el pasillo para alcanzar su habitación, que le pareció mezquina, insignificante. Volvió sobre sus pasos y entró en la de sus padres, que, sin conservar el tamaño de entonces, era más generosa. Se acostó vestido, encogiéndose como un signo de interrogación, y al cerrar los ojos evocó el día en que había abandonado aquella cama para dirigirse a la suya, dispuesto a hacerse cargo del frío que le era propio. No pudo evitar, debido a sus hábitos de consumo culturales, una cierta sensación de derrota que alivió en seguida con el descubrimiento de que ahora él era su propio padre y tenía derecho, en consecuencia, a dormir sobre aquel colchón.

Se despertó sobresaltado por el recuerdo de que las gafas de su padre continuaban rotas, y pensó que quizá al añadirles la patilla ausente se atenuarían también los efectos de la hemiplejia, de modo que aunque el enfermo continuara en coma podría agonizar sin estrecheces. Los lugares angostos eran angobiantes. (¿Se decía así, angobiante, cuando se utilizaba con angosto? ¿Habría sido más correcto decir angonizar, en vez de agonizar, por las mismas razones?). Saltó de la cama obsesionado con estas dudas gramaticales y, al comprobar que había dormido con las mismas ropas con las que iba a trabajar, tuvo la certidumbre de que en el mundo se había introducido un grado de desorden, o de acabamiento, cuyo sabor le resultaba familiar. Algo que sólo él percibía, aunque ignoraba si era real o imaginario, estaba sucediendo.

El armario empotrado del pasillo en el que su padre guardaba la caja de herramientas tenía unas dimensiones ridículas. De pequeño, podía esconderse dentro de él y todavía quedaba espacio para una legión de fantasmas. Tomó la caja y fue con ella al salón. Acababa de amanecer y la lluvia continuaba instalada como una forma de rutina (tendría que buscar esta palabra, rutina, en el diccionario, pues la usaba por un hábito de consumo inconsciente sin conocer con precisión su significado). Al revolver entre las herramientas y tornillos en busca de la patilla, tropezó con un objeto arrugado y sucio que, aun antes de reconocerlo, le produjo un golpe de emoción. Tras desdoblarlo para devolverle su forma original, vio que era el zapatito del pie derecho de su hermana que de forma tan violenta le había sido arrebatado por su padre en otro tiempo. Tenía una calidad arqueológica semejante a la de las lágrimas que se secó con la manga de la chaqueta. Detestaba el hábito de consumir escenas sentimentales, pero le pareció excesivo censurar aquella debilidad en unos instantes en los que el mundo se acababa. Dio con la patilla, pero no con un tornillo lo suficientemente pequeño para sujetarla a la estructura, así que utilizó un alambre y obtuvo un resultado que, aunque deficiente, parecía aceptable para un universo donde reinaba el caos. Mientras probaba el equilibrio de las gafas en su propia cara, observó de nuevo el zapato de su hermana preguntándose si debería hacerla partícipe de que su padre se encontraba en coma y decidió que sí, aunque en otro momento: No había perdido el hábito de consumir las horas ganándose la vida y pronto sería el momento de volver al periódico, de manera que se guardó el talismán en el bolsillo de la chaqueta, acariciándolo a modo de amuleto, y se puso en marcha.

En el autobús, se colocó los cascos del casete y comprobó que en el paraíso terrenal inglés todo continuaba igual, lo que le tranquilizó sobremanera. John seguía junto a la piscina, desde luego, sin ahogarse, y el hombre y la mujer permanecían en aquella cálida habitación encontrando objetos banales debajo o encima de las sillas, por lo que se felicitaban y se daban las gracias mutuamente sin parar. Cerró los ojos y notó que le llegaba el calor de la habitación inglesa, como si él mismo, de manera invisible, se encontrara dentro de ella. Hasta entonces había tenido dificultades para colocarles un rostro al hombre y a la mujer, pero de súbito decidió que se parecían mucho al peluquero y a su madre: no podían ser otros. Sabía por su experiencia adolescente que era posible llevar dos vidas simultáneas, quizá más, en dimensiones paralelas, aunque no habría sido capaz de imaginar a su madre y al peluquero en el interior de un curso de inglés sin esfuerzo. Pero no había dudas: eran ellos. Rebobinó la cinta y, al escucharla a la luz de esta iluminación, le pareció todo mucho más claro. Iría a verlos para mostrarles el descubrimiento, pues les gustaría comprobar que eran también felices en otros idiomas, incluso con un vocabulario tan pobre. O gracias a él.

Desde el periódico telefoneó al sanatorio y le dijeron que todo continuaba igual. Luego marcó el número de su madre, pero colgó, indeciso, antes de escuchar la primera señal. En esto, entró la jefa de sección y se quedó mirándole con los tres rostros a la vez, interrogativamente.

—Bueno, ¿qué ha pasado? —preguntó al fin—. Anoche estuve llamándote hasta las tantas. Podías comprarte un contestador.

—No tengo ese hábito de consumo —dijo Julio.

La jefa de sección sonrió con su lado amable a la vez que gruñía con el costado diabólico, y volvió a preguntar por su padre.

—Está en coma —dijo Julio.

—Vaya —respondió ella, y se puso a hacer llamadas telefónicas de carácter profesional observándole de vez en cuando con desconfianza. Se notaba que tenía ganas de decirle algo acerca de su aspecto físico (sin afeitar y con la ropa tan arrugada), pero temía sin duda que él interpretara todo eso como un afianzamiento de la intimidad que le había ofrecido el día anterior. Probablemente, pensó Julio, tampoco quería admitir que una situación meramente familiar, por desgraciada que fuera, afectase al trabajo o retrasara los proyectos que había puesto en marcha para dinamizar la sección.

Tras la tercera llamada, se volvió a él comunicándole que le había concertado una cita para que acudiera esa misma mañana a una sala de televisión interactiva, donde se proyectarían dos variantes arguméntales de una serie de televisión de gran éxito para conocer los gustos del público.

—Quiero que veas las reacciones de la gente y escribas un artículo largo. Puedes conectarlo con tu idea de que la televisión se ha convertido en un medio para desescribir la realidad.

Julio calculó qué lado de su jefa preferiría que se quedara inútil si el guión de su existencia incluyera el padecimiento de una hemiplejia, pero no fue capaz de decidirlo. Cada uno tenía sus ventajas. Por otra parte, el amable hacía más daño cuando permanecía rígido.

De camino a la calle, pasó por la redacción, donde se detuvo unos instantes para preguntar a un antiguo compañero de Sociedad, cuyo padre acababa de fallecer, si le habían hecho algún descuento en la esquela. Luego, y para justificar también su mal aspecto, se vio obligado a contar la situación familiar y a escuchar las recomendaciones de unos y de otros. En ese momento, tuvo la certeza de que la redacción de aquel periódico vivía ya dedicada, sin que los propios trabajadores o el director del medio lo supieran, a desescribir la realidad más que a informar sobre ella. No se trataba de una certeza basada en datos, desde luego, sino de una impresión que, aun habiendo tenido la duración de un parpadeo, poseía la calidad de las cosas que son ciertas: no había más que observar el gesto mezquino de los redactores sobre sus pantallas o tomar nota de la luz que emitían los ordenadores vacíos, tan semejante a la de unos ojos ciegos.

La sala interactiva había sido en otro tiempo un garaje y conservaba, al menos por fuera, algunos rasgos de aquella identidad anterior, igual que el diablo mantiene, en su apariencia humana, las pezuñas de cabra que le son propias. Aún no habían abierto las puertas, así que merodeó por los alrededores tomando nota mentalmente de lo que le parecía más llamativo. Había muchas mujeres con la bolsa de la compra en una mano y el paraguas en la otra, y algunos hombres sin afeitar que llevaban las dos manos en los bolsillos, como si controlaran los movimientos de su cuerpo desde unos mandos situados en su interior. La concentración tenía un cariz zoológico que a Julio le recordó el día en que de pequeño había ido con su madre al mercado a comprar sustantivos. Este carácter animal se acentuó cuando abrieron las puertas y la gente se apresuró a entrar en el local con modales gregarios. Julio fue arrastrado por un conjunto de cuerpos cuyas ropas despedían el olor característico de la lana húmeda.

Las butacas de la sala habían sido brutalmente atornilladas al suelo de cemento en el que se apreciaban manchas de aceite. Pensó que comenzaría el artículo de este modo y dejó que la frase sonara otra vez dentro de sí: Las butacas habían sido brutalmente atornilladas al suelo de cemento en el que se apreciaban manchas de aceite. Le gustó y continuó dictándose: Los paraguas, aferrados con sus garras curvas al respaldo de los asientos, esperaban la oportunidad de lanzarse sobre alguna presa inocente

Recordó el miedo de Teresa a los paraguas, su modo de apartarse de ellos, en la cafetería, cuando salían de comer y deseó que acabara todo aquello para regresar al sanatorio. La proyección comenzó con un resumen de los últimos capítulos de la serie, en los que la protagonista había sido vaciada a causa de un tumor y, al no poder tener hijos, había pensado en traerlos del Tercer Mundo aun con la oposición de su marido. Aunque la había escuchado tantas veces, le impresionó sobremanera la expresión había sido vaciada. Podían vaciarle a uno y continuar viviendo, pues. Quizá había una comunidad secreta de gente hueca, pensó al recordar los gestos de complicidad de su mujer con los maniquíes de su sexo en los grandes almacenes, antes de que se fuera al sur, e intentó imaginarse a sí mismo como un simple agujero. Nunca había oído que vaciaran a un hombre, pero sin duda había un orden en el proceso de desrealización del universo.

Si uno estaba de acuerdo en que la mujer vacía adoptara a los niños, tenía que mover hacia delante una palanca que salía del brazo de la butaca, y hacia atrás si no le parecía bien. Observó los movimientos expertos de su vecina comprendiendo en seguida que desde aquel garaje se pilotaba la realidad como un avión. Más que eso: aquel era un centro de producción de realidad cuyo género llegaba a cada domicilio a través de la pantalla como el agua a través del grifo. Seguramente, la ciudad estaba llena de sótanos semejantes donde pequeños grupos de personas húmedas decidían en aquel mismo instante qué parte del mundo debería permanecer y con cuál había que acabar. Se quedó paralizado frente a aquella revelación escandalosa. Él habría elegido que no vaciaran a la mujer: no estaba de acuerdo en que la hubieran dejado hueca, pero eso ya había sucedido, no tenía marcha atrás. Ahora había que decidir si la rellenaban con criaturas del Tercer Mundo. Esa era la trampa de la realidad: que siempre había que actuar sobre hechos consumados.

Abandonó precipitadamente la sala, salió a la calle y, protegido de la lluvia por las cornisas, caminó ensimismado dictándose mentalmente el artículo. Tenía problemas para dar con las palabras exactas, como siempre, pero, más que eso, le desanimó la posibilidad de que la jefa de sección se negara a publicarlo. ¿Estaba siendo víctima de nuevo de un suceso imaginario, como entonces? Quizá sí, pero al mismo tiempo todo era tan cierto como el zapato de su hermana que acariciaba en el interior del bolsillo de la chaqueta. Miró la hora y pensó que podría volver al periódico después de la comida.

De camino al sanatorio, entró en unos grandes almacenes que le salieron al paso para contar los dedos de los maniquíes. Los había de dos clases, con cuatro y con cinco dedos, pero todos, incluso los masculinos, habían sido vaciados, pues sonaban a hueco cuando se les golpeaba con los nudillos como pidiéndoles permiso para entrar.

Llegó al sanatorio a la hora de comer y subió directamente a la unidad de vigilancia intensiva. En ese momento no había ninguna enfermera a la vista, así que franqueó el mirador desde el que se observaba a los enfermos y consiguió llegar junto a su padre, bajo cuyas sábanas escondió precipitadamente las gafas arregladas. Dudó si abandonar también el zapato derecho de su hermana, pero decidió que era suyo, aunque a estas alturas de la vida era más una carga que un talismán.

Teresa no estaba en el restaurante, aunque su mesa permanecía vacía. Se sentó a ella y comió despacio, observando cómo el local se llenaba de gente con las cabezas y los hombros mojados. Tomó un plato combinado y con el café pidió que le sirvieran también una copa de coñac, que le aturdió un poco. Considerando la posibilidad de que Teresa se hubiera vuelto invisible incluso para él, le habló sin mover los labios, como a Laura cuando había gente delante, poniéndola al día de los acontecimientos: su padre había entrado en coma sin recuperarse de la hemiplejia, por lo que agonizaba emparedado en la parte derecha de su cuerpo, pues no había forma de acceder a la izquierda, que continuaba tabicada. De todos modos, añadió, le había arreglado las gafas, por si eso tuviera algún efecto beneficioso sobre su dolencia.

Más cosas: había recuperado el zapatito derecho de su hermana, el amuleto del que le había hablado imaginariamente, desde la barra del bar, antes de que se conocieran. Su padre no lo había tirado a la basura, como le había hecho creer, sino que lo conservaba en la caja de herramientas donde, cuando la catástrofe alfabética, guardaba también pedazos de letras con las que reconstruía las palabras. Empezó a contarle que había estado por la mañana en uno de esos sótanos desde los que se desescribía el mundo, pero al llegar a este punto y no notar la presencia invisible de Teresa, sospechó que la mujer había sido desescrita, quizá por fea, desde uno de esos centros, y abandonó el restaurante con el temor a ser borrado también él de un plumazo.

Ya en la calle, la posibilidad de regresar al periódico le pareció tan insensata que se sorprendió de haber vivido tanto tiempo en una lógica que fomentaba el hábito de consumir las horas de ese modo. Caminó bajo las cornisas a la espera de oír una voz procedente del otro lado del calcetín, del otro lado de la vida, para ser restituido de golpe al lugar correcto, pero al no escuchar nada, decidió ir a su casa. Tal vez su familia había regresado del sur y de ese modo se instauraba un cierto orden temático en su existencia. Con esta esperanza, se imaginó arrastrando el carrito de la compra por el supermercado, junto a su hijo, que ya era un joven, tenía trece años, catorce en realidad, los cumplía este mes.

En el autobús sacó el casete del bolsillo y comprobó que John continuaba junto a la piscina del jardín, sin que ningún accidente enturbiara la paz del conjunto, mientras el peluquero y su madre hablaban ahora de la posibilidad de acompañar a un tal Peter, que pensaba viajar al sur para encontrarse con su mujer e hijo, que pasaban unos días con su suegra, que era viuda.

Ahí estaba, por fin, el adúltero cuya familia se iba al sur en esta época del año. Julio se reconoció en él, en Peter: de hecho, mientras Laura y el niño permanecían fuera, se había acostado con Teresa y con la redactora jefe, dos infidelidades, no estaba mal para una persona tan tímida. Le hizo gracia llamarse Peter en el lado inglés de la existencia, pero rebobinó la cinta para escuchar de nuevo la conversación, y comprobar que no podían hablar de otro más que de él. Si Laura y el niño no hubieran regresado, encontraría el modo de viajar al sur con los personajes de la cinta.

Abrió la puerta de su casa con el corazón en la garganta y asomando la cabeza preguntó:

—¿Hay alguien?

El silencio del pasillo, agitado por su pregunta como las aguas de un estanque sobre las que cae una rama, se enturbió brevemente y regresó en seguida a su situación de reposo. No había nadie, en fin. Estaba tan solo como en aquel curso de su adolescencia durante el que no habló con nadie real. En el salón, la televisión apagada despedía un dolor mudo que no había observado antes en ningún electrodoméstico, así que la encendió para que se desahogara, aunque la tapó con un mantel de plástico al objeto de que el aparato no saliera de su ensimismamiento al funcionar.

Se cambió de ropa procurando no ver la falda, ni el jersey ni el camisón de Laura, y le pareció que también en esta casa los huecos de los armarios empotrados tendían a encogerse con el instinto con el que los bordes de una herida se buscan para cicatrizar. Luego, cuando se contemplaba en el espejo del cuarto de baño, contrariado al comprobar que, aun con las ropas secas, no había perdido un cierto aire de mendigo, sonó el teléfono, pero no era Laura, desde el sur, que fue la idea que le impulsó a cogerlo, sino la jefa de sección, desde el periódico:

—¿Pero qué haces en casa? —preguntó irritada.

Julio realizó un breve cálculo de intereses: por un lado, había que considerar que esa mujer, aunque visible, era completamente irreal. Podía, pues, deshacerse de ella sin contemplaciones. Pero, por otro, no sabía cuánto tiempo se vería él mismo obligado a vivir en ese lado del calcetín. Por lo que decidió pactar:

—Es que me he acercado a ver a mi padre después de lo de la sala interactiva, y luego he venido a casa para cambiarme de ropa, porque estaba empapado. Y aún he de volver esta tarde al sanatorio para hablar con el médico, que no estaba al mediodía. Pero estoy trabajando en el artículo, no te preocupes. He partido de la idea de que esas salas son como la cabina de mandos de un gran avión, sólo que el avión, en este caso, es el mundo, así que estas personas, al decidir hacia dónde debe evolucionar el argumento de las series, conducen también el mundo hacia un lado u otro. Tienen una responsabilidad enorme que ejercen con la bolsa de la compra al lado de la butaca o las manos en los bolsillos, pues también había, por la hora sin duda, muchos jubilados y parados entre los pilotos.

A la redactora jefe le pareció sugestivo el planteamiento y admitió que no apareciera esa tarde por el periódico a condición de que a primera hora de la mañana tuviera el artículo sobre su mesa.

Julio se metió el casete en el bolsillo de la chaqueta seca y salió precipitadamente a la calle. Tomó el metro cerca y una vez en el vagón se colocó los cascos y rebobinó la cinta para oírla desde el principio. Ahora ya sabía en qué momento aparecía Peter, el adúltero cuya familia se había ido al sur, y quería llegar a él poco a poco. Mientras disfrutaba del ambiente soleado y amable del salón inglés en el que el peluquero preguntaba a su madre dónde había dejado sus cigarrillos, dónde sus cerillas, dónde su periódico, y se alegraba tanto de encontrar todas estas cosas sobre la mesa o debajo de ella, contempló a las personas del vagón y sintió lástima al ver aquellos rostros extraviados que se dirigían a ganarse una vida irreal. Entonces, comprendió que su padre no se hubiera ocupado demasiado de él de pequeño teniendo aquellos otros mundos tan reales desde los que se veía a John tomando el sol junto a la piscina, eternamente, sin que nada enturbiara aquel sosiego universal. Al bajar del metro, se quitó los auriculares, pues cada vez le costaba más moverse por aquella región caótica sin abandonar el salón donde todo lo que era capaz de pronunciar se encontraba encima de la mesa o debajo de las sillas. Salió a la superficie decidido a liquidar en seguida aquellos trámites imaginarios y se dirigió corriendo, bajo las cornisas, a la esquina donde estaba la peluquería de su padrastro, que continuaba allí, en efecto (había que reconocerle al caos una tenacidad encomiable en el mantenimiento de algunas referencias), pero un gran cartel en el escaparate anunciaba su venta. Julio contempló la calle durante unos instantes, con la expresión del extranjero que busca algo que le sirva de orientación, y detuvo el primer taxi que pasó cerca: ya había hecho bastante. Se sentó con un respiro de alivio en el asiento de atrás y dio al chófer la dirección de la casa de su padre.

Cuando llegó, había comenzado a oscurecer. La caja de herramientas continuaba abierta sobre la mesa del salón, tal como él la había dejado, y los volúmenes de la enciclopedia en su lugar: el orden alfabético seguía a salvo. Encendió la luz, se recostó en el sofá y, tras colocarse los auriculares, cerró los ojos, rebobinó la cinta y regresó al ámbito inglés. Esta vez llegaría hasta el final sin interrupciones, sin prisas, y, cuando apareciera el tal Peter, cuya mujer solía pasar esta época del año en el sur con su madre, se uniría al grupo para viajar con ellos y recuperar a su propia familia, que evidentemente era la misma.

Las cosas transcurrían con la calma prevista, unas después de otras, en orden cronológico (el único que junto al alfabético continuaba en pie, al menos mientras no se viera obligado a rebobinar una vez más la cinta). El hombre semejante a su padrastro y la mujer parecida a su madre fumaban cigarrillos que no producían cáncer y John los saludaba con la mano desde el borde de la piscina. Este John no era, evidentemente, un retrasado mental, como había temido en algún momento, pues se predicaba de él que conducía una moto con la que lo imaginó yendo a comprar el pan por los alrededores. Y el periódico, ese que nunca leían, y que solía estar encima de la mesa o debajo de las sillas. Julio se movió discretamente por el salón sin que su presencia fuera detectada por la pareja de ingleses: era invisible para aquellos personajes, se dijo a sí mismo con sorpresa. Podía pasar junto a ellos, incluso atravesar sus cuerpos sin que mostraran la mínima inquietud. Si en alguna ocasión había pensado que la invisibilidad era un recurso retórico, un juego para el consumo privado o familiar, ahora no tenía más remedio que admitir que todo el mundo era invisible respecto a alguien, quizá respecto a aquellas personas por las que más necesitaba el mundo ser mirado.

No era difícil deducir que la casa se hallaba en una zona residencial, donde quizá la gente vivía de las rentas, pues no se hacían alusiones laborales ni se mencionaba nada que implicara la necesidad de ganarse la vida. Había una chimenea de mármol que evidentemente no se encendía nunca, con un cuadro de caza sobre la repisa. Los habitantes de la mansión carecían de hábitos de consumo de productos culturales, pues no vio libros por ninguna parte, ni discos. Quizá en un mundo tan civilizado ya no eran necesarios, o bien la casa era muy grande y había en algún sitio una biblioteca con las paredes llenas de estanterías y un buen equipo de música. De ser así, tal vez su padre se encontrara en ella departiendo con el tal Peter. Aunque no: su padre estaba en coma. Lo más probable es que se hallara en una de las habitaciones del piso superior, acompañado de una enfermera inglesa. Precisamente, Julio se había trasladado al universo de la cinta con intención de rescatarle, pues no soportaba la idea de que se muriera en inglés, con lo poco ducho que era en ese idioma, tal como hacían prever sus últimas palabras.

Lo cierto es que ahora, viendo aquel ambiente tan agradable, le daba pena arrancarlo de ese idioma al que tanto culto había rendido a lo largo de su vida. Seguramente, no podría decir mucho más allá de ¿Has visto mis cigarrillos?, ¿dónde está mi periódico?, Muchas gracias, etcétera, pero en ese mundo tan sencillo tampoco era necesario saber más: quizá incluso la afasia era una conquista moral.

Mientras le daba vueltas a todas estas cosas, entró en escena Peter, que tendría su edad, efectivamente, y en seguida oyó que planeaban ir todos al sur para reunirse con la familia de él en casa de su suegra, que era viuda. A Julio le costaba un poco seguir la conversación porque los personajes hablaban más deprisa que antes (debía de ir por la lección quince) y utilizaban palabras nuevas, que no siempre estaban en su vocabulario. En esto, alguien que no era John, porque este continuaba junto a la piscina, se asomó a la puerta del salón y dijo: I am sorry.

Julio detuvo la cinta y abrió los ojos sobresaltado. Ahí estaba su padre. Rebobinó un poco para contemplar de nuevo su entrada en escena, pero al presionar el botón de puesta en marcha se oyeron unos sonidos ininteligibles, compuestos de consonantes nada más, como si la frase en curso hubiera sufrido una violenta contracción, e inmediatamente el aparato enmudeció. Presionó la tecla de stop con desesperación, abrió el casete atropelladamente y comprobó que la cinta, como la realidad, estaba arrugada, formando una pelota junto a la cabeza de grabación. La desdobló con cuidado advirtiendo que las entrañas del aparato se habían tragado una buena parte, y al intentar recuperarla tirando de ella se partió.

Casi al mismo tiempo, sonó el teléfono y una voz neutra, al otro lado, le comunicó que su padre acababa de morir.

Deambuló por la vivienda unos minutos, imaginando que era el personaje de un curso de hábitos de consumo que, tras conocer el fallecimiento de su progenitor, tenía que mostrar a los usuarios de una situación semejante el tipo de emociones que el mercado de los sentimientos ponía a su disposición. La gama era amplia y dependía a su vez de los hábitos de consumo de productos culturales del huérfano. Recordó, por ejemplo, varias películas de prestigio cuyo argumento incluía la muerte del padre y en las que el dolor de los hijos era un dolor seco, sin lágrimas, una suerte de pesadumbre más bien, que incluía el producto llamado entereza moral: una actitud del alma muy valorada en el comercio afectivo. Si se consumía entereza, no se podían gastar lágrimas, una cosa era incompatible con la otra, como pretender que un automóvil fuera simultáneamente familiar y deportivo. Aunque también era cierto que el mercado proporcionaba a los consumidores una variedad de daño aristocrático, que incluía un ligero humedecimiento de los globos oculares, muy utilizado por las clases altas en los funerales de sus seres más próximos.

Julio eligió este último modelo porque le pareció el más culto, aunque también el más caro, pues suponía la renuncia a descargas sentimentales cuya retórica estaba más cerca de la economía de su espíritu. Pero su ambición se levantaba por encima de sus medios y esta vez fue capaz de reprimir las lágrimas, proporcionando, en consecuencia, una buena lección de hábitos de consumo de productos sentimentales a los usuarios del curso en el que se imaginaba trabajando. Y es que había alcanzado la conclusión de que él mismo podía estar ahora rodeado de presencias invisibles, aunque reales, del mismo modo que Peter y el resto de los personajes del curso de inglés sin esfuerzo habían estado acompañados por él, por Julio, sin sentir su presencia, antes de que aquel universo se encogiera en una contracción aniquiladora.

Con los ojos humedecidos, pues, por aquella aflicción serena, se asomó al ventanal de la terraza y vio a la luz de las farolas cómo los paraguas sobrevolaban las aceras con las alas desplegadas al límite, en busca quizá de los últimos despojos de un mundo hecho pedazos. Abrió la puerta del balcón para percibir los sonidos de fuera y le llegó desde la calle una respiración entrecortada, semejante a la que había sufrido su padre, como si también el mundo padeciera la parálisis lateral previa a un colapso devastador del mismo tipo del que había acabado con la cinta del curso de inglés sin esfuerzo. Entonces, cerró la puerta con un estremecimiento de frío, contempló la enciclopedia y vio que sólo el orden representado por ese conjunto de volúmenes oscuros, el alfabético, continuaba intacto.

Decidido a refugiarse en él, entró en la enciclopedia por la A, y atravesó, sin detenerse, las regiones de los abanderados, los abaratamientos, los abastecedores, los abismos y las ablaciones, hasta alcanzar la comarca de los abortos. Hacía años que no iba por allí, desde la adolescencia, pero recordaba su disposición. Los había espontáneos y provocados, además de abortos en sentido figurado. Su hermana estaba en la T de los terapéuticos, así que atravesó a buen paso la región de los habituales, los morales, los sépticos, y alcanzó un barrio que le era familiar, donde reinaba una paz incompleta. La mayoría de los abortos reposaba en el interior de aquellos frascos de cristal que ya le habían llamado la atención la otra vez, flotando en medio del alcohol, como dejándose mecer por aquella suerte de intemporalidad que les proporcionaba el alfabeto. A pesar del tiempo transcurrido, reconoció a su hermana, que descansaba en el fondo de su recipiente con los ojos cerrados, no con expresión de dormir, sino con el gesto característico de las ensoñaciones, como si aquel líquido conservante en el que pasaba su existencia le recordara el jugo amniótico en el que había vivido antes de ser arrojada al interior de la realidad enciclopédica. Golpeó el frasco con la cautela del que pide permiso para entrar, como ya hiciera con los maniquíes de cuatro dedos, y ella abrió sus ojos desmesurados e incompletos dentro del líquido. Y aunque reconoció a su hermano, hizo un gesto de abandono, como queriendo señalar que le daba pereza salir del frasco. De todos modos, nadó hasta el borde y se asomó a él como a un balcón, apoyando los brazos en el filo.

—Cuánto tiempo sin verte —dijo—. ¿Qué haces por aquí?

Julio no sabía si la mención al tiempo era un modo de reproche, pero decidió no disculparse.

—Falleció papá —respondió con expresión firme, aunque con los ojos nublados por las lágrimas—. Pensé que te gustaría saberlo.

—La última vez que te vi —dijo ella— ibas de paso al entierro del abuelo, así que ya conoces el tomo donde se encuentra el cementerio.

—El problema es que se ha muerto en inglés, ya sabes lo aficionado que era a ese idioma, así que lo enterrarán en una enciclopedia inglesa, me imagino. No sé qué hacer.

—Busca en el artículo inglés. A lo mejor mencionan a papá en algún sitio. Me parece que está en el tomo quince, o en el dieciséis.

—¿Vendrías conmigo?

—Sabes que no puedo abandonar el frasco. Me descompongo en seguida.

—Ya.

Julio se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y tocó el zapatito de piel. Por un momento pensó en dárselo, pero a ella no le servía para nada, y a lo mejor sólo contribuía a que se alejara más, pues la notaba algo distante.

—¿Y cómo te ha ido? —preguntó la hermana.

—No sé qué decirte. Bueno, me casé. Tengo un hijo de trece años, en realidad catorce, los cumple este mes. Pero los perdí a todos.

—¿Se murieron?

—No, se fueron al sur a pasar unos días con mi suegra y se desvanecieron, una cosa muy rara. Luego conocí a una mujer real, con la que en algún momento pensé que podría rehacer mi vida, pero era invisible, y desapareció también. Trabajo en un periódico, de periodista.

—¿Y qué hacéis los periodistas?

—Creamos hábitos de consumo de realidad en la población.

—No sé qué es eso.

—Es complicado.

—¿Y mamá? ¿Murió?

—No, vive con un peluquero, pero ahora han puesto en venta el establecimiento para dedicarse en exclusiva al negocio de las uñas. Hacen uñas postizas, o las venden, no sé.

Al decir esto, Julio no pudo evitar contemplar las manos de su hermana, cuyos dedos, incompletos, carecían de esas láminas córneas. Temía herirla todo el tiempo, pero ella parecía fortificada detrás de una indiferencia que Julio jamás había sido capaz de consumir, aunque le gustaba.

—Bueno —dijo ella—, he de sumergirme otra vez. El contacto con el aire me oxida la piel. Se ve que el papel de esta enciclopedia tenía mucha pasta química y envejece fatal. ¿No has notado un enrarecimiento atmosférico respecto a la vez anterior?

—No sabría decirte.

—Perdona que no te acompañe a la salida, pero ahora ya sabes el camino.

Julio abandonó decepcionado la región de los abortos. Las cosas no habían tenido la vibración real que percibió durante su visita adolescente. Quizá el deterioro atmosférico al que se refería su hermana alteraba la eficacia alfabética, pero no conocía ya otro orden al que acudir. Salió, pues, en dirección a abovedar, deambuló sin objeto por abrasar, y visitó de nuevo las abreviaturas. Eran divertidas, pero no tanto como entonces: había en ellas algo repetitivo, mecánico, que, además de distracción, producía también desasosiego.

Se encontraba relativamente cerca de amuleto, y pensó que sería un buen lugar para desprenderse del zapato infantil, que empezaba a pesarle en el bolsillo como una piedra: quizá nunca había gozado de un poder mágico, pero ahora, pensó, ni siquiera tenía la impresión de que estuviera poseído por el espíritu de su hermana. La región de los amuletos era muy rica en metales, minerales y plantas cuyas funciones iban desde la defensa contra la fascinación a la cura del mal de ojo. Había también animales, cuyas partes o productos servían para prevenir enfermedades y dolores. Pero cuando intentó dar con un objeto semejante al zapato, fue remitido bruscamente a fetiche, cambiando sin proponérselo de tomo, y alejándose en consecuencia, todavía más, de su hermana.

Entre los fetiches, abundaban los objetos de carácter sexual y la ropa interior femenina, además de numerosos zapatos de mujer, pero ninguno se parecía al que llevaba él, por lo que le dio vergüenza abandonarlo allí, y salió también de esta región sin haberse podido desprender del talismán. Se encontraba muy cerca de la H de hemiplejia, y decidió entrar para hacerse una idea de cómo habían sido los últimos días de su padre. La primera sorpresa fue que la palabra tuviera acento en la segunda I, hemiplejía, cuando nadie, ni siquiera el médico, la había pronunciado de ese modo durante la estancia del enfermo en el hospital. Quizá en el otro lado habían comenzado a desaparecer los acentos: Las grandes catástrofes se anuncian a veces con esta clase de temblores en apariencia poco significativos. En hemiplejía, en cualquier caso, conoció un mundo entero del que sin embargo nada más funcionaba una de sus mitades. Había, por ejemplo, matrimonios hemipléjicos de cuyos miembros sólo uno permanecía activo, aunque tampoco eran raras las parejas formadas por dos individuos que únicamente aportaban a la sociedad conyugal la mitad de sí mismos. En tales casos, los paralizados del lado derecho convivían con mujeres paralizadas del lado izquierdo y viceversa. Se trataba en general de un mundo muy económico en el que sólo se utilizaba un flanco de la realidad. Los animales domésticos andaban a medias, y ladraban a medias en el interior de unas casas divididas en dos mitades, una de las cuales permanecía tabicada y vacía respecto a la otra. La asimetría, en fin, no se percibía tanto en la apariencia formal como en la función, excepto cuando una cosa iba unida a la otra, como en el caso de los árboles que tenían medio lado permanentemente seco. La administración política, por su parte, sólo se ocupaba de la mitad de las necesidades de los gobernados, cumpliendo la mitad también de los programas electorales, que ya en su origen eran el cincuenta por ciento de uno normal. Todos los habitantes de aquella región tenían la llamada facies vultuosa, así la denominaba la enciclopedia, consistente en una desorganización de los músculos faciales que producía tics en los usuarios de esos rostros. Y la respiración era del tipo Cheyne-Stockes, denominada de este modo en homenaje a los dos médicos británicos que la habían descrito en 1818. Consistía en un ritmo respiratorio que comenzaba de un modo débil y superficial y se iba haciendo cada vez más profundo y lento hasta alcanzar una especie de estertor en el que se detenía unos segundos antes de reanudar un nuevo ciclo. La reconoció en seguida porque era la que tanto le había impresionado en su padre, y la que le había llegado del mundo exterior cuando abrió el balcón, un poco antes de refugiarse en el orden alfabético.

Los libros de carácter hemipléjico estaban indefectiblemente divididos en dos partes simétricas, pero sólo era posible leer una, constituyendo la otra una suerte de burbuja opaca de la que provenía un silencio amenazador que enturbiaba el sentido de las páginas legibles.

Cuando se fatigó de errar por aquella región incompleta, tan parecida en algunos aspectos a la realidad de la que acababa de huir, dudó si viajar hasta inglés, como le había sugerido su hermana, para acudir al entierro de su padre, pero sabía de antemano que el intento de burlar el orden alfabético con una estratagema de esta clase era una ingenuidad. Desistió, pues, y, al mirar en derredor para ver dónde podía descansar, vio que estaba muy cerca de hombre. Él era eso, un hombre, acaso aquel era su sitio. Quizá allí le dejaran permanecer entre sus iguales a la espera de un nuevo destino, de una voz que procedente del otro lado del calcetín, o de la vida, le restituyera a un lugar que al fin sentiría como propio.

Abandonó hemiplejía por el lado hábil, y atravesó con una respiración entrecortada, tipo Cheyne-Stockes, y expresión vultuosa, los hemisferios y las hemodiálisis, las hendiduras y los herederos, los herejes heridos y los hijos hirsutos, los holocaustos y los hologramas, y mientras corría acariciaba el zapato de su hermana pensando que, aunque en su vida adulta había carecido de hábitos de consumo supersticiosos, tendría que considerar la idea de que aquel objeto hubiera sido un talismán inverso, un productor de mala suerte. Quizá la mala suerte existiera al margen de los hábitos de consumo individuales, de manera que, con costumbre o sin ella, se repartía entre la población para darle salida al excedente.

En esto, llegó a hombre, atravesó el umbral y tropezó con todos los rostros imaginables, todas las estaturas homologadas, todas las formas concebibles de mirar. La multitud se movía como un líquido espeso sin dirección precisa y Julio se incluyó en aquel caudal alfabético teniendo, por un lado, la impresión de que toda su vida había sido un viaje para llegar allí y, por otro, de que se trataba del lugar más parecido al colegio, así que en cierto modo era repetir la experiencia del curso aquel durante el que apenas había cambiado dos palabras con sus compañeros de clase. Después de un tiempo indeterminado, se salió como un grumo de aquella corriente líquida y fue a sentarse en una especie de banco junto a un hombre solo.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el desconocido.

—Espero una voz que me nombre y me rescate de esta situación tumultuosa. ¿Y tú?

—Yo también.

Julio sacó el zapato infantil y se lo ofreció asegurándole que producía buena suerte. Mientras el hombre lo cogía, se oyó un fragor procedente del orden temático, o lógico, situado fuera de la enciclopedia, y ambos supieron que había llegado una vez más el fin de los tiempos. El tomo en el que se encontraban sufrió un par de movimientos bruscos, y luego se quedó quieto, como un avión tras superar una turbulencia. Julio respiró hondo y trató de imaginar el momento en el que aquella multitud de la que formaba parte saliera de la enciclopedia, como los animales prehistóricos abandonaron el mar, para fundar de nuevo la realidad.