Teresa no advirtió que debajo de la cama se encontraba el cadáver de Vicente hasta que tres días después de que hubiera desaparecido, dominada al poco de acostarse por una intuición áspera, se incorporó con expresión de espanto, encendió la luz de la mesilla, y al asomarse al hueco tenebroso descubrió un cuerpo que no podía ser sino el de Holgado.
Así al menos se lo refirió a la juez Elena Rincón, que levantó el cadáver y le tomó la primera declaración. La magistrada había perseguido, enloquecida, a la mujer llamada Teresa, Teresa Albor, en el metro; luego la había buscado con delirio entre las páginas de la novela No mires debajo de la cama, pero finalmente fue a encontrarse con ella fuera del libro y del suburbano, en la vida real, en la existencia cierta y lamentable del juzgado de guardia, donde confirmó lo que ya sospechaba: que el cuerpo de la diosa era una circunstancia singular, un accidente raro. Quizá el defecto necesario para resaltar la perfección del conjunto.
La juez, aturdida aún por el fragor de sus propias emociones, preguntó si la intuición que había llevado a la testigo a mirar debajo de la cama había estado precedida por algún indicio (mal olor, restos de sangre, alguna prenda de vestir fuera de sitio), pero Teresa Albor dijo que no, que todo había sido normal, excepto la intuición misma. Como quiera que a la juez le pareciera una explicación insuficiente, la mujer añadió que el propio Holgado, en algún momento de su relación, le había confesado que él era en realidad uno de esos monstruos que viven debajo de las camas de las personas imaginativas.
—Lo decía en broma, naturalmente, pero también en serio. Por eso se me ocurrió que podía estar allí y decidí asomarme.
—¿Qué le pareció el hecho de que un hombre con el que tenía relaciones le confesara que era en realidad un monstruo? —preguntó la juez intentando parecer neutral, indiferente, por encima del desasosiego interior.
—No sé, le dije que el mío había vivido siempre dentro del armario.
—¿Quiere decir que tiene usted un monstruo dentro del armario?
—Bueno, va y viene, según las épocas, pero cuando era pequeña estaba siempre escondido entre la ropa.
—¿Lo vio alguna vez? —insistió la juez desviando la mirada del rostro de Teresa.
—Los ojos nada más, un día, entre dos faldas, porque los tenía abiertos, pero los cerró en seguida y desapareció —respondió la mujer con una sonrisa justificativa, como si no supiera adonde pretendía llegar la juez ni si los intereses que representaba coincidían con los suyos. Quizá dudara sobre la conveniencia de aquel despliegue de sinceridad.
—Y si la obligación de Vicente Holgado era ser imaginario y estar siempre debajo de la cama, ¿por qué vivía fuera de ella y era real? —continuó Elena Rincón como encallada en este asunto de fantasmas.
—Bueno —insistió Teresa—, lo que él decía es que de pequeño le habían obligado a salir a la superficie forzándole a adoptar las maneras y costumbres de la gente normal. Ya digo que era una broma.
—Una broma seria, me ha parecido entender.
—Vicente era así.
—¿Pudo haber regresado a su lugar de origen para morir? —preguntó Elena Rincón componiendo un gesto de paciencia muy ensayado en el que los declarantes solían advertir una amenaza.
Entonces Teresa se echó a llorar. Estaban las dos mujeres en el despacho del juzgado de guardia, sentadas a una mesa redonda situada frente a la de trabajo, que era más severa. El aparato de aire acondicionado no dejaba de amenazar ruidosamente con enfriar la atmósfera, pero el ambiente era sofocante. Una secretaria tomaba notas de lo que se decía en un ordenador mugriento hasta que la juez le pidió que abandonara el despacho. Cuando se quedaron solas, se dirigió de nuevo a Teresa.
—¿Está segura de que no prefiere declarar delante de un abogado?
—No, no —dijo la mujer sorbiéndose las lágrimas—, no tengo nada que ocultar.
—¿Le han administrado algún calmante?
—Creo que el forense me dio dos pastillas.
—Entonces será mejor que descanse. Mañana tendrá las ideas menos confusas. Entretanto, su familia puede localizar a un abogado. Tendremos que retenerla aquí hasta entonces.
—¿Aquí?
—Bueno, en los calabozos del juzgado.
Teresa ya había pasado unas horas en esos calabozos y compuso tal expresión de espanto que Elena Rincón dudó de lo que estaba haciendo.
—Pero si esto no es un crimen ni nada parecido, por favor —imploró Teresa.
—Usted comprenda que con una exposición tan confusa no tengo más remedio que tomar precauciones —dijo la juez descargando en la testigo la responsabilidad de una solución con la que ella era incapaz de dar.
—Comencemos de nuevo —suplicó Teresa—. Le diré todo lo que necesite para que las cosas encajen.
Elena Rincón no ignoraba que estaba a punto de actuar de una manera irregular, pero decidió correr el riesgo dominada por la confusa idea de que el sentido del relato, si lo tuviera, guardaba alguna correspondencia con el significado de su vida.
—No tomaremos nota, pues. Si de lo que usted me diga deduzco que su situación es muy comprometida, daremos esta declaración por no realizada.
—Como usted quiera.
—Está bien, empecemos de nuevo. ¿Desde cuándo conocía a Vicente Holgado?
—Desde hacía un mes aproximadamente. Alquilé el local vecino al suyo para abrir mi propio negocio en el centro comercial de Arturo Soria. Mientras me hacían las obras de acondicionamiento, tuve que pedirle varios favores. También utilicé su teléfono con alguna frecuencia, así que me pasaba la vida entrando y saliendo. La relación progresó muy deprisa y desde hace diez o quince días dormíamos juntos, en su casa. Me dio una llave porque a veces no llegábamos a la misma hora.
—¿Por qué continuó durmiendo en su casa después de que hubiera desaparecido?
—Pensé que volvería. ¿Cómo iba a imaginar que estaba debajo de la cama?
Teresa Albor contó también, inexplicablemente, la escena de infancia en la que Holgado vio caer, desde debajo de la cama, unas bragas blancas sobre los tobillos de su madre y añadió, en confuso desorden, que el fallecido había cenado la noche de la desaparición en casa de sus padres. Finalmente, relató las circunstancias de la muerte del perro de su hermana.
—Pero yo estaba segura —añadió— de que Vicente no lo había matado, él no era así, y pensé que el suceso tendría alguna otra explicación. Por eso volví a su casa esa noche y las noches siguientes. Para esperarle y darle la oportunidad de que contara su versión.
—¿A qué se dedicaba Holgado en ese centro comercial de Arturo Soria?
—Él era podólogo, bueno, podólogo no, callista, pero sabía más que muchos podólogos. Se ocupaba de los pies de la gente.
La juez realizó un movimiento involuntario de pánico que intentó contrarrestar con una pregunta muy rápida:
—¿Se fijó bien en el cadáver al asomarse debajo de la cama?
—No, vi el bulto y me retiré horrorizada. Pero sólo podía tratarse de Vicente.
—Quiero decir si notó algo raro en el cadáver.
—¿A qué se refiere?
—El cuerpo no tenía pies —respondió la juez sin poder controlar un estremecimiento—. Ni los tenía ni se encontraron en ninguna parte de la casa. Una mutilación curiosa para un podólogo.
Teresa retiró bruscamente la silla e hizo el gesto característico de vomitar, pero no expulsó nada. Elena Rincón se acercó a ella y le sujetó la frente sin dejar de preguntarse qué estaba sucediendo. De qué zona de sí misma brotaba la piedad, si aquello fuera piedad y no la mera urgencia de tender la mano hacia la parte de sí misma encarnada en la testigo. Y de dónde procedía el miedo, porque estaba asustaba también. Desde su posición, veía los zapatos con el escote en pico de la mujer, la falda negra y corta como un parpadeo, la camiseta blanca con el anuncio de una marca comercial. Se había vestido o quizá la habían vestido a toda prisa y llevaba esperando a que le tomaran declaración tantas horas como arrugas había en su ropa. Estaba sudada, pero también la mano de la juez segregaba una humedad solidaria, eso pensó absurdamente.
Cuando cesaron las arcadas, Teresa Albor cogió con sus manos la mano que la juez había colocado en su frente y se puso a llorar con un cansancio del que, sin dejar de ser suyo, Elena Rincón pensó que pertenecía a las dos, lo mismo que las lágrimas. La juez no había vomitado nunca, no recordaba haber llorado desde una época remota, pero ahora lo hacía a través de aquella mujer algo más joven que ella.
—¿Y qué clase de negocio pensaba poner usted junto al de Vicente Holgado? —preguntó, porque mientras continuara preguntando estaba a salvo de lo que no entendía.
—Soy masajista —dijo, y añadió en seguida, al percibir un movimiento de rechazo en la juez—: Masajista terapéutica.
Pero ya era tarde. Elena Rincón se separó de la testigo, y casi al borde del desmayo, abandonó el despacho con una excusa ininteligible.
La juez Elena Rincón vivía en una casa antigua, con mucha madera, pasillo, y techos altos, en la que había intentado reproducir la penumbra moral que consideraba característica de la administración de justicia. Así, las ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas de un tejido estampado (espantado, se decía ella a sí misma en broma) en colores neutros, y con motivos que, de tan imparciales también, resultaban indiferentes a la vista. La luz del día sólo penetraba en las habitaciones en forma de láminas por las que resbalaba esa clase de polvo cuya observación ha sido considerada tradicionalmente un estímulo para el pensamiento filosófico. Los muebles, altos y oscuros, parecían encontrarse en la frontera misma de lo biológico, así que no era raro que por la noche, al descender las temperaturas, emitieran gemidos, cuando no los ruidos propios de alguna actividad orgánica más intestina.
Elena Rincón llegó esa noche a su casa con una agitación desacostumbrada y se refugió en la cocina huyendo de la densidad moral del resto de las habitaciones. Ella había cultivado aquella atmósfera con la esperanza de que un día pareciera natural, aunque, lejos de eso, las cortinas espesas, los tresillos oscuros y los libros encuadernados en piel habían ido languideciendo como si fueran víctimas de un clima hostil, todo resultaba falso, en especial la chimenea de madera noble, con puertas, en cuyo interior, al abrirla, aparecía encajado un televisor. Había creído que una juez no debía ver la televisión, o al menos no debía formar parte de su mobiliario manifiesto, por lo que acudió en su día a esta solución ultrajante para la chimenea y para el aparato que ahora, aunque le torturaba, se veía incapaz de modificar. En otro tiempo, algunas noches prendía el receptor, se sentaba delante de él, y al contemplar las imágenes ardiendo en el interior de la chimenea, tenía la impresión de que algo realmente grave le sucedía al mundo cuando personas como ella practicaban perversiones decorativas de esta naturaleza. El efecto, en cualquier caso, quedaba atenuado gracias a que las tristes llamas emitidas por el aparato eran en blanco y negro. Pero un día, tras el levantamiento de un cadáver muerto frente al televisor, decidió dejar el suyo encendido de forma permanente tras las puertas de madera noble. Y aunque nunca las volvió a abrir, siempre que pasaba por delante advertía un parpadeo luminoso entre las junturas, como si la chimenea estuviera encendida, aunque lo que estaba encendido era el mundo, un mundo raro desde luego al que Elena Rincón no se sentía unida por ninguno de sus bordes. La magistrada asociaba el blanco y negro a algún tipo de decencia perteneciente a una era más feliz para la humanidad, de modo que al arrebatar el color al aparato proporcionó a sus imágenes una calidad de ceniza que en su día atenuó la culpa de contemplarlas.
Más aún: gracias a la decoración que le había infligido, la casa entera parecía un espacio en blanco y negro. No había en toda su extensión una sola nota de color. La propia juez, cuando se miraba en el espejo central del armario de caoba de su dormitorio, se veía a sí misma en blanco y negro. De hecho, siempre vestía ropa blanca, negra o gris. Incluso cuando se contemplaba desnuda o en prendas interiores, comprobaba con asombro que también la carne había adquirido la textura característica de las películas antiguas, lo que le proporcionaba una turbación que cultivaba con paciencia administrativa para huir luego de ella con pudor jurisprudente.
Se había refugiado, pues, en la cocina, huyendo de la pesadilla decorativa que ella misma había creado en el resto de las habitaciones, y sentada a la mesa en la que solía tomar un yogur por las noches, bebía ahora un vaso de agua sin poder apartar su pensamiento de Teresa Albor, Albor, tan implicada en el sumario del hombre aparecido debajo de la cama sin vida y sin pies. En su trayectoria profesional había levantado muchos cadáveres, pero ninguno sin pies. Se los habían arrebatado a la víctima con la habilidad con que un ladrón experto roba una billetera. Ella al menos no había apreciado en los alrededores señales de violencia, ni siquiera manchas de sangre. Era imposible que un crimen de ese tipo, si se trataba de eso, de un crimen, hubiera sido cometido por Teresa Albor, y sin embargo ahora se encontraba en los calabozos de los juzgados a punto de pasar de testigo a imputada.
Un calambre de dolor atravesó el pecho de la juez, que acudió, como defensa, al raciocinio. Un podólogo muerto, sin pies; una historia inverosímil según la cual Vicente Holgado no era en realidad un hombre, sino ese monstruo imaginario que suele esconderse debajo de la cama, o quizá en el armario… Lo primero parecía sugerir un ritual característico de un ajuste de cuentas. Lo segundo era una locura. Y la mujer que durante días había dormido en la cama bajo la cual reposaba el cadáver decía ser masajista…
La juez había dado por sentado que la testigo se dedicaba a esa forma de prostitución atenuada que se anunciaba en los periódicos bajo la apariencia del masaje. Pero ahora se sentía culpable, pues quizá era una masajista de verdad, significara lo que significara eso. De hecho, algunos compañeros suyos utilizaban el masaje como una forma de relajación, de descanso. Ella misma había estado tentada de acudir a un centro especializado, pero entre el deseo y la decisión se había interpuesto siempre una suerte de rechazo instintivo que la testigo había hecho aflorar al informar a la juez de su dedicación profesional.
Inquieta, se acercó al teléfono de pared que había junto a la puerta de la cocina y marcó el número del domicilio del forense, aunque colgó antes de que contestaran. Le habría gustado conocer su opinión respecto a la apariencia del cadáver de Vicente Holgado y saber cuándo estaría listo el informe de la autopsia, pero temía mostrar un interés especial por el caso. Además, le daba miedo que descolgara el teléfono la esposa del forense, que conocía su voz y tal vez sospechaba que entre Elena Rincón y su marido había habido algo o quizá continuaba habiéndolo.
Tras colgar el teléfono, fue a la nevera y sacó un yogur que empezó a consumir despacio. Sabía que cuando terminara de cenar (ésa solía ser su cena, pues odiaba los sucesos digestivos) tendría que salir de la cocina y enfrentarse a la casa. No sólo al pasillo forrado de libros, y doblemente estrecho por lo tanto de lo normal, sino a su dormitorio, en el que esa noche, cuando ella llegara, quizá ya estuviera debajo de la cama el monstruo de debajo de la cama, con el que no se relacionaba desde hacía tantos años, desde su infancia…
En esto, sonó el teléfono y antes de descolgarlo cruzó los dedos deseando que no fuera su padre, aunque su padre estaba muerto, no podía ser él. Era el forense.
—Has sido tú la que has llamado y has colgado —dijo entre la interrogación y la afirmación.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Qué clase de forense sería si no fuera capaz de distinguir una llamada de ultratumba?
La magistrada dio un respingo de terror y luego observó la cocina calculando qué sería menos comprometido, si dormir allí, a salvo de las amenazas del resto de la casa, o invitar al forense a pasar la noche con ella. Durante unos instantes, de súbito, comprendió que su vida era una historia de pánico. Si prestaba atención, podía oír al terror aullar por las habitaciones en busca de unas vísceras, las suyas, en las que penetrar. Sólo la cocina había quedado a salvo de la locura, pese a la amenaza del microondas o al presagio de la despensa. ¿Pero qué vida no era un relato de terror, una historia de miedo?
—¿Has abierto ya el cadáver sin pies? —preguntó con ese tono de neutralidad que hasta el momento le había parecido una manifestación de la sensatez y que de súbito le parecía un desvarío.
—Sí.
—¿Y qué te parece?
—Te lo cuento en tu casa, voy para allá.
El médico forense y la juez se hallaban en la cama de ella, desnudos, observando las particularidades del techo, tan lejano. La única luz de la habitación procedía de la ventana abierta, por la que además del resplandor de las farolas penetraba el calor del asfalto, que a esas horas ascendía, invisible, hasta formar una burbuja de sofoco en la que flotaba toda la ciudad. El forense fumaba sin delicadeza un cigarrillo negro al que había arrancado la boquilla utilizando la uña del pulgar a modo de bisturí, y dejaba caer la ceniza en la mano derecha, colocada en forma de cenicero sobre su propio vientre. En esto, el hombre se volvió y observó el galán sobre el que reposaba una capa negra cuyos bordes rozaban el suelo:
—Parece un pájaro —dijo—. Un pájaro negro y grande. Quizá un buitre.
—Es un mueble espantoso —añadió ella—. Me lo regaló mi padre cuando saqué las oposiciones, para que colgara de él la toga.
—Sin duda, se trata de un mueble carroñero. Está esperando que la realidad termine de descomponerse para lanzarse sobre ella.
La juez compuso un gesto de paciencia, temiendo que el forense comenzara a hablar de su tema de conversación preferido, el fin del mundo.
—Qué calor —dijo dándole la vuelta a la almohada, buscando el fresco de la zona oscura.
—He observado que de un tiempo a esta parte —añadió el médico—, las cosas inertes están cobrando vida, una vida secreta si tú quieres, mientras que nosotros, seres en apariencia vivos, tenemos más problemas de comunicación que mi zapato izquierdo con el derecho. Seguro que nuestros zapatos se lo están pasando mejor debajo de la cama que nosotros encima de ella.
Elena Rincón comprendió que se trataba de un reproche a su pasividad venérea, aunque sabía que el forense disfrutaba con esa indiferencia que le permitía desarrollar quejas retóricas. Gozaba lamentándose, en fin, y sobre aquellos lamentos, más el desdén de ella, se había cimentado una relación irregular de la que cada uno lograba obtener siempre menos que el otro. Elena, aunque estaba impaciente por hablar de Vicente Holgado, sabía que tenía que pagar, como tributo previo, un pequeño discurso sobre el apocalipsis.
—Y si el mundo se ha terminado —dijo con expresión de fastidio, intentando acelerar los trámites—, ¿por qué tenemos que seguir nosotros pasando este calor?
—Porque hay vida más allá de la muerte desde luego. Incluso hay muerte más allá de la muerte. De hecho, la gente continúa falleciendo pese a no estar viva.
—Hablando de muertos —aprovechó ella descendiendo bruscamente al asunto por el que el forense se encontraba allí—, ¿has visto el cadáver del tal Vicente Holgado?
—¿El de los pies? —preguntó el hombre aplicando cuidadosamente, con la punta del dedo índice, una gota de saliva a la brasa de la colilla, con intención de apagarla antes de abandonarla dentro del zapato negro que asomaba por debajo de la cama.
—El de los pies, sí. ¿No podías haber cogido de la cocina un plato de café para las colillas?
—¿No podías comprar tú un cenicero?
—Tengo la idea supersticiosa de que el día en el que compre un cenicero, todo el mundo acabará viniendo a fumar aquí. En cierto modo, tú eres todo el mundo y estás aquí, fumando. ¿Qué te ha parecido el cadáver?
—Estaba asustado. No lo digo sólo por la expresión de los ojos abiertos, o por la contracción que se le apreciaba en los músculos de la cara, pese a llevar tres días muerto, me parece, sino por las cantidades de adrenalina que encontré en la musculatura bronquial y el caudal consecuente de la glucosa circulante, que habría bastado para alimentar una cadena de pastelerías durante un año. Si tienes curiosidad por saber de qué murió, te lo digo en seguida: de un susto.
—¿De un susto?
—El término no expresa en toda su intensidad el miedo que tuvo que pasar el pobre diablo debajo de la cama, antes de entregar su alma. Cuando le abrí, me dio la impresión de que todavía temblaba.
—¿Crees entonces que murió debajo de la cama o que fue trasladado allí después de que hubiera fallecido?
—No vimos ninguna señal de traslado. Murió allí, espantado por algo que sucedió debajo mismo del colchón.
—¿Y los pies?
—No había pies.
—Eso ya lo sé. Quiero decir…, ya sabes lo que quiero decir.
El forense se volvió hacia la mesilla de noche y tomó el paquete de tabaco del que extrajo otro cigarrillo al que seccionó el filtro con expresión profesional, utilizando una vez más la uña del pulgar como un bisturí. Esta vez, antes de encenderlo, arrebató al paquete la envoltura de celofán para utilizarla a modo de cenicero.
—No había pies. Pero no estaban serrados. Aún no sé cómo voy a resolver esta zona del informe sin ponerme novelesco.
—¿Por qué?
—Pues porque estaban desmontados más que amputados, como se desmontan las piezas de un motor. No se apreciaron daños aparentes en los muñones ni las señales de violencia que cabría esperar en una acción de este tipo, que suena a un ajuste de cuentas, como cuando aparece un cadáver sin lengua. O sin orejas.
—¿Y por qué no había sangre?
—Eso es inexplicable, a menos que hubiera sucedido lo que dice el tópico: que se le helara en las venas. En la vida real no, pero en una novela podría darse el caso. Yo voy a exponerlo de ese modo en el informe, pero no será fácil hacerlo verosímil. ¿A ti se te ha helado alguna vez la sangre en las venas?
—Creo que se me está helando ahora mismo, pese al calor.
—Por otra parte, juraría que los pies abandonaron el cuerpo por voluntad propia. O que se desprendieron de él como una fruta madura para vivir su propia vida. Si de verdad quieres averiguar lo que pasó, manda a la policía a buscar esos pies por las calles y cuando den con ellos interrógalos. Lo más probable es que vayan dentro de unos zapatos, incluso dentro de unos calcetines, puesto que el cadáver estaba perfectamente vestido. ¿Has averiguado si faltaba algún par de zapatos?
—No, no lo he averiguado.
—Mal hecho.
A la juez le pareció que sus propios pies adquirían un raro grado de individualidad debajo de la sábana y los movió hacia su izquierda, buscando los del forense, que se enredaron en los suyos como si también estuvieran asustados. Entonces, la magistrada percibió un roce anormal y tuvo la impresión de que en aquellas profundidades había aparecido de repente un quinto pie que negociaba algo turbio con los otros cuatro, de manera que levantó la sábana con un gesto de horror.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó el forense.
La juez contó los pies y volvió a cubrirse.
—Nada. ¿Sabes que el fallecido era podólogo?
—Razón de más —añadió él con una carcajada, disponiéndose a apagar el cigarrillo sobre una zona del celofán previamente humedecida con su saliva.
—¿Y sabes que se creía que era el monstruo que hay debajo de las camas de la gente miedosa?
—¿El monstruo de debajo de las camas?
—Sí.
—Dios mío, qué mal está todo el mundo —dijo el forense incorporándose con estupor—, cuando yo era pequeño, confiaba en que de mayor las cosas serían más fáciles.
—Más fáciles en qué sentido.
—En ése justamente. Pensé que desaparecerían los fantasmas de los dormitorios y que la gente se comportaría de un modo más razonable que mis compañeros de entonces, que yo mismo. Pero el mundo ha ido empeorando a medida que crecía, que crecíamos.
—¿Tú también tenías un monstruo?
—Yo tenía un muerto. Me defendía de él pensando que los fantasmas de los muertos éramos los vivos, de modo que él me tendría tanto miedo a mí como yo a él. De hecho, los muertos y los vivos no suelen coincidir en el pasillo.
Dos hombres dijeron algo en la calle, a gritos, y en seguida se escuchó un ruido como de lluvia.
—Riegan la calle a esta hora —dijo la juez.
Después se levantó de la cama con la expresión extraviada, y tras colocarse una bata negra, de seda, sobre el cuerpo desnudo encendió las luces del techo de la habitación.
—Tengo miedo —dijo, sentándose con los pies recogidos sobre una pequeña butaca forrada de terciopelo mudo.
El forense estaba un poco pálido también, pero intentó no perder la compostura.
—¿De qué?
—He retenido a la novia del podólogo. Ahora mismo está en los calabozos de los juzgados. Creo que es inocente, pero estuvo tres días durmiendo encima del cadáver. Además, la noche en que Vicente Holgado decidió volver debajo de la cama, había cenado en la casa de los padres de ella y por lo visto mató al perro de la hermana pequeña. Y los padres son esperantistas.
—¿Y qué tiene que ver que sean esperantistas, por favor?
—No sé, el perro muerto, el esperanto, la amputación de los pies… Sonaba todo como a un asunto de psicópatas, de secta. Con estos datos no podía hacer otra cosa.
El forense se sentó, desnudo, sobre el borde de la cama, pero casi inmediatamente dio un salto que le llevó al medio de la habitación, como asustado por la idea de que unas manos se asomaran por debajo y le tomaran de los tobillos.
—¿Sabes que has conseguido asustarme? —dijo abriendo los brazos con expresión de fastidio.
La juez Rincón temblaba encogida sobre sí misma, con la mirada fija en el rectángulo oscuro formado por el suelo y los límites de la cama. Él se acercó y la tomó por los hombros.
—No te preocupes —dijo—, ahora mismo voy a mirar debajo de la cama para que te quedes tranquila.
—No, no mires debajo de la cama, por favor.
—¿Cómo que no? ¿Qué escondes ahí? —añadió en un tono que, aunque había pretendido ser cómico, resultó dramático.
—Yo no escondo nada, pero podría estar Vicente Holgado, sin pies.
—Vicente Holgado está dentro de una nevera, en el Anatómico Forense.
Comoquiera que Elena no reaccionara, el médico hizo un gesto de virilidad, fue hasta la mesilla, cogió el mechero y con él encendido asomó la cabeza al hueco tenebroso. Inmediatamente, se apagó la llama del mechero y a continuación se extinguió también la vida del hombre desnudo, que cayó a los pies de la cama fulminado por un ataque al corazón.
Elena permaneció inmóvil hasta que cesó el ruido como de lluvia procedente de la calle y oyó que los barrenderos se alejaban hablando entre sí, y riéndose, con una naturalidad inexplicable. A partir de ese instante los acontecimientos adquirieron el ritmo de una pesadilla, depositándose en un presente estático que alteraba las leyes de la duración. Así, piensa en su padre y sin que una idea desplace hacia el pasado a la anterior, calcula la pérdida de prestigio inherente al hecho de que a la juez Rincón se le haya muerto un forense desnudo en el dormitorio. Como un ahogado inverso, ve de súbito pasar por su cabeza todo su porvenir, proyectado sobre una sábana que también es una mortaja en la que cabe, envuelto, el presente actual, que continúa estirándose, ensanchándose contra todas las leyes temporales. Con cuidado, bordea la cama y desde el teléfono de su mesilla, tras marcar un número, ordena con una naturalidad atroz que traigan una ambulancia, por si estuviera vivo, aunque sabe que no. Y sin que esa llamada telefónica haya dejado de suceder, porque todo se agolpa en un mismo instante insufrible, duda si vestir al difunto, pero no ignora que en el caso de que levantara el cadáver un forense, advertiría en seguida, por inexperto que fuera, que había sido vestido después de muerto.
No.
Quien se tiene que vestir sin embargo antes de que llegue la ambulancia es ella, aunque está muerta también, de miedo, pero se levanta a sí misma con profesionalidad y comienza a buscar la ropa sin que haya dejado de suceder todo lo anterior, pues todavía sigue pensando en su padre y llamando a la ambulancia y dudando si debe o no ponerle los calzoncillos al forense muerto. Ahora, se dice, me vendría bien aceptar que el mundo se ha acabado, y lo acepta como el que se toma un ansiolítico, aun a pesar de que haya vida después de la muerte, como demuestran los hechos. Y muerte después de la muerte, como los hechos vienen a demostrar también. Piensa en la familia del forense, la esposa, los hijos, todas esas cosas características del fin del mundo. Si tuviera valor, ella misma debería telefonear a la viuda. Ya se ha puesto las bragas blancas y el sujetador blanco. Ahora es una mujer en blanco y negro abriendo los armarios de una alcoba (alcoba, qué palabra) con un cadáver muerto a los pies de la cama. Un adúltero fallecido en plena madrugada, una adúltera viva, en blanco y negro. Ya se ha puesto la falda y ahora se coloca la chaqueta cruzada del elegante traje con el que regresó a casa ese mismo día, o quizá hace un siglo, de los juzgados. El galán, con la toga puesta sobre sí a modo de unas alas de vampiro, la observa desde el rincón del dormitorio, pero quizá considera que la realidad no está lo suficientemente descompuesta y permanece quieto. Entonces la juez advierte que ha olvidado calzarse. No se puede poner los mismos zapatos que llevaba antes, porque se encuentran debajo de la cama, donde hay un monstruo que acaba de matar al forense, valga la redundancia, de un susto, eso se dice, de modo que abre el armario una vez más y toma otros zapatos que no hacen juego, aunque nada hace juego ese día, nada. Al calzárselos, y con la sencillez característica con la que asuntos de esta naturaleza suceden en los sueños, tiene problemas con el pie derecho y entonces se da cuenta de que ese pie soldado al extremo de su pierna no es el suyo, quizá sea el del forense, o quizá el quinto pie que le pareció percibir hace poco en las profundidades de la cama, negociando algo turbio con los suyos y los del médico. Es capaz de moverlo y de mover los dedos, pero resulta evidente que no son sus dedos, ni su pie, pues hay en toda la zona una impresión como de anestesia, semejante a la que produciría un pie de corcho dotado de un sistema nervioso muy rudimentario. Entonces vuelve a recordar el momento de la noche en que sus extremidades buscaron bajo la sábana la protección de las extremidades del forense y deduce con extrañeza, pero sin espanto, que quizá en ese instante los pies se equivocaron de pierna. Así que observa desde lejos las extremidades del cadáver y le parece que el pie que cuelga del tobillo derecho del forense podría ser el suyo desde luego. Por fortuna, no sabe a ciencia cierta si es víctima de una fantasía más digna de un podólogo que de una juez o el intercambio ha sucedido de verdad. En cualquier caso, menos mal que el forense, se dice, era de formato pequeño, como mi padre, y su pie, aunque con mucho esfuerzo, entra en el ajustado zapato de la mujer, que una vez calzada, cojeando, va de un lado a otro para hacerse a la nueva extremidad, y piensa si no sería conveniente colocarle los calcetines al cadáver, para que nadie advierta que su pie derecho pertenece a la juez. Qué vergüenza. Ni siquiera sería preciso mover el cuerpo. Ningún juez, en el caso de que levantara el cadáver un juez, que ya veremos, podría asegurar que los calcetines le fueron colocados una vez fallecido. Pero cuando realiza los primeros movimientos dirigidos a la obtención de este fin suena un estruendo y tras unos segundos de reflexión resulta que no es un estruendo, sino el timbre del portero automático. Como una loca, sale del dormitorio, recorre el pasillo y al atravesar el salón percibe por entre las ranuras de la puerta de la chimenea una actividad luminosa, un baile de llamas en blanco y negro, así que el mundo no se ha acabado, en todo caso quedan las brasas, que no dejan de durar. Llega al portero automático y oprime el botón sin preguntar quién es. En seguida aparecen dos chicos jóvenes, de blanco, con una camilla y una chica muy joven también, quizá una becaria o algo parecido, con un estetoscopio. No tiene experiencia, se dice la juez. No se atreverá a decir que el cadáver está muerto si yo afirmo que todavía le late el pulso. Soy juez, he levantado muchos cadáveres en mi vida y sé cuándo están muertos y cuándo no, se dice, y éste no está muerto. Llévenselo, llévenselo.
La doctora joven manipula el cuerpo del forense, le aplica una sonda, le golpea en el pecho con los puños cerrados, como si estuviera disgustada con él. Elena tiene miedo de que alguien se fije en el pie derecho del forense y advierta que no es suyo, que no es suyo. Uno de los chicos jóvenes pregunta a la juez qué ha pasado y la juez asegura que el moribundo (el moribundo) vio algo que le asustó debajo de la cama cuando se asomó en busca de los calcetines. El muchacho se agacha mientras la doctora joven inicia otra tanda de puñetazos y al poco se incorpora con el gesto de que allí debajo no hay nada, intercambiando una expresión de extrañeza con su compañero. La médico sorprende el intercambio masculino y se vuelve hacia la juez cruzando con ella una mirada de solidaridad. Algo se han dicho la una a la otra sin hablarse, el caso es que la médico da orden de que lleven al muerto a la ambulancia. No será levantado por un juez. En las pesadillas a veces aparecen momentos de respiro, así que el muerto es colocado sobre la camilla y todos corren para salvarle la vida hacia la puerta por los estrechos pasillos de la casa a oscuras. Al atravesar el salón, la médico percibe la actividad luminosa procedente de la chimenea falsa, cuyas puertas, aunque cerradas, dejan escapar algún fulgor por entre sus junturas.
—¿Hay fuego con este calor? —pregunta a la juez.
—Es la televisión —responde Elena, que cojea del pie derecho, aunque podría haber dicho que era la vida lo que ardía allí dentro, al contrario de lo que arde aquí afuera que parece más bien una novela de misterio como la que empezó a leer por encima del hombro de una pasajera, en el metro, y en cuyo interior se ha caído como por un agujero inexplicable que la aleja cada vez más de la existencia real, de la televisión.
Dado que Elena no ha sido nunca coja, tiene dificultades para seguir a la comitiva por las escaleras (en el ascensor no cabía el cadáver horizontal). La médico la contempla entonces con piedad y le ayuda a bajar y a introducirse luego en la ambulancia, junto al cadáver desnudo y muerto, sobre el que los auxiliares han colocado desordenadamente su ropa, toda su ropa a excepción de los zapatos y de los calcetines, que deben de estar aún debajo de la cama. Inexplicablemente, nadie ha advertido todavía que el pie derecho del cadáver es asimétrico respecto del izquierdo.
No hubo autopsia. La joven médico firmó un certificado de defunción convencional, un infarto de tantos, uno más, de modo que la juez no tuviera que prestar declaración ni nada parecido. Elena Rincón, tras asegurarse de que habían avisado a la familia del forense muerto, y antes de que llegaran la viuda y los dos o tres huérfanos, huyó de las instalaciones sanitarias y alcanzó la calle cuando comenzaba a amanecer. En realidad, no estaba tan segura de salir a la calle como a un nuevo capítulo de su existencia dominado por el misterio. Renqueando del pie derecho, presa de una felicidad inexplicable, subió por Francisco de Sales en dirección a Reina Victoria, y a medida que incorporaba la cojera a su sistema de percepción espacial, notó que iba penetrando en zonas de su vida a las que cuando caminaba bien ni siquiera se había asomado, como si no existieran. Al atravesar una calle, vio una zapatilla deportiva volcada sobre la acera. Era de las de cámara de aire y sintió lástima por ella, pues le pareció que estaba agonizando. La tomó de un cordón y la depositó en una papelera, pensando que fallecería más a gusto en privado que a la vista del público. Recordó haber leído en No mires debajo de la cama una escena en la que una zapatilla deportiva con cámara de aire presentaba dificultades respiratorias. Aún no había terminado la novela. Quizá aún estaba leyéndola, leyéndose, y se leyó tomando un taxi en el que penetró con las dificultades propias de una coja reciente.
Llegó a casa cuando la ciudad se ponía en movimiento. Todavía no habían retirado del portal los contenedores de la basura, alrededor de los cuales vio un par de zapatos negros, muy enfermos también, y una sandalia suelta, desconcertada. Recordó otra novela de su juventud, una de las pocas que había leído entre oposición y oposición, en la que las ratas empezaban un día a salir de las cloacas, como los zapatos de debajo de la cama, y esa presencia era luego el anuncio de la peste.
Entró sin miedo en la vivienda, aun sabiendo que Vicente Holgado, que todos los vicentes holgados posibles e imposibles, estaban debajo de su cama. Habían estado siempre allí, mientras ella estudiaba leyes absurdas, o se dejaba la vida en aquellos exámenes para acceder a la víscera más sucia del Estado, la Justicia. Fue directamente al cuarto de baño y tras desnudarse en blanco y negro se metió bajo la ducha de agua fría. Luego tomó la esponja y recorrió con ella todo el cuerpo dejando para el final el pie derecho, que era como un pie de madera en proceso de incorporación a su sistema locomotor y nervioso. Esperaba que la viuda del forense no advirtiera que enterraban a su marido con una extremidad que no era suya, y le agradó la idea de que su pie fuera a ser sepultado formando parte del cuerpo de otro. Cada vez le gustaba más el cambio. Era como aceptar que tenía capacidad para ser varias mujeres a la vez, incluso varios hombres. Al salir de la ducha, se sentó en el taburete y se cortó las uñas de los dedos del pie derecho, que el forense, si el pie era del forense, tenía muy abandonadas. Luego cogió una escoba de la cocina, se dirigió al dormitorio y con el mango del utensilio, sin llegar a asomarse, extrajo de debajo de la cama los zapatos del médico. Sólo encontró un calcetín. El otro, pensó, se lo habían comido. Los zapatos eran negros, de cordones, y estaban muy agrietados. Se probó el derecho y le encajaba como un guante. Cojeaba menos con él tal como comprobó dando un paseo desde su dormitorio al salón en el interior de cuya chimenea continuaba ardiendo la realidad. Achicharrándose, pensó la juez con la conciencia de que debajo de todas las camas del mundo y en el interior de todos los armarios estaban sucediendo cosas inexplicables a las que la población permanecía ajena. Por un momento pensó en ir al juzgado con el zapato del forense en un pie y el suyo en otro, pero le pareció cruel separar los zapatos de la misma pareja, de modo que los guardó en el armario, por si más adelante decidiera enviárselos a la viuda.
Una vez vestida, bajó a la calle cojeando y se metió en el metro, en donde ese día no buscó ansiosa a Teresa Albor porque estaba detenida o retenida en los calabozos del juzgado. De todos modos, le pareció una ausencia escandalosa, como si en el momento más apasionante de la lectura de una novela el lector tropezara con una o varias páginas en blanco. Tantas páginas en blanco como estaciones, pues. Llegó al juzgado y sin entrevistarse con la detenida ni consultar con el fiscal firmó el decreto por el que Teresa Albor quedaba en libertad. Luego recuperó el libro No mires debajo de la cama de la mesa del juzgado de guardia y lo guardó en su bolso, desde cuya hondura sin embargo continuaba llegándole levemente el sufrimiento de los personajes, como cuando sacan la muela a alguien y uno nota en la encía propia algo de aquel dolor lejano.
Durante los días siguientes, como no cediera el calor, los bares comenzaron a sacar a las aceras sus mesas y sillas, de las que en seguida brotaron numerosos clientes que hablaban entre sí con vehemencia tras el sordo invierno. La juez Rincón fue atacada por una suerte de optimismo orgánico del que fluía, como de un grifo mal cerrado, un caudal invariable de dicha. Se había comprado un bastón con el mango de plata para amortiguar la cojera del pie derecho y por las tardes salía a pasear disfrutando de un sentimiento de distinción inédito que curiosamente residía en la minusvalía. Cuando pasaba por delante de las terrazas veraniegas, dibujando sobre la acera una caligrafía misteriosa con la punta del bastón, notaba sobre sí miradas de asombro o de envidia que ella jamás, hasta entonces, había provocado.
Perdió el miedo a su casa y al dormitorio, como si la muerte del forense hubiera constituido un tributo gracias al cual Vicente Holgado no necesitaría atacar en mucho tiempo. Es más, mantenía con el monstruo de debajo de la cama unas relaciones que aunque turbadoras no incluían sensación alguna de peligro. Así, cuando entraba en el dormitorio lo primero que hacía era descalzarse y con sus pies desnudos (el derecho completamente masculino), más el apoyo del bastón, caminar de un lado a otro para justificar la existencia del habitante de la oscuridad. Luego, presa de una excitación que le parecía peligrosa y necesaria al mismo tiempo, se sentaba sobre el borde de la cama y levantándose la falda se bajaba las bragas blancas, dejándolas caer sobre los tobillos, donde las retenía durante unos segundos antes de desprenderse de ellas para meterlas en el interior de un zapato. Cuando intentaba explicarse la rara dicha que todos estos movimientos le proporcionaban, se decía a sí misma que estaba descubriendo callejones mentales de los que el estudio de las leyes le había obligado a permanecer alejada.
A veces se acordaba de su pie derecho, enterrado con el cuerpo del forense, y tenía la tentación de ir a buscarlo, como el zapato impar de la novela, pero finalmente combatía la nostalgia de él con la satisfacción de haber roto la endogamia cruel que era común en las extremidades corporales del resto de la gente. Las zonas dobles, pensaba ella, como los pies, las manos o los ojos, deberían, si no tener distinto sexo, sí al menos romper la simetría perversa con la que el universo fingía extenderse, cuando no hacía más que reflejarse. Esos días se habían puesto de moda unos zapatos veraniegos cuyos colores, aun perteneciendo al mismo par, eran distintos. Y aunque estaban pensados para chicas muy jóvenes, la juez se compró un juego de estos zapatos asimétricos con el que le gustaba salir a la calle incluso para ir al juzgado.
Con frecuencia, pensaba también en Teresa Albor, aunque había decidido no verla hasta que el proceso en el que se hallaban inmersas ella y sus extremidades se hubiera completado. De ahí que por si acaso no tomara el metro últimamente. Iba en taxi al juzgado y a poco comunicativo que fuera el conductor le contaba que se había vuelto coja, como si en vez de tratarse de una incapacidad fuera una filosofía nueva, quizá una religión. Un día coincidió con un taxista que se había vuelto tuerto con semejante entusiasmo al que ella mostraba por la cojera, aunque no le era posible proclamarlo por miedo a que le retiraran la licencia.
—Con un solo ojo —añadió— se pierde profundidad. Lo veo todo en el mismo plano, como si la realidad fuera una pintura, pero no he tenido ningún accidente.
Los dos estuvieron de acuerdo en que tanto la ceguera parcial de él como la cojera de ella constituían un prodigio que les había puesto en contacto con lo asimétrico, lo desigual, lo desproporcionado. Y el sentimiento de la desproporción permitía emprender iniciativas socialmente imposibles desde la perspectiva anterior. Así, una tarde la juez Rincón introdujo los zapatos del forense muerto en una caja y fue con ellos a visitar a su viuda.
—Le traigo los zapatos de su marido —dijo cuando la mujer le abrió la puerta, extendiéndole el bulto con la mano izquierda, en un movimiento poco natural que acentuaba la presencia del bastón en la mano derecha.
La viuda tomó la caja con expresión atónita e invitó a pasar a la juez, que de este modo pudo comprobar que también la vivienda del forense tenía cortinas espantadas y penumbra moral, como si, pese a sus ironías, el médico hubiera creído en algún tiempo en la severidad que implicaba ser médico. Las dos mujeres tomaron asiento en un salón oscuro, pero fresco.
—Cierro completamente las persianas cuando sale el sol y no las abro hasta el anochecer. De este modo conservo el ambiente a buena temperatura —dijo la viuda bajando la mirada, en dirección al suelo. La juez Rincón escondió el pie derecho detrás del izquierdo por miedo a que la mujer reconociera la extremidad de su marido, aunque si la reconoció no dijo nada. Sin duda, aquella entrevista era posible porque funcionaba la solidaridad entre mujeres que la juez hubiera experimentado a lo largo de su carrera con algunas detenidas y, más tarde, también con la médico que firmara el certificado de defunción del forense.
—Con todos estos disgustos me he vuelto coja —dijo la juez en un momento en el que la viuda lanzó una mirada enigmática sobre el bastón.
—¿No lo era ya en vida de mi marido?
—No, no, fue después.
La viuda puso cara de decepción o de sorpresa, como si no comprendiera, pues, qué podía haber visto el forense en ella.
—A los hombres les gustan las cojas —dijo.
A continuación abrió la caja que le había llevado la juez, sacó uno de los zapatos, el derecho, y permaneció observándolo durante algunos segundos con expresión filosófica.
—Así me siento yo —dijo—, como un zapato sin pareja. Y vacío. Pese a sus infidelidades, éramos la mitad el uno del otro.
—Pero la soledad también tiene sus ventajas —dijo la juez para darle ánimos—, piense en eso.
—Será que todavía no he probado esas ventajas. No soy una mujer compleja.
—Necesita tiempo —añadió la juez.
La viuda cerró la caja de zapatos dejando dentro, completamente solo, el zapato izquierdo del forense, y ofreciéndole el derecho a la juez Rincón:
—Tenga, quédese usted con éste, de recuerdo.
La juez abandonó la casa de la viuda con el zapato derecho del forense en la mano izquierda, y al poco encontró una cabina telefónica desde la que llamó a su padre para decirle que ya no eran los jueces quienes movían el mundo, sino las cojas.
—Pero no te preocupes, papá, me he vuelto coja —añadió dejando grabado su mensaje en la cinta del contestador automático a través del que se comunicaba con el más allá.
En ese instante pasó una mujer coja especialmente distinguida por la acera, así que la juez se despidió precipitadamente de su padre y salió decidida a seguirla con el zapato derecho del forense colgando de su mano izquierda. Había pensado dirigirse a ella, para ver si era posible establecer algún contacto con aquel universo al que acababa de acceder, pero la mujer se metió en seguida en un portal oscuro, antiguo, donde curiosamente había una placa en la que se anunciaba la existencia de una sociedad esperantista, y desapareció.
Ya en casa, observó el zapato del forense por dentro y no logró ver sus límites de tan profundo como era. Le pareció un zapato viudo, desde luego, y comprendió, al contemplar la expresión ansiosa de su lengüeta, la dificultad existencial de llegar a ser uno después de haber sido dos durante tanto tiempo. Le hizo un espacio en la zona de la cocina más cercana al patio de tender la ropa y compraba para él calcetines negros de fibra, muy baratos, que abandonaba en el suelo o dejaba a medio salir del cesto de la ropa sucia.
Como quiera, por otra parte, que en seguida adquiriera la costumbre de recoger los zapatos impares que encontraba en la calle, pues el calor o la peste continuaba sacándolos de sus escondrijos haciéndolos aparecer en las aceras con expresión de alarma, el zapato derecho del forense tuvo pronto tanta compañía de otros viudos o impares como él, que la angustia anterior fue dando paso a un gesto de serenidad, de aceptación, que se manifestaba en la posición de la lengüeta. Eso al menos le pareció a la juez.
En cuanto a Vicente Holgado, la investigación policial continuó durante algún tiempo sin producir ningún efecto aclaratorio. No aparecieron los pies, ni unos zapatos negros, de cordones, que según comprobaciones posteriores habían desaparecido también de debajo de la cama, quizá con las extremidades del cadáver dentro de sí. Elena Rincón supo que la policía había molestado todavía un poco a Teresa Albor y a su familia, pero no hallaron pruebas concluyentes de su participación en el crimen y acabaron por dejarles en paz. El caso, en cuya instrucción puso la juez un afecto especial, permanecía archivado, aunque latía dentro del archivador como la novela No mires debajo de la cama dentro del bolso de la magistrada.
Un día, al atravesar el salón de su casa, la juez notó que había aumentado la actividad luminosa en el interior de la chimenea. No necesitó abrir la puerta para darse cuenta de que la realidad ardía con una furia desacostumbrada, como si anunciara su fin. Entonces decidió que había llegado el momento.
Esa tarde, se acercó al centro comercial de Arturo Soria y buscó, sin dar con él, el establecimiento de masajes de Teresa Albor, a quien encontró en cambio al otro lado del mostrador de un negocio cuyo rótulo decía: HOSPITAL DEL CALZADO.
Los zapatos heridos o gravemente enfermos reposaban en estanterías de madera y había, distribuidas a lo largo del local, varias hormas de hierro a cuyos lomos aliviaba el calzado presente el síndrome de encontrarse sin pie. La juez Rincón se acercó al mostrador y saludó a Teresa con un estremecimiento al que la mujer respondió con un escalofrío.
—Venía con intención de darme un masaje —dijo la magistrada.
—No llegué a abrir ese negocio —respondió Teresa—, no era el sitio y mi padre me aconsejó montar esta tienda de reparación rápida del calzado.
—No importa —añadió la juez—, también me duele mucho el zapato derecho.
Teresa Albor hizo pasar a la magistrada al otro lado del mostrador, y aunque no hizo comentario alguno sobre el bastón, Elena Rincón se sintió obligada a señalar que se había vuelto coja.
—Me volví coja —dijo.
Teresa la invitó a tomar asiento en un taburete, le quitó el zapato con un cuidado turbador y tras revisar sus entrañas introduciendo el dedo índice hasta el fondo, como palpándole una víscera específica, aseguró que no era nada de importancia.
—Si espera usted un poco, le quitamos en seguida ese dolor a su zapato.
—Esperaré toda la vida —respondió la juez con cierto patetismo fijando la atención en el título de un libro que había al lado de una de las hormas.
—¿Lo ha leído? —preguntó Teresa al observar el interés con que la juez miraba su ejemplar de No mires debajo de la cama.
—Estoy en la página 207 —respondió Elena.
—Igual que yo —añadió la mujer—, yo también estoy en esa página. Qué raro.
—FIN—