EPÍLOGO. 12 DE FEBRERO de 1973

—Nos honra tener la oportunidad de servir a nuestro país en circunstancias difíciles —dijo el capitán Jeremiah Denton, al acabar una declaración de treinta y cuatro palabras; en la rampa de la base aérea de Clark se oyó—: Dios guarde a América.

—Qué le parece —dijo el comentarista, alardeando de experiencia, cosa que le gustaba hacer—. Justo detrás del capitán Denton está el coronel Robin Zacharias, de la Fuerza Aérea. Es uno de los cincuenta y tres prisioneros de los que no tuvimos noticia hasta hace muy poco, junto con…

John Clark no escuchó lo demás. Contemplaba, en el televisor situado en el tocador de su mujer en el dormitorio, el rostro del hombre del que le separaba medio mundo, un hombre al que había estado mucho más cerca en cuerpo y mucho más todavía en espíritu, no hacía tanto tiempo. Vio cómo el hombre abrazaba a su esposa después de cinco años de separación, Vio a una mujer a la que el sufrimiento había hecho envejecer, pero que ahora se sentía rejuvenecida como el amor del marido que creía muerto. Kelly se emocionó con ellos, al ver el rostro de Zacharias por primera vez como algo animado, al ver la alegría que finalmente podía vencer al dolor, no importaba lo terrible que este fuese. Apretó la mano de Sandy tan fuerte que casi le hizo daño, hasta que ella la apoyó sobre su vientre, para que sintiera al hijo que pronto iba a nacer. Entonces sonó el teléfono. A Kelly le molestó la interrupción hasta que escuchó la voz.

—Espero que se sienta orgulloso de sí mismo, John —dijo Dutch Maxwell—. Hemos traído a casa a los veinte. Quería asegurarme de que lo sabía. No se hubiera conseguido sin usted.

—Gracias, señor. —Kelly colgó. No había más que decir.

—¿Quién era? —preguntó Sandy, volviendo a poner la mano de Kelly en su vientre.

—Un amigo —contestó Kelly con los ojos húmedos, y se volvió para besar a su mujer—. De otra vida.