En casa había una enciclopedia de la que mi padre hablaba como de un país remoto, por cuyas páginas te podías perder igual que por entre las calles de una ciudad desconocida. Tenía más de cien tomos que ocupaban una pared entera del salón. Era imposible no verla, ni tocarla. Yo mismo, por aburrimiento, abría a veces uno de aquellos libros desmesurados, de tapas negras, y leía lo primero que me salía al paso con la esperanza de encontrar un callejón oscuro, pero sólo veía palabras pequeñas que desfilaban por la página con la monotonía de una hilera de hormigas infinita. Mi padre estaba obsesionado con la enciclopedia y con el inglés. Cuando decía que iba a estudiar inglés, era que en casa estaba a punto de suceder una catástrofe que no tenía nada que ver con los idiomas.
En aquella época yo tenía un talismán que me ayudaba a conseguir cosas; se trataba de un zapato minúsculo, de piel, que pertenecía a un hermano mío que no llegó a nacer: un aborto. Cuando el embarazo se malogró, mis padres se deshicieron de las ropas que habían comprado anticipadamente para él, pero yo conseguí rescatar aquel zapato que tenía el tamaño de un dedal. Un día papá me lo quitó muy irritado y lo arrojó a la basura.
—Ya no tienes edad —dijo— de creer en talismanes.
—¿Y por qué tú sí puedes creer en el inglés?
No me respondió, pero cambió de expresión, como si le hubiese descubierto un secreto indeseable. A mí, como venganza, me dejaron de interesar por completo los volúmenes oscuros de la enciclopedia, y entonces él aseguró que el día menos pensado, si persistía en no leer, los libros saldrían volando de casa, como pájaros, y nos quedaríamos todos sin palabras. Algunas noches, al meterme en la cama, intentaba imaginar un mundo sin palabras; suponía que habíamos comenzado a perderlas por orden alfabético y que de la A sólo nos quedaban de asesino en adelante, así que no teníamos aire ni abejas ni abogados ni abreviaturas ni aceros ni acicates ni ancianos. Los acicates me daban lo mismo, porque no sabía lo que eran; lo malo es que también habíamos perdido el alumbrado, las algas y los Alpes, además de Argentina y América. Una catástrofe natural, en fin, cuyo responsable era yo.
Si me dormía con estas imágenes, despertaba al poco huyendo de la pesadilla de haberme quedado mudo, que en el sueño constituía la forma más perturbadora de estar ciego. Así que empecé a vigilar la enciclopedia y el resto de los libros de la casa como si fueran enemigos. Y ellos, desde su opacidad, me acechaban también con algo de rencor, culpándome por anticipado de aquel desastre ecológico comparable al de la desaparición de variedades zoológicas. De manera que, cuando oía hablar de especies en extinción, ya no pensaba en los lagartos, ni en los búfalos, sino en las palabras. Escogía una cualquiera, escalera, por ejemplo, y comenzaba a darle vueltas a la posibilidad de que desapareciera. Repasaba mentalmente los lugares a los que no podría subir, ni de los que podría bajar el resto de mi vida, y comenzaba a sudar y a ponerme pálido de miedo.
Mi madre, después de preguntar mil veces qué me ocurría sin que yo consiguiera inventar nada razonable, acabó llevándome a un médico que me examinó de arriba abajo sin encontrar justificación a aquellos repentinos estados de malestar, por lo que me recetó unas vitaminas, ignorando que esa palabra, vitamina, tenía los días contados y que era ya más difícil de encontrar que la hormiga roja del Pirineo.
Volvimos a casa en autobús, sentados el uno frente al otro. Mamá no dejaba de observarme con desconfianza, como si supiera que ocultaba un secreto que me hacía daño. Entonces imaginé que desaparecía la palabra madre y comencé a transpirar mientras me demudaba sin remedio. Ella se alarmó un poco y sugirió que bajáramos del autobús para regresar a casa andando, pero no era posible bajar de ningún sitio porque habíamos perdido la palabra escalera y todas las de su familia, de manera que el autobús se había quedado sin escalón de bajada. En otras circunstancias, habríamos podido saltar, pero comprobé que también salto se había extinguido; tendríamos que pasar el resto de nuestras vidas dentro de aquel sucio vehículo, rodeados de personas que no conocíamos. La visita al médico no había mejorado las cosas.
Mi padre, entre tanto, continuaba utilizando la enciclopedia como un medio de transporte con el que llegaba a lugares que nosotros no podíamos ni imaginar, y en los que la gente, con frecuencia, se entendía en inglés. A veces volvía de aquellos curiosos viajes con barba de tres días y expresión de cansancio, como si hubiera permanecido de verdad en algún país extranjero. Y en vez de regalos, como los demás padres que viajaban, nos traía términos. Un día regresó de la enciclopedia a la hora de comer y entre plato y plato nos enseño la palabra mimetismo para demostrar que entre los animales, como entre los hombres, también había individuos a los que les gustaba aparentar lo que no eran. A mí me tranquilizaba el hecho de que fuera y viniera de la enciclopedia con aquella frecuencia, porque pensaba que era una forma de que las cosas se mantuvieran en su sitio y de que hubiera vitaminas y madres y escaleras y abogados. Y alumbrado, porque sin alumbrado estábamos perdidos, Pero no entendía bien por qué, siendo la enciclopedia un modelo de organización, la realidad no se ajustaba siempre al orden alfabético. El uno, por ejemplo, iba antes del dos aunque la u era una de las últimas letras del abecedario. Además, desayunábamos antes de comer y comíamos antes de cenar, cuando en una progresión alfabética se debería comenzar el día con la cena para continuar con la comida y acabar la jornada con un buen desayuno. Esta falta de acuerdo permanente entre el mundo enciclopédico y la existencia real constituyó una de las preocupaciones más fuertes de mi infancia.
Poco después de que mi padre tirara el zapato de mi hermano aborto a la basura, un día, al despertarme, contemplé los objetos de mi cuarto por orden alfabético y me pareció que estaban heridos. Al poco entró mamá en la habitación, me puso la mano en la frente y dijo:
—Tienes fiebre.
Celebré la llegada de la enfermedad con un encogimiento de dicha y al quedarme solo me puse de espaldas a la puerta del dormitorio, como si de ese modo diera también la espalda al colegio y a la realidad por la que se accedía a través suyo. Yo tenía en la cabeza miles de puertas que me llevaban a lugares en los que era tan feliz como mi padre dentro del inglés o de su enciclopedia. Abrí una de ellas al azar, me asomé para ver qué había al otro lado y descubrí un pasillo idéntico al de mi casa. Estuve a punto de cerrarla y probar en otra, pero me pareció que también el pasillo estaba enfermo o que, más que un pasillo, era una herida arquitectónica por la que podría viajar al interior de la vivienda de una forma distinta a la habitual. Así que avancé por él lleno de precauciones y alcancé un salón que, sin dejar de ser también el de mi casa, parecía diferente, porque la mesa, las sillas y la enciclopedia poseían el brillo atenuado característico de la existencia espectral. Recuerdo que me miré en el espejo del aparador y vi a otro que sin embargo era yo. Pensé que las cosas tenían dos existencias simultáneas y que había conseguido penetrar en la segunda. Entonces noté de nuevo la mano de mi madre en la frente y la oí decir que me había subido la fiebre. Pero eso sucedía en el dormitorio y yo estaba en el salón, es decir, que me encontraba realmente en dos lugares distintos a la vez.
Me dejé caer en el sofá algo desconcertado, preguntándome si en esa versión espectral de la casa y de mí mismo habría también horarios, cuando vi entrar a mamá con un café en la mano. Era una madre sólida, con las fronteras bien definidas, que se diferenciaba claramente de la taza de café y de los otros acontecimientos que se precipitaban a su alrededor. Yo no podía apartar mi mirada de ella sin la impresión de haber atravesado un confín. Advertí entonces que no me encontraba en una realidad espectral, como había creído, sino en un espacio donde cada cuerpo se diferenciaba de los que le rodeaban gracias a un resplandor inusual procedente de su médula.
Ella atravesó el salón y se sentó a mi lado. Sólo me dijo hola, pero no he podido olvidar que también su voz tenía la calidad de un objeto autónomo que flotó en el aire antes de desvanecerse como una columna de humo. Y otra cosa: yo era consciente de todo mi cuerpo a la vez, de los dedos de los pies y de las orejas, de la lengua y de las pestañas, de la nariz y los párpados: vivía, en fin, en un mundo en el que las cosas se definían por su intensidad. No era, pues, que los objetos estuvieran heridos o el pasillo enfermo, sino que todo había adquirido una relevancia singular. Tomé un cenicero que había sobre la mesa y supe, como nunca hasta entonces, que tenía entre los dedos un objeto formal, dotado de un contorno al que se adaptaba mi mano con sorprendente precisión.
—Vístete, que vas a llegar tarde —le oí decir a mamá, y advertí que había dicho seis palabras, porque las fui contando a medida que salían de su boca, y no sólo contándolas, sino oliéndolas porque mi olfato había adquirido un desarrollo formidable. Tenían el mismo olor que los caramelos que se pegaban a las muelas.
Comprendí que tenía que ir al colegio, pero no me importó porque me apetecía ver la calle y la pizarra y al profesor de matemáticas desde este nuevo modo de mirar. Pero al mismo tiempo me daba miedo volver a mi habitación y encontrarme en la cama, pues no había olvidado que en realidad estaba enfermo y que había llegado hasta allí a través de una de las puertas imaginarías que tenía en la cabeza. De todos modos, presionado por la mirada de mi madre, me levanté, penetré de nuevo en el pasillo y lo recorrí con el corazón en la garganta hasta alcanzar mi habitación, donde no vi a nadie en la cama ni debajo de ella. El dormitorio en el que permanecía enfermo, siendo idéntico a este en el que ahora me encontraba, pertenecía sin duda a otro lugar.
Me vestí rápidamente y corrí al baño, pues quería tocar el agua, que resultó ser una sustancia fabulosa, capaz de deshacerse en hilos que se enredaban entre los dedos sin atarlos. Me lavé la cara también, me mojé el pelo para que el peinado me durara más, y al regresar a la habitación percibí cómo las gotas que se habían quedado atrapadas en las cejas se evaporaban a causa del calor corporal. Y es que, del mismo modo que los objetos resplandecían, mi cuerpo emanaba un calor propio que no percibí en el plumier, ni en los lápices ni en la goma de borrar. Eran objetos de sangre fría, por decirlo así, como las lagartijas. De súbito, aprecié esta capacidad para producir calor de la que tampoco hasta entonces había sido consciente.
Cuando llegué a la cocina, mi padre estaba ya desayunando mientras escuchaba las primeras noticias del día por la radio. Parecía un poco preocupado, pero mi atención se desvió en seguida al exprimidor de naranjas, cuyo rojo era tan intenso que te quemabas al tocarlo. Y los platos tenían en el centro una especie de cavidad brillante, para que no se cayera la sopa o lo que quiera que metieras en ellos; sus bordes, parecidos al ala de un sombrero, eran suaves, y, pese a su dureza, podías acariciarlos sin temor a cortarte. Las tazas resultaban perfectas también, con un asa en la que encajaban los dedos y de donde podías cogerlas sin quemarte. En cuanto a los tenedores, estaban ligeramente curvados en el lugar donde se apoyaba el dedo índice, para hacer más presión sobre la cosa que pinchabas, de manera que funcionaban con una eficacia sorprendente.
—Sí que es una cosa rara —dijo mi padre.
—El qué —preguntó mamá.
—Acaban de decir por la radio que esta noche han desaparecido dos mil volúmenes de la biblioteca pública.
La gente no solía robar libros, desde luego, así que pensé que serían antiguos y tendrían un valor especial. Y mientras mi padre continuaba dándole vueltas al asunto, noté que me subía la fiebre, y oí decir a mi madre que había que llamar al médico. Pero eso no sucedía aquí, en esta cocina, ni en esta casa, sino en un dormitorio lejano en el que mi padre, al regresar del trabajo, me traía, como siempre que estaba enfermo, un libro que yo tampoco leería. Después de dejarlo en la mesilla, oí que le decía a mi madre:
—De este año no pasa. He leído un anuncio de una academia en la que te enseñan a hablar inglés en nueve meses. Está garantizado.
—¿Cómo te vas a poner a estudiar inglés ahora, con tu padre en el hospital? —le reprochó mi madre.
Por eso mismo, pensé desde la cama, porque tiene problemas y se defiende de ellos estudiando inglés igual que yo escapaba de los míos jugando con el zapato de mi hermano aborto entre los dedos. Respondió que se trataba de una oportunidad única porque la empresa en la que trabajaba le pagaba la mitad de la matrícula. Aquella conversación olía a muerte. En esa época, yo aún no había visto ningún cadáver, aunque había matado muchas moscas. Acababa con ellas para ver si se morían de verdad, pues me costaba mucho creer en la muerte, al menos en la mía. En cuanto al abuelo, apenas le había visto de vivo, porque mi padre y él no se llevaban bien, así que si se moría ahora, siendo yo tan joven, tendría que relacionarme con un abuelo muerto el resto de mi vida. No me gustó la idea, de manera que me di la vuelta en la cama y regresé al lugar donde las cosas brillaban con luz propia y donde yo era consciente de todo mi cuerpo a la vez, de los pulmones y de los dedos, de las pestañas y de la punta de la lengua, del intestino delgado y del corazón.
Salí de casa con la cartera a la espalda, y me dirigí andando al colegio. Advertí en seguida que las calles, como el pasillo, tenían una calidad moral que nunca antes había apreciado en ellas. No sólo servían para comunicar lugares alejados entre sí, sino para poner en contacto a partes de mí mismo que hasta entonces habían permanecido separadas. De manera que a medida que las recorría me recorría también por dentro y eso es lo que convertía el simple hecho de andar en una aventura innumerable. Quise entender lo que estaba sucediendo, pero sólo se me ocurrió la idea de que alguien le había dado la vuelta a la realidad, como a un calcetín, y que ahora vivíamos en el lado de fuera, el más luminoso, sin haber dejado por eso de existir en el de dentro, que es donde yo tenía fiebre, mi padre quería aprender inglés y mi abuelo se moría en la habitación de un hospital. A todo ese cúmulo de adversidades aún había que añadir el hecho cierto de que mis padres no se llevaban bien, aunque la situación había empeorado desde que mi madre abortara a mi hermano, el del zapato.
Comprendí, en fin, que las cosas sucedían al mismo tiempo a un lado y otro de la vida, pero que no todo el mundo tenía el privilegio de darse cuenta de ello, así que sentí una enorme gratitud por haber amanecido aquel día con esa ventaja respecto a los demás.
Cuando llegué a la puerta del colegio y comencé a coincidir con mis compañeros me quedé asombrado de la cantidad de narices diferentes que había en el mundo. Y todas eran distintas entre sí, igual que las orejas o los labios. Me di cuenta también de que la mayoría de las personas, al sonreír, enseñaban los dientes, y aunque había visto miles de dientes en mi vida me parecieron un instrumento nuevo, de enorme precisión, pues no sólo servían para cortar el pan y masticarlo, sino para gustar. A mí me gustaba una chica de un curso superior al mío, Laura, que al reírse enseñaba también un poco las encías, como quien muestra sin darse cuenta un borde de la ropa interior. Precisamente estaba allí, riéndose junto a unas amigas, y yo me quedé cerca del grupo para vérselas. Era como estar delante de una chica que se desnuda sin que le parezca mal que la observes. Al contrario, creo que le gustaba, así que cada vez que Laura sonreía, a mí me parecía que se quitaba la ropa porque ya digo que me volvían loco sus encías.
Entonces, de súbito, supe que la desnudaba para mí. En el otro lado del calcetín, o de la existencia, nuestras miradas se habían cruzado muchas veces, pero llegaban al otro oscurecidas, como si tuvieran que atravesar una cortina de sombras bajo cuyo peso hubieran perdido su fuerza original. Entonces yo sonreí sin ningún motivo, sólo para que ella viera mis dientes, y comprendí que estábamos haciendo algo excitante, de lo que nadie se daba cuenta a pesar de que nos encontrábamos rodeados de gente.
La primera clase era de ciencias naturales. Tomé el libro, que me pareció un objeto sorprendentemente raro, y lo abrí por cualquier sitio, sólo por el placer de ver cómo una hoja seguía a la otra formando una catarata de papel impreso. Se detuvo en una página dedicada a las chinches. Había un dibujo de una habitación con una cama deshecha para mostrar dónde se refugiaban estos insectos parásitos. Me introduje de tal manera en el dibujo que fui capaz de ver un grupo de chinches trepando por el tejido de las sábanas. Me sacó de allí la voz del profesor, que estaba explicando el aparato digestivo de las vacas poniendo en ello un interés excesivo, como si hablara de sus propios intestinos. La situación me pareció tan absurda que para aguantar las ganas de reír miré hacia otro lado y vi la respiración de mi compañero de pupitre. Era capaz de distinguir el aire que entraba por sus narices del que salía por su boca, como si se tratara de una masa líquida, sin peso, con la que podías jugar igual que con una columna de humo que adquiriera, al soplarla, formas irregulares. Por alguna razón, también eso me producía risa, de manera que dejé de mirar a este chico y me concentré en uno, que tenía la particularidad de ser al mismo tiempo muy listo y muy idiota. Por culpa de Mariano, creo que se llamaba así, muchas noches me había acostado con la idea de que lo que aprendíamos en el colegio contribuía a hacernos peores, pues no resultaba excepcional que los que más sabían dentro de la clase fueran los más tontos en el patio. No digo que hubiera una relación directa entre el conocimiento profundo del proceso digestivo de la vaca, tal como nos lo enseñaban, y la minusvalía de Mariano, pero a la larga sí veías que de una cosa se deducía oscuramente la otra.
Esta vez, sin embargo, lo comprendí con una certeza luminosa, porque al observarle con detenimiento vi su inteligencia y su idiotez completamente separadas, y adiviné en seguida que la una estaba hecha para la otra como las dos partes de una nuez. Mariano podría enumerar las partes del estómago de un rumiante con gran precisión en un examen, pero jamás sería capaz de hacer un viaje como el que yo estaba realizando desde un lado de la vida hasta este otro donde su estupidez, lejos de irritarme, me producía la fascinación de las cosas vistas al microscopio.
Estaba, en fin, contemplando la realidad cotidiana con la extrañeza de lo nuevo, como cuando entras en una casa desconocida en la que cada habitación constituye un sobresalto, cuando sucedió algo sorprendente: el libro del profesor, que permanecía abierto sobre su mesa mientras él hablaba, se agitó brevemente y luego se elevó en el aire, como un pájaro, utilizando sus hojas a modo de alas. Tras un par de vueltas de reconocimiento alrededor de la clase, se dirigió a una ventana abierta y salió.
Superado el primer momento de asombro, nos levantamos y corrimos a las ventanas para ver cómo se perdía en el cielo. Entonces se escuchó a nuestras espaldas un revuelo de hojas y al volvernos vimos que todos los libros abiertos vibraban sobre los pupitres, y al poco, con más o menos dificultades, se elevaban también y seguían la trayectoria del primero. Pronto hubo sobre el patio del colegio una bandada de libros de ciencias naturales que se perdió entre los edificios.
El profesor nos mandó sentar por pura costumbre, pues en esos momentos de estupor lo de menos era que estuviéramos de pie o boca abajo. Luego, antes de que nadie hubiera conseguido articular una palabra, notamos que el cielo se oscurecía, como si una gran nube se hubiera colocado sobre el edificio del colegio, y al mirar afuera vimos una gran cantidad de libros que sin duda habían salido de otras clases y emprendían el vuelo también en la misma dirección que los anteriores. No sé quién fue el primero en echarse a reír, pero lo cierto es que alguien empezó y al poco toda la clase se moría de risa, menos el profesor, que estaba pálido y sudaba como un resucitado. Yo tampoco me reía, la verdad, porque había imaginado muchas veces lo que acababa de suceder y sabía que era una cosa mala, aunque al principio resultara divertida.
Entre tanto, en el otro lado de la vida, o del calcetín, no dejaba de subirme la fiebre, porque noté de nuevo la mano preocupada de mamá sobre mi frente, y en seguida oí su voz mezclada con otra que me pareció la del médico. Decía que de aquel año no podía pasar, que tenían que operarme de la garganta, y lo decía en el mismo tono con el que mi padre afirmaba que ese invierno era el último de su vida sin aprender inglés. El médico atribuía a su bisturí las mismas propiedades mágicas que mi padre al inglés y yo al zapato de mi hermano aborto: todo el mundo creía ciegamente en algo. Lo curioso es que sin dejar de estar en la cama, enfermo de anginas y con fiebre, me encontraba también en la clase de ciencias naturales donde acaba de suceder el prodigio de los libros voladores.
—Es un mal momento para operarle —dijo mi madre—. Su abuelo está en el hospital, muy grave. Dice el médico que apenas le quedan unos días.
Apenas le quedaban unos días. Una parte de mí, la más antigua, entendió que le quedaban unos días para salir del hospital, pero aquella otra por la que me hacía mayor supo en seguida que estaba a punto de morir. Mi padre nunca se había llevado bien con mi abuelo. Le guardaba un rencor remoto por cosas que no podía entender con ninguna de mis dos partes. En aquella época, del mismo modo que era capaz de estar en dos sitios a la vez, poseía también dos lados que no siempre se ponían de acuerdo, y con uno de ellos no lograba entender que mi padre se preocupara por la muerte de una persona a la que no quería, aunque con el otro sí. Tenía entonces una visión muy utilitaria de los padres. Con frecuencia, hacía con los dedos cálculos de los años que tendría yo cuando mi padre tuviera cuarenta, cincuenta, sesenta, sesenta y cinco (a partir de los sesenta los contaba de cinco en cinco). Quería estar seguro de que al llegarle la hora teórica de morir, yo habría alcanzado una edad en la que no le necesitaría: siempre me ha dado miedo la orfandad. Pero ahora advertía que los padres te dan algo más que cosas útiles y que cuando se van te dejan huérfano tengas nueve años o noventa. Lo veía en la expresión del mío, que ya no necesitaba para nada al abuelo, y sin embargo era la de alguien que a pesar de ser mayor tenía miedo, por eso se ponía a estudiar inglés, por miedo. Empecé a tiritar dentro de mi cama y seguramente en la clase también, pues estaba en los dos sitios, y entonces noté las manos de mi madre manipulando las sábanas, no sé si para retirármelas o para abrigarme más. El médico insistía:
—No puede pasar así mucho tiempo, tengo miedo de que le afecte al corazón.
Yo no sabía qué relación podía haber entre una cosa y otra, excepto que en situaciones de mucho miedo el corazón trepaba hasta la garganta, que era de lo que me tenían que operar. Para no pensar más en ello, cerré los ojos, hice un breve esfuerzo y regresé al otro lado del calcetín o de la vida. Allí las cosas continuaban como las había dejado, pues aunque no era la hora del recreo, estábamos todos en el patio del colegio, desde donde veíamos salir por las ventanas toda clase de libros ordenados por materias. Al parecer los profesores habían intentado frenar la huida cerrando las ventanas, pero los volúmenes habían roto los cristales con los lomos. Los de matemáticas abandonaron el colegio en una formación perfecta, como una bandada de patos silvestres, mientras que los de lengua se atropellaron un poco a la salida y algunos perdieron varias hojas que cayeron, como plumas, sobre nuestras cabezas. Nosotros corríamos a atraparlas y las destrozábamos para que no quedara ningún vestigio de aquellos odiados objetos. Cada vez que escapaba una materia, aplaudíamos como locos mirando hacia arriba sin dejar de reír. Una parte de mí sabía que aquella celebración tenía algo de salvaje, pero la otra no podía dejar de disfrutar con el espectáculo. Los profesores hablaban entre sí con gesto preocupado, aunque era evidente que se trataba de una preocupación divertida. Entonces me di cuenta de que también los adultos tenían dos lados.
Toda la mañana vimos pasar libros, así que en seguida supimos que se trataba de un fenómeno general. No sólo huían de los colegios, sino de las bibliotecas públicas y de las casas y de las librerías. Hubo un momento, en torno al mediodía, en el que el cielo se oscureció por la cantidad de volúmenes que lo sobrevolaban. Recuerdo haber sentido una sombra de pena por dentro, pero no duró mucho, pues en aquel ambiente general de fiesta era difícil estar triste. Algunos compañeros de cursos superiores entraban en las clases con expresión de saqueadores y volvían de ellas con carteras cerradas, en las que había quedado algún libro atrapado, para abrirlas en público. Salían aturdidos, con un vuelo desordenado, como palomas de una jaula, pero una vez que alcanzaban la altura suficiente, elegían un rumbo y pronto los perdíamos de vista.
A la hora de comer nos dijeron que podíamos marcharnos a casa. La mayoría de mis compañeros partió en grupos, para continuar hablando del tema y disfrutar pensando cómo serían las clases de literatura sin literatura, de ciencias sin ciencias, de lengua sin lengua. De momento, ese día ya no nos habían mandado nada que estudiar, pues no teníamos con qué. Yo preferí regresar solo, para pasar por la esquina donde Laura solía detenerse con sus amigas. No había dejado de pensar en ella y en sus encías durante toda la mañana. Sus encías habían sido el suceso más importante de la jornada, por encima incluso de la huida de los libros. Estaba muy excitado con la idea de volver a verla y de que intercambiáramos aquellos gestos que equivalían casi a desnudarse delante del otro, pero temía que hubiera sido una fantasía mía y que en realidad ella no me hubiera prestado ninguna atención.
Estaba en la esquina donde solía detenerse al salir del colegio, formando con un grupo de amigas un círculo en el que todas miraban hacia abajo, como si contemplaran un animal pequeño atrapado entre sus piernas. Sus risas se escuchaban en toda la calle. Ella me vio en seguida y gritó:
—Ven a ver esto.
Me acerqué al grupo y vi que una de ellas sacaba de la cartera, con grandes precauciones, un cuento diminuto con una portada de colores. El libro se agitaba entre sus dedos como un pájaro pequeño, intentando huir de la presión de los dedos de la chica.
—Suéltalo, que se le van a estropear las hojas —gritó Laura.
La chica abrió la mano y el libro revoloteó asustado un momento entre aquella empalizada de cuerpos y piernas. Tenía un vuelo torpe, errático, parecido al de una mariposa de grandes alas, pero logró elevarse sobre nuestras cabezas y desaparecer entre los edificios. Entonces Laura me miró y sonrió de un modo tal que pude verle también un poco de la parte interior de los labios. Me excité mucho, pero no perdí el control, como solía sucederme en el otro lado de la vida, sino que sonreí también en dirección a su rostro y supe que ella contemplaba mis labios y mis dientes con el mismo placer que yo los suyos. Creo que casi sin darme cuenta tomé nota del tamaño exacto de sus ojos y de los movimientos de su melena para poder evocarlos cuando no la tuviera delante.
De vez en cuando, pasaba un libro o un grupo de libros por encima de nosotros y todos los contemplábamos alejarse con expresión alegre. Finalmente, las chicas se fueron a sus casas. De camino a la mía, me paré delante del escaparate roto de una librería. El librero contaba a unas personas que estaban en la acera cómo un libro grande, de arte, había roto de un solo golpe el grueso cristal, abriendo un boquete por el que en seguida comenzaron a escapar las existencias. Aseguraba que al intentar detenerlos había sido atacado por un grupo de novelas de tapa dura que casi le sacan un ojo. Tenía la cara llena de magulladuras y una ceja partida.
Me apresuré en dirección a casa, pero todavía, al pasar cerca del quiosco de periódicos, vi sobre el suelo una gran sombra que resultó ser la de un diario que también había emprendido el vuelo con sus enormes alas. El quiosquero estaba desesperado, pues las revistas, tras un par de convulsiones, se liberaban de las pinzas con que estaban sujetas y volaban lejos. El vuelo de los periódicos, con sus enormes alas ondulantes, era majestuoso, como el de las águilas; las revistas, en cambio, parecían halcones.
En casa había un ambiente de miedo y sorpresa a la vez. Mis padres estaban sentados en el sofá, frente al televisor, escuchando las noticias relacionadas con la fuga de libros. Grité, excitado, que en mi colegio no había quedado ninguno y me mandaron callar con gesto áspero. En la pantalla salían imágenes de bibliotecas por cuyas ventanas rotas escapaban gruesos volúmenes encuadernados en piel. Parecía imposible que pudieran levantar el vuelo con aquel tamaño, pero lo cierto es que a medida que ganaban altura daban la impresión de perder peso. Los de tapas más anchas planeaban con la soltura de los pájaros de grandes alas y se desplazaban de un lado a otro en el aire con la facilidad con que las gaviotas se columpian en el vacío.
La enciclopedia y el resto de los libros de mi padre continuaban en su sitio, pero si los observabas con atención percibías entre ellos un rumor inquietante, como si en el fondo de aquella materia inerte se llevara a cabo una actividad secreta. Entre tanto, en la pantalla del televisor el ministro de Cultura recomendaba a los ciudadanos que no intentaran retener los libros en sus estanterías, ya que estos habían mostrado una actitud muy violenta en los casos en los que se les había impedido salir. El ministro de Defensa, junto a él, relató que en su ministerio había tenido que dar órdenes de disparar contra una Historia del Ejército de cincuenta tomos por atacar a un grupo de oficiales que bloqueaba las ventanas de la biblioteca. La noticia se ilustraba con las imágenes de un conjunto de gruesos libros cosidos a balazos y totalmente desencuadernados en el suelo de lo que parecía un cuartel.
Mi padre se levantó con expresión desesperada y recorrió el salón de uno a otro extremo profiriendo insultos contra las autoridades. De vez en cuando, se acercaba a la enciclopedia y le pasaba la mano por el lomo con el gesto con el que se intenta calmar a un animal asustado. Observando su rostro, empecé a intuir que no había nada gracioso en todo aquello, lo mirara por el lado que lo mirara. La realidad, sin embargo, no había perdido su luminosidad. Incluso en las situaciones más trágicas, mostraba una profundidad muy diferente a la del otro lado. Era como ver una lámina en relieve. Salí al balcón y estuve contemplando un rato el vuelo de los libros. Uno de ellos, del tamaño de una colección de novelas policíacas que teníamos en casa, se detuvo un instante en la barandilla, pero escapó volando cuando hice un gesto en dirección a él.
Comimos en silencio, con la radio encendida por si se producían nuevas noticias. Después del postre, cogí uno de los tomos de la enciclopedia y me senté en el sofá, para ver láminas, junto a mis padres, que tomaban café. Estaba contemplando precisamente la que ilustraba la palabra mimetismo cuando noté en el libro una especie de sacudida que se resolvió en un aleteo desorganizado. El volumen cayó al suelo y desde allí, tras un par de intentos, logró elevarse dirigiéndose hacia la cristalera del balcón, que había quedado abierta. Entonces, los tomos restantes empezaron a abandonar las estanterías siguiendo el mismo rumbo. Eran más de cien, de manera que tuvimos tiempo de darnos cuenta de lo que sucedía. Yo no estaba tan desolado por mí como por la expresión de derrota de mi padre.
Después de la enciclopedia, se fueron las novelas y tras ellas los libros de idiomas y los técnicos, como si guardaran en la huida un cierto orden alfabético. La librería del salón se quedó vacía, con las rayas de polvo dejadas por los libros. Entonces, se oyó un aletear extraño, procedente del pasillo, y vimos salir de él los libros que había en el resto de las habitaciones. Las novelas que mi padre me había regalado, y que no había leído, fueron las primeras. Tenían un vuelo rasante, como de golondrinas a la busca de insectos, y encontraron la salida con sorprendente rapidez. Después de ellas huyeron los libros que mis padres guardaban en su dormitorio y, cuando creíamos que el espectáculo había acabado, los periódicos y las revistas se abrieron por la mitad y escaparon también. Al poco, no quedaba en casa nada con letra impresa.
—Esto es una catástrofe —decía mi padre.
Y debía de serlo porque en la radio y en la televisión no hablaron de otra cosa en todo el día. Al anochecer, anunciaron que los libros, tras alcanzar la periferia de las ciudades, se habían agrupado por géneros antes de buscar cobijo en bosques y grutas naturales, pero muchos de ellos todavía sobrevolaban por encima de los edificios. Me asomé al balcón y vi, en efecto, una bandada enorme de enciclopedias volando hacia el norte. Otro grupo cuya materia no logré distinguir, aunque mi padre aseguró que eran de filosofía, se cruzó con ellos en dirección contraria.
Había empezado a refrescar y el aire me golpeaba en la cara. Entonces tuve la impresión de estar viviendo un acontecimiento de consecuencias imprevisibles y cuya evolución me concernía personalmente, aunque todavía ignoraba de qué modo. Un poco más tarde, ya en la cama, contemplando las estanterías vacías de mi habitación, pensé que las cosas que sucedían en este lado de la existencia, incluso las malas, tenían un sentido preciso, un significado. Y eso era para mí completamente nuevo, porque hasta entonces la realidad estaba simplemente ahí fuera, llena de árboles o de tenedores, de gatos o automóviles, todo revuelto, como el cajón de mi mesa. Ahora, sin embargo, me parecía que cada una de esas cosas formaba parte de un entramado general, de manera que unas dependían de otras, como las piezas de un rompecabezas. Y yo, para bien o para mal, formaba parte de todo aquel conjunto por descifrar. Más tarde, cuando fui capaz de poner palabras a aquel vendaval de sensaciones, supe que la tarea de desciframiento equivalía a encontrar el sentido de la vida. O su ausencia, que también es una forma de dirección.
Quizá por eso, cuando antes de que me durmiera entró mi padre en la habitación para darme un beso, le hice una pregunta que hasta entonces no se me había ocurrido formular:
—¿De dónde habías sacado la enciclopedia?
—Fue un regalo de tu abuelo. El único que me hizo en su vida.
Al quedarme solo, me sorprendió que no me hubiera planteado hasta entonces una pregunta tan sencilla y al mismo tiempo necesaria. Pero me dormí pronto, agotado por las emociones del día, y dediqué mi último pensamiento a Laura. Sus encías.
Desde luego, no era la primera vez que estaba en dos lugares al mismo tiempo. En el colegio, durante las clases, solía perderme en ensoñaciones que no guardaban ninguna relación con lo que sucedía en la pizarra. Y en casa también. La verdad es que era dado a extraviarme en el interior de las fantasías como mi padre entre las páginas de la enciclopedia. Pero nunca un lugar imaginario había tenido el grado de existencia de aquel en el que los libros volaban. En cierto modo, aquello parecía un viaje al centro de la realidad más que una fuga al territorio de la invención.
Desperté a medianoche, o de madrugada, y lo primero que vi al abrir los ojos, iluminados por la luz artificial de la calle que atravesaba los visillos, fueron mis libros sobre sus estanterías. Por un momento creí que habían regresado, cuando lo que sucedía es que me encontraba en el lado áspero de la vida, en el revés del calcetín. Lo supe por el dolor de garganta, pero también porque las cosas carecían de brillo propio. Abandoné la cama, encendí la luz, contemplé los objetos de siempre sobre mi mesa y no conseguí averiguar la relación que había entre ellos ni por qué estaban colocados de ese modo y no de otro. En el viaje a la realidad había aprendido que las cosas tienen propiedades semejantes a las palabras, en el sentido de que al agruparlas formaban pensamientos o ideas. Volví a contemplar mi bolígrafo, mi cuaderno de dibujo, mi caja de lápices, mi regla, mi compás, y no me dijeron nada, pese a que los miré primero por orden alfabético, luego de mayor a menor, después de izquierda a derecha… Sabía que con el compás podía hacer círculos y con la regla rayas, pero ignoraba qué relación había entre las rayas y los círculos, si había alguna. O los objetos estaban mal dispuestos o yo no sabía leerlos.
Había en el ambiente un silencio turbio, opaco, que tampoco decía nada de interés. Me dirigí descalzo al pasillo y desde él alcancé el salón. Sin encender la luz, contemplé la enciclopedia y el resto de los libros perfectamente ordenados en las estanterías. Recuerdo que pensé que los libros no leídos tenían algo de cadáveres, del mismo modo que las librerías, al menos a esas horas de la noche, parecían nichos. En el otro lado de la existencia no se resignaban a esa condición, quizá por eso escapaban volando, pero aquí no mostraban signo de rebeldía alguno. Salí a la terraza y observé el cielo que habían atravesado unas horas antes las bandadas de novelas policíacas y los tratados de filosofía. Era el mismo cielo y sin embargo ahora carecía de intención, como si hubiera sido pintado por una mano torpe poco antes de que yo me asomara. Todas las cosas, en fin, resultaban groseras, imperfectas, irreales también. No me gustaba vivir en ese lado, aunque hubiera libros. Después de todo, con ellos me sucedía lo mismo que con los objetos: que no los leía porque no me decían nada.
Regresé a la cama agotado, como si fuera la primera vez que me levantaba después de haber permanecido enfermo muchos días, y al cerrar los ojos imaginé que me encontraba junto a un lago brumoso que había visto en una película en el que se aparecían los espectros, los muertos. Esperaba que se me apareciera mi abuelo, pues pensé que quizá entre unas cosas y otras ya habría fallecido, para preguntarle qué pasaba entre mi padre y él. Pero debía de continuar vivo, porque no se manifestó. Pasé mucho tiempo a las orillas del lago y no vi ningún fantasma, esa es la verdad, pero es que yo no tenía entonces ningún muerto, si exceptuamos las moscas que maté en aquella época de mi vida y cuyo recuerdo me ha producido luego tanta culpa. Las mataba para ver si se morían, pues me costaba mucho creer en la muerte, en la mía al menos, es la segunda vez o la tercera que lo digo, ya lo sé. Pero las moscas eran tan pequeñas que quizá carecían de espectro, cuando eso es lo que se aparece de los muertos, el espectro: una especie de máscara de cera, una imagen.
De todos modos, aun sin aparecidos, el lago continuaba siendo un lugar sobrecogedor: al amanecer se despegaron de la superficie del agua jirones de niebla con la misma pereza con que la fiebre, de madrugada, había abandonado mi frente. Quizá la niebla fuera una enfermedad del lago. Por eso era imposible saber qué habría debajo de ella cuando se levantara del todo, del mismo modo que no podíamos averiguar quién estaría debajo de la fiebre cuando esta desapareciera. Mi madre afirmaba que me hacía mayor, que crecía después de las enfermedades. Pero era más: creo que me convertía en otro.
Eso sentí aquella noche. La fiebre se había retirado, igual que el mar cuando baja la marea. Volvería a subir, como la marea también; lo notaba en la debilidad de las rodillas y en la tristeza que, procedente de las ingles y los codos, se anudaba en la garganta, confundiéndose con las anginas. La fiebre sube por la tarde y baja al amanecer. Cuando sube, te inunda el pensamiento, que es la playa del cuerpo. Si sales a pasear por el pensamiento después de que la fiebre se retire, encuentras en él estrellas de mar, caracolas agujereadas y restos de embarcaciones: fragmentos de otras vidas, en fin, que sin ser la tuya sientes que te conciernen. Aquella madrugada, paseando por mi pensamiento, vi pedazos de lo que había sido mi encuentro con Laura en el otro lado de la existencia, y encontré también residuos de todo lo demás que brillaban como piedras mojadas. Tal vez fragmento a fragmento lograra reconstruir en este lado aquel, pensé.
Me dormí al poco y me despertaron, creo que muchas horas después, unos pasos familiares procedentes del pasillo. Abrí los ojos, pero ya no me encontraba en mi habitación, sino en el patio del colegio. Como los libros no habían vuelto, disfrutábamos de un recreo inusualmente largo mientras los profesores, reunidos con el director, intentaban dar con una solución al problema. Me alegré de haber regresado a lo que consideraba la realidad. Lo curioso es que sin dejar de estar allí, junto a mis compañeros, noté en la frente la mano de mi madre. Ella no sabía que yo me encontraba muy lejos de casa, en el lado luminoso de la vida, y me arropó mientras hablaba con mi padre:
—Está durmiendo demasiado —dijo, y sus palabras resonaron con una claridad sorprendente en medio del patio del colegio, aunque el único que las oía era yo.
—Es por la fiebre —contestó papá.
El tono de su voz era fúnebre; lo conocía bien y no presagiaba nada bueno.
—¿Le vamos a decir que se está muriendo tu padre? —preguntó mamá.
—Ya veremos. Cuando esté mejor, en todo caso.
Luego oí la puerta de la habitación y ya sólo escuché las voces de mis compañeros invitándome a unirme a ellos. De vez en cuando, alguien levantaba la mano señalando una bandada de libros en el cielo. Por la tarde, y en vista de que no regresaban, tal como habían asegurado el ministro de Cultura y el de Defensa por la televisión, decidieron que reanudaríamos las clases sólo con cuadernos. Así que abrimos uno para cada materia y comenzamos a tomar apuntes. Aquello era casi peor que tener libros, pues nos dimos cuenta en seguida de que los profesores pretendían que reconstruyéramos en nuestros cuadernos, una a una, las lecciones del programa escolar. Afortunadamente, cuando apenas habíamos escrito cuatro hojas, los cuadernos se estremecieron también y, tras temblar sobre el pupitre brevemente, iniciaron el vuelo sin que nosotros opusiéramos resistencia alguna. Los profesores, desesperados, nos enviaron nuevamente a casa.
Al día siguiente anunciaron el cierre de los colegios hasta nueva orden. Las autoridades habían descubierto que no había forma de mantener en su lugar ningún papel escrito. Esa tarde, por ejemplo, habían empezado a huir de sus estuches los prospectos médicos. Una mujer, en la televisión, contaba que, al abrir la caja de un jarabe para la tos, la hoja con las instrucciones de uso, tras adoptar la forma aproximada de una mariposa, había escapado volando. Al ser advertidos de este peligro, los farmacéuticos habían sellado las cajas de los medicamentos con cinta adhesiva hasta que descubrieron que las hojas que no lograban escapar se descomponían como la materia orgánica produciendo un olor insoportable.
En las reuniones familiares, se puso de moda el juego de escribir pequeñas notas que al poco, doblándose sobre sí mismas, adquirían unas alas rudimentarias con las que practicaban un vuelo errático por las habitaciones de la casa. Tenían aproximadamente la duración de un insecto, así que a las pocas horas de vida, se posaban sobre las mesas o las estanterías y empezaban a amarillear, como el ala de una libélula muerta. Luego se cuarteaban, convirtiéndose en un montón de polvo que despedía un olor pestilente. Las autoridades prohibieron esta clase de juegos por miedo a que aquellos cadáveres incomprensibles pudieran transmitir en su proceso de descomposición alguna enfermedad desconocida.
Con todo, estas experiencias caseras pusieron a la población en guardia sobre un peligro en el que hasta entonces no se había reparado: cabía pensar que si las pequeñas notas morían a las pocas horas de existir, los libros grandes tendrían también una vida limitada. En otras palabras: de no hallar un modo de hacerlos volver a sus lugares primitivos y a su situación anterior, irían falleciendo en libertad, sin posibilidad alguna de ser recuperados nunca, con el problema añadido de que sus cadáveres pudieran producir alteraciones desconocidas en el medio ambiente.
Las peores predicciones se cumplieron, pues a los pocos días empezaron a caer sobre las calles los cuadernos que habíamos rellenado en clase, con muy poca escritura, y folletos de todo tipo que también habían desaparecido en la desbandada general: desde las instrucciones de uso de los electrodomésticos hasta los fascículos con recetas de cocina. Los periódicos, que desde luego se habían dejado de imprimir, tenían también una vida muy corta, quizá por la caducidad de sus noticias, o por la calidad del papel. Había zonas por las que no se podía caminar sin ir pisando esta clase de cadáveres que al descomponerse, aparte del mal olor, atraían toda clase de moscas e insectos carroñeros. El Ayuntamiento creó una brigada especial, cuyos hombres iban con mascarillas y guantes de goma, para recoger estos desechos orgánicos que se guardaban en contenedores de basura con cierres herméticos. No obstante, había una gran preocupación por los folletos que perecían en el campo y cuyos cuerpos agonizantes caían sobre los sembrados, pues se desconocía el nivel de contaminación que podían producir en las hortalizas.
Por otra parte, se extendieron noticias sin confirmar según las cuales un grupo de pesadas biblias encuadernadas en piel, y con remates de latón en las tapas, había atacado a una bandada de libros científicos, encuadernados en rústica, que negaban el mito de la creación. También se dijo que en las afueras de la ciudad se libraban espectaculares combates entre novelas policíacas y libros de ensayo; entre textos de literatura juvenil y de adultos; o entre enciclopedias temáticas y alfabéticas, pero nada de esto se demostró, aunque sí quedó patente que tales guerras imaginarias, proyectadas de este modo hacia el exterior, se daban en realidad en el interior de las cabezas de la gente. Mi padre se ponía enfermo cada vez que la radio o la televisión alentaban este tipo de rumores. Por otra parte, las empresas se habían quedado sin libros de contabilidad, algunos de los cuales sobrevolaban el cielo pesadamente con sus tapas negras: parecían buitres buscando cifras muertas.
En cuanto a los billetes de banco, que habían perecido masivamente en el interior de las cajas fuertes, fueron sustituidos por un tipo de moneda cuyo valor dependía de su forma: las había cuadradas, circulares, estrelladas, rectangulares, oblongas, con agujeros, etcétera.
En pocos días, en fin, la situación se volvió muy preocupante. Ya nadie se atrevía a bromear sobre el asunto porque comenzaban a notarse sus efectos prácticos. Los carteles informativos de las carreteras, al no poder volar por hallarse fuertemente sujetos al suelo, fueron borrándose poco a poco, como si las letras padecieran una enfermedad de la piel. La circulación se hizo tan peligrosa que hubo que arbitrar medidas restrictivas de las que sólo se libraron las ambulancias, los coches de bomberos, y otros servicios esenciales. Cuando en las estaciones y aeropuertos desaparecieron las señales escritas, fue preciso poner tantos mostradores de información que hubo que limitar también el número de viajeros. Los nombres de las calles y los números de las casas se borraron, y aunque eso no afectó al reparto de la correspondencia, porque las cartas habían volado ya hacía tiempo de los buzones y oficinas de correos, fue un elemento más de confusión. Pronto advertimos que una ciudad con calles sin identificar y portales sin números se transformaba en un verdadero laberinto, en una trampa de la que no era fácil salir. Hubo muchas recomendaciones en el sentido de que la gente no se alejara de su barrio, pues la policía no dejaba de atender llamadas de personas perdidas. Creo que fue entonces cuando alguien, en la radio, comparó lo que estaba sucediendo con un corte prolongado de agua o luz, esos bienes de cuya posesión no somos conscientes hasta que faltan.
Los biólogos, a la vista de la duración de los prospectos, folletos, carteles y demás soportes con poca escritura, hicieron cálculos del tiempo que podían vivir los libros y alcanzaron conclusiones confusas, cuando no contradictorias, pues la vida media de un volumen, al parecer, no sólo dependía de su grosor, sino también de la calidad de su escritura y de su utilidad práctica: había diccionarios minúsculos, por ejemplo, que cuando teóricamente debían haber muerto continuaban volando con más energía que volúmenes de gran envergadura. De hecho, los libros de artes marciales, por lo general mal escritos, caían como moscas pese a su grosor. Otra de las recomendaciones más repetidas por los ministerios de Defensa y Cultura, que acabaron formando un comité de crisis mixto, es que se procurara caminar debajo de las cornisas, pues se habían producido abundantes fracturas de cráneo por la caída de estos libros, cuyas tapas eran muy duras.
La compra en los supermercados y grandes almacenes se convirtió en una tarea imposible, ya que al borrarse la marca de los productos las cajeras no sabían establecer el precio. Los pequeños comerciantes, en cambio, le sacaron un gran partido a la situación, pues conocían perfectamente las características de los artículos que vendían sin necesidad de leer ninguna etiqueta. El resultado fue que regresaron las tiendas pequeñas: mercerías, droguerías y ultramarinos, como si la realidad, en una gigantesca operación de rebobinado, hubiera dado marcha atrás.
Cuando se puso de manifiesto que si no se hallaba alguna solución los libros podrían morir, yo asocié esta posibilidad al fallecimiento de mi abuelo. Quizá morirían al mismo tiempo su enciclopedia y él. Intuí también, aunque de una manera harto confusa, que esas muertes simbolizaban otras.
Los niños vivíamos aún ajenos al desasosiego de los adultos, porque lo único que valorábamos era que no hubiese colegio ni lecturas obligatorias. Además de eso, la inquietud general era tan grande que los mayores no se preocupaban por nosotros, nos dejaban en paz. Hacía un mes que habían terminado las vacaciones de verano y en cierto modo fue como volver a ellas. Pasábamos mucho tiempo en la calle, o en un descampado próximo, cambiando de juego cada hora o discutiendo apasionadamente de cosas sobre las que no teníamos ninguna información. También nos aburríamos, aunque se trataba de un aburrimiento luminoso, como el resto de las cosas que sucedían en esa extensión de la realidad.
Cuando el aburrimiento dispersaba a la gente, o la mayoría de mis amigos se ponía a jugar al fútbol, yo me sentaba sobre una piedra, junto a la charca que había en el descampado, y observaba los movimientos de una araña que había construido su tela entre dos juncos. Si tenía paciencia, veía caer en ella pequeños insectos, a los que el animal inyectaba un veneno paralizante antes de envolverlos en una especie de capullo de seda donde se mantenían frescos hasta la hora de la comida. A base de observar, fui distinguiendo toda la vida que se agitaba en aquella pequeña charca, pues había ranas también y escarabajos y un bicho de patas larguísimas que llamábamos zapatero.
Pronto advertí que, aunque todos aquellos animales fueran muy distintos y produjeran la impresión de ser independientes entre sí, cada uno estaba atado a los demás por un hilo invisible que en el otro lado de la vida no habría sido capaz de adivinar, como si formaran sobre el tablero de la charca un puzzle en el que cada una de las piezas, aisladamente considerada, no tuviera sentido. Si no hubiera mosquitos, la araña, que se alimentaba de ellos, desaparecería también. Pero sin mosquitos y sin arañas tampoco habría ranas, y así sucesivamente.
A veces, contemplaba a mis amigos y me preguntaba si también ellos llevaban una doble vida; si su cuerpo se encontraba en otro lugar, además de estar en este. Pero no me atrevía a indagar, pues siempre tuve de mí mismo la imagen de una persona solitaria, a la que sucedían cosas especiales que no podía comunicar a los demás. En cierta ocasión, cerca de la charca, al levantar una piedra, vi un escarabajo y después de observarlo durante mucho tiempo comprendí que teníamos algunas cosas en común. Mis compañeros se parecían más a las hormigas en el sentido de que eran también más gregarios: necesitaban estar juntos continuamente. Yo podía jugar con ellos, y jugaba, pero con frecuencia necesitaba retirarme y permanecer solo, encerrado en mí mismo, como un escarabajo, para producir historias imaginarias en las que me perdía igual que un extranjero curioso por las calles de una ciudad desconocida. Quizá por eso me sentía en aquel lado de la existencia como un explorador solitario, un héroe capaz de prescindir de los auxilios familiares y extraviarse en realidades sin descubrir del mismo modo que mi padre se extraviaba en el interior de la enciclopedia.
Después de contemplar durante mucho rato los movimientos de la araña, yo mismo comenzaba a producir un jugo mental que se distribuía en hilos, adoptando en el interior de mi bóveda craneal las formas de una tela en la que en seguida comenzaban a caer atrapadas algunas ideas con forma de mosca, de mariposa, de saltamontes pequeño. Cada vez que caía una idea, yo corría hacia ella, le inyectaba un líquido que la inmovilizaba sin matarla, para que se mantuviera fresca, y me retiraba de nuevo a un lado de la red. Luego, cuando tenía hambre de ideas, me acercaba a ella y la digería parsimoniosamente.
De vez en cuando, mientras mis amigos jugaban a la pelota y yo extraía el jugo al abdomen de una idea, se escuchaba por encima de nuestras cabezas el rumor de un aleteo especial, distinto al de cualquier pájaro, y todos, sobrecogidos, mirábamos hacia arriba, por donde en ese instante pasaba volando una bandada de libros. En ocasiones eran tan numerosos que tapaban el sol y en vez de perder plumas, como los pájaros, perdían letras sueltas. Cuando a un libro se le caían letras era, según los expertos, porque había empezado a envejecer y no tardaría en morir. Nosotros recogíamos las letras, pues se habían convertido en una rareza muy preciada, y jugábamos a formar palabras con ellas, aunque se descomponían en seguida desprendiendo un olor desagradable. Nunca logré formar la palabra Laura completa, porque cuando conseguía la A había empezado a pudrirse la L. Lo más cerca que llegué fue a Lura, que no sonaba mal: a veces, para mis adentros, la llamaba así, Lura, y temblaba emocionado, como si la construcción de un simple nombre se hubiera convertido en una conquista estremecedora.
No era raro encontrar cadáveres de libros en el suelo: aparecían arrugados, como un cartón húmedo, y si hurgabas entre sus hojas con un palo, en busca de alguna palabra que todavía no se hubiera deshecho, se convertían en un montón de polvo fétido.
Laura, o Lura, no vivía muy lejos de casa, pero al desaparecer el nombre de las calles nos habían prohibido salir de la nuestra o sus alrededores por temor a que nos perdiéramos. Yo, como era un escarabajo solitario, decidí desafiar la prohibición y un día llegué al otro extremo del descampado, de donde arrancaba una calle un poco rota, y muy larga, como las de los sueños, que conducía a su barrio. Entré en ella y comencé a recorrerla sin prisas observando los portales oscuros, con la sensación de que al mismo tiempo que yo recorría la calle ella me recorría a mí. Recuerdo que me detuve para determinar si mis pasos se oían dentro o fuera de mi cabeza, y entonces vi una ventana entornada en la que me fijé con la rara atención con la que habría observado una herida abierta en mi brazo. No era tanto que la ventana pareciera una llaga como que la calle en general se asemejara a un cuerpo: quizá el mío. De manera que al recorrerla no sólo llegaba de un sitio a otro de la ciudad, sino también de un lugar a otro de mí mismo. Me percibí como un barrio en una de cuyas calles periféricas vivía Laura.
Se notaba en la atmósfera un aire un poco sobrecogedor, como si la situación que vivíamos hubiera comenzado a producir un miedo que aún no había detectado en mi calle. Una mujer, desde aquella ventana herida, me gritó que llevara cuidado no fuera a perderme y en ese instante estuve a punto de dar la vuelta, pues la calle, al carecer de nombre, parecía mucho más larga de lo que recordaba y me dio miedo la posibilidad de no alcanzar nunca, el final (como en los sueños en los que corres sin avanzar), o de no poder regresar al principio (como en las pesadillas en las que las calles se mueven, cambiando de lugar, y dejan de conducir a los lugares de costumbre). Pero pensé en la boca de Laura, recordé sus labios levantándose como una falda para mostrarme en una sonrisa todo lo que había debajo y decidí que habría valido la pena jugarse la vida por volver a verlos.
Cuando alcancé el final de la calle, giré como de costumbre a la izquierda, y vi el edificio vacío del colegio, que era la referencia que esperaba encontrar. Conté cuatro calles, recitando interiormente sus nombres antiguos, pues ahora no tenían ninguno, y en seguida alcancé la de Laura, que recorrí con un aire casual, como si estuviera paseando. Al pasar junto a uno de los portales, escuché unas risas. Me asomé y vi a un grupo de chicas, entre las que se encontraba Laura, sentadas en la escalera. Cuando fui con mis ojos hasta los suyos, ellos se habían adelantado y ya me estaban esperando.
Incapaces de otra cosa, permanecimos mirándonos unos instantes, hasta que Laura se levantó al fin, salió a mi encuentro y comenzamos a andar torpemente calle abajo. Tuve la impresión de que algo anormal estaba sucediendo en el interior de la normalidad, como cuando te encuentras en una habitación con las luces desplazadas de los lugares habituales, o percibes algo raro en otro sin ser capaz de advertir que lleva el jersey al revés. Yo estaba instalado en el revés de la realidad, así que percibía sus costuras y conocía los mecanismos por los que unas piezas estaban unidas a otras. Supe, pues, en seguida que iba a besar a Laura, lo que en el otro lado del jersey no habría sido capaz de acometer en mil años de existencia. Sabía además que ella lo estaba esperando, lo que no impidió que me fallasen las rodillas, que me ahogara al intentar hablar o que comenzaran a transpirarme las manos justo en el momento en que decidí tomar una de las suyas, que también estaba mojada de sudor.
Aun con todas estas dificultades, la empujé al interior de un portal oscuro, intentando practicar una delicadeza que quizá no me salió bien, y una vez dentro comencé a besarla mientras nuestros cuerpos, como un desmañado animal de cuatro piernas, buscaban una pared donde apoyarse.
En unos instantes más, Laura y yo nos convertimos en una burbuja de experiencia flotando en el ámbito de aquella realidad muda. Pensé en la vida como en un estuche —un ataúd quizá— del que ella y yo habíamos conseguido escapar por un agujero para recorrerlo por fuera con la urgencia con que mis manos recorrían su cuerpo, pero entonces llegó desde el interior del estuche, con una nitidez sorprendente, la voz de mi madre.
—Está durmiendo demasiado —dijo.
—Es por la fiebre —contestó mi padre.
El tono de mi padre era de ese fastidio hueco con el que intentaba disimular las cosas que le apartaban de su enciclopedia, o de su inglés, o que le preocupaban demasiado (quizá el abuelo hubiera muerto). Entonces sucedió algo curioso y es que noté en mi frente una mano que no era de Laura, porque las suyas estaban en mi espalda, sino de mi madre, que había conseguido atravesar la tapadera de la existencia y llegar al lado en el que Laura y yo nos besábamos. Los dos lados, siendo tan diferentes, estaban próximos, pegados el uno al otro, como la parte exterior e interior de una costura. Me apreté contra el cuerpo de Laura y ella contra el mío, como si nos quisiéramos traspasar, y entonces percibí entre las ingles una pérdida que, al tiempo de una debilidad extrema, me proporcionó una dicha sin límites, y una sensación de caída que me arrastró al otro lado del estuche, pues al abrir los ojos me encontraba en la cama de mis padres, empapado en sudor y quizá en algo más.
Hacía añas que no estaba en aquella cama en la que de pequeño acostumbraba a pasar las enfermedades: era uno de los raros privilegios de ponerse malo, aunque había dejado de gustarme al introducirse en él un elemento turbador que ahora, después de mi experiencia con Laura en el portal, resultaba más patente.
—¿Qué hago aquí? —pregunté a mi madre, que estaba sentada en el borde de la cama, con gesto de preocupación.
—Te hemos traído mientras dormías. Antes te gustaba.
Iba a decir que ya no, pero me callé, en parte por no desilusionarla, pero también por miedo a que me hicieran regresar a la mía, pues lo cierto es que en ese descontento quedaba aún una porción de gusto. Mi padre, de pie, combinó su gesto de censura habitual (estaba convencido de que me ponía malo para fastidiarle) con una mirada un poco solidaria, extraña en él: tampoco le parecía bien que yo estuviese en su cama, aunque no se habría atrevido a abrir la boca.
Estuve a punto de decirle que había un lugar de la realidad donde su predicción relacionada con la fuga de los libros se había cumplido, pero eso me habría obligado a confesar que podía estar en dos sitios a la vez, lo que sin duda les habría causado aún más preocupación que las anginas. No sabía en qué hora vivíamos en este lado del estuche, pero deduje, al escuchar una aspiradora procedente de la casa de al lado, que era por la mañana. La fiebre, pues, no estaba subiendo como había creído al regresar, sino bajando. Bajaba por las mañanas y subía por las tardes.
Volví la cabeza hacia la ventana y vi unas gotas de agua deslizándose por el cristal. Llovía a ráfagas, como por obligación, y el día estaba oscuro. Debía de ser sábado o domingo, lo que explicaba la presencia de mi padre en casa a tales horas. Cerré los ojos, fingiendo que quería dormir, y salieron del dormitorio. Entonces me desplacé desde el centro al lado de mi padre, y recordé que aquella cama me había llegado a parecer de pequeño un país con zonas cálidas y frías por el que viajaba protegido por la bóveda celeste de la sábana de arriba. La zona de mi padre era la más fría, no ya porque estuviera próxima a la ventana, o porque él fuera un hombre glacial, sino porque mi madre era muy tibia. El territorio de ella estaba constituido por una enorme extensión de clima templado, especialmente en la zona norte, a la altura de los pechos. Luego había una zona fronteriza, una franja central que atravesaba longitudinalmente el colchón erigiéndose en una tierra de nadie donde el clima se volvía más áspero, aunque sin alcanzar la severidad del territorio de mi padre, donde, además de nevar la mayor parte del año, siempre había corrientes de aire que cortaban la respiración. No sé cómo podía dormir ahí, a menos que permaneciese toda la noche cogido a la cintura de mi madre, como un náufrago: así al menos le veía yo cada vez que tenía pesadillas y me levantaba a pedir socorro.
Luego estaba la zona de los pies, en el extremo más meridional de la cama, adonde había que llegar deslizándose con movimientos de reptil, para que no se desordenaran las sábanas. Esa era la región de las tinieblas perpetuas. Durante todas las estaciones del año reinaba en aquel ámbito la más completa oscuridad, de ahí que sólo estuviera habitado por pies, pies ciegos, naturalmente, igual que los cangrejos sin ojos que viven en las profundidades tenebrosas de las grutas marinas. Cuando me aventuraba a bucear por aquellas simas donde la ropa de la cama daba la vuelta para introducirse debajo del colchón, siempre llevaba el corazón en la garganta al imaginar que podía tropezar con una pareja de pies callosos, llenos de uñas retorcidas. Una vez le vi los pies a mi padre y no me gustaron nada: me parecieron seres de otro mundo, tan pálidos, tan absurdos también con esos dedos desprovistos de función. No era raro que ocuparan la zona más oscura y remota de la cama, donde apenas se podía respirar. De hecho, cuando llevaba allí unos minutos tenía que subir violentamente a la superficie, como un buceador sin oxígeno. También pensé a veces, claro está, en la posibilidad de tropezar con unos pies menos toscos, con las uñas pintadas, como los de mi madre, que vivía obsesionada con las uñas. Pero en aquella profundidad no sería fácil distinguir los buenos de los malos.
Había pasado muy buenos ratos, en fin, en la cama de mis padres, pero ahora, aun sin haber dejado de ser grande, no lo era tanto como para edificar sobre ella una región dividida en zonas cálidas y frías que limitara al sur con unos dominios abisales llenos de pies desnudos.
Me encontraba, pues, recordando estas cosas, con el cuerpo boca arriba, buscando en el techo las figuras que en otro tiempo dibujaban las grietas de la pintura, cuando percibí sobre la planta de mis pies la presión de otras plantas de dimensiones idénticas, como si hubiera otro cuerpo también echado boca arriba al otro lado de un espejo invisible. Aguanté la respiración unos segundos, esperando que la sensación desapareciera igual que una alucinación, pero lejos de eso se hizo más patente. Entonces adiviné que aquellos pies eran también los míos, pero en la versión del otro lado. El otro y yo nos movíamos como imanes que corren paralelos por las dos caras de una superficie, y en los puntos donde esta era más delgada casi nos podíamos tocar. Cerré los ojos y en unos segundos, apenas sin esfuerzo, pasé de un cuerpo a otro.
En el otro cuerpo, acababa de dejar a Laura en el portal de su casa, y regresaba a la mía precipitadamente, pues se había echado encima la hora de comer y temí que mis padres estuvieran inquietos. Las calles sin nombre continuaban silenciosas y en el descampado no quedaba nadie. Vi pasar una bandada de libros encuadernados en tela (habíamos aprendido a distinguir desde lejos estas particularidades) y en ese instante comenzó a llover también en este lado. Me golpeó en la cara, con la violencia de un puñado de arena, un conjunto de gotas. El agua caía a ráfagas, como un llanto interrumpido por accesos de rabia seca.
En casa no me habían echado de menos: andaba todo retrasado y revuelto a causa de una noticia que habían dado poco antes por la radio: las autoridades, preocupadas porque las agendas del presidente del Gobierno y sus ministros volaban sin ningún control con sus páginas llenas de secretos de Estado, habían decidido unificar temporalmente los ministerios de Cultura y Defensa.
—¿Qué tendrá que ver una cosa con otra? —gritaba mi padre enfurecido, recorriendo el salón de un extremo a otro—. ¿Qué disparate es este?
Mi madre intentaba calmarle sin gran eficacia, pues también ella parecía alarmada. Yo, aun teniendo una idea muy vaga de lo que era un ministerio, tampoco lograba imaginarlos juntos. Nos sentamos a comer con la televisión encendida, porque estaban a punto de dar las noticias, y al poco aparecieron en pantalla los dos ministros. Habló el de Cultura y explicó que de los archivos de Defensa habían escapado, no sólo agendas, sino libros de actas y otros documentos encuadernados que contenían importantes secretos oficiales cuya divulgación podía poner en peligro la seguridad del Estado. Al principio se pensó que estos libros, dada su deficiente escritura, se descompondrían en seguida, como los de cocina y los fascículos sobre la Segunda Guerra Mundial. Pero algunas personas habían descubierto al parecer un modo de conservación temporal de la letra impresa, por lo que no era del todo imposible que hubieran caído en manos de desaprensivos que intentaran obtener algún beneficio de la posesión de aquellos datos confidenciales. Dadas las circunstancias, el ministerio de Defensa se hacía cargo de las funciones que en una situación normal habrían correspondido al de Cultura, anunciando que todos los ciudadanos estaban obligados a entregar a la policía cualquier libro que cayera en sus manos. La posesión individual de libros quedaba terminantemente prohibida por si entre ellos pudiera camuflarse alguna agenda oficial con secretos de Estado.
Todos esperábamos que a continuación explicaran las formas de conservación de la letra impresa, pero ambos ministros estuvieron de acuerdo en no divulgar este secreto para evitar problemas. Eso dijeron. A mi padre se le atragantó lo que tenía en la boca.
Luego llovió toda la tarde, y esa noche sucedió algo curioso. Estábamos viendo la televisión, cuando el locutor, a propósito de una noticia, trató de decir la palabra mesa sin conseguirlo. Incrédulo, retrocedió para coger la frase desde el principio con idénticos resultados. Al final, después de otros intentos que no hicieron sino aumentar su confusión, sustituyó la palabra ausente con una pausa suspensiva. La frase quedó más o menos así: Los dirigentes nacionales, sentados alrededor de la (…) de negociación… Las risas de mi madre y mías hicieron aparecer por el pasillo a mi padre, que preguntó qué nos pasaba.
—Que no consigue decir la palabra (…) —respondí yo sin que tampoco a mí me saliera.
Aquello era un disparate, pero ni siquiera mi madre logró articularla. Al principio pensamos que era por culpa del ataque de risa, pero entonces comenzamos a señalar la mesa del salón, para indicar lo que queríamos decir y mi padre, que estaba muy serio, intentó a su vez pronunciar la dichosa palabra sin lograrlo. Daba la impresión de haberse desprendido de nuestro vocabulario dejando en su lugar un vacío incomprensible, como cuando perdemos una muela por cuyo hueco pasamos la punta de la lengua una y otra vez: así nosotros repasábamos la oquedad dejada por la palabra mesa con la esperanza de que reapareciera milagrosamente en su lugar.
Mi padre no dijo nada, pero deduje de la expresión de su rostro que nos habíamos convertido en una suerte de náufragos cuyas pequeñas posesiones iba arrebatando el mar. Ayer las cartas de navegación, hoy los anzuelos y las cañas, quién sabe qué mañana. Mi madre se retiró a preparar la cena y al poco me dio un grito para que pusiera la mesa.
—Pon la (…) —dijo, y se quedó detenida unos instantes, con un gesto de incredulidad semejante al del locutor de la televisión. Igual que él también, volvió atrás con la esperanza de que la palabra le saliera de forma natural si tomaba carrerilla. Pero parecía un motor que no arranca por más que se dé a la llave de contacto. Finalmente, rompió a llorar y yo, impresionado, comencé a colocar los platos, los cubiertos y los vasos sobre aquella cosa tan familiar que de súbito se había quedado sin nombre. Cenamos en silencio, creo que intentando articular cada uno por su cuenta, interiormente, la palabra perdida, para regalársela a los demás una vez conquistada.
En esto, nos sobresaltó un golpe proveniente de la terraza, como si un pájaro, aturdido por la tormenta, se hubiera golpeado contra el ventanal. Corrimos allí y vimos sobre el suelo un gran libro, con las tapas de cartón, que sin duda se había venido abajo por el peso del agua. Estaba empapado y el papel, al cogerlo, se deshacía entre las manos. Mi padre lo tomó con mucho cuidado y lo llevó dentro, chorreando. Al cerrar de nuevo la terraza, y antes de darme la vuelta para seguir a mis padres, vi entre la lluvia, cuyas gotas hacían guiños en medio de la noche, un grupo de libros que volaba pesadamente en dirección al descampado. Me pareció que uno de ellos se desprendía del conjunto para caer sobre un tejado, pero no quise mirar.
Mis padres habían llevado el libro a la cocina, donde, tras colocarlo delicadamente sobre la encimera, le aplicaron unos paños secos para absorber la mayor cantidad de agua posible. Luego, papá lo examinó levantándole un poco las tapas, como si se tratara de un pájaro herido. El título se había borrado por completo y la tinta de las páginas interiores se había corrido, dificultando mucho su lectura.
—Por el tipo de encuadernación —dijo dirigiéndose a mi madre— parece una edición universitaria, pero está totalmente echado a perder. Si hubieran dicho por la televisión el modo de conservar la letra impresa podríamos intentar guardar algunas páginas.
A medida que mi padre hablaba, el libro iba descomponiéndose frente a nuestros ojos, como un trozo de tiza en el agua. De repente, mi madre, muy alterada, señaló algo en una de las páginas.
—Mirad —gritó.
Nos asomamos y vimos escrita la palabra mesa. Ayudados por ese soporte externo, fuimos capaces de deletrearla brevemente, saboreándola entre la lengua, el paladar y la conciencia como un bocado exótico. La acabábamos de perder y ya tenía el sabor de algo antiguo. Pero aquel placer gastronómico duró poco porque la palabra se descompuso en seguida, como el resto de la página, y al perder aquella referencia escrita volvimos a notar su ausencia en la encía de nuestro vocabulario. Los restos comenzaron a oler mal y hubo que arrojarlos a la basura.
Yo tenía, dentro del malestar general, el consuelo de Laura. Continuaba escapándome a su barrio siempre que podía, y nos veíamos en portales oscuros donde repetíamos, mejorándola, la escena del primer encuentro. Mi curiosidad por su cuerpo, en vez de disminuir, iba creciendo a medida que lo conquistaba, como una forma de deseo fuera de control. Me acostaba intentando reproducir imaginariamente sus rasgos, me levantaba haciendo planes para volver a verla, y notaba que ella me esperaba también con alguna ansiedad, lo que me parecía sorprendente, pues yo nunca había logrado ver en mí mismo nada de interés. Gracias a la atención que ella me prestaba empecé a tenerme un poco de respeto.
También hablábamos de nosotros y de lo que sucedía. Por entonces ya no era divertido haber dejado de estudiar y en la televisión decían a veces que el ministerio de Defensa preparaba unos planes de estudio sin libros para escolarizarnos de nuevo. Pero el tiempo pasaba sin que esos planes se pusieran en práctica. Por otra parte, desde la pérdida de la palabra mesa había cundido el desánimo. A nadie se le habría ocurrido, antes de que la perdiéramos, pensar que era tan necesaria. Continuamente, en las conversaciones, tropezábamos con su ausencia.
Lo peor, con todo, fue que, pasado el tiempo sin que se encontrara el modo de recuperarla, la población empezó a tirar o a ocultar las mesas, como si le diera vergüenza poseer algo que no era capaz de nombrar. Los salones de las casas se hicieron de súbito más grandes y teníamos que comer sujetando los platos con una mano mientras manejábamos con la otra el tenedor, en una postura un poco humillante. Mi padre le comentó por lo bajo a mi madre que aquello parecía el principio de un proceso de animalización.
Nadie habría podido imaginar, antes de que desaparecieran, la importancia de las mesas. La realidad, como los salones de las casas, se había hecho más inhóspita sin ellas. Las echábamos de menos también en la cocina, en el dormitorio, en las salas de espera y en los decorados de los programas de televisión, sobre todo en los telediarios, donde los locutores siempre se habían protegido detrás de una mesa. Por cierto, que tuvimos que colocar el televisor sobre una silla y guardar en los armarios todas esas cosas que antes dejábamos sobre las mesas. En esta situación, casi era un alivio que hubieran desaparecido las revistas y los periódicos, pues en mi casa solía haber tantos que no sé dónde los habríamos metido.
A veces regresaba al otro lado de la realidad, donde afortunadamente permanecían en su sitio todas las cosas menos yo, que continuaba en la cama de mis padres. Abría los ojos con algún esfuerzo y veía a papá velándome junto a la cama, con un libro de inglés o un tomo de la enciclopedia en las rodillas, perdido entre sus páginas. Las horas pasaban más despacio en esta dimensión. Pregunté en uno de mis regresos cuántos días llevaba enfermo y me dijeron que tres. En ese tiempo, sin embargo, habían transcurrido semanas en el otro lado. También pregunté si teníamos mesas y lo primero que me sorprendió fue la capacidad de pronunciar esta palabra. Significó un verdadero alivio, como cuando sueñas que has perdido un pie y al despertarte lo ves de nuevo colocado en su lugar. Mi padre me miró preocupado, pensando quizá que deliraba. De todos modos, no hizo falta que respondiera, pues comprobé en seguida que las mesillas de noche continuaban junto a la cama. En el otro lado, al no ser capaces de articular ninguna palabra derivada de mesa, también nos habíamos desprendido de esos muebles.
Pensé en no regresar, pero me acordé de Laura y me estremecí al evocar sus encías y sus pechos, pues ahora también conocía sus pechos, mejor dicho, los conocían mis manos, que habían aprendido el camino para llegar hasta ellos desde ese lugar de la cintura donde el sur de su jersey coincidía con el norte de su falda. Me encogí de placer entre las sábanas, mientras mi padre me quitaba el pelo de la frente y lamenté no estar en mi propia cama, pues intuía oscuramente que era ese el territorio adecuado para recordar a Laura. Entonces, al cerrar los ojos, noté sobre la planta de los pies la presión de las plantas que me pertenecían en el otro lado y me deslicé hacia ellas.
La situación en la parte de fuera del calcetín, o de la caja, había empeorado tras caerse sucesivamente del vocabulario las palabras tenedor, cuchara y cuchillo. Como ya sucediera con las mesas, pronto empezamos a desprendernos de estos utensilios que no podíamos nombrar. Quienes tenían trasteros en sus casas, los guardaron en ellos, fuera del alcance de la vista. Otros los arrojaron sencillamente a la basura, de donde al principio los recogían mis amigos para jugar con ellos en el descampado. Pero, también como en el caso de las mesas, su mera presencia, desprovista de nombre, producía tal aprensión que dejaron de ser en seguida objetos de juego. Más tarde, si por casualidad veías uno en el suelo, lo normal era apartarlo de la circulación con el pie, del mismo modo que se retira una inmundicia de en medio de la acera.
La consecuencia más desagradable fue que tuvimos que empezar a comer con las manos: sin mesas y con las manos. Entonces adquirió para mí verdadero sentido la frase de mi padre sobre el proceso de animalización comenzado con la desaparición de la palabra mesa. Era tal la vergüenza que nos producía manipular los alimentos de ese modo que al poco dejamos de reunirnos para comer. Mi madre dejaba la comida en la encimera de la cocina y entrábamos furtivamente a por ella. Si nos hubieran dicho que sólo la pérdida de cuatro palabras podría alterar nuestra vida de ese modo nos habría parecido sin duda un disparate. Pero así era.
A veces, mientras mis amigos jugaban al fútbol, yo me sentaba frente a la charca y fantaseaba con la idea de que se me aparecía un genio que me permitía cambiar las cuatro palabras perdidas por otras menos necesarias. Pensaba rápidamente, pues disponía de un tiempo limitado para hacer la elección, y decía, por ejemplo:
—Tapadera, cementerio, picaporte, armoricano.
Es decir, lo primero que se me venía a la cabeza. Al principio me parecía que había hecho un buen cambio, pero más tarde, cuando empezaba a imaginar con tranquilidad las consecuencias de vivir sin tapaderas, cementerios o picaportes, me quedaba aterrado. En cuanto a los armoricanos, lo había dicho por decir, porque era una palabra que me sonaba sin saber su significado. Luego, al averiguar que eran los habitantes de un pueblo de Bretaña (eso dijo mi padre cuando le pregunté), sentí remordimientos de conciencia por haber condenado a muerte a toda una población, sin contar con los problemas añadidos de que no había donde enterrarlos por la desaparición de los cementerios, y de que permanecían en ataúdes sin tapadera. Parece mentira, pero las cosas estaban ligadas unas a otras por una relación de necesidad, de tal forma que la ausencia de la más inútil podía provocar una cadena de catástrofes, igual que la extinción de un mosquito era suficiente para ocasionar la aniquilación de un ecosistema.
Así que dejé de fantasear con la aparición del genio. Por otra parte, llegó un momento en el que, al no disponer de las palabras ni de las cosas, perdíamos también la capacidad de echarlas de menos. Eso no quiere decir que dejara de dolernos la pérdida, sino que se transformaba en un malestar difuso, como cuando no nos encontramos bien pero somos incapaces de situar el origen del mal en el estómago o en la cabeza. La pregunta más inquietante en esos momentos era si no habríamos perdido cosas que ya no recordábamos.
A partir de ese instante el deterioro se aceleró. Perdimos por ejemplo la palabra armario. Hay objetos cuya presencia se puede soportar durante algún tiempo sin saber cómo se llaman. Pero un armario sin nombre es una boca. Al pasar junto a ellos nos apartábamos lo que daba de sí la habitación o el pasillo en el que se encontraban para no ser devorados por aquellos labios como puertas. De modo que en un arranque de valor los abrimos y tras sacar las mantas, la ropa de invierno y en general lo que en una revisión urgente se consideró que podía resultar más útil, comenzamos a tapiarlos abandonando dentro muchas pertenencias, en parte por las prisas, pero también porque temíamos desatar las iras de aquellos extraños agujeros si llegábamos a vaciarlos del todo.
Dentro quedaron, pues, trajes muy tristemente colgados de las perchas en medio de la carnosa oscuridad. Circularon rumores de que algunos desaprensivos habían emparedado animales domésticos o personas de las que querían desprenderse. Lo cierto es que en muchos edificios se escucharon durante algún tiempo ayes de desesperación y quejidos desgarradores procedentes del interior de sus paredes. La policía no intervino porque vivíamos ya en un grado de desorden donde asuntos como este carecían de importancia, pero también porque, al no disponer de las cosas ni de las palabras con que estas se nombraban, perdíamos en seguida la capacidad de extrañarlas. Es imposible echar de menos algo que no existe ni como objeto ni como vocablo. Cuando se clausuraron los armarios, ya no nos acordábamos, por ejemplo, de que habíamos tenido mesas.
Las casas, con esta última pérdida, adquirieron aspecto de bazar. Los pasillos estaban inundados de sábanas, mantelerías, mantas, abrigos, pantalones, chaquetas, cajas de galletas antiguas con fotografías, objetos inservibles que no se habían tirado por lástima y todas esas cosas que se van depositando en el fondo de los armarios a lo largo de la vida. Como también se habían clausurado los aparadores y las alacenas, que, si pudiera decirse de este modo, constituyen diferentes manifestaciones de la «armariedad», los suelos de la cocina y del salón habían recibido las cristalerías, vajillas, sartenes y todo lo demás. No se podía andar por la casa sin tropezar, pero nos acostumbramos muy pronto también a esa nueva forma de barbarie: nos parecía normal vivir así, como antes nos había parecido normal vivir de otro modo.
Yo miraba a mi alrededor y sentía que era el único que sufría, quizá porque estaba dentro y fuera de la caja al mismo tiempo y me costaba más olvidar lo que perdíamos. Por esa época se nos cayeron también de la dentadura del vocabulario otras piezas: desayuno, comida y cena, pero casi no nos dimos cuenta, pues hacía tiempo que no nos reuníamos a las horas correspondientes: nos limitábamos a comer de pie y con las manos en el momento del día o de la noche que sentíamos hambre.
Lo peor, con todo, no llegó hasta que empezamos a perder las letras. Aquel día, yo había decidido decirle a Laura que la quería. No me gustaba la idea de confesárselo de esa manera convencional, pero una vez tomada la decisión estaba tan nervioso que era incapaz de pensar una fórmula alternativa. Por otra parte, al haber comenzado a ser un bien escaso, las palabras tenían más significado que antes, así que te quiero estaba bien en líneas generales.
Me deslicé, pues, como un escarabajo solitario por las calles sin nombre, en busca de su barrio, y cuando estuvimos juntos, la abracé contra una pared, le conté las pestañas del párpado superior derecho (todos los días le contaba las pestañas y memorizaba las que tenía en cada párpado para reconstruir sus ojos por mi cuenta si algún día perdíamos la palabra pestaña), se las conté, en fin, y después le dije entre dos besos:
—Te quieo, Laua.
Asombrado por esta pérdida repentina de la R, repetí la frase con idénticos resultados:
—Te quieo, Laua.
—¿Te pasa algo? —preguntó.
—No consigo ponunciá esa leta que está ente la E y la O de te quieo o entre la U y la A de Laua.
Laura se rio y apartándome un poco con las manos dijo:
—Déjate de bomas.
En ese instante comprendimos que se nos acababa de caer la R del abecedario y nos dio miedo continuar hablando porque nos sentíamos ridículos cada vez que tropezábamos con una palabra que tenía esa letra. Por mi parte, antes de iniciar una frase, la repasaba toda entera para sustituir por otras parecidas las palabras con R. Y Laura hacía lo mismo, de manera que la conversación resultaba extremadamente lenta y agobiante. Por fin, desafiando al ridículo, dije:
—Sólo queia decite que te quieo.
La maldita R estaba en todas partes.
—No hables así —dijo ella a punto de llorar—. Paece que te estás bulando.
Llevaba razón, parecía una burla.
Emprendí el regreso a casa abatido, aunque considerando que quizá por primera vez en mi vida veía claras las diferencias entre una letra, una palabra y una frase. En realidad, eran herramientas tan distintas entre sí como un destornillador, unos alicates y un martillo, aunque para mí siempre habían estado un poco confundidas. Pero no pude pensar mucho en ello porque de súbito, al buscar la calle que unía el barrio de Laura con el descampado del mío, tuve una desagradable sensación de inexistencia, como si las calles, hartas también de no ser nombradas, hubieran comenzado a desrealizarse por su cuenta dando lugar a una inconcreción fantasmal.
No se podía decir que faltara esto o aquello, puesto que las farolas, los árboles escasos y los portales continuaban en su sitio, pero todo ello sugería un conjunto vaporoso. Tuve tanto miedo de que desaparecieran las calles, o de que la inestabilidad de que ahora parecían dotadas las hiciera conducir a sitios diferentes, que corrí como un loco hasta el descampado y desde él hasta casa. Mis padres estaban en el salón, contemplándose espantados con la televisión encendida. Sin duda sabían ya lo de la R. Me abrazaron los dos, él también, mientras cada uno de ellos decía:
—Te quieo, te quieo.
En seguida llegaron las noticias y apareció en pantalla el ministro de Defensa y Cultura (o Cultua, según la nueva pronunciación), anunciando que efectivamente se acababa de detectar la caída de la letra situada entre la Q y la S del abecedario (abecedaio, dijo él). Aseguró que no se había descubierto el mecanismo por el que se perdían letras o palabras indistintamente, ni si el orden de las desapariciones era arbitrario u obedecía a alguna pauta desconocida, aunque, según algunos expertos, las palabras de cuya pérdida se guardaba todavía alguna noción se referían a objetos cotidianos, como si se tratara de una enfermedad doméstica, transmitida a través del orden familiar.
En cuanto a la R, y mientras no se perdieran más letras, era imposible establecer criterio de actuación alguno. Los departamentos de Defensa y Cultura (o Cultua) continuaban estudiando. Seguidamente comunicó que habían llegado al ministerio informes según los cuales algunas calles habían comenzado a padecer un grado de indeterminación que hacía peligroso utilizarlas para desplazarse de un lugar a otro, pues no siempre conducían al mismo sitio, de forma que el número de gente extraviada se había multiplicado de manera alarmante. Se recomendaba, pues, a la población, al menos mientras se hallaba el origen del problema (en aquel momento aún creíamos que se trataba de algo transitorio), que no se moviera de sus calles ni para ir a trabajar. El ejército había previsto un plan de abastecimiento para que ningún barrio se quedara sin comida. Se esperaba que la situación durara poco, etcétera.
El ministro no podía pronunciar la R, pero se las arregló de algún modo para lamentar que patria se hubiera convertido en patia y bandera en bandea. Finalmente, terminó su alocución felicitándose por el hecho de que la defensa estuviera asegurada, pues permanecían intactas palabras como tanque, avión de combate, pistola, misil, cañón y bayoneta.
—Es cieto —añadió— que la ametalladoa ha quedado un poco maltecha, aunque todavía dispaa y dispaaá si hay que defendé la patia o la bandea.
Para acabar recomendó a la población que se organizara dentro de sus calles o barrios en grupos que se manifestaran al grito de tanque, tanque, avión, avión, etcétera, para evitar de ese modo que se perdieran palabras esenciales en el orden de la defensa militar. Imaginaban que quizá términos muy repetidos tuvieran menos posibilidades de perderse.
Sentí un dolor líquido recorriéndome el muslo y comprendí que en el otro lado de la vida me estaban poniendo una inyección. Mezclada con la del ministro de Defensa y Cultura (o Cultua), oí la voz de mamá. Decía:
—Nos ha dado un buen susto. Llevaba tres días con cuarenta de fiebre, casi inconsciente.
—Las anginas son muy escandalosas, pero desde luego una fiebre alta durante tanto tiempo no es normal —respondió una voz que identifiqué como la del practicante que me pinchaba desde pequeño.
Con los ojos cerrados, estiré los brazos y las piernas para reconocer el territorio y comprendí que seguía en la cama de mis padres. Me incorporé un poco y comprobé con alivio que el armario empotrado continuaba en su lugar, con un espejo en el que te podías ver desde la cama levantando un poco la cabeza. Me observé y tardé unas décimas de segundo en reconocerme: estaba muy delgado y me había crecido el pelo, o lo tenía tan alborotado que producía esa impresión. Alrededor de los ojos podían verse dos círculos de color oscuro, y aunque era yo quien miraba parecía otro.
Creo que al tiempo de asustarme me gusté, porque mi rostro, flotando entre las tinieblas del espejo, me recordó el de un poeta romántico cuya foto venía en los libros de literatura. Habría dado algo porque en esos momentos me hubiera visto Laura, Laura, podía pronunciar su nombre entero, incluida la R, y al hacerlo me venía a la punta de la lengua el sabor de su jersey cuando rebotaba en él mi aliento húmedo, y a las manos la memoria de su cintura.
Mi madre despidió al practicante y vino a arreglarme la cama.
—¿Cuántos días llevo enfermo?
—Cuatro, hijo.
Cuatro días, sólo uno más que la última vez que había preguntado. Definitivamente, en esta dimensión el tiempo pasaba muy despacio. Ya podía mantener los ojos abiertos sin que la luz me hiciera daño y aunque miré hacia la ventana no fui capaz de averiguar si era por la mañana o por la tarde, pero no lo pregunté, pues me gustaba permanecer en esa indefinición. Afuera estaba muy nublado y aunque ya no llovía, la luz conservaba la calidad indeterminada de los días tormentosos. Mi madre me abrazó como si me acabara de recuperar y yo le dije que tenía hambre, aunque no era cierto: sólo quería comprobar que en este lado continuaba habiendo cubiertos.
Al poco volvió con un yogur y un par de mandarinas. Quiso pelar ella la fruta, pero insistí en que me apetecía hacerlo. Nunca un cuchillo me había parecido tan funcional, tan bien pensado, tan perfecto. Apretaba su mango entre mis dedos y me parecía que nos comunicábamos el cuchillo y yo, como si él pudiera sentir los latidos de mi mano y yo el silencio de su materia inerte. En cuanto a la cuchara con la que luego me tomé el yogur, me fascinaron sus formas, tan inteligentemente adaptadas a su función. Me gustaba de este cubierto sobre todo ese lugar de su anatomía donde, a la vez de adelgazar, trazaba una suave curva antes de ensancharse de nuevo para dar lugar a la pala. Llevaba tanto tiempo comiendo con las manos que aun sin ganas pedí otro yogur para disfrutar un poco más del uso de la cuchara; y del de los dedos, pues me parecía prodigioso que siendo tantos, cinco en cada mano, se ayudaran unos a otros con esa eficacia que implicaba una multitud de acuerdos tácitos.
En cierto modo, el lado luminoso de la existencia era ahora este. Mis padres tenían en su habitación, colgada de la pared, una pequeña librería que contemplé desde la cama con avaricia. Cuando mamá saliera, pensé, cogería uno de esos libros y lo manosearía con el mismo placer con que antes había tocado los cubiertos. Curiosamente, al tiempo de descubrir los objetos descubría también mi capacidad para relacionarme con ellos.
Al salir de la cama, tuve la impresión de que utilizaba mi cuerpo por primera vez para desplazarme de un lugar a otro. Andar resultaba portentoso, aunque me movía con lentitud, pues sentía en todos los miembros una debilidad extrema. No había alcanzado aún la librería cuando vi sobre la mesilla de noche (también había mesillas de noche) un tomo de la enciclopedia de mi padre. Era el mismo que tenía entre las manos el día anterior, el de la R (la letra que acabábamos de perder en el otro lado).
Me metí en la cama con él y sólo por el placer de observar cómo caían las hojas de papel una sobre otra miré al azar palabras que empezaban con esta letra. Vi rábano, que en el otro lado se habría quedado en ábano. No sonaba mal y quizá picara menos un ábano que un rábano. Pero la adio, en lugar de la radio, se escucharía con interferencias (o con intefeencias, para ser exactos). En cambio, una áfaga de aire sería menos fuerte que una ráfaga. Las ranas salían perdiendo, no ya porque como anas carecían de ese punto de exotismo anatómico con el que producían asco, sino porque ni siquiera podrían croar; como mucho, coa, que no es nada. Las rapaces perderían agresividad con la mutilación de la R (apaces), y las ratas quedarían incapacitadas para roer y se extinguirían de no encontrar otro modo de relacionarse con la comida. Lo peor era que respirar se convertía en espiá, o sea, en una tontería.
Estaba pensando en las afinidades entre respirar y expirar cuando entró mi padre, que puso cara de asombro al verme con un volumen de la enciclopedia entre las manos. Yo cerré el libro y lo dejé en la mesilla.
—¿Buscabas alguna palabra? —preguntó.
—No —dije—, sólo lo hojeaba.
Me dio un beso rápido y se sentó a los pies de la cama, observándome con una interrogación en la mirada. Sé que en esa interrogación había afecto y censura a la vez, pero yo no podía distinguir la frontera entre esta y aquel. Quizá él tampoco, porque recuerdo que imitando su expresión de extrañeza le pregunté cómo iba el inglés y se quedó tan desconcertado como yo. En mi pregunta había cariño, pero también ironía y ni yo mismo habría sido capaz entonces de distinguir dónde empezaba una cosa y terminaba la otra. Así nos relacionábamos. Así y con silencios. De manera que estábamos callados, observándonos en actitud de defensa, cuando pregunté sin venir a cuento.
—¿Qué es un ministerio?
—¿Un ministerio?
Creí que le había cogido, que no sabía lo que era un ministerio, pero después de carraspear un poco rompió a hablar:
—Pues un ministerio es un departamento del gobierno que se ocupa de una cosa concreta. El de Agricultura, por ejemplo, intenta controlar que un año no sobren patatas y falte trigo.
—¿Y el de Defensa?
Noté que tenía ganas de decir que no servía para nada, o al menos para nada bueno, pero seguramente no le pareció bien y rectificó diciendo con desgana:
—Bueno, pues para eso, para defender al país de sus enemigos.
—¿Todos los países tienen enemigos?
—Por lo menos todos tienen ministerio de Defensa.
—¿Y el de Cultura?
—¿El de Cultura? Pues para fomentar todo lo relacionado con ese mundo.
Su expresión había cambiado y ahora me miraba con gesto de preocupación. Evidentemente, mi padre tampoco sabía lo que era un ministerio. Yo conocía algunos edificios donde estos tenían su sede y cabía demasiada gente para ocuparse de tan pocas cosas. Y si mi padre, que se pasaba el día leyendo, no sabía qué era un ministerio, no lo sabía nadie en este mundo.
—¿Y el abuelo? —pregunté también a bocajarro.
Por la cara que puso noté que tenía aún más problemas para hablar de su padre que de un ministerio, así que insistí:
—¿Se ha muerto?
—No, pero está en el hospital, muy grave —respondió al fin, y ninguno de los dos fue capaz de añadir una palabra más.
Entonces me encogí entre las sábanas y sentí que todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo me enviaban un mensaje de gratitud. Estaba cansado, pero se trataba de un agotamiento estimulante, pues gracias a él disfrutaba esa sensación de estrenarlo todo, incluidas las piernas y las manos. Por un momento pensé que sería agradable quedarse a vivir en este lado, que ahora parecía tan luminoso, y donde había mesas, tenedores, cuchillos, roedores y armarios: un mundo completo, en fin. Pero en el otro estaba mi relación con Laura. Y no sólo eso, sino un conflicto que me concernía y un universo que, aunque incompleto, era más real que cualquier otra cosa que hubiera conocido antes.
Al poco de haber cerrado los ojos, me despertaron unos gritos que provenían de la calle. Volví a abrirlos y ahora me encontraba en mi habitación: un espacio sin mesa, sin libros y con el suelo lleno de los objetos que habíamos sacado de los armarios antes de tapiarlos. Comprendí en seguida que estaba en el lado de fuera de la caja porque el caos había comenzado a resultar excesivo incluso para mí, que siempre había tenido problemas con el orden. Me levanté de la cama, alcancé la ventana y vi un grupo de manifestantes que recorría la calle al grito de:
—¡Tanque! ¡Tanque! ¡Tanque!
Estaban todos mis amigos, sus padres y, lo que es peor, también los míos, que iban algo desplazados del grueso de la manifestación, como si todavía les diera un poco de vergüenza gritar esa tontería, o eso me pareció a mí. Alguien levantó la cabeza hacia la ventana y al verme al otro lado del cristal me hizo unas señas para que bajara a incorporarme al grupo. Me retiré hacia el interior del dormitorio y deduje que el deterioro tenía que haberse acelerado durante mi ausencia: de otro modo no podía explicarse la presencia de mis padres en aquella manifestación incomprensible. Tal vez se habían perdido palabras que afectaban a la dignidad o a la inteligencia, aunque lo único seguro es que habíamos perdido alguna relacionada con el orden, pues yo me había levantado vestido de la cama, lo que significaba que también me había acostado así. Quizá dormíamos sin horario, cuando nos apetecía, del mismo modo que habíamos empezado a comer sin otra pauta que la que dictaba el estómago.
Sentí hambre y al dirigirme a la cocina sorteando los obstáculos que encontré a mi paso, desde ruedas de bicicleta a sartenes, caí en la cuenta de que habían desaparecido las puertas de las habitaciones; esta ausencia llamaba la atención en el cuarto de baño y en la cocina especialmente. Elegí una naranja de entre un montón de fruta que había en el suelo y tras pelarla y trocearla con los dedos me metí en la boca un gajo que escupí en seguida porque tenía un sabor repugnante. Temí que la pérdida de la R hubiera comenzado a afectar a la calidad de los productos que tuvieran esa letra y busqué, para comprobarlo, una pera que mordí con prevención. En efecto, no sabía a pera, sino a pea: una fruta nueva, con un jugo seco y amargo que me impregnó la lengua. Fui a beber agua para quitarme el mal sabor, pero el grifo era ahora un gifo y no funcionaba igual que con la R. Cuando logré que escupiera unas gotas, no pude encontrar un solo vaso, así que supuse que habíamos perdido también esa palabra (de hecho intenté articularla mentalmente sin conseguirlo) y bebí a morro.
En cuanto a la nevera, me fijé en ella y comprendí que se había transformado en una nevea: tenía un aspecto minusválido. La abrí y comprobé que en unas zonas enfriaba mucho, casi hasta congelar los alimentos, mientras que en otras la mermelada hervía de calor. Seguramente, estas eran también las desventajas de la electicidad frente a la electricidad. Encendí algunas luces y verifiqué que las bombillas que aún no estaban fundidas funcionaban de un modo irregular.
Entonces oí un ruido muy raro, intermitente, que provenía de la entrada de la casa. Me acerqué al recibidor, esperé unos segundos, y cuando volví a escucharlo supe que se trataba del timbre, que al haberse transformado en un timbe sonaba como una especie de lamento. Eran mis padres que regresaban de la manifestación a favor de los tanques. Me sorprendió que no me dieran un beso al entrar hasta que busqué la palabra dentro de mí sin encontrarla.
—¿Po qué no has venido a la manifestación? —preguntó mi padre.
—Estaba dumiendo —contesté.
—Ya —dijo con indiferencia, y fue a sentarse junto a mi madre, frente a la televisión.
Los observé con detenimiento y vi que además de un gesto general de cansancio había algo distinto en su expresión: quizá una caa no pudiese ser igual que una cara. El cambio más apreciable se había producido en la frente, que ahora era una fente y tal vez por eso estaba un poco hundida respecto a su forma anterior. Corrí al cuarto de baño, me miré en el espejo y vi que también en mi rostro había un punto de extrañeza. Las orejas, transformadas en oejas, habían perdido con la R algún pliegue y ahora eran mucho más planas que antes. Pensé en Laura (en Laua, para ser exactos) y al imaginarla con la frente hundida como yo y las orejas sin forma me puse a llorar o a lloá más bien, lo que no tenía nada que ver, pues en lugar de lágrimas, me salían lágimas: unas bolitas verdosas, de consistencia semejante a la gelatina, que hacían daño al atravesar el párpado. O el pápado.
Jamás se me habría ocurrido imaginar qué la pérdida de una sola letra pudiera alterar el medio ambiente de ese modo. Fue entonces cuando pensé en la lengua como en un ecosistema en el que hasta el sonido más humilde cumplía una función esencial. Deduje que curiosamente en ese biotopo eran menos importantes los animales grandes (las palabras) que los pequeños (las letras). Pero el tiempo apremiaba porque la extrañeza que sentía yo respecto a aquel entorno se debía a que acababa de llegar del otro lado. Tenía que poner un poco de orden antes de perder la memoria de quiénes éramos.
Salí al pasillo, pues, y me puse a colocar en pilas los objetos amontonados en él. Luego fui al salón y comencé también a despejarlo un poco mientras mis padres me lanzaban de vez en cuando unas miradas rígidas, aunque desprovistas de intención. Atribuí aquel nuevo modo de mirar a la pérdida de movilidad que afectaba a los párpados desde que se les había caído la R, convirtiéndolos en meros pápados. Era evidente que no me encontraba en un mundo de hombres y mujeres, sino de hombes y mujees, lo que había trastornado las cosas más de lo imaginable.
Cuando me cansé de ordenar, me senté junto a ellos para ver la televisión. Pasaban un programa dedicado a oficios desaparecidos y el invitado en ese momento era un escritor (un escitó, en realidad). Me impresionó mucho su aspecto cansado, que parecía proceder del convencimiento de estar viviendo una forma de humillación que sin embargo no podía nombrar. Tendría la edad de mi padre, y alguno de sus gestos, pero apenas fue capaz de decir que él, cuando había libros (o libos), se dedicaba a ordenar las palabras de tal manera que, además de decir lo que decían, decían otra cosa.
—¿Quiee usted decí que cuando escibía, po ejemplo, tengo hambe, tenía ota cosa en ealidad? —preguntó el locutor haciendo un gesto obsceno.
—Algo así —respondió el escritor.
Mis padres comenzaron a reírse a carcajadas, igual que los espectadores del estudio. Pero daba miedo oírlos, quizá porque aquello no eran risas, sino isas, ni carcajadas, sino cacajadas, es decir, que les faltaba algo para que sonaran de forma humana. Yo mismo, para no llamar la atención, fingí una sonrisa y me salió una mueca alarmante. En cuanto al escritor, miró a su alrededor con el desasosiego de quien se ve rodeado por una jauría, y empezó también a reírse, o lo que fuera aquello, en dirección a la cámara. Pero a mí me pareció que no sabía de qué.
Acabó el programa y mis padres no se movieron del sofá. Daba la impresión de que ya no hacían otra cosa. Mi madre se levantó en un par de ocasiones para ir a la cocina, de donde regresó en seguida masticando algo. Tras la pausa publicitaria, pusieron un programa de salud. Salió un médico con una bata blanca y explicó que, debido a las alteraciones producidas últimamente en el lenguaje y consecuentemente en la realidad, la gente se moría (se moía, dijo él) de un modo imperfecto, por lo que convenía ayudar a los agonizantes en el paso inmediatamente anterior al tránsito.
—De oto modo —añadió—, en las funeaias no dan abasto ematá muetos.
A continuación mostró en pantalla una máquina muy sencilla de hacer en casa, animando a la población a fabricarla para utilizarla en sus difuntos imperfectos.
Después de ese espacio, apareció el ministro de Defensa y Cultura para proporcionar una información preciosa: por lo visto, los libros que habían sido capaces de sobrevivir a la intemperie durante todo aquel tiempo habían desarrollado una fortaleza especial y ya no se deshacían con la facilidad anterior. Podían, pues, atraparse y ser utilizados durante algún tiempo antes de que comenzaran a descomponerse. De hecho, añadió endureciendo el gesto, se habían detectado partidas de cazadores furtivos que los desguazaban para vender sus palabras y letras sueltas en el mercado negro. Recordaba a la población que esta práctica, lo mismo que la posesión individual de libros, estaba terminantemente prohibida, y que cualquiera que encontrara uno tenía la obligación de entregarlo en el ministerio de Defensa y Cultura, por si las autoridades consideraban que podía utilizarse para una cosa o para otra. Mis padres se miraron y sonrieron con complicidad. Deduje por ello que hacía tiempo que esta práctica ilegal estaba extendida. Para terminar, el ministro felicitó a la población por las manifestaciones realizadas en favor de los tanques animándola a salir a la calle también para dar vivas a las pistolas.
Entonces mi madre se levantó y me pidió que la acompañara al mercado.
Bajamos a pie, porque el ascensor (ahora el ascenso) funcionaba a trompicones (o a tompicones) con la nueva energía (la electicidad). Las escaleras, aunque llenas de grietas e irregularidades, como se supone que deben ser unas escaleas, resultaban pese a todo más seguras. Al salir a la calle, percibí en la realidad un desajuste pequeño, ilocalizable, pero patente: era sin duda el precio de ser una realidad sin R, una ealidad. Nos cruzamos con pesonas, en lugar de personas, cuyos párpados rígidos evocaban la mirada inquietante de algunos reptiles. Todo el mundo se movía por las aceras de un modo silencioso, poco comunicativo, quizá algo animal. Mi madre me preguntó si sabía distinguir bien un sustantivo de un adjetivo o un nombre de un pronombre. Habría preferido decirle sin rodeos que no, pero me pareció muy preocupada y contesté evasivamente que tenía problemas con la gramática.
Una vez en el mercado, nos dirigimos sin pérdida de tiempo a la carnicería y nos pusimos a la cola. En seguida me di cuenta de que la carne era una tapadera para la venta más o menos clandestina de palabras. Una señora que había pedido una docena de sustantivos protestó airadamente porque le habían metido dos adverbios. El carnicero le explicó que él tenía que sacar todo el género y que colaba un par de adverbios con cada docena de sustantivos, lo mismo que en un kilo de chuletas de palo metía dos o tres de riñonada. La señora argumentó que los adverbios no servían para nada y entonces él los mostró al público: eran amablemente y bastante. Colocándolos, dijo, de forma alternativa junto a uno de los sustantivos que se llevaba, pollo, podría disfrutar a la vez de una comida agradable y suficiente, lo que era mucho para los tiempos que corrían.
La mujer aceptó la explicación de mala gana y se fue. Yo empecé a comprender la importancia de distinguir unas partes de otras de la gramática. También vendían sílabas, conjunciones, formaciones verbales y letras sueltas. Cuando nos tocó el turno, el carnicero sacó de debajo del mostrador una R y todos nos quedamos con la boca abierta al reencontrar aquel sabor remoto y vibrante en la punta de la lengua. Para excitar las ganas de comprar, hizo una relación de las utilidades que se le podían dar a esta letra. Así, colocada entre las dos Aes de una naanja, o entre la I y la U de una ciuela, estas frutas recuperaban su sabor original. Pero puesta entre la D y la E de made o entre la A y la I de caiño, las mades se transformaban otra vez en madres y recuperaban el cariño por sus hijos. Dijo esto mirándonos a mamá y a mí. Ella pareció dudar, pero el carnicero añadió que esa R era la única que le quedaba y que se la había arrancado a las entrañas de un libro esa misma mañana, así que estaba fresquísima y se podría utilizar varias veces antes de que se descompusiera. Yo pensé que encajándola en Laua recuperaría a Laura.
El precio era excesivo, pero mamá había escondido en el bolso su anillo de boda y dos pulseras de plata que el carnicero aceptó tras una rápida valoración. Compramos, pues, la R, y media docena de sustantivos. A la salida, en la puerta del mercado, había un vendedor de frases hechas que nos ofreció Tengo el miedo metido en el cuerpo y En boca cerrada no entran moscas muy baratas. Compramos la del miedo, porque las moscas nos daban asco, con la idea de desmontarla y recuperar la palabra cuerpo, que era muy valiosa.
Con todo ello, en fin, corrimos a casa. Papá, que continuaba viendo la televisión, se enfadó un poco al principio porque nos habían metido dos adjetivos que según él no servían para nada, pero cuando le enseñamos la R se olvidó de todo lo demás. Fuimos muy felices con aquella letra mientras duró, pues la aplicamos a multitud de cosas (también a los párpados, que adquirieron la movilidad anterior), pero se descompuso a las pocas horas porque no estaba tan fresca como el carnicero había asegurado. Entre los sustantivos, recuerdo vaso y beso porque nos hacía gracia besarnos otra vez y beber el agua sin necesidad de poner la boca en el grifo. En cuanto a la frase hecha (tengo el miedo metido en el cuerpo), estaba demasiado rígida y se rompió en pedazos al intentar extraerle la palabra cuerpo.
Una vez que se gastaron aquellos términos, todo volvió a ser como antes, o peor, pues cada hora que pasaba desaparecía alguna palabra, quizá alguna letra, cuya pérdida estrechaba de nuevo la realidad. Comprendí que aquello era una forma progresiva de ceguera y, mientras mis padres se sentaron de nuevo frente al televisor con los párpados rígidos y la respiración silbante característica de los que en lugar de respirar espían, yo deambulé por la casa intentando contabilizar las últimas bajas. No había calcetines, ni cinturones, ni bolígrafos. También habían desaparecido las puertas y los cuadros, pero no podía estar seguro de recordar todo lo que había antes a pesar de mis frecuentes viajes al otro lado. Por otra parte, pensar en imágenes, sin palabras, resultaba muy agotador, por lo que me desanimé en seguida, sobre todo ante la idea de que al no poder apuntar aquella contabilidad en ningún sitio yo mismo acabaría olvidándola.
Decidí ir a ver a Laura, pese a los peligros de caminar por aquellas calles inestables y, al atravesar el descampado, un grupo de chicos de mi calle me llamó para que me uniera a ellos. Estaban escondidos junto a unos arbustos, intentando cazar libros con escopetas de aire (o de aie) y tirachinas (o tiachinas). Me quedé un rato y vimos pasar varios volúmenes grandes, pero volaban demasiado alto. Por fin, cuando ya había decidido retirarme, apareció un libro pequeño, del tamaño de un diccionario escolar, que, separándose del grupo en el que iba, bajó a tierra y se colocó a unos metros de nosotros, todo el mundo dejó de respirar mientras las armas apuntaban en dirección al libro. Quienes no tenían escopetas ni tirachinas cogieron piedras y, cuando sonó el primer disparo, que acertó de lleno en el lomo del volumen, una lluvia de proyectiles lo sepultó en cuestión de segundos. Saltamos fuera de los arbustos y el que llevaba la voz cantante cogió el libro, que se trataba en efecto de un diccionario, y le sacó las vísceras con la maestría con que los pescaderos limpian un pez o los carniceros despiezan un ave. El suelo se llenó en seguida de conjunciones, artículos, preposiciones y otras partículas menudas que todos despreciaron ávidos de palabras con un significado propio. Aquellas personas que tantas dificultades habían tenido en el colegio con la gramática separaban ahora los sustantivos de los adjetivos o los verbos de los adverbios con una destreza sorprendente. Los términos más valorados eran los sustantivos (los concretos muy por encima de los abstractos). El adverbio era algo así como el hígado de un animal: una rareza gastronómica por la que nadie estaba dispuesto a pelear. En cuatro minutos se habían repartido el libro abandonando en el suelo sus tapas junto a las palabras que consideraron no aprovechables, sobre las que se depositaron rápidamente las moscas, con la misma disposición con que atacaban un trozo de carne descompuesta. A mí, aunque no había participado en la captura, me dieron un par de pronombres, uno masculino y otro femenino, explicándome que podía ponerlos en lugar del sustantivo que quisiera. Por lo visto, sin ser tan eficaces como el nombre al que sustituían, realizaban sus funciones con semejante eficacia. Entendí que era algo así como utilizar una cuerda cuando no se tiene cinturón, de modo que los guardé en el bolsillo y me retiré disimuladamente del grupo para ir en busca de Laura.
No fue fácil. La inestabilidad de la calle que unía su barrio con el descampado había aumentado mucho desde la última vez; daba la impresión de que tendía a cerrarse sobre sí como cuando cicatriza la encía después de la extracción de una muela. Advertí que en esa situación el cuepo se adaptaba mejor que el cuerpo a la realidad (la ealidad para ser exactos). No es que yo estuviera hecho de humo, o de alguna clase de gelatina, pero sí de una materia inconstante con la que podía acoplarme a las características de aquellas calles móviles. El silencio era total y las ventanas habían desaparecido prácticamente tras las arrugas de las fachadas, lo mismo que el ombligo se esconde a veces tras los pliegues del vientre.
El conjunto urbano evocaba los penetrales de una víscera hueca, no las entrañas de una calle vacía. Más que sobre un empedrado, tenía la impresión de moverme por un suelo de anillos cartilaginosos, quizá por el interior de un tubo digestivo. Pensé que lo malo de que aquella situación se prolongara sería no ya que nos perdiéramos en las calles, sino que nos extraviáramos dentro de nuestro propio cuerpo: que cayéramos en el riñón y no fuéramos capaces de salir de él para regresar al cerebro, en el caso de que lo habitual fuera vivir en esa víscera pensante. ¿Cómo sería un mundo dirigido desde las regiones lumbares? Comprendí, de súbito, como en una iluminación, el sentido de las ciudades y de la red formada por sus calles, que servían para ir de un lado a otro de nosotros. El peligro de que la gente se quedara, como al parecer estaba sucediendo, en el interior de sus casas o de sus barrios era el mismo de quedarse atrapado en los pulmones o en el hígado y dirigir el mundo desde allí.
En esto, entre los pliegues de aquella realidad maltrecha, distinguí la calle de Laura con la gratitud con la que se reconoce una pierna dormida y corrí en aquella dirección.
Ella se encontraba sola en la zona donde nos habíamos visto otras veces, y compuso al verme una expresión de alivio en la que no faltaba un punto de reproche. Sin duda, hacía mucho tiempo que no iba a verla, pero no sabía cuánto, pues no era capaz de medir el tiempo en esta dimensión, ya que el comportamiento del eloj era muy diferente al del reloj. Advertí en seguida los cambios producidos en su rostro: tenía, como todos por otra parte, la frente un poco hundida, y los párpados rígidos, lo que en ella arrojaba increíblemente un resultado favorable al aumentar la perturbación que producía su mirada. Conté al abrazarla los pliegues de sus orejas, o de sus oejas, cuya cantidad me sabía de memoria, y le faltaban dos en cada una. Laura o Laua, para llamarla por su verdadero nombre de aquellos días, no había perdido sin embargo esa atmósfera propia en la que parecía ir envuelto su cuerpo a todas partes y dentro de la cual había un clima independiente de aquel otro en el que vivíamos el resto de las personas. No sabía qué época del año era en aquel mundo, pues el calendaio, lo mismo que el eloj, corría más deprisa o de forma más arbitraria que el calendario. Quizá habíamos llegado ya a diciembre, porque hacía mucho frío, aunque al tratarse de un frío sin R, de un fío, era más afilado y penetrante que aquel al que estábamos acostumbrados. Así que al abrazarla y notar la tibieza del clima que le era propio, todo mi cuerpo se encogió de gratitud. Llevaba puesto un jersey un poco desbocado en el cuello sobre el que me gustaba aplicar los labios y respirar para humedecer con mi aliento la lana, que se transformaba en un vehículo del olor de su piel. En otra ocasión nos habríamos escondido en un portal, pero ahora que habían desaparecido las puertas preferimos quedarnos en la calle. La gente que se deslizaba cerca de nosotros con expresión furtiva no nos hacía mucho caso. Un hombre se detuvo un instante a nuestro lado y nos olfateó brevemente con gesto animal, pero en seguida, como si hubiera recuperado de repente el código anterior, se avergonzó de lo que estaba haciendo y huyó a paso rápido. Laura y yo nos sentamos sobre la acera, apoyando la espalda contra el muro del edificio, y permanecimos sin hablar. Yo le cogí una mano y a la vez que se la acariciaba le contaba los dedos en todas las direcciones, desde el pulgar al meñique y vuelta, o desde el corazón hacia los lados, obteniendo siempre el mismo producto: cinco. Eso me tranquilizaba, aunque no hubiera podido jurar que eran los dedos que habíamos tenido siempre, pues lo normal es que yo, pese a mi pertenencia a los dos lados, empezara a olvidar también algunas cosas.
Le regalé los dos pronombres que había obtenido en el descampado y los tomó con un gesto de avaricia sorprendente, sin darme las gracias.
—Puedes utilizalos en luga de un sustantivo —dije—, aunque no son igual de eficaces.
—Ya lo sé —contestó—. ¿Cómo los has conseguido?
Le conté que los había sacado de un diccionario abatido en el descampado cercano a mi casa, y al explicarle cómo habíamos despreciado las conjunciones y otras partículas sin importancia me dijo que allí mismo, en su calle, un antiguo zapatero conocido por su habilidad manual hacía palabras con significado a partir de esa clase de despojos.
—También puede —añadió— tansfomá algunos adjetivos inútiles en sustantivos, aunque dicen mis pades que es muy cao.
Parecía imposible vivir en aquel mundo sin unas nociones de gramática, por rudimentarias que fueran, pero en lugar de aprenderlas en los libros, como antes, la gente las había aprendido de manera práctica, igual que cuando un carnicero descuartiza un animal y te enseña a distinguir el corazón de los hígados y estos de los pulmones, dejando a un lado las partes comestibles de las que a lo mejor sólo servían para hacer un caldo. Comprendí que la misma Laura habría sido capaz de abrir allí mismo una frase en canal y separar en seguida sus partes, sabiendo cómo sacarle el máximo partido a los adverbios, los gerundios o a las conjunciones. Aquello me daba un poco de vértigo. Entonces, tapándole la boca con la mía, la empecé a besar con cierta desesperación, preguntándome qué sería gramaticalmente cada una de las partes donde colocaba mis labios. En cualquier caso, le besé todos los sustantivos de la cara y los que pude de dentro de la boca, mientras mis manos, por debajo de su jersey, acariciaban lo que entonces creí que eran sus adjetivos.
Una vez satisfecha aquella necesidad compartida, sentí ganas de huir hacia mi territorio. No había olvidado la inestabilidad de las calles y sentía una especie de miedo animal ante la confusa idea de quedarme aislado en un sitio cuya única referencia era Laura, o Laua. Sé que aquel miedo era animal porque sólo estaba al servicio de la supervivencia y carecía por tanto de las dimensiones morales de las que había gozado, o quizá padecido, hasta el momento. Por un instante, como en un relámpago, recordé la época en que la realidad era mucho más grande que una calle o un barrio, cuando en nuestras cabezas, y no sólo en nuestras cabezas, sino fuera de ellas, había ciudades y países cuyos nombres ahora ni siquiera era capaz de recordar. La necesidad de regresar corriendo a mi barrio tenía que ver con aquel estrechamiento. Así que me levanté, dije adiós y corrí en busca de la calle que unía la zona de Laura con el descampado. Sabía que al verlo me sentiría como en casa y esa necesidad borró la vergüenza que me daba abandonarla de este modo.
Me costó dar con la entrada de la calle, que se había transformado en una grieta, una herida por la que había que penetrar separando un poco sus labios y lanzándose al interior con el riesgo de caer en un espacio sin salida. Había comenzado a oscurecer, pero la noche tenía allí una calidad extrañamente orgánica, como si sucediera en el interior de un vientre animal. Los coches, detenidos desde hacía tanto tiempo, habían perdido también sus puertas, claro, pero sufrían un deterioro que más que a la intemperie parecía deberse a los efectos corrosivos de algún tipo de digestión llevada a cabo a su costa. Vi resbalar por las paredes de las fachadas oscuras de las casas y por los canalones que descendían de ellas unos jugos que no supe nombrar hasta que comprendí que se trataba de lluvia. El estrechamiento de la realidad alteraba mis relaciones con el medio hasta tal punto que sólo era capaz de comprenderlas en clave de procesos digestivos: yo digería unas cosas al tiempo que era digerido por otras.
Una vez recuperada la palabra lluvia, el caos se aminoró, aunque la situación continuaba siendo difícil. Contemplé la calle para ver si podía reconocerla, reconociéndome a la vez en ella, pero no era una calle porque aunque quizá continuaba comunicando espacios, ya no servía para poner en relación las diferentes partes de mí mismo. Las fachadas, ahora flexibles como las paredes de un intestino, se ondulaban formando rugosidades en cuyo interior desaparecían los automóviles o lo que quedaba de ellos. Yo caminaba por el centro, para evitar ser atrapado en uno de esos pliegues, pero en seguida comprendí que no llegaría al descampado, no al menos hasta que se hiciera de día y perdiera el miedo a las ventanas sin puertas que me observaban con mirada de cálculo desde sus cuencas vacías. Me detuve, pues, a la espera de tomar una decisión, y noté la lluvia descendiendo por mi cuerpo empapado. Tomé nota de ello con una indiferencia animal y me sorprendió un poco que no me apeteciera en tal situación recurrir al consuelo de las lágrimas, aunque intuí de forma oscura que se trataba de una capacidad perteneciente a un estadio superior a aquel en el que habíamos caído. El frío me llevó instintivamente a un lado de la calle, donde al ir a buscar el refugio de un portal fui atrapado por uno de aquellos pliegues.
Inmediatamente me encontré en el interior de una casa, si podía llamarse así, pues tenía más de gruta que de hogar, donde un grupo de personas permanecía alrededor de una televisión encendida, como si de ella emanara el calor de unas brasas con las que parecían calentarse. Salía en la pantalla gente que emitía sonidos corporales que provocaban las risas de todo el mundo. Miré alrededor y comprendí que habían desaparecido los pasillos, frunciéndose los espacios de tal modo que lo que en otro tiempo habían sido las diferentes habitaciones de la casa se acumulaban en aquella estancia central formando simples bolsas de aire como las que en las cuevas proporcionan ese aspecto irregular al conjunto. Tenía hambre, así que miré en torno y vi sobre un cajón un adverbio medio descompuesto sobre el que había dos moscardas azules extrayendo su jugo. Fui a cogerlo para llevármelo a la boca, aunque sabía que los adverbios no eran comestibles, o no lo habían sido al menos hasta entonces, cuando una vieja me sujetó la mano defendiendo aquel despojo que al parecer era su comida.
Sin embargo, mi presencia se toleraba sin grandes problemas, como si hubiéramos perdido, o quizá se hubiera atenuado, el instinto territorial. De vez en cuando, alguien se acercaba y me olía brevemente el sexo, con un gesto que había visto hacer a los perros en el descampado, y luego se alejaba profiriendo, en el peor de los casos, un insulto que la mayoría de las veces ni siquiera llegaba a comprender. No había con qué saciar el hambre, por lo que después de deambular por aquella pieza irregular sin hallar otra cosa que un par de conjunciones disyuntivas, que me dieron ardor de estómago, me senté junto al grupo que miraba la televisión. Al poco, salió el ministro de Defensa y Cultura, que pronunció un discurso ininteligible, al menos para mí. Quizá habíamos perdido otras consonantes, además de la R, o alguna vocal, pues manejaba una jerga que los demás escuchaban con mucha atención y de la que yo no conseguía coger sino palabras sueltas. En todo caso, su tono, como ya era habitual en él, estaba cargado de amenazas. Tras su alocución produjo también algunos ruidos corporales que fueron muy celebrados y se retiró.
En esto, me pareció ver en un rincón de la estancia una palabra blanca que volvió a poner en danza mis jugos digestivos. Me acerqué con cautela y comprobé que se trataba del sustantivo huevo. Me escondí con él en un rincón y, aunque no sabía cómo se desvisceraba una palabra, me las arreglé para abrirla obteniendo de su interior una clara y una yema que comí con avaricia. La vieja de antes percibió mi actividad gastronómica y se acercó con intención de arrebatarme lo que tenía entre las manos. Le di la cáscara de la palabra, todavía húmeda por dentro, y se alejó de mí lamiéndola mientras murmuraba un juramento.
En aquel mismo rincón me eché a dormir y poco antes de cerrar los ojos pensé que llevaba algún tiempo, desde que me despedí de Laura, o Laua, sin experimentar ninguna clase de sentimientos que no guardaran alguna relación con la supervivencia. No me había acordado de mis padres, por ejemplo. Entonces, en un súbito ataque de tristeza que me hizo mucho bien para averiguar quién era, logré llorar.
Al principio lloraba con problemas de orden mecánico, produciendo en las cavidades del pecho un sonido agudo semejante al de un motor con dificultades para rotar. Pero al poco me pareció oír un llanto lejano, procedente del otro lado de la existencia, y decidí imitarlo, de manera que tras un par de intentos las lágrimas comenzaron a aflorar con naturalidad engrasando en su discurrir toda la maquinaria prevista para la producción de los sollozos. Me acometió una sensación de abandono liberadora, acompañada de un ablandamiento general que sólo podía atribuirse a la existencia de un colchón. Comprendí, pues, que estaba en el otro lado y abrí los ojos de golpe, con el temor de que esas impresiones cálidas sólo fueran producto del sueño. Pero no: aquella era sin duda la habitación de mis padres y aquel que se veía en el espejo situado frente a la cama, con una chaqueta de pijama arrugada y cara de espanto, era yo. Había vuelto con la humedad y el frío característicos del otro lado metidos en los huesos y todo mi cuerpo se agitaba en un temblor irregular.
Por lo demás, continuaba escuchándose el llanto gracias a cuya imitación yo mismo había logrado abandonarme a las lágrimas. Llegaba un poco distorsionado a través del pasillo, aunque calculé que procedía del salón. Asustado por la suma general de impresiones que me bombardeaban tanto si me encontraba en un lado o en otro de la existencia, me deslicé fuera de la cama y recorrí con cautela el pasillo hasta alcanzar la puerta del salón. Había sillas, mesas, libros y todo lo que uno espera encontrar en una pieza de esta clase. Papá estaba sentado en el sofá, deshecho en lágrimas, mientras mamá, a su lado, le acariciaba la cabeza con gesto de consuelo, aunque de fastidio también, o eso me pareció. Recuerdo que vi brillar sus uñas, de las que yo vivía tan pendiente, pues me gustaba sentir su dureza esmaltada cuando sus dedos me tocaban la cara. Lo primero que se me ocurrió es que me había muerto, aunque esa idea fue desmentida por la serenidad de mi madre. Recordé entonces que el que estaba grave era mi abuelo y comprendí que se había producido el desenlace que quizá les acababan de comunicar.
En cualquier caso, lo cierto es que había visto llorar a mi padre, lo que me pareció que alteraba un orden natural no escrito. Regresé a la cama lleno de presentimientos y convencido de que se había roto algo fundamental a cuya reconstrucción tendría que dedicar el resto de la vida. Me cubrí con la sábana hasta las orejas y el temblor comenzó a ceder dentro de aquella bolsa de calor primordial. No tenía fiebre, pero sentía una debilidad extrema. Sobre la mesilla de noche había un tomo de la enciclopedia y la ampolla vacía de una de las inyecciones que me habían puesto. Cerré los ojos en busca del sueño o del olvido, pero en el interior de mi cabeza había más actividad que en la sala de máquinas de un barco.
Al rato oí los pasos de mamá acercándose a la habitación y me hice el dormido hasta que me tocó la frente. Entonces abrí los ojos y al tropezar mi mirada con la suya dijo:
—Ha muerto el abuelo.
Me gustó que fuera tan directa, aunque advertí que no era tanto porque confiara en mi capacidad para encajar estos golpes reservados a los adultos como porque no había sabido hacerlo de otro modo. Durante los minutos siguientes intentó aminorar las consecuencias de su brutalidad sin darse cuenta de que la noticia no me había hecho daño. Lo doloroso había sido descubrir, al verle llorar, el grado de menesterosidad de mi padre. De todos modos, me pareció de buena educación contribuir al mantenimiento de aquel malentendido e hice como que la noticia me afectaba. Después, considerando que ya era muy mayor para permanecer en aquella cama un segundo más, pero también porque tenía que dar salida de algún modo a la rabia, dije que quería irme a la mía.
—Quiero irme a mi cama.
—¿No estás mejor en esta?
—No, quiero irme a la mía.
Mamá vio en mi actitud un gesto de resolución que no se atrevió a contradecir. Yo retiré las sábanas, salté al suelo y salí seguido de ella y de su desconcierto al pasillo, donde nos cruzamos con papá, que me saludó, intentando ocultar su mirada enrojecida por las lágrimas, como un vecino o un pariente lejano con el que te cruzaras en la calle. Nunca más volveré a llorar, me dije, nunca, y al decírmelo recordé que en el otro lado me había quedado sollozando.
Las sábanas de mi cama estaban frías, así que durante un segundo o dos me arrepentí de haber tomado aquella decisión, no tanto por la diferencia de temperatura como por la situación en general, pues sabía que aquel gesto hacia la madurez no tenía marcha atrás, de manera que ya nunca regresaría a la cama de mis padres por muy enfermo que estuviera, lo que significaba hacerme cargo de mi frío y aceptar quizá que permanecería aterido el resto de la vida. Mamá me puso el termómetro y comprobó con alivio que continuaba sin fiebre.
—Tú también nos has dado un buen susto, hijo, pero llevas un día entero con la temperatura normal. Ahora hay que tener cuidado con que no cojas frío, pues las recaídas son más peligrosas que la enfermedad.
Cuando dije que quería asistir al entierro del abuelo, programado para el día siguiente, mamá se mostró inflexible en su negativa. La convalecencia implicaba permanecer aún un par de días en la cama. Por otra parte, no estaba segura de que tuviera edad para esas cosas.
—Voy a cumplir catorce años —argumenté yo, pero comprendí por su gesto de determinación que no valía la pena insistir y apoyando la cabeza en la almohada me abandoné a aquella debilidad consoladora.
—Ahora he de acompañar a tu padre al tanatorio. ¿Crees que podrás quedarte solo un par de horas?
Dije que sí con firmeza para disipar la inseguridad de mamá y, aunque no tenía ganas de nada, me tomé una taza de caldo que me trajo antes de arreglarse para salir. Entre tanto, mi padre hizo acto de presencia y se vio en la obligación de hablar del asunto, siquiera brevemente. Se había lavado la cara para intentar disimular los efectos del llanto en torno a los ojos, pero tenía los párpados un poco hinchados.
—¿Ya te ha dicho mamá lo del abuelo?
—Sí —respondí dispuesto a no dar facilidades. No comprendía que hubiera llorado por alguien con quien había tenido una relación tan mala, aunque lo que no comprendía en realidad es que hubiera llorado en general, dejándome huérfano de un padre enérgico bajo cuya fortaleza pudiera yo proteger mi debilidad. Por otra parte, teniendo todavía un concepto demasiado utilitario de los padres, no entendía muy bien en qué modo podía afectarle a él, siendo un adulto, aquella pérdida.
—Bien —añadió—, cuando los padres se van, incluso aunque no te hayas llevado bien con ellos, cambian muchas cosas.
Yo permanecí mudo y seguramente él entendió que resultaba inútil intentar explicarme algo para lo que no estaba preparado. No sabía que apenas unos minutos antes había decidido hacerme cargo de mi frío.
Cuando salieron por la puerta, cerré los ojos e intenté contactar, sin conseguirlo, con el otro lado. Luego, al considerar lo difíciles que estaban allí las cosas, decidí que era más sensato hacer un mapa de la realidad antes de volver, pues quizá, si lograba llegar con ese mapa fresco en la cabeza, podría colaborar a su reconstrucción. Al levantarme sentí un poco de mareo y después, mientras me acercaba a la mesa, percibí el esfuerzo de todos y cada uno de mis músculos, como si los estuviera utilizando por primera vez. Comprendí en ese instante el sentido de la palabra convalecencia y, aunque todas aquellas sensaciones tenían un lado incómodo, globalmente me gustaba la impresión de estrenar mi propio cuerpo. De no ser por la amenaza de desfallecimiento continuo, no estaría mal quedarse así para el resto de la vida, pensé sin saber que estaba formulando un programa existencial que se cumpliría al pie de la letra. Por miedo a coger frío me puse zapatos, pero no pude atármelos porque, si permanecía agachado mucho tiempo, al levantarme veía luces blancas alrededor de los ojos. De todos modos, me pareció muy ingenioso lo de los cordones con ese conjunto de agujeros que tenían que atravesar antes de que los dos extremos se encontraran para fundirse en un lazo.
La mesa de mi dormitorio era muy cómoda y estaba sorprendentemente sometida a los intereses de la silla. Entre las dos formaban un conjunto cuya relación no había sido capaz de observar hasta ese instante. Todo me parecía bien: el bolígrafo, por cuyo esqueleto transparente circulaba un hilo de tinta, y los cuadernos, cosidos por el centro para que pudieran articularse igual que una rodilla o un codo. El lado luminoso parecía este porque las cosas en él eran reales y el simple hecho de existir las dotaba de un atractivo irresistible. Tuve la tentación de ir a la cocina para tocar las cucharas, los tenedores, los vasos; de recorrer la casa para comprobar que había armarios y que tenían puertas que giraban sobre sus bisagras para ocultar o mostrar espacios en los que guardábamos las cosas. Cerca de mí, en un extremo de la mesa, estaban los libros del colegio y no pude resistir tomar la gramática y abrirla por el placer de ver el funcionamiento de aquel raro artefacto compuesto de hojas, pero también por el de averiguar la función del adverbio en el cuerpo de la oración. Comprendí rápidamente que era el encargado de filtrar los jugos del verbo o del adjetivo: algo parecido a lo que hace el riñón en el conjunto de las vísceras. Quizá por eso los adverbios se descomponían tan pronto produciendo aquel olor acre que conservaba en mi memoria olfativa.
A medida, en fin, que nombraba la realidad me parecía más inabarcable, de ahí que su construcción hubiera durado miles o millones de años. De todos modos, estaba decidido a levantar su mapa y tenía que ponerme a ello antes de que regresaran mis padres. Tomé, pues, una cuartilla, un bolígrafo y me dispuse a comenzar. ¿Por dónde? En aquel instante, me pareció que el núcleo de la realidad era mi pecho, así que puse en el centro de la cuartilla la palabra pecho y desde ahí fui trazando líneas parecidas a las de los mapas cuyos puntos neurálgicos señalaba con un nombre. Cuando acabé conmigo, o con la parte más exterior de mí, decidí continuar aquella cartografía con la mesa sobre la que escribía, nombrando cada uno de sus accidentes y de las cosas que había en el interior de sus cajones, pero tuve que pegar más cuartillas a la primera, pues aunque procuraba hacerlo todo a una escala muy pequeña, en seguida llegaba al borde del papel con la impresión de que allí se terminaba el mundo. En un momento dado, volví la cabeza hacia la puerta del dormitorio y al contemplar su picaporte comprendí que tardaría horas en llegar a él por este sistema. Y aun así, el mapa no habría hecho más que empezar.
Resultaba, pues, una tarea imposible, sobre todo considerando que una vez acabado el mapa físico tendría que empezar con el político para incluir en él a los padres, los abuelos, estableciendo bien la diferencia entre los abuelos muertos y los vivos, así como a los amigos, los enemigos, los profesores buenos y los malos, altos y bajos, la policía, los bomberos, el carnicero, el panadero, los vecinos… Laura, por ejemplo, tendría que ocupar un lugar central incluso respecto a mí, pues a veces yo me sentía como un barrio periférico en relación a ella. En un mapa detallado de la realidad tampoco podrían faltar, desde luego, las hormigas ni los cables de la luz ni las ranas del estanque ni las cosas que guarda la gente en los bolsillos. Definitivamente, era imposible llevarlo a cabo, pero al mismo tiempo alguien tenía la obligación de registrar todo eso para que cuando se perdiera, como estaba sucediendo en el otro lado, hubiera una memoria de ello al alcance de los curiosos.
En esto, escuché ruidos en la puerta de entrada y me fui a la cama con el libro de gramática, que escondí debajo de la almohada. La sombra de mamá apareció al poco en el marco de la puerta y me hice el dormido con el objeto de notar su presencia tibia cuando se inclinaba para calcular la temperatura de mi frente. Luego, con los ojos entrecerrados, la vi salir de espaldas. Llevaba un traje gris con la falda ajustada que solía ponerse en las celebraciones familiares.
Cuando volví a quedarme solo, comprendí que la debilidad era perfectamente compatible con el desasosiego. Tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Con los ojos cerrados, intenté memorizar un nuevo mapa de la realidad partiendo esta vez de la cama, que era en sí misma una región. Tenía que mencionar sus patas, el cabecero de madera, que estaba rayado en algunos puntos, el somier, las sábanas… No pude evitar interrogarme acerca de las relaciones entre el colchón y la colcha, aunque ya antes de hacerme la pregunta había decidido que eran de carácter sexual. Cuando llegué a la almohada, me detuve dando vueltas en el interior de la boca a aquella palabra aderezada con una H que no se veía al pronunciarla, pero que le daba sabor. Se trataba, por otra parte, de un artefacto bien curioso, provisto de una funda que hacía funciones de protección semejantes a las de la piel de nuestro cuerpo. Atraído por la curiosidad, me senté en la cama, tomé entre mis manos la almohada y la desnudé, no sin percibir cierta actividad sexual entre mis piernas al evocar el momento en que le había levantado la falda a Laura en los portales del otro lado de la vida. El de la almohada, sin embargo, desprovisto de funda, me pareció un cuerpo minusválido y en seguida sentí que había algo obsceno en su contemplación. Le restituí la piel, la puse en su lugar, y al apoyar la cabeza de nuevo en aquel cuerpo blando sentí una especie de gratitud o de familiaridad completamente nuevas en mis relaciones con la cama.
Entonces apareció de nuevo mamá, esta vez con una bandeja. Se había quitado el vestido gris y llevaba una bata con el escote en pico por cuyos bordes me había despeñado yo miles de veces sin que ella se hubiera dado cuenta. Me traía la cena, así que era de noche. Comí con gusto, rebañando los platos, sintiendo cierta culpa por tener tan buen apetito a pesar de que mi abuelo estaba muerto en un sitio que ardía (una capilla ardiente, oí decir). Me vi en la obligación de preguntar por él.
—¿Y el abuelo?
Mi madre dudó. No podía decir que estaba bien, que es lo usual. «Muerto», podría haber contestado, pero eso ya lo sabíamos. Por fin dijo:
—Allí estaba…
Yo intenté imaginármelo «allí», pero nunca había estado en ese lugar ni había visto una capilla ardiente, aunque me gustaba el conjunto de aquellas dos palabras, capilla ardiente, que se mezcló para siempre con el sabor del yogur que tomaba en esos momentos.
—¿Y papá?
—Estaba cansado, se ha ido a dormir.
Yo no tenía sueño, de manera que tomé el libro de gramática de debajo de la almohada y me dispuse a leerlo con la intención de hallar las diferencias entre el sustantivo y el adjetivo o entre el verbo y el adverbio. Me pareció sorprendente que hasta ese instante las palabras hubieran constituido un todo indiferenciado, como las plantas o los árboles (apenas éramos capaces de distinguir una acacia de un chopo), siendo tan diferentes entre sí.
El verbo tenía una textura fibrosa y un sabor concentrado. Traté de imaginarme uno muy rudimentario, que no fuera capaz de expresar aún el pasado ni el futuro: sólo el presente, e hice cabalas sobre ese momento de la historia, o de la prehistoria, en el que de súbito apareció el tiempo o los tiempos, y fue posible mirar hacia delante y hacia atrás, hacia ayer y mañana. Ayer se había muerto mi abuelo y mañana lo enterraban. Vistas así, las palabras eran ventanas por las que te asomabas a la realidad. Gracias a la existencia de un verbo en pasado o en futuro, las cosas desaparecidas continuaban durando y las que no habían llegado comenzaban a suceder.
El adjetivo, pese a su aparatosidad, me pareció algo insípido, aunque al morderlo producía un ruido excitante, como una lámina de caramelo. El sustantivo era sin duda alguna el rey. Te llenaba la boca con su olor ya antes de empezar a masticarlo y al romperse por la presión de los dientes liberaba más jugos de los que parecía contener. Así como el sabor del verbo podía evocar el de una víscera (el hígado de ternera, quizá), el del sustantivo estaba más cerca de las sensaciones que producen las frutas al contacto con la lengua. Y los había amargos, dulces, ácidos, empalagosos, agridulces y picantes. Algunos no se podían tragar sino envueltos en un adjetivo.
Los artículos y las preposiciones no sabían a nada, pero al colocarlos entre los dientes y presionar se rompían como las pipas de girasol. En cierto modo eran semillas: si plantabas un artículo o una preposición debajo de la lengua, en seguida se desprendía de él un sustantivo: no podía estar solo. El adverbio emanaba el olor acre característico de algunas vísceras encargadas de filtrar los humores corporales, y las conjunciones tenían también algo de fruto seco. Era entretenido masticarlas, pero no podían sustituir una comida.
No sabía qué hora era cuando terminé de repasar los accidentes gramaticales, pero aunque apagué la luz continuaba excitado, sin sueño. Mi padre se había levantado varias veces recorriendo el pasillo de un extremo a otro. Podía distinguir sus pasos de los de mi madre como un verbo de un adverbio. Los de papá siempre habían carecido de ritmo; servían desde luego para trasladarse de un lugar a otro, pero no dibujaban ninguna escritura a lo largo del pasillo. Los de mamá, sin embargo, eran pura caligrafía. Los oías avanzar e imaginabas que escribían mensajes en el suelo, tanto si iba con los pies desnudos o calzada. En una de las ocasiones en las que pasó por delante de mi dormitorio, papá abrió sigilosamente la puerta y asomó la cabeza. Hacía eso a veces, permaneciendo quieto hasta que escuchaba mi respiración: yo respiraba para él, para que regresara a su dormitorio más tranquilo. Iba a fingir que dormía cuando casi sin querer le llamé:
—Papá.
Se acercó hasta la cama y tras buscar la expresión de mi rostro entre las sombras se sentó en el borde.
—¿Cómo va el inglés? —pregunté.
Pese a la oscuridad reinante, percibí su mirada valorativa: estaba intentando calcular si había alcanzado el grado de madurez que me hiciera digno de sus confidencias. Finalmente, quizá tras decidir que sí, dijo con desaliento:
—Mal, hijo. Nunca ha ido bien. No tengo facilidad para los idiomas. Creo que nunca llegaré a aprenderlo.
Más que a mí, se dirigía a sí mismo. Yo era la excusa que le permitía confesar aquella derrota en voz alta.
—Quiero ir al entierro del abuelo —añadí.
Él salió del ensimismamiento para decir que no.
—Ya te ha dicho mamá que no puede ser. Estás convaleciente y durante algunos días no podrás pisar la calle. Las recaídas son peores que las enfermedades.
—No es por eso; es porque creéis que no tengo edad para ir a un entierro, aunque voy a cumplir catorce.
—Si estuvieras bien, lo pensaríamos.
—No importa —dije en un arranque de inspiración—, lo seguiré a través de la enciclopedia.
—¿Cómo?
—Buscaré la palabra cementerio, me meteré en ella y esperaré hasta que lleguéis con el ataúd del abuelo.
Papá me pasó la mano por la cabeza, intentando imitar ese gesto condescendiente utilizado con los niños cuando se considera que han dicho algo que no entienden, pero, ahora que nuestros ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad del dormitorio, pude percibir en él una contracción de inquietud, como cuando ves fuera lo que llevas dentro.
—Si te abrigas bastante —logró decir en tono de broma—, puedes asistir al entierro a través de la enciclopedia, pero entra directamente por la C y no te entretengas en cábala ni en cadalso. No te metas en ningún café, no tienes edad: los habitantes de las enciclopedias son en esto muy rígidos. Y no te cales, piensa que has estado enfermo hasta ayer. Camina por la calzada todo el rato, bien callado, y sobre todo, por favor, lleva cuidado con los caníbales, que en las enciclopedias suelen vivir entre los canguros y las canicas. Evita la canícula para no sudar, tampoco te conviene. No te pares en el carnaval, rodea la ceguera y en seguida llegarás al cementerio.
Comprendí de súbito que el mapa de la realidad que ingenuamente había intentado confeccionar estaba hecho: era la enciclopedia, por cuyas páginas desfilaba todo lo existente. Sentí un alivio enorme al verme descargado de ese trabajo agotador y cuando papá abandonó el dormitorio encendí la luz y cogí el diccionario escolar para hacerme una idea del orden de las cosas. El orden alfabético me pareció un poco disparatado, porque en lugar de poner la lengua, por ejemplo, dentro de la boca, entre mandíbula y mandíbula, la colocaba entre la lencería y el lenguado. Yo solía abrir de vez en cuando, a escondidas, el cajón donde mi madre guardaba su ropa interior, de forma que al imaginar una lengua y un pez junto a aquellos encajes misteriosos me rebelé brevemente contra el orden alfabético, que por otra parte parecía el único científicamente aceptado.
Luego, continué buscando palabras al azar y vi que el corazón estaba entre la coraza y la corbata, lo que tenía alguna lógica. Pero los tigres, sin embargo, vivían rodeados de tifus y tijeras. Fui a ver, pues, qué había en los alrededores de la selva y en lugar de vegetación vi selenosis y sellos. El mundo alfabético era muy peligroso porque estaba lleno de cosas inesperadas. Para buscar algo tan normal como un tenedor tenías que atravesar lugares tenebrosos y si no te fijabas bien al meter la mano lo mismo sacabas una tenia en lugar del cubierto. Y entre las sábanas, sin ir más lejos, había sábalos, un pez marino de los llamados abdominales, de unos cuatro centímetros de largo, y sabandijas. Instintivamente, encogí las piernas, miré dentro de la cama, pero no había otros reptiles que mis pies.
Una cosa parecía cierta, y es que el diccionario y su versión gigante, la enciclopedia, eran como neveras en cuyo interior las palabras se mantenían disponibles, frescas. No tenías más que abrir la puerta de ese raro objeto por la letra que más rabia te diera, la E, pongamos por caso, y ahí estaban las excitaciones, las excusas, las exoftalmias, los exordios, los expedientes, las explanadas y las explosiones, pero también las expresiones y el éxtasis. Con la ventaja, frente a la nevera, de que podías consumir todas las palabras y misteriosamente continuaban allí. No era necesario, como los yogures y los huevos, que las repusieras cada vez que las gastabas.
Aunque era inútil pretender dormir con aquella excitación, apagué la luz y cerré los ojos. Temía volver al otro lado en la misma medida en que lo deseaba, de manera que los abría de nuevo cada poco y al comprobar que continuaba en este sentía decepción y alivio a partes iguales. El alivio incluía la porción de culpa consecuente a la cobardía de no querer regresar tal como habían quedado allí las cosas.
Estiré las piernas debajo de las sábanas, intentando entrar en contacto con mi otro yo a través de las plantas de los pies, pero sentí en el tobillo el roce viscoso de un pez abdominal, un sábalo, que me obligó a encogerlas otra vez. Quizá, pensé, las cosas sienten una pasión irrefrenable por el orden alfabético y se ajustan a él al apagarse la luz, de ahí que el cabo de Hornos donde coinciden la sábana de arriba y la de abajo para dar la vuelta al colchón se llenara de sábalos y sabandijas en las horas temibles de la madrugada. De ahí también que a esas horas, contemplado desde la cama, mi cuarto pareciera un callejón.
Con estos pensamientos me dormí cuando comenzaba a amanecer y al despertar, dos o tres horas más tarde, continuaba en el mismo sitio. La decepción fue ahora mayor que el alivio, pues había soñado con Laura y necesitaba encontrarme con ella, incluso aunque tuviera la frente un poco hundida, los párpados rígidos, o le faltaran dedos de la mano, que creo que no, pues le había contado cinco: los mismos que teníamos en el lado de acá.
Entró mi madre, con la bandeja del desayuno, y arreglada ya para acudir al entierro. Dijo, quizá con idea de quitarme una preocupación, que no me pondrían más inyecciones, pero me hizo tragar dos pastillas que sabían mal. Luego, tras preguntarme varias veces cómo me encontraba y otras tantas si estaba dispuesto a quedarme solo, aseguró que volverían nada más terminar la ceremonia. Me dio la impresión de que no le apetecía ir y que intentaba utilizarme como excusa para cambiar de planes en el último momento, pero no me dejé porque quería quedarme a solas con la enciclopedia, no sólo por echarle un vistazo a aquel mapa de la realidad, sino porque confiaba en encontrar en ella una grieta por la que llegar al otro lado una vez que habían fallado los métodos convencionales.
Mi padre también pasó por la habitación para despedirse con un beso rápido. Llevaba una corbata negra y un traje gris que le quedaba un poco estrecho. Desayuné con hambre, preguntándome si sería este progreso hacia la salud el que me impedía tomar contacto con la otra parte, y cuando se marcharon, me dirigí al salón para zambullirme en la enciclopedia y conocer a fondo el orden alfabético del mundo.
Faltaba una hora para el entierro, así que en lugar de entrar directamente por la C, como me había recomendado mi padre, entré por la A. Tenía tiempo de sobra para llegar al cementerio si no me entretenía demasiado. Y al principio al menos no me entretuve: salté de ábaco a abadía y de abadía a abeja sin detenerme en nada y desde allí, corriendo, llegué a aberración. Creí que iba a gustarme ver cosas deformes e ideas anormales hasta que tropecé con las aberraciones de los sentidos, de las que huí a través de una abertura y ya no me detuve hasta Abisinia, donde había mujeres vestidas con túnicas que me llevaron a un abismo de excitación casi sin que me diera cuenta. El abismo era un lugar compuesto por un conjunto de grietas de una profundidad ilimitada abiertas en el medio de la realidad; había abismos de dolor, de amor, de alegría, abismos de pensamiento y de meditación, pero también abismos de miseria, de fealdad, abismos de tiempo, etcétera. Yo abandoné en seguida, por miedo, el abismo de la excitación, y caí en uno de dudas a través del cual salí a la región de los abonos, un lugar absurdo, aunque muy extenso, de color pardo, dominado por la pasión del mal olor.
Corrí, impaciente, con los dedos en las narices, y llegué rápidamente a la zona de los abortos, que limitaba al norte con el aborrecimiento. Mamá había tenido poco antes un aborto del que yo me había enterado escuchando detrás de las puertas. Como de todas formas no entendí sino de manera muy confusa de qué se trataba, pregunté sin obtener otra respuesta que la de que mi hermano se había malogrado. Conseguí quedarme con uno de sus zapatos, del tamaño de un dedal, que utilicé a modo de amuleto hasta que papá lo arrojó a la basura. Pensando que ahora tendría la oportunidad de conocerlo, me interné en este territorio y después de atravesar una zona llena de manifestaciones sobrenaturales, caprichosas o raras (abortos en sentido figurado, según pude averiguar), llegué a la de los abortos propiamente dichos. Eran personas sin acabar, aunque había algunos que ni siquiera habían empezado, pues no tenían boca, ojos, ni nariz, estaban cubiertos de membranas y vivían ensimismados, con tendencia a adoptar formas circulares o esféricas.
Los más parecidos a nosotros eran los fetos, unos seres con los rasgos de la cara meramente esbozados y llenos de tegumentos muy sutiles, casi transparentes, a través de los cuales se percibía la silueta de sus órganos internos. Sus cabellos eran blanquecinos, cortos y en algunos impresionaba la longitud de las uñas, que parecían muy flexibles. Después de vagabundear un buen rato entre ellos sin que me prestaran una atención especial, me acerqué a uno en el que la boca había pasado la etapa de dibujo para convertirse en una hendidura real y le dije que estaba buscando a mi hermano.
—¿Se trata de un aborto espontáneo o provocado? —preguntó con una voz de gelatina que daba a las palabras una consistencia pegajosa.
No tenía ni idea, así que hice un gesto de no saber en el que impliqué a todo el cuerpo.
—Los espontáneos y los provocados son los más comunes —añadió—, pero los hay sépticos, habituales, terapéuticos, epidémicos, morales. Están todos dispuestos por orden alfabético. La zona que has dejado atrás es la de los epidémicos, son una peste. Yo soy un aborto espontáneo. Ahí abajo empiezan los habituales. Sigue el orden alfabético, a ver si tienes suerte.
Dicho esto, se introdujo en un frasco de boca ancha, que desprendía un fuerte olor a alcohol, y se echó a dormir encogido sobre sí mismo, en posición fetal, dentro de ese líquido transparente en el que flotaba entre dos aguas. Había muchos de estos frascos a lo largo de un paisaje lleno también de algodones y gasas manchadas de sangre, y parecía que los abortos preferían estar dentro de ellos, pero no todos dormían, pues algunos permanecían con los ojos abiertos dentro del líquido y me miraban con el asombro de contemplar un cuerpo completamente terminado.
Yo me acercaba a ellos observándolos con un detenimiento un poco impertinente, como intentando encontrar en alguno un aire de familia, cuando de súbito me acordé de haber oído en casa la palabra terapéutico ligada al aborto de mi hermano. En el orden alfabético, estos abortos eran los últimos del artículo, así que tuve que atravesar la región de los habituales, que tenían cara de estar acostumbrados a su condición, y los morales, que carecían de cuerpo, pero cuya presencia se dejaba notar con vibraciones que espesaban el aire. El territorio de los provocados era inmenso y se diferenciaban de los demás porque tenían heridas punzantes en el rostro o en el vértice de la cabeza. Los sépticos estaban infectados y olían mal. Antes de llegar, situada fuera del orden alfabético, vi una tierra de nadie en la que confluían caminos procedentes de las regiones anteriores, y donde había un conjunto de abortos que se pronunciaban discursos unos a otros desde los bordes de sus respectivos frascos de formol sin que los otros escucharan a los unos. Pregunté y me dijeron que eran abortos con personalidad jurídica porque habían vivido un mínimo de veinticuatro horas después de abandonar el útero. Me parecieron insoportables.
Finalmente alcancé la región de los terapéuticos, por la que deambulé al azar preguntando por mi hermano. Cuando conseguí dar con él, resultó que era una hermana, lo que me turbó un poco hasta advertir que a ella no le importaba que la viera sin terminar. Tenía el sexo muy bien dibujado ya y unas cejas sorprendentemente pobladas. Era rosada y transparente, traslúcida más bien. Casi se le veía el corazón palpitando entre las costillas, como un pájaro. Le conté con disimulo los dedos de las manos y tenía cinco en cada una, igual que Laura. Los de los pies estaban pegados entre sí y a veces me salían cuatro y a veces cinco.
—¿Cómo estás? —pregunté tras identificarme.
—Bueno, bien, aunque ya ves cómo son aquí las cosas.
—¿Cómo?
—Inacabables. No hay nada terminado, y nunca se terminará.
En efecto, ya había percibido al respirar que a la atmósfera le faltaba algo, aunque no habría sabido decir qué, pues no recordaba de qué estaba compuesta, aparte de oxígeno. Me invitó a dar una vuelta por los alrededores, para que me hiciera una idea, y comprobé lo que ya había advertido por mi cuenta: que se trataba de un mundo inconcreto, formado por un paisaje sin cuajar por el que deambulaban, dentro o fuera de sus frascos de cristal, aquellos coágulos blandos que llamábamos abortos. Mi hermana dijo que me parecía a mi padre.
—¿Lo conoces? —pregunté incrédulo.
—Siempre que entra en este tomo de la enciclopedia pasa por aquí.
Me sorprendió el hecho de que fuéramos a detenernos en los mismos lugares, pero me gustó también la idea, pues comprendí que era un modo de estar juntos sin tener que soportarnos. Aunque advertí que la conversación con mi hermana estaba hecha de retales, no me disgustaba hablar con ella, pero el simple hecho de respirar en aquella atmósfera inacabada se convirtió al poco en una tortura, de forma que miré el reloj y le dije que tenía que irme.
—Se murió el abuelo —añadí—. Me dirigía al entierro cuando al pasar por aquí recordé que mamá había tenido un aborto y decidí hacerte una visita.
—Pero los cementerios —dijo— están muy lejos de los abortos en el mundo alfabético. Tenías que haber entrado por el tomo diez o doce.
—Ya lo sé, pero me sobraba tiempo y quería pasear.
Mi hermana me acompañó hasta los límites de su demarcación y tras despedirnos sin tocarnos (creo que nos dábamos un poco de repugnancia mutuamente) salí de allí y no me detuve en ningún sitio hasta dar con los dominios de la abreviatura, relativamente cercanos a los del aborto. No había pensado detenerme, pero me llamó la atención que en este mundo las cosas estuvieran representadas bien por un pedazo de sí mismas, bien por una contracción de sus elementos. Familia, por ejemplo, era Fam., pero maestro era Mro. La diferencia entre ambos grupos estribaba en que en uno la cosa estaba entera, aunque encogida, mientras que en el otro estaba directamente rota. Entre las rotas, además de familia (Fam.), vi pergamino (Perg.), procesión (Proc.) y mujer (Muj.), mientras que entre las contraídas o contrahechas que más me chocaron vi mártires (Mrs.), señores (Sres.) y tenientes (Tentes.). Este mundo podía evocar en cierto modo al de los abortos, con la diferencia de que aquí todo era macizo, denso, sólido, impenetrable, y allí no.
Dado que las abreviaturas se habían inventado para ahorrar tiempo y papel, componían un universo muy pequeño, que dominabas en seguida, aunque las había de muchas clases. Me llamaron la atención las de los días de la semana, que al pertenecer a la variedad de las cosas rotas quedaban de este modo: Dom., Lun., Mar., Mier., Jue., Vier., Sab. Cada jornada estaba partida aproximadamente por la mitad, así que acababas de comer y te plantabas en el día siguiente: todo sucedía a una velocidad de vértigo en este mundo abreviado. Entré en una de estas semanas reducidas por el domingo, o Dom., y me dispuse a recorrerla entera. Yo era un gigante para el tamaño de aquellos días tan cortos, así que los tenía que recorrer a gatas, como si caminara por el interior de un tubo. Cuando llegué con la cabeza al miércoles, o Mier., los pies continuaban en el lunes, o Lun. La sensación de dominio del tiempo era enorme, pues era yo el que le contenía a él en lugar de contenerme él a mí. Con un poco de esfuerzo, o quizá quitándole una letra más a cada día, podría haberme metido la semana por la boca llevándola para siempre dentro de mí, como una víscera, junto a un riñón o al hígado. De ese modo, pensé, no volvería nunca a perder el tiempo, porque mis días y mis años actuarían como una glándula corporal que segregaría duración, del mismo modo que otras segregan jugos gástricos, en vez de constituir esa especie de recipiente o vehículo que te trasladaba desde la infancia a la vejez y desde esta a la muerte.
No sabía qué ventajas podrían obtenerse de esta clase de contacto con el tiempo, pero intuía que se trataba de una forma de relación más natural que la conocida. De hecho, los relojes que llevábamos en la muñeca parecían alternativas mecánicas o prótesis de un reloj interior que quizá habíamos perdido a lo largo de la evolución, del mismo modo que, según le había oído a mi padre, estábamos perdiendo la muela del juicio a causa de una reducción progresiva de las mandíbulas.
Cuando llegué con la cabeza al domingo de la semana siguiente, hacía sol, mientras que en el viernes de la anterior, donde todavía continuaban mis piernas, había comenzado a llover torrencialmente.
Los meses también estaban reducidos (En., Feb., Mar., Abr., etcétera) dando lugar a años que pasaban en un abrir y cerrar de ojos. Corrí a través de ellos imitando el ruido del tren en el interior de los túneles, y noté que se me estiraban las piernas y me crecían la barba y el bigote a medida que avanzaba. Fue divertido hasta que a estos cambios corporales empezaron a sumarse otros de orden mental y advertí que al avanzar me convertía en otro. En ese punto, asustado, di la vuelta y recuperé en seguida mi estatura y mi manera de ser corriendo en dirección contraria.
Los meses me parecieron estaciones de metro o de tren a las que las personas llegaban con la ilusión de que les sucediera algo y de las que se iban sin que les hubiera pasado nada. Vi a muchos que, como mi padre, entraban en enero excitados con la idea de aprender inglés y alcanzaban diciembre haciendo proyectos para estudiarlo al año siguiente. La vida, en ese mundo abreviado, duraba cuatro días, así que era más fácil darse cuenta de la dificultad de lograr las cosas y de la tristeza que sin embargo proporcionaba conseguirlas.
Para recuperarme de esta sensación desagradable, salí de la enciclopedia y, al enfrentarme a los objetos familiares del salón con la extrañeza del que regresa de un viaje, comprendí que, quizá presionado por la hora del entierro o por la necesidad de recorrer entero un mapa de la realidad, había ido de un lado a otro demasiado deprisa en un orden que, como el alfabético, resulta agotador. El esfuerzo, convaleciente como estaba, me había dejado exhausto. Al levantarme del sillón para cambiar de tomo, pasé por delante del espejo del aparador y durante una fracción de segundo no me reconocí, aunque era yo, sin duda. Tenía los ojos hundidos y una orla violácea a su alrededor. En aquella época me había afeitado una docena de veces aproximadamente, y más por un afán de imitar a los mayores que por verdadera necesidad. Sin embargo, vi sobre el labio superior una sombra excesiva, producida por la acumulación de pelos largos y delgados. Lo más probable es que me hubieran crecido durante la enfermedad, aunque entonces pensé que se trataba de algo adquirido al recorrer los años abreviados y que por alguna razón no se había borrado al dar marcha atrás. De hecho, tampoco habían desaparecido otras cosas, como el sentimiento de fugacidad y de fracaso que proporcionaban los meses cuando los veías unos encima de otros. La sombra del labio simbolizaba quizá una sombra mayor que afectaba a la totalidad de mi vida y de la que ya no me desprendería nunca, ni siquiera al afeitarme. Era el precio de saber que la realidad procedía del estallido de la A y que a partir de esa explosión primordial se formaban, en un proceso de expansión semejante al del cosmos, los alimentos, los bidés, las clínicas, los dinamómetros y así sucesivamente hasta alcanzar los objetos más alejados del origen, como los yunques y los zapatos.
Aunque tenía el tiempo justo para llegar al cementerio, no quería dejar de pasar un momento por los caníbales, sobre todo porque mi padre me había prevenido acerca ellos. Cogí el tomo correspondiente, pues, y regresé al sillón. Venían detrás de los cangrejos y de los canguros, y no tenían nada que ver con la idea que me había hecho de ellos, ya que no devoraban a sus semejantes por romper la rutina, sino que esa era su rutina. Había esperado encontrar una fiesta macabra, una especie de apoteosis del mal, y tropecé con una serie de escenas domésticas donde se comían a un niño con la naturalidad y a veces el aburrimiento con que nosotros dábamos cuenta de un pollo. Por lo visto, el sabor tampoco era muy distinto, sobre todo si el pollo había sido alimentado con piensos procedentes de harinas animales. En algunas islas de las Antillas preferían comerse a sus enemigos con la idea de adquirir su fuerza y en no pocos lugares se alimentaban de los viejos de su propia tribu sin que les frenara el hecho de que hubieran estado previamente enfermos o enterrados incluso. Fue una equivocación visitar esa región de la enciclopedia porque el horror se manifestaba allí con la misma naturalidad que en las pesadillas, dejando en la conciencia un sabor a carne humana del que luego era muy difícil desprenderse. Además, había en caníbal un pasadizo que te devolvía al primer tomo para que vieras a los antropófagos, que eran la misma cosa. Curiosamente, detrás de los antropófagos venían los antropófobos, unos sujetos dominados por el terror al hombre, lo que no era raro si pensamos a quiénes tenían por vecinos.
Me fue imposible escapar de allí para acudir al cementerio porque dentro mismo de antropófobo, donde me había detenido unos instantes por solidaridad, había una grieta por la que al asomarme fui succionado hasta las regiones de la misantropía, situada prácticamente en el otro extremo de la enciclopedia, donde había hombres y mujeres de un humor tétrico que aunque se habían reunido en aquel sitio para aborrecer a la humanidad no podían evitar aborrecerse entre sí.
Noté una sensación familiar en las articulaciones y supe que tenía fiebre otra vez. Por mi gusto, habría vuelto a la cama para encoger las piernas dentro de las sábanas, aunque tuviera que perderme el entierro, pero el orden alfabético está lleno de trampas que te llevan de un sitio a otro, igual que el juego de la Oca, que consiste en que ni salgas de él ni llegues a donde te propones. Cerca de misantropía, por ejemplo, sin necesidad de abandonar el tomo, se encontraba mimetismo, de donde recordaba haber visto regresar un día a mi padre un poco trastornado. Así que me acerqué con la idea de verlo por encima y comprendí que no era para menos: se trataba de un mundo que a cada paso iba poniendo a prueba tus sentidos. Lo que pensabas que era un fruto seco se transformaba al tocarlo en una mosca y lo que habías tomado por una hoja muerta levantaba de repente el vuelo convertido en una mariposa. Toda esa confusión se podía entender, no obstante, si tenías en cuenta que eran animales muy perseguidos por los pájaros, quienes les habían condenado a llevar una vida clandestina a la que habían preferido adaptarse con tal de no desaparecer. A lo mejor ellos tampoco sabían ya quiénes eran, lo que quizá constituía un modo de defenderse de sí mismos, pues cuando estás convencido de ser esto o lo otro puedes hacerte mucho daño intentando convencer a los demás.
Lo incomprensible es que había también semillas que parecían escarabajos, de las que los pájaros se desprendían al poco de cogerlas con gesto de decepción, y granos en forma de gusano que las hormigas tomaban por larvas propias, viéndose obligadas a transportarlos maternalmente hasta el hormiguero. Toda esa confusión resultaba al principio fascinante, pero luego te dabas cuenta de que o bien no tenía sentido, o bien se trataba de un sentido malo, dirigido a legitimar el disimulo como un modo de vida. Había orquídeas que parecían cabezas de serpiente e insectos cubiertos con un falso moho que transmitían la impresión de llevar una semana muertos, y en realidad eran muertos vivientes también por el olor que despedían. Pero lo más triste de todo lo que vi fue una oruga que al descansar sobre una hoja pasaba por ser el excremento de un pájaro. ¿Valía la pena conservar la vida a este precio?
Sé que me hice esta pregunta completamente despierto, pero también que inmediatamente después me quedé dormido y escuché algo que me puso en guardia, como si me encontrara en una situación de peligro, así que hice lo que veía a mi alrededor: me quedé quieto, con la respiración cortada, intentando aparentar que era un vegetal seco o un trozo de corteza desprendido de un árbol. En lugar de sensaciones gástricas, tenía impresiones botánicas: todo muy raro.
Una mosca se detuvo delante de mí y comenzó a frotarse las patas delanteras con el gesto que hacemos nosotros cuando tenemos frío. Éramos de la misma estatura, pero pensé que aun en el caso de que me atacara tenía muchas posibilidades de vencerla, pues me pareció que su cuerpo era más frágil que el mío. Olía mal por la porquería que arrastraba en las patas, pendiente de unos pelillos como los de mi bigote, que a simple vista no se ven. Yo había matado muchas moscas en mi vida, así que estaba aterrado ante la idea de que me viera cara de asesino, por lo que acentué cuanto pude la rigidez de los labios. Su cabeza era como un huevo aplastado, con antenas, y en el lugar de la boca tenía una especie de trompa que se enrollaba como una manguera. Sus ojos estaban formados por un conjunto de celdas, en el fondo de cada una de las cuales había una suerte de minúsculo espejo en el que se veía mi reflejo, igual que esos televisores que hay en algunas tiendas, unos sobre otros, que reproducen la misma imagen mil veces repetida.
—Te he visto —dijo.
No habló en mi idioma, tampoco en inglés. Sabía aproximadamente cómo se dice te he visto en inglés. Tenía un idioma propio que sonaba igual que cuando muerdes un tallo seco, pero la entendí.
—¿A quién? ¿A mí?
—A ti, sí.
—¿Y quién soy de todos los que se reflejan en tus ojos? —pregunté para conocer sus posibilidades y las mías.
Entonces alargó una pata nauseabunda en cuyo extremo había una uña negra (pensé, por contraste, en las de mi madre) y, tocándome el pecho, dijo:
—Este eres tú.
En ese momento sentí también el contacto de una mano en la frente al tiempo que escuchaba la voz de mamá:
—Le ha vuelto la fiebre.
Abrí los ojos y vi a mi padre sacudiéndome un poco para que me despertase. Me había quitado el tomo de la enciclopedia, colocándolo sobre la mesa.
—Hola —dije.
—Venga, vuelve a la cama, que todavía no estás bien.
—¿Y el entierro? —pregunté.
Mi madre me ayudó a recorrer el pasillo. Mientras andábamos por él en dirección a mi cuarto, pensé en la mosca y no tuve ninguna duda de que aquello había sido un sueño, al contrario de mi viaje al otro lado. Luego ese lado, del que en algún momento había tenido la tentación de desprenderme con la excusa de que quizá lo había soñado, era real y tendría que hallar el modo de regresar a él para arreglarlo. Una vez en la cama, observé las cosas de mi habitación por orden alfabético y me pareció que había enfermado de nuevo, como el primer día que falté al colegio. Después de que mi madre me arropara y saliera en busca del termómetro, entró mi padre, que se sentó en el borde de la cama y me preguntó si había conseguido ir al entierro a través de la enciclopedia.
—No me dio tiempo —dije—. Me entretuve mucho con los antropófagos, los misántropos y los miméticos.
Me miró con expresión de cálculo, como si intentara medir la intensidad del viaje que había realizado, y después, tras acariciarme la cabeza con un gesto característico, se levantó y salió de la habitación.
Al poco de cerrar los ojos sentí unas plantas de los pies pegadas a las mías y comprobé que podía moverme de nuevo por mis dos cuerpos como por las habitaciones de una casa. Así que descendí hasta el punto donde ambos se unían, y tras atravesar, sin romperla, una membrana muy ligera, noté en seguida que me encontraba al otro lado. Abrí los ojos con cautela, y distinguí, a la luz de lo que me pareció un amanecer marrón, un conjunto de cuerpos dormitando o rascándose. En una de las bolsas de la estancia, formada por lo que en otro tiempo había sido un dormitorio, vi a un muchacho de mi edad convirtiendo a escondidas el adjetivo cremoso en el sustantivo crema: primero separó la raíz de la palabra del resto del cuerpo introduciendo una uña en la articulación, y luego taponó la herida con una A que extrajo del bolsillo. El resultado fue una crema espesa, de aspecto inmundo, que se le escurría entre las manos, y que él lamió con avaricia, chupándose cada uno de los dedos y recogiendo del suelo un par de gotas.
Las cosas no habían mejorado durante mi ausencia. De hecho, se habían perdido algunos colores, pues la realidad tendía al gris, presentando en general el aspecto sucio de la ceniza. Evoqué la breve expedición realizada a través de la enciclopedia, comprobando con alivio que todavía recordaba los ábacos, las abadías, las aberraciones, los abortos, las abreviaturas y los antropófagos. No tenía todo el mapa de la realidad, desde luego, eso era imposible, pero poseía su método alfabético, aunque ignoraba cuánto tiempo lograría retenerlo en la memoria. Así que me levanté y sorteando los cuerpos como pude salí a la calle, o a lo que quedaba de ella. Había dejado de llover y, aunque sin nubes, el cielo tenía la textura desasosegante del plomo. La calzada continuaba inestable, llena de pliegues en los que no era difícil caer a menos que la recorrieras por el centro. Los coches, a estas alturas, habían sido prácticamente deglutidos, aunque no era difícil tropezar con restos de sus motores o carrocerías. Alcancé el descampado con dificultad, y al pasar junto a la charca me pareció que el agua había perdido también alguno de los elementos de su composición, pues tenía el aspecto de una herida infectada y ya no se advertía en ella vida de ninguna clase. Recordé la época en que, si esperaba a que se me acostumbrara la vista, podía distinguir al poco tiempo una rana mimetizada en hoja o una tela de araña cuyos hilos brillaban brevemente por el reflejo del sol entre dos juncos. Todo aquello había sido una forma de sintaxis, un modo de ordenación de la realidad quizá no menos arbitraria que la alfabética. Pensé durante un momento en la disposición temática, o lógica, capaz de anudar en el interior de una charca a seres que, aunque diversos, eran tan dependientes entre sí, lo que no me ayudó a comprender el porqué de las cosas.
Llegué sin tropezar con nadie a la casa de mis padres, si aún se la podía llamar de este modo. Tras ascender por unas escaleras contrahechas, más que rotas, alcancé lo que había sobrevivido al desastre, que era una suerte de salón cuya periferia estaba formada por grandes vejigas procedentes de las antiguas habitaciones. Ellos estaban sentados en el suelo frente al televisor iluminado, aunque ya sin imágenes, y esta vez apenas musitaron un gruñido de reconocimiento al verme entrar. Había desaparecido el afecto, lo que casi era un alivio en aquellas circunstancias, pues yo podía soportar mi dolor a condición de no tener también que hacerme cargo del suyo.
Aunque los dos estaban muy delgados, a él se le notaba más a causa de una barba cerrada y sucia desde cuya profundidad sus ojos parecían buscar entre él y yo un vínculo ausente. Sin dejar de prestar atención a la pantalla vacía, se dedicaban a manipular con movimientos rápidos de los dedos, semejantes a los utilizados para pelar judías verdes, una serie de letras y palabras que extraían de la caja de herramientas de mi padre. Al principio me pareció que estaban convirtiendo adjetivos en sustantivos, pero pronto advertí que se trataba de algo más. Al lado de ellos había una estructura muy rudimentaria de lo que podía ser un libro abierto y con las páginas en blanco. Era evidente que lo habían construido ellos mismos cosiendo un conjunto de hojas por uno de sus costados. Su superficie era como la del agua de un estanque sin estrenar, en donde bastaría echar un par de ranas para que en seguida llegaran las arañas, las moscas, las tijeretas, las libélulas, escarabajos y el resto de pequeños animales dispuestos a formar un mundo en el que ninguno podría sobrevivir sin los otros, a pesar de no hacer otra cosa que devorarse entre sí.
Vi arrojar a mi madre sobre aquellas páginas la forma verbal vienen, y en torno a ella se formó en apenas unos segundos el ecosistema de una frase: Los demonios vienen de la sopa. Desde luego se trataba de un ecosistema disparatado, lo mismo que si en una charca común las ranas se vieran obligadas a cazar elefantes, en lugar de mosquitos, para su supervivencia. Pero constituía el principio de algo esperanzador: habían descubierto el modo de que las palabras empezaran a regresar y ponían todo su empeño en ello.
Sin dejar de recitar para mí la retahíla ábaco, abadía, aberración, aborto, antropófago para comprobar que aún no había empezado a perder facultades, me puse al lado de mi padre y me asomé a la vieja caja de herramientas, donde entre los clavos y las tuercas vi vocales sueltas y palabras rotas que él reconstruía o transformaba con una habilidad manual que jamás le habría atribuido. Al notar que le observaba con aquel interés, tomó una copa cuya P, enormemente deteriorada, cambió por una S prácticamente nueva, convirtiéndola de este modo en una cosa que los dos contemplamos con cierta aprensión, pues no sabíamos qué era. Finalmente la arrojó al libro abierto que tenía delante y al poco se formó a su alrededor una comunidad de palabras, una frase absurda, pero que constituía también un intento de reordenación del mundo: A la cosa sin edad le duele el conflicto entre la harina y el armario.
Yendo de un lado a otro de la estancia comprobé que había al menos otros dos libros, con las hojas cosidas con cordones de zapatos o alambres, cuyas páginas estaban llenas de frases sin sentido: El oído no gobernará la periferia; Comerán matrimonios sin relaciones personales; Las solapas encuentran bello el ataúd azul; Los calvos comen clavos, etcétera. Pero lo importante no era tanto el sentido como el hecho de que aquellos libros, lejos de volar, como los anteriores, permanecían allí donde eran depositados, conteniendo en su interior palabras y letras desaparecidas desde hacía tanto tiempo. Era cierto que la frente de mis padres continuaba hundida y que sus párpados no habían perdido aquella rigidez que evocaba la forma de mirar de los reptiles, pero pensé que quizá el sentido aparecería más tarde y con él el orden anterior. No me resignaba, en suma, a que aquello no fuera el principio de algo.
De súbito noté un dolor remoto en el estómago. Era tan hondo, tan lejano, que pensé que quizá se hubiera producido en el otro cuerpo. Temí no poder controlar el regreso y verme arrebatado de allí antes de hacer algo por mis padres, y también por mí mismo, la verdad, pues había comenzado a percibir cierta tirantez en el rostro, como si se estuvieran produciendo ajustes en la calavera. Así que reuní un conjunto de hojas irregulares que recogí de los rincones de la estancia aquella y las cosí con un alambre fino que encontré en la caja de herramientas de mi padre. Después, tomé una A y la coloqué con mucho cuidado en la esquina superior izquierda de la primera página. Pretendía construir ese nicho ecológico o ecosistema llamado diccionario, a partir del cual, pensaba yo, se reconstruiría la vida, aunque fuera una vida totalmente alfabética donde los ciegos fueran vecinos de los cíclopes, y las moscas de los mosaicos.
Coloqué, pues, la A, y al poco se fue formando debajo de ella una columna de palabras en la que pronto aparecieron ábaco, abadía, aberración, aborto y antropófago. Comprendí que la realidad procedía del estallido de la A, y supe que si era capaz de permanecer allí hasta que se completara el proceso vería aparecer de nuevo los bolígrafos, los calcetines, los cinturones, las cucharas, las mesas… Pero no fue posible, porque volvió el dolor lejano del estómago y me sentí arrebatado hacia la otra región o hacia el otro lado del calcetín, donde al abrir los ojos vi a mi madre tocándome la frente.
—Me duele el estómago —dije.
—Es por las medicinas, se te pasará en seguida. Ahora tienes que hacer caso y no levantarte hasta que nosotros te digamos.