Billy le había dicho que normalmente estaban ocupados toda la noche. Esto dio tiempo a Kelly de comer, descansar y prepararse. Viró el Springer, bordeó el lugar en que iba a cazar aquella noche y soltó el ancla. Sólo se había preparado unos bocadillos, aunque esto era más de lo que había tenido en la cima de aquella colina hacía menos de una semana. «Dios, apenas si hace una semana yo estaba en el Ogden, preparándome», pensó, moviendo la cabeza con tristeza. ¿Cómo podía ser tan disparatada la vida?
Pasada la medianoche, el pequeño bote de remos camuflado se posó en el agua. Kelly había sujetado al yugo de popa un pequeño motor eléctrico, que utilizaba para salir a pescar, y esperaba que la batería tuviera la suficiente potencia para el trayecto de ida y vuelta. No podían estar muy lejos. En el mapa se apreciaba que la zona no era extensa y el lugar que ellos utilizaban debía de estar en medio, en un sitio completamente aislado. Con el rostro y las manos pintados de camuflaje, Kelly se introdujo en el contaminado curso de agua, remando con la mano izquierda mientras sus ojos y oídos permanecían alertas. El cielo ayudaba. No había luna y las estrellas proporcionaban luz suficiente para distinguir la hierba y la vegetación de aquella marisma pantanosa que se había formado cuando los cascos de los barcos abandonados allí obstruyeron esa parte de la bahía.
El suave zumbido del motor le recordaba las anteriores ocasiones en que había ido allí, aunque esta vez le guiaban las estrellas. La hierba en la marisma crecía hasta casi dos metros por encima del agua y no costaba mucho comprender la dificultad de abrirse camino navegando por la noche. Era un verdadero laberinto, si no lo conocías. Pero Kelly lo conocía. Se guiaba por las estrellas, sabía a qué estrella seguir y a cuál ignorar. En realidad era una cuestión de hábito. Ellos eran de la ciudad, no eran hombres de mar como él. Se sentían tan seguros en aquel lugar silvestre que habían elegido para preparar la droga, y descuidarían la seguridad. «No estáis acostumbrados a andar por mi salón», se dijo Kelly. Se dedicó más a escuchar que a mirar. Una suave brisa susurró a través de la alta hierba, siguiendo el ancho canal entre los bajíos de fango; seguramente, ese era el que ellos seguían, dado lo intrincado de la zona. Los cascos de los viejos barcos que le rodeaban lo miraban como fantasmas de otra época, reliquias de una guerra lejana en el tiempo, desechos de unos tiempos más sencillos, juguetes olvidados del niño grande que había sido su país, un niño que ahora se había convertido en un problemático adulto.
Una voz. Kelly apagó el motor y se dejó arrastrar por la corriente durante unos segundos. Volvió la cabeza. Supuso que provenía del recodo que el canal formaba hacia la derecha, justo allí delante. Lentamente, con cautela, enfiló el recodo. Allí había tres barcos abandonados. Seguramente los habían remolcado juntos y el patrón había procurado dejarlos perfectamente alineados.
Kelly esperó unos minutos en medio de la oscuridad y eligió un camino de aproximación. Decidió acercarse a la proa de uno de aquellos barcos y ocultarse allí. Ahora oyó más de una voz. Quizá una repentina risa tras una broma. Se detuvo de nuevo, escudriñó la silueta del barco por si había un centinela. Nada.
La elección del lugar demostraba el ingenio de aquellos canallas. El paraje era muy seguro, incluso lo desconocían los pescadores locales. Pero siempre tienes que poner un centinela, pues no existe ningún lugar completamente seguro… Allí estaba la embarcación. Perfecto. Kelly avanzó lentamente a medio nudo, hasta pegarse a un lado del viejo barco. Al otro lado estaba fondeado el Henry’s Eighth. Entonces ató su boza a la cornamusa más próxima. Una escalerilla de cuerda conducía hasta la cubierta de barlovento del barco abandonado. Kelly emitió un profundo suspiro y empezó a trepar.
Phil pensó que la tarea era tan aburrida como Burt le había dicho. La parte más fácil era la mezcla de la lactosa; la tamizaban encima de unos cuencos de acero inoxidable como si fuera harina para un pastel y asegurándose de que se distribuyera uniformemente. Recordó la época en que ayudaba a su madre a hacer pasteles, aprendiendo cosas que un muchacho olvida en cuanto descubre el béisbol. Cosas que ahora volvían otra vez, con el sonido vivaz del tamiz mientras los polvos se mezclaban. Pero en esta ocasión era más agradable, porque ya no tenía que despertarse e ir al colegio. Esta era la parte más fácil del trabajo. Luego llegó el trabajo tedioso de distribuir las porciones precisas en las pequeñas envolturas de plástico que habían de ser clasificadas, amontonadas, contadas y empaquetadas. Lanzó una mirada de exasperación a Mike y vio que este sentía lo mismo que él. A Burt probablemente le sucedía lo mismo, aunque no lo demostraba y aún conservaba ánimo para entretenerlos. La radio estaba encendida y para distraerse disponían de Xantha, aquella chica medio atontada por las píldoras, pero… complaciente; todos ellos lo habían comprobado durante el descanso de medianoche. La habían dejado agotada, y ahora dormía en un rincón. A las cuatro se tomarían otro descanso, con lo que Xantha tendría tiempo suficiente de recuperarse. A Phil le costaba permanecer despierto y además le preocupaba todo ese polvo, que hasta flotaba en el aire. ¿Lo estaba respirando? ¿Se estaba drogando? Si tenía que hacer de nuevo ese trabajo, se prometió que llevaría una mascarilla. Una cosa era que le agradara la idea de ganar dinero con la venta de aquella mierda, y otra consumirla. Tony y Henry estaba organizando un laboratorio adecuado. El negocio crecería como la espuma.
Otro lote acabado. Burt se hallaba un poco separado de los demás, recogiendo los lotes preparados. Phil se encaminó hacia el frigorífico y sacó otra bolsa de un kilo. La olfateó: impuro, olor a química —a los productos químicos que utilizaban en el laboratorio de biología en la escuela superior, aldehído fórmico, o algo así—. Abrió la bolsa con una navaja, vertió el contenido en el primer cuenco de mezcla de asa larga, añadió una cantidad de lactosa previamente pesada y removió con una cuchara a la luz de una lámpara.
—Hola.
De repente había alguien en la puerta, con una pistola en la mano. Vestía ropas militares, un traje de faena rayado, y llevaba la cara pintada de negro y verde. Kelly se había invitado a la fiesta.
Kelly no tuvo que pedir silencio. Todos veían la automática del 45 que empuñaba y sabían que podía hacer un agujero en el tabique lo bastante grande como para aparcar un vehículo. Hizo un ademán con la mano izquierda.
—Bien. Al suelo, la cara contra el suelo, las manos en la nuca, de uno en uno, tú primero —le dijo al que estaba ante el bol de la mezcla.
—¿Quién demonios eres? —preguntó el negro.
—Tú debes de ser Burt. No hagas ninguna tontería.
—¿Cómo sabes mi nombre? —inquirió Burt, mientras Phil se echaba al suelo.
Kelly apuntó al otro hombre blanco y le ordenó que se pusiera junto a su amigo.
—Sé muchas cosas —repuso Kelly, dirigiéndose a Burt de nuevo. Luego descubrió a la chica durmiendo en el rincón—. ¿Quién es esa?
Burt intentó pasarse de listo e hizo un movimiento sospechoso.
—¡Quieto, idiota!
La 45 quedó a la altura de su cara, a un brazo de distancia.
—¿Qué pretendías? —preguntó Kelly con tono coloquial—. Al suelo.
—Burt obedeció.
La chica estaba durmiendo. De momento Kelly dejó que siguiera haciéndolo. La primera tarea era desarmarlos. Dos de ellos tenían pistolas de pequeño calibre y el otro una ridícula navajita.
—Oye, ¿quién eres? Quizá podamos charlar —sugirió Burt.
—Pues hagámoslo. Háblame de drogas —empezó Kelly.
Eran las diez de la mañana en Moscú cuando el despacho de Voloshin salió del departamento de descifrado de mensajes. Voloshin, miembro veterano de la jefatura del KGB, tenía una fuente confidencial en cada uno de los oficiales de alta graduación, uno de los cuales era un académico en el Servicio I. Un especialista americano que asesoraba al KGB y al ministro de Asuntos Exteriores sobre ese nuevo concepto que los medios de comunicación americanos llamaban «distensión». Este hombre, que no ocupaba un rango militar en la jerarquía del KGB, era probablemente la persona que mejor podía conseguir una actuación rápida. El mensaje era breve y concreto. El académico se quedó consternado. La reducción de las tensiones entre las dos superpotencias, en medio de una guerra en la que participaba una de ellas, era poco menos que un milagro, y sumada a la aproximación de América a China, podía constituir el indicio de una nueva era en las relaciones internacionales. Así se lo había comunicado al Politburó en una extensa información hacía sólo dos semanas. La revelación pública de que un oficial soviético se había visto implicado en algo como aquello, era una locura. ¿Quién había sido el cretino de inteligencia militar que se lo había inventado? Y asumiendo que fuera verdad, era algo que tenía que comprobar. Por eso llamó al vicepresidente.
—¿Yevgeni Leonidovich? Tengo un despacho urgente de Washington.
—Yo también, Vanya. ¿Qué aconseja?
—Si lo que aseguran los americanos es cierto, aconsejo una acción inmediata. El reconocimiento público de una idiotez así podría ser desastroso. ¿Puedo confirmar que es cierto?
—Sí. Y… ¿el ministro de Asuntos Exteriores?
—Yo me encargo de él. Los militares tardarían demasiado. ¿Harán caso los vietnamitas?
—¿Nuestros fraternales aliados socialistas? Harán caso a un cargamento de cohetes. Han estado pidiéndolo a gritos durante semanas —contestó el vicepresidente.
Típico, pensó el académico, en lugar de un gesto de buena voluntad, enviaremos armas para agravar la situación. Y los americanos así lo entenderán. Demencial. Si existía una ilustración de por qué era necesaria la distensión, era esta. ¿Cómo podían dos países tan poderosos dirigir sus asuntos cuando ambos estaban implicados, directa o indirectamente, en los asuntos internos de países más pequeños? Una distracción inútil de asuntos importantes.
—Es muy urgente, Yevgeni Leonidovich —repitió el académico. Aunque su categoría era menor, habían sido compañeros de clase, hacía muchos años, y sus respectivas carreras se habían cruzado en muchas ocasiones.
—Lo sé, Vanya. Esta tarde le daré la respuesta.
Aquello era un milagro, pensó Zacharias mirando en derredor. No veía el exterior de la celda desde hacía meses, y el aspirar el aire cálido y húmedo le pareció un regalo de Dios, pero no era así. Contó a los demás: dieciocho hombres en una fila, hombres como él —todos sumidos en un doloroso paréntesis de cinco años—, y a la luz mortecina del anochecer vio sus rostros. A uno de ellos lo había visto hacía mucho tiempo, un tipo de la Armada, a juzgar por su aspecto. Intercambiaron una mirada y una débil sonrisa. Si hubieran intentado hablar entre ellos, al primer intento se habría escuchado una bofetada. Aun así, el solo hecho de ver a sus compañeros ya era suficiente para no sentirse solo, por saber que allí también había otros, por todo esto ya era suficiente. Era una cosa mínima, pero a la vez una gran cosa. Robín se enderezó tanto como su espalda herida se lo permitió, cuadró los hombros, mientras un oficial vietnamita le decía algo a su gente, que también estaba allí alineada. Robin no sabía suficiente vietnamita para comprender su alocución.
—Este es el enemigo —decía el capitán a sus hombres. La unidad pronto se iba a trasladar al sur y, tras todas las lecturas y las prácticas de batalla, se presentaba la inesperada oportunidad de ponerlas en acción. No eran tan duros, les dijo. ¿Verdad que no son tan altos ni tan fieros? ¡Se doblegan, desfallecen y sangran con facilidad! Y estos son su élite, los que arrojan bombas sobre nuestro país y matan a nuestra gente. Contra esos hombres vais a luchar. ¿Les tenéis miedo ahora?… Si los americanos están lo bastante locos como para intentar rescatar a estos perros, entonces pondremos en práctica el arte de matarlos—. Con estas estimulantes palabras disolvió a su tropa y la envió a cubrir los puestos de guardia.
Podía matar a sus americanos, pensó el capitán. En la comandancia de su regimiento había oído el rumor de que tan pronto como el jefe político lo aprobara, el campamento sería clausurado definitivamente. A sus hombres les iría bien un poco de práctica antes de volver a la senda del Tío Ho, donde tendrían la oportunidad de matar americanos armados. Hasta entonces los mantendría como trofeos que mostrar a sus hombres, para quitarles el temor de combatir y para centrar su odio, porque aquellos eran los hombres que bombardeaban su bello país y lo convertían en un páramo. Había seleccionado a los reclutas que habían demostrado una dureza especial y… bueno, diecinueve de ellos se merecían que se les concediera la satisfacción de matar. El capitán de infantería se preguntó cuántos americanos conseguirían regresar a su hogar.
Kelly se detuvo a poner gasolina en el muelle de la ciudad de Cambridge y reanudó el viaje hacia el norte. Ya lo tenía todo… bueno, tenía bastante, se dijo Kelly. Buenos refugios, la cabeza llena de datos útiles y acababa de dar una lección a esos bastardos. Les había arruinado dos semanas, quizá tres, de su negocio. Eso retrasaría las cosas y le daría a Kelly el cebo. En algún lugar de la Costa Este, le había dicho Burt a Kelly. Fuera quien fuese ese Henry Tucker, era un paranoico inteligente y manejaba su negocio de un modo que Kelly hubiera admirado si las circunstancias hubieran sido diferentes. Pero era heroína asiática y las bolsas llegaban oliendo a muerte hasta la Costa Este. ¿Cuántas cosas procedentes de Asia llegaban al Este de Estados Unidos con olor a muerte? Kelly sólo podía pensar en una, y el hecho de que conocía a algunos hombres cuyos cuerpos habían sido procesados en la base aérea de Pope, le producía una ira atemperada por su determinación de desvelar el juego. Dirigió el Springer hacia el norte, pasó la torre de ladrillo de Sharp’s Island Light y puso rumbo a la ciudad que anidaba más de un peligro.
La última vez.
Había pocos lugares del Este tan adormecidos como el condado de Somerset. La zona de grandes granjas distanciadas entre sí sólo contaba con una escuela superior. Había una autopista que permitía a la gente atravesar la zona sin detenerse. El tráfico a Ocean City, playa de recreo del estado, se hacía a través de una vía de circunvalación y la carretera interestatal más próxima se hallaba en el extremo más alejado de la bahía. Además era una zona con un índice de criminalidad muy bajo. Un asesinato podía ser cabecera en los periódicos locales durante semanas, y raramente se producían robos con allanamiento, pues en esa zona los habitantes solían recibir con un calibre 12 a los intrusos nocturnos. El único problema era el tráfico, pero para eso la policía estatal patrullaba las carreteras con sus coches amarillos. Para compensar el aburrimiento, en Maryland los coches tenían motores de gran potencia con los que daban alcance a los conductores que iban a gran velocidad, quienes a menudo visitaban previamente los bares locales para animar el aburrimiento de la zona.
El policía Ben Freeland se encontraba patrullando rutinariamente. Alguna vez sucedería algo y él consideraba parte de su trabajo conocer la zona —cada pulgada, cada granja y cada cruce de carreteras—, por si alguna vez recibía una llamada importante de verdad. Habían pasado cuatro años desde su paso por la Academia de Pikesville y el policía de Somerset estaba pensando en su ascenso a cabo cuando le llamó la atención la presencia de una chica en Postbox Road, cerca del villorrio Dames Quarter. Aquello no era habitual. Allí todo el mundo iba con vehículo. Los chicos empezaban a ir en bicicleta a edad temprana, y conducían automóviles antes de cumplir la edad requerida, lo que daba buenos quebraderos de cabeza al agente Freeland. A una manzana de distancia, vio que la chica caminaba de forma extraña. Cuando se acercó más, comprobó que no vestía como las mujeres de la localidad. Era muy extraño. Allí sólo se iba en coche. Además, caminaba en zigzag, lo que significaba que podía estar intoxicada. Una infracción grave, pensó el policía, y se acercó a echarle un vistazo. Redujo la velocidad del Ford y lo detuvo a unos metros de la mujer. Bajó del coche como le habían enseñado, arreglándose el uniforme y ajustándose la cartuchera.
—Hola —saludó con voz agradable—. ¿Adónde vas?
Ella se detuvo un instante, mirándolo con ojos extraviados.
—¿Quién eres?
El policía se acercó. No había alcohol en su aliento. Freeland sabía que en esa zona todavía no había problemas de droga. Quizá la cosa estaba cambiando.
—¿Cómo te llamas?
—Xantha, con equis —respondió ella sonriendo.
—¿De dónde eres, Xantha?
—De por ahí.
—¿Por ahí, dónde?
—Atlanta.
—Has hecho mucho camino desde Atlanta.
—¡Ya lo sé! —rio—. Las llevo en el sostén.
—¿Qué llevas en el sostén?, dímelo.
—Las píldoras. Me las metí en el sostén y él no lo sabe.
—¿Puedo verlas? —preguntó Freeland, consciente de que ese día iba a realizar un arresto de verdad.
Mientras rebuscaba, la joven reía nerviosamente.
—Aléjese un poco.
Freeland lo hizo. No convenía asustarla, aunque puso su mano derecha en la cartuchera del revólver de reglamento. Xantha, mientras él la contemplaba, rebuscó en el interior de su blusa desabrochada y sacó un puñado de cápsulas rojas. Bien, ya estaba. El policía abrió el maletero del coche y cogió una bolsa.
—¿Por qué no las dejas aquí para no extraviarlas?
—¡Muy bien! —Qué amable era ese policía.
—¿Quieres dar una vuelta en coche?
—Sí. Estoy cansada de caminar.
—Bien, sube. —El policía consideró que debía esposarla, y lo hizo mientras la ayudaba a subir al coche. La joven no pareció percatarse de ello.
—¿Adónde vamos?
—Bueno, Xantha, creo que necesitas un lugar para echarte y descansar un poco. Y creo que tengo uno para ti, ¿te parece? —Ya tenía un caso de tenencia de drogas, pensó Freeland mientras regresaba a la carretera.
—Burt y los otros dos también descansan, pero no volverán a despertar.
—¿Qué dices, Xantha?
—Él los mató, bang, bang, bang. —Hizo el gesto de disparar. Freeland lo vio por el retrovisor.
Mierda.
—¿Dónde?
—En el barco. —¿Es que nadie lo sabía?
—¿Qué barco?
—¡El que salió del agua, tonto! —Casi era divertido.
—¿Me tomas el pelo, muchacha?
—Y lo más divertido es que dejó allí toda la droga, el chico blanco lo hizo. No era verde.
Freeland no tenía idea de lo que significaba todo eso, pero procuró enterarse. Para empezar, encendió las luces giratorias y pisó el acelerador, dirigiéndose hacia la comisaría de la policía estatal, en Westover. Debía de haberlo anunciado por radio antes, aunque eso no servía de nada, excepto para comunicar a su capitán que tenía un caso de drogas.
—Springer, aquí Oreza.
—¿Alguien que conozco? —preguntó Kelly tras coger el micrófono.
—¿Dónde has estado, Kelly? —preguntó Oreza.
—Viaje de negocios. ¿Qué te preocupa?
—Olvídalo. Reduce velocidad.
—¿Es importante? Tengo que buscar un sitio para fondear, Portazgo.
—Oye, Kelly, detente. ¿De acuerdo?
Kelly aminoró la velocidad, dejando que la patrullera siguiera adelante durante unos segundos. Luego Oreza pidió autorización para subir a bordo, algo que tenía todo el derecho legal de hacer. Intentar escapar no resolvería nada. Kelly detuvo los motores y soltó el ancla. La patrullera se arrimó lentamente y Oreza saltó a bordo.
—Hola, Kelly.
—¿Qué ocurre, lobo de mar?
—En las últimas dos semanas he ido un par de veces a tu isla para beber cerveza, pero no estabas en casa.
—¿De veras?
—Aquello es muy aburrido sin nadie a quien incordiar. —De repente quedó claro que ambos hombres estaban incómodos, pero ninguno de los dos conocía la razón de la incomodidad del otro—. ¿Dónde demonios te has metido?
—Tuve que salir del país. Negocios —contestó Kelly, dando a entender que no iba a dar más explicaciones.
—Entiendo. ¿Te vas a quedar por aquí?
—Sí, eso pienso hacer.
—Muy bien, la próxima semana vendré para que me cuentes algunas mentiras sobre eso de ser jefe de la Armada.
—Los jefes de la Armada no tienen que mentir. ¿Necesitas algunos consejos náuticos?
—¡Quizá debería hacer ahora mismo una inspección de seguridad!
—Suponía que se trataba de una visita amistosa —observó Kelly y ambos se sintieron aún más incómodos. Oreza intentó ocultarlo con una sonrisa.
—Está bien, no te inspeccionaré. —Pero eso no lo resolvió—. Te cogeré la próxima semana, jefe.
Se dieron un apretón de manos, pero algo había cambiado. Oreza se dirigió hacia la patrullera y saltó a bordo. La embarcación se alejó sin que ambos hombres se dirigieran una palabra más.
Bien, esto tiene sentido. Kelly puso en marcha los motores.
Oreza contempló cómo el Springer se dirigía hacia el norte, y se preguntó qué demonios estaba ocurriendo. Kelly había estado fuera del país. Pero era seguro que el Springer no había estado en ningún lugar de Chesapeake… pero entonces, ¿dónde? ¿Por qué la poli se interesaba tanto por Kelly? ¿Kelly, un asesino? ¡Pero si lo habían condecorado en la Armada! Era un buen marino. Y además era un buen tipo con el que compartir una cerveza. «Seguro que se metió en problemas cuando tú dejaste el patrullaje y empezaste a dedicarte a esos asuntos de la policía», se dijo el cabo para sus adentros, dirigiéndose hacia el sudeste, hacia la estación de Thomas Point. Tenía que hacer una llamada telefónica.
—¿Qué sucedió?
—Roger, saben que estamos progresando —contestó Ritter con expresión segura.
—¿Cómo, Bob? —preguntó MacKenzie.
—No lo sabemos todavía.
—¿Filtración?
Ritter rebuscó en un bolsillo y extrajo la fotocopia de un documento. Se la entregó. Estaba escrito en vietnamita. Debajo del texto original venía la traducción, manuscrita. Imprimidas en inglés, las palabras BOXWOOD GREEN.
—¿Conocen el nombre?
—Es una medida de seguridad por su parte, Roger, pero sí, al parecer lo conocen. Supongo que planean utilizar esta información para interrogar a los marines que hayan hecho prisioneros. Este tipo de cosas sirve muy bien para derrumbar a la gente de forma rápida. Pero hemos tenido suerte.
—Lo sé. Nadie ha resultado herido.
Ritter asintió.
—Previamente recurrimos a un especialista. Un comando SEAL muy competente. Vio llegar los refuerzos vietnamitas y evitó un desastre al suspender la operación.
—Debe de ser un individuo con agallas y sangre fría.
—Mejor que eso —repuso Ritter—. Al bajar de la colina, cogió al ruso que interrogaba a nuestra gente. Lo tenemos en Winchester. Vivo —añadió Ritter con una sonrisa.
—¿Así es como ha conseguido el despacho? Me imagino que por Sigint —dijo MacKenzie—. ¿Cómo logró hacerlo?
—Como usted dijo, tiene sangre fría —sonrió Ritter—. Estas son las buenas noticias.
—No estoy muy seguro de querer oír las malas.
—Tenemos indicios de que los vietnamitas podrían intentar volar el campo y matar a los prisioneros.
—Por Dios… Kissinger está ahora en París —dijo MacKenzie.
—Malo. Si lo menciona en una sesión informal, ellos lo rechazarán, y procurarán asegurarse de que pueden probarlo. —Era sabido que el trabajo real durante tales conferencias se realizaba en reuniones informales, en las mesas de conferencia oficiales.
—Cierto. ¿Y entonces?
—Estamos trabajando con los rusos. Tenernos una fuente de información. Yo ya he establecido el contacto.
—¿Me comunicará los resultados?
—Por supuesto.
—Le agradezco que me haya permitido hablar con usted —dijo el teniente Ryan.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Sam Rosen. Estaban en su despacho, que no era muy grande, y Sarah y Sandy también se encontraban allí.
—Es acerca de su ex paciente, John Kelly. —Sus palabras no produjeron demasiada sorpresa, comprobó Ryan—. Necesito hablar con él.
—¿Qué quiere de él? —preguntó Sam.
—No hemos conseguido dar con él. Tenía la esperanza de que ustedes supiesen su paradero.
—¿Para qué? —preguntó Sarah.
—Para hablar de una serie de asesinatos —contestó Ryan, buscando sorprenderlos.
—¿Qué asesinatos? —preguntó la enfermera.
—Doris Brown, por ejemplo, y algunos otros.
—John no le hizo daño —dijo Sandy irreflexivamente. Sarah Rosen se mordió el labio.
—Así pues, ¿sabe usted quién era Doris Brown? —observó el detective, quizá demasiado apresuradamente.
—John y yo éramos… amigos de ella —dijo Sandy—. John ha estado fuera del país las últimas dos semanas. No puede estar implicado.
Oh, pensó Ryan. Era a la vez una buena y mala noticia. Había jugado con el nombre de Doris Brown y la reacción de la enfermera había sido quizá demasiado emocional. Pero había adelantado algo.
¿Fuera del país? ¿Dónde? ¿Cómo lo sabe?
—No creo que tenga obligación de decirlo. No estoy obligada a saberlo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el policía, sorprendido.
—No creo que tenga la obligación de decirlo, lo siento —su manera de responder a la pregunta demostraba más sinceridad que deseo de eludirla.
¿Qué demonios significaba aquello? No había obtenido respuesta y Ryan decidió continuar.
—Alguien llamo Sandy telefoneó a casa del señor Brown en Pittsburgh. Fue usted, ¿no?
—Oficial —dijo Sarah—. No estoy muy segura del motivo de este interrogatorio.
—Estoy intentando obtener información y quiero que usted le transmita a su amigo que le conviene hablar conmigo.
—¿Se trata de una investigación criminal?
—Sí, es una investigación criminal.
—Y usted nos interroga a nosotros —observó Sarah—. Mi hermano es abogado. ¿Puedo llamarle para que venga aquí? Usted nos está interrogando sobre unos asesinatos. Me está poniendo nerviosa. ¿Acaso alguno de nosotros es sospechoso de algo?
—No, pero su amigo sí. —Si había algo que Ryan no necesitaba en ese momento, era la presencia de un abogado.
—Un momento —dijo Sam—. Cree que John ha cometido un delito, y desea que nosotros lo encontremos para usted e insinúa que sabemos su paradero, ¿verdad? Y esto nos convierte en posibles… cómplices, ¿no es así?
«¿Y lo son?», le hubiera gustado preguntar a Ryan. Pero decidió abstenerse.
—¿He dicho yo eso? —repuso Ryan.
—Nunca me han hecho preguntas así y me pone nervioso —dijo Sam a su esposa—. Llama a tu hermano.
—Mire, no tengo razón alguna para creer que alguno de ustedes haya violado la ley. Pero sí tengo razones para creer que lo ha hecho su amigo. Le harán un favor si le dicen que se ponga en contacto conmigo.
—¿Y a quién se supone que ha asesinado? —insistió Sam.
—A unos narcotraficantes.
—¿Sabe usted a lo que me dedico? —preguntó Sarah con acritud—. ¿Sabe usted que paso aquí la mayor parte de mi tiempo?
—Sí, lo sé. Usted trabaja con toxicómanos.
—¡Si es cierto que John hizo eso, quizá yo le procuré el arma!
—Le duele cuando pierde un paciente, ¿verdad? —preguntó Ryan serenamente, poniéndola en su sitio.
—Tenga la seguridad de ello. No estamos en el negocio de perder pacientes.
—¿Cómo se sintió cuando perdió a Doris Brown?
—Sarah no replicó; su inteligencia le hizo cerrar la boca para no cometer una metedura de pata. —Kelly la trajo para que usted la ayudara, ¿no es así? Y usted y la señorita O’Toole se esforzaron en limpiarla a fondo. ¿Cree usted que la condeno por eso? Pero antes Kelly mató a dos personas. Lo sé. Las víctimas probablemente habían tomado parte en el asesinato de Pamela Madden, y eran el objetivo básico de Kelly. Su amigo Kelly es un tipo muy duro, aunque no tan listo como se cree. Si acudiera voluntariamente a nosotros tendría una oportunidad. Si nos obliga a capturarle, las cosas serán distintas. Dígaselo. Le harán un favor. Y también se harán un favor a sí mismos. No creo que hayan transgredido la ley hasta ahora. Pero si no hacen lo que les pido, incurrirán en delito. Normalmente no advierto a la gente— dijo Ryan con severidad. —Ustedes no son delincuentes, desde luego. Lo que hicieron con Doris Brown fue admirable y siento que todos sus esfuerzos fueran vanos. Pero Kelly va por ahí matando gente, ¿de acuerdo? Lo menciono para dejar las cosas en claro. A mí tampoco me gustan las drogas. Yo llevo el caso de Pamela Madden, y quiero a esos criminales en la cárcel; quiero llevarlos a la cámara de gas. En esto consiste mi trabajo, en que se haga justicia. No la de Kelly: la mía, que es la de todos. ¿Lo comprenden?
—Sí, lo comprendemos —asintió Sam Rosen, recordando los guantes de cirujano que le había dado a Kelly. Ahora era diferente. Hasta ese momento había aprobado lo que su amigo estaba haciendo, como si leyera un artículo sobre un partido de pelota. Pero ahora era diferente, porque Sam Rosen estaba implicado.
—Dígame, ¿están muy cerca de los asesinos de Pam?
—Sabemos ciertas cosas —respondió Ryan, sin saber que con esa respuesta arruinaba lo que había estado a punto de conseguir.
El cabo Oreza estaba ante su escritorio, la parte de su trabajo que odiaba y algo que le preocupaba de su ascenso a la jefatura, lo cual le ocasionaría tener despacho propio y formar parte de la «dirección» en lugar de llevar un barco. El oficial English estaba fuera y su segundo en el mando se había marchado a buscar algo, dejando a Oreza al mando. El cabo buscó en la guía de teléfonos y luego marcó el número.
—Homicidios.
—Teniente Ryan, por favor.
—No está aquí.
—¿Y el sargento Douglas?
—Ha ido a los tribunales.
—Gracias, volveré a llamar. —Oreza colgó.
Miró el reloj. Pasaba de las cuatro de la tarde y él estaba en el puesto desde medianoche. Tiró de un cajón y empezó a rellenar el formulario consignando la gasolina que había gastado aquel día, limpiando la bahía de Chesapeake de borrachos que poseían embarcaciones. Luego decidió volver a su casa, cenar y dormir un poco.
El problema era dar sentido a lo que sabía. El médico al que habían llamado diagnosticó intoxicación por barbitúricos, lo cual no era nada nuevo, y luego dijo que había que esperar a que su cuerpo eliminara la sustancia y cargó en la minuta veinte dólares. El interrogatorio que duró varias horas consiguió que ella se divirtiera y se aburriera a ratos, pero su historia no había cambiado. Tres personas muertas, bang, bang, bang. Ahora ya no le divertía tanto. Comenzó recordando cómo era Burt y lo que contó fue realmente embrollado.
«Si esta chica fuera mayor, se habría ido a la luna con los astronautas», pensó el capitán.
—Tres personas muertas en un barco en algún lugar —repitió el agente Freeland—. Nombres y todo lo demás.
—¿Qué opina?
—La historia es la misma, ¿no cree?
—Sí. —El capitán alzó la vista—. Usted suele ir a pescar por ahí. ¿Qué le parece a usted, Ben?
—Tal vez los alrededores de la isla Bloodsworth.
—La retendremos toda la noche por embriaguez… ¿o por posesión de drogas?
—Capitán, sólo tuve que pedírselo. Y ella me entregó la droga.
—Muy bien, formularemos cargos.
—¿Y luego, señor?
—¿Le gusta viajar en helicóptero?
Esta vez escogió otra dársena, una que resultó relativamente cómoda, con muchas embarcaciones fuera pescando, y con bastantes embarcaderos de alquiler temporal para las embarcaciones que en el verano remontaban o bajaban la costa y se detenían allí para comer, poner gasolina o descansar. El encargado lo miraba avanzar de forma experta hacia el tercer embarcadero, lo cual no siempre sabían hacer los propietarios de grandes yates. Y aún le sorprendió más la juventud del propietario.
—¿Cuánto tiempo se quedará? —preguntó el hombre, ayudándole con los cabos.
—Un par de días. ¿Es posible?
—Desde luego.
—¿Tengo que pagar al contado?
—Le fiamos —le aseguró el encargado.
Kelly pagó igualmente y comentó que dormiría a bordo aquella noche. Pero no dijo lo que haría al día siguiente.