La única información útil procedente de Pittsburgh era un nombre: Sandy. Sandy había llevado a Doris Brown a casa de su padre. Sólo un nombre de pila, ni siquiera un apellido. Había casos rutinarios que se archivaban por poco menos. Este era como estirar una cuerda. A veces todo lo que lograbas era un trozo roto del hilo, otras obtenías algo que no acababa entre tus manos. Alguien que se llamaba Sandy, una voz femenina, joven. Colgó antes de decir nada, aunque era muy probable que nada tuviera que ver con los asesinatos. El asesino vuelve siempre a la escena del crimen, y así debió suceder, pero nunca lo hace por vía telefónica.
¿Cómo encajar las piezas? Ryan echó la silla hacia atrás y contempló el techo mientras su mente experta examinaba todos los datos y conjeturas.
Lo más probable era que Doris Brown hubiera estado directamente relacionada con la misma organización que había asesinado a Pamela Madden y a Helen Waters y que incluía entre sus miembros activos a Richard Farmer y a William Gravson. John Terence Kelly, ex buceador de la Armada y posiblemente ex miembro de las fuerzas especiales SEAL, unas siglas extrañamente apropiadas, pensó Ryan: por alguna razón se encontraba allí y había salvado a Pamela Madden. Varias semanas más tarde, llamó a Frank Allen pero no le dijo demasiado. Algo había salido mal, quizá a causa de su propia estupidez, y como resultado Pamela Madden había muerto. Ryan nunca podría olvidar las fotografías del cuerpo. Kelly había resultado malherido. Un ex comando cuya amiga había sido brutalmente asesinada, recordó Ryan. Cinco narcotraficantes eliminados como si James Bond rondase las calles de Baltimore. Una extraña matanza en la que el asesino había intervenido en un lóbrego pasaje junto a un callejón por razones desconocidas. Richard Farmer, ¿«Rick»?, eliminado con un cuchillo de la Armada, la segunda demostración de ira posible (y la primera no la había tomado en cuenta, pensó Ryan). William Grayson, probablemente secuestrado y asesinado. Doris Brown, probablemente rescatada al mismo tiempo, desaparecida durante algunas semanas y devuelta a casa. Y esto significaba que había recibido algún tipo de asistencia médica, ¿no? Probablemente. Quizá, se corrigió. El hombre invisible… ¿podía haberlo hecho él solo? Doris era la chica que había cepillado el cabello de Pamela Madden. Aquí había una conexión.
Y vuelta a empezar.
Kelly había rescatado a Pamela Madden, y alguien lo había ayudado a atenderla; el profesor Sam Rosen y su esposa. Así Kelly conoce a Doris Brown; ¿qué pretendía de ella? ¡Este era un punto de partida! Ryan cogió el teléfono.
—Diga.
—Soy el teniente Ryan.
—Ignoraba que le había dado mi línea directa —dijo Farber—. ¿Qué pasa?
—¿Conoce a Sam Rosen?
—¿Al profesor Rosen? Desde luego. Dirige un departamento del John Hopkins, una jaula de locos de clase alta. No lo veo con frecuencia, pero si necesita una cabeza persuasiva, él es su hombre.
—¿Y su mujer? —Ryan oyó al otro succionar la pipa.
—La conozco bastante. Sarah. Es farmacóloga, compañera de investigación. Además trabaja con nuestro equipo de drogas. Yo también ayudo al grupo y nosotros…
—Gracias —le cortó Ryan—. Un nombre más. Sandy.
—¿Sandy qué?
—Eso es todo lo que tengo —admitió el teniente Ryan. Imaginó a Farber, con expresión contemplativa, apartándose del escritorio, en el sillón de piel de alto respaldo.
—Veamos si le he entendido. ¿Me está pidiendo que haga averiguaciones sobre dos colegas como parte de una investigación criminal?
Ryan sopesó el valor que tendría una mentira. Ese tipo era psiquiatra. Su trabajo consistía en investigar la mente de la gente. Y era un magnífico profesional.
—Sí, doctor, se lo estoy pidiendo —admitió Ryan tras una pausa lo bastante larga para que el psiquiatra hiciera una exacta conjetura de su motivo.
—Tendrá que explicarse —dijo Farber suavemente—. Sam y yo no somos íntimos, pero es una persona que jamás haría daño a nadie. Y Sarah es un ángel de la guarda para los desechos humanos, que vemos aquí. Ha dejado de lado un importante trabajo de investigación para hacer esto, un asunto que le reportaría una gran reputación. —Entonces Farber cayó en la cuenta de que ella se había ausentado bastante durante las últimas dos semanas.
—Doctor, sólo quiero un poco de información, ¿de acuerdo? No tengo ningún motivo para creer que los Rosen estén implicados en nada ilegal. —Sus palabras sonaron demasiado formales, y fue consciente de ello. Así que agregó—: Si mis especulaciones son correctas, es posible que se encuentren en peligro y lo ignoren.
—Déme unos minutos —dijo Farber, y colgó.
«No está mal, Em», pensó Douglas.
Era una pesca de fondo, pero Ryan ya lo había intentado casi todo. Pasaron cinco minutos que le parecieron eternos hasta que volvió a sonar el teléfono.
—Aquí Ryan.
—Farber. No hay ningún médico en neurología con ese nombre, pero sí una enfermera, Sandra O’Toole. Es supervisora del equipo. No la conozco personalmente. Sam tiene una alta opinión de ella, según acaba de decirme su secretaria. Recientemente ha estado trabajando para él en algo especial. Sam tiene que hacer el informe.
Farber ya lo habla relacionado. Sarah se había ausentado de su trabajo en la clínica por aquellas fechas. Y Sam había obstruido la investigación policial que hubiera llevado hasta ellos. Había ido bastante lejos… demasiado lejos. Pero a fin de cuentas eran colegas, y aquello no era un juego.
—¿Cuándo ocurrió? —preguntó Ryan con indiferencia—. Hace dos o tres semanas, los últimos diez días laborables.
—Gracias, doctor. Le devolveré el favor.
—Conexión —observó Douglas en cuanto Ryan colgó—. ¿Cuánto te apuestas a que ella también conoce a Kelly?
La cuestión era más una esperanza que una realidad, desde luego. Sandra era un nombre muy corriente. Sin embargo, habían trabajado en esos casos, en esa misteriosa serie de muertes, durante más de seis meses, y después de tanto tiempo a oscuras ahora parecía hacerse la luz. Pero ya estaba anocheciendo y era hora de volver a casa a cenar con su mujer y los niños. Jack iba a regresar al Boston College dentro de una semana y a Ryan le faltaba tiempo para estar con su hijo.
No era fácil mantener las cosas en orden. Sandy lo había llevado a Quantico. Era la primera vez que ella iba a una base de la Armada, aunque sólo estuvo el tiempo que le llevó dejar a Kelly en la dársena y desandar el camino.
«Por una vez que consigues un hogar —se dijo Kelly— y ya tienes que abandonarlo». Sandy no había entroncado todavía con la Interestatal–95 cuando él zarpó del embarcadero, dirigiéndose hacia el centro del río y acelerando a la velocidad máxima de crucero.
Sandy tenía cerebro y agallas, se dijo Kelly, mientras bebía la primera cerveza en muchos días. Supuso que era normal que una enfermera tuviera buena memoria para las cosas. Henry, al parecer, en ciertas situaciones hablaba mucho, y una de ellas era cuando tenía a una chica bajo su dominio directo. Un hombre jactancioso, pensó Kelly, de la peor especie. No tenía todavía una dirección a la que dirigirse, pero sí tenía un nuevo nombre, Tony Pano–se–qué. Blanco, italiano, conducía un Lincoln azul; y tenía una pasable descripción física. Mafia, probablemente, o un aspirante. Había otro llamado Eddie, pero Sandy había relacionado ese nombre con un tipo cuya muerte a manos de un oficial de policía había aparecido en la primera plana del periódico local. Kelly aún fue más lejos: ¿y si ese agente era el infiltrado de Henry? Le pareció extraño que un oficial veterano, un teniente, se implicase en un tiroteo callejero. Especulaciones, se dijo, aunque valía la pena comprobarlo. Tenía toda la noche para hacerlo, y una vasta extensión de agua serena para reflejar sus pensamientos como reflejaba las estrellas. Pronto pasó el punto donde había depositado el cadáver de Billy. Al menos alguien había recuperado el cuerpo.
La tierra cayó sobre la sepultura en un lugar que algunos llamaban todavía Potter’s Field. Los médicos que lo habían tratado todavía estaban examinando el informe de patología del Medical College de Virginia. Trauma. En un año, en todo el condado, sólo se habían dado diez casos graves como ese, y todos en las regiones costeras. No había habido desgracia que ellos no hubieran diagnosticado, y en el informe que presentaron no había ninguna diferencia. La causa directa del fallecimiento fue un minúsculo fragmento de médula que por alguna razón se había introducido en una arteria del cerebro, obturándola y provocando un colapso grave y fatal. El daño en otros órganos era tan abrumador que, en cualquier caso, sólo hubiera sido cuestión de unas semanas más. El bloqueo causado por el fragmento de médula evidenciaba un súbito aumento de la presión arterial. La policía todavía estaba rastreando con buceadores el río Potomac, que era muy profundo en algunas zonas. Y todavía se conservaba la esperanza de que alguien reclamara lo poco que quedaba del cuerpo.
—¿Significa esto que no lo sabes? —preguntó el general Rokossovski—. ¡Ese es mi hombre! ¿Lo has perdido?
—Camarada general —replicó Giap vivamente—. ¡Le he dicho todo lo que sé!
—¿Y dices que lo hizo un americano?
—Ha visto tan bien como yo el informe del servicio de inteligencia.
—Ese hombre posee información que necesita la Unión Soviética. Me resulta difícil creer que los americanos planearan un ataque cuyo único objetivo fuese el secuestro de un oficial soviético en la zona. Le sugiero, camarada general, que haga un esfuerzo más serio.
—¡Estamos en guerra!
—Sí, soy consciente de ello —observó secamente Rokossovski—. ¿Por qué cree que estoy aquí?
Giap hubiera podido denunciar a aquel hombre alto que permanecía de pie ante su escritorio. Él era el comandante de las fuerzas armadas de su país, y un general de incuestionable capacidad. El general vietnamita se sacudió su orgullo con dificultad. Necesitaba las armas que sólo los rusos podían suministrarle, tenía que rebajarse ante él, por el bien de su patria. Pero de una cosa estaba seguro: aquel campamento dejado de la mano de la Providencia no se merecía la preocupación que le estaba causando.
Lo extraño era que la rutina se había vuelto relativamente favorable. Kolya ya no estaba allí. Zacharias se sentía tan desorientado que le costaba determinar el paso de los días, pero desde hacía cuatro noches no oía la voz de los rusos al otro lado de la puerta. Por la misma razón, nadie había ido a interrogarle. Comía, permanecía sentado, pensativo, en dolorosa soledad. Y para su sorpresa, aquella situación le permitió recuperarse. La relación con Kolya era más peligrosa que su coqueteo con el alcohol, comprendió Robin. Su enemigo real era la soledad, no el dolor ni el miedo. Procedente de una familia y una comunidad religiosa que fomentaba la solidaridad y la camaradería, se había dedicado a una profesión que fomentaba los mismos valores, pero ahora su mente se alimentaba a sí misma. Si le añades un poco de dolor y de miedo, el resultado podía ser muy catastrófico. Indudablemente Kolya se había dado cuenta de ello y había sacado partido de esto. Con inteligencia, con demasiada inteligencia, se dijo el coronel. Aunque no era hombre acostumbrado a fracasos y equivocaciones, tampoco era inmune a ellas. Había estado a punto de matarse por un error de juventud en la base aérea de Luke cuando aprendía a pilotar cazas, y cinco años después, en un momento en que se preguntaba por qué el interior de una tormenta era como era, perdió el control de la nave y casi se estrelló contra el suelo.
Zacharias ignoraba la razón del aplazamiento de los interrogatorios. Quizá Kolya había ido a informar de sus progresos. En cualquier caso, le habían dado la oportunidad de reflexionar. Has pecado, se dijo Robin. Has cometido una locura. Pero no volverás a repetirla. Como su voluntad estaba debilitada, Zacharias sabía que tendría que esforzarse mucho. Por suerte ahora tenía tiempo para reflexionar. Aunque eso no fuera una liberación propiamente dicha, al menos era algo. De repente se encontró sumido en una profunda concentración, como si estuviera volando en una misión de combate. «Dios mío —pensó—. Me daba miedo rezar para liberarme… y sin embargo…». Sus guardianes se hubieran sorprendido al ver su melancólica sonrisa, sobre todo de haber sabido que estaba rezando. Rezar, les inculcaban a los vietnamitas, era una farsa. Esta era la desgracia de sus carceleros, pensó Robin, pero podía ser su propia salvación.
No podía hacer la maldita llamada telefónica desde su despacho. Desde allí no. Y no era que deseara hacerla desde su casa. La llamada cruzaría el río y la frontera del estado, y sabía que por razones de seguridad había disposiciones especiales para las llamadas que se hicieran en la zona de Washington. Las llamadas eran registradas por un ordenador, y ese era el único lugar de América donde esto se cumplía. Aun así, había un procedimiento para hacerlo, si tienes autorización oficial para ello. Tienes que hablarlo con tu jefe de sección, luego con el jefe de dirección y así hasta llegar a la oficina principal del séptimo piso. Pero Ritter no quería esperar tanto, no habiendo vidas en juego. Se tomó todo el día libre, con la razonable excusa de que lo necesitaba para recuperarse del viaje. Decidió ir en coche hasta la ciudad y escogió el Museo Smithsoniano de Historia Natural. Se dirigió al pasillo que estaba más allá del elefante y consultó la guía de teléfonos públicos que colgaba de la pared, insertó una moneda y marcó el 377–1347. Era casi una broma institucional. Ese número le conectó con un teléfono que sonó en el despacho del rezident del KGB, el jefe del puesto para Washington D.C. Ellos lo sabían, y sabía que había personas interesadas en saber lo que ellos sabían. Los negocios de espionaje podían ser muy barrocos, se dijo Ritter.
—¿Sí? —contestó una voz. Era la primera vez que Ritter hacía aquello y experimentó una serie de sensaciones nuevas: su propio nerviosismo, la inexpresividad de la voz del interlocutor, la excitación del momento. Esa clase de contacto con el enemigo, paradójicamente, estaba previsto a nivel oficial y a los de contraespionaje les estaba vedado intervenir.
—Soy Charles. Hay un asunto que le concierne. Propongo un breve encuentro para discutirlo. Estaré en el National Zoo en una hora, en el recinto de los tigres blancos.
—¿Cómo lo reconoceré? —preguntó la voz.
—Llevaré un número del Newsweek en la mano izquierda.
—Dentro de una hora —replicó la voz con un gruñido. Probablemente tenía una reunión importante aquella mañana, pensó Ritter.
El oficial de la CIA salió del museo en busca de su coche. En el asiento del acompañante había un ejemplar del Newsweek que había comprado en un drugstore de camino a la ciudad.
«Tácticas», pensó Kelly mientras volvía al puerto rodeando Point Lookout. Podía elegir ampliamente. Todavía tenía su casa segura en Baltimore, con nombre falso en todo. La policía podía estar interesada en hablar con él, pero aún no lo habían intentado. El enemigo no conocía su identidad. Esa era su ventaja inicial. La cuestión fundamental era el equilibrio entre lo que sabía, lo que no sabía y cómo debía utilizar lo primero para incidir en lo segundo. El tercer elemento era el cómo, las tácticas a seguir.
Podía prepararse para lo que no sabía. Todavía no podía actuar, aunque ya sabía lo que haría. Llegar a ese punto requería simplemente una aproximación estratégica al problema. Pero era frustrante. Cuatro mujeres jóvenes esperaban su intervención. Y un número indeterminado de personas esperaban la muerte.
Kelly sabía que les dominaba el temor. El mismo temor que había dominado a Pam y a Doris. Un miedo suficiente para matar. Se preguntó si la muerte de Edward Morello también había sido consecuencia de eso. Sin duda habían matado para mantenerse a salvo y probablemente ahora se sentían a salvo. Eso beneficiaba a Kelly: si el miedo era su fuerza primaria, acababan de tener unas sensaciones muy fuertes y ahora debían de haber bajado la guardia.
La parte más inquietante era el elemento tiempo. La policía le estaba olfateando. Kelly pensaba que no había nada que pudieran utilizar en su contra, pero igualmente no se sentía cómodo del todo. Su otra preocupación era salvar a las cuatro jóvenes. No iba a ser una operación fácil y tenía que tener paciencia en una cosa, con un poco de suerte sólo en una.
Hacía años que no iba al zoológico. Ritter pensó que debería llevar a los chicos, ahora que tenían edad suficiente para apreciar las cosas un poco más. Se quedó un rato mirando el foso de los osos: en los osos había algo atrayente. Los niños los consideraban como una versión grande y animada de los osos de peluche con que se acostaban por la noche. Pero Ritter no. Para él eran la imagen del enemigo, grande y fuerte, menos torpes y más inteligentes de lo que aparentaban. Algo que valía la pena recordar, se dijo mientras se encaminaba hacia el recinto de los tigres. Enrolló el Newsweek en la mano izquierda y esperó contemplando a los grandes felinos. No se molestó en mirar alrededor.
—Hola, Charles —dijo una voz a su lado.
—Hola, Sergei.
—No le había reconocido —observó el rezident.
—Esta conversación no es oficial —explicó Ritter.
—¿No están enterados? —inquirió Sergei, sorprendido. Podían grabarlo en un sitio determinado, pero no en todo el zoológico. Si bien su contacto podía llevar un circuito cerrado de grabación, eso no hubiera estado de acuerdo con las reglas del juego que en ese momento, aparentemente, estaban cumpliendo. Bajó con Ritter por el suave declive pavimentado hasta la jaula siguiente, con el guardaespaldas del rezident siguiéndoles a corta distancia.
—Acabo de volver de Vietnam —dijo el oficial de la CIA.
—Allí hace más calor que aquí.
—No en el mar. Es más agradable estar lejos.
—¿Y el propósito de su crucero? —preguntó el rezident—. Una visita no programada.
—Una visita fracasada —dijo el ruso, no con ironía sino para que «Charles» supiera que él estaba al corriente.
—No del todo. Hemos traído a alguien.
—¿De veras?
—Se llama Nikolai. —Ritter le enseñó el carnet de Grishanov—. Sería embarazoso para su gobierno si llega a desvelarse que un oficial soviético ha sido interrogado por los americanos.
—No demasiado embarazoso —replicó Sergei, dando un breve golpecito al carnet antes de metérselo en un bolsillo.
—Bien, creo que sí lo sería.
—No lo comprendo. —Decía la verdad y Ritter tuvo que explicárselo brevemente—. No sé nada de eso —dijo Sergei, después de enterarse de los hechos.
—Es cierto, se lo aseguro. Puede verificarlo a través de sus propios medios. —Lo haría, desde luego. Ritter lo sabía perfectamente y Sergei sabía que él lo sabía.
—¿Y dónde está nuestro coronel?
—En un lugar a salvo. Goza de mejor hospitalidad que nuestra gente.
—El coronel Grishanov no ha lanzado bombas contra nadie —señaló el ruso.
—Es cierto, pero ha participado en un proceso que acabará con la muerte de los prisioneros americanos y poseemos claras evidencias de que están vivos. Como dije antes, es una situación que puede ser embarazosa para su gobierno.
Sergei Voloshin era un observador político extremadamente astuto y no necesitaba que ese joven oficial de la CIA le advirtiese de nada. Además, se daba perfecta cuenta del rumbo de la conversación.
—¿Cuál es su propuesta?
—Sería beneficioso que su gobierno persuadiera a Hanoi de que devuelva a esos hombres a la vida. Es decir, que los llevara a una prisión normal e hiciera las oportunas notificaciones a sus familias. A cambio de esto, el coronel Grishanov será devuelto sin haber pasado por un interrogatorio.
—Informaré a Moscú —repuso con tono de aprobación.
—Hágalo rápido, por favor. Tenemos razones para creer que los vietnamitas pueden estar planeando algo drástico, para evitarse una situación embarazosa. Sería una complicación muy seria —previno Ritter.
—Sí, supongo que lo sería. —Hizo una pausa—. ¿Me asegura que el coronel Grishanov está vivo y se encuentra bien?
—Puedo llevarlo hasta él en… unos cuarenta minutos, si lo desea. ¿Cree que mentiría en algo tan importante como esto?
—No, no lo creo. Pero hay algunas preguntas que deben ser respondidas.
—Sí, Sergei, ya lo sé. No queremos hacer daño a su coronel. Consideramos que se ha comportado honorablemente con nuestra gente. Además, es un interrogador muy eficaz. Tengo sus anotaciones —añadió Ritter—. Mi ofrecimiento de que se reúna con él sigue abierto; si lo desea puede hacerlo.
Voloshin meditó acerca de ello y descubrió la trampa. Si aceptaba un ofrecimiento tal, entonces tendría que estar a la recíproca, porque así se hacían las cosas. Caer en manos de Ritter obligaría a su gobierno a algo, y Voloshin no deseaba, que esto sucediera sin una orden. Además, sería una locura que la CIA mintiera en un caso como ese. Esos prisioneros estaban en un serio aprieto. Únicamente la buena voluntad de la Unión Soviética podía salvarlos, y sólo la perseverancia de esa buena voluntad podía mantenerlos sanos y salvos.
—Me fío de su palabra, señor…
—Ritter, Bob Ritter.
—Ya, Budapest.
Ritter soltó una tímida risita. Bien, después de todo lo que había hecho para ayudar a escapar a su agente, estaba claro que nunca volvería otra vez al campo de acción, al menos no en un puesto de responsabilidad… El ruso le había golpeado en su punto débil.
—Hizo bien en ayudar a escapar a su hombre. Admiro su lealtad. —Después de todo, Voloshin le respetaba por el riesgo que había corrido, algo imposible de ver en el KGB.
—Gracias, general. Y gracias por tomar en consideración mi propuesta. ¿Cuándo puedo llamarle?
—Necesitaré un par de días… Yo le llamaré.
—Cuarenta y ocho horas a partir de ahora. Yo haré la llamada.
—Está bien. Buenos días. —Se dieron la mano como profesionales que eran.
Voloshin volvió junto a su chófer–guardaespaldas y ambos se dirigieron al automóvil. Su paseo había acabado junto al recinto del oso Kodiak, grande, marrón y poderoso. ¿Había sido una casualidad?, se preguntó Ritter.
Durante el camino de regreso al coche, observó que todas las cosas habían sido una especie de casualidad. En virtud de esta operación, Ritter seria nombrado jefe de sección. Tanto si fracasaba la misión de rescate como si no, había negociado una importante concesión con los rusos, y todo gracias a la presencia de ánimo de un hombre más joven que él, Kelly, que había cogido a un valioso rehén. Quería gente como esa en la Agencia, y ahora tenía influencia para introducirlo. Kelly había puesto algunas objeciones en el vuelo de regreso procedente de Hawai. Bueno, necesitaba que lo convencieran un poco. Tenía que trabajar en eso con Jim Greer. Ritter decidió que su próxima misión sería sacar a Kelly de donde estuviese y llevarlo a la CIA.
—¿Conoce bien a la señora O’Toole? —preguntó Ryan.
—Su marido murió —repuso la vecina—. Se fue a Vietnam poco después de que compraran la casa, y allí lo mataron. Era un joven agradable. ¿Es que se ha metido en algún problema?
—No, no, en absoluto —replicó el detective meneando la cabeza—. Sólo he oído cosas buenas de ella.
—Ha sido horrible —prosiguió la dama de avanzada edad. Era la persona perfecta para sonsacar, de unos sesenta y cinco años, una viuda desocupada que compensaba el vacío de su vida curioseando por el vecindario. Tras haberse asegurado de que no iba a perjudicar a nadie, decidió anotar todo lo que sabía.
—¿Qué quiere decir?
—Creo que tenía un huésped, un huésped temporal. Compraba más de lo habitual. Es una chica atractiva y agradable. Qué triste lo de su marido. Necesitaba relacionarse de nuevo, eso lo entiendo. Compraba muchas cosas, alguien venía casi todos los días y se quedaba a pasar la noche.
—¿Y quién era? —preguntó Ryan y bebió un sorbo de té helado.
—Una mujer bajita como yo, pero más gruesa y con los cabellos desaliñados. Conducía un coche grande, un Buick rojo, creo, con una pegatina en el parabrisas…
—Continúe, por favor.
—Yo había salido a cuidar mis rosas, cuando apareció la chica y entonces vi la pegatina.
—¿La chica? —inquirió Ryan inocentemente.
—¡Para la que ella compraba tantas cosas! —exclamó la dama, satisfecha consigo misma por su repentino descubrimiento—. Apuesto a que le compraba ropa. Recuerdo las bolsas de Hecht.
—¿Puede describirme a la chica?
—Joven, diecinueve o veinte años, cabellos oscuros. Pálida; parecía enferma. Se marcharon, ¿cuándo fue eso…? Oh, sí, el día en que me trajeron las rosas nuevas del criadero. El once. La furgoneta llegó muy temprano porque no me gusta el calor y yo estaba ahí fuera trabajando cuando ellas salieron. Saludé a Sandy. Es una chica encantadora. No hablamos mucho, pero cuando lo hacemos ella siempre tiene una palabra agradable. Es enfermera, ya sabe, trabaja en el John Hopkins y…
Ryan acabó el té sin dar muestras de la satisfacción que sentía. Doris Brown había vuelto a su casa de Pittsburgh la tarde del día 11. Sarah Rosen conducía un Buick y sin duda llevaba la pegatina de un aparcamiento en el parabrisas. Sam Rosen, Sarah Rosen.
Sandra O’Toole. Habían tratado a Doris Brown. Y también a Pamela Madden. Y también a John Kelly. Tras meses de frustración, el teniente Emmet Ryan tenía un caso.
—Ahora está allí —dijo la dama, sacándolo de sus pensamientos. Ryan se volvió y vio a una joven atractiva cargando una bolsa de la compra.
—Me pregunto quién era el hombre.
—¿Qué hombre?
—El que estuvo allí la noche pasada. Quizá tiene un novio. Alto, como usted, cabellos oscuros, fuerte.
—¿Qué quiere decir?
—Fuerte, ya sabe, como un jugador de fútbol. Creo que guapo y vi abrazándolo. Precisamente la noche pasada.
«Gracias, Dios mío —pensó Ryan—, por la gente que no ve la televisión».
Kelly eligió un rifle del 22, modelo Savage del 54, la versión ligera del Anschutz. Le costó ciento cincuenta dólares, impuestos incluidos. Casi tanto como un Leupold de largo alcance y el soporte. El rifle era casi demasiado bueno para su propósito, una cacería menor, y poseía una culata de nogal particularmente fina. Kelly no pensaba desperdiciar la lección de aquel oficial mecánico del Ogden.
Lo único malo de la muerte de Eddie Morello fue que supuso la pérdida de una buena cantidad de heroína pura, una donación de seis kilos al armario de la policía. Y eso tenía que ser compensado. Filadelfia estaba hambrienta y sus contactos en Nueva York mostraban un interés creciente, ahora que ya lo habían saboreado.
Tony tenía que conseguir una última remesa en el barco. Luego dejaría ese sistema, pues estaba montando un laboratorio seguro y de más fácil acceso, más en armonía con el éxito creciente del que estaba gozando. Pero hasta que estuviera listo, lo harían una vez más a la vieja usanza. No haría el viaje solo.
—¿Cuándo? —preguntó Burt.
—Esta noche.
—Bastante razonable, jefe. ¿Quién va conmigo?
—Phil y Mike.
Ambos eran nuevos en la organización de Tony, jóvenes, brillantes, ambiciosos. No conocían todavía a Henry, y no formarían parte de su red de distribución local, pero podían manejar las entregas fuera de la ciudad y estaban deseosos de hacer la humilde tarea que era parte de este negocio, la mezcla y el empaquetado. Eran conscientes, y no se equivocaban, de que se trataba de un rito de paso, un punto de partida a través el cual su estatus y sus responsabilidades aumentarían. Tony les garantizó formalidad. Y Henry los aceptó. El y Tony ahora estaban atados por los negocios y por la sangre. Henry había aceptado el consejo de Tony porque ahora confiaba en él. Había reconstruido su red de distribución, había eliminado a sus correos femeninos, que por tanto habían perdido su razón de continuar con vida. Sin embargo, con tres muertes su plan se estaba convirtiendo en algo peligroso. Útil a su operación en la fase de expansión, quizá, pero un riesgo.
Pero cada cosa a su tiempo.
—¿Cuánto? —preguntó Burt.
—Lo suficiente para mantenerte ocupado un rato. —Henry hizo un ademán hacia el frigorífico de las cervezas. Allí no había mucho espacio para cervezas, pero así debía ser. Burt lo llevó hasta el coche sin rechistar. Así se hacían las cosas. Quizá Henry lo nombrara su lugarteniente principal. Era leal, respetuoso y, cuando tenía que serlo, mucho más responsable que Billy o que Rick; y además era un hermano de color. En realidad era divertido: Billy y Rick habían sido necesarios en los comienzos, cuando los principales distribuidores eran siempre blancos, y él los exhibía como un símbolo. Pero el destino había cambiado las cosas.
—Llévate a Xantha contigo.
—Jefe, vamos a estar ocupados —objetó Burt.
—Puedes dejarla allí cuando hayas acabado. —Quizá la mejor manera de acabar con ellas era de una en una.
La paciencia nunca era fácil. Era una virtud que él había aprendido hasta cierto punto y sólo por necesidad. La actividad ayudaba. Colocó el cañón del fusil en el tornillo, estropeando el extremo aun antes de empezar a trabajar en él. Puso la fresadora a alta velocidad y taladró una serie de agujeros a intervalos regulares en el extremo de seis pulgadas del cañón. Una hora después había fijado encima un cilindro de acero y había unido la mira telescópica. El rifle, así modificado, tendría mucha mayor precisión, pensó Kelly.
—¿Ha sido muy duro, papá?
—Once meses de trabajo, Jack —admitió Emmet mientras cenaban. Iba a casa de vez en cuando, lo que a su mujer casi le agradaba.
—¿Es tan terrible? —preguntó su mujer.
—Durante la cena no, querida, ¿eh? —replicó. Emmet consideraba que era mejor mantener esa parte de su vida fuera de su casa. Miró a su hijo y decidió comentar una decisión que el muchacho había tomado hacía poco.
—Marines, ¿eh?
—Bueno, papá, para ahorrar los gastos de los últimos dos años de colegio, ¿no te parece?
Su hijo se preocupaba de cosas así, del coste de la educación de su hermana, todavía en la escuela superior. Y como su padre, Jack anhelaba un poco de aventura antes de ocupar el lugar que la vida le tenía reservado.
—Mi hijo es un cabeza de chorlito —refunfuñó Emmet de buen humor. Pero estaba preocupado. Vietnam no había acabado, y no habría acabado después de la graduación de su hijo. Como la mayoría de los padres de su generación, se preguntaba por qué demonios había arriesgado su vida luchando contra los alemanes, si ahora su hijo tenía que luchar contra una gente de la que él nunca había oído hablar cuando tenía la edad de Jack.
—¿Qué cae del cielo, papá? —preguntó Jack con una sonrisita de colegial, repitiendo una frase habitual de los marines.
La conversación preocupó a Catherine Burke Ryan, que recordó la marcha de Emmet. Había rezado todo el día 6 de junio de 1944, en la iglesia de St. Elizabeth, y muchos días más a pesar de las cartas de Emmet que recibía con regularidad. Recordó la espera. Era consciente también de que aquella conversación preocupaba a Emmet, aunque no del mismo modo que a ella.
«¿Qué cae del cielo? ¡Problemas!», estuvo a punto de replicar el detective a su hijo, porque las divisiones aerotransportadas también eran un cuerpo glorioso, pero consideró que era mejor no mencionarlo.
Todavía no habían dado con Kelly. La Guardia Costera vigilaba la isla en que vivía. Su embarcación no estaba allí. ¿Dónde estaba? De vuelta a las andadas, pensó, si la anciana estaba en lo cierto. ¿Y si estaba fuera? Pero ahora ha vuelto. Los asesinatos se interrumpieron justo después de Farmer–Grayson–Brown. Los de la Guardia Costera recordaban haber visto la embarcación de Kelly por esa época, pero se había marchado en mitad de la noche y había desaparecido. Conexiones. ¿Adónde había ido? ¿Dónde estaba ahora? ¿Qué cae del cielo? Problemas. Era exactamente lo que había sucedido.
Su mujer y su hijo se dieron cuenta. Masticando la comida con los ojos clavados en el vacío, incapaz de apartar sus pensamientos, revisaba el caso una y otra vez. «En realidad no me diferencio tanto de Kelly —pensó el teniente Ryan—. Pertenecí a la gloriosa 101 División Aerotransportada, y aún recuerdo algunos trucos». Emmet se había alistado como soldado raso y acabó con el rango que todavía tenía, el de teniente, grado que consiguió en el campo de batalla en el último año de la guerra. Recordó el orgullo de sentirse algo muy especial, la sensación de invulnerabilidad que extrañamente acompañaba el terror de saltar de un avión, ser el primero en adentrarse en territorio enemigo, en medio de la oscuridad. Los hombres más duros para la misión más dura. Y él había participado. Pero nadie había asesinado a su mujer… ¿Qué habría sucedido si al volver en 1946 alguien le hubiera hecho eso a Catherine?
Nada bueno.
Kelly había salvado a Doris Brown. La había entregado a personas en las que confiaba. Había visto a una de ellas la noche anterior. También había salvado a Pamela Madden, que fue asesinada. Él estuvo en el hospital, y unas semanas después varias personas morían a manos de un experto. Unas semanas después… para imponer el orden. Luego los asesinatos se interrumpieron. ¿Coincidía con la marcha de Kelly?
«Ha vuelto. Algo va a suceder».
No era una hipótesis consistente ante un tribunal. La única evidencia física que tenían era la huella de una suela de zapato normal y corriente, de los que se vendían a centenares cada día. Tenían el móvil. ¿Pero cuántos asesinatos ocurrían todos los años y cuánta gente estaba implicada en ellos? Tenían la oportunidad. ¿Podría explicarlo esta vez ante un tribunal? Nadie podía hacerlo. Cómo le explicas una cosa así a un juez, pensó. Algunos jueces tal vez lo comprenderían, pero no un jurado, no después de oír la brillante defensa de un joven y ambicioso abogado.
El caso estaba resuelto, pensó Ryan. Lo sabía. Pero sólo tenía la seguridad de que algo iba a suceder.
—¿Quién crees que es ese? —preguntó Mike.
—Parece un pescador —observó Burt desde los mandos de la embarcación. Mantuvo el Henry’s Eighth apartado de aquel yate blanco. La puesta del sol estaba cerca. Casi era demasiado tarde para navegar en las agitadas aguas hasta el laboratorio, el cual tenía un aspecto muy diferente por la noche. Burt echó un vistazo al yate. El tipo de la caña de pescar saludó con la mano, gesto que repitió un poco más allá, según observó Burt. Bien. Les esperaba una larga noche. Xantha no ayudaría demasiado; bueno, quizá un poco, cuando hicieran una pausa para comer. Una lástima, la verdad. No era una mala chica, sólo estúpida. Iban sentados en cubierta, a estribor. Ella no tenía idea de lo que iban a hacer. Bien, ese no era asunto suyo.
Burt meneó la cabeza. Había cosas más importantes en que pensar. ¿Cómo iban a sentirse Mike y Phil trabajando a sus órdenes? Burt tenía que ser cortés, desde luego. Sabían perfectamente que, con dinero de por medio, eran necesarios. Se relajó en su asiento y bebió la cerveza mientras escudriñaba en busca de la boya roja.
—Buscad, buscad —susurró Kelly.
Y no resultó difícil. Billy se lo había contado todo. Ellos tenían un escondrijo allí. Normalmente llegaban por un lado de la bahía, por la noche, y habitualmente allí dejaban la embarcación hasta la mañana siguiente. Viraron en la boya roja. Muy difícil de encontrar, y casi imposible por la oscuridad; bueno, si no conocías las aguas. Pero Kelly las conocía. Se movió con paso vacilante hacia el anzuelo sin cebo y cogió sus potentes prismáticos. La embarcación se llamaba Henry’s Eighth. Comprobado. Kelly observó cómo navegaba hacia el sur y luego viraba hacia el este a la altura de la boya roja. Kelly comprobó su mapa. El problema con los lugares tan seguros es que dependen absolutamente del secreto, pues una vez descubiertos se convierten en un riesgo fatal. La gente nunca aprendía. Una entrada, una salida. Bien. Tenía que esperar a la puesta del sol. Mientras lo hacía, Kelly sacó un vaporizador de pintura y dibujó unas manchas verdes en el bote de remos. El interior lo pintó de negro.