XXIX. EL ÚLTIMO EN SALIR

Al contemplarlos los presentes se contagiaban de un sentimiento de exaltación. Los veinticinco marines finalizaban su entrenamiento con una carrera, en fila india, alrededor de los helicópteros estacionados en la cubierta. Los marineros les observaban en silencio. La operación había dejado de ser un secreto. Varios de ellos habían visto el trineo acuático y, en el comedor, tanto los oficiales del servicio de inteligencia como los marineros ataban cabos y especulaban sobre lo que estaba ocurriendo. Los marines iban a entrar en Vietnam del Norte. No sabían qué iban a hacer allí pero podían imaginárselo. Quizá fuesen a destruir un emplazamiento de proyectiles y capturar armamento, o tal vez se tratase de destruir un puente. Pero lo más probable es que el objetivo fuese humano. Quizá los dirigentes del partido comunista del país.

—Prisioneros —dijo un ayudante de contramaestre mientras comía una hamburguesa—. Tiene que ser eso —añadió, señalando con la cabeza a los recién llegados del cuerpo sanitario que comían en otra mesa—. Seis enfermeros y cuatro médicos. ¿Qué creéis que están haciendo aquí?

—¡Vaya! —exclamó un marinero—. Tienes razón, tío.

—Nos apuntaremos un buen tanto si todo sale bien —observó otro.

—Esta noche hace un tiempo de perros —añadió un cabo—. El encargado oficial de meteorología estaba encantado con el tiempo, y eso que anoche le vi vomitar. Supongo que no está acostumbrado a navegar en algo más pequeño que un portaaviones. —De hecho, el Ogden tenía un balanceo un tanto particular a causa de su configuración, que se acentuaba al estar navegando con viento racheado del oeste. Resultaba divertido ver a un oficial desperdiciar el almuerzo (en este caso la cena), y aunque a nadie le hiciese gracia sentirse mareado, el mal tiempo era un factor favorable para realizar una misión peligrosa.

—¡Dios santo!, espero que lo consigan.

—Volveremos a inspeccionar la cubierta de aterrizaje —sugirió el joven contramaestre.

Todos asintieron. Se formó un equipo de trabajo rápidamente. En media hora no quedó ni una simple cerilla sobre la negra superficie antideslizante.

—Son buenos chicos, capitán —dijo Dutch Maxwell mientras observaba la inspección de la cubierta, desde el ala de estribor del puente. De vez en cuando, un hombre se agachaba para recoger un DOF, un «objeto foráneo» que podía dañar un motor. Si aquella noche había algún problema no iba a ser por esa causa.

—La mayoría son jóvenes universitarios —respondió Franks, observando a sus hombres con orgullo—. A veces tengo la impresión de que la división de cubierta es más inteligente que el cuerpo de mando. —Era una exageración perdonable. Su deseo era decir algo que estaba en la mente de todos: «¿Qué posibilidades tienen?». Pero no expresó sus pensamientos. Sería tentar al destino. Sólo pensarlo podría poner la misión en peligro. Pero, aunque lo intentó, no pudo desterrar la duda de su cabeza.

Dentro de sus alojamientos, los marines se habían reunido alrededor de una maqueta del objetivo. Habían repasado la misión una y otra vez. Volverían a ensayar el plan una vez más antes del almuerzo, y muchas veces después, tanto en grupo como individualmente. Todos los hombres podían hacerlo con los ojos cerrados, recordando el campo de entrenamiento en Quantico y los entrenamientos bajo fuego real.

—¿El capitán Albie, señor? —preguntó un voluntario al entrar en el compartimiento. Le tendió una nota sobre una tablilla—. Hemos recibido un mensaje de Serpiente.

El capitán sonrió.

—Gracias, marinero. ¿Lo ha leído? —El voluntario se sonrojó.

—Perdón, señor. Sí, lo he leído. Todo en orden. —Hizo una pausa y luego añadió—: Señor, los de mi sección les desean buena suerte. Acaben con ellos, señor.

—¿Sabe una cosa, capitán? —dijo el sargento Irvin, cuando el voluntario se marchaba—. Nunca podré volver a dar un puñetazo a un marinerito.

Albie leyó el mensaje, y dijo:

—Nuestro amigo está en su puesto. Según dice, hay cuarenta y cuatro guardas, cuatro oficiales, y un ruso. Todo parece dentro de la normalidad. —El joven capitán levantó la mirada—. Eso es todo, soldados. Lo haremos esta noche.

Uno de los hombres más jóvenes rebuscó en un bolsillo y sacó una cinta elástica. La rompió, le dibujó dos ojos con su bolígrafo y la dejó caer encima de lo que ahora llamaban la Colina de la Serpiente. Y dijo:

—Ese tío tiene cojones.

—Lo que diré ahora es muy importante —advirtió Irvin—. Especialmente para los hombres encargados de cubrir con fuego de apoyo. Recuerden que en cuanto lleguemos, él bajará de esa colina como una flecha. No sería justo pegarle un tiro.

—Descuide, sargento —dijo el jefe del equipo de fuego de apoyo.

—Vamos a comer, soldados. Quiero que todo el mundo descanse esta tarde. Cómanse las verduras, son buenas para ver en la oscuridad. Las armas tienen que estar desmontadas y limpias para su inspección a las diecisiete horas —ordenó Albie—. Ya saben de lo que se trata. Mantengan la calma y todo saldrá bien.

Ahora debía reunirse de nuevo con los pilotos de los helicópteros para un repaso definitivo de los planes de entrada y salida.

—A sus órdenes, mi capitán —dijo Irvin en nombre de los demás.

—Hola, Robin.

—Hola, Kolya —respondió Zacharias con voz débil—. Sigo intentando conseguiros mejor comida.

—No sería mala idea —afirmó el americano.

—Prueba esto. —Grishanov le dio un poco de pan negro que su mujer le había enviado. A causa del clima se había enmohecido, pero Kolya lo había raspado con su cuchillo. El americano lo devoró, ayudado por un sorbo de vodka.

—Te convertiré en un ruso, ya verás —dijo el coronel de la Fuerza Aérea soviética con una sonrisa amable. El vodka y el buen pan se complementan. Me gustaría enseñarte mi país…— dijo para lanzar la idea de manera amistosa, como si se tratara de una conversación normal.

—Tengo una familia, Kolya. Si Dios quiere…

—Sí, Robin, si Dios quiere.

O si Vietnam del Norte quería, o si la Unión Soviética quería, o vete tú a saber, pensó el soviético. Era una incógnita. Pero salvaría a ese hombre, y también a los demás. Ahora muchos eran sus amigos. Sabía tantas cosas acerca de ellos, de sus matrimonios, felices o fracasados, de sus hijos, de sus esperanzas y sueños. Los americanos eran muy curiosos, podían ser tan abiertos…

—Oye, Robin, si los chinos se deciden a bombardear Moscú, he formulado un plan para detenerles. —Desplegó un mapa y lo tendió en el suelo. Era el resultado de las conversaciones con su colega americano, todo lo que había descubierto y analizado estaba anotado en una hoja de papel. Grishanov se sentía muy orgulloso de ello, sobre todo porque constituía la clara presentación de un concepto operativo muy sofisticado.

Zacharias recorrió con el dedo las anotaciones en inglés, que parecían incongruentes en un mapa cuyos signos estaban en cirílico, y las leyó con una sonrisa aprobatoria. Ese Kolya era un tipo inteligente y, a su manera, un buen aprendiz. La manera en que disponía sus fuerzas y hacía patrullar a sus aviones hacia atrás, en vez de hacia delante. Ahora entendía a fondo el concepto de defensa. Colocaba los emplazamientos de los misiles SAM en los extremos de los desfiladeros más apropiados, en situación de atacar por sorpresa. Kolya pensaba ahora como un piloto de bombardero, en lugar de hacerlo como el de un avión de caza. Ese era el primer paso para entender cómo se debían hacer las cosas. Si todos los comandantes rusos encargados de la defensa aérea lo comprendieran, las fuerzas aéreas chinas lo pasarían francamente mal…

«¡Qué Dios me perdone!». Robin detuvo su mano. «¡Esto no tiene nada que ver con los chinos!».

Zacharias levantó la mirada y la expresión de su cara le delató antes de que reuniera fuerzas para hablar.

—¿Cuántos Badgers tienen los chinos?

—¿Ahora? Veinticinco. Están intentando construir más.

—Tú podrás desarrollar todo lo que te he contado…

—Tendremos que hacerlo, a medida que vayan aumentando su armamento. Ya te lo dije, Robin —dijo Grishanov con calma, aunque sabía que, al menos en un aspecto, era demasiado tarde.

—Te he contado todo lo que sabía —dijo el americano, mirando el mapa. Luego cerró los ojos y un temblor sacudió sus hombros. Grishanov le abrazó para intentar aliviar su sufrimiento.

—Me has explicado la forma de proteger a los niños de mi país, Robin. No te he mentido. Es verdad que mi padre dejó la universidad para luchar contra los alemanes. Y también que tuve que ser evacuado de Moscú. Y que perdí a muchos amigos en la nieve aquel invierno; eran niños y niñas, Robin, que murieron congelados. Todo sucedió tal y como te lo he contado. Yo lo vi todo.

—Y yo he traicionado a mi país —susurró Zacharias. La terrible realidad de aquel hecho cayó como un rayo sobre su conciencia. ¿Cómo podía haber sido tan ciego, tan estúpido…? Sintió un repentino dolor en el pecho, y se echó hacia atrás, rogando que fuese un infarto cardíaco y, por primera vez en su vida, deseó estar muerto. Pero no fue así. Era tan sólo una contracción de estómago, acompañada de mucha acidez. El vodka corroía su estómago al tiempo que su conciencia consumía su alma. Había violado el juramento de fidelidad a su país y a su Dios. Estaba condenado.

—Eres mi amigo.

—¡Me has utilizado! —silbó Robin, intentando apartarse.

—Robin, escúchame. —Grishanov se negaba a soltarle—. Quiero a mi patria, Robin, al igual que tú. He jurado defenderla. Nunca te he mentido sobre eso, y ahora es el momento de que sepas otras cosas. —Tenía que hacerle comprender, que lo entendiese con la misma claridad con que él había entendido sus explicaciones.

—¿Qué cosas?

—Estás muerto, Robin. Los vietnamitas han informado a tu país de tu muerte. Nunca regresarás. Esa es la razón por la que no estás en prisión… Hoa Lo, lo que vosotros llamáis el «Hilton», ¿no? —El corazón de Kolya se encogió al ver la mirada de Robin, la insoportable acusación que leía en sus ojos. Cuando habló, su voz sonó suplicante—: Si piensas lo que creo que estás pensando, te equivocas. He pedido a mis superiores que me dejen salvarte la vida. Lo juro por mis hijos: no dejaré que te maten. No puedes volver a Estados Unidos, pero yo te ayudaré a empezar una nueva vida. ¡Podrás volver a volar, Robin! Tendrás una nueva vida, ¡una nueva vida! No puedo ofrecerte más que eso. Si pudiese devolverte a tu mujer Ellen, y a tus hijos, lo haría. No soy un monstruo, Robin, soy un hombre como tú. Y tengo una patria y también una familia. ¡Por el amor de tu Dios!, ¿qué harías en mi lugar? ¿Cómo te sentirías si tuvieras que hacer lo mismo?

No hubo respuesta, salvo un sollozo de vergüenza y desesperación.

—¿Preferirías que yo dejara que te torturen? Puedo hacerlo. ¿Sabes que ya han muerto seis hombres en este campo? Murieron antes de que yo viniera. ¡Yo les ordené que parasen las torturas! Sólo ha muerto un hombre desde que estoy aquí… sólo uno, y lloré por él, Robin, ¿lo sabías? Con mucho gusto mataría a ese pequeño fascista amarillo, el mayor Vinh. Yo te he salvado la vida y he hecho todo lo que estaba en mi mano. Te doy mi propia comida, Robin, ¡las cosas que me envía mi mujer Marina!

—Y yo te he explicado cómo matar pilotos americanos…

—Sólo lo utilizaría en caso de que atacaran mi país. ¡Sólo si intentaran matar a mi gente, Robin! ¡Sólo entonces! ¿Quieres que maten a mi familia?

—¡No es como tú lo cuentas!

—Creo que sí. ¿Por qué no lo aceptas? Esto no es un juego, Robin. Estamos en el negocio de la muerte, tú y yo, para salvar y quitar vidas.

Quizá con el tiempo llegase a comprenderlo. Era un hombre inteligente y razonable. Tras examinar los hechos con frialdad, comprendería que era preferible la vida a la muerte y, después, quizá pudiesen volver a ser amigos. De momento le había salvado la vida, se dijo Kolya. «Aunque me maldiga por haberlo hecho, estará vivo para hacerlo». El coronel Grishanov soportaría esa carga con orgullo: había conseguido la información que necesitaba y salvado una vida al mismo tiempo. Así actuaba un piloto de la defensa aérea como él, cuyo auténtico juramento de compromiso con la vida se produjo cuando era un muchacho asustado y desorientado de camino hacia Gorki desde Moscú.

Kelly observó al ruso salir del edificio donde estaban confinados los prisioneros. Llevaba un bloc en la mano, sin duda con información que había logrado sacar a los prisioneros.

—Vamos a machacarte la cabeza, rojo asqueroso —susurró Kelly—. Te mandaremos al quinto infierno junto con tus apuntes.

Ahora volvió a sentirlo. Volvió a revivir el placer de saber lo que iba a pasar, la satisfacción de prever el futuro reservada a los dioses. Bebió un sorbo de agua de su cantimplora. No podía correr el riesgo de deshidratarse. Le consumía la impaciencia. Allí había un edificio en el que se hallaban veinte prisioneros americanos asustados y malheridos. Aunque no los conocía personalmente, sintió que la empresa merecía la pena. Intentó recordar una frase en latín aprendida en la escuela secundaria: Morituri non cognant. Aquellos que van a morir… no lo saben. Lo que a Kelly le venía muy bien.

—Homicidios.

—Quiero hablar con el teniente Frank Allen.

—Soy yo —respondió Allen, que sólo hacía cinco minutos que se había sentado a su mesa, ese lunes por la mañana.

—Buenos días, soy el sargento Pete Meyer, de Pittsburgh. El capitán Doodley me dijo que le llamara.

—Hace tiempo que no hablo con Mike. ¿Sigue siendo forofo de los Pirates?

—Los sigue religiosamente. Yo también suelo ver algunos de sus partidos.

—¿Quiere saber quién va a ganar el campeonato de béisbol, sargento? —preguntó Allen con una sonrisa.

—Los Bucs tienen muchas posibilidades. Roberto está jugando muy bien este año, y Clemente está en el mejor año de su carrera deportiva.

—¿Ah, sí? ¿Y qué me dice de Brooks y Frank? Los hermanos Robinson tampoco lo están haciendo nada mal. Bien. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Tengo una información que puede interesarle, teniente. Dos homicidios, dos mujeres de unos veinte años.

—Espere un momento. —Allen cogió una hoja de papel—. ¿Cuál es su fuente?

—No se lo puedo decir de momento. Es una fuente fidedigna. Estoy intentando convencer al individuo, pero puede que tarde algo. ¿Puedo seguir?

—De acuerdo. ¿Nombres de las víctimas?

—La más reciente se llamaba Pamela Madden… murió hace unas semanas.

—¿Y la otra?

—Se llamaba Helen, y murió el otoño pasado, pero no se sabe exactamente cuándo. Ambos asesinatos fueron muy desagradables, teniente, con torturas y abusos sexuales.

Allen se inclinó, con el auricular pegado al oído, y preguntó:

—¿Quiere decir que hay un testigo?

—Sí, señor, creo que sí. Y además, tengo dos sospechosos. Dos hombres blancos, uno llamado Billy y el otro Rick. No tengo sus descripciones, pero estoy haciendo todo lo posible por conseguirlas.

—Mire, yo no llevo esos casos. Están asignados al teniente Ryan y al sargento Douglas del centro. Conocía ambos nombres… los de las víctimas, quiero decir. Son casos de máxima prioridad, sargento. ¿Es buena su fuente de información?

—Creo que muy buena. Incluso sé que a la segunda víctima, Pamela Madden, la peinaron cuando ya estaba muerta, en el escenario del crimen.

En todos los casos importantes se suprimían algunos detalles en las ruedas de prensa, para evitar que los locos de turno se confesaran autores del crimen. El detalle del pelo era algo que difícilmente podía saber el teniente Allen.

—¿Algo más?

—Los asesinatos están relacionados con el narcotráfico. Las chicas vendían droga.

—¡Vaya! —exclamó Allen—. ¿Su informador está en la cárcel?

—Estoy comprometiéndome un poco, pero… de acuerdo, se lo diré. Mi padre es pastor. Está ayudando a una muchacha. Teniente, esto es confidencial, ¿de acuerdo?

—Entiendo. ¿Qué necesita?

—¿Puede pasar esta información a los dos oficiales que investigan el caso? Pueden llamarme a la comisaría. —El sargento Meyer le dejó su número—. Soy uno de los supervisores de vigilancia. Tengo que dar una conferencia en la academia, pero estaré de vuelta alrededor de las cuatro.

—Muy bien, sargento. Lo haré. Gracias por la información. Ed y Tom se pondrán en contacto con usted. —«¡Hasta le regalaríamos el campeonato de béisbol a Pittsburgh a cambio de coger a estos bastardos!».

Allen colgó y marcó otro número.

—Oiga, Frank —dijo el teniente Ryan. Posó la taza de café sobre la mesa con un movimiento pausado, luego cogió su bolígrafo—. Siga. Estoy apuntándolo.

El sargento Douglas llegó tarde esa mañana a causa de un accidente en la Interestatal I–83. Cuando entró, con su café y su rosquilla habituales, encontró a su jefe escribiendo como un poseso.

—¿Le cepillaron el pelo? ¿Dijo eso? —preguntó Ryan. Douglas se inclinó por encima de la mesa, y la mirada de Ryan fue como la del cazador que escucha un rumor entre los arbustos—. De acuerdo, ¿cuáles son los nombres que…? —El detective cerró el puño y después de respirar hondo, prosiguió—: De acuerdo, Frank. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con ese hombre? Gracias. Adiós.

—¿Una pista?

—Pittsburgh —contestó Ryan.

—¿Cómo?

—Un sargento de la policía de Pittsburgh nos ha llamado. Puede que haya un testigo de los asesinatos de Pamela Madden y Helen Waters.

—¿Cómo?

—Es la persona que le peinó el pelo, Tom. Adivina qué otros nombres han mencionado.

—¿Richard Farmer y William Grayson?

—«Rick» y «Billy». Demasiada coincidencia, ¿no? Probablemente fue uno de los camellos de la red de narcotraficantes. Un momento… —Ryan se recostó en su silla, y contempló el techo amarillento—. Había una muchacha presente cuando Farmer fue asesinado… o eso creemos —se corrigió—. Es nuestra pista, Tom. Pamela Madden, Helen Waters, Farmer, Grayson, están todos relacionados… y eso quiere decir…

—Los camellos, también. De una forma u otra, todos están relacionados. Pero ¿cuál es esa relación? Sabemos que todos están metidos en asuntos de droga.

—Se trata de dos asesinos, Tom. Las muchachas fueron martirizadas brutalmente, como si fuesen animales. No, ni siquiera matas a un animal así. Sin embargo, los demás fueron eliminados por el hombre invisible. ¡Un hombre con una misión! Eso fue lo que dijo Farber.

—Venganza —dijo Douglas, siguiendo sus propias conjeturas—. Si yo fuese familiar o amigo de una de esas muchachas… ¡Dios! ¿Quién podría culparle?

Sólo había una persona relacionada con los dos asesinatos y que conocía íntimamente a la víctima, y la policía conocía su nombre, ¿no era así? Ryan cogió el teléfono y volvió a llamar al teniente Allen.

—Frank, ¿cómo se llama el tipo que trabajó en el caso Gooding, ese de la Armada?

—Kelly. John Kelly, él fue quien encontró el arma cerca de Fort McHenry. Luego los de jefatura se pusieron en contacto con él para que entrenara a nuestros buceadores, ¿recuerdas? ¡Ah, sí!

—¡Pamela Maiden! ¡Dios mío! —exclamó Allen al caer en la cuenta de la conexión.

—Háblame de él, Frank.

—Es un tipo simpático. Muy tranquilo, un poco triste… perdió a su mujer en un accidente de coche, creo.

—Es un veterano de Vietnam, ¿no es cierto?

—Hombre rana, demoliciones subacuáticas. Así se gana la vida, dinamitando cosas, bajo el agua.

—¿Qué más?

—Físicamente es muy fuerte, se mantiene en buena forma. —Allen hizo una pausa—. Le he visto bucear; tiene cicatrices por todo el cuerpo, estuvo en el frente y le hirieron. Tengo su dirección si la quieres.

—Está en el expediente del caso, Frank. Gracias, colega. —Ryan colgó—. Es nuestro hombre. Es el hombre invisible.

—¿Kelly?

—¡Maldita sea, tengo que ir a los juzgados esta mañana! —maldijo Ryan.

—Es un placer verle de nuevo —dijo el doctor Farber. Los lunes eran días tranquilos. Había visitado a su último paciente, y estaba listo para ir a jugar al tenis con sus hijos. Los policías le encontraron justo cuando salía de su despacho.

—¿Qué sabe acerca de los hombres de la Brigada de Demoliciones Subacuáticas? —preguntó Ryan, caminando por el pasillo junto a él.

—¿Se refiere a los buceadores de la Armada?

—Sí. ¿Son tipos duros?

Farber sonrió con la pipa en la boca, y respondió:

—Son los primeros en llegar a la playa, delante de los marines. ¿Qué cree usted? —Se detuvo. De repente se acordó de algo, y continuó—: Tengo algo mejor.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el teniente.

—Todavía hago trabajos para el Pentágono. Quiero decir que el hospital Hopkins a menudo trabaja para el gobierno, ¿me siguen? Encargos para el laboratorio de física aplicada, cosas especiales. Ustedes saben a lo que me dedico. A veces realizo exámenes psicológicos, consultas… acerca de los efectos que el combate tiene en la gente. Escuchen, esto es confidencial. Se ha formado un nuevo grupo de operaciones especiales. Son fuerzas especiales como la Brigada de Demoliciones Subacuáticas, pero ahora se conoce por la sigla SEAL, es decir, focas de tierra, mar y aire… Es una unidad de comandos, gente muy seria, y muy pocos saben de su existencia. No son sólo duros, sino inteligentes. Listos. Están entrenados para pensar y atacar por sorpresa. No se trata sólo de músculos, sino también de cerebro.

—¡El tatuaje! —dijo Douglas, recordándolo de repente—. Lleva tatuada una foca en el brazo.

—Doctor, ¿qué pasaría si mataran brutalmente a la chica de uno de esos tipos del SEAL? —Era una pregunta obvia, pero tenía que hacerla.

—Conque eso es lo que buscan —dijo Farber, al salir por la puerta, dispuesto a no revelarles nada más, aunque se tratase de una investigación de homicidio.

—Es nuestro hombre. Pero nos falta una cosa —dijo Ryan con voz queda, mirando la puerta cerrada.

—Sí. No hay pruebas. Sólo un móvil más que razonable.

Era por la noche. Había sido un día aburrido para todos en SENDER GREEN, excepto para Kelly. La plaza de armas se había convertido en un cenagal lleno de charcos. Los soldados habían pasado el día intentando mantenerse secos. Los hombres de las torres se habían puesto a resguardo de las ráfagas de viento. Ese tiempo alteraba el ánimo. A la gente no le gusta mojarse, se vuelve irritable y entorpece la mente, y más aún si tienes que cumplir una tarea aburrida, como era el caso. En Vietnam del Norte ese tiempo significaba menos incursiones aéreas, otra razón para que los hombres del campo bajaran la guardia. El aumento del calor durante el día había alimentado las nubes, cargándolas de humedad que iban devolviendo a la tierra.

«¡Qué día más cochino!», se dirían los guardias durante la cena. Todos asentirían y se concentrarían en la comida, con los ojos bajos y ensimismados en sus pensamientos. El suelo del bosque estaría húmedo, y se caminaba más silenciosamente sobre hojas húmedas que sobre hojas secas. No habría ramas que se partiesen ruidosamente. El aire húmedo amortiguaría el ruido. Las condiciones eran, en una palabra, perfectas.

Kelly aprovechó la oscuridad para moverse un poco, pues estaba entumecido por la inactividad. Se incorporó debajo del arbusto y comió una tableta de subsistencia. Bebió una cantimplora entera de agua y luego estiró los brazos y las piernas. Distinguía la zona donde iban a aterrizar los helicópteros, y ya había elegido el camino que seguiría para llegar hasta allí, rezando para que los marines no le pegasen un tiro mientras corría para unirse a ellos. A las 21.00 transmitió su último mensaje por radio.

—Luz verde —dijo el operador de radio, anotándolo en su bloc—. Actividad normal.

—Ese es el mensaje que esperábamos. —Maxwell miró a los demás.

Todos asintieron.

—La cuarta fase de operación BOXWOOD GREEN empieza a las veintidós horas. Capitán Franks, envíe la señal al Newport News.

—Sí, vicealmirante.

A bordo del Ogden, las tripulaciones de los helicópteros se vistieron con sus trajes ignífugos y se dirigieron a popa para preparar sus aparatos para el despegue. Al llegar, encontraron unos marineros limpiando los cristales. En la zona de tropas, los marines se vistieron con sus trajes de faena. Las armas estaban limpias y los cargadores llenos de munición. Después, los hombres formaron parejas para aplicarse unos a otros la pintura de camuflaje. Ya no había sonrisas ni bromas. Estaban tan serios como los actores en una noche de estreno, y la delicada aplicación de la pintura parecía fuera de lugar, teniendo en cuenta la naturaleza de la labor de esa noche.

—No me ponga mucho sombreador de ojos, capitán —pidió Irvin al capitán Albie que, como todo oficial al mando de una misión inminente, estaba un tanto intranquilo y necesitaba que el sargento le tranquilizara.

En la sala de operaciones del Constellation, un joven y menudo comandante de escuadrilla, llamado Joshua Painter, daba el parte. Tenía ocho Phantom E4 listos para el ataque.

—Esta noche vamos a escoltar una misión especial. Nuestros objetivos son los emplazamientos de SAM, al sur de Haifong —prosiguió.

No sabía de qué se trataba, y esperaba que fuese lo suficientemente importante como para arriesgar las vidas de los quince oficiales de su escuadrilla que volaran con él esa misma noche. Diez cazas A–6 Intruder les acompañarían, y el resto de la aviación del Constellation recorrería la costa hacia el norte, con el fin de producir la mayor interferencia electrónica posible. Esperaba que la misión tuviese efectivamente toda la importancia que el vicealmirante Podulski aseguraba. A nadie le gustaba jugar con los emplazamientos de misiles SAM.

El Newport News estaba a veinticinco millas de la costa, acercándose al punto que quedaría justamente entre el Ogden y la playa. Había apagado sus radares, y probablemente las estaciones de radar de la costa no podrían determinar su posición con exactitud. Después de lo sucedido en los últimos días, el ejército vietnamita tornaba muchas precauciones antes de utilizar sus sistemas de vigilancia costera. El capitán estaba sentado en su sillón del puente. Echó un vistazo al reloj y abrió un sobre lacrado. Leyó con rapidez las órdenes de acción que habían permanecido en el interior de su caja fuerte durante las dos últimas semanas.

—¡Ah! —exclamó, y luego ordenó—: Señor Shoeman, pida a la sala de máquinas que preparen las calderas uno y cuatro. Quiero estar preparado para navegar a toda máquina tan pronto como sea posible. Esta noche hacemos un poco de surf. Mis respetos al segundo comandante, el oficial de artillería y sus subordinados, y dígales que quiero verles en mi camarote en seguida.

—A sus órdenes, señor.

El oficial del puente cumplió las órdenes. El Newport News desarrollaba una velocidad máxima de treinta y cuatro nudos, lo que significaba que podía acercarse y alejarse de la playa con mucha rapidez.

—¡Surf City, allá vamos! —entonó el contramaestre al timón cuando el capitán se hubo marchado del puente. Era el chiste oficial del barco (porque al capitán le gustaba) inventado sólo unos meses atrás por un marinero de primera clase, y entonado en las ocasiones en que se acercaban a la costa, sorteando las rompientes, para bombardear algún objetivo—. ¡Nos vamos a Surf City!

—¡Rumbo, Baker! —llamó el oficial del puente e interrumpió la tonada.

—Rumbo fijo uno–ocho–cinco, señor Shoeman. —Su cuerpo siguió marcando el ritmo—. ¡Nos vamos a Surf City!

—Señores, sé que se han preguntado la razón de nuestra pequeña diversión de los últimos días. Bien, ahora la voy a explicar —dijo el capitán cuando todos estuvieron reunidos en su camarote al lado del puente. Encima de su mesa había un mapa de la zona costera, marcado con las posiciones de los emplazamientos de artillería antiaérea, datos obtenidos de fotografías aéreas y de satélite. Los oficiales de artillería lo examinaron. La gran cantidad de colinas de la zona proporcionarían buenas referencias al radar.

—¡Vaya! —exclamó el artillero jefe—. ¿Qué quiere decir todo esto, señor? ¿Cañones de cinco pulgadas?

El capitán asintió.

—Señor Skelley, si volvemos a casa con municiones, me sentiré muy decepcionado.

—Señor, propongo que utilicemos un cañón de cinco pulgadas para lanzar bengalas, y controlar los disparos visualmente.

En realidad era un ejercicio de geometría. Los expertos en artillería —incluido el capitán— se inclinaron sobre el mapa y rápidamente decidieron la estrategia. Ya estaban informados de la misión, y el único cambio era que habían esperado hacerlo a la luz del día.

—No quedará nadie vivo para disparar a esos helicópteros, señor.

Sonó el teléfono y el capitán lo cogió:

—Soy el capitán.

—Las calderas están listas, señor. Estaremos a toda máquina dentro de treinta minutos.

—Me agrada saber que el ingeniero jefe está despierto. Muy bien. Toque zafarrancho de combate. —Colgó al mismo tiempo que sonaba la sirena del barco—. Caballeros, tenemos que proteger a un grupo de marines —dijo con confianza. La sección de artillería de su barco era tan buena como la que tuvo en su tiempo el Mississippi.

Al cabo de dos minutos, se encontraba de nuevo en el puente.

—Señor Shoeman, tomo el mando de la nave.

—El capitán toma el mando de la nave —repitió el oficial del puente.

—Timón a la derecha, cambie el rumbo a dos–seis–cinco.

—Timón a la derecha, nuevo rumbo dos–seis–cinco, señor. —El contramaestre Sam Baker giró el timón—. Rumbo cambiado, señor.

—Muy bien —dijo el capitán, y añadió—: Surf City, ¡allá vamos!

—¡A sus órdenes, señor! —exclamó el timonel, entusiasmado. El capitán era un buen tipo.

Había llegado el momento de ponerse nervioso. ¿Qué podía fallar? Kelly se repetía esta pregunta, sentado en la cima de su colina. Quizá los helicópteros chocarían en el aire. O sobrevolarían un emplazamiento de misiles tierra–aire desconocido y volaría en pedazos. O tal vez se soltaría cualquier pieza o junta, y se estrellarían contra el suelo. ¿Y si una unidad local de la milicia estaba de maniobras esa noche? Siempre había algún factor que dependía del azar. Había visto fracasar misiones por culpa de las cosas más insignificantes e imprevisibles. Pero eso no iba a suceder esta noche, se prometió. Todo estaba cuidadosamente planeado. Al igual que los marines, las tripulaciones de los helicópteros se habían entrenado durante tres semanas. Los aparatos estaban en óptimas condiciones, y los marineros del Ogden habían contribuido con sus propias ideas. Nunca podías eliminar por completo el riesgo, pero con un entrenamiento y una preparación adecuados, podías disminuirlo. Kelly comprobó que su arma estaba a punto y después permaneció sentado. No era como estar sentado en una casa de una calle del este de Baltimore; esto era real. La misión le ayudaría a olvidar el pasado. Su intento de salvar a Pam había fracasado, pero quizá no hubiese sido todo en vano. En esta misión no habría errores, nadie fallaría. Aquí no se trataba de salvar a una sola persona, sino a veinte. Echó un vistazo a su reloj. El segundero parecía moverse más lentamente. Kelly cerró los ojos y rezó para que el tiempo pasara más deprisa. Pero no sería así, y él lo sabía. El ex oficial de los SEAL respiró hondo y se obligó a concentrarse en el futuro inmediato. Dejó el fusil encima de su regazo y cogió los prismáticos. Tenía que continuar la vigilancia hasta el momento en que las primeras granadas de los M–79 alcanzaran las torres de los guardias. Los marines confiaban en él.

Con esto quizá lograría convencer a esos tipos de Filadelfia de su importancia. «La operación de Henry fracasa, y yo me hago cargo de todo. Yo, Eddie Morello, soy un tipo importante», pensó, hinchando su ego, mientras circulaba por la carretera 40 hacia Aberdeen.

«Ese negro es tan estúpido que no es capaz de dirigir su propia organización, y no tiene gente de fiar. Le dije a Tony que se pasaba de listo, que no era un hombre de negocios serio». Pero Tony le había contestado: «Qué dices; Henry es serio. Es más serio que tú, Eddie. Henry va a ser el primer negro que se lo monte bien. Espera y verás. Yo le voy a ayudar. Pero a ti no te puedo ayudar, lo siento». Su propio primo decía que no podía echarle una mano, porque estaba vinculado con Henry. «¡No podrían haber hecho el trato sin mí! ¡Yo lo arreglé, y me dice que no puede ayudar!».

—¡Mierda! —gruñó, parado ante un semáforo rojo—. Alguien empieza a matar a los hombres de Henry, y me mandan a mí a investigarlo, como si Henry no pudiese averiguarlo por sí solo. Probablemente no es tan listo como se cree. Después siempre me busca problemas con Tony.

«¡Eso es! —pensó Eddie—. Henry quiere apartarme de Piaggi… como cuando hizo quitar a Angelo de en medio. Angelo le sirvió para introducirse… Angelo me lo presentó. Yo le presenté a Tony. Tony y yo nos encargamos de las relaciones con los contactos de Filadelfia y Nueva York. Angelo y yo éramos dos de esos contactos. Angelo no era de fiar… así que le quitaron de en medio. Tony y yo también somos intermediarios… Sólo necesita a uno, ¿no? Sólo uno para servir de intermediario con el resto de la operación. Quiere alejarme de Tony… ¡Joder!».

Morello cogió un cigarrillo, y pulsó el encendedor de su Cadillac descapotable. La capota estaba abierta. A Eddie le gustaba sentir el sol y el viento. Era casi como navegar en su barco de pesca. Y tenía mejor visión. No se le había ocurrido comprobar si alguien le estaba siguiendo. A su lado, en el suelo, iba un maletín de cuero que contenía seis kilos de mercancía de gran pureza. Le habían dicho que en Filadelfia se habían quedado sin existencias, y por esa razón ellos mismos cortarían la mercancía. Dinero caliente. El maletín idéntico, que viajaba hacia el sur, contenía el dinero en billetes de veinte dólares. Vendrían dos tipos. No tenía que preocuparse, eran profesionales, y este negocio les interesaba a todos. Tampoco tenía que preocuparse de que alguien intentara jugar una mala pasada, para eso llevaba su revólver oculto debajo de la camisa, justo al lado de la hebilla del cinturón, el lugar más práctico aunque no muy cómodo.

Tenía que decidir lo que iba a hacer. Debió habérselo figurado. Henry estaba manipulándoles. Henry estaba manipulando la red.

Y se estaba saliendo con la suya. Seguramente se había cargado a sus propios hombres. A ese negro cabrón le gustaba liquidar mujeres, especialmente mujeres blancas. No le extrañaba. Todos eran iguales. Probablemente Henry se creía muy listo. Bueno, lo era, pero no lo suficiente. Ya no. Iba a ser difícil explicárselo todo a Tony, de eso estaba seguro. Tenía que hacer la entrega y regresar, invitaría a Tony a cenar, y se lo explicaría con calma. A Tony le gustaba la gente razonable. Luego se encargarían de Henry, le quitarían la operación de las manos. Aquello era un negocio. No lo hacían por amor, lo hacían por ganar dinero, como todo el mundo. Y, entonces, él y Tony podrían dirigir la operación y él, Eddie Morello, sería un triunfador.

Sí. Ya tenía las cosas claras. Morello comprobó la hora. Entró en el aparcamiento medio vacío de la cafetería justo a tiempo. El local era un establecimiento pasado de moda, instalado en un vagón de tren; el ferrocarril de Pennsylvania pasaba cerca de allí. Recordó la primera vez que cenó fuera de casa, con su padre, en un sitio parecido, viendo pasar a los trenes. El recuerdo le hizo sonreír, mientras daba una calada y arrojaba la colilla por la ventanilla.

En ese momento entró otro coche en el aparcamiento. Era un Oldsmobile azul, el coche que esperaba. Dos hombres se apearon; uno llevaba un maletín y se encaminó hacia él. Eddie no lo conocía, pero vestía bien, con el aire respetable que se espera de un hombre de negocios. Parecía un abogado. Morello sonrió para sus adentros, sin mirar abiertamente. El otro hombre permanecía al lado del coche, vigilando. Sí, era gente seria. Y pronto tendrían ocasión de comprobar que Eddie Morello también era un hombre serio, pensó, con la mano en el regazo, a diez centímetros de su revólver.

—¿Tiene la mercancía?

—¿Tiene el dinero? —preguntó Morello a su vez.

—Se ha metido en un buen lío, Eddie —dijo el hombre al abrir el maletín.

—¿Qué quiere decir? —preguntó. Morello lo comprendió repentinamente, pero aquellos diez segundos le iban a costar la vida.

—Quiero decir que es hora de despedirte, Eddie —añadió en voz baja. Morello lo leyó en su mirada e intentó sacar su arma, pero fue en vano.

—¡Policía! ¡Quieto! —gritó el hombre, y le disparó sin más.

Eddie se revolvió y su disparo dio contra el suelo del coche, pero el policía estaba sólo a un metro, y se dispuso a rematarlo. El otro policía se acercó corriendo, sorprendido al advertir que el teniente Charon tenía problemas con el hombre del coche. Y vio cómo el maletín caía a un lado, al tiempo que el detective extendía el brazo y, colocando la pistola reglamentaria contra el pecho de Morello, le disparaba directo al corazón.

Durante una fracción de segundo, Morello lo vio todo claro:

Henry lo había planeado todo para conseguir sus fines. En el último momento, Morello descubrió que la única finalidad de su vida había sido la de reunir a Henry y Tony. No era como para estar orgulloso.

—¡Llama una ambulancia! —gritó Charon, al tiempo que recogía el revólver de Eddie.

Al cabo de unos minutos, dos coches patrulla entraron en el aparcamiento y frenaron con un chirrido.

—¡Maldito estúpido! —dijo Charon a su compañero, sacudido por un temblor, como les ocurre a las personas que acaban de matar a alguien—. Intentó sacar su arma, por eso tuve que dispararle.

—Lo vi todo —dijo el joven detective.

—Parece que sus sospechas eran ciertas, señor —dijo el sargento de la policía estatal. Abrió el maletín que había en el suelo del Oldsmobile. Estaba lleno de bolsas de heroína—: ¡Menudo alijo!

—Sí —gruñó Charon—. Salvo que este imbécil ya no podrá decirnos nada —agregó mientras reprimía una sonrisa ante la ironía de la situación: acababa de cometer el crimen perfecto ante los ojos de varios policías. Ahora la organización de Henry estaba segura.

El momento se acercaba. La guardia había sido relevada. «El último relevo». La lluvia seguía cayendo constantemente. «Bien». En las torres de vigilancia los soldados se resguardaban para mantenerse secos. La monotonía del día acrecentaba su aburrimiento, y los hombres aburridos están menos alertas. Se habían apagado todas las luces, incluso las velas de los barracones. Kelly recorrió lentamente el campo con los prismáticos. Una forma humana se perfilaba en una de las ventanas del alojamiento de oficiales, un hombre que observaba el cielo; tenía que ser el ruso. «¡Ah!, ¿esa es tu habitación? Perfecto. El primer disparo del cabo Méndez creo que está destinado a esa ventana. Eres un ruso frito».

«Vamos allá de una vez. Necesito una ducha. ¡Dios! Ojalá quede algo de esa botella de Jack Daniels». El reglamento era sagrado, pero ciertas cosas eran muy especiales.

La tensión aumentaba. No era la proximidad del peligro. Kelly no creía estar en una situación de alto riesgo. La infiltración había sido mucho más peligrosa. Ahora todo dependía de los pilotos, y después de los marines. El ya había hecho su parte.

—¡Abran fuego! —ordenó el capitán.

Momentos antes, los radares del Newport News se habían vuelto a encender. El navegante estaba en la sala de operaciones, ayudando a los artilleros a trazar la trayectoria exacta del misil tomando como referencia las marcas conocidas localizadas por radar. Era una precaución excesiva, pero la misión de esa noche lo requería. Con la ayuda de los radares de navegación y los del control automático de disparo, se conseguía una precisión milimétrica en el tiro.

La primera andanada partió de los cañones de cinco pulgadas de babor. El estruendo de los dos cañones fue atronador, pero el disparo producía un efecto extrañamente bello. Con cada disparo se formaba un círculo de fuego amarillo, como una serpiente que persiguiese su propia cola, que ondulaba durante unos segundos y luego se desvanecía. A una distancia de cinco mil quinientos metros se encendió el primer par de bengalas y brillaron con el mismo tono amarillo que, unos segundos antes, había envuelto el cañón. El paisaje verde y húmedo de Vietnam del Norte adquirió un color naranja.

—Parece un emplazamiento de artillería antiaérea. Incluso puedo ver a los artilleros.

El telémetro del puesto I estaba fijado en las coordenadas adecuadas. La luz ayudaba mucho. El artillero jefe Skelley marcó la distancia con cuidado. Los datos fueron transmitidos inmediatamente a control. Diez segundos después, ocho cañones retumbaron con una salva ensordecedora. Al cabo de otros quince segundos, el emplazamiento de artillería vietnamita desapareció envuelto en una nube de polvo y fuego.

—¡Blanco! Objetivo Alfa destruido.

El artillero jefe recibió órdenes del control de tiro de apuntar sus cañones al siguiente objetivo. Al igual que el capitán, iba a jubilarse pronto. Quizá pudiesen abrir una armería juntos…

Parecían truenos distantes, pero se notaba la diferencia. Lo que más sorprendió a Kelly fue la ausencia de reacción de los de abajo. Con los prismáticos observó que algunos volvían la cabeza. Quizá intercambiaban algunos comentarios, pero nada más. Después de todo, era un país en guerra, y por tanto los ruidos desagradables eran normales, especialmente los que se podían confundir con truenos lejanos. Estaban a demasiada distancia para ser preocupantes. A causa del mal tiempo ni siquiera se veían los destellos. Kelly esperaba que algún oficial saliese a ver qué pasaba. Eso es lo que él habría hecho. Pero no salió nadie.

Quedaban noventa minutos para la cuenta atrás.

Los marines se dirigieron a popa equipados con una carga ligera. Un nutrido grupo de tripulantes se había congregado para despedirlos. Cuando salieron a la cubierta de despegue, Albie e Irvin los contaron y señalaron sus respectivos helicópteros.

En el extremo de la fila de tripulantes se encontraban Maxwell y Podulski. Ambos vestían uniformes más gastados, que habían llevado en sus días de capitanes de la Armada, y que asociaban con los buenos recuerdos y la buena suerte. También los almirantes son supersticiosos. Por primera vez los marines advirtieron que el pálido almirante —como le llamaban— lucía la Medalla del Honor. La condecoración atrajo la atención de muchos de ellos, que inclinaron la cabeza en señal de respeto, y él lo agradeció con expresión tensa.

—¿Todo listo, capitán? —preguntó Maxwell.

—Sí, señor —contestó Albie, venciendo su nerviosismo ante la inminente partida—. Le veré dentro de tres horas.

—Buena caza. —Maxwell se puso firmes y le saludó.

—Tienen un aspecto impresionante —comentó Ritter. El también llevaba traje de campaña, para no desentonar entre los oficiales—. Ruego a Dios que todo salga bien.

—Sí —susurró James Greer, mientras el barco viraba en la dirección del viento.

Unos marineros con varas luminosas guiaron los helicópteros sobre la plataforma, y luego los dos enormes Sikorski despegaron, equilibrándose en la turbulencia antes de salir en dirección oeste, hacia la costa y su destino.

—Ahora todo depende de ellos.

—Son buenos muchachos, James —dijo Podulski.

—Ese Clark es un tipo increíble. Muy inteligente —dijo Ritter—. ¿A qué se dedica en la vida real?

—Tengo entendido que va haciendo cosillas aquí y allá.

—Siempre tendremos sitio para un hombre íntegro y cabal. Ese chico es muy listo —dijo Ritter, mientras regresaban al centro de comunicaciones. En la cubierta de despegue, las tripulaciones de los Cobra ultimaban los preparativos. La salida estaba prevista para dentro de 45 minutos.

—Serpiente, aquí Grillo. Luz verde. Conteste si ha recibido el mensaje.

—¡Sí! —exclamó Kelly sin alzar la voz. Emitió tres señales largas por radio y recibió dos como respuesta. El Ogden acababa de anunciar el comienzo de la misión y que su mensaje había recibido contestación—. Dentro de dos horas estaréis libres —dijo a los prisioneros del campo. Le daba igual que los acontecimientos resultaran menos agradables para el resto de ocupantes del campo.

Kelly tomó su última tableta de subsistencia, y metió las envolturas en el bolsillo de su traje de campaña. Aprovechando la oscuridad, salió de su escondrijo y se ocupó de borrar cualquier indicio de su presencia. Quizá tuviese que volver a intentar otra misión similar, así que lo prudente era no dejar nada que pudiese indicar al enemigo lo ocurrido. La tensión había llegado a tal punto que sintió ganas de orinar. Era casi gracioso, y le hizo sentirse como un niño, aunque durante el día había bebido dos litros de agua.

«Serán treinta minutos de vuelo hasta la primera zona de aterrizaje, y treinta más para llegar hasta aquí. Cuando coronen la última colina, me uniré a ellos para guiarles en el último tramo. ¡Vamos a terminarlo de una vez!».

—Giro a la derecha. Objetivo Hotel a la vista —informó Skelley—. Coordenadas nueve–dos–cinco–cero.

Los cañones volvieron a retumbar. Les respondió un cañón de cien milímetros. Los artilleros vietnamitas habían visto cómo el Newport News destruía un emplazamiento de artillería antiaérea y, como no podían abandonar sus puestos, por lo menos intentaban alcanzar al monstruo que se acercaba a su costa.

—Allí están los helicópteros —dijo el segundo comandante desde su puesto. Los puntos parpadeantes cruzaron la pantalla del radar por encima del lugar donde antes se hallaban los objetivos Alfa y Bravo. Cogió el teléfono.

—Habla el capitán.

—A sus órdenes, capitán. Los helicópteros están fuera de peligro y avanzan por el pasillo que hemos abierto.

—Muy bien. Prepárese para cesar el fuego. Vamos a transmitir a esos helicópteros dentro de treinta minutos. Atento a ese radar.

—Sí, capitán.

—¡Dios mío! —dijo el operador del radar—. ¿Qué está pasando aquí?

—Primero los volamos —opinó su compañero— y luego los invadimos.

Sólo quedaban unos minutos para que llegaran los marines. La lluvia continuaba, pero el viento había amainado.

Kelly se hallaba en campo abierto. No había peligro, porque la exuberante vegetación del fondo ocultaba su silueta. Tanto su ropa como la zona visible de su piel estaban coloreadas para confundirse con la vegetación. Miraba de un lado a otro, en busca de algún peligro, pero no encontró nada. El suelo estaba encharcado y la húmeda arcilla roja de aquellas colinas perdidas se adhería a su cuerpo, a través de la tela de su uniforme, como una segunda piel.

Estaba a diez minutos de la zona de aterrizaje. Los truenos de la costa continuaban esporádicamente, y ahora era difícil distinguirlos de una tormenta real. Sólo Kelly sabía que eran producidos por los cañones de un buque de guerra. Se recostó, apoyó los codos en las rodillas y observó el campo con los prismáticos. Todavía no había luces ni movimiento, seguían sin sospechar que la muerte se les acercaba cada vez más. Kelly tenía la vista tan fija en el campo que casi se olvidó de mantener alerta los oídos.

Costaba percibirlo entre el ruido y la lluvia: un retumbar distante, grave y tenue, que crecía en intensidad. Kelly apartó los prismáticos y se volvió hacia el ruido, intentando determinar su origen.

Motores.

Eran motores de camiones. Bueno, pues había una carretera bastante cerca… No, la carretera principal estaba demasiado lejos… venía de otra dirección.

Quizá un camión de abastecimiento con víveres y el correo. Había más de uno.

Kelly subió a la cima de la colina, se apoyó contra un árbol, y miró abajo hasta donde el camino de tierra se juntaba con el que bordeaba la orilla norte del río. Había movimiento. Cogió los prismáticos.

«Camiones… dos… tres… cuatro… ¡Dios mío!».

Tenían los faros cubiertos y apenas dejaban escapar un débil haz de luz. Eso significaba que eran camiones militares. Los faros del segundo alumbraban la parte trasera del primero. Iba gente detrás, sentada en ambos lados.

El primer camión se detuvo ante las puertas del campo. Un hombre se apeó y gritó que alguien viniese a abrirlas. El resto de camiones se detuvo detrás del primero. Empezaron a bajar soldados, y Kelly los iba contando: diez… veinte… treinta… más… Pero el número era lo de menos, lo que importaba era qué venían a hacer.

Tuvo que apartar la mirada. ¿Cuántas veces más iba a interponerse el destino? ¿Por qué no acababa con su vida de una vez? Pero al destino no le interesaba su vida, y tenía otros planes para él. Kelly cogió la radio.

—Grillo, aquí Serpiente, cambio.

Nada.

—Grillo, aquí Serpiente, cambio.

—¿Qué ocurre? —preguntó Podulski.

Maxwell cogió el micrófono, y dijo:

—Serpiente, aquí Grillo. Hable. Cambio.

—¡Alto! ¡Suspendan la operación! ¡Alto!… cambio.

—Repita el mensaje, Serpiente. Repita.

—¡Suspendan la operación! —dijo Kelly, con tono demasiado alto para su propia seguridad—. ¡Alto! ¿Lo ha recibido? Cambio. —Tuvo que esperar unos segundos para la respuesta:

—Recibido su mensaje de suspender la operación. Manténgase a la escucha.

—¡Enterado! ¡A la escucha, Roger!

—¿Qué ocurre? —preguntó el mayor Vinh.

—Nos informan que los americanos planean asaltar su campo —contestó el capitán vietnamita, observando los movimientos de sus hombres mientras bajaban de los camiones. Los soldados estaban desplegándose con habilidad, la mitad se dirigían hacia los árboles, y la otra mitad tomaban posiciones dentro del perímetro, cavando cuando habían elegido sus puestos—. Camarada mayor, tengo orden de ocuparme de la defensa hasta que lleguen más unidades y me han encargado que le transmita una orden: debe llevar a su invitado ruso a Hanoi para su seguridad.

—Pero…

—Son órdenes del general Giap en persona, camarada mayor. —Esto decidió el asunto rápidamente.

Vinh regresó a su habitación para vestirse y el sargento del campo fue a despertar a su chófer.

Kelly no podía hacer más que observar. Debían de ser unos cuarenta y cinco hombres. Era difícil contarlos cuando se movían. Unos cavaban zanjas para las ametralladoras y otros patrullaban el bosque. A pesar del peligro inminente, Kelly permaneció en su posición. Tenía que asegurarse de que había tomado la decisión acertada, que no se había dejado llevar por el pánico y comportado como un cobarde.

Veinticinco hombres contra cincuenta, por sorpresa y con un plan de ataque, no era imposible. Pero veinticinco contra cien, y sin el elemento sorpresa, no tenían ninguna posibilidad… Había tomado la decisión correcta. No había motivo para añadir veinticinco nombres a la lista de muertos de Washington. Su conciencia no podría cargar con ese tipo de fallo.

—Los helicópteros regresan por el mismo camino de ida, señor —informó el operador de radar al segundo comandante.

—Vuelven demasiado pronto —dijo este.

—¡Maldita sea! Dutch, ¿qué sucede…?

—Hemos suspendido la misión, Cas —dijo Maxwell, mirando fijamente la mesa de cartografía.

—Pero ¿por qué?

—Porque lo dice Clark —contestó Ritter—. Sus ojos son nuestros ojos. Él decide. Usted debe saberlo, vicealmirante. Todavía tenemos a un hombre allí, caballeros. No debemos olvidarlo.

—Tenemos veinte hombres allí.

—Es cierto, señor, pero sólo uno va a salir esta noche. —«Y eso, con suerte».

Maxwell miró al capitán Franks y dijo:

—Vamos a acercarnos a la playa. Deprisa, por favor.

—A sus órdenes, vicealmirante.

—¿Hanoi? ¿Por qué? —preguntó Grishanov.

—Porque son las órdenes. —Vinh examinaba el parte que el capitán le había entregado—. ¡Vaya, vaya! Conque los americanos pensaban darse un paseo por aquí. Espero que vengan. ¡Esto no les resultará como Song Tay!

La posibilidad de entrar en acción no emocionó mucho al coronel Grishanov, y un viaje a Hanoi, aunque no oficial, significaba que también podía visitar la embajada. Así que dijo:

—Haré mi maleta, mayor.

—¡Pero dese prisa! —dijo el mayor, malhumorado, mientras se preguntaba si este viaje a Hanoi se debía a alguna que otra transgresión.

Grishanov recogió sus notas y las metió en la mochila donde guardaba todo su trabajo, ya que Vinh había tenido la amabilidad de devolvérselo. Lo entregaría al general Rokossovski y, una vez estuviese en manos oficiales, podría presentar sus argumentos para que se respetara la vida de los americanos. «No hay mal que por bien no venga», recordó el aforismo inglés.

Podía oírles acercarse; todavía estaban lejos y se movían sin demasiada habilidad, probablemente cansados, pero se acercaban.

—Grillo, aquí Serpiente. Cambio.

—Le recibimos, Serpiente.

—Me largo de aquí. Hay amarillos en la colina, y vienen en mi dirección. Voy hacia el oeste. ¿Puede enviarme un helicóptero?

—Afirmativo. Tenga cuidado, hijo —dijo Maxwell con tono de preocupación.

—Me voy. Cambio y fuera.

Kelly guardó la radio y se encaminó hacia la cima. Se detuvo una vez para mirar y comparar lo que veía con lo que había visto antes.

Les había dicho a los marines que era capaz de correr muy rápido en la oscuridad. Ya era hora de demostrarlo. Oyó una vez más a los soldados vietnamitas que se acercaban. Kelly buscó una abertura en el follaje y empezó a correr cuesta abajo.