Había llegado el momento de la introspección. Jamás había hecho nada parecido hasta entonces a instancia de otros, excepto en Vietnam, y las circunstancias eran diferentes. Para ello tenía que volver a Baltimore, lo que ahora era aún más peligroso que antes. Tenía un nuevo carnet de identidad, de un hombre que había muerto, si alguien se tomaba la molestia de comprobarlo. Recordó casi con cariño la época en que la ciudad fue dividida en dos zonas, una relativamente pequeña y peligrosa y la otra más grande y segura. Pero había cambiado. Ahora ambas zonas eran peligrosas. La policía tenía su nombre. Pronto podría tener su cara, lo cual significaba que cada coche de policía podía llevar copias y que habría personas que podrían reconocerle. Y peor todavía: no podría defenderse, porque no podía permitirse matar a un policía.
Y ahora esto… Las cosas estaban muy confusas. No hacía veinticuatro horas que había visto a su último objetivo, pero ahora se preguntaba si acabaría de una vez.
Quizá hubiera sido mejor no empezar nunca, haber aceptado la muerte de Pam y esperar pacientemente a que la policía resolviera el caso. Pero no, nunca lo hubieran resuelto, nunca hubieran dedicado tiempo y potencial humano por la muerte de una puta. Las manos de Kelly temblaron sobre el volante. Y su muerte nunca hubiera sido vengada.
¿Podría haber vivido con esto el resto de mi vida?
Mientras se dirigía hacia el sur, por la Baltimore–Washington Parkway, recordó las clases de inglés en la escuela superior. El sentido trágico de Aristóteles: el héroe ha de tener un final trágico, tiene que doblegarse a su destino. El final de Kelly… amaba demasiado, se preocupaba demasiado, se entregaba demasiado a las cosas y a las personas que rozaban su vida. No podía volverse atrás. Esos pensamientos debían de haberle salvado la vida aunque la hubiera envenenado inevitablemente. Tenía que aprovechar su oportunidad y conocer el juego.
Esperaba que Ritter lo comprendiera, que comprendiera por qué iba a hacer lo que él le había pedido. Simplemente no podía echarse atrás. No por Pam. No por los hombres de BOXWOOD GREEN. Meneó la cabeza. Deseaba que le hubieran pedido algo más.
La avenida se convertía en una calle de la ciudad, New York Avenue. El sol se había puesto hacía rato. Se acercaba el otoño, que sustituiría el calor húmedo del verano del medio Atlántico. Pronto empezaría la temporada de fútbol y acabaría la de béisbol, y los años seguían pasando.
Peter tenía razón, pensó Hicks. Tenía que quedarse en casa. Su padre estaba ganando posiciones dentro del sistema, a su manera, convirtiéndose en uno de los más importantes animales políticos, un coordinador de campañas y recolector de fondos. El presidente sería reelegido y Hicks acumularía más poder. Entonces podría influir realmente en los acontecimientos. Hacer sonar el pito de ese ataque por sorpresa había sido lo mejor que había hecho nunca. «Sí, sí, todo viene junto», pensó, encendiendo el tercer porro de la noche. Entonces sonó el teléfono.
—¿Cómo va eso? —Era Peter.
—Muy bien, chico. ¿Y a ti, qué tal?
—¿Tienes unos minutos? Me gustaría ir a charlar un rato contigo. —Henderson estuvo a punto de lanzar un juramento… Hubiera dicho que Wally estaba otra vez delirante.
—¿En media hora?
—De acuerdo.
No había pasado un minuto cuando llamaron a la puerta. Hicks apagó el porro y fue a abrir. Demasiado pronto para que fuese Peter. ¿Sería la policía? Afortunadamente no lo era.
—¿Es usted Alter Hicks?
—Sí. ¿Quién es usted? —El hombre tenía más o menos su edad, aunque un aspecto menos pulido.
—John Clark. —Miró nerviosamente a uno y otro lado del pasillo—. Necesito hablar con usted unos minutos.
—¿Sobre qué?
—BOXWOOD GREEN.
—¿Qué quiere decir?
—Hay ciertas cosas que debe saber —dijo Clark. Ahora estaba trabajando para la Agencia y su nombre era Clark. Esto lo hacía todo más fácil.
—Entre, pero sólo dispongo de unos minutos.
—Es todo lo que necesito.
Clark entró e inmediatamente olió el aroma picante de la marihuana. Hicks le señaló una silla.
—¿Le apetece algo?
—No, gracias —respondió, vigilando dónde apoyaba las manos—. Yo estaba allí.
—¿Qué quiere decir?
—La semana pasada yo estaba en SENDER GREEN.
—¿Estaba en el equipo? —pregunto Hicks con curiosidad, desconocedor del peligro que acababa de entrar en su apartamento.
—Así es. Yo soy el tipo que cogió al ruso —dijo su visitante.
—¿Qué usted raptó a un ciudadano soviético? ¿Por qué diablos hizo eso?
—La razón no importa ahora, señor Hicks. En su cuerpo encontré un documento. Una orden para hacer los preparativos para matar a todos los prisioneros americanos.
—Lo siento —dijo Hicks sacudiendo la cabeza maquinalmente. «Oh, ¿ha muerto tu perro? Qué lástima».
—¿No significa nada para usted? —preguntó Clark.
—Sí, claro, pero la gente corre riesgos. Espere un momento. —Los ojos de Hicks quedaron en blanco por un instante y Kelly observó que intentaba acordarse de algo—. Creía que también teníamos al comandante del campo, ¿no es cierto?
—No, a ese le maté yo. Esta pequeña información se le dio a su jefe para poder identificar al individuo que filtró la misión. —Clark se inclinó hacia delante—. Y ese es usted, señor Hicks. Yo estuve allí. Estaban dentro de un cercado de alambre. Esos veinte prisioneros ahora deberían estar con sus familias.
Hicks se inclinó a un lado.
—Yo no quería que muriesen. Mire, como le dije, la gente corre riesgos. ¿A qué ha venido, a arrestarme? ¿Para qué? ¿Cree que soy idiota? Fue una operación turbia. Y usted no puede revelarla o corre el riesgo de joder las conversaciones de paz, por eso la Casa Blanca nunca le permitirá hacerlo.
—Es cierto. Pero yo he venido a matarle.
—¿Qué? —Hicks estuvo a punto de soltar una carcajada.
—Usted ha traicionado a su país, ha traicionado a veinte hombres.
—Mire, este era un asunto de conciencia.
—Eso es, señor Hicks. —Clark buscó algo en su bolsillo y sacó una bolsa de plástico. En ella había la droga que había extraído del cuerpo de su viejo amigo Archie, una cuchara y una aguja hipodérmica de cristal. Golpeó la bolsa contra su regazo.
—Yo no lo haría.
—Es bastante pura —sacó de su espalda su cuchillo Ka–Bar—. Ya lo he hecho con otros. Hay veinte hombres que deberían haber vuelto a casa. Usted les ha robado la vida. Usted lo ha querido así, señor Hicks.
Su rostro palideció y tenía los ojos muy abiertos.
—Vamos, en realidad usted no haría…
—El comandante del campo era un enemigo de mi país. Igual que usted. Tiene un minuto.
Hicks contempló el cuchillo con que Clark jugueteaba y supo que no tenía ninguna posibilidad. Jamás había visto unos ojos como aquellos frente a él, aunque sabía lo que significaba su expresión.
Kelly pensó en la semana anterior cuando estaba allí sentado, recordó haberse sentado en el fango provocado por la lluvia que había caído, a unos centenares de metros los veinte hombres que ya nunca serían libres. El recuerdo facilitaría las cosas, aunque pensó que ya nunca más tendría que obedecer órdenes como esa.
Hicks escudriñó la habitación con la esperanza de ver algo con que defenderse. El reloj pareció quedarse inmóvil mientras él consideraba lo que estaba sucediendo. Se había enfrentado a la posibilidad de morir de una manera teórica en Andover, en 1961, y después vivió su vida de acuerdo con la misma imagen teórica. Para Walter Hicks el mundo había sido una ecuación, algo que podía dominarse y adaptarse. Ahora se daba cuenta, sabiendo que era demasiado tarde, de que él era apenas una variable más de la ecuación, no el tipo con la tiza en la pizarra. Consideró la posibilidad de saltar de la silla, pero su visitante ya se inclinaba hacia delante, alargaba el cuchillo y clavaba sus ojos en la fina línea plateada de la hoja. A Hicks le pareció tan afilada que se le cortó la respiración. Miró de nuevo el reloj. La segunda manecilla se había movido.
Peter Henderson no tenía prisa. Era una noche de entre semana y Washington se iba pronto a la cama. Todos los burócratas, ayudantes y asistentes especiales se levantaban pronto y tenían que haber descansado para estar bien despiertos y poder dirigir los asuntos de su país. Vio las aceras vacías en Georgetown, donde las raíces de los árboles habían levantado algunas losas de la acera. Vio a una pareja de avanzada edad paseando su perrito, y a un individuo del bloque de Wally. Un hombre de su edad, unos metros más allá, metiéndose en un coche cuyo sonido de cortadora de césped lo identificaba como un «escarabajo». Volkswagen, probablemente de los antiguos. Esas cosas horribles que perduran siempre si tú deseas que perduren. Unos segundos más tarde, llamó a la puerta de Wally. No estaba completamente cerrada. Wally era muy descuidado en algunas cosas. No se comportaba como un espía. Henderson empujó la puerta abierta, dispuesto a regañar a su amigo, cuando lo descubrió sentado en la silla.
Hicks tenía arremangada la manga izquierda. La mano derecha sujetaba el cuello como si quisiera ayudarse a respirar, pero la razón real estaba en la parte interna del codo izquierdo. Peter no se acercó al cuerpo. Durante unos instantes permaneció sin hacer nada. Luego comprendió que tenía que salir de allí.
Sacó un pañuelo y limpió el pomo de la puerta, la cerró y se alejó procurando dominar su estómago.
«¡Demonios, Wally! —se enfureció Henderson—. Te necesitaba. Y te mueres así, por sobredosis». La causa de la muerte le pareció tan clara como inesperada. Pero quedaban sus creencias, pensó Henderson mientras volvía a su casa. Al menos sus creencias no habían muerto. Y él se ocuparía de ellas.
El viaje duró toda la noche. Cada vez que el camión daba un brinco, se resentían los huesos y los músculos. Tres de los hombres estaban más malheridos que él, dos de ellos yacían inconscientes en el suelo, y no había nada que pudiera hacer por ellos teniendo las manos y las piernas atadas. Sin embargo, sentía una especie de satisfacción. Cada puente destruido que tenían que sortear era una victoria. Otros luchaban en retaguardia; otros estaban hiriendo a esos bastardos. Algunos hombres murmuraban cosas que el guardia de la parte trasera del camión no podía oír por el ruido del motor. Robin se preguntaba adónde se dirigían. El cielo nuboso le impedía orientarse con las estrellas, pero con el amanecer llegó una indicación de en qué lugar del este se encontraban, fue muy sencillo observar que se dirigían hacia el noroeste. Su verdadero destino sólo era una posibilidad, se dijo Robin, y decidió que la esperanza no tenía límites.
Kelly se había desahogado. Pero la muerte de Walter Hicks no le produjo satisfacción. Había sido un traidor y un cobarde, pero pudo haber una mejor manera de solucionarlo. Se alegró de que Hicks hubiera decidido suicidarse, porque no estaba seguro de que hubiese podido matarlo con el cuchillo… o de otro modo. Pero Hicks se había merecido su destino, de eso no tenía duda. Aunque no lo hiciéramos nosotros, pensó Kelly.
Kelly puso todas sus ropas en una maleta grande, la llevó al coche alquilado y con eso finalizó su estancia en el apartamento. Había pasado ya la medianoche cuando se dirigió de nuevo hacia el sur, al centro de la zona de peligro, dispuesto a actuar por última vez.
Para Chuck Monroe las cosas se habían serenado. Se encargaba de los allanamientos y de todos los demás delitos, pero en su distrito acabaron las carnicerías de narcotraficantes. Una parte de él pensaba que esto no era bueno, y así se lo dijo al otro patrullero mientras almorzaban…
Monroe conducía su coche patrulla observando todo lo que pudiera salirse de lo normal. Vio que dos desconocidos habían ocupado el sitio de Ju–Ju. Había tenido que aprender sus apodos de la calle; posiblemente había un informante entre ellos. Los narcos del centro de la ciudad podían empezar su tarea fuera de la zona de Monroe. Monroe así lo reconoció mientras se dirigía hacia el límite oeste de su zona de vigilancia. Aquello era como el infierno. Una mala calle. Esto le hizo sonreír en la oscuridad. El apodo que habían asignado al caso le parecía muy apropiado: «El hombre invisible». Asombroso que los periódicos no lo hubieran recogido. Una noche monótona en medio de tales pensamientos. Y él daba las gracias porque así fuera. La gente había estado despierta hasta tarde para ver a los Orioles dar una paliza a los Yankees. Monroe había oído que a menudo puedes seguir la pista de delitos callejeros según las actividades de los equipos deportivos.
El límite más occidental de su zona era una calle norte–sur. Él estaba en un extremo; y en el otro, otro oficial. Iba ya a girar cuando vio a un vagabundo. Algo en su persona le resultó familiar, aunque no era nadie que Monroe hubiera registrado semanas antes. Cansado de estar sentado en el coche y aburrido por no haber tenido aquella noche más que una multa de tráfico, bajó del vehículo.
—Tú, no te muevas. —La figura siguió moviéndose, lenta e irregularmente. Quizá podía arrestarlo por embriaguez pública o porque fuera un desgraciado con el cerebro achicharrado a causa de meterse mierda barata entre pecho y espalda. Monroe empuñó su porra y se acercó a cachearlo. Dio unos pasos, pero el pobre bastardo hacía oídos sordos o disimulaba, como si no hubiera oído el sonido de los pasos. Su mano cayó sobre el hombro del vagabundo.
—Te dije que no te movieras.
El contacto físico lo cambió todo. Su hombro era firme, fuerte, tenso. Monroe simplemente no estaba preparado para eso, estaba demasiado cansado, aburrido, habituado y seguro de lo que veía cada noche, y aunque en su cabeza surgió inmediatamente el hombre invisible, su cuerpo no estaba preparado para la acción. Ese no era un vagabundo de verdad. Casi al mismo tiempo que su mano rozaba al hombre vio que el mundo empezaba a rodar de izquierda a derecha, vio el cielo y luego la acera y luego el cielo otra vez, pero esta vez la visión de las estrellas fue interrumpida por una pistola.
—¿Por qué no te has quedado en tu jodido coche? —preguntó el hombre, furioso.
—¿Quién…?
—¡Silencio! —La pistola apoyada contra su frente era muy convincente. Los guantes de cirujano le delataron e hicieron que el oficial hablara.
—Mierda —murmuró con expresión respetuosa—. Eres él.
—Sí, lo soy. Y ahora, ¿qué voy a hacer contigo? —preguntó Kelly.
—No voy a suplicar. —Aquel hombre se llamaba Monroe, leyó Kelly en la placa, y no parecía de la especie que suplican.
—No tendrás que hacerlo. ¡Date la vuelta! —El policía lo hizo, con un poco de ayuda. Kelly le sacó las esposas del cinturón y se las puso en las muñecas—. Relájate, oficial Monroe.
—¿Qué quieres decir? —La voz del policía todavía traslucía la admiración que sentía hacia su captor.
—Quiero decir que yo no voy por ahí matando polis. —Kelly lo sujetó y lo llevó hacia el coche.
—Esto no cambia nada —le dijo Monroe, cuidando de no elevar la voz.
—Dime una cosa. ¿Dónde guardas las llaves?
—En el bolsillo derecho.
—Gracias.
Kelly las cogió y puso al oficial en el asiento trasero del coche. Había una mampara de separación para mantener a los detenidos apartados del conductor. Puso en marcha el coche y lo aparcó en un callejón.
—¿Las esposas no te aprietan demasiado las manos? ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien jodido. —El policía se movió agitadamente, furioso, pensó Kelly. Era comprensible.
—Quieto, si no quieres que te haga daño. Vigilaré el coche. Las llaves estarán en alguna alcantarilla.
—¿Se supone que debo darte las gracias? —preguntó Monroe.
—No te he pedido que lo hicieras, ¿o sí? —Kelly sintió un impulso de disculparse por la embarazosa situación del hombre—. Ha sido fácil. La próxima vez ten más cuidado, oficial Monroe.
Al desaparecer la tensión, sintió ganas de soltar una carcajada mientras se alejaba rápidamente. «Gracias a Dios —pensó, dirigiéndose hacia el oeste de nuevo—, aunque no por todo». Todavía podía encontrar a los borrachos y esperaba hacerlo en el mismo sitio que el mes pasado. Una complicación más. Kelly se mantuvo en las sombras y en las callejuelas tanto como le fue posible.
Enfrente había una tienda, tal como le había dicho Billy y Burt había confirmado, una tienda cerrada con casas deshabitadas a derecha e izquierda. Una gente muy locuaz, en circunstancias apropiadas. Kelly la contempló desde el otro lado de la calle. A pesar de que la planta baja estaba vacía, había luz en el primer piso. La puerta principal, según observó, estaba asegurada con un gran cerrojo metálico. También la de atrás, probablemente. Bien, podría hacerlo de una manera complicada… o de otra manera complicada. Iba a contrarreloj. Aquellos policías debían de tener comunicación regularmente. Y aunque no la tuvieran, tarde o temprano Monroe llamaría la atención de alguna persona que llevara el gatito a un árbol, o su sargento empezaría a preguntarse dónde demonios se había metido, y entonces todos los polis irían allí en busca de su compañero desaparecido. Y lo buscarían a conciencia. Era una posibilidad que Kelly no deseaba contemplar y la cual no mejoraría las cosas.
Atravesó la calle rápidamente, por primera vez sin cubrirse en público, porque, tal como estaban las cosas, sopesar los riesgos y encontrar el equilibrio ecuánimemente inducía a la locura. Pero es que toda la empresa había sido una locura desde el principio, ¿no es así? Comprobó que en la calle no hubiera nadie. Luego cogió el cuchillo Ka–Bar y empezó a desprender la masilla que rodeaba el paño de cristal de la vieja puerta de madera. Quizá los escaladores nocturnos no fueran pacientes, pensó, o simplemente tontos… o más ingeniosos de lo que él estaba siendo en ese momento, se dijo Kelly. Tardó seis interminables minutos, bajo una farola situada a pocos metros de distancia, y antes de poder bajar el cristal se hizo dos cortes. Kelly blasfemó en voz baja y miró el profundo corte que se había hecho en la mano izquierda. Luego entró a través de la abertura y se dirigió al fondo del edificio. Una tienda de barrio, pensó, abandonada probablemente porque el vecindario había desaparecido. Bueno, podía haber sido peor. El suelo estaba cubierto de polvo pero libre de obstrucciones. Al fondo había unas escaleras. Kelly oyó ruido en el piso superior y sacó la pistola del 45 mientras se dirigía hacia allí.
—Ha sido una bonita fiesta, cariño, pero se ha acabado —dijo una voz masculina. Kelly distinguió en el tono un humor bronco, seguido de unos sollozos femeninos.
—Por favor… eres un miserable y un…
—Lo siento, cariño, pero así son las cosas —dijo otra voz—. Yo daré la cara.
Kelly llegó al pasillo. En el suelo no había nada, sólo porquería. El suelo de madera era viejo pero recientemente había sido… crujió.
—¿Qué ha sido eso?
Kelly permaneció inmóvil durante un segundo, pero no tenía ni tiempo ni lugar donde esconderse. Recorrió velozmente los últimos metros y, agachándose, irrumpió en la habitación pistola en mano.
Había dos hombres, unas siluetas, como si su mente desechara lo secundario y se centrara en lo que importaba: tamaño, distancia y movimiento. Uno intentó coger un arma antes de que dos balas le perforaran el pecho y la cabeza. Kelly apuntó en otra dirección aun antes de que el cuerpo cayera.
—¡Está bien! ¡No dispare! —Un pequeño revólver cromado cayó al suelo. Se escuchó un fuerte grito procedente de la parte delantera del edificio, que Kelly ignoró mientras se ponía de pie, apuntando con la automática al otro hombre, como si estuviera conectada por un hilo de acero.
—Han venido a matarnos —dijo una voz sorprendentemente tímida, aterrorizada.
—¿Cuántos hay? —preguntó Kelly dirigiéndose a la chica—. Esos dos, han venido a…
—Lo creo —le dijo Kelly—. ¿Quién eres tú?
—Paula.
—¿Dónde están Maria y Roberta?
—En la habitación de delante —dijo Paula, demasiado desorientada todavía para preguntarse por qué ese hombre conocía sus nombres. El otro hombre habló por ella.
—Acaba ya, amigo, ¿quieres? —Deja de hablar, intentaban decir los ojos del hombre.
—¿Quién eres? —Una 45 hacía hablar a la gente, pensó Kelly—. Frank Molinari. —Una voz con acento y la comprensión de que Kelly no era policía.
—¿De dónde vienes, Frank? ¡Quieta! —le dijo Kelly a Paula. Mantenía el arma en alto, los ojos vigilantes y los oídos alertas.
—De Filadelfia. Oye, tío, podemos hablar, ¿de acuerdo? —Estaba temblando, con los ojos fijos en el arma que acababa de tirar al suelo, preguntándose qué demonios estaba sucediendo.
¿Por qué alguien de Filadelfia hacía el trabajo sucio de Henry?, se preguntó Kelly. Dos de los hombres del laboratorio habían dicho lo mismo. Tony Piaggi, el canalla de la conexión, y Filadelfia…
—¿Has estado en Pittsburgh, Frank? —La pregunta le produjo un sobresalto.
Molinari hizo sus conjeturas y los resultados no fueron buenos.
—¿Cómo lo sabes? ¿Para quién trabajas?
—Mataste a Doris y a su padre, ¿verdad?
—Fue un trabajo, ¿no haces tú un trabajo?
Kelly le dio la única respuesta posible y se escuchó otro grito en la parte de delante, mientras él alzaba el arma y se la colocaba cerca del pecho. Tiempo para pensar. Kelly dio unos pasos y ayudó a Paula a levantarse.
—Ven, vamos a buscar a tus amigas.
Maria sólo llevaba puestos unas bragas y estaba demasiado intoxicada para darse cuenta de nada; Roberta estaba consciente y aterrorizada. No podía ocuparse de ellas, ahora no. No tenía tiempo. Kelly las reunió y las obligó a bajar las escaleras y luego salir al exterior. Ninguna llevaba zapatos y caminaban como si estuvieran lisiadas, gimoteando y gritando. Kelly las empujaba, las hacía acelerar el paso entre gruñidos, temiendo que pasara un coche, cosa que lo estropearía todo. La rapidez era vital y los diez minutos que tardaron fueron tan interminables como su carrera bajando la colina de SENDER GREEN, pero el coche del policía todavía estaba allí. Kelly abrió la puerta y les dijo a las mujeres que entraran.
—¡Maldito cabrón! —protestó Monroe. Kelly entregó las llaves a Paula, que parecía la más capacitada para conducir. Al menos podía mantener la cabeza derecha. Las otras dos se inclinaron hacia la derecha, procurando mantener las piernas alejadas de la radio.
—Oficial Monroe, estas damas te llevarán a tu puesto. Tengo instrucciones que darte. ¿Estás listo para escuchar?
—¿Tengo elección, bastardo?
—¿Deseas observar las reglas o prefieres buena información? —le preguntó Kelly. Un par de ojos de expresión solemne vacilaron un instante. Monroe se sacudió su orgullo y asintió.
—Adelante.
—Tienes que hablar con el sargento Tom Douglas, sólo con él. Estas damas son… en cierto modo una mierda, pero pueden ayudar a resolver un caso muy importante. Sólo a él, a nadie más, es importante, ¿de acuerdo? —«Si me fallas, nos volveremos a ver», le dijeron los ojos de Kelly.
Monroe comprendió el mensaje y asintió.
—Sí.
—Paula, tú conduce, no te detengas por nada, no importa lo que él diga, ¿entendido? —La chica asintió. Le había visto matar a dos hombres—. ¡Vamos! ¡Largaos!
En realidad Paula estaba demasiado intoxicada para conducir, pero Kelly no pudo hacer más. El coche de policía se alejó calle abajo, dejando atrás una cabina telefónica. Luego dobló la esquina y desapareció. Kelly lanzó un profundo suspiro y se dirigió al lugar donde había dejado su automóvil. No había salvado a Pam, ni a Doris, pero había salvado a esas tres y a Xantha, poniendo en peligro su propia vida. Y ya era bastante.
Aunque no demasiado.
El convoy de dos camiones que tenía que dar un rodeo mayor del previsto hizo que no llegaran a su destino hasta pasada la medianoche. Su destino era la prisión Hoa Lo. El nombre significaba «lugar de las hogueras» y su reputación era bien conocida por todos los americanos. Los camiones entraron en el patio y se cerraron las puertas. Nuevamente a cada hombre se le destinó un guardia para acompañarlos al interior. Los permitieron beber un poco de agua y nada más, antes de asignarles celdas individuales y aisladas. Robin Zacharias se encontró en una de ellas. En realidad no representaba mucho cambio. Descubrió un trozo de suelo limpio y se sentó, cansado del viaje, apoyando la cabeza contra la pared. Pasaron varios minutos antes de oír la llamada.
Afeitado y corte de pelo, seis toquecitos.
Afeitado y corte de pelo, seis toquecitos.
Abrió los ojos. Tenía que pensar. Los prisioneros de guerra americanos se comunicaban mediante un código tan simple como antiguo, un alfabeto gráfico.
A B C D E F G H I J L M N O P Q R S T U V W X Y Z
Tap–tap–tap–tap–tap, pausa, tap–tap.
«5/2 —pensó Robin—. Letra W. De acuerdo, puedo hacerlo».
2/3, 3/4, 4/2, 4/5.
Robin interrumpió para contestar:
4/2, 3/4, 1/2, 2/4, 3/3, 5/5, 1/1, 1/3–1/1, 3/I, 5/2, I/I, 3/I, 3/I.
«¿Al Wallace? ¿Al? ¿Está vivo?». Su amigo de hacía quince años aún estaba con vida.
Tap–tap–tap–tap–tap–tap.
Robin jadeó, no escuchaba las palmaditas, sino el coro, la música, lo que esta significaba.
Tap–tap–tap–tap–tap–tap.
7/1, 3/1, 3/1, 2/4, 4/3, 5/2, 1/3, 3/1, 1/1, 3/1, 3/1, 2/4, 4/3, 5/2, 1/3, 3/1, 3/1.
Robin Zacharias cerró los ojos y dio gracias a Dios por segunda vez en un día y por segunda vez en un año. Había sido un idiota al haber pensado que la liberación no llegaría. Este parecía un lugar extraño para ello, y las circunstancias extrañas, pero había un compañero mormón en la celda de al lado y su cuerpo temblaba mientras oía el más amado de los himnos, cuyo estribillo final no era en absoluto una mentira, sino una afirmación.
«Todo está bien, todo está bien».
Monroe no sabía por qué esa chica, Paula, no le hacía caso. Intentó ser razonable, intentó gritar una orden, pero ella siguió conduciendo según las indicaciones de Kelly, avanzando por las calles a primera hora de la mañana y a diez millas por hora y manteniéndose en su carril sólo raras veces y con dificultad. Tardaron cuarenta minutos. Se perdió dos veces, confundiendo la derecha con la izquierda, y en otra ocasión detuvo el automóvil cuando una chica se puso a vomitar por la ventanilla. Poco a poco Monroe comprendió lo que estaba sucediendo. Se trataba de muchas cosas, pero tenía tiempo de resolverlo.
—¿Qué hizo? —preguntó a Maria.
—E–ellos habían venido a matarnos, como a las otras, ¡pero él les disparó!
Vaya, pensó Monroe. Entonces era él sin lugar a dudas.
—¿Paula?
—Sí.
—¿Conoció a Pamela Madden?
Ella alzó la cabeza y la bajó lentamente, mientras se concentraba una vez más en la calzada. La comisaría de policía ya estaba a la vista.
—Dios mío —suspiró el policía—. Paula, gire hacia la derecha y entre en el aparcamiento, ¿de acuerdo? Gire al fondo… buena chica… puede parar ahí, muy bien. —El coche dio una sacudida al detenerse y Paula rompió a llorar. El policía no tenía más que esperar un minuto o dos y ver si ella se ponía peor, porque los temores de Monroe eran ahora por ellas y no por él—. Muy bien, ahora quiero que me ayudéis a salir.
La chica abrió la puerta de su lado y luego la de atrás. El policía necesitaba que le ayudaran a ponerse de pie y ella lo hizo instintivamente.
—Las llaves del coche, allí está la llave de las esposas, ¿puede quitármelas, señorita? —Después de tres intentos sus manos quedaron libres—. Gracias.
—¡Mejor que sea algo bueno! —rezongó Tom Douglas. El cable del teléfono topó con el rostro de su esposa, despertándola.
—Sargento, aquí está Chuck Monroe, del Distrito Oeste. Tengo tres testigos del asesinato de Pamela Madden. —Hizo una pausa—. Creo que hay dos cuerpos más gracias al hombre invisible. Monroe me ha dicho que tiene que hablar con usted.
—¿Huh? —el rostro del detective hizo una mueca en la oscuridad—. ¿Quién lo hizo?
—El hombre invisible. ¿Puede venir aquí, señor? Es largo de contar —dijo Monroe.
—No hable con nadie más, ¿comprendido?
—El también me lo dijo, señor.
—¿Qué pasa, querido? —preguntó Beverly Douglas, ahora tan despierta como su marido.
Habían pasado ocho meses desde la muerte de una triste muchachita llamada Helen Waters. Luego fue Pamela Madden. Luego Doris Brown. Ahora iba a atrapar a esos bastardos, se dijo incorrectamente Douglas.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Sandy a la figura que estaba de pie junto a su coche, el único seguro.
—He venido a despedirme por un tiempo —contestó Kelly con calma.
—¿Qué quiere decir?
—Tengo que marcharme. Y no sé durante cuánto tiempo.
—¿Adónde?
—No puedo decirlo.
—¿Otra vez a Vietnam?
—Es posible. No estoy seguro, la verdad.
No era el momento oportuno, aunque nunca lo era, pensó Sandy. Era temprano, tenía que estar en el trabajo a las seis y media y aunque no llegaba tarde sencillamente no disponía de los diez minutos que necesitaba para decir lo que tenía que decir.
—¿Volverás?
—Si quieres, volveré.
—Quiero que vuelvas, John.
—Gracias, Sandy… He salvado a cuatro —le dijo.
—¿Cuatro?
—Cuatro chicas. Como Pam y como Doris. Una está en la Costa Este y las otras tres aquí en la ciudad, en una comisaría. Asegúrate de que alguien cuide de ellas, ¿de acuerdo?
—Sí.
—No importa lo que oigas, volveré. Créeme, por favor.
—¡John!
—No hay tiempo, Sandy. Volveré —le prometió al marcharse.
Ni Ryan ni Douglas llevaban corbata. Bebían café mientras los muchachos del laboratorio hacían su trabajo.
—Dos en el cuerpo —estaba diciendo uno de ellos—, una en la cabeza… siempre en el punto mortal. Es un trabajo de profesional.
—De la mejor especie —susurró Ryan a su compañero. Era una 45. Tenía que serlo. Eso sólo se hacía con ese tipo de arma… y además, había seis casquillos de bala en el suelo, cada uno de ellos dentro de un círculo de tiza para los fotógrafos.
Las tres mujeres fueron introducidas en una celda de la comisaría del distrito Oeste, con un policía de paisano que las atendía constantemente. El y Douglas habían hablado de ellas brevemente, lo suficiente para saber que tenían a los testigos de un asesinato de Henry Tucker. Nombre y descripción física, no mucho, pero infinitamente más de lo que tenían tan sólo hacía unas horas. Primero buscaron el nombre en sus archivos, luego en el registro general de delincuentes del FBI, y luego en la calle. Luego comprobaron en las listas de licencias de conducir. El procedimiento era totalmente directo, y con un nombre darían con él, quizá pronto o quizá no. Pero entonces se presentó otro pequeño asunto.
—¿Los dos eran de fuera de la ciudad? —preguntó Ryan.
—De Filadelfia, Francis Molinari y Albert d’Andino —confirmó Douglas, leyendo los nombres en sus licencias de conducir—. ¿Cuánto quiere apostar…?
—Apuestas no, Tom. —Se volvió y cogió una fotografía—. Monroe, ¿esta cara le es familiar?
El patrullero cogió la pequeña fotografía de carnet de la mano de Ryan y la miró a la débil luz del apartamento del piso superior. Movió la cabeza.
—La verdad es que no, señor.
—¿Qué quiere decir? Usted ha estado cara a cara con ese tipo. —Cabellos largos, cara manchada, cuando estuvimos muy cerca lo que vi fue el cañón de un Colt. Todo fue demasiado rápido y estaba demasiado oscuro.
Era difícil y peligroso, lo cual no era habitual. Había cuatro automóviles aparcados a la salida y no tuvo que esforzarse en guardar silencio… aunque el hecho de que aquellos cuatro coches estuvieran allí aparcados favorecía la acción. Kelly estaba en el espacio marginal del antepecho de una cabina tapada con ladrillos, buscando el cable del teléfono. Esperaba que nadie lo estuviera utilizando mientras cortaba los alambres y sujetaba rápidamente los plomos que llevaba. Una vez hecho esto, saltó y se dirigió hacia el norte por la parte trasera del edificio, arrastrando el alambre y dejándolo en el suelo. Giró la esquina, dejando el carrete colgando de su mano izquierda como si fuera la fiambrera del almuerzo, atravesó la poco transitada calle, moviéndose como si perteneciera a ese lugar. Caminó unos centenares de metros y giró de nuevo y entró en el edificio desierto. Una vez allí, volvió a su coche y sacó el resto de lo que necesitaba, incluido su leal frasco de whisky, lleno de agua del grifo y un surtido de barritas Snickers. Se dispuso a la tarea.
El rifle no estaba al alcance de la vista. Pensó que la acción más inteligente era utilizar el edificio como blanco. Se sentó, se apoyó el arma en el hombro y buscó una mancha en la pared. Allí había una de color ladrillo. Kelly contuvo la respiración, amplió la mira del teleobjetivo al máximo y apretó suavemente.
El rifle disparó de forma extraña. El cañón del 22 es pequeño y redondo y, con el elaborado amortiguador que había fabricado, por primera vez en su vida oyó la nota musical pinggggg del golpe del percutor junto con el sordo pop de la descarga. Esto casi distrajo a Kelly de oír el lejano swat del impacto de la bala en el blanco. La bala levantó una nubecilla de polvo, dos pulgadas a la izquierda y una en lo alto de su punto de impacto. Kelly manipuló el ajuste del teleobjetivo y disparó otra vez. Perfecto. Quitó el silenciador y luego descargó tres andanadas al interior del almacén sintonizando otra vez el teleobjetivo al punto más bajo.
—¿Ha oído algo? —preguntó Piaggi con voz cansina.
—¿Qué? —Tucker levantó la cabeza de su tarea. Llevaba más de doce horas haciendo ese trabajo que le parecía iba a durar eternamente. Ni siquiera había hecho la mitad a pesar de los dos «soldados» que habían llegado procedentes de Filadelfia. A Tony tampoco le gustaba.
—Algo va mal —dijo Tony moviendo la cabeza y echándola hacia atrás.
Lo único bueno que podía sacarse de todo esto era que ganaría respeto cuando se lo contara a sus asociados de toda la costa. Anthony Piaggi era un hombre serio. Cuando todo se fuera al infierno, haría el trabajo él solo. Tony hace el reparto y cumple con sus obligaciones. Puedes depender de Tony. Las ganancias eran considerables, aunque este fuera el precio. Estos pensamientos duraron unos treinta segundos.
Tony abrió otra bolsa y notó el olor pernicioso, químico, sin reconocer de lo que se trataba. Vertió los polvos blancos y finos en el cuenco, luego echó la glucosa. Mezcló los dos elementos con unas cucharas, removiendo con suavidad. Estaba seguro de que existía un aparato para llevar a cabo esa operación, aunque probablemente era demasiado grande, como el que utilizaban en las pastelerías comerciales. En su fuero interno se rebelaba contra este trabajo, era para gente de baja categoría, mercenaria. Pero tenía que hacerlo porque no había nadie que lo ayudara.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Henry con voz cansada.
—Olvídelo —repuso Piaggi, concentrado en su labor. ¿Dónde demonios se habían metido Albert y Frank? Debían de haberse reunido con ellos hacía dos horas.
—Hola, teniente. —El sargento encargado del depósito central de pruebas era un antiguo oficial de tráfico cuyo vehículo de tres ruedas había colisionado con un conductor imprudente. Aquello le había costado una pierna y lo había relegado a un trabajo administrativo, el cual le iba muy bien al sargento, que tenía su escritorio, sus donuts y su periódico, además de unas tareas de oficina para tres horas de trabajo real de las ocho reglamentarias.
—¿Qué tal la familia, Harry?
—Bien, gracias. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Necesito comprobar la cantidad de droga que traje la semana pasada —le dijo Charon—. Creo que debe haber una confusión en las etiquetas. De todas formas… —se encogió de hombros—, tenía que hacerlo.
—Muy bien, deme un minuto e iré…
—Lea su periódico, Harry. Conozco el camino —le dijo Charon, dándole una palmadita en el hombro. Nadie podía entrar en aquella habitación sin escolta, pero Charon era teniente y Harry sólo tenía una pierna y la prótesis le molestaba, como siempre.
—Fue un tiro estupendo, Mark —le dijo el sargento a sus espaldas.
—¡Qué demonios, pensó, Mark se cargó al tipo que había estado llevando la droga!
Charon miró primero y aguzó el oído por si había alguien en la habitación, pero no había nadie. Henry le había pagado mucho por hacer aquello. Hablar de trasladar la operación, ¿eh? Dejarle en la estacada, volver a cazar traficantes… bien, no era malo del todo. Ya tenía un montón de dinero en el banco, suficiente para mantener a su antigua esposa feliz y educar a los tres hijos que ella le había dado, más un poco para él. Probablemente lo promocionarían por el trabajo que había hecho, apresando a varios distribuidores de droga…
Los diez kilos que había cogido del coche de Eddie Morello estaban en una caja de cartón etiquetada, en la tercera estantería, justo donde habían supuesto que estarían. Cogió la caja y comprobó el interior para asegurarse. Las diez bolsas de kilo habían sido abiertas, comprobadas y vueltas a colocar. Los técnicos del laboratorio encargados de hacerlo, habían firmado con iniciales en las etiquetas, y sus iniciales eran fáciles de falsificar. Charon buscó en su camisa y en sus pantalones y sacó unas bolsas de plástico llenas de azúcar del mismo color y consistencia que la heroína. Solamente su oficial podría tocar esta prueba y él podía controlarlo. Ese mes había enviado un memorando aconsejando que se destruyera la prueba, en cuanto el caso se hubo cerrado. Su capitán lo aprobaría. La echaría por el desagüe ante varios testigos y las bolsas de plástico serían quemadas y nadie lo sabría nunca. Parecía muy sencillo. Tres minutos después se alejaba de allí llevándose las pruebas.
—¿Comprobado?
—Sí, Harry, gracias —dijo Charon haciendo un gesto de despedida mientras salía.
—Que alguien coja el jodido teléfono —gruñó Piaggi. ¿Quién demonios llamaría allí? Fue uno de los tipos de Filadelfia quien contestó, después de haber encendido un cigarrillo.
—¿Sí? —El hombre se volvió—. Harry, es para usted.
—¿Quién demonios? —preguntó Tucker acercándose.
—Hola, Henry —dijo Kelly. Había conectado otra línea telefónica a la del edificio, aislándola del mundo exterior. Estaba allí sentado, junto a la herramienta cubierta con una lona y tenía controlado el otro extremo con sólo hacer girar la manivela. Parecía muy primitivo, pero le era familiar y cómodo, y le servía.
—¿Quién es?
—Mi nombre es Kelly, John Kelly —le dijo.
—¿Y quién es John Kelly?
—Cuatro de vosotros matasteis a Pam. Tú eres el que queda, Henry —dijo la voz—. He cogido a los otros. Ahora te ha llegado el turno.
—Tucker se volvió y miró alrededor, como si esperase encontrar allí aquella voz. ¿Se trataba de una broma estúpida?
—¿Cómo… cómo ha conseguido este número? ¿Dónde está?
—Bastante cerca, Henry —le dijo Kelly—. ¿Estás cómodo ahí, con tus amigos?
—Mire, no sé quién es usted…
—Ya te lo he dicho. Estás ahí con Tony Piaggi. Te vi en el restaurante la otra noche. ¿Te gustó la cena? A mí mucho —se burló la voz.
Tucker se quedó envarado, con la mano sujetando el teléfono.
—¿Y qué demonios va a hacer, tío?
—No voy a besarte en ambas mejillas, muchacho. Cacé a Rickie, a Billy y a Burt, y ahora voy a cazarte a ti. Hazme un favor, dile a Piaggi que se ponga al aparato.
—Tony, es mejor que vengas —dijo Tucker.
—¿Qué pasa, Henry? —Piaggi dio un brinco y saltó de la silla. Estaba demasiado cansado. Esos bastardos de Filadelfia, mejor que tuvieran listo el dinero. Henry le pasó el auricular.
—¿Quién es?
—Esos dos tipos del barco, esos que usted le proporcionó a Henry. Los cacé. Y esta mañana he cazado a otros dos.
—¿Qué demonios…?
—Imagíneselo. —La línea se cortó.
Piaggi miró a su compañero.
—Henry, ¿qué demonios es esto?
«Muy bien, veamos qué ha provocado la llamada». Kelly bebió un poco de agua y comió una Snikers. Estaba en el tercer piso del edificio. Una especie de almacén, pensó, de sólida construcción, un buen lugar para esconderse cuando cayera la bomba rusa. El problema táctico era interesante. No podría irrumpir en el interior. Aunque hubiera tenido una ametralladora, y no la tenía, cuatro contra uno eran demasiados, especialmente cuando no sabes lo que hay al otro lado de la puerta, y cuando no podía contar con el factor sorpresa, por lo que intentaría otra vía de aproximación. Nunca había hecho nada parecido, pero desde su lugar podía cubrir todas las puertas del edificio. Las ventanas de la parte trasera estaban cubiertas de ladrillo. Las únicas vías de salida estaban bajo su control, a un centenar de metros, y esperaba que lo intentaran por allí. Kelly apoyó el rifle en el hombro pero siguió con la cabeza levantada, escudriñando a derecha e izquierda pacientemente.
—Es él —dijo Henry en voz baja para que los demás no pudieran oírle.
—¿Quién?
—El tipo que se cargó a los camellos, el tipo que se cargó a Billy y a los demás, el tipo del barco. Es él.
—Bueno, ¿y quién demonios es él, Henry?
—¡No lo sé, maldita sea! —Había alzado la voz y los otros lo miraron. Tucker logró contenerse—. Dice que salgamos.
—Oh, esta sí que es buena… ¿Qué tiene contra nosotros? Espera un momento. —Piaggi levantó el auricular, pero no dio señal de línea—. ¿Qué demonios pasa?
Kelly oyó el zumbido y levantó su auricular.
—¿Sí, quién es?
—¿Quién demonios es usted?
—Es Tony, ¿verdad? ¿Por qué mató a Doris, Tony? No era ningún peligro para usted. Ahora le tengo yo a usted.
—Yo no…
—Ya sabe lo que significa, pero gracias por traer a esos dos también. Deseaba atar este cabo suelto y acabar, pero no esperaba tener la oportunidad de hacerlo. Ahora están en el depósito, supongo.
—¿Intenta intimidarme? —preguntó Piaggi al otro lado de la chirriante línea.
—No, lo que intento es matarle —le replicó Kelly.
—¡Joder! —Piaggi colgó el auricular.
—Dice que nos vio en el restaurante, que él también estaba allí.
Los otros dos tenían claro que algo iba mal. Ahora levantaron la vista, curiosos, pero cambiaron cuando vieron a sus superiores en ese estado de nerviosismo. ¿Qué demonios significaba todo aquello?
—¿Cómo puede saber…? —dijo Piaggi—. Sí, ellos me conocían, ¿no es cierto que ellos…? Maldita sea.
Sólo había una ventana con los cristales enteros. Las otras los tenían rotos, las aberturas favorecían la entrada de la luz al interior tras haber sido rotas por los vándalos. Además, protegían de las miradas del exterior. La única ventana con los cristales enteros tenía una manivela que hacía que los entrepaños se abrieran hacia arriba formando un ángulo. Esa oficina probablemente había albergado a algún directivo cabrón que no quería que sus secretarias mirasen por la ventana. Bien, el cabrón había tenido lo que quería. Piaggi dio vueltas a la manivela para abrir la ventana… Lo intentó, los tres entrepaños móviles sólo se desplazaron cuarenta grados hasta que el mecanismo se encalló.
Kelly vio el movimiento y se preguntó si debería anunciar su presencia de un modo más directo. «Mejor no —pensó—, mejor ser paciente». La espera es muy dura para quienes no saben lo que está sucediendo.
Eran las diez en punto de la mañana de un día claro y soleado de finales de verano. En la O’Donnell Street había tráfico de camiones, sólo medio bloque más abajo, así como de algunos automóviles que pasaban de largo dirigiéndose a sus casas. Posiblemente sus conductores verían el alto edificio abandonado en el que Kelly se encontraba y se preguntarían, igual que él, para qué había sido construido; al ver los cuatro automóviles aparcados junto al antiguo edificio comercial, quizá se preguntarían si volvía a ser utilizado otra vez; pero aunque así lo hicieran, tan sólo sería una idea pasajera de unas personas que se dirigían a su trabajo. El drama que se estaba desarrollando allí dentro sólo lo conocían los actores.
—No se ve una mierda —dijo Piaggi, agachándose para mirar a través de las ventanas—. No hay nadie por los alrededores.
Es el tipo que se cargó a los traficantes, se decía Tucker, mientras se apartaba de la ventana. A cinco o seis.
Tony había escogido el edificio. Era la parte visible de un pequeño negocio interestatal de camionaje cuyos propietarios eran unos jugadores cautelosos y relacionados con ellos. Es perfecto, pensó, tan cerca de las principales autovías, en la parte tranquila de la ciudad, con poca actividad policial, un edificio anónimo en el que se hace un trabajo anónimo. Perfecto, había pensado Henry cuando lo vio.
Oh, sí, perfecto…
—Déjeme echar un vistazo. —Ya no había tiempo para volverse atrás. Henry Tucker no se consideraba un cobarde. Había peleado y matado, y no sólo a mujeres. Se había esforzado durante años hasta lograr establecerse y la primera parte de todo este proceso no había estado exenta de derramamiento de sangre. Además, no podía parecer débil ahora, no ante Tony y dos soldados.
—Nada —asintió.
—Hay que intentar algo. —Piaggi se dirigió al teléfono y levantó el auricular. No escuchó la señal de línea, sino un zumbido…
Kelly miró el teléfono de campaña, escuchando el ruido que hacía. Lo dejó sonar durante unos instantes, para que los otros esperaran. Aunque la situación táctica se debía a su propia iniciativa, sus opciones todavía estaban limitadas. Hablar o no hablar. Disparar o no disparar. Moverse o no moverse. Kelly tenía que seleccionar sus acciones cautelosamente, con sólo estas tres opciones básicas, para obtener el resultado deseado. Esta batalla no era una batalla física, sino psicológica.
Hacía calor. Los últimos días de calor antes de que las hojas comenzaran a caer. Casi 27 grados, quizá subieran a 33. Se enjugó el sudor de la cara mientras seguía vigilando el edificio, oyendo el zumbido y dejándolos que sudaran por algo más que el calor de ese día.
—Mierda —refunfuñó Piaggi, volviendo a colgar el auricular—. ¡Vosotros dos!
—¿Sí? —contestó Bobby, el más alto.
—Idos a dar una vuelta por el edificio…
—¡No! —exclamó Henry—. Puede estar ahí fuera. Podría estar al otro lado de la puerta. ¿Es que quiere arriesgarse?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Piaggi.
Tucker se paseaba ahora con pasos regulares, respirando un poco más rápido de lo habitual y dominándose para poder pensar. «¿Cómo lo haría yo?».
—Quiero decir que ese bastardo corta la línea telefónica, hace su llamada, habla con nosotros y espera a que salgamos al exterior.
—¿Qué sabe de ese tipo?
—Sé que mató a cinco traficantes y a cuatro de mis hombres…
—Y a cuatro de los míos, si no ha mentido…
—Por eso debemos adelantarnos a él, ¿de acuerdo? ¿Qué haría usted?
Piaggi pensó en ello. Nunca había matado a nadie. Jamás había trabajado de ese modo. Él era más bien el cerebro del negocio. En su época había dado algunas palizas; sin embargo Kelly había asestado unas palizas terribles no hacía tanto tiempo.
«¿Qué haría yo en su lugar?». La idea de Henry tenía sentido. Te quedas fuera de la vista, oculto en una esquina, en una avenida, en las sombras, y luego les dejas que miren hacia el otro lado. La puerta más próxima, la que habían utilizado, podías quedarte al otro lado; además, estaría más cerca de los coches y, como era la única vía de escape, era por donde él esperaba que escaparan.
Sí.
Piaggi contempló a su compañero. Henry estaba mirando hacia arriba. Los paneles acústicos habían sido retirados del cielo raso. Allí arriba, en la azotea, había una puerta de acceso cerrado con un simple cerrojo manual. Se abriría con facilidad, quizá sin hacer ruido. Alguien podría subir ahí, caminar hacia la cornisa y ver si abajo estaba ese bastardo de Kelly.
Sí.
—Bobby, Fred, venid aquí —ordenó Piaggi, y les puso al corriente de la situación.
Entonces ellos se enteraron de la gravedad del asunto, pero no se trataba de la policía —lo peor que podía pasar, a su entender— y la seguridad de que no era así les hizo respirar aliviados. Los dos hombres eran pistoleros inteligentes y Fred ya había matado durante una pequeña guerra entre familias en Filadelfia. Arrastraron una mesa y la colocaron debajo de la trampilla. Fred estaba ansioso de demostrar que era un tipo serio para ganar así el favor de Tony, quien también parecía un tipo serio. Se subió encima de la mesa. Pero no era suficiente. Entonces colocaron una silla encima que le permitió abrir la trampilla y asomarse al tejado.
¡Ajá!, Kelly vio aparecer al hombre, aunque sólo eran visibles la cabeza y el pecho. Buscó la cara con la mira telescópica. Iba a disparar, pero le detuvo la manera en que el hombre miraba alrededor, escudriñando el tejado antes de hacer el próximo movimiento. Bueno, esperaré a que lo haga, pensó Kelly, mientras un camión con tráiler pasaba retumbando a cincuenta metros de distancia. El hombre se dio impulso y subió al tejado. A través de la mira telescópica, Kelly pudo ver el revólver en su mano. El hombre se quedó allí de pie, mirando alrededor, y luego se dirigió lentamente hacia la fachada del edificio. En realidad la táctica no era mala. Lo primero que tienes que hacer es un buen reconocimiento… era lo que ellos están pensando, pensó Kelly. Una lástima.
Fred se había quitado los zapatos. La gravilla del tamaño de un guisante le hizo daño en los pies, así como el calor procedente del pegajoso asfalto negro bajo las piedras, pero no debía hacer ruido… y además, él era un tipo duro, como ya había comprobado alguien en el banco de Delaware River. Su mano se flexionó con familiaridad sobre la empuñadura de su Smith de cañón corto. Si ese bastardo estaba allí, dispararía. Tony y Henry se ocuparían del cuerpo, y volverían al negocio, porque era una entrega importante. Fred estaba a medio camino, muy concentrado. Se aproximó a la cornisa, el cuerpo inclinado hasta que sus pies desnudos hicieron todo el recorrido hasta la pared baja de ladrillos que se extendía a lo largo de la línea del tejado. Entonces se inclinó hacia delante, apuntó con el arma hacia abajo y… nada. Fred miró en una y otra dirección de la fachada del edificio.
—¡Mierda! —gritó—. ¡Aquí no hay nadie!
—¿Qué? —La cabeza de Bobby apareció en la abertura. Fred estaba verificando los coches por si alguien estaba allí agazapado.
Kelly se dijo que la paciencia casi siempre tenía un premio. Este pensamiento le había permitido dominar el nerviosismo del cazador ante la vista de su presa. En cuanto captó un movimiento en la abertura, levantó el arma. Un rostro, blanco, veinteañero, ojos oscuros, mirando al otro, una pistola en la mano derecha. Una diana. «Dispárale». Kelly apuntó con la mira telescópica en el puente de la nariz y apretó el gatillo suavemente.
Un chasquido. Fred volvió la cabeza cuando oyó un sonido sordo y duro a la vez, pero allí no había nada. Pero como también se oía una conmoción, pensó que Bobby había caído al suelo. Sin embargo, por alguna razón que no alcanzó a comprender, se le heló la piel de la nuca. Volvió al borde del tejado, observando el horizonte llano y regular hasta donde pudo. Nada.
El arma era nueva y el pestillo todavía estaba un poco duro cuando introdujo la segunda bala. Dos por el precio de uno. Ahora la cabeza dio un rápido giro. Pudo ver su miedo. Sabía que existía peligro pero no sabía dónde ni de qué clase. Entonces el hombre empezó a caminar hacia la abertura. Kelly no podía permitírselo. Apuntó y disparó de nuevo. Pinggggg.
Chasquido. El sonido del impacto fue bastante más ruidoso que el silencioso pop del disparo. Kelly quitó el cartucho e introdujo otro mientras un vehículo se aproximaba por O’Donnell Street.
Tucker todavía estaba contemplando el rostro de Bobby cuando levantó la cabeza al oír el ruido sordo de lo que tenía que ser otro cuerpo, haciendo resonar las barras de acero de las junturas del tejado.
—Oh, Dios mío…