XXXI. EL REGRESO DEL CAZADOR

El vuelo no resultó tan descansado para los demás. Greer había logrado enviar unos mensajes antes del despegue, pero él y Ritter estaban muy ocupados. El avión —la Fuerza Aérea se lo había prestado para la misión, sin hacer ningún tipo de preguntas— era un aparato para personalidades, perteneciente a la base aérea de Andrews, que se solía utilizar para trasladar a los miembros del Congreso. Eso significaba que a bordo había una surtida provisión de alcohol y, mientras ellos bebían café puro, a las tazas del ruso añadieron coñac, poco al principio y luego en dosis que el descafeinado no era capaz de atenuar.

Ritter dirigía el interrogatorio. En primer lugar, explicó a Grishanov que no tenían intención de matarle. En efecto, eran de la CIA, y él era un agente especial —un espía, en otras palabras— con mucha experiencia tras el Telón de Acero, o, si lo prefería, trabajaba como un asqueroso espía en la pacífica Europa del Este socialista.

—Pero ese era mi trabajo, como usted, Kolya. —«¿Puedo llamarle Kolya?»— tiene el suyo.

Aunque ya los conocía, le preguntó los nombres de prisioneros americanos, porque los habían encontrado en las voluminosas notas de Grishanov.

—¿Dijo usted que eran sus amigos?

Ritter le dio las gracias por sus esfuerzos por mantenerles con vida, comentando que, al igual que él, todos tenían familias. Le ofreció más café, y el coronel aceptó. Cuando preguntó si volvería a ver a su familia, Ritter le tranquilizó.

—¿Qué cree que somos los americanos? ¿Unos bárbaros? Grishanov tuvo la buena educación de no contestar a la pregunta.

«¡Maldita sea! —pensó Greer—. Pero hay que admitir que Bob sabe lo que está haciendo». No se trataba de valor ni de patriotismo, sino de humanidad. Grishanov era un hombre duro y probablemente un buen piloto. —«¡Lástima que Maxwell y sobre todo Podulski no estuvieran allí!»—, pero después de todo era un hombre, y su buen carácter le perdió. Al igual que ellos, él no quería que muriesen los prisioneros americanos. Este hecho, más su nerviosismo, su sorpresa ante el trato cordial y el coñac, ayudaron a desatar su lengua. Pero lo que más contribuyó fue que Ritter no intentase formular ni una sola pregunta referente a asuntos importantes. «¡Por Dios!, coronel, sé que usted no nos va a revelar ningún secreto, así que no merece la pena preguntarle».

—Fue su hombre el que mató a Vinh, ¿no? —preguntó el ruso, cuando estaban en medio del Pacífico.

—Sí, en efecto. Fue un accidente y… —El ruso le interrumpió con un ademán.

—Perfecto. Era un nekulturny, un sádico bastardo fascista. Él quería matar a esos hombres, asesinarlos —añadió Kolya con la ayuda de seis copas.

—Bien, coronel, esperamos encontrar la manera de evitarlo.

—Neurocirugía Oeste —dijo la enfermera.

—Por favor, con Sandra O’Toole.

—Un momento. ¿Sandy? —La enfermera de la recepción tendió el auricular a la enfermera jefe.

—Diga.

—Señorita O’Toole, soy Barbara… del despacho del contraalmirante Greer. Hablamos hace un tiempo.

—Sí, lo recuerdo.

—El contraalmirante me ha pedido que le informe que John se encuentra bien y viene de regreso. —Sandy se volvió para que nadie pudiese ver sus lágrimas de alivio. Por lo menos estaba vivo.

—¿Sabe cuándo llega?

—Quizá mañana.

—Gracias.

Colgó.

«Bueno, es algo, quizá mucho». Se preguntó qué sería de él cuando llegara, pero por lo menos regresaba vivo, algo que Tim no había conseguido.

El brusco aterrizaje en Hickem —el piloto estaba cansado— despertó a Kelly de golpe. Un sargento de la Fuerza Aérea le sacudió suavemente por si acaso, mientras el avión rodaba hasta uno de los extremos de la base para repostar combustible y hacer la revisión. Kelly aprovechó para bajar y estirar las piernas. Hacía calor, pero no como el opresivo calor de Vietnam. Esto era tierra americana, y aquí las cosas eran diferentes…

Por supuesto que lo eran.

«Sólo una vez más, la última —pensó—. Sí. Voy a sacar a esas muchachas de allí, como lo hice con Doris. No será muy difícil. La próxima vez cogeré a Bert y hablaremos un rato. Le soltaré cuando haya acabado con él. No puedo salvar a todo el mundo, pero… puedo salvar a algunas personas. ¡Lo juro!».

Buscó un teléfono en la sala de espera, e hizo una llamada.

—¿Diga? —preguntó una voz soñolienta, a ocho mil kilómetros de distancia.

—Sandy, soy John —dijo con una sonrisa. Aunque aquellos prisioneros no podían regresar a sus casas todavía, él si estaba regresando a casa, y por eso daba las gracias.

—¡John! ¿Dónde estás?

—¿Me creerías si te digo que en Hawai?

—¿Te encuentras bien?

—Un poco cansado, pero no me han hecho ningún agujero —dijo. Oír a Sandy le llenaba de gozo, pero su alegría no duró mucho.

—John, tenemos problemas.

El sargento de la recepción vio demudarse la expresión de Kelly, que volvió la cabeza.

—Bueno, tiene que haber sido Doris —dijo Kelly—. Sólo tú y los doctores me conocéis, y…

—Nosotros no hemos hablado con nadie —aseguró Sandy.

—De acuerdo, pero llama a Doris, por favor, y… ten cuidado…

—¿Quieres que advierta a Doris?

—¿Puedes hacerlo?

—Sí.

Kelly se relajó un poco. Luego, prosiguió:

—Llegaré dentro de… nueve o diez horas. ¿Estarás en el hospital?

—Tengo el día libre.

—Bien. Te veré dentro de poco. Adiós.

—¡John! —exclamó ella con apremio.

—¿Qué?

—Me gustaría… quiero decir… —Se interrumpió.

Kelly volvió a sonreír, y dijo:

—Hablaremos de ello cuando esté en casa, cariño.

Quizá no sólo estaba regresando a casa, sino a algo más. Kelly hizo un rápido inventario de sus acciones. Todavía conservaba la pistola y otras armas escondidas en el barco. La ropa que había llevado en cada trabajo —zapatos, calcetines, traje, incluso la ropa interior— había ido a parar a un vertedero. Siempre había tenido cuidado de no dejar ninguna pista. Era posible que la policía quisiera hablar con él, pero él no tenía por qué hablar con ellos. Lo decía la Constitución, pensó Kelly mientras regresaba al avión.

La tripulación se acostó en unas literas situadas en la parte trasera de la cabina del piloto, mientras la tripulación de relevo encendía los motores. Kelly se sentó junto a los agentes de la CIA. El ruso roncaba feliz y ruidosamente.

—Va a tener una resaca espantosa —dijo Ritter, sonriendo.

—¿Qué le han dado?

—Empezó con coñac de primera calidad y terminó con un brandy de California. El brandy te deja fatal al día siguiente —dijo Ritter con tono cansado, mientras el KC–135 empezaba a rodar. Ahora que el prisionero no estaba en condiciones de contestar preguntas, él se había servido un martini.

—¿Qué ha averiguado? —preguntó Kelly.

Ritter se lo contó. De hecho, el campo de internamiento había sido establecido para poder negociar con los rusos, pero al parecer los vietnamitas no habían sabido sacarle partido y ahora pensaban eliminarlo junto con todos sus prisioneros.

—¿Quiere decir por culpa de la misión? ¡Dios mío!

—Correcto. Pero descuide, Clark, tenemos al ruso y podemos utilizarle para negociar —dijo Ritter con una sonrisa despiadada—. Me gusta cómo trabaja usted.

—¿Qué quiere decir?

—Al capturar al ruso, usted demostró una iniciativa digna de elogio. Y la manera en que suspendió la misión, demuestra que tiene buen juicio.

—Mire, no lo hice… o sea, no pude…

—Usted no se equivocó, cualquier persona sensata en su lugar lo hubiera hecho. Usted tomó una decisión rápida, la más correcta. ¿Le interesaría trabajar para su país? —preguntó Ritter con una sonrisa un tanto alcohólica.

Sandy despertó a las seis y media, muy tarde para su costumbre. Recogió el periódico, puso la cafetera al fuego y decidió limitar su desayuno a unas tostadas. No dejaba de mirar el reloj de la cocina, preguntándose cuál sería la mejor hora para llamar a Pittsburgh.

En portada venía un artículo sobre un tiroteo relacionado con la droga. Un policía se había visto obligado a disparar contra un traficante. ¡Bien hecho!, pensó Sandy. Hablaban de un alijo de seis kilos de heroína de «alta pureza», una cantidad importante. Se preguntó si se trataba de la misma banda que… no, el jefe de esa red era un hombre negro, según le había dicho Doris. De todas formas, uno menos sobre la faz de la tierra. Volvió a mirar el reloj. Todavía era demasiado temprano para llamar. Se dirigió al salón y encendió el televisor. Hacía un día caluroso y húmedo. Se había acostado muy tarde la noche anterior y, después de la llamada telefónica de John, le había costado volver a dormir. Intentó seguir el Today Show y no se dio cuenta de que sus ojos empezaban a cerrarse…

Eran más de las diez cuando los volvió a abrir. Enfadada consigo misma, sacudió la cabeza para despertarse y luego fue a la cocina. El número de Doris estaba escrito en un papel pegado a la pared, al lado del teléfono. Marcó, dejó sonar el teléfono diez veces, pero nadie lo cogió. «¡Maldita sea!». ¿Habría salido de compras? ¿O habría ido a ver a la doctora Bryant? Dejó pasar una hora y volvió a llamar. Mientras tanto, pensó en lo que le iba a decir. ¿Estaba cometiendo un delito? ¿Obstruyendo la acción de la justicia? ¿Hasta qué punto estaba mezclada en este asunto? Ayudó a salvar a la chica de una muerte segura, y ahora no podía mantenerse al margen. Sólo tenía que advertirle que no comprometiese a las personas que le habían ayudado, que tuviera mucho cuidado.

El reverendo llegó tarde. Le había entretenido una llamada en la vicaría, pues, dada su profesión, no podía excusarse con que iba a llegar tarde a una cita. Mientras buscaba aparcamiento, observó que la furgoneta de una floristería subía la cuesta y desaparecía por la derecha. Él estacionó su coche en el espacio que había ocupado la furgoneta, a dos o tres puertas de la de los Brown. Estaba un tanto preocupado. Tenía que persuadir a Doris de que hablase con Peter, pensó mientras cerraba su coche. Su hijo le había asegurado que le darían protección y que serían muy discretos. Ahora sólo restaba convencer a una joven muy asustada y a su padre, cuyo amor por ella había superado las pruebas más difíciles. Se había ocupado de problemas más delicados anteriormente, se dijo el pastor. Como evitar algunos divorcios, por ejemplo. La negociación de un tratado entre naciones no debía de ser más difícil que salvar un matrimonio inestable.

El camino hacia el porche principal le pareció más empinado que de costumbre, y se agarró a la barandilla mientras subía los desconchados peldaños de hormigón. Había varios botes de pintura en el suelo, junto a la puerta principal. Quizá Raymond pensaba pintar la casa, ahora que volvía a tener una familia. Era una buena señal, pensó el pastor Meyer al tiempo que pulsaba el timbre. El Ford de Raymond estaba aparcado fuera. Sabía que estaban en casa, pero nadie acudió a abrir. Quizá estuviese vistiéndose o en el cuarto de baño, como sucedía a menudo, colocando a todos en una situación enojosa. Esperó unos minutos con el ceño fruncido e insistió con el timbre. Tardó en darse cuenta de que la puerta no estaba cerrada. «Tú eres un pastor —se dijo—, no un ladrón». Con cautela, abrió la puerta y asomó la cabeza.

—¡Hola! ¿Raymond?… ¿Doris? —llamó, lo suficientemente fuerte para que le pudiesen oír en cualquier lugar de la casa. El televisor estaba encendido, emitiendo algún necio concurso—. ¿Hay alguien en casa?

Era muy extraño. Entró en la casa, un tanto desazonado, preguntándose qué ocurría. Había un cigarrillo encendido en un cenicero, casi consumido, y el humo que ascendía verticalmente era un claro signo de que algo iba mal. Un ciudadano corriente se habría marchado, pero el reverendo Meyer no era un hombre corriente. Vio una caja de rosas de largo tallo sobre la alfombra. Las rosas no se dejaban tiradas por el suelo. De repente, recordó su época de capellán castrense, lo dolorosa pero edificante que había sido la tarea de atender espiritualmente a hombres que afrontaban la muerte. Le pareció extraño que ese recuerdo volviese con tanta claridad y su corazón empezó a latir aceleradamente. Meyer atravesó con sigilo el salón, prestando atención. Tampoco había nadie en la cocina, pero encima del fogón hervía un cazo con agua y había tazas y sobres de té encima de la mesa. La puerta que conducía al sótano también estaba abierta, y la luz encendida. Ya no podía echarse atrás. Empezó a bajar las escaleras. A mitad de camino vio sus piernas.

Padre e hija yacían sobre el suelo de hormigón, y la sangre que brotaba de las heridas de sus cabezas formaba un único charco sobre la superficie irregular. El horror le sobrecogió. Se quedó boquiabierto y luchó por recuperar la respiración, mientras contemplaba a aquellos dos feligreses cuyo funeral tendría que oficiar dos días más tarde. Estaban cogidos de la mano. Habían muerto juntos, pero el consuelo de que esa desdichada familia se había reunido de nuevo en el seno de Dios no acallaba el grito de indignación contra los asesinos. Bajó los últimos peldaños, se hincó de rodillas y tocó las manos enlazadas, rogando a Dios que tuviese piedad de sus almas. De eso estaba seguro. Puede que Doris hubiera perdido su vida, pero no su alma, pensó Meyer, y su padre había vuelto a ganar su amor. Eso explicaría a sus feligreses cuando oficiara los funerales, y nadie dudaría de que ambos habían alcanzado la salvación. Era hora de llamar a su hijo.

La furgoneta robada fue abandonada en el aparcamiento de un supermercado. Los dos hombres que se apearon de ella entraron en el supermercado y salieron por la puerta trasera del establecimiento, donde habían aparcado su coche. Después se dirigieron al sur y tomaron la autopista de peaje de Pennsylvania. En seis horas llegarían a Filadelfia. Quizá un poco más, pensó el conductor, pues no quería que les detuviera la policía. Ambos hombres eran diez mil dólares más ricos. Ignoraban el motivo, y tampoco querían saberlo.

—¡Diga!

—¿Señor Brown?

—No. ¿Quién llama?

—Me llamo Sandy. ¿Se encuentra allí el señor Brown?

—¿Es usted conocida de la familia Brown?

—¿Quién es usted? —preguntó Sandy, alarmada, mirando fijamente a través de la ventana de la cocina.

—Soy el sargento Peter Meyer, de la policía de Pittsburgh. ¿Quién es usted?

—Soy la persona que llevó a Doris a casa… ¿Qué ocurre?

—¿Su nombre?

—¿Se encuentran bien?

—Han muerto. Al parecer, asesinados —contestó Meyer de manera prosaica—. Necesito saber su nombre y…

Sandy colgó el auricular antes de escuchar nada más. Si seguía al teléfono, se vería obligada a contestar más preguntas. Le temblaban las piernas y se sentó en una silla. Tenía los ojos abiertos como platos. No era posible, se dijo a sí misma. ¿Cómo la habían encontrado? ¿Acaso se había puesto en contacto con ellos…? No, imposible, pensó la enfermera.

—¿Por qué? —se preguntó en voz alta—. ¿Por qué? ¿Por qué?

Ella no podía hacer daño a nadie… bueno, sí podía… pero ¿cómo la habían encontrado? Se habían infiltrado en la policía. Recordó las palabras de John. Él tenía razón.

Pero esa era una cuestión secundaria.

—¡Maldita sea! ¡Nosotros la salvamos! —gritó Sandy.

Recordó cada minuto de aquella primera semana casi en vela, y luego el júbilo ante la mejoría de Doris, la satisfacción profesional ante el trabajo bien hecho, y la alegría en el rostro del padre al recuperarla. Todo para nada. Una pérdida de tiempo.

No.

Estaba equivocada. Esa era su misión en la vida, curar a los enfermos, y eso había hecho. Estaba orgullosa de su éxito. No había sido tiempo perdido, sino tiempo robado. Un tiempo robado y dos vidas robadas. Rompió a llorar. Se dirigió al cuarto de baño de la planta baja y se miró en el espejo. Vio unos ojos que nunca había visto, y entonces comprendió la verdad.

La enfermedad era un dragón contra el que luchaba durante cuarenta horas a la semana. Sandra O’Toole, una enfermera brillante que colaboraba con los cirujanos de su unidad, luchaba con esos dragones a su manera, con las armas de su profesionalidad, su amabilidad, y su inteligencia, y sus triunfos eran más numerosos que sus derrotas. Y sus armas mejoraban. Cada año había nuevos adelantos y, aunque el progreso nunca avanzara lo suficiente, nunca se detenía, y quizá ella viviría lo suficiente para ver morir definitivamente al último dragón de su unidad. Era una esperanza que compartía con el profesor Rosen.

Pero existía otro tipo de dragones. A algunos no se los podía matar con bondad, medicamentos y cuidados profesionales. Ella solía derrotar a este último, pero había sido otro el que había matado a Doris. Y para vencerlo se necesitaba una espada. En las manos de un guerrero, una espada era un instrumento, necesario si querías matar a esa clase de dragones. Quizá era un instrumento que ella no podría utilizar, pero sin embargo era necesario. Alguien tenía que esgrimir esa espada. John no era un hombre malo, sino realista. Ella luchaba contra sus dragones, y él contra los suyos, pero era la misma lucha. Se había equivocado al juzgarle. Ahora lo comprendía, al descubrir en sus ojos el mismo sentimiento que había visto en los de Kelly meses atrás: una cólera terrible que se trocaba en férrea determinación.

—Ha sido un fracaso —dijo Hicks, tendiéndole una cerveza.

—¿Qué ha sucedido, Wally? —preguntó Peter Henderson.

—La misión fue un desastre. La suspendieron justo a tiempo. Pero no hubo bajas, ¡gracias a Dios! En este momento están de regreso a casa.

—¡Estupendo, Wally! —exclamó Henderson. No quería que muriese nadie más, lo único que deseaba era poner fin a aquella maldita guerra, al igual que Wally—. Lo siento por esos hombres del campo de internamiento, pero no se puede tener todo. ¿Qué ocurrió exactamente?

—No lo sé todavía. ¿Quieres que lo averigüe?

Peter asintió y dijo:

—Sí, pero sé discreto. Cuando la CIA mete la pata, el Comité de Inteligencia suele pedir explicaciones. Yo puedo sonsacarles la información, pero tú debes tener cuidado.

—Descuida. Estoy aprendiendo a manejar a Roger. —Hicks encendió el primer porro de la noche, para disgusto de su invitado.

—Si sigues así perderás tu acreditación para asuntos confidenciales.

—¿De veras? En ese caso tendría que trabajar con mi padre y embolsarme unos cuantos millones en Wall Street, ¿te parece?

—Wally, ¿quieres cambiar el sistema o prefieres dejar que los demás lo mantengan tal y como está?

Hicks asintió con la cabeza y contestó:

—Supongo que tienes razón.

Como llevaba el viento de cola, el KC–135 pudo completar su viaje desde Hawai sin tener que hacer escala para repostar, y el aterrizaje fue suave. Sorprendentemente, el ciclo de sueño de Kelly ya había vuelto a la normalidad. Eran las cinco de la tarde y en seis o siete horas estaría listo para volver a dormir.

—¿Puedo disponer de un par de días libres?

—Vamos a necesitarle en Quantico para informar con detalle sobre lo sucedido —contestó Ritter, entumecido y cansado después de un largo vuelo.

—Bien, sólo quería saber si estaba bajo custodia o algo parecido. Le estaría muy agradecido si alguien me llevara a Baltimore.

—Haré lo que pueda —dijo Greer mientras el avión se detenía.

Dos hombres de la CIA subieron las escaleras de desembarque, antes incluso de que se abriese la puerta. Ritter despertó al ruso.

—¡Bienvenido a Washington!

—¿Me llevarán a mi embajada? —preguntó con optimismo. Ritter estuvo a punto de echarse a reír, y le contestó:

—Todavía no. Sin embargo, le llevaremos a un lugar muy confortable.

Grishanov estaba demasiado cansado para oponer objeciones y se limitó a quejarse del dolor de cabeza. Acompañado por los agentes de la CIA, bajó las escaleras y subió a un coche que aguardaba. Partieron inmediatamente hacia un piso franco, cerca de Winchester, Virginia.

—Gracias por intentarlo, John —dijo el vicealmirante Maxwell, estrechando la mano de Kelly.

—Disculpe por lo que le dije antes —dijo Cas, tendiéndole la mano también—. Usted tenía razón.

Otro coche les esperaba en la pista, y Kelly les contempló bajar del avión y subir al vehículo.

—¿Qué les va a suceder? —preguntó a Greer.

James, que precedía a Kelly escaleras abajo, se encogió de hombros. Su respuesta llegó ensordecida por el ruido de los aviones.

—Dutch estaba a punto de conseguir el mando de una flota y quizá el puesto de comandante de Operaciones Navales. No creo que obtenga ninguno de los dos. La operación fue idea suya, y fracasó. Eso acabará con su carrera.

—No es justo —dijo Kelly.

Greer se volvió y asintió.

—No, no lo es, pero así son las cosas.

Había otro coche esperando a Greer. Ordenó al conductor que les llevara al cuartel de la Fuerza Aérea, donde pidió un coche para llevar a Kelly a Baltimore.

—Descanse y llámeme cuando esté preparado. Lo que le propuso Bob va en serio. Piénselo bien.

—Sí, señor —respondió Kelly, antes de subir al sedán azul de la Fuerza Aérea.

La vida estaba llena de sorpresas, pensó Kelly. Al cabo de cinco minutos, el sargento enfiló la Interestatal. Apenas veinticuatro horas antes, estaba a bordo de un barco, cerca de la bahía de Subic. Treinta y seis horas antes se hallaba en un país enemigo, y ahora estaba aquí, en el asiento trasero de un coche del gobierno, y el único peligro al que estaba expuesto eran los demás conductores; al menos de momento. Volvía a estar rodeado de cosas familiares, como las señales verdes de la autopista que veía desfilar mientras el coche avanzaba entre el tráfico de la hora punta. Volvía a la normalidad, cuando tres días antes todo le resultaba extraño y hostil. Lo que más le sorprendía era la facilidad con que se había adaptado a los cambios.

El conductor guardaba silencio, salvo para pedir alguna indicación, pero debía estar preguntándose quién era ese hombre que acababa de llegar en un vuelo especial. Quizá estuviese tan acostumbrado a ese tipo de encargo que ya no sentía la menor curiosidad, reflexionó Kelly, mientras el coche enfilaba Loch Raven Boulevard.

—Gracias por el viaje —dijo Kelly.

—Ha sido un placer, señor.

El coche se marchó y Kelly caminó hasta su apartamento, divertido al comprobar que se había llevado las llaves a Vietnam. ¿Sabrían sus llaves que habían estado tan lejos? Cinco minutos más tarde, estaba bajo la ducha, la quintaesencia del modo de vida americano, cambiando de una realidad a otra. Al cabo de otros cinco minutos, vestido con unos pantalones y camisa de manga corta, salió de nuevo y se dirigió hacia su Scout aparcado a una manzana de su casa. Diez minutos más tarde se detenía cerca del chalé de Sandy. Alguien le esperaba a su regreso, por primera vez.

—¡John!

No se esperaba el abrazo, y menos aún las lágrimas de sus ojos.

—Tranquilízate, Sandy. Estoy bien. No tengo ni un solo rasguño. —Tardó en captar la desesperación que había en su abrazo. Ella apoyó el rostro contra su pecho y empezó a sollozar. Kelly comprendió que no lloraba por él—. ¿Qué sucede?

—Han matado a Doris.

El tiempo volvió a detenerse. Pareció estallar en mil pedazos. Kelly sintió un dolor profundo, cerró los ojos y volvió a estar en la colina que dominaba el campo SENDER GREEN, observando la llegada de las tropas norvietnamitas; volvió a estar en la cama del hospital, mirando una fotografía; volvió a estar delante de un pueblo desconocido, escuchando los gritos de los niños. Había regresado a casa para encontrarse con lo mismo que había dejado. No, eso no era cierto. Había vuelto a algo que nunca había dejado atrás, porque le seguía a todas partes. Nunca había logrado librarse de ello, porque en realidad nunca había acabado.

Y ahora se añadía un elemento nuevo: aquella mujer que le abrazaba, compartiendo ambos el mismo dolor.

—¿Qué ocurrió, Sandy?

—La curamos, John, y la llevamos a su casa. Esta mañana la llamé como me pediste, pero contestó un policía. Ella y su padre, asesinados.

—No digas más.

La condujo al sofá y la ayudó a sentarse, después se sentó junto a ella. Quería que se calmara un poco, pero Sandy se aferró a él y dio rienda suelta a los sentimientos que había mantenido encerrados para no comprometer su seguridad. Kelly apoyó la cabeza de Sandy sobre su hombro y le preguntó:

—¿Y Sam y Sarah?

—Aún no les he dicho nada. —Miró al otro extremo de la habitación con la mirada vacía. Luego volvió a su papel de enfermera y preguntó—: ¿Cómo te encuentras?

—Un poco cansado por el viaje. —Entonces sintió necesidad de contárselo, y prosiguió—: Fue un desastre. La misión fracasó. Siguen en Vietnam del Norte.

—No entiendo.

—Intentábamos liberar a un grupo de prisioneros de guerra norteamericanos, pero la suerte no nos acompañó. —Hubo un silencio y, en voz queda, añadió—: Otro fracaso.

—¿Era peligroso?

—Sí, Sandy, desde luego que lo era, pero aquí me tienes. Sandy cambió de tema bruscamente:

—Doris me dijo que había otras muchachas con ella, que siguen en poder de esos malvados.

—Ya lo sé. Billy me lo dijo. Intentaré sacarlas de allí. —Kelly notó que ella no reaccionaba al oír el nombre de Billy.

—No cambiará nada… sacándolas de allí, quiero decir. No cambiará nada, salvo que…

—Lo sé. —Eso era lo que le perseguía, pensó Kelly. Sólo había una manera de detenerlo. Huyendo jamás lograría alejarse de aquello. Tenía que darse la vuelta y hacerle frente.

—Bien, Henry, nuestro pequeño problema está resuelto desde esta mañana —dijo Piaggi—. Un trabajo limpio.

—Espero que no hayan dejado…

—Cálmate, Henry, eran dos profesionales. Hicieron su trabajo y ahora están a cientos de kilómetros del lugar. No dejaron ningún rastro, salvo los dos cuerpos —aseguró Tony a su socio. El mensaje telefónico había sido muy claro. Había sido un trabajo fácil, puesto que ninguna de las víctimas sospechaba nada.

—Así pues, asunto concluido —observó Tucker con satisfacción. Sacó del bolsillo un sobre abultado y se lo entregó a Piaggi, que, como buen socio, había adelantado el dinero.

—Con Eddie fuera de circulación y el único testigo bajo tierra, las cosas deben volver a la normalidad.

«Son los veinte mil dólares mejor empleados de mi vida», pensó Henry.

—Otra cosa, Henry, ¿qué hacemos con las otras chicas? —preguntó Piaggi con mordacidad—. Ahora tienes un negocio de verdad. Podría ser peligroso tener a ese tipo de personas dentro de la organización. Encárgate de ellas, ¿de acuerdo?

—Les dispararon en la cabeza, por detrás, con un revólver calibre 22 —informó el detective de Pittsburgh por teléfono—. Hemos registrado la casa pero no hemos encontrado nada. Ni la caja de flores ni la furgoneta nos han dado ninguna pista. Quizá robaron la furgoneta la noche anterior, o esa misma mañana, no estamos seguros. La floristería tiene ocho vehículos como ese. La encontramos incluso antes de que denunciaran el robo. Tienen que ser profesionales. Es un trabajo demasiado limpio para ser obra de un aficionado local. Nuestros informadores no saben nada. Probablemente se marcharon de la ciudad. Dos personas vieron la furgoneta. Una mujer vio a dos hombres dirigirse hacia la puerta de la casa. Pensó que eran empleados de la floristería. Estaba en el otro lado de la calle, a bastante distancia, y no pudo darnos una descripción de los individuos. Ni siquiera recuerda si eran blancos o negros.

Ryan y Douglas, que estaban escuchando esta conversación desde otro teléfono, cruzaron una mirada. Por el tono de voz sabían de qué iba. Era el tipo de caso que los policías odian y temen: sin móvil aparente, sin testigos, sin pruebas útiles. Sin un punto de partida y una dirección que seguir. La investigación de rutina resultaría tan previsible como inútil. Interrogarían a los vecinos, pero era un barrio de obreros, así que cuando sucedió la mayoría estaría fuera, trabajando. La gente suele fijarse en lo que se sale de lo normal y la furgoneta de una floristería no atrajo la curiosidad de nadie. El crimen perfecto no era algo imposible, un secreto conocido dentro de la fraternidad de los detectives y ocultado por un sinfín de novelas policíacas que presentaban a los policías como héroes sobrehumanos, algo que ellos nunca habían pretendido, ni siquiera cuando bromeaban entre copa y copa. Quizá resolverían el caso algún día. Tal vez detendrían a uno de ellos por otra cosa, y confesaría ese crimen. También podía ocurrir, aunque era menos probable, que esos dos se jactaran del asunto delante de un informador de la policía, pero en cualquier caso requeriría tiempo. Mientras tanto, las escasas pistas desaparecerían para siempre. Era la parte más frustrante del trabajo de detective. Habían muerto dos personas inocentes, y no había nadie para vengar sus muertes. Luego habría nuevos casos, y la policía abandonaría la investigación de este para ocuparse de los más recientes; de vez en cuando alguien abriría el expediente para echarle un vistazo y luego lo devolvería al cajón de los casos sin resolver, donde engordaría a base de los informes periódicos que certificaban que no había nada nuevo.

Para Ryan y Douglas era aún peor. Se reabría la posibilidad de un vínculo con los dos casos sin resolver. Todos se sentirían afectados por la muerte de los Brown. Tenían amigos, vecinos y, por lo visto, un buen pastor. Les echarían de menos. Pero los expedientes que llenaban la mesa de Ryan eran sobre personas por las que sólo se preocupaba la policía, lo que en cierto modo hacía que todo fuera aún más triste, porque no había nadie para llorar la muerte de esas personas, excepto la policía, a la que pagaban para hacerlo. Que aparentemente se tratara de otro asesinato de una serie, sólo empeoraba las cosas, porque desconocían la relación que los vinculaba. Sin embargo, Ryan sabía que este asesinato no era obra del hombre invisible.

—Detective Meyer —preguntó Ryan—, ¿cómo estaba el cuerpo de Doris?

—¿Qué quiere decir?

Le pareció una pregunta absurda incluso antes de formularla, pero su interlocutor al otro lado de la línea la entendería, así que insistió:

—¿Cómo estaba físicamente?

—Mañana le hacen la autopsia, teniente. Estaba correctamente vestida, limpia y bien peinada. Tenía un aspecto presentable. —«Salvo por los agujeros de su cabeza», pensó Meyer.

Douglas adivinó los pensamientos de Ryan y asintió con la cabeza. «Alguien se ocupó de su recuperación». Ya tenían un punto de partida para la investigación.

—Le agradecería me enviase cualquier cosa que pueda servir de ayuda. Podemos ayudarnos mutuamente —aseguró Ryan.

—Descuide, pero no vemos muchos casos como este. No me gusta nada —dijo el detective.

Sin duda era un lugar seguro. Situada en medio de una finca de cuarenta hectáreas de tierras onduladas, en las colinas de Virginia, la mansión disponía de una cuadra con doce caballos de carreras. La escritura de la casa figuraba a nombre de una persona real, pero el propietario vivía en otra casa en la localidad, y alquilaba esta a la CIA a través de una compañía ficticia, porque había servido en las Fuerzas Especiales y no le pagaban nada mal. Desde fuera parecía una casa normal, pero una inspección detallada revelaba que los marcos de las ventanas y las puertas eran de acero y los cristales, más gruesos de lo normal y sellados. Estaba tan protegida contra los asaltos y los intentos de fuga como una prisión de máxima seguridad, pero era bastante más agradable.

Grishanov encontró ropa para cambiarse y cosas para afeitarse, que no podía utilizar para lesionarse. El espejo del cuarto de baño era de metal, y el vaso, de papel. El matrimonio que se ocupaba de la casa hablaba un ruso aceptable, e intentaba mostrarse simpático en la medida de lo posible. Conocían la identidad de su nuevo invitado y estaban acostumbrados a tener como huéspedes a los desertores políticos, aunque todos sus invitados estaban «protegidos» por un equipo de cuatro guardias que custodiaban el interior de la casa y dos en el exterior.

Como ocurría a veces, el huésped estaba desorientado por el cambio horario, factor que, junto con la inquietud, incentivaba su locuacidad. Se sorprendieron cuando les ordenaron que limitaran su conversación a temas banales. La señora de la casa preparó el desayuno, la mejor comida para alguien con desfase horario, y su marido se enzarzó en una discusión sobre Pushkin, para descubrir con agrado que Grishanov era, como la mayoría de rusos, un devoto de la poesía. El guardia se apoyó contra el marco de la puerta.

—Son cosas que hay que hacer, Sandy…

—John, te comprendo —dijo ella en voz baja. Ambos se sorprendieron de la fuerza y la determinación de su voz—. Antes no alcanzaba a entenderlo, pero ahora sí.

—Cuando estaba allí —dijo sin poder creer que sólo habían pasado tres días desde entonces— pensaba mucho en ti. Quiero darte las gracias.

—¿Por qué?

Kelly dirigió la mirada hacia la mesa de la cocina, y prosiguió:

—Es difícil de explicar. Me asustan las cosas que hago. Me ayuda mucho tener a alguien en quien pensar. Perdóname, no quería decir… —Kelly se detuvo. En efecto, sí quería decirlo. Cuando uno está solo, deja vagar la imaginación, y él había meditado mucho.

Sandy le cogió la mano, sonrió amablemente y dijo:

—Antes me dabas miedo.

—¿Por qué? —preguntó él, sorprendido.

—Por las cosas que haces.

—Nunca te haría daño a ti —dijo con la mirada baja. Saber que Sandy había llegado a temerle le hizo sentir miserable.

—Ya lo sé.

Sin embargo, Kelly sintió la necesidad de explicarse. Quería que le entendiese, sin darse cuenta de que ya lo hacía. ¿Cómo podía expresarse? Era verdad que había matado, pero siempre había tenido una razón para hacerlo. ¿Cómo había llegado a convertirse en lo que era? La instrucción recibida durante aquellos duros meses en Coronado tenía algo que ver, tanto el tiempo como el esfuerzo empleado en aprender a reaccionar instintivamente, y, lo más peligroso, a ser paciente. Al mismo tiempo, también había aprendido a ver las cosas desde otro punto de vista. Después había entendido por qué, a veces, era necesario matar. Junto con su nueva manera de ver las cosas, había interiorizado un código de conducta bastante diferente de los valores que su padre le había transmitido. Sus acciones solían tener una finalidad, normalmente asignada por otros, pero su mente poseía suficiente agilidad para tomar sus propias decisiones, para aplicar su código en un contexto distinto, sin desvirtuarlo. Producto de diversos factores, muchas veces se preguntaba a sí mismo quién era. Alguien tenía que hacer el trabajo sucio, y a menudo él era el mejor preparado para ello.

—John, eres demasiado bueno. Te pareces a mí.

Kelly levantó la mirada.

—Perdemos a muchos pacientes en nuestra unidad, casi todos los días, y no lo soporto. Odio estar presente cuando una vida se apaga. No soporto ver llorar a los familiares y saber que no podemos evitarlo. Lo hacemos lo mejor posible. El profesor Rosen es un cirujano maravilloso, pero no siempre ganamos, y yo no soporto la derrota. Con Doris ganamos, John, pero ha muerto, y no por causa de una enfermedad o de un maldito accidente de tráfico. Alguien lo hizo a propósito. Ella era una de mis pacientes, y alguien la ha matado. A ella y a su padre. Así que te entiendo, ¿de acuerdo? Te entiendo de verdad.

«¡Dios mío, es cierto, me entiende… mejor que yo a mí mismo!».

—Todos los que tuvisteis relación con Pam y Doris estáis en peligro.

Sandy asintió.

—Probablemente tienes razón. Ella nos habló de Henry. Sé qué clase de persona es. Te contaré lo que nos dijo.

—¿Sabes lo que haré con esa información?

—Sí, John, lo sé. Por favor, ten cuidado. —Hizo una pausa y añadió—: Quiero que vuelvas.