—Nos hemos equivocado en algo, Em —anunció Douglas a las 8.10 de la mañana.
—¿Qué ha sido esta vez? —preguntó Ryan. Equivocarse no era exactamente una novedad en su negocio.
—Sabían que ella estaba en Pittsburgh. Me lo confirmó ese sargento Meyer. La chica realizó conferencias de larga distancia. El teniente sacudió el cigarrillo y frunció el ceño.
—¿Quién sabía que ella estaba allí? —preguntó Douglas.
—Las personas que la llevaron. Pero aseguran que no lo anunciaron a nadie.
—¿Kelly?
—Hopkins ha comprobado que efectivamente estaba fuera del país.
—¿De verdad? ¿Dónde?
—La enfermera O’Toole dice que lo sabe, pero que no es oportuno sacarlo a colación; a saber qué demonios significa eso. —Hizo una pausa—. ¿Qué más has averiguado?
—El padre del sargento Meyer es predicador. Daba consejos espirituales a la chica y contó a su hijo algo de lo que sabía. El sargento se lo dijo a su capitán, que a su vez se lo contó a Frank Allen. Frank nos lo contó. Meyer no habló con nadie más. —Douglas encendió un cigarrillo—. Así pues, ¿quién informó a nuestros amigos?
Los dos hombres pensaron que tenían un caso abierto. Lo que estaba sucediendo, había abierto el caso. Inusualmente, las cosas se desarrollaban con demasiada rapidez para el proceso de análisis necesario para dar sentido al todo.
—Tal como hemos sospechado siempre, esto confirma que tienen un infiltrado.
—¿Frank? —dijo Douglas—. Nunca ha sido asignado a ninguno de estos casos. Aún no tiene acceso a la información que necesitarían nuestros amigos. —Aquello era cierto. El caso de Helen Waters había empezado en el distrito Oeste asignado a uno de los jóvenes detectives de Allen, pero el jefe se lo había pasado a Ryan y a Douglas casi inmediatamente, dado el revuelo que provocó en la opinión pública a raíz de las fotografías publicadas por la prensa.
—Supongo que a esto podrías llamarlo un progreso, Em. Ahora estarnos seguros. Tiene que haber una filtración en el propio departamento.
—¿Qué otras buenas noticias tenemos?
La policía estatal sólo tenía tres helicópteros. Conseguir uno no era fácil, pero el capitán de policía era un hombre mayor que dirigía con eficacia un condado tranquilo, y este era un asunto de su competencia. El helicóptero llegó a las 8.56. El capitán Ernest Joy y el agente Freeland estaban esperando. Ninguno de ellos había viajado antes en helicóptero y se inquietaron cuando vieron lo pequeño que era el aparato. Al acercarse les pareció más pequeño, y aún más pequeña la cabina. Utilizado casi siempre en las misiones de rescate y vigilancia, su dotación era un piloto y un enfermero, los cuales vestían trajes de vuelo que iban bien, según pensaban ellos, con las pistoleras y la gafas de aviador. La comprobación de seguridad duró noventa segundos y luego el helicóptero empezó a elevarse. El piloto decidió no acelerar. Aquel hombre mayor era capitán, después de todo, y que le vomitara en la espalda podía ser un mal trago.
—¿Adónde? —preguntó por el intercomunicador.
—Isla Bloodsworth, al cementerio —contestó el capitán Joy.
—Recibido —contestó el piloto, como el capitán suponía que hubiera hecho un piloto de combate, girando hacia el sudeste y bajando la proa. Era un viaje corto.
El mundo se ve diferente desde arriba, y la primera vez que uno sube a un helicóptero siempre se experimenta lo mismo. El despegue provoca miedo al principio, pero luego empieza lo fascinante.
El mundo se transformó ante los ojos de los dos policías y fue como si todo, de repente, cobrara sentido. Vieron las carreteras y las granjas extenderse como en un mapa. Freeland fue quien primero lo reconoció. Conociendo como conocía su territorio, enseguida advirtió que lo que imaginaba estaba equivocado. La idea que tenía de las cosas no era acertada. Estaba sólo a unos mil pies del suelo, una distancia que su coche atravesaba en unos segundos, pero esa nueva perspectiva le sorprendió.
—Ahí es donde la encontré —le dijo al capitán por el intercomunicador.
—Está lejos de nuestro destino. ¿Crees que vino caminando de tan lejos?
—No, señor. —Pero no estaba tan lejos si se hacía por el agua, ¿verdad?
A unas dos millas vieron el viejo desembarcadero de una granja en venta que estaba cerca de donde ellos se dirigían. Ahora la bahía de Chesapeake era una banda ancha azul bajo la calina de la mañana. Hacia el noroeste se abría la gran base de entrenamiento aeronaval de Patuxent River, y ambos vieron un aparato volando, cosa que preocupó al piloto, que mantuvo su vuelo bajo. Los pilotos de la Armada se divertían volando a baja altura.
—Todo recto —dijo el enfermero, y señaló en el mapa para que los policías vieran el punto a que se refería.
—Estoy seguro que desde aquí arriba parece diferente —dijo Freeland con voz de muchacho curioso—. Yo pesco por los alrededores. A ras de tierra parecen pantanos.
Pero ahora no lo parecían. A una distancia de mil pies, al principio parecían islas unidas por una ciénaga. Cuando se acercaron más, las islas adquirieron formas regulares y luego las hileras de los barcos abandonados se hicieron visibles, rodeadas de hierba y cañas.
—Vaya, cuántos hay —observó el piloto. Raramente volaba por allí.
—De la Segunda Guerra Mundial —dijo el capitán—. Mi padre me contó que eran desechos de guerra, los que los alemanes no habían cogido.
—¿Qué buscamos exactamente?
—No estoy seguro, quizá un barco. Ayer arrestamos a una drogadicta —explicó el capitán—. Nos dijo que ahí hay un laboratorio de droga y tres personas muertas.
—¿Un laboratorio de droga ahí?
—Eso dijo la chica —afirmó Freeland, estudiando el panorama. A pesar de lo impenetrable que parecía en tierra, el área estaba surcada de canales. Sin duda era un buen sitio para ir a pescar cangrejos. Desde el embarcadero donde tenía su embarcación de pesca, la isla parecía un lugar compacto, pero no desde arriba. ¿No era interesante?
—Algo brilla allá abajo —dijo el enfermero al piloto señalando hacia la derecha—. Vidrio o algo parecido.
—Vamos a comprobarlo. —Movió el mando hacia la derecha y ligeramente hacia abajo y el helicóptero empezó a descender—. Sí, distingo una embarcación entre esos árboles.
—Vayamos a verificarlo. —Sería una suerte poder hacer algo. A un ex piloto de Cobras, Primero de Caballería Aerotransportada, le gustaba tener su ocasión de jugar con el aparato. Sólo un piloto de Cobras sabía volar en línea recta y a ras del suelo. En primer lugar rodeó la zona, comprobó el viento, luego redujo la velocidad e hizo descender el helicóptero hasta unos cincuenta metros del suelo.
—Ahí hay una embarcación —dijo Freeland, y todos vieron la blanca cuerda de nailon que la sujetaba al casco del barco abandonado.
—Baje más —ordenó el capitán. En unos segundos estaban a quince metros de los barcos abandonados. La embarcación estaba vacía. Había un pequeño frigorífico y algunas cosas amontonadas en la popa, pero no había nadie. El aparato sufrió una repentina sacudida cuando una bandada de pájaros levantaron el vuelo de la deteriorada estructura del barco. El piloto maniobró instintivamente para esquivarlos. Si un grajo era aspirado por el motor, podía precipitarlos a tierra.
—Quienquiera sea el propietario de ese barco, es seguro que no le interesamos —dijo por el intercomunicador.
Freeland hizo gesto de disparar tres tiros. El capitán asintió.
—Creo que está en lo cierto, Ben.
—¿Puede marcar exactamente la posición en el mapa? —le dijo luego el piloto.
—Desde luego. —Consideró la posibilidad de mantenerse en suspensión en el aire y que ellos saltaran al embarcadero. Pero «ellos» no, procedían del Primero de Caballería, por lo que desistió. El enfermero sacó un mapa e hizo las anotaciones apropiadas.
—¿Han comprobado lo que querían? —preguntó a los policías.
—Sí, volvamos.
Veinte minutos después el capitán Jov estaba al teléfono.
—Estación Thomas Point de la Guardia Costera.
—Soy el capitán Joy de la policía estatal. Necesitamos un poco de ayuda. —Lo explicó en unos minutos.
—Tardaremos hora y media —le dijo el oficial English—. Perfecto.
Kelly se procuró un permiso de acceso a la dársena de embarcaciones pequeñas. La primera parada que hizo aquel día fue en un cochambroso establecimiento de coches, donde alquiló un Volkswagen de 1959 y pagó un mes por adelantado.
—Gracias, señor Aiello —dijo el hombre sonriendo a Kelly, que estaba utilizando el documento de identidad de un hombre que ya no lo necesitaba.
Condujo el coche hasta la dársena y empezó a descargar las cosas que precisaba. Nadie le prestó demasiada atención y en quince minutos el Volkswagen se había marchado.
Kelly atravesó la zona donde había ajusticiado a aquellos camellos y se dirigió a una parte de la ciudad, agradablemente vacía, en la transitada y sombría zona industrial de O’Donnell Street, un lugar en el que nadie vivía y sólo unos pocos hubieran deseado hacerlo. El aire estaba impregnado del olor de productos químicos. Muchos edificios parecían abandonados. Allí había mucho espacio abierto, muchos edificios separados por terrenos baldíos y basureros. Puesto que nadie vivía en ese barrio, ningún coche de policía patrullaba. Una táctica del enemigo, pensó Kelly. El lugar que a él le interesaba se hallaba en un edificio medio derruido con un rótulo cochambroso en la entrada. Al fondo había un tabique liso. Sólo había tres puertas y aunque estaban en dos paredes diferentes, podían verse desde un solo punto. A espaldas de Kelly había otro edificio vacío, una elevada estructura llena de ventanas rotas. Una vez acabado el reconocimiento, Kelly se dirigió hacia el norte.
Oreza navegaba hacia el sur. Ya había estado otras veces por allí, y se preguntaba por qué demonios la Guardia Costera no emplazaba en ese lugar una estación de vigilancia como la del faro Cove Point.
Había dejado el timón a uno de sus jóvenes marineros y él disfrutaba de la mañana, en el exterior de la estrecha cabina de mandos mientras bebía un poco del café preparado por él mismo.
—Radio —dijo uno de los hombres de la tripulación.
Oreza fue al interior y cogió el micrófono.
—Aquí Cuatro–uno–Alfa.
—Cuatro–uno–Alfa, al habla English. Diríjanse al muelle de Dame’s Choice. Allí verá coches de la policía. Cambio y fuera.
—Vámonos —dijo Oreza mirando el mapa. El agua parecía muy profunda—. Rumbo Uno–seis–cinco.
—Uno–seis–cinco, afirmativo —confirmó el timonel.
Xantha estaba más o menos sobria, aunque débil. Su oscura piel tenía una palidez gris y se quejaba de una jaqueca aguda que los analgésicos apenas aliviaban. Era consciente de que estaba detenida y que habían enviado por teletipo su historial delictivo. Por eso había solicitado la presencia de un abogado. Y por extraño que parezca, aquello no pareció preocupar demasiado a la policía.
—Mi cliente —dijo el abogado— desea cooperar.
El acuerdo quedó establecido en diez minutos. Si ella decía la verdad y no estaba implicada en un delito mayor, el cargo de tenencia de drogas sería retirado y la someterían a un programa de desintoxicación. Era el mejor ofrecimiento que recibía Xantha Matthews en muchos años. E inmediatamente lo aceptó.
—¡Ellos iban a matarme! —exclamó al recordarlo todo, ahora que no estaba bajo la influencia de los barbitúricos.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó el capitán Joy.
—Están muertos. Los mató el chico blanco, les disparó hasta matarlos. Pero no se llevó la droga.
—¿Qué sabes del chico blanco? —preguntó Joy, lanzando una mirada de complicidad a Freeland.
—Un fulano grande, como él —señaló a Freeland—, pero con la cara tan verde como una hoja. Me vendó los ojos después de sacarme de allí, luego me dejó en un muelle y me dijo que cogiera un autobús o algo así.
—¿Cómo sabes que era blanco?
—Sus muñecas eran blancas. Las manos verdes, pero no los brazos. Llevaba ropas de color verde, rayadas, parecía un soldado. Tenía una pistola automática. Yo estaba durmiendo y me desperté cuando disparó. Me dijo que me vistiera y me sacó de allí. Su barco estaba un poco más alejado.
—¿Qué clase de embarcación?
—Un yate grande y blanco. Alto y bonito.
—Xantha, ¿cómo sabes que ellos iban a matarte?
—Me lo dijo el chico blanco. Ellos se lo dijeron a él. En el barco había redes y bloques de cemento, y con eso iban a matarme.
El abogado decidió intervenir:
—Señores, mi cliente tiene información de lo que puede ser una operación criminal importante. Necesita protección. Como pago por su ayuda, nos gustaría que los gastos de su tratamiento corrieran por cuenta del estado.
—Abogado —replicó Joy tranquilamente—, si esto es lo que parece, yo lo subvencionaré de mi propio bolsillo. ¿Puedo sugerirle, señor, la conveniencia de que mantengamos a Xantha aquí por un tiempo? Por su propia seguridad, ya sabe. —El capitán Joy había negociado con abogados durante años y hasta parecía comportarse como uno de ellos, pensó Freeland.
—¡La comida de aquí es una mierda! —exclamó Xantha.
—También nos cuidaremos de eso —le prometió Joy.
—Creo que necesita ayuda médica —observó el abogado—. ¿Cómo puede obtenerla aquí?
—El doctor Paige la visitará cada día. Abogado, su cliente no está en condiciones de cuidarse por sí misma. Además, el trato queda supeditado a la verificación de su historia. Conseguirá todo lo que desea a cambio de su cooperación. No puedo hacer más.
—Mi cliente accede a sus condiciones y sugerencias —dijo el abogado sin consultar a Xantha. El condado pagaría sus honorarios. Además, presentía que tenía entre manos un buen caso. Aquello era mejor que sacar de la cárcel a conductores borrachos.
—En esta calle hay unas duchas. ¿Por qué no la lleva para que se asee? Procúrele también ropas decentes y pásenos la factura.
—Es un placer hacer tratos con usted, capitán Joy —dijo el abogado mientras el capitán se dirigía al vehículo de Freeland.
—Ben, usted ha encontrado un caso de verdad. Ha manejado muy bien la situación. No lo olvidaré. Ahora enséñeme cómo corre esta bestia.
—Vamos, capitán. —Freeland encendió las luces antes de pasar de setenta. Llegaron al embarcadero justo cuando la patrullera de Oreza enfilaba el canal principal.
El hombre llevaba galones de teniente, aunque él se autodenominaba capitán. Oreza lo saludó cuando subió a bordo. Entregaron a ambos policías sendos chalecos salvavidas porque el reglamento obligaba a llevarlos en embarcaciones pequeñas. Luego Joy le enseñó el mapa a Oreza.
—¿Cree que puede llegar hasta aquí?
—Sólo con la lancha. ¿Qué ocurre?
—Un posible triple homicidio con implicación de drogas. Esta mañana sobrevolamos la zona. Allí hay un barco de pesca.
Oreza asintió con tanta impasibilidad como le fue posible, cogió el timón y puso en marcha la embarcación. Aquella zona se encontraba apenas a cinco millas del «cementerio», como lo apodaba Oreza.
—¿No podemos acercarnos más? Está subiendo la marea —dijo Freeland cuando llegaron al lugar.
—Ese es el problema. Si te descuidas en un sitio como este, puedes embarrancar. De aquí en adelante iremos en la lancha.
Mientras sus hombres preparaban la lancha, recordó que meses atrás, durante aquella noche tormentosa con el teniente Charon procedente de Baltimore, hubo un negocio de drogas que se esperaba en algún lugar de la bahía. Unos tipos realmente peligrosos, le había dicho Charon. Oreza se preguntó si habría alguna conexión entre aquello y lo de ahora.
Subieron a la fueraborda impulsada por un motor de diez caballos. El cabo observó la crecida de la marea y enfilaron lo que parecía un canal que seguía un curso tortuoso en la dirección que indicaba el mapa. Era un lugar tranquilo y a Oreza le recordó su servicio en la operación MARKET TIME, cuando la Guardia Costera colaboró con la Armada en Vietnam. Esto se parecía tanto a aquello, en especial la alta vegetación, capaz de ocultar francotiradores. Se preguntó si ahora se iban a encontrar con algo similar. Los policías llevaban sus revólveres, y Oreza se preguntó por qué no había llevado consigo su arma. Su siguiente pensamiento fue que era una buena ocasión para tener a Kelly a su lado. No estaba seguro de que aquella historia tuviera que ver con Kelly, pero creía que Kelly era uno de los comandos SEAL con los que trabajó en cierta ocasión en el delta del Mekong. Seguro que lo habían condecorado por algo, y aquel tatuaje en su brazo no estaba allí por accidente…
—Maldita sea —suspiró Oreza—. Parece un yate Starcraft. —Cogió la radio y dijo—: Cuatro–uno–Alfa, Oreza al habla. —Le escucho, Portazgo.
—Estamos en la lancha y nos dirigimos al lugar. Contacto visual con el objetivo.
—Recibido.
De repente todos se pusieron en tensión. Los dos policías cambiaron una mirada preguntándose por qué no habían llevado más gente consigo. Oreza dirigió la lancha directamente hacia el Starcraft. Los policías subieron a bordo cautelosamente. Freeland señaló al fondo. Joy asintió. Allí había seis bloques de cemento y un trozo de red de nailon enrollada. Xantha no había mentido. También había una escalerilla de cuerda colgando. Joy avanzó el primero, empuñando el revólver de reglamento. Oreza vio cómo Freeland lo seguía. Ambos se dirigieron a la superestructura, desapareciendo de su vista durante lo que a Oreza le pareció largo rato, pero que en realidad no fueron más que cuatro minutos. Unos pájaros emprendieron el vuelo. Cuando Joy volvió, no llevaba el revólver en la mano.
—Tenemos tres cuerpos ahí dentro y, al parecer, gran cantidad de heroína. Llame a su barco, que pidan al cuartel que envíe material de análisis. Marinero, acaba usted de empezar un servicio de ferry.
—Señor, pesca y deporte tiene mejores barcos para eso. ¿Quiere que los llame?
—Buena idea. Podría dar una vuelta por esta zona. El agua está muy clara y la chica nos dijo que habían arrojado algunos cuerpos por estas inmediaciones. ¿Ve eso?
Oreza miró y vio por primera vez la red y los bloques de cemento. Se estremeció.
—Entiendo, señor —dijo el cabo—. Daré una vuelta por los alrededores.
Así lo hizo, después de hacer una llamada por radio.
—Hola, Sandy.
—¡John! ¿Dónde estás?
—Aquí, en la ciudad.
—Ayer nos visitó un policía. Te buscan.
—¿Sí? —Kelly entrecerró los ojos mientras masticaba su bocadillo.
—Dijo que deberías hablar con él, que lo mejor es que vayas directamente a verle.
—Será mejor para él —observó Kelly con una risita.
—¿Qué vas a hacer?
—No quieras saberlo, Sandy.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Por favor, John, piénsalo.
—Ya lo he hecho, Sandy. De verdad. Todo saldrá bien. Gracias por la información.
—¿Algo va mal? —preguntó otra enfermera cuando Sandy colgó el auricular.
—No —contestó, pero su amiga se dio cuenta de que mentía.
Hmm. Kelly acabó su coca–cola. Lo que acababa de oír confirmaba sus sospechas sobre la breve visita de Oreza. Bueno, las cosas se estaban complicando, pero también lo habían estado, y mucho, la semana anterior. Se dirigió al dormitorio y no había cruzado el umbral cuando alguien llamó a la puerta. Aquello le sorprendió, pero tenía que responder, pues había abierto las ventanas para airear el apartamento, denotando su presencia. Lanzó un profundo suspiro y abrió la puerta.
—Me preguntaba dónde estaba usted, señor Murphy —dijo el encargado, para alivio de Kelly.
—Bueno, he pasado dos semanas trabajando en el Medio Oeste y una semana de vacaciones en Florida —mintió con una relajada sonrisa.
—No ha tomado mucho sol.
—Porque no he salido mucho —replicó con una sonrisa de turbación.
Al encargado le pareció bien.
—Estupendo. Sólo quería comprobar que todo estaba en orden.
—Todo en orden —le aseguró Kelly cerrando la puerta antes de que el otro hiciera más preguntas.
Necesitaba dormir. Al parecer siempre tenía que trabajar de noche y aquello era como estar al otro lado del mundo, se dijo Kelly, echándose en la mullida cama.
Aquel día hacía calor en el zoológico. La cita junto al recinto del oso panda era muy oportuna porque allí había mucha gente que deseaba contemplar el precioso regalo de buena voluntad del pueblo de la República Popular China: los chinos comunistas, para Ritter. El lugar tenía aire acondicionado y era cómodo, pero los oficiales de inteligencia habitualmente no se sentían cómodos en lugares como ese, por lo que se dedicó a vagar por la amplia zona que albergaba galápagos y tortugas. Ritter no distinguía la diferencia entre esos animales, si existía alguna. Tampoco sabía por qué necesitaban tanto espacio. La verdad es que parecía demasiado para unas criaturas que se movían toscamente a la velocidad de un glaciar.
—Hola, Bob. —«Charles» era ahora un subterfugio innecesario. Esta vez había sido Voloshin quien había llamado directamente al despacho de Ritter, para demostrar lo listo que era. En el servicio de inteligencia se utilizaban dos vías. Si el contacto lo iniciaban los rusos, el nombre en código era «Bill».
—Hola, Sergei. —Ritter señaló los reptiles—. ¿No le recuerdan la manera en que trabajan nuestros gobiernos?
—No en mi caso. —El ruso sorbió un poco de bebida—. Ni en el suyo.
—Bien, ¿qué dicen en Moscú?
—Olvidó decirme algo.
—¿Qué?
—Que también tiene a un oficial vietnamita.
—¿Y por qué le interesa? —preguntó Ritter jovialmente, disimulando su disgusto a causa de que Voloshin lo supiera, como pudo ver su interlocutor.
—Es una complicación. Moscú todavía no lo sabe.
—Entonces no se lo diga —sugirió Ritter—. Es, como bien dice, una complicación. Le aseguro que sus aliados no lo saben.
—¿Y cómo es posible? —preguntó el ruso.
—Sergei, ¿revela usted los métodos? —replicó Ritter, zanjando el tema. Esta etapa de la partida debía ser jugada con mucha cautela por más de una razón—. Mire, general, a usted no le gustan esos pequeños bastardos más de lo que nos gustan a nosotros, ¿verdad?
—Son nuestros hermanos aliados socialistas.
—Sí, y nosotros también tenemos baluartes de la democracia en toda Latinoamérica. ¿Ha venido aquí a recibir un curso acelerado de filosofía política?
—Lo bueno de los enemigos es que sabes dónde están. Esto no sucede siempre con los amigos —admitió Voloshin, Aquello explicaba también el grado de comodidad de su gobierno con el actual presidente americano. Un bastardo, quizá, pero un bastardo conocido. Y no, admitió Voloshin para sus adentros, no le gustaban demasiado los vietnamitas. La acción real tenía lugar en Europa. Siempre había sido así. Y siempre lo sería. Allí se había desarrollado el curso de la historia durante siglos y nada iba a hacer que cambiara.
—Comuníquelo como una información sin confirmar, para comprobar, ¿es posible? Por favor, general, el riesgo es demasiado. Si algo les sucede a los prisioneros americanos le prometo que exhibiremos a su oficial. El Pentágono lo sabe, Sergei, y quieren que esos hombres vuelvan y no les importa una mierda la distensión. —El lenguaje soez demostraba lo que Ritter pensaba en realidad.
—¿Es cierto? ¿Así piensan sus superiores?
—Si los matan, lo que sucederá es fácil de predecir. ¿Dónde estaba usted cuando los misiles de Cuba, Sergei? —preguntó Ritter, que lo sabía y se preguntaba cuál sería su respuesta.
—En Bonn, como usted sabe, vigilando sus fuerzas en estado de alerta porque Nikita Sergueievich decidió seguir adelante con su ridículo juego. —Lo cual había ido en contra de la opinión del KGB y de los consejos del ministro de Asuntos Exteriores, como ambos sabían.
—Nunca seremos amigos, pero hasta los enemigos pueden cumplir las reglas del juego, ¿no es así?
Un hombre juicioso, pensó Voloshin con agrado. Ello hacía que su comportamiento fuera predecible, cosa que, por encima de todo, era lo que los rusos deseaban de los americanos.
—Es usted un hombre persuasivo, Bob. ¿Me asegura que nuestros aliados no echan de menos a su hombre?
—Sí. Además, mi ofrecimiento para reunirse con su hombre todavía sigue en pie —añadió.
—¿Sin obligaciones recíprocas? —preguntó Voloshin.
—Para ello necesito el permiso de arriba. Puedo intentarlo si usted lo desea, aunque sería un poco complicado —lanzó la lata vacía a una papelera.
—Lo deseo. —Voloshin quería que quedara claro.
—Muy bien. Le llamaré. ¿Y a cambio?
—A cambio consideraré su petición.
Voloshin se alejó sin añadir una palabra más.
¡Vaya!, pensó Ritter, dirigiéndose hacia el coche. Había jugado una partida difícil pero imaginativa. Existían tres posibles filtraciones, en BOXWOOD GREEN. Había visitado a cada uno de ellos. A uno le había dicho que habían perdido a un prisionero, muerto a causa de las heridas. Al otro, que el ruso estaba malherido y no sobreviviría. Pero Ritter había reservado el cebo más importante para la filtración más verosímil. Y ahora lo sabía. Esto reducía el campo a cuatro sospechosos: Roger MacKenzie, ese ayudante de escuela preparatoria, y dos secretarias. Era una labor para el FBI, pero no quería que se presentaran más complicaciones y una investigación de espionaje impulsada desde la Casa Blanca era algo complicadísimo. En cuanto estuvo en el automóvil, decidió reunirse con un amigo de la Dirección de Ciencia y Tecnología. Ritter respetaba mucho a Voloshin. Un hombre inteligente, muy cauteloso, metódico, a cuyo cargo estaban los agentes del oeste de Europa antes de que lo asignaran como rezident en Washington. Mantenía su palabra y procedía en todo de la manera más estricta, siguiendo exactamente las normas de su agencia madre. Ritter esta vez había apostado fuerte. Conseguir todo eso además de la otra jugada… ¿hasta dónde podía llegar? Porque él ya había empezado a elevarse, no como el político favorito y bien pagado, sino como el hijo de un ranger de Texas que ha ido ascendiendo hasta conseguir su rango en Baylor. Algo de todo esto debió de haber apreciado Sergei como buen marxista–leninista, se dijo Ritter, dirigiéndose a Connecticut Avenue. La recompensa del muchacho de la clase trabajadora.
Era una extraña manera de obtener información, algo que nunca había hecho antes y bastante más agradable de lo que nunca había imaginado. Se sentó en la cabina del rincón en Mama Maria’s. Vestido con su traje CIA. Bien acicalado y con un moderno y deportivo corte de cabello, disfrutó de las miradas de algunas solteronas y de una camarera que había quedado encantada, sobre todo por sus buenas maneras. La excelencia de la comida explicaba el lleno del comedor y a la vez explicaba por qué era un lugar conveniente para que se reunieran Tony Piaggi y Henry Tucker, Mike Aiello había sido muy amable. De hecho, Mama Maria’s era propiedad de la familia de Piaggi desde hacía tres generaciones, y ahora, aparte de comida, suministraban otros servicios menos legales a la comunidad local, que se remontaban a los tiempos de la Prohibición. El propietario era un bon vivant, recibía personalmente a los clientes especiales y los acompañaba hasta la mesa con la hospitalidad europea. Entró un negro, vestido con un traje de buen corte. Se comportó como asiduo del lugar y sonrió a la camarera.
Apareció Piaggi y se dirigió hacia la parte delantera deteniéndose brevemente para estrechar la mano de alguien. Hizo otro tanto con el negro, y ambos, pasando junto a la mesa de Kelly, subieron las escaleras de la parte de atrás, donde se encontraban los salones privados. No había sucedido nada de particular. En el restaurante había otras parejas de color y todas eran tratadas de la misma manera. Pero tenían un trabajo honesto, de eso Kelly estaba seguro. Volvió a centrarse en sus pensamientos. «Así que ese es Henry Tucker, uno de los que mató a Pam». No parecía un monstruo —los monstruos raramente lo parecen—. Para Kelly era un objetivo y grabó en su memoria todos los detalles de su figura. Se sorprendió cuando reparó en que había doblado el tenedor que sostenía en la mano.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Piaggi en el piso de arriba. Sirvió unos vasos de Chianti, como buen anfitrión que era, pero tan pronto como se hubo cerrado la puerta, la expresión de Henry se demudó.
—No han vuelto.
—¿Phil, Mike y Burt?
—Exacto —exclamó Henry.
—Bien, siéntate. ¿Cuánta mierda tenían?
—Veinte kilos de mierda pura. Se suponía que era para mí y para Philly y Nueva York.
—Un buen montón de mierda, Henry —asintió Tony—. Quizá se han entretenido más de la cuenta.
—Ya deberían haber vuelto.
—Mira, Phil y Mike son nuevos, probablemente torpes, como Eddie y yo lo éramos en nuestros comienzos… Demonios, Henry, y sólo eran cinco kilos, ¿recuerdas?
—Yo los asigné para este trabajo —dijo.
—Henry —dijo Tony, y bebió un sorbo de vino procurando parecer tranquilo y razonable—, ¿por qué te pones tan nervioso?
Nosotros nos ocuparemos de todos los problemas, ¿de acuerdo?
—Hay algo que no me gusta.
—¿Qué es?
—No lo sé.
—¿Quieres coger un barco e ir allí a ver qué pasa?
—Tardaría demasiado —repuso Tucker meneando la cabeza.
—La reunión con los otros tipos es dentro de tres días. Espera tranquilo. Probablemente ya han salido y vienen hacia aquí. Piaggi comprendía la preocupación de Tucker. Era su gran ocasión. Veinte kilogramos de pureza se traducían en una gran cantidad de droga en la calle y reportaban una fortuna. Este era el resultado para el que había trabajado Tucker durante años. Precisamente reunir todo el dinero para pagarla supuso su mayor esfuerzo. Y era comprensible que le produjera aquel nerviosismo.
—Tony, ¿y si Eddie no encontró la remesa?
—Tú fuiste el único que dijo que tenía que estar, ¿recuerdas?
Tucker no pudo seguir. Su ansiedad se debía en parte a lo que pensaba Tony pero había algo más. Los crímenes de principios del verano, que empezaron sin ninguna razón y luego se pararon también sin ningún motivo. Él había culpado a Eddie Morello. Procuró concentrarse en ello, aunque sólo porque deseaba creerlo. Desde algún lugar la vocecita que le había llevado tan lejos le había hablado, y ahora la voz había vuelto para prevenirle que Eddie no era el centro de su ansiedad y de su angustia. Un hombre de la calle que había llegado lejos a través de una compleja ecuación de inteligencia, arrojo e instinto, esperaba la máxima calidad. Y ahora estaban sucediendo cosas que no comprendía. Tony tenía razón, posiblemente se trataba de un contratiempo en el proceso. Y esa era una de las razones por las cuales habían decidido trasladar el laboratorio al este de Baltimore. Ahora podían hacerlo, con la experiencia a sus espaldas y un negocio rentable que iba a hacerse la próxima semana. Bebió vino y sus impulsos se calmaron.
—Esperemos hasta mañana. Seguro que aparecen sin novedad.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó el timonel.
Una hora al norte de la isla Bloodsworth, consideró que había esperado bastante para hacer la pregunta al silencioso oficial que iba a su lado. Después de todo, ellos estaban preparados y esperaban.
—¡Echaron a un tipo como comida para los jodidos cangrejos! —dijo Oreza—. ¡Cogieron una red y la llenaron con bloques de cemento, y en cuanto hundió su culo prácticamente no quedaron más que sus malditos huesos!
Los del laboratorio de la policía estaban discutiendo todavía cómo rescatar el cuerpo. Oreza aseguró que fue una visión que iba a tardar años en olvidar: el cráneo allí, los huesos todavía cubiertos con las ropas, sacudidos por la corriente… o quizá porque tenían algunos cangrejos dentro. No había querido acercarse más.
—Vaya mierda —comentó el timonel.
—¿Sabe de dónde viene eso?
—¿A qué se refiere, cabo?
—En mayo, cuando tuvimos a bordo al teniente Charon… el velero con el palo mayor a rayas, apostaría a que es ese. —Podría estar en lo cierto, señor.
Le habían permitido verlo todo, como una cortesía que él se hubiese ahorrado. No podía mostrarse susceptible ante la policía, puesto que él era uno de ellos. Así, subió por la escalerilla después de informar sobre el cuerpo que había encontrado a sólo cincuenta metros de los barcos abandonados y vio tres cuerpos más que yacían en el suelo de lo que probablemente había sido el comedor de oficiales de un buque de carga, todos muertos de un tiro en la nuca y picoteados por los pájaros. Horrible. Los pájaros habían sido lo suficientemente sensatos de no picotear las drogas.
—Estoy hablando de veinte kilos de mierda, eso dijo el policía. Millones en caballo —contó Oreza.
—Siempre dije que estaba en el peor de los negocios.
—Los policías comprobaron que todos tenían la polla tiesa. ¿No es curioso?
—¿Wally?
La grabadora chirriaba debido a las viejas líneas de teléfono. El técnico dijo que nada podía hacerse. La caja de conexiones del edificio databa de cuando Alexander Graham Bell inventó los auriculares.
—Sí, ¿qué sucede? —contestó otra voz.
—El trato con el oficial vietnamita que tienen. ¿Estás seguro?
—Es lo que Roger me dijo.
«¡Bingo!», pensó Ritter.
—¿Dónde lo tienen?
—Supongo que en Winchester, con el ruso.
—¿Estás seguro?
—Diablos, a mí también me sorprendió.
—Quiero que compruebes eso antes de… bueno, ya sabes.
—Desde luego.
La línea se cortó.
—¿Quién es? —preguntó el contraalmirante Greer.
—Walter Hicks. Todos de la mejor escuela: James, Andover y Brown. Una gran inversión de su padre, un banquero que manipuló a algunos políticos y obtuvo el puesto del pequeño Wally. —La mano de Ritter se contrajo en puño—. ¿Quieres saber por qué esa gente está todavía en SENDER GREEN? Pues por eso, amigo.
—¿Y qué vas a hacer?
—No lo sé. —Lo que había hecho no era legal. No era legal grabar las conversaciones telefónicas. La grabación se había hecho sin mandato judicial.
—Piénsalo cuidadosamente, Bob —le aconsejó Greer—. Yo también estaba allí, ¿recuerdas?
—¿Y si Sergei no puede hacerlo lo bastante rápido? ¡Entonces ese jodido amarillo acabará con la vida de veinte hombres!
—A mí tampoco me gusta demasiado.
—¡A mí no me gusta en absoluto!
—La traición es todavía un crimen capital, Bob.
—Como debe ser —repuso Ritter tras pensarlo un momento.
Otro largo día. Oreza sintió envidia del primera clase que se dirigía al faro de Cove Point. Al menos vivía allí con su familia. Oreza quizá había aceptado aquel trabajo de enseñanza en New London precisamente para poder tener una vida familiar durante uno o dos años. En New London trataba con jóvenes que algún día serían oficiales y al menos él les había enseñado náutica correctamente…
Casi siempre estaba solo con sus pensamientos. La tripulación se había ido a acostar y él también debería haberlo hecho, pero las imágenes le obsesionaban. El hombre despedazado por los cangrejos, y aquellos tres cadáveres picoteados por los pájaros le mantendrían despierto durante horas. Pero entretanto podía hacer algo útil, ¿o no? Oreza buscó en su escritorio hasta encontrar la guía de teléfonos.
—¿Diga?
—¿El teniente Charon? Soy el cabo Oreza, de la Guardia Costera.
—¿Sabe que es muy tarde? —señaló Charon. Quizá le había sacado de la cama.
—Perdone, señor. ¿Recuerda cuando en mayo buscábamos aquel velero?
—Sí, ¿por qué?
—Es posible que hayamos encontrado a su hombre, señor. —Oreza imaginó que Charon se alegraría.
—Hábleme de ello.
Oreza lo hizo sin omitir nada y pudo sentir el horror que se apoderaba de él.
—¿Quién es el capitán que lleva el caso?
—El capitán Joy, señor. Del condado de Somerset. ¿Lo conoce?
—No.
—Ah, sí, y alguien más —recordó Oreza.
—¿Sí? —Charon tomaba nota de todo.
—¿Conoce usted al teniente Ryan?
—Sí, trabaja en el centro de la ciudad.
—Me ha encargado que busque a un tipo, Kelly, John Kelly. Usted lo vio, ¿recuerda?
—¿Qué quiere decir?
—La noche que salimos tras la pista del velero, el tipo del yate que vimos justo antes del amanecer. Vive en una isla, no muy lejos de Bloodsworth. Ryan quiere que se lo localice. Kelly ha vuelto, probablemente ahora está en Baltimore… Intenté llamarlo antes, señor, pero usted no estaba y yo he estado trabajando todo el día. Le ruego me perdone por haberlo despertado.
—Desde luego —contestó Charon mientras su cerebro trabajaba a toda prisa.