Tres

Al sonar el despertador, Vicente Holgado se incorporó aturdido entre las sábanas y se sentó en el borde de la cama con los codos sobre los muslos, ocultando la cara entre las manos. Intentaba arrastrar a la vigilia, desde el sueño, un tejido que se deshacía ante sus ojos cerrados como si alguien tirara del único hilo del que estaba compuesto. Cuando la mujer bostezó detrás de él, el volumen onírico desapareció transformado en una hebra que vagó por su interior hasta perderse en las simas de la conciencia. Entonces, separó un poco los dedos que le tapaban los ojos, se miró un instante los pies, y volvió a cubrírselos sobresaltado. La mujer percibió la agitación y preguntó si sucedía algo.

—Nada —respondió él desuniendo de nuevo los dedos con la respiración contenida para comprobar que ahora, al fin, estaba todo en orden—. Me había parecido que tenía los pies cambiados de pierna, el derecho en la izquierda y el izquierdo en la derecha.

La mujer se arrastró hasta el borde de la cama ocupado por Vicente Holgado, asomó la cabeza y contempló divertida sus extremidades.

—Están bien —afirmó riendo—, la cabeza es lo que no tienes en tu sitio. ¿Por qué has organizado tanto lío esta noche?

—Me fallaron los pies, los dos, al levantarme para ir al baño y me golpeé contra el galán.

—Ese trasto —añadió ella, lanzando al mueble una mirada áspera.

—He tenido una pesadilla por culpa de esa novela sobre zapatos que lees en el metro —dijo Vicente señalando un libro que había sobre la mesilla de noche.

No mires debajo de la cama —apuntó la mujer.

—Como se llame. Anoche, después de que te quedaras dormida, me desvelé un poco y comencé a leerla, para coger el sueño. Creo que en lugar de dormirme me caí dentro de ella. Aún no estoy seguro de haber logrado salir. Qué espanto. Y con este calor…

—¿Pero qué soñaste?

—No sé, no me acuerdo de nada.

Vicente buscó a tientas, con los pies, las zapatillas de cuadros y una vez localizadas atravesó la habitación para dirigirse al pasillo. Vivía en una casa antigua, con los techos muy altos, en la que el cuarto de baño se encontraba algo alejado del dormitorio principal. Al cepillarse los dientes notó en la encía un dolor lejano, que parecía proceder de otra boca incomprensiblemente asociada a la suya. Se detuvo un instante para comprender lo que estaba sucediendo, y entonces reparó en el sumidero del lavabo como si lo viera por primera vez. La contemplación del agujero, cuyos labios estaban protegidos por un aro de metal, produjo en él un efecto hipnótico muy breve durante el cual le asaltó la certidumbre de que un destino misterioso le aguardaba entre los pliegues de la vida cotidiana. Luego, al abrir el grifo de la ducha y colocarse bajo el chorro de agua, pensó que si Teresa continuaba durmiendo regularmente en su casa, tendría que acometer algunos arreglos. De hecho, ella se había quejado de la falta de intimidad del cuarto de baño, cuya puerta no encajaba bien en el marco. Ninguna encajaba, tampoco la del dormitorio, ni la de la cocina. Y el suelo, especialmente en los alrededores de la bañera y el bidé, presentaba grietas por las que, con la llegada del calor, desaparecían algunos insectos al encender la luz.

A Holgado no le disgustaba el piso: tenía un precio razonable y estaba en pleno centro de Madrid, en la calle Fuencarral, cerca de Tribunal, donde siempre había querido vivir. Su único defecto es que se encontraba alejado de la consulta de callista que había abierto el año anterior en un moderno centro comercial de Arturo Soria, adonde tenía que llegar en un medio que detestaba, el metro. Por otra parte, las grietas del suelo, las irregularidades del pasillo, las durezas de las ventanas y el deterioro general de la vivienda sugerían una existencia austera que él relacionaba con una versión civil del ascetismo.

Mientras se dejaba golpear en la nuca por el agua fría de la ducha con la esperanza de que le arrancara, junto al sudor, la sensación de extrañeza con la que se había despertado, contempló sus propios pies sobre el suelo de la bañera desportillada y sintió por ellos un poco de piedad. Estaban enrojecidos y ligeramente escariados por una micosis crónica de la que no lograba curarse, aunque tampoco ponía demasiada pasión en ello. En casa del herrero, cuchillo de palo, se dijo.

Cuando regresó al dormitorio, la mujer llamada Teresa continuaba entre las sábanas, balanceándose en una especie de duermevela que le proporcionaba una sonrisa hueca, algo maléfica. Antes de que Vicente comenzara a vestirse, le provocó para que se metiera en la cama y él lo hizo, volvió, y se trabaron el uno al otro con todos los apéndices de que disponían reproduciendo, sin grandes variantes, el cuadro pasional que venían reeditando desde diez o quince días antes. Pero ella quería estar segura de que Holgado continuaba sin quererla y pidió que se lo repitiera.

—No te quiero —respondió él—, de sobra lo sabes.

—A veces —insistió Teresa— tengo la impresión de que haces proyectos para nosotros, como si estuviéramos enamorados.

—No son proyectos, son cálculos.

La violencia estremecedora de su encuentro se debía en parte a la seguridad de que no se amaban. Los dos sabían que ninguno representaba para el otro un punto de llegada, sino un lugar de tránsito hacia algo más sólido, más trascendente, más absoluto también, y el valor de reconocerlo les daba sobre el entorno una superioridad que se traducía en beneficios sexuales desde luego, pero sobre todo afectivos, pues tan importantes como sus descargas venéreas eran sus intercambios verbales, en los que se confiaban esa clase de asuntos que sólo se depositan sobre un conocido ocasional y transitorio: el taxista o el compañero de tren. La noche anterior, precisamente, al comentarle ella algunos aspectos de la novela con la que luego había soñado, Vicente le había relatado un secreto que la mujer no se tomó del todo en serio.

—¿Sabes por qué no se debe mirar nunca debajo de la cama?

—Aún no he llegado a ese capítulo —respondió Teresa con ironía—. ¿Por qué?

—Porque se trata de una dimensión ajena a la nuestra, aunque la tengamos tan cerca —dijo él.

—¿Y tú por qué sabes esas cosas?

—Porque yo soy el monstruo de debajo de la cama.

—¿Qué haces aquí arriba, pues?

—Cometí el error de salir, me sacaron más bien, y desde entonces arrastro una vida penosa, disfrazado de ser humano, para no llamar la atención, con esta masa muscular y estas terminaciones nerviosas y esta epidermis en la que no acabo de encajar.

Teresa había soltado una carcajada oscura que salió por la ventana del dormitorio, como un murciélago que se hubiera colado en ella por equivocación. El calor se había adelantado ese año y aunque estaban a primeros de mayo hacía la misma temperatura que a finales de junio, de modo que dormían con la ventana abierta para beneficiarse del fresco de la madrugada.

Tras el intercambio amoroso matinal, Vicente Holgado se vistió, se puso unos calcetines negros y dudó entre los mocasines que había llevado el día anterior y los zapatos de cordón, que eran más cómodos, aunque estaban muy sucios. Finalmente, se inclinó por éstos, no sin murmurar un par de imprecaciones.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Teresa, que estaba intentando regresar al aturdimiento anterior al sexo.

—Que los mocasines me hacen daño y los de cordones están sucios.

—Limpia los de cordones —dijo ella.

Una vez calzado, Vicente se incorporó y cogió la chaqueta del galán pidiéndole disculpas. Hacía estas bromas con el mueble desde que Teresa, al verlo, dijera que le parecía un espía.

—Mi padre —había añadido— tiene uno de la misma familia, pero éste es más serio aún. Seguro que es su jefe.

Cuando estaba preparando el café, entró Teresa en la cocina con un pijama de él en cuyo interior se le perdían los brazos, y las piernas. Se había recogido el pelo en una cola de caballo muy tirante que acentuaba el gesto de interrogación, o de perplejidad, característico de su mirada. Durante el desayuno, y como continuara ensimismado, volvió a preguntarle por la pesadilla.

—Sucedía algo con unos zapatos, como en la novela —respondió él vagamente—, pero en el sueño eran los míos. Y los tuyos, creo.

—A lo mejor mezclaste la historia del monstruo de debajo de la cama con el argumento del libro y formaron una combinación explosiva.

—Lo del monstruo de debajo de la cama no es ninguna historia. Está demostrada científicamente su existencia.

—Pues yo nunca tuve un monstruo debajo de la cama —concluyó Teresa—. El mío estaba en el armario.

—El de la cama y el del armario son el mismo. Viven en un sitio u otro dependiendo del carácter del usuario. El mío vivía debajo de la cama. Me convertí en él al darme cuenta de que era el único modo de perderle el miedo. De pequeño, me escondía bajo el somier y pasaba allí las horas vigilando los zapatos, las zapatillas, las botas del colegio, a las que sólo faltaba que alguien les diera un soplo para que cobraran vida. Por aquella época vi mi primer muerto, y quizá por el modo en que lo habían amortajado me pareció que tenía algo de zapato grande.

—Eras un poco raro, ¿no? —dijo Teresa sin abandonar el tono irónico anterior, aunque matizado por un gesto de desagrado, como para indicarle que quizá estaba llevando la broma demasiado lejos.

—¿Raro? No. Simplemente me metí debajo de la cama, vi lo que había y comprendí que se trataba de un ecosistema con sus leyes y su ausencia de leyes, como todos los conjuntos biológicos. Ahora sé por qué no nos hemos enamorado tú y yo: no soy tu monstruo azul.

—¿El mío tendrá que salir del armario? —preguntó ella regresando a la broma.

—Seguramente. Quizá encuentres alguna información en el libro sobre zapatos.

—Del que no logras escapar por lo que veo. ¿Y hasta qué edad dices que estuviste debajo de la cama?

Vicente se levantó a cerrar el grifo de la pila, que goteaba, y antes de sentarse otra vez tomó un yogur de la nevera.

—Hasta los once o los doce, no me acuerdo. Tuvieron que sacarme a la fuerza, como a un pulpo del mar.

Teresa fingió una mueca de horror y le arrojó un trozo de galleta a la cara, para que no continuara.

—Bueno, la verdad es que al principio sólo me escondía a ratos —concedió él—. Pero un día estaba jugando con unas zapatillas bajo el colchón de mis padres cuando entró mi madre en el dormitorio. Al principio pensé en salir, pero en seguida me di cuenta de que podría matarla del susto, así que permanecí oculto viendo a sus pies ir de acá para allá dentro de unos zapatos de tacón. Luego se sentó en el borde de la cama y me pareció que lloraba. Los tacones de sus zapatos se encontraban a sólo unos centímetros de mi boca, podría haberlos lamido sin que ella se diera cuenta, y entonces, de súbito, reflexioné que los pies de mi madre vivían muy lejos de su cara. Comprendí que los pies pertenecían a un mundo que no tenía nada que ver con el de las cabezas. De hecho, ellos sabían que yo estaba allí debajo, pero no dijeron nada, no podían decir nada porque en ese instante pertenecíamos al mismo mundo y teníamos la obligación de protegernos, de ser solidarios.

—¿Y todo esto que me cuentas estaba sucediendo de verdad? ¿No era una pesadilla? —preguntó Teresa sosteniendo la taza de café en el aire, con una expresión de sorpresa que podía desembocar en una mueca de espanto o en una carcajada, indistintamente.

—En absoluto —continuó Holgado ajeno aparentemente a la reacción de la mujer—. Luego, el somier de la cama se movió, como si ella se hubiera inclinado hacia un lado, y de repente unas bragas blancas cayeron sobre los tobillos de mi madre. Creo que se las quitó utilizando sólo un par de dedos de la mano derecha, así. Se descalzó también y metió las bragas dentro de uno de los zapatos de tacón, empujando el par debajo de la cama. Pensé que el zapato devoraría a las bragas, yo lo habría hecho de ser zapato, y deseé salir corriendo para no verlo, pero resistí. Ella se levantó. Deduje que estaba poniéndose ropa de casa, porque al poco introdujo una mano debajo de la cama en busca de las zapatillas, que yo mismo le alcancé sin que se diera cuenta, y abandonó el dormitorio. Esperé a que se alejara y de súbito supe que no quería salir de allí, que aquél era mi sitio, y no salí.

—¿No saliste?

—No, me quedé a vivir y creyeron que me había escapado de casa. Un compañero del colegio se había escapado de casa el mes anterior y supusieron que yo había hecho lo mismo. Me buscaron por las calles y por las estaciones sin darse cuenta de que estaba debajo de su propia cama hasta el tercer o cuarto día, me parece, cuando yo ya me había habituado. Entonces me sacaron y me dotaron de psicología, de revestimiento muscular, cutáneo, todo eso, y yo hice las cosas lo mejor que pude, pero nunca me sentí como vosotros. Luego crecí y olvidé este episodio, quizá lo censuré, hasta que hace poco, cuando encontré a mi perro muerto debajo de la cama, creo que te lo conté el otro día, me vino todo de golpe a la cabeza. Y en seguida apareciste tú con esa novela sobre zapatos en la mano…

—Déjalo ya, déjalo ya. El terror, en pequeñas dosis, por favor.

—Tampoco es para tanto —sonrió él llevando las tazas sucias a la pila, para lavarlas.

—Bueno, bueno —dijo Teresa—, al final todo en la vida tiene su explicación. Ahora comprendo tu pasión por los pies.

—Los pies saben cosas.

Vicente colocó las tazas en el escurridor y enjuagó algunos vasos que habían quedado por los alrededores mientras hablaba ahora a Teresa de un paciente al que le faltaba un pie.

—Tuvo un accidente laboral a consecuencia del cual sufrió una amputación desde la rodilla. Viene por la consulta a que le alivie un dolor terebrante en el pie que no tiene.

Teresa, que continuaba algo soñolienta dentro del pijama de Vicente, movió la cabeza como para despertarse del todo y dijo:

—Repite eso.

—Has oído bien, tiene un pie fantasma que continúa dándole molestias y llevo tratándoselo desde hace algún tiempo.

—¿Y qué haces?

—Le preparo baños de sal, con un poco de bicarbonato, en una palangana. Él se sienta, mete el pie invisible en el agua tibia y permanece allí hasta que se le calma el dolor. Los síntomas son los de una arteriopatía diabética. He pensado en mandártelo para que le des unos masajes.

—¿Para que le dé unos masajes al pie que no tiene?

—Claro.

Teresa era masajista y estaba a punto de abrir una pequeña consulta en el local contiguo al de Vicente. Se conocían porque durante las obras de reforma, que aún no habían cesado, ella le había pedido algún favor. Ahora no añadió nada y él pensó que quizá había sido una mezquindad proponerle un paciente que no tenía cuerpo en la zona, al menos, donde era preciso aplicar el masaje. Pero al principio, se justificó interiormente, uno tiene que aceptar lo que le llega. No hay otro modo de salir adelante.

—¿Me lo enviarías de verdad? —preguntó Teresa súbitamente interesada.

—Claro —dijo él algo incómodo ahora por el repentino interés de ella. Le decepcionaba que no protestara. En cierto modo, era como enviar un invertebrado a un especialista en huesos. Cerró el grifo, se secó las manos en un paño de cocina y dijo que se iba mientras ella permanecía unos instantes pensativa, como subyugada por la idea de masajear un pie inexistente. Al final salió del ensimismamiento y dijo—: He quedado con el carpintero en mi local a media mañana. Te haré una visita cuando llegue. Primero he de pasar por casa de mis padres para cambiarme. Llevo dos días con la misma ropa.

Siempre que ella hacía puntualizaciones de ese tipo, él pensaba que era un modo de decirle que aunque no se quisieran deberían regular su situación, pero él no se atrevía a dar el primer paso por miedo a ser rechazado, aunque también por el temor a que ella decidiera trasladarse en seguida. Sólo el 50% de sí, quizá el 40, deseaba vivir con Teresa. A la otra mitad le gustaba estar sola, pero parecía imposible complacer a las dos. Una vez, hacía tiempo, le confesó estas dudas a una mujer que le dijo que eso era miedo a comprometerse. Pero era miedo a comprometerse con la parte libre. La otra lo estaba deseando. Quizá Teresa, pensó, también tuviera dos mitades, pues cuando daba un paso en la dirección del compromiso solía caer en una tristeza honda, de la que costaba mucho rescatarla. Lo deseable, se dijo con una sonrisa, sería llegar a acuerdos por zonas: esta parte se casa contigo, pero esta otra permanece debajo de la cama. Venía a ser lo mismo que decir podrás entrar en todas las habitaciones de mi casa, menos en la del fondo del pasillo. Trató de imaginar cómo se sentiría él si Teresa le hiciera una propuesta de ese tipo. ¿Necesitaría violar la prohibición? ¿Y con qué parte de sí, la ocupada o la libre? Lo cierto es que los dos tenían una región secreta a la que el otro no podía acceder, pero se trataba de un lugar sin geografía, de un país sin territorio, incluso sin una lengua propia, sin constitución, sin historia.

Al salir de casa, ella le dio un beso en la puerta, parodiando el gesto de una esposa feliz al despedir a su marido, y él sintió que aquello era bueno y malo al mismo tiempo.

En el metro, de camino a la consulta, valoró, pese a su suciedad, la comodidad dé los zapatos de cordones. El día anterior los mocasines le habían dejado dolorido el empeine. Había zapatos que tenían la particularidad de adaptarse al pie como una funda, mientras que otros no perdían jamás su condición de caja. En las estaciones, cuando se incorporaba gente nueva al vagón, observaba instintivamente sus extremidades y aventuraba patologías. El mundo estaba lleno de pies, todos enfermos, y sin embargo su consulta estaba prácticamente vacía. La gente iba al cardiólogo cuando tenía problemas vasculares o al traumatólogo si le dolían los huesos. Pero nadie acudía al podólogo más que en casos extremos. Vicente Holgado era un simple callista, no un podólogo, aunque sabía más que muchos médicos sin haber estudiado una carrera. En el mejor de los casos, pensó, se prestaba a los pies la atención que a una prótesis. Él mismo tendía a descuidar los suyos, colonizados desde hacía tiempo por unos hongos resistentes a los tratamientos convencionales. Los pies de Teresa eran afilados, como cuchillos, y tenían un perfil limpio, aunque el dedo pequeño propendía a arracimarse.

La noche anterior, en la cama, ella le había dicho que sus padres querían conocerle y él no había opuesto resistencia. Al contrario. Si jugaban a ser una pareja estable, ¿por qué no hacer esta clase de fechorías? Se limitó, pues, a indagar cosas sobre su carácter y supo que la madre era aficionada a los síntomas y el padre a las herramientas (vivía de ellas, en realidad). Los dos pertenecían a una sociedad esperantista y habían enseñado este idioma a sus dos hijas, que lo hablaban con fluidez.

—A mamá —le había dicho Teresa— le encanta hablar de migrañas y cálculos de riñón. El mundo de papá, en cambio, son los cortafríos, los destornilladores de estrella, los alicates de punta redonda. Él mismo se encarga de decorar el escaparate de la ferretería como si se tratara de una boutique.

Vicente entendió que había una rara alianza de orden moral detrás de aquella afición a la enfermedad y al utillaje, pero no dijo nada. Curiosamente, a él le interesaban las dos cosas, los síntomas y las herramientas, porque tenía la impresión de que ambas se complementaban en la búsqueda de alguna forma de trascendencia. Recordó la fascinación con que había adquirido, hacía años, una herramienta multiuso: un mango del que salían, como por arte de magia, todos los utensilios prácticos, desde el sacacorchos al abrelatas, pasando por la navaja y la lima de uñas, que uno fuera capaz de imaginar. La conservaba en el cajón de la mesilla de noche y no había problema doméstico que no se pudiera abordar con ese invento. Pero tanto como unas buenas tenazas o unos alicates universales, le interesaban las enfermedades en general y las de los pies en particular.

Teresa no podría haber tenido, pues, unos padres mejores desde el punto de vista de sus afinidades (con el esperanto no había contado, aunque tampoco le molestaba por lo que tenía de herramienta práctica, de instrumento). Sin embargo, ahora, en el metro, y después de una noche tan rara, le pesaba haber respondido que estaba dispuesto a conocerlos cuando ella quisiera. Quizá había soñado algo trágico. Había sueños devastadores. Recordó la sensación de perder pie, la caída, y el golpe contra el galán, pero no qué había sucedido antes ni después del percance. Entonces volvió a acordarse del perro muerto. Se trataba de un cachorro que había recogido de la calle, por lástima, y que un día del mes pasado, al despertar, había encontrado tiritando de miedo debajo de la cama, donde murió en seguida como aterrorizado por algo que hubiera visto u olido.

Hizo un trasbordo en Gregorio Marañón y otro en Avenida de América. Tenía también la posibilidad de bajar en Alonso Martínez y desde allí ir directo a Arturo Soria en la línea 4, pero había que pisar trece estaciones, lo que temió, en su día, que atrajera la mala suerte a su negocio. Del otro modo, pese a la incomodidad de los dos trasbordos, se ahorraba cinco paradas. Le había hecho estos cálculos a Teresa, que solía acudir más tarde que él al centro comercial, y discutieron sobre si era mejor una cosa u otra. Finalmente, ella aceptó que eran preferibles los trasbordos, aunque más por una cuestión supersticiosa que de economía temporal. A Vicente le dejó esta polémica un sabor amargo, como si a través de ella hubiera descubierto que las posibilidades existenciales, en la mayoría de las decisiones diarias, no iban más allá de elegir entre el número de estaciones o de trasbordos. Pese a su irracionalidad, casi era mejor que intervinieran también los condicionamientos supersticiosos, que, si no detenían la mala suerte, hacían al menos más compleja la determinación.

Dominado por estos pensamientos turbadores, llegó a su estación y desde ella se dirigió dando un paseo por Arturo Soria hasta el centro comercial, la mayoría de cuyos establecimientos todavía estaban cerrados al público. Las empleadas jóvenes de las tiendas de modas iban de un sitio a otro con tazas de café y conversación, saludándose las unas a las otras con una familiaridad contenida.

Su consulta estaba situada en el segundo piso. TALLER DE PIES, rezaba una leyenda escrita con letras verdes, de neón, sobre la puerta. La decisión de señalar el establecimiento de modo tan agresivo había sido difícil, pero no podía anunciarse como podólogo sin riesgo de incurrir en intrusismo, y callista le parecía poco para sus verdaderos conocimientos. TALLER DE PIES era una cosa genérica: podía acudir todo el que tuviera problemas, fueran graves o no. Por lo general, la mayoría de los pacientes se presentaban con síntomas convencionales y bastaba hacerles un arreglo de media hora para que salieran de la consulta más aliviados de lo que habrían sido capaces de suponer antes de entrar.

Su escaparate, adornado con toda clase de plantillas, calzado ortopédico, y reproducciones de pies con patologías diversas, estaba flanqueado por el de una tienda de mascotas vivas ante la que se detenían los niños intentando llamar la atención de los animales, y por el establecimiento de Teresa, que permanecía en obras, sin inaugurar. Ella tampoco tenía título. No era fisioterapeuta ni nada parecido, sino autodidacta, o autóctona, como le gustaba decir en broma, y había tenido algún problema para que le dieran la autorización comercial. Finalmente, se había limitado a poner un cartel que decía MASAJES. Vicente le había sugerido que el anuncio era equívoco, pues un sector de la prostitución se había refugiado bajo este lema, pero ella no le hizo caso. Quizá podría haber añadido el término terapéutico: MASAJES TERAPÉUTICOS, pero detestaba las palabras esdrújulas. Eso dijo para zanjar la discusión.

Aquel día le dio pena entrar en la consulta. Al abrirla, un año antes, había soñado con convencer al mundo entero de la importancia de cuidar los pies. La gente ya había aceptado que era preciso acudir al dentista con regularidad, lo que constituía un progreso. De hecho, la mayoría de los jóvenes llevaban hierros en los dientes. Había días en los que Vicente Holgado contaba el número de bocas con aparatos correctores, asignándole un precio a cada dentadura, y se asombraba de la cantidad de dinero que movía la industria dental. Y eso que la gente sólo tenía una boca. Si hubiera tenido dos, como en el caso de los pies, las cifras de negocio serían astronómicas. Pero no veía por la calle igual número de zapatos ortopédicos, no porque las extremidades necesitaran menos correcciones que los dientes, sino porque la cultura de la salud no había llegado aún a esa zona del cuerpo. Los pies entraban en la consulta con cuentagotas, y a veces de uno en uno, como en el caso del paciente cojo, que por otra parte estaba más interesado en curarse el pie que no tenía que el real. La clínica, en fin, no funcionaba y el banco se resistía a renovar el crédito del que Vicente venía malviviendo. Un día Teresa le había preguntado por qué existía una palabra para designar a los que les faltaba una mano o un brazo (manco, manca) y no para quienes carecían de un pie o de una pierna.

—Por eso mismo —había respondido él—, por la falta de interés en esta zona del cuerpo, que se considera suburbial. Muchas personas creen erróneamente que los acontecimientos orgánicos fundamentales sólo se producen desde las rodillas para arriba.

Tras encender el luminoso, se quitó la chaqueta y se puso una bata de médico con su nombre bordado en rojo en el bolsillo superior. Luego, como no esperaba a nadie, se aplicó a preparar una solución para el paciente del pie fantasma. Esta vez, además de sal y bicarbonato, incluyó una porción de cinc, por experimentar. Era mejor experimentar sobre pies inexistentes que sobre los de verdad y llevaba algún tiempo con la idea de que la solución de cinc producía un efecto anestésico que aún no había ensayado sino en sí mismo. De ahí, pensó, que no le molestara mucho la micosis. A veces soñaba con inventar una medicación secreta que aliviara todo tipo de molestias. Le vendería la fórmula a unos laboratorios japoneses y él dedicaría el resto de su vida a la investigación.

Mientras la solución reposaba, abrió una vitrina donde tenía varios pies de escayola que representaban diferentes patologías, y les fue quitando el polvo uno a uno. Había pies zambos y valgos y egipcios y griegos y agrietados, y para todos tenía una palabra de consuelo. Se trataba de una de las mejores colecciones de pies de escayola existentes en la ciudad, pues no sólo había ido adquiriendo poco a poco los que encontraba en el mercado, sino que él mismo, en un pequeño taller de la trastienda, donde también hacía plantillas clandestinas (carecía de capacitación profesional para ello), había ido creando pies con enfermedades, incluso con enfermedades inexistentes, pues pensaba que más valía prevenir que curar. Entre estos pies irreales le gustaba especialmente uno con una sola uña, muy grande, bajo la que los dedos parecían roedores asustados en su madriguera. Algunos clientes hacían un gesto de repulsa al observar aquellos pies en general tan torturados, pero no eran capaces de sustraerse a su contemplación, lo que a Vicente le confundía un poco. Ignoraba si era bueno o malo tenerlos a la vista. Ahora le estaba dando vueltas a la idea de fabricar un pie con el talón de Aquiles, pero no se le ocurría cómo simbolizar esa enfermedad. Cuando hacía un pie nuevo, con una patología inventada, rompía el molde al objeto de que tuviera un valor de pieza única. Había escrito a los responsables de la Facultad de Medicina, invitándoles a acudir con los estudiantes a ver su colección, pero aún no había recibido respuesta.

A las once llegó el pie fantasma, colgando de una pierna que, desde la rodilla, era espectral también. La manga del pantalón flotaba en torno a ella y aunque no respetaba su contorno, a veces parecía dibujarlo fugazmente.

—Me ha venido Dios a ver con esta amputación —dijo su dueño abandonando las muletas sobre una silla mientras tomaba asiento en la de al lado—. He conseguido la inutilidad total y una indemnización por tratarse de un accidente de trabajo. Podré dedicarme a lo que me gusta.

—¿Y qué es lo que le gusta? —preguntó Vicente comprobando la temperatura de la solución.

—Los gasterópodos —afirmó su vecino sin apartar los ojos de la vitrina donde estaban expuestos los pies—. Si un día llego a tener una colección de caracoles comparable a la suya de pies, me sentiré feliz.

El callista colocó la palangana con la solución en el suelo y su vecino se remangó la pernera del pantalón antes de meter en ella el pie fantasma.

—¡Qué alivio! —dijo.

—Es que he introducido cinc en la solución —informó Vicente—, tiene un efecto anestésico que permanece después del baño.

Luego, disculpándose, fue a la trastienda, y abrió un archivador de madera, del que extrajo la ficha del paciente. Leyó una vez más, con aprensión, el diagnóstico, arteriopatía diabética, y se preguntó si no estaría equivocado. De todos modos apuntó las cantidades de cinc incluidas en la nueva solución y regresó a la consulta propiamente dicha, donde en ese instante entraba una mujer madura, muy atractiva, que regentaba una tienda de moda en el piso inferior del centro comercial. Llevaba tratándola dos meses de unas durezas que le brotaban en el empeine. Holgado las limaba con piedra pómez, pero volvían a reproducirse en seguida, con una obstinación que no acababa de comprender.

Abrió un pequeño biombo tras el que quedó oculto el paciente del pie fantasma e hizo sentarse a la señora en otra silla, ocupando él un taburete frente a ella. La mujer llevaba unos zapatos negros, sin tacón apenas, muy severos, que apartó a un lado después de quitárselos. Vicente tomó su pie derecho y lo pasó de una mano a otra, como quien manipula un objeto opaco, inexplicable. La paciente percibió sus dudas.

—¿Es grave? —preguntó.

—No —se apresuró él—, es pesado. Quizá te convendría llevar un calzado más deportivo.

Ella arguyó que no podía regentar una tienda de moda calzada con unas playeras y él estuvo de acuerdo.

—Te haré unas plantillas —decidió en voz alta, procurando no titubear, pues tampoco era ortopeda, aunque sabía más que muchos titulados—. Tiendes a colocar el pie de un modo que te produce muchos rozamientos. Con una plantilla le obligaremos a desviarse hacia el lado contrario.

A la paciente le gustó la idea de la plantilla, pero le pidió que le desbastara un poco las durezas y Vicente Holgado accedió a ello, primero con una navaja especial, y después, cuando alcanzó la capa más delicada, con la piedra pómez, que aunque para muchos profesionales era un recurso anticuado, él consideraba insustituible en el tratamiento de la mayoría de las durezas.

Mientras trabajaba en los pies de la señora, que ese día se había puesto unos pantalones negros, de seda, que se cerraban sobre los tobillos con una cremallera tan fina como una cicatriz, el paciente del pie fantasma canturreaba una canción antigua, de la infancia de Holgado, al otro lado del biombo.

—¿Qué tal le va a ése? —preguntó la señora en un susurro.

Vicente hizo con la mano un gesto que indicaba que ni bien ni mal, a lo que ella respondió que los males irreales eran los más difíciles de erradicar. Holgado estaba a punto de explicarle que las cosas irreales también eran reales, pero tuvo miedo de que el paciente les oyera murmurar y se sintiera aludido, así que desvió la conversación hacia otros asuntos. Luego, de súbito, ella miró la hora y dijo que tenía que irse corriendo, pues esperaba un pedido de ropa nueva. Seguiremos mañana. Ya en la puerta, le habló de una proveedora suya, de raza china, que quizá tuviera los pies vendados, porque se movía muy mal.

—A ver si la convenzo de que se quite las vendas y te la mando —dijo—, tiene mucho dinero.

Vicente asintió, dándole las gracias. Había estudiado los efectos óseos de no dejar crecer a los pies, pero no había visto ninguno sometido a esa tortura.

Cerró la puerta, volvió sobre sus pasos y plegó el biombo, apoyándolo en una pared. Luego miró la hora.

—Diez minutos más —dijo al paciente del pie fantasma fingiendo que el tiempo era tan importante como el cinc, quizá lo fuese de todos modos. En cualquier caso, era una forma de aparentar que controlaba la situación.

En eso, apareció Teresa. Se había cambiado de ropa y llevaba el pelo mojado, como si se acabara de lavar la cabeza. Vicente la contempló con asombro, quizá algo enamorado, sorprendido de gustar a una mujer tan deseable.

—Son las once y media y el carpintero no se ha presentado —dijo ella expresando su temor a que las cosas no estuvieran a punto para la inauguración del local. Había enviado ya las invitaciones y contratado un cóctel con una firma de comida preparada.

Mientras hablaba, no podía dejar de mirar el pie fantasma del cojo, hundido en el líquido de la palangana como una tortuga invisible. Vicente hizo las presentaciones y dijo que Teresa era fisioterapeuta, lo que no era verdad, pero le salió así y cuando se arrepintió ya era tarde para rectificar. Ella se inclinó sobre el pie transparente con expresión de interés profesional.

—¿Permite? —dijo tomándolo entre sus manos.

El paciente, halagado, se dejó hacer y respondió a los masajes de ella con expresión de alivio.

—Esto no es una arteriopatía diabética —dijo al fin como si discutiera consigo misma, pero tanto Holgado como el paciente oyeron el desacuerdo con el diagnóstico del callista, lo que produjo en seguida una atmósfera hostil.

—Hay un nervio dañado —agregó con seguridad—. Lo que usted necesita es rehabilitación y masajes. Tiene en el metatarso un segmento insensible.

Vicente intervino para salvar la cara, diciendo que no era incompatible el diagnóstico de Teresa con una arteriopatía diabética, pero que en todo caso había querido que ella lo viera por si consideraba indicado un tratamiento de masajes. Al paciente le gustó la idea de alternar el callista con la fisioterapeuta y Teresa le dio hora para un día de la semana siguiente en que ya estaría abierta la consulta.

Cuando el cojo salió, Vicente estuvo a punto de reprocharle a Teresa la desautorización de que había sido objeto, pero prefirió imaginar que todo aquello sucedía en el interior de un sueño, o quizá de una novela, y decidió actuar con una lógica onírica, para ver qué pasaba. Dijo:

—Nunca creí que padeciera una arteriopatía diabética, pero se trata de un diagnóstico que la gente aprecia mucho porque implica al corazón.

—El corazón —señaló ella— ya no tiene tanto prestigio como antes. Los enfermos prefieren padecer algo de hígado, qué asco de esdrújula.

—En todo caso —añadió Vicente— los órganos impares poseen más crédito que los dobles.

Ella estuvo de acuerdo en que había una pasión por la asimetría que quizá tuviera que ver con la exaltación de la individualidad.

En ese momento el carpintero de Teresa asomó la cabeza por la puerta pidiendo disculpas por el retraso. Ella se despidió comunicando a Vicente que sus padres les esperaban esa noche a cenar.

—Te dije que querían conocerte —añadió en un tono de falsa amenaza, reprimiendo la risa.

Él intentó que quedaran para comer, pero Teresa tenía que hacer cosas fuera del centro comercial durante todo el día.

—Nos veremos a la noche, en casa de mis padres. Sé puntual.

La casa de los padres de Teresa, situada relativamente cerca de la de Holgado, en Hortaleza esquina a María Moliner, era también antigua. El padre regentaba una ferretería situada en los bajos del edificio, en la que su mujer hacía de cajera. El inmueble, pese a su aspecto terminal, transmitía al visitante el sentimiento de haber accedido al interior de una reliquia histórica. El padre de Teresa atribuyó las manchas de humedad del recibidor a la «capilaridad» sin que Vicente Holgado supiera qué quería decir.

Tras las presentaciones, fueron todos a la cocina, para hacer compañía a la madre, que preparaba una cena algo especial. Vicente descubrió en seguida una hilera de hormigas que salía de debajo del fregadero y atravesaba un ángulo de la estancia para desaparecer bajo el lavavajillas. Eran tan pequeñas que no había forma de saber si iban o venían. Se acercó a ellas y las pisó de un modo aparentemente casual o involuntario, como si hubiera sido más una decisión de su zapato que suya. Teresa se dio cuenta y sin llegar a componer un gesto de censura se tensó de un modo perceptible. La madre volvió en ese instante el rostro y dijo que había descubierto debajo de la pila un nido que no se había decidido a exterminar porque le daba lástima.

—Según algunos —añadió—, las hormigas forman una red muy parecida a las que utilizamos para ir a la compra, en cuyo interior, en lugar de una sandía, va la Tierra. Si hiciéramos un agujero lo suficientemente grande, nos caeríamos. Además, no estorban y eliminan los detritus que se cuelan por las junturas de los muebles.

Vicente se avergonzó del aspecto de sus zapatos de cordones, que había olvidado limpiar antes de salir de la consulta, y trató de desviar la atención hacia las zonas altas de su anatomía, pues llevaba una corbata azul, muy cara para sus posibilidades, que había adquirido esa misma tarde en una de las tiendas del centro comercial. Una corbata de médico, pensaba él, o quizá de investigador.

El padre se encontraba sentado en una esquina de la estancia, junto a la mesa, saboreando un vaso de vino mientras revisaba con un destornillador pequeño la articulación de un cascanueces. De vez en cuando, emitía una especie de gemido de satisfacción. Parecía vivir dentro de un mundo propio que compatibilizaba sin problemas con el universo exterior.

Vicente cayó en la cuenta de que era la primera vez que conocía a los padres de una mujer con la que mantenía relaciones y tuvo la impresión de ser por ello más real que nunca. No había imaginado que las cosas evolucionaran de ese modo con Teresa, aunque tampoco le disgustaba. En cierto modo, aquella visita era como penetrar dentro de un microcosmos donde podía observar las costumbres de sus habitantes bajo la apariencia de ser uno de ellos. Tras el primer vaso de vino, tuvo un arrebato de confianza en sí mismo y se sentó de un salto en la encimera, que era un poco alta, por lo que se le quedaron colgando los pies. La familia de ella apreció ese gesto de informalidad, pero él empezó a sentir en seguida que le pesaban demasiado los zapatos sucios y volvió al suelo por el miedo fantástico a que se le desprendieran los pies de los tobillos.

—Podríamos cenar aquí —propuso Teresa dada la naturalidad con que Vicente se había integrado en el grupo familiar.

Los padres se opusieron de un modo retórico, pero las últimas resistencias fueron vencidas cuando el callista aseguró que prefería la sencillez de la cocina a la severidad del comedor. En eso, se oyó el ruido de la puerta de la calle y al poco apareció una joven con un perro diminuto sujeto por una correa de fantasía. Era Julia, la hermana pequeña de Teresa. Vestía chándal y calzado deportivo, como si viniera de correr, y mostraba al hablar un aparato corrector que produjo en Vicente una turbación infinita. Tras saludar a todos de un modo desabrido, transmitiendo la impresión de que el mundo entero y su familia estuvieran en deuda con ella, miró fijamente al callista, como si lo conociera de otra vida, o de otra novela, y luego se retiró con el perrito aduciendo que ese día no le tocaba cenar.

—Además —añadió con la voz quebrada mientras miraba una vez más, llena de asombro, aunque quizá de espanto, al callista—, estoy agotada.

Vicente comprendió de súbito por qué Teresa no era sino un lugar de tránsito hacia otro espacio, llamado Julia, Julia, ahora lo sabía. Un rayo procedente de los ojos de la chica, o de su aparato corrector, le había derribado allí, delante de toda la familia, siendo tan evidente la derrota, o quizá la victoria, que produjo a su alrededor una atmósfera irrespirable.

Tras unos instantes de silencio, la madre de Teresa se volvió a Vicente y le dijo con expresión confidencial:

—¿Se ha fijado en las playeras que llevaba mi hija pequeña? Tienen cámara de aire. Dicen que son muy cómodas, pero a mí me dan un poco de aprensión. Es como si estuvieran dotadas de pulmones. El otro día, al lavárselas, me pareció que respiraban.

—No le digas eso a Vicente, que luego tiene pesadillas con los zapatos, mamá —dijo Teresa con una expresión retórica de alarma, conteniendo la risa, o quizá el llanto.

—Es normal que sueñe con zapatos y con pies —añadió la madre—. Después de todo es callista, ¿no?

—No es por eso —aclaró Holgado—. Es que su hija y yo estamos leyendo una novela en la que los zapatos de un personaje adquieren un poco de vida y ayer soñé que eran los míos.

—A mí no me parece tan fantástico que los zapatos cobren vida —aseguró el padre, que permanecía un poco apartado de los intereses generales—. Muchas veces nos pica el pie y al ir a rascarlo advertimos que lo que nos picaba en realidad era el zapato. Hay gente que lo dice así: me pica el zapato, o me duele el zapato, que viene a ser lo mismo. Las prendas muy cercanas a la piel se encuentran en la frontera misma entre lo biológico y lo inerte, como la estrella de mar está en el límite entre el mundo vegetal y el animal. A veces basta un ligero empujón para que atraviesen la raya. Quizá los zapatos no sean seres vivos, pero tampoco están completamente muertos.

Parecía que le tocaba añadir algo a Vicente Holgado, al menos todos los rostros se volvieron hacia él, pero no fue capaz de abrir la boca fascinado como estaba aún por el rostro de la hermana pequeña y por la descripción posterior, tan orgánica, que la madre había hecho de sus zapatillas de deporte. En cualquier caso, la entrada de Julia con el perro había roto el ambiente de familiaridad anterior y la conversación ya no fluyó de un modo natural hasta que Teresa pidió ayuda a Vicente para poner la mesa e intercambiaron algunas bromas sobre el lugar en el que debía sentarse cada uno. La madre se mostró un poco avergonzada porque su hija había sacado unos vasos de diario en lugar de las copas que guardaba para las ocasiones extraordinarias, aunque en el fondo se percibía en ella el alivio de no haberse visto obligada a exponer a un accidente doméstico la cristalería especial. Una vez puesta la mesa, el callista, que continuaba incómodo por la suciedad de sus zapatos, aunque profundamente enamorado de la hermana de Teresa, pidió permiso para ir al cuarto de baño y el padre dijo en broma que no tenía pérdida.

—Al fondo a la derecha, como siempre.

Aunque el pasillo estaba mal iluminado, Vicente comprendió en seguida la disposición de la vivienda. El salón se encontraba sin duda al otro extremo, muy separado de la cocina, lo que no era infrecuente en las casas antiguas, y entre aquél y ésta se sucedían, a uno y otro lado, las habitaciones. Al pasar por delante del dormitorio principal, cuya puerta permanecía abierta, asomó la cabeza y vio al otro lado de la cama de matrimonio, en actitud acechante, un galán de la misma familia que el suyo del que colgaban unos pantalones de hombre que según la apreciación de Holgado respiraban mal por la bragueta. Están agonizando, se dijo inexplicablemente, y juntó un poco la puerta para proporcionarles una intimidad que no habían solicitado.

Un poco más allá, a la derecha, vio una habitación cerrada de cuya puerta escapaba una línea de luz. Sin duda, era la de la hermana pequeña. La imaginó leyendo en la cama o desprendiéndose del corrector de dientes y fue víctima de una pasión que hasta entonces no había conocido. Iba, imprudentemente, a mirar por el ojo de la cerradura, cuando la propia excitación le obligó a continuar con cara de loco hacia el cuarto de baño, cuya puerta se distinguía de las otras por estar formada de pequeños cuadros con cristales esmerilados.

El cuarto de baño era grande. La bañera se apoyaba en el suelo sobre las patas forjadas en hierro de un animal indeterminado, quizá un león, y sobre el lavabo, muy antiguo también, había un gran espejo cuyo marco presentaba algunas manchas de óxido. En una de las paredes, sobre el bidé, colgadas de una hilera de perchas, había varias batas que parecían pertenecer a una especie en extinción, de ahí quizá ese estado de alerta que el callista creyó percibir en el conjunto. Se abrazó a una de ellas, la que consideró de Julia, y mientras permanecía absorto unos instantes, con la mirada en el suelo, descubrió, de súbito, el cadáver del perro de la hermana pequeña tras el pie del lavabo.

No obstante, continuó actuando con naturalidad en la esperanza de que se tratara de una alucinación que desaparecería la próxima vez que fijara la vista en aquel rincón. La próxima vez que mire, se decía, ya no estará, pero volvía a mirar y el perrito muerto continuaba en su sitio. Era evidente, pues, que estaba allí, de modo que había que enfrentarse a la realidad y tomar decisiones. Primero, se agachó y tocó el cadáver con aprensión, para cerciorarse de que no estaba dormido. Entonces vio, frente al animal, un par de zapatos agrietados, negros, muy negros, con algo de tacón, que atribuyó a la madre de Teresa, cuyos torturados pies había observado disimuladamente en la cocina. Comprendió, pues, que el perro había muerto de pánico e, incomprensiblemente, atribuyó el crimen a los zapatos. Luego, al tomar uno de ellos con cierta repugnancia, le pareció advertir en él los restos de una actividad biológica reciente.

Su primera intención fue la de salir y anunciar el descubrimiento, pero además de que eso arruinaría la cena, recordó que ya le había contado a Teresa el fallecimiento de su propio perro también en extrañas circunstancias. Podría pensar que era él el que los mataba. Había locos de esa clase y para liquidar a un animal tan pequeño no había más que aplicarle una toalla al hocico durante dos minutos. Pero más que el juicio de Teresa, temía el de la hermana pequeña, de cuya totalidad, aparato corrector incluido, acababa de enamorarse.

Entretanto advirtió que transcurría el tiempo y para dar sensación de actividad, mientras tomaba la decisión de regresar a la cocina como si no hubiera visto nada (bastaría mover un poco el cadáver para que quedara casi completamente oculto por el pie del lavabo), abrió el grifo, humedeció un trozo de papel higiénico y lo pasó por los zapatos, para hacer lo que en realidad le había llevado al cuarto de baño. Luego lo arrojó al retrete y tiró de la cadena. Una mosca sobrevoló su cabeza y fue a depositarse sobre uno de los cuatro cepillos de dientes que sobresalían de un vaso de plástico verde. Vicente Holgado la espantó con la mano y entonces se dio cuenta de que la cisterna no había cerrado bien después de que él la usara, por lo que tiró del dispositivo varias veces hacia arriba dejándolo caer con distintos grados de violencia en la confianza de que acabara encontrando su postura. No fue así. Daba la impresión de que el tirador se hubiera desenganchado del resto del mecanismo. Levantó con cuidado la tapa e intentó comprender lo que sucedía dentro, pero nada le era familiar, de modo que lo dejó como estaba.

Para entonces tenía ya la espalda empapada en sudor y el rostro impregnado de pánico, según pudo advertir al verse en el espejo. No sabía el tiempo que llevaba fuera de la cocina, pero le pareció excesivo dejar detrás de sí un animal muerto y una cisterna estropeada, de manera que tomó entre dos dedos el cadáver diminuto y salió con él al pasillo. Afortunadamente, había desaparecido la raya de luz de debajo de la puerta de la hermana pequeña. Caminó con sigilo hasta el dormitorio principal y separando la puerta que él mismo había entornado unos momentos antes, entró en la habitación y abandonó el perro muerto debajo de la cama, empujándolo con el pie hacia el interior, sin dejar de escuchar la respiración agonizante de los pantalones, que aún no habían expirado. Luego, sin dar la espalda al galán, abandonó la estancia y caminó hasta la cocina intentando recuperar el aplomo en tan breve espacio.

Cuando entró, la madre avanzaba hacia la mesa con una enorme fuente de caracoles humeantes, mientras el padre y Teresa hacían sitio urgentemente, pues por la expresión de la mujer el barro le quemaba las manos, pese a llevarlas protegidas por unas grandes manoplas de cocina. Nadie, pues, se fijó en él de un modo especial, lo que le ayudó, junto a un vaso de vino bebido con cierta ansiedad, a recuperar el aplomo.

—Son la especialidad de la casa —dijo el padre señalando los caracoles con orgullo.

Vicente, que estaba deseando encontrar un tema de conversación tras el que ocultar su desasosiego, se acordó entonces del paciente del pie fantasma, cuyo sueño era dedicarse al estudio de los gasterópodos, y narró el encuentro de esa mañana entre él y Teresa.

—Le ha dado un masaje en el pie que no tiene —añadió intentando provocar algo que le hiciera olvidarse del perro muerto y de la cisterna estropeada.

A la madre de Teresa no le gustó que su hija diera masajes a miembros inexistentes (tienes que tener los dos pies en el suelo, afirmó dirigiéndose a ella mientras extraía de su concha, con un palillo de dientes, un caracol), pero estuvo de acuerdo con Holgado en que los comienzos profesionales eran difíciles y no siempre se podía escoger. Teresa estaba sombría e intentó desviar la conversación, pero el callista se dio cuenta de la incomodidad que había creado en el ambiente e insistió en el asunto con un poco de crueldad, para vengarse de la desautorización de que había sido objeto esa mañana por parte de ella, y quizá de la situación de angustia que ahora estaba viviendo él, aunque de eso no tuviera nadie la culpa, a excepción de Julia, la hermana pequeña, con aquella hermosa herramienta dentro de la boca. Entonces el padre volvió a abandonar las regiones interiores en las que parecía habitar, y enternecedoramente molesto aseguró que lo que más le gustaba a él de los caracoles era la salsa, en la que mojó un trozo de pan con el que manchó el mantel, al objeto de que se dejara de hablar de aquellos miembros fantasmas.

Conmovido por las muestras de angustia familiar, y culpable aún por la serie de catástrofes domésticas que habían coincidido con su presencia en el cuarto de baño, Vicente abandonó su frenesí vengador y explicó a su anfitriona el funcionamiento del falso pie de los caracoles, recorriendo con la punta de un palillo de dientes los contornos de uno antes de llevárselo a la boca.

—En realidad —dijo—, si usted se fija bien, es una especie de suela de zapato en miniatura. Precisamente, estoy dándole vueltas a la idea de diseñar una plantilla flexible, de aspecto biológico, semejante a la suela reptadora del caracol, que se adapta a todos los terrenos.

Durante un rato todavía, Vicente se empeñó en llevar la conversación al terreno de los pies, que era donde más seguro se sentía, para seducir a los padres de Teresa (y de Julia, de Julia, desde luego) de forma que ella pudiera sentirse orgullosa de él. Pero la madre no padecía de los pies, sino de la cabeza, y al final logró imponer sus intereses.

—Sufro migrañas con compañía —dijo, explicando que sé llamaban así porque aparecían siempre rodeadas de otros síntomas—. Antes de que me duela la cabeza empiezo a ver luces periféricas que se desplazan si muevo los ojos, de manera que nunca consigo apreciarlas más que de un modo lateral. Es lo que llamamos el aura. Luego, la realidad pierde profundidad y lo veo todo en el mismo plano, como si fuera una pintura. A continuación se me pone la lengua gorda y en lugar de decir lo que quiero digo lo que quiere ella. Por ejemplo, el otro día iba a decirle a mi marido que me dolía la cabeza y en lugar de eso le dije que me dolía la mostaza.

—Pero lo normal no es que diga disparates —intervino Teresa—, sino que hable en un idioma desconocido.

Entonces terció el padre para puntualizar que bajo esos estados no era raro que su mujer se manifestara en esperanto.

—Mi suegro —añadió— fue un gran esperantista. Escribió un libro de gramática que tenemos en el escaparate de la ferretería.

La conversación adquirió entonces un tono misterioso. Nadie lo expresó claramente, pero tanto Teresa como su padre dieron a entender, o eso le pareció a Holgado, que esperaban recibir un mensaje en esperanto transmitido a través de la boca de la madre.

Al poco, la conversación dejó de fluir una vez más. Vicente se había acordado de nuevo del perro muerto y de la cisterna rota, y se puso pálido, quebrando la atmósfera de intimidad creada en torno al esperanto. Durante el resto de la cena fueron de un asunto a otro sin quedarse en ninguno. En algún momento, al callista le pareció percibir que esperaban de él una manifestación que aclarara sus relaciones con Teresa. Y no le habría importado hacerla. Aún más: lo estaba deseando si eso contribuía a aminorar el escándalo que sin duda se tenía que producir cuando descubrieran el cadáver del perro. Pero ignoraba qué debía decir. Una petición de mano estaba a todas luces fuera de lugar y las alternativas que le pasaban por la cabeza le parecían impúdicas. ¿Existía entre lo íntimo y lo público un término medio que él ignoraba?

Tras los postres, cuando se encontraban tomando el café y Vicente Holgado tenía ya un pie fuera de la mesa para salir corriendo, apareció en el marco de la puerta la hermana pequeña con gesto soñoliento y sin aparato dental, envuelta en una de las batas de baño en peligro de extinción (no a la que se había abrazado él, por desgracia), para informar con aspereza de que alguien había estropeado la cisterna del retrete y el ruido no la dejaba dormir.

—A lo mejor he sido yo —balbuceó Vicente cuando los rostros de la familia se volvieron hacia él.

La hermana pequeña le lanzó una mirada enigmática y luego se asomó detrás de la puerta, como buscando algo, mientras preguntaba si alguien había visto a su perrito.

—Por aquí no ha aparecido en toda la noche —aseguró la madre—. Mira en el salón, le gusta esconderse debajo del aparador.

Vicente continuó empalideciendo de tal modo que el padre de Teresa se vio en la obligación de tranquilizarlo asegurándole que el mecanismo de la cisterna estaba de todos modos a punto de fallar.

—Llevo varios días queriendo cambiarle el flotador, pero no he tenido tiempo. Si me echas una mano, lo hacemos ahora mismo.

El hombre se levantó y Vicente Holgado dudó hasta volver la vista a Teresa, de quien recibió una orden muda, de modo que finalmente fue tras él como un náufrago detrás de una tabla.

—Tendremos que bajar un momento a la tienda para coger la pieza —dijo el hombre una vez que se encontraron en el pasillo.

Bajaron andando al portal del edificio desde donde se accedía a la ferretería a través de una puerta pequeña, con el barniz muy dañado, situada bajo el arranque de la escalera. Al abrirla, salió de la estancia un olor a herramienta que a Vicente le pareció muy protector por asociarlo oscuramente a la prótesis que llevaba Julia, la hermana pequeña, dentro de la boca. Aun antes de que el padre de Teresa encendiera las luces, supo que se encontraba en el interior de un establecimiento con una personalidad que su TALLER DE PIES estaba todavía muy lejos de alcanzar. Si en ese instante le hubieran preguntado cuál era su modelo de tienda, incluso su modelo de vida, habría respondido sin titubear que aquél.

—Nunca habría imaginado —dijo con verdadera emoción— que el acero o el hierro despidieran este olor tan agradable.

—No son los metales nada más —añadió el padre de Teresa—, sino la parafina que protege algunas herramientas, y la grasa que ayuda al funcionamiento de otras. También hay mucho cobre y alguna pintura, pero llevas razón: el conjunto resulta agradable. Apetece que una ferretería huela a ferretería. De tu establecimiento, en cambio, no estaría bien visto que oliera a pies.

Los dos hombres rieron brevemente sin dejar de avanzar por la trastienda, entre pasillos formados por estanterías antiguas, de madera, donde las mercancías se almacenaban de acuerdo a una pauta desconocida para Vicente Holgado, pues no respondía a los criterios de clasificación comunes, aunque debía de ser enormemente funcional por la descripción que el ferretero iba haciendo de los productos a medida que avanzaban. La pieza de la cisterna estaba en un pequeño apartado de fontanería que constituía una isla temática dentro de aquel conjunto en apariencia caótico.

—En general, no me gusta el saneamiento, pero hoy día tienes que tener un poco de todo —dijo—. Con la moda del bricolaje la gente se atreve ya a cambiar la grifería de su casa y hasta a emprender por su cuenta pequeñas obras de fontanería. Aquí está el Fluidmaster. Es lo último en flotadores para cisternas. ¿Qué te parece el establecimiento?

Vicente Holgado, apoyado en el mostrador, observaba con admiración la trastienda, que era grande, de techos altos, y estaba recorrida por un laberinto de pasillos repletos de mercancías almacenadas en cajas de cartón y con las etiquetas escritas a mano. Todo, incluso la madera, que abundaba mucho, había adquirido con el tiempo el semblante del hierro, cuyas limaduras se adherían a los dedos al pasar la mano por el mostrador.

—Es magnífico —dijo con sinceridad mirando a uno y otro lado, como si intentara captar la esencia o el secreto de aquella disposición.

El ferretero, halagado, se colocó junto a él y ambos se quedaron contemplando la estancia vacía como quien observa las particularidades arquitectónicas de una catedral.

—Éste es uno de los pocos negocios con el que no podrán las grandes superficies ni los centros comerciales —dijo—. Cuando la gente viene a comprar un tornillo, suele traer la tuerca en la que quiere enroscarlo y necesita comprobar que se lleva la adecuada. Te sorprendería oír las preguntas de nuestros clientes. Hay días en los que esto parece un consultorio médico más que una ferretería. No basta con vender el producto, has de mostrar a los pacientes, perdón, a los clientes, cómo se encaja una cerradura en el marco de la puerta, cuál es el taco adecuado para colgar una lámpara del techo, cómo cambiar la zapata de un grifo que gotea. La gente te describe las pequeñas heridas que sufren sus armarios, sus enchufes de la luz, sus cisternas, las puertas de sus hornos, y tú tienes que prescribir el tratamiento adecuado para cada uno de estos males. Si te gusta, se trata de un negocio apasionante.

Vicente Holgado estaba atónito, quizá envidioso, por las posibilidades de aquel espacio en el que, al contrario que en su consulta, pensó que estaría entrando gente todo el rato.

—Incluso si en lugar de tener una vocación médica, como yo —añadió el padre de Teresa, aunque también de Julia—, tienes un temperamento artístico, la ferretería constituye un lugar privilegiado. Se lo decía a mi hija pequeña, Julia, la del perrito, durante una temporada en que quiso ser escultora: diseña herramientas. No conozco mejor escultura que una llave inglesa. Fíjate.

El hombre se introdujo en uno de los pasillos y regresó al poco con una enorme llave que mostró a Vicente Holgado con fervor religioso. Éste la tomó entre sus manos y movió respetuosamente la rueda sorprendido por la precisión con que su giro repercutía en la boca de la herramienta, cuyos labios se abrían o cerraban en respuesta al estímulo. Parecía una boca dotada de un poder sobrenatural a punto de ordenar que se hiciera la luz.

—Si las herramientas hablaran —dijo el padre de Teresa—, hablarían en esperanto.

—¿Por qué? —preguntó Vicente.

—Porque esta lengua representa la nostalgia del idioma único. El que poseíamos antes de intentar construir la Torre de Babel y Dios confundiera nuestras lenguas. Con el esperanto y la precisión de las herramientas actuales, ahora sería posible construir esa torre sin ningún problema. Quizá lo hagamos.

A Vicente le pareció que el hombre le proponía algo, o que quizá estaba a punto de introducirle en un misterio, pero no lograba concentrarse del todo en el placer que le proporcionaba aquella visita porque de vez en cuando se acordaba del perro de la hermana pequeña, y aunque procuraba tranquilizarse con el argumento de que él no guardaba ninguna relación con su muerte, el hecho mismo de haber ocultado el cadáver en el dormitorio de los padres le producía una sensación de culpa de la que no se podía desprender. Pero era sobre todo el recuerdo de haberle contado a Teresa esa mañana sus relaciones con el espacio situado debajo de la cama lo que le preocupaba: no era fácil explicar la coincidencia de que el perro de su hermana fuera a morir allí donde había fallecido también el suyo. ¿Cómo era posible cometer tantas torpezas en tan poco tiempo?

Mientras atendía al padre, calculó que quizá sería mejor hacer desaparecer el cadáver del animal si cuando llegaran arriba no lo hubieran encontrado. Se trataba de un bicho pequeño, del tamaño de un pie. Podía meterlo en cualquier sitio… Entonces, tuvo una idea.

—Necesito una caja de herramientas —dijo dirigiéndose francamente al padre de Teresa—, pero nunca he sabido con qué criterio rellenarla. Hay tantas formas de alicates, de destornillador, tantas clases de limas y de sierras… Hace poco vi una especie de mango multiusos del que salían toda clase de herramientas, pero no me atreví a comprarlo por si luego se convertía en uno de esos juguetes inútiles que dan vueltas por las casas. Si me orientaras un poco, estaría dispuesto a hacer una modesta inversión ahora mismo.

El hombre se mostró dispuesto a ayudar y le instruyó sobre las mejores marcas y las herramientas esenciales para el ámbito doméstico mientras rellenaba una pequeña caja metálica, de dos pisos, que para alivio de Vicente se negó a cobrar.

—Yo te he colocado lo esencial. Si quieres ir enriqueciéndola, lo haces con tu propio dinero.

Vicente le pidió una bolsa grande, de plástico, que había visto debajo del mostrador, para guardar a su vez la caja y con ella en la mano, más tranquilo, se refirió a la paz que se respiraba en el interior del establecimiento. Luego miró al techo y le sorprendió que los tubos de neón, desde los que se derramaba una luz cruda y blanca, resultaran tan hermosos en el ámbito de la ferretería estando ya tan desprestigiados en el comercio en general.

A un movimiento del padre de Teresa, los dos hombres comenzaron a salir de la tienda. Ya en la escalera, mientras subían a pie hacia el piso, el ferretero preguntó a Vicente Holgado su opinión sobre el futuro del centro comercial de Arturo Soria donde él tenía su consulta de callista y su hija estaba a punto de inaugurar un centro de masajes.

—Me he preguntado a veces —añadió— si sería un buen sitio para abrir un negocio de reparación rápida del calzado. Las inversiones en maquinaria no son muy altas y basta un empleado sin cualificación para llevarlo. Además, se puede combinar con la copia de llaves y la rotulación de carteles. Es un negocio periférico al de la ferretería, pero tiene también menos riesgo.

Vicente Holgado pensó que le estaba haciendo una proposición que en otras circunstancias habría aceptado sin dudar, pero se limitó a responder que unas tiendas iban mejor que otras, aunque la salud media del centro era buena. No quiso referirse a su caso, por miedo a parecer menesteroso. El padre, en confianza, le agradeció que le hubiera enviado el primer paciente a su hija, aunque se tratara de un enfermo con un solo pie, y bajando la voz dijo que no creía en el negocio de los masajes.

—Personalmente —añadió— hubiera preferido que Teresa se dedicara al utillaje, pero es muy terca y no siempre hace lo que le conviene. Su madre y yo le hemos dicho que podemos ayudarla hasta un punto, pero tendría que empezar a definirse, pues ya no es joven. Para ser franco, ya no sois jóvenes ninguno de los dos.

El callista pensó que el ferretero estaba provocando el tipo de conversación que él había temido y esperado a la vez. Había evitado subir en el ascensor, sin que él comprendiera entonces por qué, y ahora se encontraban detenidos en un descansillo de la escalera, para tomar aire, sin que Vicente fuera capaz de añadir nada a aquella consideración. De otro lado, imaginó a Teresa hablando de él al mismo tiempo con su madre y se dijo esto es la realidad. Y no era tan mala como había creído en otras ocasiones. Se sentía protegido por el ambiente, incluso por el ferretero, que parecía un hombre bondadoso. Además, estaba la hermana, a la que tendría siempre al alcance de la vista si formalizaba sus relaciones con Teresa. Mientras pensaba qué decir, leyó el nombre de la pieza de la cisterna que el hombre llevaba en la mano, dentro de una caja de cartón, y ponía, en efecto, Fluidmaster. Hasta entonces creía haber oído mal. No entendía por qué la pieza de una cisterna tenía que tener un nombre americano, aunque quizá fuera esperanto.

—¿Cómo se diría Fluidmaster en esperanto? —preguntó.

—¿En esperanto? No tengo ni idea.

Vicente Holgado logró llegar al piso sin haber dicho nada excesivamente comprometedor para él, dadas las circunstancias. Al entrar en la cocina, y tras deducir por la expresión de los rostros que el perrito muerto continuaba sin aparecer (la hermana pequeña había abandonado la búsqueda, regresando a la cama), levantó la bolsa que llevaba en la mano y dijo a Teresa con expresión de conquista:

—Tu padre nos ha regalado una caja de herramientas.

La utilización del «nos» fue calculada y resultó eficaz. Ahora sólo tenía que ver el modo de llegar con la bolsa al dormitorio de los padres e introducir en ella el pequeño cadáver sin ser atacado por el galán. En los pantalones agonizantes no quiso ni pensar para no aumentar las dificultades.

—Bueno —dijo el ferretero sacando el Fluidmaster de la caja de cartón, que abandonó junto al cubo de la basura—, nosotros vamos a arreglar la cisterna mientras vosotras habláis de vuestras cosas.

—Yo me llevo la caja de herramientas —añadió Holgado—, para estrenarla.

El padre de Teresa sonrió condescendiente ante lo que parecía la ingenuidad de un aprendiz y ambos hombres salieron al pasillo oscuro desde el que alcanzaron el cuarto de baño, donde lo primero que hizo el ferretero fue cortar la llave de paso del agua, situada junto al bidé, cesando en el acto el estrépito que provenía del interior de la cisterna. Luego salió un momento y regresó con su propia caja de herramientas, que era de madera y tenía el tamaño de un ataúd pequeño, sin asa, por lo que era preciso llevarla bajo el brazo.

—Cierra la puerta —dijo el hombre tras depositar la pesada caja sobre la taza del retrete—, no vayamos a despertar a Julia otra vez con todo este jaleo.

Vicente cerró la puerta con una mano, manteniendo en la otra la bolsa de plástico con su pequeña caja de herramientas, y entonces vio la misma mosca de antes detenida sobre uno de los cepillos de dientes, llevando a cabo una actividad microscópica encima de él. Como un hombre en la luna, pensó. Después observó las batas amenazantes dispuestas en hilera, sobre el bidé, y a continuación los zapatos agrietados que había descubierto junto al cadáver del perrito. Esto es la realidad, volvió a decirse. Pero inmediatamente se dio cuenta de que era la una de la madrugada y que se hallaba en un cuarto de baño ajeno al suyo, empeñado en la reparación de una cisterna con un hombre al que apenas conocía, mientras esperaba el momento de acercarse a escondidas al dormitorio principal de la casa, para hacer desaparecer el cadáver de un perro. Y todo por haberse enamorado de una joven con prótesis dental. Esto no puede ser la realidad, rectificó.

—Lo que te decía —afirmó en ese instante el padre de Teresa sacando la boya del interior de la cisterna, cuya tapa había colocado cuidadosamente a un lado, sobre el suelo—. La articulación de la varilla está podrida y se ha desprendido. No importa, ya estaba amortizada. Además, estos sistemas se han quedado obsoletos. El Fluidmaster es más eficaz, más silencioso, te permite regular la cantidad de agua que entra y es prácticamente eterno.

Vicente Holgado tomó el aparato llamado Fluidmaster entre sus manos, sin llegar a comprenderlo, pero sí entendió, en cambio, que para el padre de Teresa aquella actividad representaba algo más que un simple arreglo doméstico. El modo en que desarmaba y armaba, introducía una u otra herramienta, aceleraba la cicatrización de las junturas con un hilo blanco, aislante, al que llamó Teflón, o algo parecido, hacía sugerir que reparaba una herida propia más que un mecanismo exterior a él. El éxito del bricolaje, pensó, estriba en que se nos da la oportunidad de reparar fantásticamente nuestra existencia una y otra vez. Y recordó la pasión con la que él mismo hacía pies de escayola, como si su manufactura significara la construcción de articulaciones entre zonas de sí mismo que permanecían separadas.

—El mecanismo de una cisterna —dijo el padre de Teresa invitándole a asomarse al interior— es diabólico. La vocación de la cisterna es desbordarse y gracias a ese deseo comienza a llenarse sin advertir que, a medida que el agua sube, asciende con ella esta especie de flotador, ¿no ves?, que cierra el grifo poco a poco, para que ella no se entere. Y en un momento determinado, cuando el agua alcanza el nivel que nosotros hemos decidido, no el que ella desea, ¡zas!, se cierra. Su ambición cierra el grifo, pero sin ambición ni siquiera empezaría a llenarse. La mata lo mismo que le hace vivir, como a tantos de nosotros. Lo que te digo: un mecanismo diabólico, perverso. Espera a verlo funcionar.

El callista se quedó fascinado, en efecto, por la interpretación que el ferretero hiciera de aquel drama mecánico, pero empezó a preocuparse por el paso del tiempo.

—Hazme un favor —dijo en ese instante el padre de Teresa—, ve a la cocina y dile a mi mujer que te dé un punzón que suele haber en el cajón de los cubiertos, ella sabe cuál es. Hay que rascar un poco aquí y con los que tengo en la caja no llego, son muy cortos.

Vicente Holgado salió sin decir nada, casi sin respirar, con su bolsa de plástico en la mano y cerró tras de sí la puerta. El pasillo estaba silencioso y oscuro, como era de esperar por otra parte. La habitación de la hermana pequeña permanecía cerrada y no se advertía ninguna raya de luz que hiciera temer que se encontrara despierta. Habría dado la vida por acostarse a su lado o, mejor, por meterse debajo de su cama, pero del fondo del pasillo salía la claridad de la cocina, alumbrada con tubos de neón, y de allí procedían también algunos ruidos ocasionales de platos o vasos que tropezaban entre sí, como si Teresa y su madre continuaran recogiendo los cacharros de la cena. Vicente aguzó el oído y oyó a las dos mujeres hablar como en un murmullo. No había peligro. Avanzó, pues, en dirección a la cocina y al alcanzar el dormitorio principal empujó un poco la puerta. Tras unos segundos de espera, divisó el bulto del galán, aunque no oyó los estertores de los pantalones. Quizá hubieran fallecido ya, pensó, de modo que el mueble estaría devorando el cadáver y no se ocuparía de él. Dio un par de pasos, o tres, hacia el interior y se agachó junto a la cama, buscando a tientas al animal donde calculaba que lo había abandonado sin dejar de temer el momento de entrar en contacto con su cuerpo. De súbito notó en la mano un roce, y la cerró sobre lo que creía que era el perrito, aunque extrajo una zapatilla vieja, de cuadros, muy familiar, pues se parecía a las que él mismo usaba para andar por casa. Abandonándola a un lado, volvió a introducir el brazo hasta el hombro debajo del somier y tocó algún zapato más antes de reconocer el cuerpo del perro, en torno al cual parecía haberse congregado todo el calzado que había debajo de la cama, como un grupo de pequeños roedores alrededor de un mamífero muerto. Lo sacó con prevención dejándolo caer en seguida en el interior de la bolsa de plástico, junto a la caja de herramientas. Luego salió al pasillo y tras sacudirse los pantalones y quitarse el sudor de la frente con la mano libre, se dirigió a la cocina aparentando naturalidad.

—Que me des un punzón largo que hay en el cajón de los cubiertos —dijo en dirección a la madre, tuteándola quizá por primera vez en toda la noche.

Teresa se rió de él al verle ir de un lado a otro con la bolsa de plástico en la mano.

—Puedes dejar aquí la caja de herramientas, hombre, no te la va a robar nadie.

—Por si acaso —dijo Vicente y abandonó la cocina con el punzón en una mano y la bolsa en otra, dirigiéndose rápidamente al cuarto de baño, para recuperar el tiempo perdido en el dormitorio.

El ferretero limpió con el punzón los alrededores de la salida del agua al interior de la cisterna, donde se había depositado una cantidad excesiva de cal, e inmediatamente enroscó a ella el Fluidmaster, incorporándose con expresión satisfecha. Alrededor de la taza del retrete habían quedado esparcidas dos llaves inglesas, un par de alicates, tres destornilladores y un rollo de aquella cinta plástica, cicatrizante, que llamara Teflón, o Teflán, no recordaba bien.

—Ahora vamos a probarlo —dijo y se inclinó sobre la llave de paso situada junto al bidé. En seguida, comenzó a percibirse una actividad ruidosa dentro de la cisterna.

—Deja la bolsa ahí un momento y acércate —añadió el ferretero.

Vicente Holgado comprendió que aquel empecinamiento en no desprenderse de la bolsa ni un solo instante podría acabar resultando sospechoso y la abandonó momentáneamente al lado de la puerta, dirigiéndose luego a contemplar el drama que sucedía en el interior de la cisterna.

—Mira —dijo el ferretero.

Vicente se fijó y vio, en efecto, que a medida que el nivel del agua ascendía iba subiendo con ella, traicioneramente, un flotador que cerraría dramáticamente el grifo en el punto señalado por el padre de Teresa. Pero el verdadero drama sucedió fuera, y al abrirse la puerta del cuarto de baño, en cuyo marco apareció la hermana pequeña dentro de un pijama de hombre, sin el aparato corrector, y expresión de fastidio.

—¿Se puede saber qué es todo este lío?

Vicente Holgado miró en dirección a la bolsa de plástico con tal mueca de horror que llamó la atención de Julia sobre ella. La chica se inclinó un poco y al percibir algo raro separó sus bordes. Dijo:

—¿Qué es esto?

Su incredulidad frente a lo que creyó ver dentro ni siquiera le permitió imprimir un tono de asombro a la pregunta.

—Una caja de herramientas —respondió, pues, el ferretero con naturalidad.

Pero ya la hermana pequeña había introducido la mano en la bolsa y ya extraía el cadáver del perrito estallando en el interior del cuarto de baño un fragor silencioso que al alcanzar cierto nivel liberó un grito que atravesó primero la cabeza de Vicente Holgado y luego recorrió el pasillo para salir fuera, a la calle, y recorrer las galaxias hasta rebotar en los límites del universo y regresar al cuarto de baño en cuestión de décimas de segundo. Con la eficacia de la cámara lenta, aparecieron en la puerta, al cabo de una modesta eternidad, Teresa y su madre, que contemplaron incrédulas al perro, cuya apariencia era la de un cuero cabelludo recién arrancado, un trofeo inverso, en fin, que la hermana pequeña mantenía en alto con una mano mientras se mordía la otra con desesperación sin dejar de acusar a Vicente Holgado con la mirada.

El callista tuvo envidia del cadáver del animal. Eligió ser él, pero transcurrido un tiempo razonable, si se podía llamar tiempo a aquello que no dejaba de atravesarle con lentitud el pecho, advirtió que continuaba siendo él mismo, y no dejó de serlo mientras apartó los cuerpos que se le interponían y salió corriendo al pasillo, desde donde ganó la puerta de la casa mientras escuchaba tras de sí los gritos de la madre que le decía algo que no entendió, seguramente en esperanto.

Y continuaba siendo Vicente Holgado, Vicente Holgado, un callista fracasado, cuando algo más tarde, una vez que el tiempo recuperó la elasticidad que le era propia, abrió la puerta de su propia casa y entró en ella convencido de ser el monstruo de debajo de la cama, de debajo de todas las camas, que tras violar la prohibición de abandonar su guarida había sido descubierto por aquella familia de ferreteros cuya bondad había estado a punto de rescatarle de su inhumana condición. Quizá no debería hacer más excursiones a la realidad, se dijo ya en la cocina de la vivienda, frente a un vaso de agua que le ayudó a recuperar el aliento. Después alcanzó el dormitorio y se echó vestido sobre la cama sin dejar de hablar consigo mismo, buscando y rechazando soluciones, planificando un futuro en ruinas. El recuerdo de Teresa, pero sobre todo el de su hermana, le ardía en el pecho de un modo que no habría sido capaz de imaginar antes de perderla, de perderlas. Cada vez que la desesperación alcanzaba un extremo insoportable, retrocedía un poco imaginando explicaciones, reconciliaciones, arreglos. Pero apenas comenzaba a funcionar el alivio cuando el desasosiego se imponía de nuevo y con mayor crueldad que antes de que funcionara el lenitivo.

En esto, le pareció oír el sonido de una llave al penetrar en la cerradura de la puerta de su piso. De inmediato pensó que la única persona, además de él, que tenía esa llave era Teresa. No podía tratarse de otra persona, pues. Quizá volvía a pedirle explicaciones o quizá a perdonarle, pero volvía en cualquier caso, y él, en lugar de esperarla o de salir a su encuentro, se incorporó espantado y luego se introdujo debajo de la cama, desde donde escuchó los pasos de ella a través del pasillo.

—¿Vicente? —dijo en seguida Teresa asomándose al dormitorio, encendiendo la luz con precaución—. ¿Vicente?

Pero Holgado no estaba. Entonces el monstruo de debajo del somier vio los zapatos y los tobillos de ella dirigiéndose con desaliento hasta el borde de la cama, donde la mujer se sentó y se puso a llorar. El callista, asustado, comprendió que había vuelto al sitio del que no debía haber salido y contuvo la respiración, ejercitándose en el aliento silencioso característico de los fantasmas.

Los pies de Teresa, todavía dentro de sus zapatos de tacón, estaban tan cerca de él que podría haberla tomado de los tobillos y arrastrarla a su dimensión. Pero ella se habría resistido sin duda, habría gritado, pues pertenecían a naturalezas diferentes. Mientras Holgado se hacía estas consideraciones, unas bragas blancas cayeron sobre los tobillos de la mujer, donde permanecieron hasta ser liberadas por una mano que, tras guardarlas en uno de los zapatos, empujaron éstos debajo de la cama. Vicente Holgado contempló espantado cómo el zapato comenzaba a absorber la prenda interior cuando sintió en sus propios pies algo que tiraba de él alejándolo de la realidad, obligándole a pasar por debajo de innumerables camas, como en un trasbordo infinito que le condujo al fin a la habitación de la hermana pequeña, Julia, o quizá eso es lo que él creía en su delirio. Y en ese instante, antes de adquirir la textura definitiva de un fantasma, comprendió por qué aquella misma mañana le había llamado tan poderosamente la atención el aro de metal alrededor del sumidero del lavabo. Ese aro era la promesa de la boca de la hermana pequeña cuyo jadeo aterrorizado le pareció escuchar al otro lado del colchón.