Era evidente que algo había salido mal. Los dos helicópteros de rescate aterrizaron sobre la cubierta del Ogden sólo una hora después de haber despegado. Los tripulantes bajaron uno de los aparatos al hangar y mientras repostaron el combustible del otro, pilotado por un hombre de mucha experiencia. El capitán Albie saltó del aparato y corrió hacia la superestructura, donde le esperaba el equipo de operaciones. Sabía que el Ogden y sus escoltas navegaban velozmente hacia la costa. Los marines, decepcionados, cabizbajos y en silencio, descargaban sus armas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Albie.
—Clark suspendió la operación. Sólo sabemos que ha tenido que abandonar la colina porque se acercaban tropas. Intentaremos sacarle de allí. ¿Adónde cree usted que ha ido? —preguntó Maxwell.
—Buscará un sitio donde pueda rescatarle el helicóptero. Vamos a echar un vistazo al mapa.
Si hubiese tenido tiempo de reflexionar, Kelly podría haber meditado sobre los repentinos cambios de la situación. Pero no tenía tiempo. Sobrevivir era la tarea primordial y la única que importaba. No era precisamente aburrida, y esperaba que no requiriese mucho esfuerzo. No había suficientes soldados en el campo para detener un ataque, y tampoco, de momento, para patrullar adecuadamente la zona. Si preveían una operación como la de Song Tay, se mantendrían agrupados en el campo y dispondrían equipos de vigilancia en las cimas de las colinas. La cima de la colina de la Serpiente estaba a unos quinientos metros detrás de él. Kelly redujo la velocidad de su descenso y recuperó el resuello; se había quedado sin aliento más por miedo que por esfuerzo, aunque las dos causas influían en su cansancio. Encontró una cima de menor altura y descansó en la vertiente opuesta. Mientras estaba inmóvil oyó voces detrás de él, pero ningún movimiento. Por suerte había elegido una buena táctica. Probablemente irían llegando más tropas, pero para entonces estaría lejos.
«Si lograran entrar con los helicópteros».
Era un pensamiento esperanzador.
«He estado en peores situaciones que esta». Estaba preparado para desafiar el reto.
Pero ¿cuándo? No podía ser pesimista.
Lo único que podía hacer era poner distancia entre él y las tropas vietnamitas. Después tendría que encontrar un lugar adecuado para que aterrizase un helicóptero y prepararse para salir de ese infierno. No podía sucumbir al pánico, pero tampoco perder el tiempo. Con el alba llegaría más tropas y, si su comandante era competente, quizá comprobaría si había alguna avanzadilla enemiga en la zona. Si no lograba salir antes del amanecer, disminuirían sus posibilidades de escapar de allí. Tenía que moverse, encontrar un lugar adecuado y contactar por radio para que mandasen un helicóptero. Tenía que escapar, y sólo quedaban cuatro horas para el alba. El helicóptero tardaría treinta minutos en llegar. Así que disponía de dos o tres horas para encontrar un sitio y hacer la llamada. No parecía difícil. Conocía la zona de SENDER CREEN por las fotografías de reconocimiento. Kelly se tomó varios minutos para echar un vistazo a los alrededores y orientarse. El camino más rápido hacia un lugar despejado requería cruzar una curva de la carretera. Era un riesgo, pero merecía la pena. Volvió a ordenar su equipo, colocando más a mano los cargadores. Kelly temía que le capturasen y le pusieran en manos de alguien tan poco compasivo como los bastardos de PLASTIC FLOWER. Antes prefería la muerte. No se entregaría sin resistirse. Bien, ya había tomado una decisión.
—¿Debemos ponernos en contacto con él? —preguntó Maxwell.
—No, ahora no —replicó el capitán Albie, sacudiendo la cabeza—. Él nos llamará. Clark debe de estar ocupado en este momento. Dejémosle en paz.
Irvin entró en el centro de información y combate, y preguntó:
—¿Qué hay de Clark?
—Está en avanzada —contestó Albie.
—¿Quiere que vaya con algunos hombres en el helicóptero de rescate? —Daba por sentado que le iban a rescatar. A los marines no les agrada abandonar a los compañeros.
—Déjemelo a mí, Irvin —dijo Albie.
—Es mejor que usted dirija la operación de rescate, señor —dijo Irvin con sensatez.
Maxwell, Podulski y Greer se mantuvieron fuera de la conversación, observando y escuchando a los dos expertos profesionales. El jefe de los marines dio finalmente la razón a su veterano suboficial.
—Coja los hombres que necesite. —Albie se volvió hacia Maxwell—. Señor, quiero que el helicóptero de rescate despegue ahora mismo.
El vicealmirante entregó sus auriculares a un oficial de marines de veintiocho años; y con ellos el mando tácito de la fracasada operación, lo que significaba, también, el final de la extensa carrera de Dutch Maxwell.
Sentía menos miedo cuando corría. A Kelly el movimiento le proporcionaba control sobre su vida. Era una ilusión y su mente lo sabía, pero su cuerpo lo vivía así, y eso facilitaba las cosas. Llegó al pie de la colina, donde el follaje era más denso. Allí estaba. Justo al otro lado de la carretera había un lugar despejado, un prado o algo así, quizá una llanura anteriormente inundada por el río. Bien, ese lugar le serviría perfectamente. Sacó la radio. —Serpiente llamando a Grillo, cambio—. Grillo al habla. Le recibimos y estamos preparados.
—Al oeste de mi colina, al otro lado de la carretera. Un prado a unos dos kilómetros al oeste del objetivo. Estoy cerca. Espero el helicóptero. Tengo luz de señalización —dijo con voz entrecortada.
Albie examinó el mapa y las fotografías aéreas. No parecía presentar ningún problema. Señaló el lugar en el mapa y el oficial de control aéreo transmitió la información inmediatamente. Albie esperó la confirmación antes de volver a llamar a Clark.
—Roger. ¡Recibido! El helicóptero de rescate va de camino. Salió a las dos horas cero minutos.
—¡Recibido! —Albie pudo percibir el tono de alivio de Clark a pesar de las interferencias—. Estoy listo. Fuera.
«¡Gracias a Dios!».
Kelly empezó a moverse más despacio y con mayor sigilo hacia la carretera. Su segundo viaje a Vietnam del Norte no iba a durar tanto como el primero. Esta vez no tendría que escapar a nado, ni corría el riesgo de coger una infección en las aguas del condenado río a causa de las heridas de los disparos que recibió al entrar. Se relajó un poco pero la tensión no llegó a disiparse del todo. Como si se hubiese convenido, volvió la lluvia, amortiguando el ruido y reduciendo la visibilidad. Kelly la recibió agradecido. Después de todo, quizá Dios, o quien fuese, hubiese decidido no maldecirle. Se detuvo de nuevo, a diez metros de la carretera, y miró alrededor. Nada. Se concedió unos minutos de descanso para reducir la tensión. No tenía mucho sentido apresurarse por salir a campo abierto. Aferraba fuertemente el fusil, el osito de peluche del soldado de infantería, y respiraba honda y pausadamente con el propósito de reducir sus pulsaciones. Cuando comprobó que el pulso volvía a la normalidad, se preparó para cruzar la carretera.
«¡Qué carreteras más desastrosas!», pensó Grishanov. Incluso peores que las de Rusia. Cosa rara, el coche era francés. Y lo más extraño: funcionaba bastante bien, salvo por el conductor. El mayor Vinh debería haber cogido el volante. Puesto que era oficial probablemente sabía conducir, pero como fanático del rango tenía que dejar que lo hiciese su subordinado, un pequeño palurdo que sólo sabía conducir yuntas de bueyes. El coche patinaba en el fango, y la lluvia entorpecía la visibilidad. Sentado en el asiento trasero, Grishanov aferró su mochila y cerró los ojos. Era mejor no mirar. Como volar con mal tiempo, pensó. A ningún piloto le gusta, y menos aún que otra persona lleve los mandos.
Esperó antes de cruzar la carretera, atento al ruido de cualquier vehículo, el mayor peligro en ese momento. Pero no oyó nada. ¡Perfecto! El helicóptero llegaría en cinco minutos. Kelly se enderezó y extrajo de su mochila la luz de señalización. Cruzó la carretera sin dejar de mirar a la izquierda, la dirección por la que vendrían los camiones con tropas para prestar apoyo a la defensa del campo. «¡Maldita sea!».
El exceso de concentración nunca le había jugado una mala pasada, pero esta vez fue así. El ruido del coche que se acercaba, chapoteando sobre la superficie fangosa de la carretera, apenas se distinguía de los demás sonidos, y lo advirtió demasiado tarde. Cuando el vehículo tomó la curva, él estaba justo en medio de la carretera, paralizado por los faros como un venado, y plenamente visible para el conductor. Lo que sucedió a continuación fue una reacción automática.
Kelly levantó su fusil y disparó una ráfaga corta contra el lado del conductor. El coche no viró en seguida, así que disparó contra el otro lado. El vehículo perdió el control y chocó contra un árbol. Todo pasó en unos breves segundos. Kelly volvió a sentir latir su corazón después de un aterrador intervalo. Corrió hacia el coche. ¿A quién habría matado?
El cuerpo del conductor descansaba encima del capó, con dos balas en la cabeza. Kelly abrió la puerta del pasajero. ¡El mayor! Presentaba también impactos de bala en la cabeza, pero los disparos se habían desviado un poco y tenía el cráneo abierto por el lado derecho; su cuerpo aún temblaba. Kelly sacó el cuerpo del coche, y cuando se arrodilló para registrarlo oyó un gemido en el interior del vehículo. Allí había otro hombre… ¡Un ruso! En el suelo, en la parte trasera. Kelly le sacó de allí. El hombre aferraba una mochila.
Lo que siguió fue tan automático como los disparos. Le dio un culatazo en la cabeza y luego registró el uniforme del mayor, buscando material de espionaje. Metió toda la documentación en sus bolsillos. El vietnamita le miraba con el único ojo que conservaba.
—La vida es una mierda, ¿verdad que sí? —dijo Kelly fríamente, mientras el ojo perdía su animación—. ¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó Kelly, volviendo al cuerpo del ruso. —Tú eres el maldito cabrón que ha estado maltratando a los nuestros, ¿no?—. Se arrodilló, abrió la mochila y extrajo un montón de papeles que le dieron la respuesta, ya que el coronel soviético no estaba en condiciones de hacerlo.
«Piensa rápidamente, John, el helicóptero llegará dentro de muy poco».
—Veo la luz de señalización —dijo el copiloto.
—¡Vamos allá! —dijo el piloto, poniendo el Sikorski a toda potencia.
Cuando estaba a ciento cincuenta metros del claro, tiró de la palanca de mando, con el morro levantado a cuarenta y cinco grados. El aparato se detuvo y se equilibró a escasos metros de la luz de señalización. El helicóptero de rescate quedó suspendido a un metro del suelo, zarandeado por el viento. El piloto se esforzaba con denuedo por mantener estable el aparato y tardó un tiempo en reaccionar ante lo que veía. Observó que la perturbación producida por los rotores había derribado al hombre que tenía que sacar de allí, pero…
—¿He visto a dos personas allí fuera? —preguntó por el intercomunicador.
—¡Larguémonos de aquí! —gritó una voz por el sistema de intercomunicación—. ¡Hombre a bordo! ¡Vámonos de aquí!
—¡Ahora mismo! —El piloto tiró de la palanca de mando, pisó el pedal del timón, bajó el morro del aparato, y lo dirigió de regreso al río, acelerando cada vez más. «¿No tenía que recoger a una sola persona?». Mejor no hacer preguntas. Su misión era pilotar, y le quedaban cuarenta y cinco kilómetros tortuosos hasta llegar al mar y la seguridad.
—¿Quién coño es este? —preguntó Irvin.
—¡Un autoestopista! —gritó Kelly por encima del ruido de los motores.
Sacudió la cabeza. Las explicaciones serían largas, y tendrían que esperar. Irvin comprendió, y le ofreció su cantimplora. Kelly la vació. Entonces empezó a temblar, delante de la tripulación del helicóptero y cinco marines. Kelly temblaba como si estuviese en el Artico, abrazándose, acurrucado y con los brazos rodeando las rodillas, sin soltar su fusil, hasta que Irvin se lo quitó y lo descargó. El sargento de artillería vio que lo había utilizado. Más tarde se enteraría de por qué y contra quién. Los artilleros de las puertas recorrían con la mirada el valle del río, mientras el helicóptero volaba a gran velocidad y a apenas treinta metros de la superficie. Contra sus pronósticos, el viaje de vuelta transcurrió sin incidentes. ¿Qué había fallado? La respuesta la tenía el hombre que acababan de recoger. Pero ¿quién diablos era el otro? Llevaba uniforme ruso. Dos marines le vigilaban. Le habían atado las manos y habían abrochado las correas de su mochila.
—Aquí Rescate Uno, vamos de regreso. Tenemos a bordo a Serpiente. Cambio.
—Rescate Uno, aquí Grillo. Mensaje recibido. Cambio y fuera. —Albie levantó los ojos—. Lo hemos conseguido.
Podulski había encajado muy mal el fracaso, peor que los demás. BOXWOOD GREEN había sido idea suya. El éxito hubiera cambiado muchas cosas. Quizá hubiese abierto las puertas a CERTAIN CORNET y cambiado el curso de la guerra… y la muerte de su hijo no hubiese sido en vano. Levantó los ojos y miró a los demás. Estuvo a punto de pedirles que lo intentaran de nuevo, pero guardó silencio: habían fracasado. Era un concepto amargo y una realidad aún más amarga para una persona que había servido a su país adoptivo durante casi treinta años.
—¿Mal día? —preguntó Frank Allen.
El teniente Mark Charon estaba sorprendentemente animado para ser una persona que acababa de matar a alguien y de pasar por un riguroso interrogatorio.
—¡Pobre imbécil! No tenía que terminar así —dijo Charon—. Supongo que no le atraía la idea de ir a vivir a Falls Road —añadió el teniente de la brigada de narcóticos, haciendo referencia al penal del estado de Maryland. Ubicado en el centro de Baltimore, el edificio tenía un aspecto tan tenebroso que los reclusos le llamaban el castillo de Frankenstein.
Allen no tenía mucho que contar. El procedimiento para este tipo de incidente era sencillo. Charon estaría de permiso administrativo durante diez días, mientras el departamento se aseguraba de que el incidente no hubiese violado ninguna norma. En esencia consistía en unas vacaciones pagadas de dos semanas, salvo en el caso de que Charon tuviese que acudir a nuevos interrogatorios, cosa poco probable puesto que varios policías habían participado en los hechos, y uno de ellos lo había presenciado todo a sólo seis metros de distancia.
—Soy yo quien lleva el caso, Mark —dijo Allen—. He repasado los datos preliminares. Parece que todo saldrá bien. ¿Hizo alguna cosa que pudo haberlo asustado?
Charon negó con la cabeza, y contestó:
—No. No grité, ni le dije nada hasta que intentó sacar su arma. Intenté tranquilizarle, le pedí que se calmase, pero él hizo todo lo contrario. Eddie Morello murió por tonto —afirmó el teniente, disfrutando de saber que decía la verdad.
—Bueno, no voy a lamentar la muerte de un traficante. Ha sido un buen día para todos, Mark.
—¿Cómo está Frank? —Charon se sentó y cogió un cigarrillo.
—Hoy he recibido una llamada de Pittsburgh. Parece que hay un testigo del asesinato de las chicas en el caso que llevan Em y Tom.
—¿De veras? Es una buena noticia. ¿Qué sabemos de él?
—Al parecer, es una muchacha que presenció los asesinatos de Madden y Waters. Ha hablado con su pastor acerca del asunto, y él está intentando convencerla de que se lo cuente a la policía.
—¡Fantástico! —afirmó Charon, disimulando su malestar al igual que había hecho con su júbilo después de realizar con éxito su primer asesinato por encargo. Otro cabo suelto. Con suerte, este sería el último.
El helicóptero aterrizó suavemente en la cubierta del Ogden. Tan pronto tocó suelo, los hombres bajaron a cubierta. Unos marineros lo fijaron con cadenas. En primer lugar salieron los marines, aliviados de encontrarse a salvo pero decepcionados por los resultados de la noche. Habían regresado al barco casi a la misma hora en que tenían planeado volver con sus compañeros rescatados, y habían esperado con ansiedad ese momento, como un equipo de fútbol que saborea la victoria por anticipado. Pero todo había acabado. Habían perdido, y aún no sabían por qué.
Irvin y otro soldado bajaron un cuerpo y luego descendió Kelly, para sorpresa de los altos oficiales allí reunidos: ¡conque efectivamente había visto dos cuerpos en el claro! Se sentía satisfecho de haber llevado a cabo otra misión de rescate, más o menos con éxito, en Vietnam del Norte.
—¿Quién diablos es ese? —preguntó Maxwell, mientras la nave empezaba a virar hacia el este.
—Caballeros, creo que sería mejor llevarle dentro y aislarle en seguida —dijo Ritter.
—Está inconsciente, señor.
—Entonces llame también a un médico —ordenó Ritter.
Eligieron uno de los alojamientos para tropas. A Kelly le permitieron lavarse la cara, pero nada más. Un médico examinó al ruso y comprobó que estaba aturdido pero sano, sin indicios de conmoción cerebral. Dos marines le vigilaban de cerca.
—Cuatro camiones —dijo Kelly—. Llegaron de pronto. Un pelotón de refuerzo… probablemente con armas pesadas. Se presentaron allí cuando el equipo de asalto estaba de camino, y empezaron a cavar zanjas… Eran cincuenta hombres, más o menos. Así pues, tuve que suspender la operación.
Greer y Ritter se miraron mutuamente. No era una coincidencia.
Kelly miró a Maxwell y dijo:
—Lo siento, señor. —Hizo una pausa—. No era posible llevar a cabo la misión con éxito. Tuve que dejar la colina porque estaban patrullándola. Quiero decir, incluso si hubiésemos podido encargarnos de ellos…
—Disponíamos de helicópteros de ataque, ¿recuerdan? —gruñó Podulski.
—Ya está bien, Cas —previno James Greer.
Kelly miró fijamente al vicealmirante antes de responder a la acusación, y finalmente dijo:
—Señor, las posibilidades de éxito eran nulas. Ustedes me encargaron vigilar el objetivo a fin de hacerlo con la máxima seguridad, ¿no es así? Con más tropas quizá pudiésemos haberlo llevado a cabo… el equipo de Song Tay podía haberlo hecho. Habría sido un poco sangriento, pero tenían la potencia de fuego suficiente para atacar el objetivo de frente.
—Volvió a sacudir la cabeza. —De esta manera no.
—¿Está seguro? —preguntó Maxwell.
Kelly asintió y dijo:
—Sí, señor. Totalmente seguro.
—Gracias, señor Clark —dijo el capitán Albie en voz baja, sabiendo que decía la verdad.
Kelly se limitó a permanecer sentado, todavía tenso a causa de los acontecimientos de esa noche.
—De acuerdo —dijo Ritter, después de un momento de silencio—. ¿Quién es nuestro invitado, señor Clark?
—Metí la pata —admitió Kelly, tras explicarles cómo le había pillado el coche—. Maté al conductor y al comandante del campo… creo que era el comandante. Llevaba estos papeles encima. —Kelly sacó los documentos de sus bolsillos y los entregó—. El ruso llevaba más papeles. Supuse que no sería una buena idea dejarle allí. Creí que podía serles útil.
—Estos documentos están escritos en ruso —afirmó Irvin.
—Démelos —ordenó Ritter—. Sé algo de ruso.
—Necesitamos a alguien que hable vietnamita.
—Yo tengo un hombre —dijo Albie—. Irvin, llame al sargento Chalmers.
—Sí, capitán.
Ritter y Greer se sentaron ante una mesa.
—¡Dios mío! —exclamó el agente de la CIA, echando un vistazo a los apuntes—. Este hombre lo sabe todo… ¿Quién es ese Rokossovski? ¿Es el tipo de Hanoi? Aquí está el resumen…
El sargento Chalmers, un especialista en espionaje, estudió los documentos del mayor Vinh. Los demás esperaron pacientemente a que los dos hombres terminaran su lectura.
—¿Dónde estoy? —preguntó Grishanov en ruso. Hizo un gesto para quitarse la venda de los ojos, pero comprobó que no podía mover las manos.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó una voz en el mismo idioma.
—El coche chocó contra algo. —Hizo una pausa—. ¿Dónde estoy?
—Está a bordo del Ogden, de la marina norteamericana, coronel —dijo Ritter en inglés.
El cuerpo del ruso, atado a una litera, se puso rígido, y el prisionero repuso, en ruso, que no hablaba inglés.
—Entonces, ¿por qué ha escrito algunos de sus apuntes en inglés? —preguntó Ritter con tono razonable.
—Soy un oficial soviético. No tiene derecho a…
—Tenemos el mismo derecho que usted, que interrogó a prisioneros de guerra americanos y conspiró para matarlos, camarada coronel.
—¿Qué quiere decir?
—Su amigo el mayor Vinh está muerto, pero tenemos sus informes. Supongo que ya había terminado de interrogar a nuestra gente, ¿me equivoco?, y el ejército de Vietnam del Norte estaba buscando una forma discreta de eliminarlos. ¿Me quiere decir que no sabía nada acerca de eso?
La palabrota que Ritter escuchó era especialmente desagradable, pero aún le sorprendió más que la voz expresara auténtica sorpresa. Aquel hombre estaba demasiado herido para disimular. Levantó los ojos y miró a Greer.
—Tengo que terminar de leer los documentos. ¿Quiere hacerle compañía a nuestro invitado?
La única cosa buena que le ocurrió a Kelly esa noche fue descubrir que el capitán Franks conservaba la botella de whisky. Al terminar la sesión de información, la encontró en su camarote y se sirvió tres medidas generosas. Después de liberar la tensión sufrida durante la noche, el agotamiento físico se apoderó de él. El alcohol hizo el resto y Kelly cayó encima de su litera sin siquiera ducharse.
Se decidió que el Ogden debía seguir su rumbo previsto, navegando a veinte nudos hacia la base naval de la bahía de Subic. El barco recuperó la tranquilidad. La tripulación, tras la excitación ante la expectativa de una misión importante y dramática, estaba abatida por su fracaso. Las guardias se sucedían y todo volvía a ser como antes, pero en los comedores sólo se oía el ruido de las bandejas y los cubiertos de metal, sin los chistes y las anécdotas de costumbre. Los del equipo sanitario eran los más deprimidos. Sin nadie de quien ocuparse y nada que hacer, se limitaban a deambular de un lado a otro. Antes del mediodía partieron los helicópteros Cobra hacia Danang, y los de rescate al portaaviones. Los operadores de la sala de inteligencia electrónica volvieron a sus deberes rutinarios, a registrar las frecuencias en busca de mensajes, de un nuevo objetivo que sustituyese al otro.
Kelly no esperó hasta las seis de la tarde. Después de ducharse, bajó en busca de los marines. Les debía una explicación, pensó. Alguien tenía que dársela. Los encontró en el mismo lugar. La maqueta estaba todavía en la mesa.
—Estuve justo aquí —dijo.
—¿Cuántos enemigos había?
—Cuatro camiones. Llegaron por carretera y se detuvieron delante del campo —explicó Kelly—. Cavaron zanjas para instalar armas pesadas aquí y aquí, y enviaron patrullas a mi colina. Antes de marcharme, vi a los soldados dirigirse hacia allí.
—¡Vaya! —dijo uno de los jefes de pelotón—. Justo por donde íbamos a pasar nosotros.
—Sí —confirmó Kelly—. Bueno, así ocurrió.
—¿Cómo sabían que tenían que enviar refuerzos? —preguntó un cabo.
—Ese no es mi trabajo.
—Gracias, serpiente —volvió a decir el jefe de pelotón, apartando la mirada de la maqueta que pronto sería arrojada al mar—. Qué mala suerte, ¿no?
Kelly asintió y dijo:
—Lo siento, amigo. Lo siento mucho.
—Señor Clark, mi mujer espera un niño para dentro de dos meses. Si no fuese por usted… —El marine le tendió la mano por encima de la maqueta.
Kelly se la estrechó y dijo:
—Gracias, señor…
—¿Señor Clark? —Un marinero asomó la cabeza por la puerta—. Los almirantes le buscan. Están en la cámara de oficiales, señor.
—El doctor Rosen al habla —dijo Sam.
—Hola, doctor, soy el sargento Douglas.
—¿En qué puedo servirle?
—Estamos intentando localizar a su amigo John Kelly. Su teléfono no contesta. ¿Tiene alguna idea de dónde puedo encontrarle?
—No le he visto en mucho tiempo —contestó el cirujano con cautela.
—¿Sabe de alguien que le haya visto?
—Lo preguntaré. ¿Qué ocurre? —Estaba seguro de que era una pregunta comprometida, pero tenía curiosidad.
—Yo… no puedo decírselo, doctor. Espero que lo comprenda.
—Entiendo. Preguntaré. ¿De acuerdo?
—¿Se encuentra mejor? —preguntó Ritter.
—Más o menos —contestó Kelly—. ¿Qué hay del ruso?
—Clark, puede que haya hecho usted algo útil. —Ritter señaló una mesa sobre la que había más de diez pilas de documentos.
—Piensan matar a los prisioneros —dijo Greer.
—¿Quiénes? ¿Los rusos?
—No, los vietnamitas. Los rusos quieren mantenerles con vida. El tipo que usted recogió intentaba llevarles a Rusia —dijo Ritter, cogiendo un folio de uno de los montones—. Aquí tengo el borrador de su carta, en la cual intenta justificar esa decisión a sus superiores.
—¿Y eso es bueno o malo?
Los ruidos que llegaban del exterior eran diferentes, pensó Zacharias. Ahora parecía haber más gente. Las voces que oía eran más rotundas, pero ignoraba la razón de ese repentino cambio. Era el primer día, en un mes, que Grishanov no le visitaba ni siquiera unos minutos. Ahora sentía la soledad aún más que antes, y su única compañía era el doloroso recuerdo de que había dado a la Unión Soviética un curso avanzado de defensa aérea continental. No quería hacerlo, no sabía lo que hacía. Sin embargo, eso no le servía de consuelo. El ruso le había engañado, y el coronel Robin Zacharias lo había desembuchado todo, encandilado por las muestras de bondad y solidaridad de un ateo… y por el alcohol. La estupidez y el pecado, una apropiada combinación de debilidades humanas, y él era culpable de ambas cosas.
Su vergüenza era tan grande que ni siquiera le quedaban lágrimas. Estaba desconsolado, sentado en el suelo de su celda, mirando fijamente el basto y sucio hormigón bajo sus pies descalzos. Había violado el juramento de lealtad a su país y a su Dios, se dijo Zacharias. En ese momento un guardia introdujo la cena por debajo de la puerta: sopa aguada de calabaza y arroz agusanado. Zacharias no se movió para cogerlo.
Grishanov sabía que era hombre muerto. Nunca le dejarían marchar. Ni siquiera podían admitir que le tenían en su poder. Él desaparecería, como tantos rusos desaparecidos en Vietnam; algunos en emplazamientos de misiles SAM, y otros mientras desempeñaban algún trabajo para esos pequeños bastardos desagradecidos. ¿Por qué le daban de comer tan bien? Tenía que ser un buque de guerra grande; era la primera vez que el coronel estaba en alta mar. Aunque la comida fuese buena, le costaba retenerla en el estómago, pero se juró conservar un mínimo de dignidad y no sucumbir al mareo y al miedo. Era un buen piloto de caza y había tenido que afrontar la muerte en más de una ocasión, normalmente a los mandos de un avión con problemas. Recordó haber pensado en lo que dirían a su mujer Marina. ¿Qué harían esta vez? ¿Enviarle una carta? ¿Se harían cargo sus compañeros de su familia? ¿Le concederían una pensión digna?
—¿Me está tomando el pelo?
—Señor Clark, el mundo puede ser un lugar muy extraño a veces. ¿Cree usted que les caen bien a los rusos?
—Les dan armas y les entrenan, ¿no?
Ritter apagó el cigarrillo y contestó:
—Nosotros también lo hacemos en muchos lugares del mundo. No siempre son buena gente, pero no tenemos más remedio que trabajar con ellos. Lo mismo pasa con los rusos, tal vez no tanto, pero bastante parecido. De todas formas, ese Grishanov estaba haciendo un esfuerzo considerable para mantener vivos a nuestros hombres. —Ritter cogió otro folio del montón—. Aquí tengo una solicitud, pidiendo mejor comida… y hasta un médico.
—Entonces, ¿qué hacemos con él? —preguntó Podulski.
—Eso, caballeros, es nuestro problema —contestó Ritter mirando a Greer, que asintió con la cabeza.
—Un momento —objetó Kelly—. Les estaba interrogando.
—¿Y qué? —dijo Ritter—. Ese era su trabajo.
—Nos estamos alejando del asunto —dijo Maxwell.
James Greer se sirvió una taza de café y dijo:
—Yo lo sé. Tenemos que actuar con rapidez.
—Y por último… —Ritter señaló una traducción del mensaje vietnamita—, sabemos que alguien nos traicionó. Vamos a encontrar a ese bastardo.
Kelly no estaba lo suficientemente despierto todavía para seguir la conversación, y menos aún para darse cuenta de que se había convertido en uno de los personajes principales del asunto.
—¿Dónde está John?
Sandy O’Toole levantó la mirada de los papeles en los que estaba trabajando. Le quedaba poco para terminar su turno y la pregunta del profesor Rosen reavivaba una preocupación que ella había logrado reprimir durante más de una semana.
—Fuera del país. ¿Por qué?
—Me ha llamado la policía. Le están buscando.
«¡Dios mío, no!».
—¿Por qué?
—No me lo han dicho. —Rosen miró alrededor. Estaban a solas en la sala de enfermeras—. Sandy, sé lo que ha hecho… quiero decir que creo que lo sé, pero no estoy…
—Yo tampoco lo sé con certeza —confirmó Sandy—. ¿Qué podemos hacer?
Rosen hizo una mueca y apartó la mirada antes de responder:
—Como buenos ciudadanos, debemos colaborar con la policía. Pero no lo estamos haciendo. ¿Sabe dónde podría estar?
—Me lo dijo, pero es confidencial. Está trabajando para el gobierno en… —No terminó, no podía articular la palabra—. Me dejó un número de teléfono. No lo he utilizado.
—Yo lo haría —dijo Sam, y se marchó.
No era justo. Él estaba fuera, cumpliendo un deber peligroso e importante —tenía que ser importante—, y al regresar se vería involucrado en una investigación policial. A la enfermera O’Toole le parecía que eso era el colmo de la injusticia. Pero se equivocaba.
—¿Está en Pittsburgh?
—Eso es lo que me dijo —confirmó Henry.
—Por cierto, es fantástico tener un hombre dentro, trabajando para usted. Muy profesional —dijo Piaggi.
—Me dijo que teníamos que encargarnos de ella lo antes posible. Todavía no ha hablado.
—¿Ella lo vio todo? —Piaggi no tuvo que añadir que eso no le parecía en absoluto profesional—. Tener a la gente a raya es una cosa, Henry, pero convertirlos en testigos es otra.
—Tony, me ocuparé del asunto, pero primero tenemos que solucionar el problema de la chica lo antes posible, ¿me entiende? —A Henry Tucker le parecía que sólo le quedaban unos metros para cruzar la línea de meta, tras la cual le esperaban la seguridad y la prosperidad. Si cinco personas más tenían que morir para que él pudiese cruzarla le traía sin cuidado, después de lo que le había costado llegar hasta ahí. —Prosiga.
—Se apellida Brown. Su nombre es Doris. Su padre se llama Raymond.
—¿Está seguro?
—Las muchachas hablan entre ellas. Tengo también su dirección. Usted tiene contactos. Tenemos que utilizarlos cuanto antes. Piaggi anotó la información, y dijo:
—De acuerdo. Nuestros amigos de Filadelfia pueden hacerse cargo del asunto. No será barato, Henry.
—No esperaba que lo fuese.
La cubierta de vuelo del Ogden parecía vacía. Los cuatro helicópteros asignados a la misión se habían marchado, y la cubierta volvía a ser la plaza del pueblo del buque. El barco navegaba bajo un cielo despejado, cuajado de estrellas a las que se unió, a primera hora de la madrugada, la fina hoz de la luna menguante. No había por allí ningún marinero. Aquellos que permanecían despiertos a esa hora, estaban de servicio, pero para Kelly y los marines el ciclo del día y la noche se había desfasado, y las paredes de acero gris de sus alojamientos les confinaban demasiado para poder pensar con claridad. La estela del barco adquiría un curioso tono verde luminoso a causa del fotoplancton que levantaban sus hélices tras de sí. En popa, media docena de hombres contemplaban la estela en silencio.
—Podría haber sido mucho peor. —Kelly se volvió. Era Irvin.
—Y podría haber sido mucho mejor, sargento.
—Esos soldados no aparecieron por casualidad, ¿eh?
—No creo que deba hablar de ello. ¿Eso contesta a su pregunta?
—Sí, señor. Y Jesús dijo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen».
—¿Y qué pasa si lo saben?
Irvin gruñó, y respondió:
—Creo que usted sabe muy bien lo que estoy pensando. Fuese quien fuese, nos podían haber matado a todos.
—Sabe, sargento, por una vez en mi vida me gustaría acabar algo con éxito —dijo Kelly.
—Sí. —Irvin hizo una pausa corta antes de seguir—. ¿Por qué querría alguien hacer algo semejante?
Una forma surgió de la oscuridad. La elegante silueta del Newport News se perdió a doscientos metros navegando sin luces como una presencia espectral. El último de los grandes cruceros de la Armada, una criatura de otra época, regresaba a la base, después del fracaso que compartían Kelly e Irvin.
—Siete–uno–tres–uno —dijo una voz femenina.
—Quisiera hablar con el almirante James Greer, por favor —dijo Sandy a la secretaria.
—No se encuentra aquí en este momento.
—¿Sabe cuándo volverá?
—No lo sé, lo siento.
—Es imprescindible que hable con él.
—¿Le importaría decirme su nombre?
—¿Adónde estoy llamando?
—Esto es el despacho del contraalmirante Greer.
—Quisiera saber si hablo con el Pentágono.
—¿No lo sabe?
Sandy no lo sabía, y esa pregunta la desconcertó.
—Por favor, necesito su ayuda.
—¿Quién llama, por favor?
—¡Necesito saber con qué lugar hablo!
—No se lo puedo decir —respondió la secretaria, dispuesta a no comprometer la seguridad nacional de Estados Unidos.
—¿Estoy hablando con el Pentágono?
Bueno, eso sí se lo podía decir.
—No, esto no es el Pentágono.
«Pero ¿adónde estoy llamando?», se preguntó Sandy. Respiró hondo y dijo:
—Un amigo mío me dio este número para que pudiese tener noticias suyas. Está con el almirante Greer. Me dijo que yo podía llamar a este número para saber si estaba bien.
—No entiendo nada.
—¡Mire, sé que está en Vietnam!
—Señorita, no puedo hablar del paradero del contraalmirante Greer.
¿Alguien había violado la confidencialidad? No tendría más remedio que presentar un informe sobre el asunto.
—¡No tiene nada que ver con él, sólo quiero tener noticias de John! —«Tranquilízate. Si te pones nerviosa no vas a conseguir nada», pensó.
—¿Quién es John? —preguntó la secretaria. Sandy volvió a respirar a fondo.
Tragó saliva, y dijo:
—Quisiera dejar un mensaje para el almirante Greer. Dígale que ha llamado Sandy. Se trata de John. Él lo entenderá. ¿De acuerdo? El sabe de lo que se trata. Esto es muy importante. —Le dio los números de teléfono de su casa y del trabajo.
—Haré lo que pueda. Adiós. —La secretaria colgó.
Sandy estaba a punto de gritar. Así que el almirante también había ido. Bueno, eso significaba que estaría cerca de John. La secretaria le daría el mensaje. A esa clase de personas, si le decías que era muy importante, no se les ocurría pensar otra cosa. Era mejor conservar la calma. De todas formas, la policía tampoco podría encontrarle mientras estuviera allí. Pero durante el resto del día y el siguiente, los segundos se le hicieron horas.
Al principio de la tarde, el Ogden entró en la base naval de la bahía de Subic. En la humedad aplastante de los trópicos, la maniobra de atracar el barco parecía durar una eternidad. Finalmente, los marineros lanzaron los cabos al muelle y arrimaron una pasarela al costado del barco. Un civil subió corriendo, incluso antes de que la acabasen de asegurar. Un poco más tarde, los marines desembarcaron y subieron a un autobús que les llevaría a Cubi Point. La tripulación les observó partir, tras intercambiar algunos apretones de manos. Todos deseaban tener un buen recuerdo del viaje, pero no encontraban las palabras adecuadas para la despedida. El C–141 les esperaba para llevarles a casa. El señor Clark, como observaron algunos, no estaba entre ellos.
—John, parece que una amiga suya está muy preocupada por usted —dijo Greer, entregándole el mensaje. Era la parte más amable de los que había llevado de Manila un joven agente de la CIA. Kelly lo leyó, mientras los tres almirantes echaban un vistazo a los otros.
—¿Tengo tiempo para llamarla, señor? Está preocupada por mí.
—¿Le dejó usted el número de teléfono de mi despacho? —Greer estaba un tanto molesto.
—Su marido murió sirviendo con el Primero de Caballería, señor. Se preocupa mucho —explicó Kelly.
—De acuerdo.
—Greer se olvidó de sus propios problemas por un momento. —Le diré a Barbara que la llame para decirle que está bien.
Los partes que habían llegado con el agente de la CIA eran menos agradables. Tanto Maxwell como Podulski recibieron órdenes de volver a Washington lo antes posible para informar sobre el fracaso de BOXWOOD CREEN. Ritter y Greer tenían órdenes similares, aunque estos tenían un triunfo en la mano. Un KC–135 les esperaba en la base aérea de Clark y, por lo tanto, estarían de vuelta antes que los otros dos. La mejor noticia por el momento tenía relación con el desfase horario. El vuelo de regreso a la Costa Este de América lo ajustaría de nuevo.
El coronel Grishanov se reunió con los almirantes. Llevaba ropa prestada por el capitán —los dos hombres eran de la misma talla aproximadamente— e iba escoltado por Maxwell y Podulski. Kolya sabía que, en una base naval americana situada en un país aliado, las posibilidades de escapar eran nulas. Ritter le hablaba en voz baja, en ruso, mientras los seis hombres bajaban la pasarela hacia los coches que aguardaban. Diez minutos más tarde subieron a un C–12 Beechcraft de doble hélice, de la Fuerza Aérea americana. Al cabo de media hora, el avión rodaba por la pista al lado de un reactor Boeing, y despegó. No había pasado ni una hora desde que desembarcaron del Ogden. Kelly encontró un asiento cómodo y, después de abrocharse el cinturón, se quedó dormido incluso antes de que el avión despegara. Le habían dicho que harían escala en Hickam, Hawai, pero no pensaba estar despierto para verlo.