Dos

El zapato derecho de Vicente Holgado devoró de golpe un calcetín y se relamió con la lengüeta, dejando escapar un gemido de placer. El izquierdo succionó el suyo poco a poco, como si disfrutara con los movimientos de desesperación de la prenda al intentar desasirse. La luz imprecisa de la luna rebotaba en el suelo del dormitorio y penetraba en el espejo del armario desencadenando hogueras espectrales en las entrañas del azogue. Los zapatos de Vicente Holgado eran negros, un poco puntiagudos, de cordones. Desde debajo de la cama observaron el resplandor procedente del espejo y permanecieron absortos, sin tomar ninguna determinación. Se habían quedado con hambre, pero no vieron ningún otro calcetín por los alrededores.

Debajo de la cama había también un par de zapatos de mujer, marrones, con un poco de tacón y escote en pico. Como eran los mismos desde hacía varias noches, a los de Vicente Holgado les pareció llegado el momento de cumplimentarlos, de modo que se acercaron a ellos y les invitaron a conocer el resto de la casa, a lo que accedieron sin entusiasmo, como si les diera pereza moverse o tuvieran que luchar para hacerlo con un déficit biológico fuera de lo común.

En realidad, una vez alcanzado el pasillo, se dirigieron sin rodeos al cuarto de baño, donde el par anfitrión deambuló por los alrededores del bidé hasta detectar una cucaracha que aplastó el derecho. Los zapatos de mujer no dijeron nada, pero adoptaron detrás de la puerta el ensimismamiento característico de los objetos inanimados, lo que quizá podía percibirse como un vago modo de censura.

Pasado un rato sin que aparecieran otros insectos, los zapatos de Vicente Holgado propusieron a los de mujer ir a la cocina, donde solían reunirse algunas noches con unas viejas zapatillas de andar por casa, y un par de deportivas del piso de abajo, muy ágiles, que se las arreglaban para trepar por las tuberías del patio interior y entrar en la vivienda por la celosía del tendedero.

Tras las presentaciones, las deportivas propusieron que todos mostraran sus suelas para que los otros adivinaran dónde había pasado el día cada par, pero los zapatos de Vicente Holgado, que normalmente eran los primeros en enseñarlas, dijeron que estaban hartos de ese juego. Entonces se oyó un roce en la celosía y vieron entrar a un zapato negro, tipo mocasín, dando saltos en dirección al grupo, como a la pata coja. Era el correspondiente al pie izquierdo de un cuerpo sin duda bastante corpulento, y su piel estaba tan dada de sí que resultaba imposible apreciarle las costuras. Los zapatos de Vicente Holgado lo reconocieron de inmediato, pues coincidían con él en el ascensor por las mañanas y siempre sentían un movimiento de aprensión ante aquella presencia impar que ahora fue percibida por el grupo como un miembro amputado. En cierto modo era así: Procedía del piso colindante, y pertenecía a un hombre al que le faltaba un pie. Las zapatillas viejas quisieron saber cómo se había enterado de aquellas reuniones.

—Se lo oí comentar a dos calcetines de lana cuando estaban tendidos, mientras yo me aireaba en la terraza de la cocina —dijo—. Pero creí que no sería capaz de llegar sin caerme; la cornisa es muy estrecha.

Los zapatos de Vicente Holgado sospechaban desde hacía tiempo que los calcetines se pasaban información unos a otros acerca de las actividades de los zapatos, pero no dijeron nada, pues eran poco espontáneos y preferían pensar las cosas antes de hablar o tomar decisiones. El zapato impar, por su parte, resultó muy locuaz y le dejaron desahogarse. Su dueño había perdido el pie derecho en un accidente laboral condenándole a él y al resto del calzado de la casa a aquella suerte de viudez que sobrellevaba con pesadumbre.

—¿Qué fue del otro zapato? —preguntaron las zapatillas deportivas.

—Lo enterraron con el pie amputado, a modo de mortaja, y desde entonces, me siento dividido, fragmentado, incompleto. Antes parecíamos dos, como cualquiera de vosotros, pero éramos uno, porque ahora que parezco uno sé que soy medio.

Todos estuvieron de acuerdo en que cada par de zapatos, aun estando compuesto por dos unidades en apariencia autónomas, formaba un solo cuerpo, de manera que la desaparición de uno de ellos constituía una mutilación. Los de Vicente Holgado, que habían tenido cada uno fantasías individuales de independencia respecto al otro, no quisieron contradecir el sentimiento general, pero trataron de encontrar ventajas a la coyuntura:

—Todo no puede ser malo. Seguramente habrás ganado en agilidad.

—No hay nada que compense este sentimiento de privación continuo. Además, hay algo peor…

Como se resistiera a contarlo, los zapatos de mujer le animaron a continuar, apoyados con vehemencia por las deportivas y con resignación por las de cuadros.

—Está bien —concedió el mocasín viudo—, lo más duro de soportar no es mi dolor, sino el de mi pareja, un dolor que llega desde la lejanía como un daño remoto que no hay manera de aliviar. Creo que podría soportar el padecimiento propio: es el desgarro de mi gemelo ausente el que más duele.

Todo el grupo quedó un poco sobrecogido por esta muestra de aflicción, de modo que los zapatos de mujer intervinieron en seguida para aliviar la severidad del silencio que oscureció la reunión como una tormenta inexplicable.

—¿Y no has intentado formar pareja con los otros zapatos impares de la casa?

—Sí, pero no hay nada más ridículo que dos zapatos izquierdos tratando de parecer un conjunto único, con las punteras disparadas hacia fuera. En mi vivienda hay dos zapatillas de andar por casa, una de fieltro y otra de piel, que van juntas con frecuencia, como si formaran un par, pero resultan más patéticas que los que hemos aceptado permanecer solos con dignidad. Además, soy el único mocasín de la casa: los demás zapatos son de cordones y aunque no tenemos nada los unos contra los otros, las diferencias se hacen más patentes cuando estamos juntos.

Los zapatos de Vicente Holgado, que eran de cordones, se sintieron algo incómodos por este comentario y movieron la puntera hacia arriba y abajo, en actitud nerviosa. De nuevo, fueron los zapatos de mujer quienes se encargaron de aliviar la tensión relatando que cierta vez, cuando aún no habían salido de la tienda, el dependiente, después de unas pruebas, los metió por equivocación en cajas separadas, haciéndoles formar pareja con un número menor, el 35 (ellos eran del 36), y aunque intentaron adaptarse, pues la diferencia no era tan apreciable, estuvieron muy abatidos los dos pares hasta que en el establecimiento advirtieron el error y las parejas volvieron a encontrarse.

A los zapatos de Vicente Holgado les pareció una historia blanda. Alguna vez habían tenido también la fantasía de cambiar de pareja, incluso de convivir con un número mayor o menor, y no les parecía que fuera tan malo. En general, discrepaban del resto de los zapatos en esa visión sentimental de la existencia. De hecho, Vicente Holgado tenía dos pares de mocasines con los que los de cordones no guardaban prácticamente relación porque eran también muy emotivos. Las zapatillas de cuadros viejas, por su parte, aseguraron que en su larga vida no habían conocido a ninguna otra criatura cuyo modo de ser una exigiera este desdoblamiento en dos, excepto los calcetines, que sin embargo disfrutaban siendo confundidos y enrollados con parejas que no les correspondían.

—¿Y los guantes? —preguntaron los zapatos de Vicente Holgado.

—Nunca oímos hablar entre sí a dos pares de guantes —respondieron—. No estamos seguras de que tengan conciencia, pese a ser tan profundos.

—¿Es posible, pues —preguntaron a su vez las deportivas—, que haya criaturas que sean dos bajo la apariencia de ser una?

—No lo sabemos.

—¿Y qué me decís de los pies? —preguntó el zapato viudo—. ¿Son uno o dos?

—Son dos —afirmaron los zapatos de Vicente Holgado sin que nadie se atreviera a contradecirles.

La reunión se enfrió un poco después de este intercambio existencial tan riguroso y las zapatillas deportivas propusieron salir al tendedero, donde estaba el cesto de la ropa sucia, en busca de unos calcetines que llevarse a la boca. Todos asintieron y tras atravesar el tabique de separación entre una zona y otra a través de un respiradero sin rejilla del gas, encontraron un par de calcetines de hilo, marrones, y otro de lana blanca, deportivos. El mocasín impar prefirió tomar unos calzoncillos, lo que fue recibido como una rareza inusual por el grupo, quizá como una perversión. Las zapatillas viejas aseguraron no querer nada y los zapatos de mujer dijeron que sólo comían bragas de encaje o pantys de nylon, pero les encontraron dos calcetines largos, tipo ejecutivo, muy finos, con los qué se conformaron para no resultar groseros. Con las prendas colgando de la boca, regresaron todos a la cocina y allí las fueron sorbiendo poco a poco. Cuando comenzaba a amanecer, las deportivas se ofrecieron a ayudar al zapato impar a atravesar la cornisa para regresar a su casa y éste aceptó con un tono de gratitud lastimero que a los zapatos de Vicente Holgado les pareció indecente.

Durante las noches siguientes, los zapatos de mujer volvieron a presentarse debajo de la cama. Los de Vicente Holgado intimaron con ellos protegidos por el somier y advirtieron que se trataba de un calzado con ideas propias, pues no lograron su adhesión al vicio de matar cucarachas, aunque acudían con gusto a las reuniones de la cocina.

Un día volvió a aparecer el mocasín viudo y la conversación giró de nuevo en torno a la existencia. Hablaron de las ventajas de ser unos zapatos muy usados frente a aquellos otros que permanecían meses en los armarios sin sentir el calor de un pie en el forro. Todos estuvieron de acuerdo en que la vida estaba más vacía sin pie. De hecho, las zapatillas de cuadros habían oído hablar de una cosa llamada horma, que venía a ser un pie artificial: no daba calor, pero llenaba el hueco del que estaban constituidos y reducían la ansiedad característica de los vacíos prolongados.

—Es que el pie es el alma de los zapatos —dijeron los de mujer a modo de conclusión.

—Más que eso —añadieron las deportivas—, el pie es el dios de los zapatos.

—Es el alma —insistieron los de mujer—, de ahí que por la noche se separen del cuerpo, que somos nosotros, y vaguen por los terrenos lechosos de las sábanas. Pero aun estando separados de los pies, como ahora mismo, hay un cordón invisible que nos une a ellos.

—El hilo de plata —señalaron las zapatillas viejas.

—Si algún consuelo tengo en mi situación, es el de saber que mi zapato derecho está ocupado por el pie amputado. No hay nada más triste que un zapato vacío —añadió el mocasín impar.

Los zapatos de Vicente Holgado escuchaban todo aquello con reservas y expresaron sus cautelas respecto a la espiritualidad de los pies: les costaba atribuir virtudes metafísicas a aquellas formaciones tan extrañas, dotadas de durezas y dedos.

—Una vez que se ha probado el calor de los pies, ya no se puede prescindir de él —aseguraron los zapatos de mujer—, sobre todo si se ha tenido la fortuna, como en nuestro caso, de sentirlos de forma directa, sin el filtro del calcetín o de las medias.

Las zapatillas deportivas estuvieron de acuerdo en que los calcetines ponían una distancia excesiva respecto al pie. Las de andar por casa no añadieron nada: de vez en cuando caían en la condición de cosas y regresaban de ella sin que fuera posible averiguar la pauta que les llevaba de uno a otro estado.

—En todos los armarios del mundo —expusieron los zapatos de Vicente Holgado con una irritación manifiesta— hay pares de zapatos que apenas se usan y no por eso dejan de tener sentido.

—Naturalmente, como que hay más cuerpos que almas —dijeron los zapatos de mujer.

—Las almas pueden estrenar varios pares de zapatos a lo largo de su vida, pero los zapatos sólo toleramos ser ocupados por un par de pies —aseguraron las deportivas—. Nosotras conocimos en nuestra propia casa los zapatos de un muerto. Anduvieron dando tumbos por los armarios durante meses hasta que se los llevaron y no volvimos a saber nada de ellos. Echaban mucho de menos a los pies y, sin embargo, la sola idea de que se les metieran dentro otros distintos a los que habían expirado les hacía temblar de horror.

—¡Qué asco! —dijeron los de mujer—. A nosotros se nos meten dentro unos pies que no sean los nuestros y nos morimos.

—¿Qué diferencia hay entre unos pies y otros? —preguntaron los de Vicente Holgado en tono escéptico.

—No te la sabríamos explicar, pero eso no quita para que la idea nos parezca repugnante.

A los zapatos de Vicente Holgado les gustaba y les desagradaba a la vez el modo en que los zapatos de tacón defendían sus convicciones. El zapato viudo intervino a continuación diciendo que en cierta ocasión había conocido los zapatos de un muerto que habían pasado a otros pies cuyo sudor no era potable.

—Todos los sudores son potables, por favor —afirmaron los de Vicente Holgado con irritación.

—Por lo visto, no —añadió el zapato viudo.

Los zapatos de Vicente Holgado trataban de comprender el sentido de la conversación sin lograrlo. Les dolía aquella conciencia que tenían de sí mismos y se enviaban de la oquedad izquierda a la derecha señales de interrogación. Por otra parte se sentían desde hacía algún tiempo divididos hasta el punto de que habían llegado a conversar entre sí, no en forma de monólogo, como era normal en cada par, sino de diálogo: se estaban transformando en dos de un modo que les gustaba y les asustaba al mismo tiempo.

En esto, se oyeron unos ruidos procedentes del dormitorio y durante unos segundos todos los zapatos regresaron a su condición de cosa sin esfuerzo alguno. Pasado el peligro, habló el mocasín viudo. Dijo que en realidad había entrado en contacto con ellos para pedirles que le ayudaran a rescatar a su otra mitad.

—Sé ir andando al cementerio donde está enterrado el pie —dijo—, pero no creo que pueda hacerlo solo teniendo en cuenta que no soy más que la mitad de uno.

—A nosotras nos gustaría ayudarte —dijeron las zapatillas de cuadros abandonando de súbito su condición inerte—, pero somos de andar por casa. No estamos preparadas para la calle.

—Nosotros —añadieron los zapatos de mujer— no estamos acostumbrados a recorrer grandes distancias con estos tacones. Por otra parte, la verdad, llevamos poco tiempo en esta casa y no conocemos bien la zona. Nos da miedo perdernos por la calle. Además, nunca hemos visto un pie muerto y la idea no nos agrada. Sinceramente, no creo que podamos ayudarte.

Las más animosas fueron las deportivas. También sabían dónde se encontraba el cementerio, pues sus pies corrían por los alrededores con alguna frecuencia.

—Podemos llegar en dos patadas —aseguraron.

Los zapatos de Vicente Holgado sentían una repugnancia instintiva por el mocasín viudo, pero se ofrecieron a acompañarle también para quedar bien delante de los zapatos de mujer. No obstante, después de tomar la decisión, y presas de una rabia que no encontró otra forma de salida, dieron un par de pisotones a las zapatillas viejas, que huyendo de ellos a la carrera salieron de la cocina, atravesaron el pasillo, y fueron a refugiarse en el cuarto de baño, tras el pie del lavabo, en un hueco en el que a los zapatos de Vicente Holgado les faltaba flexibilidad para entrar. Cuando éstos regresaron a la cocina, los zapatos de mujer les reprocharon ese modo de relacionarse con las zapatillas.

—Siempre las hemos pisoteado —dijeron ellos—, como a las cucarachas.

—Porque no conocéis otra manera de comunicaros. Y eso que tenéis lengüeta —dijeron de un modo que les produjo una turbación desconocida y en cierto modo incómoda.

Las deportivas intervinieron para que la discusión no fuera a más y quedaron en verse a la noche siguiente para iniciar la expedición en busca de la otra mitad del mocasín. Después, como todavía quedara un buen rato para que amaneciera, se trasladaron todos al tendedero y buscaron calcetines entre la ropa sucia. El mocasín viudo volvió a tragarse unos calzoncillos frente al estupor de los presentes. Al poco, aparecieron también las zapatillas de cuadros que se incorporaron al festín con movimientos cautelosos, por si tuvieran que huir de nuevo de la furia de los zapatos de Vicente Holgado, que esta vez no les hicieron nada.

La noche siguiente volvieron a encontrarse en la cocina y tras discutir algunos detalles relacionados con la expedición, salieron todos al tendedero detrás de las zapatillas deportivas, quienes indicaron a los zapatos de Vicente Holgado y al mocasín viudo el recorrido más seguro para alcanzar sin problemas el suelo del patio interior. Se encontraban en un tercer piso, pero había cornisas, además de tuberías y cables que facilitarían el descenso. Fueron despedidos desde la pequeña terraza por los zapatos de mujer y las zapatillas de cuadros, que no parecían guardar ningún rencor a los zapatos de Vicente Holgado. Al contrario, les recomendaron que tomaran toda clase de precauciones para no extraviarse y regresar antes del amanecer. La actitud, por humillante, sorprendió a los zapatos de mujer, que cuando estaban a punto de reprocharles esta actitud servil, vieron cómo las zapatillas viejas se retiraban hacia el interior, cosificándose junto a la lavadora sin que hubiera forma de arrancarlas de esa condición. Entonces, ellos regresaron al dormitorio, y tras introducirse debajo de la cama, adquirieron también la naturaleza oscura de los objetos.

La expedición, entretanto, había alcanzado el suelo del patio interior, y cuando sus integrantes consideraban con desánimo el propósito de regresar a la vivienda al no encontrar ninguna salida a la calle, vieron a una rata perderse por un tubo en forma de desagüe y la siguieron. Delante iba el mocasín viudo, después las deportivas, cuyos bordes se atascaban en las irregularidades del tubo, y, cerrando el desfile, los zapatos de Vicente Holgado, que se habían quedado admirados por la agilidad y autonomía de aquella forma animal cuyo tamaño era aproximadamente el de uno de ellos.

Al fin, tras superar un par de tramos donde el desagüe giraba con alguna brusquedad, poniendo en apuros a las deportivas, cuyo volumen resultaba excesivo para aquellos ámbitos, salieron a una calle estrecha, donde se detuvieron unos instantes para comentar las incidencias anteriores y decidir el rumbo a tomar. El mocasín, que insistía en conocer el camino, continuó delante, a la pata coja, seguido por las deportivas. Cerraban, pues, el cortejo los zapatos de Vicente Holgado, que se desplazaban de forma alternativa, como impulsados por unas piernas invisibles. Habían intentado actuar cada uno por su cuenta, imitando los movimientos de la rata, pero no estaban dotados de esa clase de autonomía: parecían condenados a formar un solo cuerpo, aunque no les abandonaba la ambición de ser dos.

La luz de las farolas, más que abolir la oscuridad, la horadaba debido a la densidad de la niebla, que otorgaba al aire la consistencia de una gasa sombría. Procuraban avanzar pegados a la fachada, para confundirse con ella en caso de peligro, aunque el silencio era total y sólo de vez en cuando llegaba hasta ellos el ruido de algún coche lejano. En las esquinas, se detenían siempre unos instantes, en actitud de acoso, y cruzaban las calles con mil precauciones para no ser sorprendidos por los faros de los escasos automóviles. Cuando esto sucedía, se quedaban paralizados, regresando a la condición inerte, estado del que emergían luego como de un vacío incomprensible que proporcionaba a los zapatos de Vicente Holgado un mal sabor de boca, además de un rencor sin salida que procuraban aliviar con la fantasía de un futuro donde no se dieran estas situaciones de pérdida que no podían controlar.

El mocasín viudo y las deportivas, en cambio, no parecían plantearse estos problemas existenciales y tomaban las ausencias de sí mismos como algo normal, inherente a su naturaleza. De ahí quizá que resultaran también más eficaces que los zapatos de Vicente Holgado, entregados permanentemente a la duda y a la investigación, pero también al desenfreno, pues cada poco se detenían junto a los cubos de basura, en cuyos alrededores se daba una afluencia inusual de cucarachas, para pisotear tres o cuatro antes de continuar. Su sueño era encontrarse otra vez con una rata, pues intuían que era la forma viva más cercana a su naturaleza y hacia la que debían tender como horizonte moral. No fue el único descubrimiento de la noche: en un momento dado, por ejemplo, encontrándose detenidos junto a la rueda de un automóvil, mientras el mocasín viudo y las deportivas discutían sobre el camino a seguir, rozaron con su empeine el neumático y percibieron un aliento de familiaridad procedente de la goma. Su suela, aunque menos rugosa y más delgada, era de un material parecido: quizá tuvieran un origen común. Intentaron hablar al neumático, comunicarse con él, pero éste debía de estar dotado de una conciencia infinitesimal, pues les devolvía unas señales tan débiles que muy bien podían haber sido producto de la imaginación de los zapatos de Vicente Holgado más que de una actividad real de la rueda.

Finalmente, llegaron a la verja del cementerio y el mocasín, que hasta el momento había conservado la calma, perdió los nervios al sentirse tan cerca de su pareja, y tuvo que ser sustituido por las deportivas en el gobierno de la expedición. La puerta estaba cerrada y la pared tenía muy pocas irregularidades que permitieran trepar por ella, pero al rodear la instalación descubrieron una zona donde la tapia estaba rota y se colaron por una grieta ancha. En seguida, tras sortear un conjunto de cascotes sobre los que las deportivas se movieron con una naturalidad envidiable, entraron en el recinto mortuorio saltando sobre un grupo de tumbas, y se detuvieron encima de una lápida para reagruparse y tomar fuerzas. La oscuridad era absoluta, pues las farolas de la calle quedaban lejos y el cementerio carecía de luz propia.

—¿Y ahora cómo sabemos dónde está el pie? —preguntaron con tono de fastidio los zapatos de Vicente Holgado.

—Yo lo sé —dijo el mocasín alterado—. Ya empiezo a sentirme más completo. Venid por aquí.

En efecto, trotando de nuevo a la pata coja, los guió por entre unos callejones cuyas diferencias no habría podido advertir ninguno de ellos y llegaron a una tumba pequeña, sin lápida, aunque cubierta por unos ladrillos de rasilla. El mocasín se colocó encima y sollozó.

—Está vivo —dijo—. Gime a la vez que yo.

Los zapatos de Vicente Holgado se preguntaron cómo habría podido morir la mitad de uno y seguir viva la otra parte, aunque habían oído hablar de un mal, la hemiplejia, caracterizado precisamente por este síndrome. Pero ya no quedaba tiempo para la reflexión. El mocasín saltaba sobre el ladrillo desesperadamente intentando quebrarlo para reunirse con su otra mitad. El escándalo puso en movimiento a una forma oscura que huyó por entre los zapatos de Vicente Holgado: una rata. Las deportivas se acercaron al mocasín y le dieron una patada que le hizo rodar por el suelo. Cuando se detuvo, parecía más calmado.

—Vamos a pensar —dijeron con expresión grave.

Los de Vicente Holgado se dieron cuenta de que aquella actitud de poner orden les habría correspondido a ellos, que tenían un aspecto más severo que las deportivas, pero no podían dejar de pensar en la rata, lo que les hacía descuidar sus responsabilidades. Las deportivas examinaron detenidamente la tumba y, una vez localizada la zona más frágil, la derecha dio un par de golpes muy precisos con el talón, produciendo un par de grietas en la pared de ladrillo. Al rato, habían abierto un hueco por el que el mocasín se coló sin pedir permiso. Las deportivas continuaron no obstante su trabajo de demolición y en seguida quedó la tumba al descubierto. La niebla se había despegado del suelo dejando ver una luna encendida a medias cuya luz resbalaba sobre las lápidas como una gasa fina.

Al otro lado del ladrillo había una caja medio podrida, alrededor de la que el mocasín bailó buscando una hendidura, aunque fueron de nuevo las deportivas quienes con un golpe certero convirtieron la caja corrompida en un conjunto de polvo. Entonces, apareció una pierna momificada, negra, calzada con un mocasín en avanzado estado de descomposición. Los zapatos de Vicente Holgado, que comenzaban a avergonzarse de su pasividad, se acercaron al cadáver y tomaron la iniciativa de descalzarlo ayudados por las deportivas. El zapato se encontraba tan descompuesto que bastaba con tocarlo para que se deshiciera, igual que la caja en la que había permanecido enterrado con la pierna. El mocasín viudo permanecía a medio metro paralizado por el terror, o quizá por la dicha. Su compañero, una vez liberado del pie muerto, se volvió a todos con su aspecto sarnoso y dio un aullido de dolor.

—¿Pero qué habéis hecho? —preguntó.

De súbito, todos comprendieron que aquel zapato corrompido no deseaba ser liberado. Había pasado tantos meses ocupado de día y de noche por un pie, que ya no podía vivir un instante sin él. Los de Vicente Holgado habían oído hablar de esa adicción espantosa al pie, adquirida por algunos zapatos que atravesaban largos períodos de su existencia sin vaciarse un solo minuto, pero creían que se trataba de una leyenda hasta la contemplación de aquel espectáculo que les llenó de espanto. Los ayes del zapato sarnoso eran tan desgarradores que su propio compañero pidió que le restituyeran el pie momificado. Con las prisas, volvieron a desprenderse algunas de sus partes y al finalizar la operación, el dedo gordo del pie asomaba por un agujero abierto en la puntera y el talón colgaba medio desprendido del conjunto, pero el zapato podrido había alcanzado la paz, como el enfermo tras la ingestión de un estupefaciente.

Los zapatos de Vicente Holgado, en medio de toda aquella actividad, advirtieron, cada uno por su cuenta, que no era un disparate aspirar a ser autónomo respecto al otro.

—Pero fíjate a qué precio —le dijo el derecho al izquierdo telepáticamente. Y también era la primera vez que podían hablarse de ese modo, como si fueran dos.

—No importa el precio —respondió el derecho— cuando lo que se adquiere es la individualidad. Yo daría la vida por ser un individuo completo cuya frontera coincidiera con mis límites y no con los tuyos, como ahora.

Los pensamientos fluían del zapato izquierdo al derecho con una naturalidad sorprendente que no dejaba de asustarles también, pues se trataba de la primera vez en la que la ambición de ser dos coincidía con la experiencia de estar divididos, aunque sus movimientos físicos continuaran acompasados bajo una dirección única.

Las zapatillas deportivas los sacaron de su ensimismamiento.

—Tenemos que irnos, no tardará en amanecer.

—¿Y qué hacemos con éste? —preguntaron señalando al mocasín viudo, que permanecía abatido junto a la pierna momificada, intentando adoptar una postura simétrica a la de su compañero.

—Intentaremos arrastrarle.

Las deportivas se acercaron al mocasín impar y colocada cada una de ellas a un costado de él lo remolcaron con una fuerza sorprendente hasta donde se encontraban los zapatos de Vicente Holgado.

—Nos tenemos que ir —dijeron éstos—. Tú puedes hacer lo que quieras, desde luego, pero nos parece una estupidez que permanezcas al lado de alguien que ni siquiera te ha reconocido. Ahora ya no sois un par, sino dos zapatos como has podido comprobar.

—Somos uno —gimió con obstinación el mocasín impar.

—Sois dos, ya lo has visto, aunque si quieres vivir con esa ilusión junto a un zapato podrido, por nosotros no hay problema. A lo mejor te contagia la sarna, o lo que haya cogido en esta atmósfera tan insalubre, y dentro de dos meses sois iguales. Pero toma la decisión ahora, pues nosotros no podemos esperarte más.

El mocasín impar dudó unos instantes y finalmente decidió regresar con el grupo no sin antes lanzar a su compañero un adiós que resultó retórico, aunque pretendía ser desgarrador. Los zapatos de Vicente Holgado comprendieron que también éste, pese a sus muestras de dolor, se había convertido en un individuo único, independiente de la pareja descompuesta y se felicitaron por ello.

Al volver, justo antes de salir a la calle por la zona por donde la tapia del cementerio estaba rota, oyeron unos pasos fuertes, como de botas militares, y se escondieron todos entre los cascotes, sin perder la conciencia ni regresar a su estado inerte. Mientras permanecían en esta actitud, el zapato derecho de Vicente Holgado se sintió de súbito lleno de algo parecido a un pie, aunque mucho más suave y flexible. De súbito, comprendió que había sido invadido por una rata y una dicha sin límites recorrió todo su cuerpo, desde el talón al extremo de la puntera, donde sentía el hocico del animal alcanzando sus rincones más íntimos.

Con la desaparición de la niebla, se sintieron algo desprotegidos. Había ahora más coches que a la ida y de vez en cuando se cruzaban también con zapatos calzados, de los que se ocultaban, para evitar puntapiés, arrimándose cuanto les era posible a las fachadas. Cuando las piernas extrañas pasaban muy cerca de ellos, se refugiaban en el estado de abandono característico de la materia inerte. No obstante, esas pérdidas del sentido resultaban más breves cada vez, como si la aventura callejera estuviera produciendo cambios acelerados en su biología.

Los zapatos de Vicente Holgado continuaban excitados por la vivencia de desdoblamiento experimentada en el cementerio, y aunque continuaban unidos desde el punto de vista orgánico, ya eran capaces de hablar entre sí como si fueran dos. Al poco, comprobaron que este movimiento liberador conllevaba también la aparición de un rencor personal que permitía proyectar sobre el otro la culpa del malestar propio. El zapato derecho se guardó para sí el placer que le había proporcionado la invasión de la rata. Nunca se había sentido tan lleno. Ni tan mezquino.

Al alcanzar una esquina cercana a la vivienda de Vicente Holgado, se oyó un chirrido procedente del roce violento de unos neumáticos contra el suelo. Cuando se volvieron en dirección al estrépito, vieron un cuerpo humano tendido sobre la calzada, boca arriba, con la puntera de los zapatos apuntando al cielo. El automóvil que le había atropellado permaneció unos segundos detenido frente al cuerpo y luego huyó rodeándolo, como si le desagradara pasar por encima. Los zapatos expedicionarios permanecieron quietos unos instantes, y al ver que no se producía en la calle solitaria y oscura ningún otro movimiento, se acercaron con cautela al cadáver y dieron vueltas alrededor de él, intentando comprenderlo. Luego, una vez seguros de que estaba poseído de la condición inanimada de la que también eran ellos víctimas en las situaciones de peligro, los zapatos de Vicente Holgado saltaron sobre el cuerpo, pisoteándole el cuello y la cabeza.

—No es una cucaracha —advirtieron las deportivas algo incómodas por el espectáculo.

—¿No habéis oído nunca la expresión «pisarle el cuello a alguien»? —respondieron los zapatos de Vicente Holgado.

—Sí —dijo el mocasín impar, que había permanecido en silencio desde que abandonaran el cementerio—. Algunos se lo pisan a su padre con tal de alcanzar lo que quieren.

—Pues éste debe de ser el padre de alguien. Venga, todos arriba.

Las deportivas declinaron la invitación, permaneciendo junto al difunto pero el mocasín impar, súbitamente rejuvenecido, brincó al cuello del muerto y comenzó a dar saltos sobre él poseído por una furia alegre, en la que parecía sofocar sus penas.

Cuando se cansaron de esta actividad, descendieron del cuerpo y, ya más calmados, se dirigieron a los pies para liberar a los zapatos del cadáver. Eran negros, de cordones, con mucha puntera, parecidos a los de Vicente Holgado, pero con la suela de piel, en lugar de goma de neumático. Parecían, en fin, de más calidad y estaban también mucho más nuevos. Cuando se vieron liberados allí, en medio de la calle oscura, se pusieron a gemir.

—¿Pero qué habéis hecho? —preguntaron en tono de reproche.

—Os dejamos libres —respondieron las deportivas—. Este cuerpo está muerto.

Mientras las deportivas discutían con los zapatos recién liberados, los de Vicente Holgado se acercaron a los pies del cadáver, aplicaron sus bocas a la planta y sorbieron con una habilidad sorprendente sus calcetines, que tenían un 60% de lana y un 40% de fibra, la combinación más digestiva y sabrosa para ellos.

Ante la aparición de los pies desnudos, apuntando majestuosamente en dirección al cielo todos se quedaron un poco sobrecogidos y sintieron ganas de adorarlos.

—Verdaderamente —dijeron las deportivas con respeto— no hay duda de que los pies son la parte más noble del cuerpo humano y su zona pensante, por eso gozan de la protección especial que les proporcionamos nosotros.

—Y el cuerpo entero, con lo grande que es, sólo va a donde ellos deciden —añadieron los de Vicente Holgado.

—Los pies son dioses —aseguraron los zapatos del muerto—. Los pies no necesitan nada al resto del cuerpo, que constituye más bien un peso que sobrellevan, quizá por piedad, de la mañana a la noche. Podrían prescindir de él sin problemas.

—De hecho —añadió el mocasín viudo— hay un pasatiempo, el fútbol, en el que los pies juegan con una especie de cabeza, pero no conozco ninguno en el que la cabeza juegue con los pies. Ahí queda patente la superioridad de una extremidad respecto a la otra. Yo conocí a unos zapatos de fútbol y me contaban que hacían lo que querían con esa cabeza sin que ella pareciera molestarse.

—Nuestros pies —informaron las deportivas— juegan a veces al fútbol calzados por nosotras, y, en efecto, consiste en dar patadas a una cabeza de piel completamente idiota.

La luz de la farola más próxima iluminaba las callosidades de los pies fallecidos otorgándoles una apariencia sobrenatural. Las uñas de los dedos, violentamente incrustadas en la carne, parecían señales de una forma de dominio desmesurado, quizá algo cruel. El zapato derecho de Vicente Holgado pensó que los pies reunían la complejidad orgánica precisa para alcanzar la grandeza de las ratas, pero no estaban seguros de que pudieran desanudarse de los tobillos y llevar un vida independiente.

En esto, se oyó el ruido de un coche procedente de una calle próxima y los zapatos cesaron de adorar a los pies, emprendiendo todos una huida precipitada, excepto los del cadáver, que permanecieron junto al cuerpo, dando pequeños saltos, en un intento por encajarse de nuevo en las extremidades de las que habían sido desalojados.

Se despidieron en el patio interior del edificio, después de atravesar el desagüe que les había descubierto la rata, y cada zapato se marchó directamente a su casa trepando por las cañerías de la fachada, recorriendo las cornisas, deslizándose por los cables de la luz. Los de Vicente Holgado, al alcanzar de nuevo el tendedero, padecieron un sentimiento de extrañeza. Apenas habían permanecido unas horas en la calle, pero tenían, juntos y por separado, la impresión de regresar de un viaje tan largo, quizá tan hondo, que ya no eran los mismos.

—No deberíamos haber vuelto —pensó en voz alta el izquierdo.

—Podías haberlo dicho antes —respondió el derecho—. Yo he regresado por ti.

La llegada al piso fortaleció el rencor de cada uno de ellos respecto al otro, y aunque se trataba de rencores individuales, su composición era la misma. Por lo demás, pese a este desdoblamiento de conciencia, continuaban moviéndose como las dos partes de una maquinaria única. Al llegar a la cocina y ver a las zapatillas de cuadros junto a la lavadora, no resistieron la tentación de pisotearlas sin que éstas se recuperaran de su pérdida.

—Cada vez duermen más —señaló el zapato derecho.

—No están dormidas. Están muertas —respondió el izquierdo.

Era la primera ocasión en que la palabra muerte aparecía entre los dos tras la conquista de la individualidad intelectual y percibieron que les hacía daño, pues ahora estaba dotada de un significado distinto, más próximo, y también más dramático que antes. Quizá era el precio que había que pagar por separarse.

Algo incómodos por este conocimiento recién adquirido, se dirigieron al dormitorio y ocuparon su lugar debajo de la cama. Desde allí, unos segundos antes de caer en la condición de objetos, observaron los zapatos de mujer, situados en el otro extremo, pero éstos no abandonaron su apariencia inerte.

Pasadas unas horas, la luz del día entró por debajo de la cama y se despertaron con la sorpresa de no estar ocupados por los pies de Vicente Holgado. Miraron alrededor y vieron que los zapatos de mujer habían desaparecido. Con cautela, salieron de debajo de la cama dirigiéndose al armario empotrado, cuya puerta permanecía entornada, y comprobaron que no estaban en su sitio los mocasines negros que los pies de Vicente Holgado llevaban meses sin ponerse.

—Parece que los pies han elegido hoy a los mocasines —dijo el zapato izquierdo desconcertado.

—Es raro —señaló el derecho—. Esos zapatos duelen.

La casa estaba en silencio. Habría sido una fiesta moverse por ella sin ninguna precaución de no ser por el desasosiego del que eran víctimas, y que prefirieron ignorar por miedo a que su reconocimiento frenara el proceso biológico de independencia en el que parecían inmersos. Quizá, pensaron, el síndrome de abstinencia de los pies fuera pasajero y necesario, por otra parte, para completar el cambio.

Al abandonar el dormitorio en dirección al pasillo, se vieron reflejados en el espejo del armario y comprendieron por qué no habían sido elegidos por los pies de Vicente Holgado para salir a la calle: estaban sucios, arañados y parecían más viejos de lo conveniente: la excursión al cementerio pasaba factura también. Nada era gratis. En cuanto al término viejo, tenía ahora una carga de malestar novedosa. Recordaron los zapatos del hombre atropellado y envidiaron su juventud, su brillo. A ellos, en cambio, se les notaban las grietas en las que la suciedad se había incrustado haciéndolas mucho más profundas de lo que en realidad eran.

Algo desanimados, continuaron andando hacia el pasillo con la idea de llegar al cuarto de baño, en busca de las cucarachas que anidaban tras el bidé. Al pasar por la puerta de la cocina les llamó la atención un ruido orgánico y se asomaron: las zapatillas viejas habían resucitado e intentaban comerse un calcetín de lana cada una. Eran de muy buena calidad, con mucha fibra, pero resultaban demasiado gruesos para sus tragaderas de fieltro y se les habían atascado. Los zapatos de Vicente Holgado entraron en la cocina y el derecho le dio a cada una un par de pisotones que les hizo expulsar la presa y huir hacia el tendedero en busca de refugio. Entonces, ellos se comieron los calcetines de lana sin prisas y luego continuaron su viaje hacia el cuarto de baño.

No vieron nada, pero se quedaron junto al pie del lavabo atentos a cualquier movimiento que se produjera en los alrededores del bidé. El derecho se sentía un poco molesto porque había observado que el izquierdo no había pisoteado a las zapatillas de cuadros, aunque no había renunciado a comerse el calcetín.

—Me he dado cuenta de que has evitado pisar a las zapatillas viejas.

—No me apetecía.

El derecho permaneció callado odiando a su compañero por aquella decisión que parecía obedecer a un movimiento moral del que se sentía excluido. Finalmente, añadió:

—No eres mejor que yo.

—Si vamos a ser dos, aunque atados biológicamente el uno al otro, es mejor que aceptemos desde el principio la posibilidad de ser distintos. Tú pisa a las zapatillas viejas cuando quieras, yo no. Punto.

Al derecho le pareció que su compañero pensaba con mayor precisión que él, pero cuando iba a responderle cualquier cosa con la que dar salida a su resentimiento, le pareció observar algo detrás del bidé y corrió hacia allí.

—No era nada —dijo en tono de fastidio al regresar junto a su compañero.

—¿Te has dado cuenta de que te has movido solo? —señaló el izquierdo.

El derecho cayó entonces en la cuenta de que, en efecto, había ido y venido sin el concurso del izquierdo. Lo intentó de nuevo, dando en esta ocasión una vuelta más larga alrededor del cuarto de baño con resultados idénticos.

—Me parece que somos libres el uno del otro —dijo con expresión de miedo al regresar de nuevo a su lugar.

—Déjame probar a mí —propuso el izquierdo alejándose él solo hacia la puerta sin ningún problema.

—Intenta salir al pasillo —pidió el derecho sin moverse.

El izquierdo abandonó sin dificultades el cuarto de baño y ya en el pasillo sintió como si el derecho tirara espiritualmente de él. Aquella forma de libertad, tan anhelada, implicaba sin embargo una forma de desgarramiento. Cuando regresó al pie del lavabo percibió en su compañero un suspiro de satisfacción, pero se colocaron el uno junto al otro sin mencionar nada del daño que habían sentido al separarse. Luego, tras permanecer allí un rato sin que apareciera ninguna cucaracha, el izquierdo sugirió que salieran a pasear por la casa.

Iban uno al lado del otro, aunque con movimientos individuales, no sincronizados, como era lo habitual. A veces, se rozaban sin querer e inmediatamente se separaban presas de un sentimiento de pudor desconocido. Al llegar al salón, buscaron instintivamente la protección de la mesita baja, de café, y debajo de ella descansaron del esfuerzo de ser dos también desde el punto de vista orgánico.

—No te lo he contado —dijo el derecho con tono de sinceridad—, pero cuando estábamos en el cementerio se me metió dentro una rata de nuestro tamaño y la verdad es que nunca me había sentido tan completo, ni siquiera con un pie hinchado por el calor. ¿Tú no notas que te falta algo?

—Sí, pero no creo que sea una rata.

—Pues yo llegué a pensar que quizá somos ratas vacías, imperfectas. ¿Por qué, si no, tenemos esta oquedad tan grande?

—Para que quepa el pie.

—Pero el pie es poco complejo, y algo rígido, como si no tuviera dentro más que huesos. En cambio la rata parecía rellena de glándulas y estómagos, palpitaba como un mamífero, y tenía una temperatura propia. Tú sabes lo que cuesta calentar a veces un pie frío.

—A mí me parece que tenemos más cosas en común con las cucarachas que con las ratas —dijo el izquierdo—, incluso desde el punto de vista de la temperatura corporal y de los movimientos. De todos modos, soy de los que piensan que los verdaderos dioses son los pies.

—Es que la ventaja de las ratas es ésa, que no son dioses.

Un rayo de luz en el que viajaban partículas de toda clase se coló por el ventanal del salón y penetró debajo de la mesa golpeando al zapato derecho de Vicente Holgado en la puntera.

—Cada vez soporto menos el sol —dijo buscando la sombra del tablero.

El izquierdo le acompañó instintivamente. Ahora que podían moverse solos, parecía que no querían separarse. Entonces, se oyó el ruido de la puerta del piso y tras una vacilación compartida regresaron corriendo a la alcoba, ocultándose debajo de la cama, desde donde escucharon los pasos de la asistenta de Vicente Holgado que tras un recorrido errático e incomprensible a lo largo de la vivienda entraron en el dormitorio.

Lo normal es que frente a esta situación de peligro se hubieran cosificado, pero al no perder ninguno de ellos la conciencia vieron desde su observatorio el ir y venir de las piernas desnudas sobre unas chanclas ortopédicas que dejaban al descubierto los talones. Habían oído hablar de esa clase de calzado, pero nunca lo habían visto tan cerca. La suela, muy gruesa, parecía de madera, y el cuerpo del zapato, hecho de una piel con abundantes poros (agujeros más bien, por su tamaño), iba unido a ella por unos clavos pequeños de cabezas doradas. Producían una repugnancia seductora que turbó a los zapatos de Vicente Holgado. Según la información de que disponían, aquel calzado servía para pies deformes, y, quizá porque nunca habían visto unos pies de este tipo, estaban sobrecogidos por la experiencia. Desde luego, los talones de la mujer, que permanecían al descubierto, se encontraban llenos de durezas con grietas que les proporcionaban un aspecto implacable y torturado a la vez. Si el resto del pie tuviera una geografía así de accidentada, sería un órgano impresionante.

En esto, los pies de la asistenta abandonaron las chanclas ortopédicas a unos centímetros de los zapatos y se alejaron desnudos en dirección al pasillo produciendo unos pasos huecos, esponjosos, que el derecho asoció al sigilo de las ratas. Cuando se hizo el silencio, salieron con cautela de debajo de la cama y se acercaron al calzado ortopédico sin que éste diera muestras de tener una vida propia. Al principio pensaron que quizá le costaba abandonar la condición de cosa en un espacio no familiar y con los pies deformes tan cerca, pero pronto advirtieron que tenían una naturaleza apática, de ahí ese aire estatuario productor de extrañeza.

El zapato derecho de Vicente Holgado les dio un par de pisotones, era su modo de probarlos, mientras que el izquierdo sacó la lengüeta por entre los cordones previamente aflojados y lamió el empeine de los ortopédicos degustando el sabor eléctrico de los clavos que les servían de costura. El zapato derecho se quedó espantado:

—¿Por qué haces eso? —preguntó.

—Estoy harto de pisotear y ensayo otros modos de relación —dijo sin dejar de lamer la superficie áspera del calzado ortopédico.

El derecho guardó un silencio rencoroso, como era habitual cuando no entendía algo que sin embargo le seducía y al poco se oyeron los pasos mullidos que les obligó a retirarse a su lugar, debajo de la cama. Desde allí, observaron a los pies deformes con admiración y quizá algo de envidia. Estaban bajo el síndrome de abstinencia y habrían dado cualquier cosa por ser penetrados por aquellos pies retorcidos que prometían llenar los huecos más recónditos de uno. El derecho de Vicente Holgado pensó que eran como ratas rosadas, preguntándose si la aspiración de los pies y de los zapatos no sería la misma: evolucionar hacia esa forma de éxito biológico.

Finalmente, los pies deformes volvieron a ocupar las chanclas ortopédicas y se alejaron definitivamente produciendo esta vez unos pasos firmes, macizos, que dibujaron una línea imaginaria a lo largo del pasillo. Cuando se escuchó la puerta de la calle, los zapatos de Vicente Holgado salieron de debajo de la cama, e instintivamente, como presionados por una memoria ancestral que les asaltó a los dos al mismo tiempo, se dirigieron a un armario empotrado que había en el recibidor de la casa. Pudieron abrirlo gracias al alabeo de la puerta que dejaba su mitad inferior fuera del quicio. Dentro, había multitud de objetos amontonados sin ningún orden conocido, y entre ellos unas hormas sencillas que hacía mucho tiempo, quizá en los comienzos oscuros de su existencia, habían sido utilizadas en ellos. La horma era en realidad un pie artificial, si bien muy esquemático. Estaba constituida por una puntera de plástico y un talón del mismo material unidos por un alambre grueso y flexible. Se las metieron dentro como pudieron e inmediatamente se les redujo la ansiedad provocada por el síndrome de abstinencia.

—Quizá pudiéramos llegar a prescindir del todo de los pies con unas reproducciones algo mejores que éstas —dijo el derecho.

—¿Y para qué quieres prescindir de los pies? —preguntó el izquierdo.

—Para ser más independiente. Lo he estado pensando y creo que los pies no son más que ratas imperfectas.

—Qué manía has cogido con las ratas.

El derecho comprendió que ambos se movían en lógicas distintas y prefirió no contestar. Los dos permanecían aún en el interior del armario, entre un conjunto de objetos en desuso o rotos sobre los que planeaba el vuelo de una gabardina vieja colgada de una percha. Olía a polvo y no era difícil detectar su presencia en el ambiente, pero ellos se encontraban a gusto allí sin imaginar el significado de ese placer, hasta que el izquierdo dio la voz de alarma.

—Me parece que esto es un cementerio de cosas.

—¿Estás seguro?

—Tú verás.

Ninguno de los dos se atrevió a admitir que ellos mismos tenían un alto porcentaje de cosa en su composición, pero abandonaron precipitadamente el armario y se fueron a disfrutar de las hormas al cuarto de baño.

Por la noche regresaron de nuevo los zapatos de mujer cuya presencia se había hecho familiar a lo largo de los últimos tiempos. También se encontraban debajo de la cama los mocasines con los que los pies de Vicente Holgado habían sustituido ese día a los de cordones. Éstos, a la hora de costumbre, se acercaron a los de mujer para invitarlos a la reunión de la cocina.

—¿No vienen esos mocasines? —preguntaron los femeninos.

—Son de aquí, pero no se relacionan con nosotros —respondieron los zapatos de cordones de Vicente Holgado.

Los mocasines, aunque inánimes, parecían recorridos por un temblor orgánico rudimentario, como si se hubieran extraviado, al evolucionar, en una fase vegetal, que produjo un fuerte rechazo en los zapatos de mujer.

—Qué asco —exclamaron saliendo de debajo de la cama.

—Eso no es nada comparado con unos ortopédicos que hemos conocido hoy —dijeron los de Vicente Holgado.

Los dos pares alcanzaron el pasillo y desde allí se dirigieron a la cocina, donde les esperaban ya las deportivas y el mocasín viudo de las viviendas vecinas, además de las zapatillas viejas, que abrieron un poco el círculo, con expresión de respeto, o de miedo, al ver llegar a los zapatos de Vicente Holgado. Éstos venían comportándose como si fuesen un solo individuo, pero al encontrarse frente a los otros no pudieron evitar confesar que eran dos.

—El proceso comenzó ayer —añadieron a las preguntas del mocasín impar—, durante la visita al cementerio. Al principio sólo éramos capaces de pensar cosas diferentes, pero esta mañana hemos ejecutado con éxito movimientos autónomos. Somos dos individuos.

—A verlo —dijeron las deportivas.

Los de Vicente Holgado se desplazaron de un lado a otro individualmente y luego conversaron entre sí manteniendo puntos de vista opuestos sobre el placer de aplastar insectos. El mocasín viudo estaba entusiasmado, pero las deportivas y los zapatos de mujer contemplaron el espectáculo con aprensión, como si se encontraran frente a un fenómeno anormal. Las zapatillas viejas permanecieron impasibles, al borde mismo de la cosificación. Los zapatos de Vicente Holgado, advirtiendo el desagrado que producían en su entorno, regresaron al grupo comportándose como si fueran de nuevo uno.

Luego, para romper la tensión creada con su proceder, propusieron comentar las incidencias de la excursión al cementerio, lo que fue muy bien acogido por los zapatos de mujer. Tanto las deportivas como el mocasín viudo y los zapatos de Vicente Holgado estuvieron de acuerdo en que la aventura había sido más estremecedora de lo que hubieran podido imaginar antes de emprenderla. Los zapatos de mujer escucharon impresionados el relato del encuentro con la pierna momificada y hasta las zapatillas de cuadros despertaron del todo dando muestras de impaciencia cuando la narración se desaceleraba. El episodio del cadáver tirado en la calle, con los pies desnudos apuntando con los dedos al cielo, puso la carne de gallina hasta a los propios narradores. Y ya lanzados, el zapato derecho de Vicente Holgado contó la experiencia de la rata, que produjo un asombro general.

—Éste piensa —apuntó el izquierdo— que los pies son ratas imperfectas.

En esta ocasión, las deportivas y los zapatos de mujer moderaron sus gestos de desagrado ante el comportamiento dividido de los de Vicente Holgado.

—Nosotras hemos visto ratas hace mucho tiempo —añadieron las zapatillas de cuadros—. En esta casa hubo un nido debajo de la pila de fregar. Se parecen a nosotras en lo mullido de su cuerpo y en la capacidad de encogerse para pasar por lugares estrechos. Pero están llenas de órganos y glándulas por dentro, cada uno con una función diferente. Nosotros carecemos de otras vísceras que no sean los pies, lo raro es que salen y entran, mientras que las ratas las tienen siempre dentro de sí. El calzado es la forma más rara de vida que quepa imaginar.

Al zapato derecho de Vicente Holgado no le gustó que aquellas desgraciadas intentaran monopolizar el parecido con las ratas, pero más que su disgusto pesó en el ambiente la afirmación de que el calzado constituía, en general, una rareza biológica. Los de mujer expresaron su incomodidad golpeando un par de veces el suelo con los tacones y las deportivas tosieron. No sabían qué era toser, ni para qué servía, pero les pareció un ruido adecuado para neutralizar la atmósfera siniestra creada por la declaración de las zapatillas de cuadros. Finalmente, intervino el zapato derecho de Vicente Holgado:

—Esto no es más que una conjetura, desde luego, pero yo creo que unos pies desprovistos de cuerpo, permanentemente metidos dentro de nosotros, acabarían transformándose en vísceras auténticas.

—¿Y los calcetines? —preguntaron las deportivas.

—Se convertirían en un tegumento mucoso que protegería las zonas más sensibles, lo que nos proporcionaría un aspecto compacto, semejante al de las ratas, como paso previo a la conquista de su agilidad. Lo que no deberíamos permitir desde luego es que los pies continúen entrando y saliendo de nosotros sin tener en cuenta nuestras necesidades. Mi compañero izquierdo y yo hemos tenido que introducirnos esta mañana unas hormas para combatir el síndrome de abstinencia. En cambio, nuestros pies se han llevado a la calle unos mocasines repugnantes que además duelen.

—De ese modo seríamos completamente responsables de nuestras vidas —dijo el mocasín viudo.

—Así es —añadió el zapato izquierdo de Vicente Holgado—. Y podríamos formar colonias donde nos organizaríamos por grupos, o por intereses. Hoy hemos visto un calzado ortopédico sin ninguna conciencia de sí mismo, completamente sometido a unos pies rarísimos, deformes. La verdad, nos ha dado lástima.

—¿Os han dado lástima los pies? —preguntaron con extrañeza las zapatillas viejas.

—Los pies no, el calzado ortopédico.

—Ah, bueno, porque los deformes, seguramente, son pies superiores.

—¿Por qué decís eso? —preguntó el zapato derecho de Vicente Holgado.

—Las deformidades indican la existencia de vísceras especializadas en diferentes funciones orgánicas.

Tras una breve discusión, decidieron que había que ponerse en contacto con los pies de la casa para proponerles asistir a una de sus reuniones y ver la posibilidad de alcanzar con ellos acuerdos biológicos. El mocasín impar sugirió que actuaran de embajadores un par de calcetines discretos, negros a ser posible, que llevaran el mensaje en ese instante, pues aún era pronto y quizá diera tiempo a tener la primera reunión esa misma noche. Aceptada por todos la propuesta, las deportivas saltaron al cesto de la ropa sucia situado en el tendedero y al poco regresaron con un par de calcetines de los llamados Ejecutivos, pura fibra, que se debatían desesperadamente intentando escapar.

—Nadie os va a hacer daño —dijo el derecho de Vicente Holgado adelantándose con solemnidad—. Por el contrario, se trata de encargaros una misión diplomática muy delicada. Si llega a buen puerto, os garantizamos que no seréis comidos nunca.

—¿Qué hemos de hacer? —preguntaron los calcetines negros con expresión de alivio.

El zapato derecho, que había decidido no perder la iniciativa, les pidió que fueran hasta la cama de Vicente Holgado e invitaran a todos los pies que encontraran dentro a la reunión que en ese instante mantenían los zapatos en la cocina, junto al tendedero de la casa.

—Decidles que es muy importante que acudan solos, sin los cuerpos a los que habitualmente permanecen unidos.

Los calcetines aceptaron el encargo y se deslizaron con sigilo por el suelo en dirección al dormitorio, seguidos por los zapatos de Vicente Holgado, que habían acordado darles escolta, pues no se fiaban de su lealtad y temían que se extraviaran en el pasillo, por el que avanzaron pegados al rodapié, como si tuvieran miedo a las extensiones sin límites. Una vez alcanzado el dormitorio los calcetines se enroscaron en una de las patas de la cama y treparon por ella uno detrás de otro con sorprendente ligereza.

—Si fuéramos capaces de desarrollar esa elasticidad —le dijo el zapato derecho al izquierdo— no les habríamos necesitado.

—No necesitaríamos a nadie —respondió el izquierdo—. Todo eso se solucionará cuando seamos ratas.

Los calcetines habían encontrado entre los pliegues de las sábanas el camino para llegar a la zona habitada por los pies y desaparecieron de la vista de los zapatos de Vicente Holgado, que esperaban impacientes los resultados de la entrevista.

Después de lo que pareció una negociación eterna, asomaron de nuevo los calcetines negros por debajo de las sábanas y tras ellos los pies de Vicente Holgado, que se deslizaron pata abajo en la misma postura que si descendieran por una pértiga: Actuaban sincronizadamente, igual que los zapatos, como si entre el derecho y el izquierdo formaran un solo individuo al servicio de un cuerpo invisible. Tras tocar el suelo y observar la situación bisbisearon algo en dirección a la cama y entonces aparecieron los pies de la mujer. Eran sumamente desconfiados e ignoraban el modo en que tenían que abrazarse a la pata para descender, por lo que prefirieron saltar, produciendo contra el parqué un golpe cuyo ruido sobresaltó a todos.

Una vez reunidos, cruzaron la puerta de la habitación y se internaron en el pasillo en el orden siguiente: los calcetines negros, que en seguida buscaron el rodapié, para deslizarse pegados a él (logrando una invisibilidad sorprendente), los zapatos de Vicente Holgado y sus pies, que caminaban unos al lado de los otros, formando parejas e intercambiando en voz baja algún tipo de información, y los pies de mujer, algo pegados también al rodapié, como si buscaran una protección a su desnudez. En la cocina fueron recibidos con un silencio respetuoso por parte del mocasín impar, las deportivas y los zapatos de mujer. Las zapatillas viejas parecían ensimismadas, y en seguida fueron retiradas del círculo, con una violencia mal disimulada, por el zapato derecho de Vicente Holgado. El reloj digital del microondas iluminaba con una fosforescencia verdosa la zona de la cocina donde se hallaban reunidos, y la puerta de cristal que daba al tendedero reflejaba la luz pálida de la luna, que se colaba por el patio interior del edificio.

El calzado presente permanecía sobrecogido por la presencia de los dos pares de extremidades. Los pies de Vicente Holgado tenían el dedo gordo y el pequeño doblado hacia dentro, protegidos por sendas uñas que parecían caparazones córneos. Se apoyaban en el empeine, sobre un grueso callo longitudinal que inspiró veneración a todos los zapatos, y presentaban escaras en la parte superior, donde la piel había adquirido un color rosa tendente al rojo. Los de mujer, sin embargo, tenían los dedos más largos y estirados, excepto el pequeño, que tendía a buscar refugio bajo el anular, como si no fuera capaz de sobrevivir más que a su sombra. Las uñas, más cortas que las de los pies de Vicente Holgado, o quizá más cuidadas, estaban pintadas de rojo. Sus formas, en general, eran más suaves y ligeras, y tenían un gran puente entre el talón y la puntera.

Como pasara el tiempo sin que los zapatos fueran capaces de abandonar aquel silencio religioso, los pies de Vicente Holgado explicaron con cierta precipitación que no podían permanecer fuera de la cama mucho tiempo por el peligro de que los cuerpos se incorporaran para ir al baño y al apoyarse directamente en la base de los tobillos rodaran por el suelo.

—¿Entonces es la primera vez que os separáis de ellos? —preguntaron con timidez las deportivas.

—No, no. Durante la noche, vivimos nuestra vida —respondieron los pies de Vicente Holgado nuevamente—, pero no solemos abandonar esa zona oscura de la cama donde las sábanas rodean al colchón. Ése es el territorio natural de los pies y por él navegamos durante horas mientras los cuerpos duermen. Fuera de ese espacio nos desenvolvemos bien, pero estamos expuestos a infecciones de las que allí nos encontramos a salvo.

A instancias de los zapatos de mujer, que se dirigieron a ellos con un gesto de sumisión exagerado, relataron también que los cuerpos no advertían su ausencia, pues los pies dejaban en su lugar, al desprenderse del conjunto, un fantasma que producía sensaciones idénticas a los verdaderos órganos.

—Lo único que pasa —añadieron— es que con esos pies inmateriales no se puede andar. De ahí que tengamos que estar siempre cerca para colocarnos en nuestro lugar cuando los cuerpos comienzan a desperezarse.

Los pies de mujer permanecían callados y nerviosos, como si no encontraran el momento de regresar a su ambiente. Por alguna razón inexplicable, la desnudez era más patente en ellos que en los de Vicente Holgado, cuyos zapatos, al comprobar su nerviosismo, aseguraron que ni el cuerpo de Vicente Holgado ni el de la mujer que dormía con él desde hacía algún tiempo se levantaban antes de que se hiciera de día.

—Aun así —dijeron finalmente los pies de mujer dirigiéndose, más que a los zapatos, a los pies de Vicente Holgado—. Éste no es nuestro sitio.

El calzado creyó percibir en aquella frase un tono de superioridad. Pero es que eran superiores. No había más que observar sus accidentes, así como las formas que se dibujaban bajo la piel, para advertir que estaban dotados de una complejidad interesante de la que ellos carecían. Los zapatos de Vicente Holgado rogaron que permanecieran con ellos un rato todavía y los pies masculinos, que ya habían advertido la veneración incomprensible que provocaban en el calzado, accedieron a ello tras cambiar en voz baja una información con los pies de mujer.

Entonces hicieron las presentaciones. El mocasín viudo, como ya era habitual en él, produjo cierto desagrado, quizá por su situación asimétrica o impar. Cuando los pies de mujer preguntaron por las zapatillas viejas, de cuadros, que permanecían fuera del círculo, ensimismadas, o cosificadas tal vez, los zapatos de Vicente Holgado respondieron con desdén:

—Son viejas.

—Pero cómodas —respondieron los pies de Vicente Holgado, que evidentemente tenían relaciones con ellas, para envidia de todos.

Tras unos murmullos dispersos, tomaron de nuevo la palabra los zapatos de Vicente Holgado, que, para evitar la violencia que provocaban las cosas impares en aquel universo dual, actuaban sincronizadamente, como si entre los dos sumaran uno. Explicaron el sentimiento de vacío de que eran víctimas cuando no tenían un pie dentro de sí, y relataron las discusiones que llevaban a cabo durante aquellas reuniones nocturnas acerca de si los pies eran el alma de los zapatos o sus dioses. Los pies de Vicente Holgado no pudieron disimular un gesto de autosatisfacción. Los de mujer, en cambio, continuaban dominados por el temor, o por una suerte de frío incomprensible, ya que ese año el calor se había adelantado. Los zapatos de mujer se acercaron entonces y les ofrecieron respetuosamente su interioridad. Los pies saltaron sin pensarlo dos veces acomodándose dentro de los zapatos de tacón.

El calzado vacío contempló el conjunto fascinado y los zapatos de Vicente Holgado no pudieron reprimir entonces la necesidad de explicar a los pies su idea de formar individuos autónomos, semejantes a las ratas. Hablaban de forma apresurada, con una necesidad algo trágica de ser entendidos.

—Pero eso nos obligaría a separarnos definitivamente de los cuerpos —arguyeron los pies de Vicente Holgado.

—Y para qué los necesitáis —preguntó el mocasín impar contagiado de la pasión de sus colegas.

—Toda la inteligencia de los cuerpos —añadieron las deportivas— está acumulada en los pies. Los cuerpos os necesitan a vosotros, pero no vosotros a ellos.

—En nuestro mundo seríais dioses —aseguraron los zapatos de Vicente Holgado—. Estos días hemos observado a las ratas del patio y con un poco de práctica podríamos ser como ellas.

—O como escarabajos —replicó el mocasín viudo.

—Nosotras seríamos ratas blancas —añadieron las deportivas.

Los pies de Vicente Holgado parecieron dudar, y en seguida dijeron que tenían que pensarlo. Su vida no era mala, aunque tuvieran que ocuparse todo el día de unos cuerpos incapaces, pese a su tamaño, de ir sin ellos a ninguna parte. Pero la asociación que les proponían los zapatos había abierto en su existencia unos horizontes que era preciso considerar despacio. Dijeron todo esto sin abandonar su expresión de superioridad o de divinidad recién estrenada. Pero como el tiempo transcurriera sin pausa y pronto tendrían que volver a los territorios abisales de la cama, los zapatos de Vicente Holgado les pidieron que se metieran dentro de ellos, aunque sólo fuera unos instantes, para aliviar el síndrome de abstinencia del que eran víctimas desde la jornada anterior, atenuado apenas por la penetración de las hormas que habían encontrado en el armario. Los pies accedieron y saltaron cada uno al interior de su cavidad correspondiente. Cuando los zapatos sintieron dentro de sí, y sin el intermediario de los calcetines, aquellos órganos que constituían sus entrañas, sus vísceras, dieron un suspiro de alivio que despertó brevemente de su sueño de cosas a las zapatillas de cuadros. Jamás se habían sentido tan llenos, ni tan leves al mismo tiempo, pues no tenían sobre sí el peso innecesario de la torre del cuerpo. Aunque no dijeron nada por prudencia, pensaron que en esa situación de completud serían capaces de recorrer el mundo sin cansarse y con la agilidad de un roedor. Casi instintivamente, tanto el zapato derecho como el izquierdo apretaron sus cordones para que las formas del pie se adaptaran perfectamente a sus irregularidades, y por un momento tuvieron la tentación de no desaflojarse nunca para evitar que volvieran a salir. Sólo el respeto que les tenían, o quizá el miedo a que se negaran a colaborar bajo presión en aquella aventura biológica que les acababan de proponer, evitó que en ese mismo instante salieran corriendo por el hueco del tendedero y descendieran a encontrarse con las ratas en el patio interior de la vivienda.

En ese instante, se oyó un golpe proveniente del dormitorio, como si un cuerpo se hubiera desplomado sobre el suelo provocando un estrépito que el silencio nocturno multiplicó, seguido de una exclamación de dolor. Los pies de Vicente Holgado comprendieron que el cuerpo había intentado levantarse, quizá para acudir al baño, y al apoyarse sin su concurso sobre el parqué había rodado por la habitación. Frente a aquella situación de peligro, los zapatos aflojaron la presión de los cordones y los pies saltaron al exterior, seguidos por los de mujer, que trotaron tras ellos por el pasillo en dirección al dormitorio. Las zapatillas viejas, regresando de súbito al mundo de la biología, corrieron también por si fueran solicitadas por los pies descalzos en aquella situación insólita. El resto del calzado, tras reponerse del sobresalto, se dispersó cada uno en la dirección que le era propia, a excepción de los zapatos de Vicente Holgado, que permanecieron quietos, el uno junto al otro, aturdidos por las cantidades de placer que acababan de recibir.