XXXV. CEREMONIA DE PASO

Mark Charon se encontraba en una difícil posición. El hecho de ser un policía corrupto no significaba ser un imbécil. De hecho poseía una mente cautelosa y analítica, y cuando cometía errores se daba cuenta de ellos. Este era precisamente el caso mientras yacía en la cama tras su conversación con el cabo Oreza. En primer lugar, a Henry no le agradaría enterarse de que el laboratorio había desaparecido y tres de sus hombres con él. Y al parecer se había perdido una gran cantidad de droga. Hasta el abastecimiento de Henry era finito. Y peor todavía: el asaltante o asaltantes eran desconocidos, continuaban en libertad, y ¿qué hacer…?

Sabía quién era Kelly. Incluso era consciente de la sorprendente coincidencia de que Kelly había sacado a Pam Madden de la calle casualmente el día en que Angelo había sido eliminado, y que ella había estado a bordo de su yate, a unos metros de la patrullera de Oreza después de aquella noche tormentosa y de vómito. Ahora, Em Ryan y Tom Douglas querían saber de Kelly y habían dado el extraordinario paso de tener a la Guardia Costera investigándolo. ¿Por qué? Una nueva entrevista con un testigo de fuera de la ciudad era algo que se hacía con bastante frecuencia por teléfono. Em y Tom estaban trabajando en el caso Fountain, junto con los otros casos posteriores. «Un zángano de la playa», le había dicho Henry, pero el equipo número uno del departamento de homicidios se interesaba por Kelly, que además había estado directamente relacionado con una desertora de la organización de Henry. Tenía un barco, vivía no demasiado lejos del laboratorio que Henry, en su insensatez, seguía utilizando. De pronto Charon se dio cuenta de que ya no era un policía investigando un crimen, sino un criminal en toda regla, que formaba parte de los crímenes que se estaban investigando.

La consciencia de ello afectó profundamente al teniente. Nunca había pensado de sí mismo en aquellos términos. Charon se consideraba ajeno a todo, partícipe ocasional en aquellas cosas, pero no parte de lo que sucedía a ras de suelo. Después de todo, poseía los mayores éxitos de la historia de la brigada de narcóticos, rematada con la personal eliminación de Eddie Morello, quizá la acción más astuta de su doble carrera profesional, porque eliminó a un auténtico traficante mediante un asesinato premeditado que beneficiaba a otro traficante; después de la declaración de que había disparado limpiamente, le concedieron vacaciones pagadas —además de lo que Henry le había abonado por hacerlo—. A Charon todo aquello le había parecido siempre un juego particularmente entretenido, no demasiado alejado de su trabajo oficial —que los habitantes de su ciudad sufragaban—. Los hombres viven de sus ilusiones y Charon no era diferente. Consideraba que lo que hacía era correcto mientras se tratara simplemente de aceptar los chivos expiatorios que Henry le proporcionase, ya que de paso limpiaba la calle de los traficantes que amenazaban el mercado de ese hombre. Como podía controlar las investigaciones de sus detectives, había entregado todo el mercado local al único traficante del que no constaba información en los archivos policiales. Todo esto permitió a Henry ampliar su negocio y atraer la atención de Tony Piaggi y sus contactos de la Costa Este. En un futuro cercano, le había dicho Charon a Henry, este tendría que dejar que la policía husmeara en los peldaños más bajos de su negocio. Henry lo había entendido, sin duda después de pedir consejo a Piaggi, que era lo bastante sofisticado para comprender los puntos más sutiles del juego.

Sin embargo alguien había arrojado una mecha en aquella mezcla tan explosiva. La información que poseía llevaba sólo en una dirección, pero necesitaba más. Tenía que conseguir más.

Charon meditó unos instantes y cogió el teléfono. Tenía que hacer tres llamadas para conseguir el número que quería.

—Policía estatal.

—El capitán Joy, por favor. Aquí el teniente Charon de la policía de Baltimore.

—Soy el capitán Joy.

—Hola, soy Mark Charon, de la brigada de narcóticos. He oído que usted acaba de dar con algo importante.

—Si usted lo dice, —Charon se imaginó a un hombre viejo, sentado en su silla y hablando con una mezcla de satisfacción y fatiga.

—¿Podría darme un breve resumen? Quizá tenga alguna información que darle.

—¿Quién le ha hablado de esto?

—El cabo Oreza, de la Guardia Costera. Trabajé con él en un par de casos. ¿Recuerda aquella juerga de marihuana en la granja del condado de Talbot?

—¿Fue usted? Creí que era mérito de los de Costas.

—Y lo fue. Fueron ellos quienes protegieron a mi informador. Puede confirmarlo. Le daré el número de teléfono, el jefe de la estación es Paul English.

—Muy bien, Charon, me ha convencido.

—Durante el mes de mayo pasé un día y una noche con ellos buscando un tipo que desapareció ante nuestras narices. No lo encontramos, ni a él ni a su barco. Según Oreza…

—El hombre–cangrejo —dijo Joy en medio de un suspiro—. Alguien arrojó un cuerpo al agua, al parecer lleva allí un tiempo. ¿Puede decirme algo de él?

—Es probable que se trate de Angelo Vorano. Vivía en la ciudad, un camello que intentaba hacérselo con los grandes. —Charon le proporcionó su descripción.

—La talla coincide. Tenemos que comprobar el informe dental para una identificación positiva. Muy bien, esto puede ayudar, teniente. ¿Qué quiere de mí?

—¿Puede decirme qué ocurre con Xantha? —Charon había tomado nota de todo.

—La retenemos como testigo material, con la aprobación del abogado, desde luego. Esa chica puede conducirnos al meollo de un asunto muy desagradable.

—Lo creo —repuso Charon—. Bien, déjeme ver lo que puedo sacar para usted.

—Gracias por su ayuda.

Charon colgó. Mierda. Un hombre blanco y un yate blanco. Burt y los dos hombres de Tony habían secundado evidentemente la operación, con una bala del 45 en la nuca. Los asesinatos estilo ejecución no estaban todavía de moda en el negocio de las drogas, y la sangre fría que demostraban estos le daba escalofríos a Charon. Tom y Em estaban trabajando en el caso y querían encontrar a ese Kelly, un tipo blanco propietario de un yate blanco y que vivía no muy lejos del laboratorio de Henry. Todo eso era mucho más que una coincidencia.

La única buena noticia era que podía contactar con Henry sin correr riesgos. Conocía todos los teléfonos intervenidos por asuntos de droga y nada apuntaba a la operación de Tucker.

—¿Sí?

—Burt y sus amigos están muertos —anunció Charon.

—¿Qué dice? —dijo una voz soñolienta que despertó inmediatamente.

—Escuche. La policía estatal de Somerset los ha encontrado y también a Angelo. Ya no hay laboratorio, Henry. Las drogas han desaparecido y la policía retiene a Xantha bajo custodia.

Sintió cierta satisfacción. Charon todavía tenía bastante de policía, por lo que el desbaratamiento de una operación criminal no le resultaba desagradable.

—¿Qué está pasando? —chilló Henry.

—Creo que puedo decírselo. Tenemos que vernos.

Kelly lanzó otra ojeada a su pértiga mientras conducía el Volkswagen alquilado de camino a su apartamento. Estaba cansado, aunque la buena comida le había saciado. La siesta de la tarde había sido suficiente para recuperarse de un largo día, pero aun así la cólera le embargaba a menudo. Había visto a Henry Tucker, el hombre que con un cordón de zapato había concluido la dolorosa agonía de Pamela. Hubiera sido fácil acabar con él allí mismo. Kelly nunca había matado a nadie con las manos, pero sabía cómo hacerlo. Los expertos de Coronado le habían adiestrado para hacerlo de manera infalible… Todo ese conocimiento valía la pena. Y valía la pena el peligro, y valían la pena las consecuencias —lo que no significaba que tuviera que aceptarlas, porque arriesgar la vida no significaba desperdiciarla—. Pero ahora él podía ver el final, y tenía que empezar a planear el futuro. Tenía que ser aún más cauteloso. Bien, conque la policía sabía quién era; pero estaba seguro de que no tenían nada contra él. Aunque esa chica, Xantha, hubiera decidido hablar con la policía, no le había visto la cara en ningún momento, porque Kelly no se había quitado la pintura de camuflaje. El único peligro era que recordara el número del registro del yate, aunque eso era bastante improbable. Sin la evidencia física no tenían nada que pudieran utilizar en los tribunales. Conque sabían que a él no le gustaban ciertas personas… estupendo. Hasta debían de saber cuál era su preparación… estupendo. La partida que él jugaba tenía ciertas reglas. La que jugaban ellos tenía otras. En una balanza, las reglas estaban a favor de Kelly.

Miró por la ventanilla del coche, midiendo ángulo y distancia, haciendo un plan preliminar y pensando en las posibles variantes. Los muy bastardos habían escogido un lugar donde no había patrullas de policía y sí mucho espacio abierto. Nadie podía aproximarse allí sin ser visto… Era un lugar francamente seguro que suponía ciertos problemas tácticos. Pero ellos no tenían en cuenta las reglas tácticas de Kelly.

«No es mi problema», pensó.

—Por el amor de Dios…

Roger MacKenzie palideció y de repente sintió náuseas. Estaban ante el porche de su casa en el noroeste de Washington. Su mujer y su hija habían ido de compras a Nueva York para la temporada de otoño. Ritter había llegado sin anunciarse a las 6.15, elegantemente vestido y sonriente, una nota discordante en la fría brisa de la mañana.

—Conocí a su padre hace treinta años.

Ritter había ido allí para comunicarle una traición de la peor especie.

—Terminamos juntos en Randolph, estábamos en el mismo grupo —continuó MacKenzie. Ritter decidió dejarle hablar, pensando que ello le llevaría poco tiempo—. Hicimos negocios juntos… —Se interrumpió, contemplando el desayuno que no había tocado.

—No puedo criticarle por haberlo llevado a su despacho, Roger, pero el muchacho es culpable de espionaje.

—¿Qué va a hacer?

—Es un delito muy grave, Roger —señaló Ritter.

—Pronto voy a estar fuera. Me quieren en el equipo de reelección, llevando todo el noroeste.

—¿Pronto?

—Jeff Hicks dirigirá la campaña en Massachusetts, Bob. Tendré que trabajar directamente con él. —MacKenzie miró hacia el otro extremo de la mesa—. Bob, una investigación de espionaje en nuestro despacho… podría estropear las cosas.

—Lo siento, Roger, pero ese pequeño bastardo de Hicks traicionó a su país.

—Yo podría ocuparme de él, echarlo a patadas…

—No —repuso Ritter con frialdad—. Hay personas que pueden morir por su culpa. Y Hicks va a responder por ello.

—Nosotros podríamos pedirle que…

—¿Obstrucción a la justicia, Roger? —observó Ritter.

—Su grabación es ilegal, Ritter, y usted lo sabe.

—Motivos de seguridad nacional… Hay una guerra, ¿recuerda?… Las reglas son diferentes, y además con que sólo escuche la grabación se derrumbará. —Ritter estaba seguro de ello.

—¿Y correr el riesgo de que llegue hasta el presidente? ¿Ahora? ¿En estos momentos? ¿Cree usted que hará algún bien al país? ¿Y qué hay de las relaciones con los rusos? Estamos en un momento crucial, Bob.

«Siempre lo estamos, ¿no es cierto?», le hubiera gustado añadir a Ritter, pero no lo hizo.

—Bien, he venido a pedirle consejo —dijo Ritter.

—No podemos enfrentarnos a una investigación que lleve a un juicio público. Políticamente es inaceptable. —MacKenzie esperaba que con eso sería suficiente.

Ritter asintió y se marchó.

Pero el regreso a su despacho de Langley no fue muy cómodo. Aunque le producía satisfacción tener una mano libre, Ritter ahora se enfrentaba con algo que no deseaba que se convirtiera en un hábito. La primera orden fue hacer desaparecer la grabación. De inmediato.

Después de todo lo sucedido, fue un periódico quien desató los acontecimientos. La cuarta columna de la primera página, debajo del pliegue, anunciaba un triple asesinato por cuestiones de drogas en el adormecido condado de Somerset. Ryan devoró la crónica sin pasar a las páginas de deportes que normalmente le ocupaban quince minutos todas las mañanas.

«Esto lo ha hecho Kelly —pensó el teniente—. ¿Quién si no dejaría una gran cantidad de drogas junto a tres cadáveres?».

Aquella mañana salió de casa cuarenta minutos antes de lo habitual, para sorpresa de su mujer.

—¿Sandy O’Toole? —Precisamente Sandy había acabado su primera ronda de la mañana y estaba comprobando algunos formularios cuando sonó el teléfono.

—¿Sí?

—Soy el contraalmirante James Greer. Ha hablado con Barbara, mi secretaria.

—Sí. ¿En qué puedo ayudarle?

—Lamento molestarla, pero estamos intentando localizar a John. No está en su casa.

—Creo que está en la ciudad, pero ignoro dónde exactamente.

—Si habla con él, ¿querría decirle que me llame? Tiene mi número.

—Estaré encantada de hacerlo.

«¿Qué ocurre?», se preguntó Sandy.

Todo eso la afectaba. La policía iba tras John, ella se lo había dicho y a él pareció no afectarle. Ahora alguien más estaba intentando localizarlo. ¿Por qué? Entonces vio un ejemplar del periódico de la mañana en una mesa del vestíbulo: en la parte inferior de la primera plana se leía el título: «ASESINATO POR DROGAS EN SOMERSET».

—A todo el mundo le interesa ese Kelly —observó Frank Allen.

—¿Qué quiere decir? —Charon había ido al distrito Oeste con la excusa de comprobar la investigación administrativa del asesinato de Morello. Había persuadido a Allen de que le permitiera revisar los informes de los otros oficiales y de tres testigos. Allen no había visto nada irregular en ello, dado que se llevó a cabo ante él.

—Creo que después de la llamada de Pittsburgh con relación a esa chica Brown que recibió la paliza, Em llamó aquí preguntando por Kelly. Ahora usted. ¿Cómo es eso?

—Apareció su nombre. No estamos seguros por qué razón y se merece una rápida comprobación. ¿Qué puede decirme acerca de él?

—Eh, Mark, usted está de vacaciones, ¿recuerda? —señaló Allen.

—¿Me está diciendo que no debería volver al trabajo? ¿Cree que he perdido el juicio, Frank? ¿Tengo que pasar por alto el artículo del periódico sobre los fulleros que han cogido hace unas semanas?

Allen tuvo que aceptar ese punto.

—Todo este interés… Estoy empezando a pensar que no debe de ser nada bueno lo que pasa con ese Kelly. Creo que tengo alguna información sobre él… Sí, lo había olvidado. Espere un momento.

—Allen salió de su despacho y fue a la sala de archivos mientras Charon fingía leer los informes. Allen volvió con una carpeta. —Aquí la tiene.

La carpeta contenía parte de los informes de los servicios prestados por Kelly, aunque no había demasiado. Charon contempló cómo Allen pasaba las páginas. Allí estaban los informes de su habilidad en salto en paracaídas, la evaluación de su instructor y una fotografía, junto con alguna otra tontería por el estilo.

—¿Vive en una isla? —preguntó Charon—. Eso es lo que he oído.

—Sí, es una historia divertida. ¿A qué se debe su interés?

—Sólo un nombre que ha salido, probablemente nada, pero quería comprobarlo. Rumores que he oído de un grupo de buceadores.

—En realidad creo que tendré que enviar esto a Em y a Tom. Había olvidado que lo tenía.

—Mejor todavía.

—Yo voy hacia allá. ¿Quiere que lo lleve yo?

—¿Lo haría?

—Desde luego. —Charon se puso la carpeta bajo el brazo.

Su primera parada fue en la biblioteca Pratt donde hizo fotocopiar los documentos. Luego entró en una tienda de fotografía e hizo cinco copias de la fotografía. Dejó las copias en el coche cuando lo aparcó delante de la comisaría, y lo que llevó dentro hizo correr a un oficial hasta el archivo de homicidios. Podía haberse callado la información, pero le pareció más inteligente actuar como un policía normal haciendo una tarea normal.

—¿Y qué sucedió? —preguntó Greer en su despacho.

—Roger dice que una investigación tendría consecuencias políticas negativas —respondió Ritter.

—Bueno, ¿es que esto no es ya extremadamente negativo?

—Luego se ofreció a manejarlo personalmente —añadió Ritter—. ¿Qué significa?

—¿Qué le parece, James?

—¿De dónde ha salido? —preguntó Ryan cuando vio la carpeta en su escritorio.

—Un detective me la entregó en el piso de abajo, señor —repuso el joven oficial—. Me dijo que era para usted.

—Muy bien. —Ryan lo despidió.

Cuando abrió la carpeta vio por primera vez una fotografía de John Terence Kelly. Se había incorporado a la Armada dos semanas después de haber cumplido dieciocho años y allí permaneció durante… seis años, y fue licenciado con honores de oficial. Se notaba que el informe había sido redactado cuidadosamente. Esto era de esperar, porque el departamento de policía se había interesado principalmente en sus habilidades como buceador. Allí estaba su fecha de graduación como submarinista y su última cualificación como instructor. Las tres hojas de evaluaciones de la carpeta tenía la clasificación más alta de la Armada, y también había una florida carta de recomendación de un almirante de tres estrellas a la que el departamento había concedido un valor nominal. El almirante había detallado cuidadosamente una lista de condecoraciones, sobre todo para impresionar a la policía de Baltimore: la Cruz de la Armada, la Estrella de Plata, la Estrella de Bronce y bastantes más.

«Mierda, todo lo que yo pensaba de Kelly. Es él».

Ryan cerró la carpeta comprendiendo que era parte del archivo de asesinatos. Esto lo llevó de nuevo a Frank Allen y le telefoneó.

—Gracias por el informe sobre Kelly. ¿Qué lo trajo a colación?

—Mark Charon —le dijo Allen—. Estaba revisando los informes de su caso y recordó el nombre de Kelly. Dice que apareció en uno de sus casos. Siento haber olvidado que lo tenía. Charon se ofreció a llevarlo.

Iban adelantando, y mucho.

«Charon. Tiene que salvar las apariencias, y lo está haciendo». —Frank, cuando el sargento Meyer llamó desde Pittsburgh, ¿se lo mencionó usted a alguien más?

—¿Qué quiere decir, Em? —La sugerencia le provocó cierta incomodidad.

—No le estoy diciendo que lo haya propagado a los periódicos, Frank.

—Fue el día que Charon mató al traficante, ¿verdad? —recordó Allen—. Pude haberle dicho algo… sólo hablé con otra persona aquel día, déjeme pensar.

—Muy bien, gracias, Frank.

Ryan buscó el número de la policía estatal.

—Capitán Joy —contestó una voz muy fatigada. El capitán se iba a la cama de la cárcel cuando lo necesitaba. Joy estaba deseando que el condado de Somerset volviera a la normalidad, aunque él quizá fuese ascendido gracias a este episodio.

—Teniente Ryan de Homicidios, de la ciudad.

—Los muchachos de la gran ciudad se interesan por nosotros —comentó Joy con ironía—. ¿Qué desea saber?

—¿Qué quiere decir?

—Significa que la noche pasada cuando estaba en la cama llamó uno de sus hombres, el teniente Chair… o algo parecido, no lo anoté. Dijo que podía identificar uno de los cuerpos… Lo debí anotar en algún sitio. Lo siento, aún estoy medio dormido.

—¿Podría darme detalles? Me conformaré con un resumen. —Pero el resumen fue largo—. ¿La mujer está bajo custodia?

—Por supuesto que sí.

—Capitán, manténgala así hasta que yo ordene otra cosa, ¿de acuerdo? Perdone; por favor, manténgala así. Puede ser el testigo material de un homicidio múltiple.

—Sí, lo sé, ¿recuerda?

—Mi intención es seguir, señor. Hay dos canallas sueltos y yo he pasado nueve meses investigando.

—La chica no se irá a ningún sitio —prometió Joy—. Tenemos que hablar de muchas cosas con ella y su abogado.

—¿No hay nada más sobre el que disparó?

—Lo que ya dije: varón caucasiano, un metro ochenta más o menos, camuflado de verde, según la chica. —Joy no había incluido eso en su informe inicial.

—¿Qué?

—Que sus manos y cara eran verdes; pintura de camuflaje, supongo… Y hay algo más —añadió Joy—: Es un buen tirador. Mató a los tres individuos de un tiro a cada uno, a todos en el punto X, perfecto.

Ryan volvió a abrir la carpeta y buscó en las últimas líneas de la lista de habilidades de Kelly: distinguido tirador con rifle, experto en tiro con pistola.

—Iré a verle, capitán. Está llevando el caso perfectamente, para los escasos homicidios que ha investigado.

—No es precisamente una detención por exceso de velocidad —confirmó Joy, y colgó.

—¿Ha madrugado? —observó Douglas cuando llegó más tarde—. ¿Ha visto el periódico?

—Nuestro amigo vuelve y el marcador empieza a funcionar otra vez.

—Ryan le pasó la foto.

—Parece más viejo —dijo el sargento.

—Gracias a sus condecoraciones.

—Ryan le dio los detalles a Douglas. —¿Quiere ir a Somerset e interrogar a esa chica?—. ¿Cree usted…?

—Sí, creo que tenemos a nuestro testigo. Y creo que también tenemos a nuestro infiltrado —dijo Ryan.

Sólo había llamado para oír la voz de Sandy. Tan próximo a su objetivo, se permitía mirar más allá. A pesar de todo su profesionalismo, Kelly seguía siendo humano.

—John, ¿dónde estás? —La urgencia en su voz era mayor que la del día anterior.

—Tengo un sitio.

—Hay un mensaje para ti, James Creer me dijo que deberías ponerte en contacto con él.

—Muy bien. —Kelly hizo una mueca, se suponía que debía de haberlo hecho el día anterior.

—¿Eres el de los periódicos?

—¿Qué quieres decir?

—Me refiero —murmuró— a los tres muertos en la Costa Este.

—Iré a buscarte —dijo Kelly para ocultar su estremecimiento. A Kelly no le repartían el periódico en su apartamento, y ahora necesitaba uno. Recordó que había un distribuidor automático en la esquina. Sólo necesitaba echarle un vistazo.

«¿Qué puede saber ella de mí?».

Ya era demasiado tarde para lamentaciones. Se había enfrentado al mismo problema con Doris. Estaba dormida cuando él había hecho el trabajo, pero los disparos la habían despertado. Kelly le había vendado los ojos, se la había llevado, la había explicado que Burt planeaba matarla, y le había dado dinero suficiente para coger un autobús que la llevara a algún sitio. Como con las drogas, aquello la había alarmado y escandalizado. Pero la policía casi la tenía. ¿Cómo diablos había sucedido?

«Pues jódete, pero ellos la tienen».

Así de rápido había cambiado el mundo para él.

Muy bien, ¿y ahora qué haces? Este pensamiento le ocupó la mente durante el camino de vuelta a su apartamento.

Para empezar, tenía que desembarazarse de la pistola del 45, ya había decidido hacerlo. Aunque no había dejado tras de sí ninguna evidencia, la pistola era un eslabón. Cuando su misión finalizara, esto también acabaría. Pero ahora necesitaba ayuda, ¿y dónde encontrarla sino entre la gente para la cual había matado?

—¿Contraalmirante Greer, por favor? Soy el señor Clark.

—Espere, por favor —oyó Kelly, y luego—: Se suponía que tenía que llamar ayer, ¿recuerda?

—Puedo estar allí en dos horas, señor.

—Le estaré esperando.

—¿Dónde está Cas? —preguntó Maxwell al comandante que dirigía su despacho.

—Acabo de telefonear a su casa, señor. No contesta.

—Qué divertido. —Pero no lo era en absoluto, pensó el otro.

—¿Quiere que envíe alguien a Bolling para inspeccionarlo?

—Buena idea. —Maxwell asintió y volvió a su despacho.

Diez minutos más tarde, un sargento de seguridad de la Fuerza Aérea se dirigió de su puesto de guardia al conjunto de viviendas un poco apartadas de los oficiales de más alto rango al servicio del Pentágono. En el rótulo del cercado se leía Vicealmirante C.P. Podulski, y mostraba un par de alas de aviador. El sargento tenía sólo veintitrés años y nunca había intervenido con almirantes, pero había recibido la orden de comprobar si había algún problema. El periódico de la mañana estaba en uno de los escalones. Había dos automóviles en el aparcamiento, uno de los cuales tenía en el parabrisas el pase del Pentágono. El sargento sabía que el vicealmirante y su esposa vivían solos. Reuniendo todo su valor, llamó a la puerta con los nudillos. No hubo suerte. Luego intentó con el timbre. Tampoco. ¿Y ahora qué?, se preguntó el joven. Toda la base era propiedad del gobierno y él tenía derecho, según el reglamento, a entrar en cualquiera de las casas del perímetro. Tenía órdenes y probablemente su teniente lo haría volver. Así que abrió la puerta. No oyó ningún sonido. Registró el primer piso y no vio nada extraño. Llamó varias veces sin resultado y entonces decidió subir al primer piso. Lo hizo, con una mano en la pistolera de cuero blanco…

El vicealmirante Maxwell estaba allí veinte minutos después.

—Un ataque cardíaco —dijo el médico de la Fuerza Aérea—. Probablemente durante el sueño.

No sucedía lo mismo con su esposa, que yacía a su lado. Había sido una mujer bonita, recordó Dutch Maxwell, destrozada por la pérdida de su hijo. El vaso medio vacío de agua encima de un pañuelo, para no estropear la madera de la mesilla de noche. Hasta había vuelto a tapar el recipiente de las píldoras antes de echarse al lado de su marido. Dutch contempló el dondiego de madera. Allí estaba su camisa blanca, lista para otro día de servicio en su país de adopción, las Alas de Oro sobre la colección de galones, de los cuales el del extremo superior era de color azul claro, con cinco estrellas blancas. Tenían concertada una reunión para hablar del retiro. Algo que a Dutch no le había sorprendido.

—Dios tenga misericordia —dijo Dutch, contemplando a la única víctima amiga de la operación BOXWOOD GREEN.

«¿Qué voy a decir?», se preguntaba Kelly mientras se detenía ante la puerta. El guardia lo inspeccionó a conciencia, a pesar de su pase, quizá sorprendido de lo poco que debía de pagar la Agencia a su personal. Llevó su cacharro al aparcamiento de los visitantes, mejor situado que el de pago, que estaba un poco más lejos. Cuando entró en la garita, Kelly fue inspeccionado por un oficial de seguridad, quien le dio permiso de subir. Ahora le parecía todo más siniestro, mientras caminaba por los pasillos lisos y deslustrados repletos de gente anónima, porque este edificio estaba a punto de convertirse en un confesionario del destino para un alma que aún no había decidido si era un pecador o un santo. Nunca había estado en el despacho de Ritter. Estaba en el cuarto piso y era sorprendentemente pequeño. Kelly pensaba que un hombre importante —y creía que Ritter lo era— tenía que tener un gran despacho.

—Hola, John —le dijo el contraalmirante Greer, aturdido todavía por la noticia que había recibido hacía media hora de Dutch Maxwell. Greer le señaló un asiento y se cerró la puerta. Ritter estaba fumando, para fastidio de Kelly.

—¿Le satisface volver a casa, señor Clark? —preguntó el oficial superior. Había una copia del Washington Post encima del escritorio y a Kelly le sorprendió comprobar que la noticia del condado de Somerset también ocupaba la primera página.

—Sí, señor, adivino por qué dice eso. —Los otros dos captaron la ambivalencia—. ¿Por qué deseaba que viniera aquí?

—Se lo dije en el avión. Su acción de coger al ruso todavía puede salvar a los prisioneros americanos. Necesitamos gente que piense con sensatez. Usted puede. Le ofrezco un trabajo en mi parte de la casa.

—¿Para hacer qué?

—Cualquier cosa que le digamos que haga —contestó Ritter. Ya había pensado en algo.

—No poseo ninguna graduación universitaria.

Ritter sacó de su mesa una gruesa carpeta.

—Tengo esto de St. Louis. —Kelly la reconoció, era su informe personal completo de la Armada—. En realidad podría haber hecho estudios universitarios. Su cota de inteligencia es aún más elevada de lo que había imaginado, lo que demuestra que usted posee una habilidad con el idioma mayor que la mía. James y yo podemos descartar las formalidades.

—Una Cruz de la Armada llega lejos, John —explicó Greer—. Por lo que usted hizo, ayudando a BOXWOOD GREEN y luego en el campo, ese tipo de cosas llevan lejos.

El instinto de Kelly luchaba con su razón. El problema consistía en que no estaba seguro de qué parte de él estaba a favor y qué parte en contra de la propuesta. Entonces decidió que tenía que contarle a alguien la verdad.

—Hay un problema, señores.

—¿Cuál es? —preguntó Ritter.

Kelly se inclinó hacia el escritorio y señaló el artículo de la primera página del periódico.

—Deberían leerlo.

—Ya lo hice. ¿Y qué? Alguien tiene el mundo a su favor —dijo el oficial jovialmente. Luego captó la expresión en los ojos de Kelly y su voz se ensombreció al instante—. Cuéntenoslo, señor Clark.

—He sido yo, señor.

—¿De qué está hablando, John? —preguntó Greer.

—El archivero ha salido, señor —dijo el empleado de expedientes al otro lado de la línea.

—¿Qué quiere decir? —objetó Ryan—. Yo tengo aquí algunas copias del archivo.

—Espere un momento. Le pondré con mi supervisor.

—La línea se interrumpió, algo que el detective odiaba cordialmente.

Ryan miró a través de la ventana haciendo una mueca. Había llamado al archivo central militar de St. Louis. Cada pedazo de papel relativo a todo hombre o mujer que en alguna ocasión había vestido uniforme estaba allí, en un lugar seguro y celosamente custodiado. Su naturaleza era curiosa pero útil para Ryan, que en más de una ocasión había solicitado datos de este servicio.

—Soy Irma Rohrerbach —dijo una voz, tras un sonido electrónico. El detective se hizo al instante la imagen mental de una hembra caucasiana con exceso de peso sentada ante un escritorio con una barahúnda de trabajo que debía estar hecho hacía una semana.

—Soy el teniente Emmet Ryan, de la policía de Baltimore. Necesito información de un archivo personal…

—Señor, no están aquí. Mi empleado acaba de pasarme la nota.

—¿Qué significa? Ustedes no permiten revisar los archivos así. Lo sé.

—Señor, existen ciertas excepciones. Esta es una de ellas. Los informes no están aquí pero los devolverán, aunque no sé cuándo.

—¿Quién los tiene?

—Eso no lo puedo decir, señor. —El tono de aquella voz burocrática mostraba también el grado de su interés. El informe había desaparecido y hasta que lo devolvieran sería parte de un universo desconocido que a ella no le preocupaba.

—Puedo obtener una orden de los tribunales, lo sabe. —Normalmente esto daba resultados en algunas personas.

—Si lo prefiere, adelante. ¿Puedo ayudarlo en algo más, señor? —Estaba acostumbrada a ser presionada. La llamada procedía de Baltimore, después de todo, y la carta de un juez de un lugar que estaba a ochenta millas de distancia le parecía algo lejano y trivial—. ¿Tiene nuestra dirección, señor?

Pero Ryan todavía no había avanzado lo suficiente para pedírselo a un juez. En esta clase de asuntos se obtiene más con amabilidad que con órdenes.

—Gracias. Volveré a llamar.

—Que tenga un buen día —fue la insípida despedida de una empleada de archivos durante una nimiedad más de su jornada.

Fuera del país. ¿Por qué? ¿Para quién? ¿Dónde demonios residía la diferencia en ese caso? Ryan era consciente de que había muchas diferencias, pero ¿lo era de todas ellas?

—Eso le hicieron —dijo Kelly, Era la primera vez que lo contaba, y mientras relataba los detalles del informe forense le pareció oír la voz de otra persona—. Debido a su pasado, la policía nunca lo consideró un caso prioritario. Salvé a otras dos chicas. A una la asesinaron. A la otra, bueno… —Señaló el periódico.

—¿Por qué la dejó ir?

—¿Cree que iba a asesinarla, señor Ritter? Es lo que ellos querían hacer —dijo Kelly sin levantar la vista—. Estaba más o menos serena cuando la dejé marchar. No tuve tiempo de hacer nada más. Calculé mal.

—¿Cuántos?

—Doce, señor —respondió, sabiendo que Ritter preguntaba por el número total de muertos.

—Dios mío —dijo Ritter, intentando sonreír. Allí se estaba hablando de implicar a la CIA en una operación antidrogas. Se resistió diciendo que para eso estaba la policía, porque aquello no era tan importante como para hacer perder el tiempo a personas que debían proteger a su país de amenazas contra la seguridad nacional. Pero no pudo sonreír. El caso era demasiado serio—. El artículo menciona veinte kilos de mierda. ¿Es cierto?

—Probablemente —repuso Kelly encogiéndose de hombros—. No la pesé. Hay algo más. Creo que sé cómo entra la droga. Las bolsas olían a una especie de conservante. Es heroína asiática.

—¿Sí? —inquirió Ritter.

—Exacto. Mierda asiática. Conservante. Viene de algún lugar de la Costa Este. ¿No es obvio? Están utilizando los cuerpos de nuestros muertos en Vietnam para entrar la jodida mierda.

Conque, encima, Kelly tenía capacidad de análisis, pensaron los presentes.

Sonó el teléfono de Ritter, por la línea interior.

—Dije que no quería llamadas —gruñó.

—Es Bill, señor. Dice que es importante.

El momento era perfecto, pensó el capitán. Los prisioneros estaban en medio de la oscuridad. No había electricidad, y la única iluminación procedía de los focos de las baterías y de algunas antorchas que el sargento mayor había reunido. Todos los prisioneros tenían los pies trabados y las manos y los codos atados a la espalda. Caminaban ligeramente inclinados hacia delante. Y no era sólo para tenerlos controlados. La humillación también era importante, y los hombres tenían cerca la presencia del campamento. Sus hombres estaban capacitados para hacerlo, pensó el capitán. Se habían preparado con dureza, estaban a punto de empezar la larga marcha hacia el sur para completar la labor de liberación y de reunificación de su país. Los americanos estaban desorientados, con un evidente temor a romper la rutina de todos los días. Las cosas les habían sido fáciles durante la semana anterior. Quizá se había equivocado al reunir el grupo, ya que debió de provocar cierta solidaridad entre ellos, aunque la finalidad de aleccionar a sus tropas había valido la pena. Pronto sus hombres se encontrarían matando más americanos de los que formaban ese grupo, el capitán estaba seguro de ello, pero tenían que empezar con algo. El capitán gritó una orden.

Todos a una, los veinte soldados seleccionados cogieron sus rifles y cargaron contra ellos apoyando la culata en el abdomen. Uno de los americanos logró permanecer de pie después de la primera carga, aunque sólo por un segundo.

Zacharias quedó sorprendido. Era la primera agresión que recibía desde que Kolya había dejado de visitarlo, meses antes. Cayó de lado, su cuerpo tocó el de otro prisionero cuando intentó estirar las piernas y protegerse. Entonces empezaron las patadas. No podía protegerse la cara con las manos atadas a la espalda y sus ojos vieron el rostro del enemigo: sólo un muchacho, de unos diecisiete años, casi de apariencia femenina, la expresión de su rostro era como el de una muñeca: los mismos ojos vacíos, la misma ausencia de expresión. No estaba furioso, no apretaba los dientes, sólo le daba patadas como un niño patea una pelota, porque tenía que hacer algo. Robin no podía odiar a ese muchacho, pero si podía despreciarlo por su crueldad. Robin Zacharias conocía la profundidad del desespero, se había enfrentado al hecho de que estaba deshecho interiormente y se resignaba a ello. Pero además había tenido tiempo de comprenderlo. No era un cobarde ni un héroe, se dijo Robin en medio del dolor, sólo era un hombre. Había soportado el dolor como una pena física a sus anteriores equivocaciones y seguiría pidiendo a Dios que le diera fuerzas. El coronel Zacharias fijó sus amoratados ojos en el rostro del muchacho que lo estaba atormentando. «Sobreviviré. He sobrevivido a cosas peores, y aunque muera, sigo siendo un hombre mejor de lo que tú serás nunca —le dijo su rostro al diminuto soldado—. He sobrevivido a la soledad, y es peor que esto, muchacho». Esta vez no oró por su salvación. Tenía que venir del interior, después de todo, y si llegaba la muerte podía enfrentarse a ella como se había enfrentado a su debilidad y a sus fracasos.

Otra orden del oficial y los soldados se retiraron. Robin recibió la última patada, la final. Estaba sangrando, tenía un ojo cerrado, el pecho magullado y tosía, pero todavía seguía vivo, todavía era un americano, había sobrevivido una vez más. Miró al capitán que daba órdenes al destacamento: su rostro tenía una expresión furiosa, a diferencia del joven soldado, que se había apartado unos pasos. Robin se preguntó la razón.

—¡Levantadlos! —gritó el capitán.

Dos americanos estaban inconscientes y para levantarlos necesitaron dos hombres. Era lo mejor que podía hacer por esos hombres. Mejor sería matarlos, pero la orden que tenía en el bolsillo se lo prohibía y su ejército no toleraba la violación de las órdenes.

Robín miró los ojos del muchacho que lo había atacado. Estaba cerca, a pocos centímetros. No expresaban emoción, como tampoco la expresó él mientras lo contemplaba. Fue una pequeña e íntima prueba de fuerza de voluntad. Ninguno de los dos dijo una palabra, aunque ambos jadeaban, uno por el esfuerzo y el otro de dolor.

«¿Tienes ganas de volverlo a intentar otro día? De hombre a hombre. ¿Crees que puedes acabar conmigo? ¿Sientes vergüenza por lo que acabas de hacer? ¿Ha sido un acto valeroso? ¿Eres más hombre ahora, muchacho? Yo no lo creo, y tú puedes encubrirlo lo mejor que puedas, pero ambos sabemos quién ha ganado la partida, ¿no es cierto?». El soldado se acercó a Robin, sin expresión en los ojos, pero asió con fuerza el brazo del americano: quería mantenerlo bajo control, y Robín se lo tomó como una victoria. Aquel muchacho tenía miedo, a pesar de todo. Era uno de esos que van por ahí odiando, pero también temiendo. El abuso era el arma de la cobardía, y los que lo aplicaban conocían el hecho tan bien como aquellos que tenían que padecerlo.

Zacharias casi dio un traspiés. En su postura le resultaba difícil levantar la vista y no vio el camión hasta que estuvo solo a pocos metros de distancia. Se trataba de un vehículo de fabricación rusa, con una cerca de alambre en la parte superior, para evitar fugas y para que la gente viera el cargamento, Iban a llevarlos a algún sitio. Robin no tenía una idea clara de dónde se encontraban y poco podía especular a dónde podían ir. Pero nada podía ser peor que aquel campamento donde había sobrevivido, se dijo Robin mientras el camión se ponía en marcha. El campamento se perdió en la oscuridad y con él la peor experiencia de su vida. El coronel inclinó la cabeza y murmuró una oración de acción de gracias; luego, por primera vez en meses, rezó por su liberación, en cualquier forma que esta se plasmase.

—Esta fue su actuación, señor Clark —dijo Ritter tras una larga y deliberada mirada al teléfono que acababa de colgar.

—Yo no lo planeé exactamente de esa manera, señor.

—No, usted no lo hizo, pero en lugar de matar al oficial ruso, lo hizo prisionero. —Ritter se dirigió al contraalmirante Greer. Kelly no había visto la señal de la cabeza que significaba el cambio de su vida.

—Ojalá lo hubiera sabido Cas.

—¿Qué es lo que saben?

—Saben que tienen a Xantha en la cárcel del condado de Somerset. ¿Cuánto sabe ella? —preguntó Charon.

También estaba allí Tony Piaggi. Era la primera vez que los dos hombres se reunían. Estaban utilizando el laboratorio casi acabado del este de Baltimore. Sería un lugar seguro para Charon si iba allí sólo una vez, pensó el teniente de narcóticos.

—Este es el problema —observó Piaggi. A los otros les pareció sencillo hasta que Piaggi prosiguió—: Pero podemos manejarlo. Lo primero, creo, es preocuparnos de cómo hacer la entrega a mis amigos.

—Hemos perdido veinte kilos —señaló Tucker con expresión sombría. Ahora conocía su miedo. Estaba claro que ahí fuera existía algo digno de sus temores.

—¿Tiene más?

—Sí. Diez kilos en mi casa.

—¿Los guarda en su casa? —preguntó Piaggi—. ¡Mierda, Henry! —Esa puta no sabe dónde vivo.

—Sabe su nombre, Henry. Se pueden hacer muchas cosas sólo con un nombre —le dijo Charon—. ¿Por qué diablos cree usted que mantengo a mi gente apartada de la suya?

—Vamos a tener que reconstruir toda la organización —dijo Piaggi con serenidad—. Podernos hacerlo, ¿de acuerdo? Tenemos que hacer un movimiento, aunque el movimiento sea fácil. Henry; su mierda procede de algún otro sitio, ¿cierto? Trasládela aquí y nosotros nos la llevaremos. Trasladando su operación no se hace un buen negocio.

—He perdido mi local…

—¡Jodido local, Henry! Voy a hacerme cargo de toda la operación de la Costa Este. ¿Lo recordará, por el amor de Dios? Ha perdido usted el veinticinco por ciento de lo que creía que iba a sacar. Podemos arreglarlo en dos semanas. Deje de pensar en tonterías.

—Entonces hay que cubrir sus huellas —intervino Charon, interesado por la visión de futuro de Piaggi—. Xantha no es nadie, sólo una drogadicta. Cuando la encontraron estaba atiborrada de pastillas. No es más que un testigo, a menos que tengan algo más que utilizar. Si usted se traslada a otra zona, todo le irá bien.

—Los otros también deben irse —urgió Piaggi.

—Con Burt desaparecido, yo quedo fuera. Puedo traer a alguien que conozco…

—¡De ninguna manera, Henry! ¿Quiere incorporar a gente nueva? Permítame llamar a Philly. Tenemos a dos personas de reserva, ¿recuerda? —Piaggi hizo un gesto de asentimiento—. Por tanto hemos de tener contentos a mis amigos. Necesitamos veinte kilos de buena mierda, procesada y lista para salir, y los necesitamos ahora.

—Yo sólo tengo diez —dijo Tucker.

—Sé dónde hay más, igual que usted, ¿no es así, teniente Charon?

La pregunta sorprendió tanto al policía que se olvidó de contarles algo que le preocupaba.