Uno

La juez Elena Rincón y el forense a su cargo acababan de levantar un cadáver en López de Hoyos y ahora volvían al juzgado de guardia en el coche oficial, conducido por un chico muy joven, con cara de asombro, a cuyo lado iba un secretario flaco dando cabezadas sobre el borde de un maletín negro al que permanecía abrazado. Eran las tres de la mañana en la calle, pero sobre todo en el ánimo de la juez, que aunque parecía observar las aceras desiertas con un interés inexplicable, estaba levantando interiormente un cadáver que tenía el rostro de ella misma y su cuello, sus manos, sus piernas, su cintura. No mostraba signos de violencia. Si le hubieran hecho un análisis forense, habría salido una autopsia blanca. Y sin embargo, en el origen del deceso había una decepción, una herida.

Meses antes había fallecido su padre con el alivio, si no con la dicha, de verla convertida en una juez con plaza en Madrid. Su padre creía, y le hizo creer a ella en otro tiempo, que los jueces movían el mundo. Quizá lo movieran en la pequeña localidad norteña en la que había vivido él y en la que la propia Elena había ejercido durante los primeros tiempos, tras aprobar la oposición, pero no en una ciudad como Madrid, donde el día a día, en los juzgados, era embrutecedor y las guardias dejaban una dotación de amargura que se precipitaba, como un sedimento de plomo, en el fondo del ánimo.

Los días de guardia, a estas horas de la noche, siempre se acordaba en un momento u otro de su padre con una mezcla de culpa y de resentimiento. Había asistido a su entierro con cierta precipitación y ni siquiera recogió la casa después del funeral. Se limitó a cerrarla tras de sí, como si continuara habitada, y regresó a Madrid con la confusa idea de que mientras no se movieran sus cosas él continuaría vivo y ella podría aplazar un duelo que en aquellos instantes no sentía. Una noche llegó a llamarle por teléfono y justo en el instante de darse cuenta del desatino saltó el contestador al otro lado y escuchó la voz del muerto rogando que le dejara un mensaje después de la señal. La juez colgó aturdida, pero se quedó obsesionada con la idea de que había encontrado una vía de comunicación con el difunto a través de la cual podría decirle todavía algo que le doliera. Que los jueces no dirigían el mundo, por ejemplo, era mentira, una mentira a la que se había entregado con el mismo empeño que a la construcción de un arca que la pusiera a salvo del diluvio. Pero el diluvio era la vida misma, así que lo que había creado era una cápsula en la que me fui aislando de la existencia, por eso ahora no comprendo las calles ni concibo las emociones cerradas que amueblan los rincones de mi ánimo oscuro. Padre.

Así iba diciendo la magistrada desde el fondo del automóvil en el que regresaban velozmente al juzgado, escoltados por un coche zeta de la policía con las alarmas encendidas. Y era tal la intensidad con que se dirigía a su padre que temió haber pronunciado en voz alta alguna palabra, por lo que se volvió al forense, que viajaba a su derecha.

—¿Qué pasa? —preguntó él con expresión de solidaridad nocturna.

—Nada —dijo la juez—. Estaba levantando mi cadáver.

—Si necesitas que te hagan la autopsia, date luego una vuelta por mi despacho.

Dicho esto, el forense, con el que ya había coincidido en alguna otra guardia, sacó un cigarrillo y antes de encenderlo le extirpó la boquilla introduciendo la uña del pulgar en el punto preciso de la articulación. Nunca pedía permiso para fumar, y cada vez que la magistrada intentaba censurarle con una mirada de autoridad, él la desarmaba con expresión de muchacho cogido en una travesura. En cierto modo, se parecía al padre de Elena Rincón. Era de su tamaño, más bien menudo, y habría podido pasar por un trabajador manual cualificado: quizá un buen electricista, o un calefactor perspicaz. Tenía los dedos muy, muy largos y, pese a ser un hombre maduro, sus movimientos eran ágiles. Elena Rincón y él habían levantado varios cadáveres juntos y la juez le había visto moverse alrededor de ellos con la sabiduría del técnico capaz de buscar la causa de la avería, del óbito, en lugares aparentemente alejados de donde aparecía el daño.

Ya habían enfilado la Castellana, cuando el forense, al comprobar que la aflicción dibujada en el rostro de ella no acababa de mitigarse, le dio en el muslo dos ingenuas palmadas de compañerismo que turbaron a la juez, tampoco era raro que las noches de guardia, después del levantamiento de un cadáver, Elena Rincón sufriera alguna sacudida venérea que añadía más confusión a su estado de ánimo.

Llegados a la Plaza de Castilla, la magistrada se dirigió con apremio a sus dependencias, dejándose caer sobre la cama de la habitación anexa al despacho del juzgado de guardia. Nunca, hasta aquella noche, se había dicho las cosas de una forma tan terminante, tan brutal. Todo era mentira. ¿Y ahora qué? Recordó una novela leída en la época de estudiante sobre un sacerdote sin fe que oficiaba con más dignidad que antes de perderla. ¿Podría ella ejercer honradamente sin creer en lo que hacía?

Agitada por este cúmulo de afectos, abandonó en seguida la habitación, entró en el despacho y marcó el teléfono de la casa de su padre. Oyó el mensaje de saludo, el pitido y a continuación, durante unos segundos interminables, el silencio de la casa, en la que imaginó a los muebles y los objetos lanzándose señales de extrañeza frente a aquella invasión de la vida exterior. Colgó sin abrir la boca y permaneció de pie, ensimismada, unos segundos. Quedaban más de cinco horas de guardia, una eternidad de desasosiego, demasiada noche por delante. Así que salió de su despacho y se dirigió al del forense, que estaba esperándola o eso dijo.

—Estaba esperándote.

—Pues aquí estoy —respondió Elena.

—¿Quieres que te haga ahora la autopsia?

—Claro.

El forense le explicó que las autopsias, normalmente, las hacía en el Instituto, por la mañana, al terminar la guardia, pero la condujo a una habitación contigua donde había una camilla y un armario blanco con el instrumental indispensable para realizar pequeños reconocimientos relacionados con denuncias por malos tratos o violaciones.

—No es el lugar perfecto para una autopsia —añadió—, pero puedo sustituir la falta de equipo con oficio. Quítate la chaqueta, por favor.

Elena se desprendió, turbada, de la chaqueta que el forense extendió sobre la camilla y examinó con vehemencia centímetro a centímetro aplicando la yema de los dedos a cada irregularidad del tejido, a cada pliegue, siguiendo las cicatrices de las costuras que dibujaban el vaciado del cuerpo de la juez, su ausencia.

—Ya sabes —dijo el médico— que un buen forense debe hacer la autopsia de las ropas incluso antes que la del cuerpo. Los indicios saltan donde menos se espera. Veamos la blusa.

La juez se desprendió de la blusa como de una membrana, y en ese instante supo que acababa de completar una metamorfosis a cuyas diferentes fases había permanecido ajena. Intuyó entonces que, pese a todo, aún era dueña de un futuro misterioso en el que el hombre aquel, el médico, no tenía otra función que la de un mero tránsito. El puente para llegar de un lugar a otro de la vida.

La juez y el forense establecieron a partir de aquella noche una relación sin futuro: así lo acordaron a instancias de Elena Rincón y a él no le importó, pues mantenía que el mundo se había terminado y que ellos sólo eran el rescoldo de la realidad, sus brasas.

—En tales circunstancias —añadió con expresión mordaz—, no se me habría ocurrido pedirte que te casaras conmigo aunque estuviera soltero, que tampoco es el caso.

Se veían en hoteles de los que el forense debía ser habitual por la familiaridad con la que entraba y salía de ellos, y a veces, las menos, en casa de Elena Rincón, que defendía sus espacios privados con el mismo empeño que él ponía en violarlos. El deseo, cuando surgía, se alimentaba precisamente de la ausencia de porvenir, de la escasez de horizonte. Un día, encontrándose en la cama de un hotel cuyas habitaciones tenían espejos en el techo (lo que al forense le parecía un refinamiento admirable), la magistrada contempló el reflejo de su cuerpo y el del médico gravitando de forma absurda sobre sus cabezas y pensó que eran como dos zapatos pertenecientes a distintos pares. Acababan de practicar el sexo con escaso rendimiento, pese a los espejos, pues el forense se había revelado más hábil en la realización de las autopsias que en la ejecución del amor, y ahora permanecían con los cuerpos boca arriba, observando la columna de humo del cigarrillo del médico, que ascendía en dirección al azogue y parecía penetrarlo, como un hilo sutil que mantuviera unidos los dos mundos.

—Parecemos dos zapatos de diferentes pares —dijo Elena Rincón.

—Entonces quizá deberíamos hacerlo debajo de la cama —respondió el forense—. A lo mejor nos sale mal porque no nos encontramos en el lugar adecuado.

El médico propuso el traslado con cierta insistencia, pero Elena Rincón se negó aduciendo que había que amortizar los espejos.

—Otro día, pues —concluyó él.

—Otro día.

La imagen de dos zapatos desparejados hizo pensar a la juez en la curiosidad de que los seres humanos, siendo por su propia naturaleza unidades independientes, buscaran con desesperación una pareja que les completara, como si cada uno fuera la mitad de un conjunto. Gran parte de las desgracias que les afligían —lo comprobaba a diario en su trabajo— provenía de esa búsqueda del par o del miedo a perderlo una vez encontrado. Se preguntó si los zapatos, debajo de la cama, soñarían en cambio con independizarse el derecho del izquierdo para constituirse en individuos diferentes, autónomos. Pero de esto no le dijo nada al forense, que tras apagar un cigarrillo y encender otro aseguró que su mujer y él encajaban bien, como dos zapatos algo toscos quizá, pero del mismo número y de calidades idénticas.

—Sin embargo —añadió—, me gusta probar hormas diferentes a mi naturaleza, lo que constituye una perversión normal en situaciones de desastre. Esa idea obsesiva que tienes tú de que ser juez no sirve para nada guarda una relación muy estrecha también con el agotamiento de la realidad, que si te fijas está ya prácticamente liquidada. Cuando las cosas existían de verdad, era sin embargo a lo más que se podía aspirar en la vida, a eso y a ser médico. Tu padre llevaba razón, aunque con un poco de retraso. Lo más probable es que no se hubiera enterado del fin del mundo. Nadie se entera.

Elena Rincón atribuía este empeño apocalíptico del forense a la necesidad de justificar sus insuficiencias venéreas. Si la realidad se había extinguido, tampoco era raro que él no diera más de sí. En cualquier caso, aun resultando tan insatisfactorios, la juez sentía que aquellos encuentros la acercaban a la vida de la que había permanecido separada durante los años de estudio. Ese progreso, junto a la intuición de hallarse al borde de algo nuevo, la mantenía en forma; si no alegre, atenta al menos a cuanto ocurría a su alrededor, fueran conversaciones o gestos, cambios de temperatura o de humor, coincidencias o discrepancias. Los años de oposición la habían dotado de una capacidad notable para concentrarse, y esa aptitud adquirida entonces la empleaba ahora en la calle, en el metro, en los juzgados, pues ignoraba de dónde podría venir la señal ni a qué hora. Muy de vez en cuando telefoneaba a su padre para comprobar que en la casa familiar todo continuaba igual, y tras escuchar durante unos segundos el murmullo de los muebles oscuros, sorprendidos por aquella invasión inesperada, volvía a colgar y regresaba al mundo.

Un día, dirigiéndose en el metro a los juzgados, atenta al zumbido de los viajeros que se comportaban dentro del vagón como moscas atrapadas en una caja de cristal, levantó los ojos del suelo y vio, sentada frente a sí, a una mujer cuyas facciones ella había soñado para sí misma en un tiempo remoto. La mujer leía un libro del que sólo levantaba los ojos para perder un instante la mirada en el vacío antes de regresar a sus páginas. Era un ángel sin alas, una diosa. No sin rubor, se imaginó con ella en la cama del hotel cuyas habitaciones tenían espejos en el techo y le pareció que las dos formaban un par. La mujer sería cinco o seis años más joven que ella, unos veintiocho le calculó la juez, considerando al mismo tiempo que en los pares de zapatos siempre había uno un poco más gastado que el otro, dependiendo de los hábitos del usuario al caminar. Todo esto se lo decía un poco en broma, para aliviar el desmedido impacto producido por la extraña, que llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, como la propia Elena Rincón esa mañana. El calor se había adelantado proporcionando a la mayoría de los viajeros, atrapados aún en sus ropas de invierno, un aspecto menesteroso, ruin. El ángel lector llevaba en cambio una camiseta blanca y una falda muy corta, negra, apenas nada. Todo era apenas nada en ella, su cuello parecía un hilo de plata y el resto de sus accidentes corporales, dispuestos alrededor de un núcleo intangible, contradecían las leyes de la gravedad, pues más que ir sentada parecía flotar sobre el asiento. La juez intentó imaginar un suceso digestivo en el interior de aquel cuerpo sutil y dedujo en seguida que no era posible.

Los hombres, aprovechándose de su ensimismamiento, miraban a la mujer con impertinencia, lo que a la juez Rincón le pareció insoportable. En cualquier caso, ella no parecía darse cuenta de los desastres que provocaba a su alrededor. Tenía una particularidad en la mirada, tal vez un ligerísimo estrabismo, que transmitía a todo el rostro una expresión de perplejidad, de duda. Parecía que preguntaba algo a lo que nadie en aquel vagón, quizá en este mundo, podía responder.

De súbito, el tiempo, que se había descompuesto como una sustancia orgánica, dando lugar a una forma de continuidad no sujeta a la duración, recuperó su carácter horario, saturado de segundos, cuando la diosa se levantó y abandonó el tren en Gregorio Marañón con la agilidad de una libélula.

Ese día no fue para Elena Rincón sino una cápsula en la que estuvo viajando hacia la jornada siguiente con una lentitud descorazonadora. Llegó agotada por la noche a su casa de juez, pues la había amueblado cuando aún creía que la magistratura era el muelle real de la existencia, su motor. De hecho, vivía en Fuencarral, a la altura de Tribunal, lo que ahora le parecía una ironía, y las habitaciones estaban equipadas con muebles oscuros y vestidas con enormes cortinas cuyos pliegues evocaban una forma de nobleza extinguida. También tenía una chimenea falsa, de madera y con puertas, en cuyo interior permanecía oculto un televisor que no había querido colocar a la vista. Un día, después de que levantara el cadáver de una mujer que llevaba un año muerta en su cuarto de estar, frente al televisor todavía encendido, llegó a su casa de juez, prendió el suyo, le quitó el color y el volumen y cerró las puertas de la chimenea, abandonando el aparato a una emisión continua de cenizas. En cierto modo, se trataba de crear una situación inversa a la padecida por aquella mujer de cuya autopsia se deducirían telediarios, concursos y restos de anuncios sin digerir, en confuso desorden. Desde entonces, siempre que atravesaba el salón de la vivienda y contemplaba una raya de luz inquieta por debajo de la puerta de la chimenea, se decía que allí dentro ardía, en blanco y negro, la realidad, o sus brasas, pues quizá el mundo, como afirmaba el forense, estaba en trance de extinción.

Aquella noche, pues, se recluyó en el despacho de juez habilitado en una de las habitaciones de su casa, e intentó comprender la red del metro sobre un plano. Ella lo tomaba en Tribunal y desde allí iba directa hasta Plaza de Castilla, donde estaban los juzgados. Quizá la mujer que leía había entrado en Tribunal también, no había forma de saberlo. En cualquier caso, se bajó en Gregorio Marañón. La juez apenas conocía Madrid. Ignoraba a qué clase de calle se podía salir desde la boca del metro de Gregorio Marañón, pero si en ella se había bajado la mujer del libro, tenía que ser, pensó, una gran avenida con árboles y estatuas y lujosos hoteles ocupados por gente no menesterosa ni perversa.

Claro, que podría haber conectado también en Gregorio Marañón con la línea 7 e ir hasta Guzmán el Bueno, por ejemplo, o hasta la Avenida de América, donde a su vez aparecían nuevas posibilidades de trasbordo, de pérdida. El plano le pareció entonces una red dispuesta para el desencuentro. Había algo diabólico en la posibilidad de que alguien se cruzara con su doble en los túneles sin tropezar con él por unos segundos de diferencia, o por haber tomado el tren anterior, o quizá el siguiente. La juez era metódica. Siempre entraba en el primer vagón, y a la misma hora, de manera invariable. No podía estar segura de que la mujer que leía fuera tan ordenada, quizá las diosas no necesitaran serlo, pero tenía que confiar en ello si quería conservar la esperanza de verla de nuevo. Se imaginó cambiando de vagón todos los días, probando suerte cinco minutos antes o cuatro después para provocar un encuentro que quizá, de todos modos, no llegara a producirse, y sintió por sí misma una piedad anticipada que le hizo daño. Entonces, al verse sobre el plano de Madrid calculando las posibilidades infinitas de extravío que proporcionaban sus galerías, temió haber comenzado a enloquecer. Ella misma había instruido más de un sumario cuyos protagonistas eran personas de apariencia normal que una noche se quedaban sin dormir por culpa de una idea obsesiva, y al alcanzar la madrugada algo se derrumbaba en su interior, sin ruido, y comenzaban a caer.

Telefoneó a su padre desde su casa de juez y cuando saltó el contestador tapó el auricular con una mano y volvió a recordar la letanía del forense respecto al fin de los tiempos. El mundo para el que había sido preparada se había terminado, de acuerdo, pero también era verdad que desde que viera a la mujer del metro había llegado para ella la hora de la resurrección de los muertos. ¿Sería capaz de entender todo esto el difunto? Pensó que no y colgó desalentada el auricular, como solía hacer siempre tras el primer impulso de enviarle noticias de su vida. Luego se dirigió al salón recorriendo con lentitud las habitaciones de su casa de juez y se sentó en el sofá de juez, delante de la chimenea de juez cerrada en cuyo interior, esa noche, ardía la realidad como una zarza.

Al día siguiente, la magistrada actuó con la precisión de una autómata para reproducir los hechos de la jornada anterior con tal exactitud que de su encadenamiento se desprendiera como una consecuencia lógica la aparición, en el metro, de la mujer que leía. A la hora de siempre fingió que se despertaba, pues no había dormido, y se vistió y salió a la calle en el mismo instante en el que lo hacía todas las mañanas. Y aunque notaba dentro de su cabeza la presencia de un engranaje loco que tendía a acelerar los movimientos como si el tiempo fuera por ello a discurrir más deprisa, consiguió dominarse y se dejó tragar por la boca del metro con la indiferencia aparente de una jornada cualquiera, coincidiendo con muchos de los rostros habituales a esa hora.

Ya en el andén, y aunque tuvo la tentación de examinar los alrededores, por si se le apareciera el ángel allí mismo, se impuso la disciplina de mirar al suelo, quizá también para retrasar la decepción, el desengaño. Vio un pez muerto, del tamaño de una navaja de bolsillo, que empujó caritativamente a las vías con la punta del zapato mientras pensaba que en todas partes aparecían señas del diluvio, en este caso de un diluvio inverso. Pero una vez que las puertas del primer vagón se separaron, accedió a él con la mirada alta y se trasladó ansiosa de un extremo a otro abriéndose paso entre los cuerpos menesterosos. De súbito, cuando había comenzado a desfallecer, se le manifestó la diosa. Iba de pie esta vez, cogida a la barra con la mano izquierda y sosteniendo en la derecha el libro abierto cuya lectura continuaba con idéntico grado de ensimismamiento al del día anterior. No se había cambiado de ropa, pero daba la impresión de estrenarla. Elena Rincón se puso tan cerca de ella como le fue posible, procurando no resultar indiscreta, y leyó por encima de su hombro, de manera mecánica, el título y algunas líneas del libro que llevaba abierto mientras olía su pelo, su cuello y tomaba nota de la delicadeza de su morfología. Su proximidad abrasaba el entendimiento, reducía a cenizas todo cuanto hasta ese momento hubiera podido tener algún valor, no había arca con la que ponerse a salvo de semejante naufragio. Cuando el tren se detuvo en Gregorio Marañón, sólo dos paradas más allá, pero casi una existencia entera desde el punto de vista de la doliente Elena, la mujer desapareció habiendo dedicado tres miradas al vacío y un gesto de curiosidad a la juez, que sobrevivió a él de forma inexplicable. Luego, al examinar las lesiones producidas por la separación, se quedó espantada ante la magnitud del daño, pues advirtió que estaba rota por la mitad, como un guante sin pareja en un estuche.

De este modo, arrastrándose con lo que le quedaba de sí misma, como un cangrejo partido por el medio, atravesó el día y la noche con todos y cada uno de sus minutos, sin que se le concediera la gracia del olvido, del sueño, durante un solo instante.

Pero los dos días siguientes la diosa no se manifestó. La juez, que había oído hablar de experiencias extracorporales padecidas en situaciones límite, se veía ir de un extremo a otro de la vida, de un lado a otro de la casa, con el alma arrastrándose a cuatro pasos de sí, unidos el cuerpo y ella por un hilo finísimo que más de una vez estuvo a punto de cortar para que cesara el sufrimiento. Finalmente, al tercer día decidió bajar al metro y recorrerlo todo. Quizá la diosa viviera en aquellos dominios y la encontrara en uno de sus numerosos penetrales. Provista, pues, del plano con el que unos días antes había intentado comprender la lógica de los túneles, descendió a ellos, a los túneles, y durante otros dos días aún, robando el tiempo a los sumarios, los recorrió como una hormiga enajenada, loca, que lejos de seguir las pautas del resto de las hormigas que entraban y salían ordenadamente de los agujeros practicados en la superficie de las calles, trasbordaba a ciegas y a ciegas recorría las galerías mal iluminadas, observando el rostro de todas las mujeres, en especial de aquellas que llevaban un libro. Pensaba que quizá en aquel mundo subterráneo hubiera celdas habilitadas para las hormigas soberanas, como en los hormigueros de verdad, y que en una de ellas reinaría la mujer que leía. Pero si las había no dio con ellas en ninguna de las líneas que fue capaz de recorrer arrastrando a ratos el alma con el cuerpo y otras veces el cuerpo con el alma. Se iban turnando el cuerpo y el alma y no habría sabido decir cuál de las dos partes de sí pesaba más, o dolía menos, debido a aquella suerte de incompletud a la que había sido arrojada por la desaparición de la mujer que leía.

Al día siguiente tenía guardia. No podría abandonar el juzgado en toda la jornada más que para levantar cadáveres, quizá el suyo el primero. Desfallecida, salió desde los túneles a la calle, para morir al menos a la luz del día, y cuando se dirigía a una cabina telefónica para dejar un mensaje de despedida a su padre muerto, vio delante de sí una librería. Una librería. Entonces, como en una iluminación, le vino a la memoria el título del libro que llevaba en el metro la mujer que leía, No mires debajo de la cama.

Con el corazón en la garganta, entró, preguntó por él y se lo sirvieron al instante. El libro no podía sustituir a la diosa, pero Elena Rincón comprobó al salir con él del establecimiento que tenía la calidad de una prótesis, pues su tacto aliviaba la sensación de encontrarse amputada, rota, en ausencia del ángel. Se encerró, pues, con él en su casa de juez, durmió abrazada a él, aún sin leerlo, y al día siguiente se lo llevó al trabajo, se encerró con él en el despacho del juzgado de guardia, y lo abrió como abriendo las puertas a otra dimensión, dispuesta a perderse entre sus párrafos con el mismo delirio con el que había recorrido los túneles de la ciudad en busca de la mitad de sí. Cuando apenas había comenzado a saborear las páginas de cortesía, el forense asomó la cabeza y le dijo que volvían a coincidir.

—También yo estoy de guardia. Si quieres, luego te hago una autopsia.

—Hoy no —respondió la juez, y se dejó caer en el interior del libro como en el interior del metro, impaciente por coincidir con la mujer en una de sus páginas.