XXVIII. EL PRIMERO EN ENTRAR

Hay pocas cosas más desconcertantes y desorientadoras que nadar bajo el agua durante la noche. Por suerte, los que habían diseñado el trineo acuático eran también buceadores y, por lo tanto, comprendían el problema. El artefacto era un poco más largo que el propio Kelly. En realidad, era un torpedo modificado con dispositivos que permitían dirigirlo y controlar su velocidad, convirtiéndolo en un minisubmarino; su aspecto era parecido a un avión dibujado por un niño. Las «alas», aletas en realidad, se dirigían manualmente. Estaba dotado de una sonda y un indicador del ángulo de ascenso y descenso, además de otro indicador de la potencia de la batería, y la vital brújula magnética, El motor eléctrico y las baterías habían sido diseñados para impulsar el aparato bajo el agua, a alta velocidad, con una autonomía de casi diez mil metros. A velocidades menores podía alcanzar distancias más grandes. En ese caso, tenía autonomía para cinco o seis horas, a cinco nudos; más, si los mecánicos del Ogden estaban en lo cierto.

En cierto modo, era como pilotar un C–4I, Resultaba imposible oír el zumbido de las dos hélices a gran distancia, pero Kelly estaba a sólo dos metros de ellas y el irritante y agudo zumbido taladraba sus oídos. Aunque quizá la irritación se debía en parte a todo el café que había bebido. Necesitaba estar muy alerta, y tenía suficiente cafeína en el cuerpo como para permanecer despierto tres días. Había muchas cosas de que preocuparse. Algunos barcos atravesaban el río (transporte de municiones de orilla a orilla, e incluso chicos vietnamitas que iban a ver a su novia), y colisionar con una de aquellas pequeñas embarcaciones podría ser mortal. Apenas había visibilidad, así que Kelly calculó que sólo disponía de un margen de dos o tres segundos para esquivar una embarcación que se le cruzase por delante. Se esforzó en mantenerse en medio del cauce. Cada treinta minutos disminuía su velocidad y sacaba la cabeza del agua para comprobar su posición. A ese país apenas si le quedaban recursos eléctricos, y sin luz para leer o corriente para las radios, la vida de la gente normal era tan primitiva como brutal para sus enemigos. Resultaba un poco triste. Kelly no creía que el pueblo vietnamita fuera más belicoso que cualquier otro, pero estaban en guerra, y su comportamiento, le constaba, dejaba mucho que desear. Volvió a sumergirse, teniendo cuidado de no bajar a más de tres metros. Había oído que un submarinista había muerto después de una rápida ascensión, tras pasar unas horas a cinco metros de profundidad, y no sentía ningún deseo de experimentarlo personalmente.

El tiempo transcurría lentamente. De vez en cuando las nubes se disipaban, y la luz de la luna hacía resaltar la lluvia que caía en la superficie del río, formando frágiles círculos concéntricos en la fantasmagórica pantalla azul, tres metros por encima de su cabeza. Luego las nubes se volvieron más densas, y todo lo que podía ver era un oscuro lecho gris, y el sonido de la lluvia que competía con el infernal zumbido de las hélices. Otro peligro eran las alucinaciones. Kelly tenía mucha imaginación, y ahora se encontraba aislado en un ambiente carente de estímulos exteriores. Pero lo peor era el entumecimiento de su cuerpo. Estaba en un estado de semiingravidez, parecido al que debió sentir en la matriz de su madre, y la confortable placidez que experimentaba era peligrosa. Su mente podía perderse en ensoñaciones, algo que no se podía permitir. Kelly realizaba ejercicios, echaba vistazos a la instrumentación e inventaba pequeños juegos, como intentar mantener la trayectoria horizontal del trineo acuático sin la ayuda del indicador de ángulo —lo que resultó imposible—. El vértigo de los pilotos sobrevenía con más rapidez bajo el agua que en el aire, y Kelly no podía evitar que, cada quince o veinte segundos, el trineo tendiese a descender hacia aguas más profundas. De vez en cuando daba una vuelta completa, sólo para variar un poco, pero la mayor parte del tiempo se limitaba a mirar la instrumentación y la masa de agua que tenía delante, repitiendo el ejercicio una y otra vez, hasta que esto también se volvió peligrosamente monótono. Llevaba sólo dos horas en el agua, y ya se veía obligado a luchar para concentrarse. Necesitaba pensar en algo más. Aunque Kelly se encontraba a gusto en su misión, todas las personas que pudiese encontrar en un radio de diez kilómetros le matarían sin miramientos. Y todas eran naturales del lugar, conocían el río y sus alrededores, y los sonidos y los accidentes del terreno. Y el país estaba en guerra, lo que significaba que un desconocido era sinónimo de peligro, y de enemigo. Kelly no sabía si el gobierno ofrecía recompensa por capturar americanos vivos o muertos, pero era muy probable. La gente se esforzaba más si había una recompensa en juego, especialmente si iba unida al patriotismo. ¿Cómo había empezado todo?, se preguntó. En realidad no le importaba demasiado. Eran sus enemigos y eso no se podía cambiar, y menos en los tres días siguientes, que para él eran su único futuro. Si existía algo más allá, ya se vería.

Había programado su siguiente parada en la curva de un meandro. Kelly disminuyó la velocidad, emergió a la superficie y sacó la cabeza del agua sigilosamente. Escuchó unos ruidos en la orilla norte, a unos doscientos cincuenta metros. Eran voces masculinas que hablaban un idioma cuya cadencia melódica se transformaba en desagradable cuando expresaba ira. Se sumergió de nuevo, mirando cómo cambiaba el rumbo marcado por la brújula al doblar la amplia curva. Aunque breve, aquella conversación le pareció de una extraña intimidad. ¿De qué estaban hablando? ¿De política? Un tema aburrido en un país comunista. ¿De agricultura? ¿De la guerra? Quizá, porque hablaban en voz baja. Los americanos estaban matando a tantos jóvenes del país que no era de extrañar que los odiasen, pensó Kelly, y perder un hijo tenía que ser igual de doloroso en todos los países. Tal vez hablaran con orgullo del muchacho que marchó de casa para hacerse soldado y acabó achicharrado por el napalm, acribillado por una metralleta, o volatilizado por una bomba; fuese verdad o no, tenían que explicar la historia de alguna manera y en todos los casos el hijo seguiría siendo aquel niño al que habían visto dar su primer paso y había balbuceado «papá» en su lengua nativa. Pero algunos de aquellos niños habían crecido y se habían hecho seguidores de PLASTIC FLOWER, Kelly no se arrepentía de matarles. La conversación que había oído tenía calidez humana y, aunque Kelly no podía entenderla, levantaba un interrogante: ¿En qué aspecto eran diferentes…?

«¡Son diferentes y punto, imbécil! ¡Qué los políticos se ocupen de eso!». Esa clase de preguntas le hacía olvidar que, rio arriba, había veinte compatriotas. Se maldijo a sí mismo y volvió a concentrarse en conducir el trineo acuático.

Pocas cosas solían distraer al pastor Charles Meyer de la preparación de sus sermones semanales. Esa era probablemente la parte más importante de su ministerio, explicar de manera concisa y clara lo que necesitaban sus feligreses, porque, salvo que surgiera un problema, sólo le veían una vez por semana; y cuando el problema surgía era preciso que contaran con una sólida fe para que su ayuda y sus consejos surtiesen efecto. Meyer llevaba treinta años de sacerdocio, toda su vida adulta, y su elocuencia natural —uno de sus principales dones— se había ido puliendo tras años de práctica, hasta el punto de que podía transformar cualquier pasaje de la Biblia en una lección práctica de moralidad. El reverendo Meyer no era un hombre severo, su mensaje se basaba en la piedad y el amor. Era alegre y le gustaba bromear y, aunque sus sermones eran muy serios —puesto que la salvación era la principal meta del hombre—, su labor consistía, desde su punto de vista, en revelar la verdadera naturaleza de Dios. Amor. Compasión. Caridad. Redención. Había dedicado toda su vida a ayudar a los descarriados a volver a la Iglesia, a volver al seno de la religión a pesar de la caída. Una labor tan importante como para ordenar su vida en función de ella.

—Bienvenida a casa, Doris —saludó Meyer al entrar en la casa de Ray Brown. Era un hombre de mediana estatura, y su espeso cabello gris le daba aspecto severo y reposado. Tomó las manos de la joven y sonrió afectuosamente—. Dios ha escuchado nuestras oraciones.

A pesar de su amabilidad y su comprensión, este encuentro iba a ser difícil para los tres. Doris había escogido el camino equivocado, pensó, Meyer no podía olvidarlo, pero intentó no adoptar una actitud punitiva. Lo importante era que la hija pródiga había regresado —la razón por la que Jesús había venido a la tierra se podía encontrar en unos pocos versículos de esa parábola—. Todo el cristianismo en una sola historia. Por muy graves que fuesen los pecados de un individuo, aquellos que tenían el valor de volver siempre serían bien recibidos. Padre e hija estaban sentados en el viejo sofá azul, y Meyer a su izquierda, en un sillón. Había tres tazas de té encima de una mesa baja. El té era la bebida más apropiada para una ocasión así.

—Tienes buen aspecto, Doris.

—Gracias, reverendo.

—Ha sido muy duro, ¿verdad?

—Sí —dijo ella en voz queda.

—Doris, todos cometemos errores. Yo los cometo, y también tu padre, y tú también. Dios nos hizo imperfectos. Tienes que aceptarlo, y tienes que seguir intentando ser cada día mejor. No todo el mundo lo consigue, pero tú sí. Has regresado. Has dejado la maldad detrás de ti y, con un poco de esfuerzo, conseguirás dejarla atrás para siempre.

—Lo haré —dijo ella con determinación—. Juro que lo haré. He visto… y hecho cosas terribles.

Meyer no era fácil de impresionar. El trabajo de los clérigos consistía en escuchar historias sobre la realidad del infierno, ya que los pecadores no podían recibir el perdón hasta que estuviesen realmente arrepentidos. Esa labor requería un oído amigo y una voz llena de amor y sentido común. Pero lo que estaba escuchando ahora le impresionaba. Intentó disimularlo. Sobre todo, se repitió que su feligresa había salido de todo aquello, porque durante los veinte minutos siguientes escuchó cosas que nunca hubiera imaginado, cosas que le recordaban el pasado, cuando sirvió de capellán castrense en Europa. El diablo existía y su fe le había preparado para afrontarlo, pero la cara de Lucifer no estaba hecha para los ojos indefensos de los hombres; y aún menos para los ojos de una muchacha a quien su padre había rechazado, en un desafortunado arrebato de cólera, en una edad tan vulnerable.

El relato recrudeció. La prostitución era algo aterrador. El daño podía afectar a las jóvenes por el resto de su vida, y se alegró de saber que Doris estaba siendo tratada por la doctora Bryant, una extraordinaria terapeuta a la que había enviado dos de sus feligreses. Durante varios minutos compartió el dolor y la vergüenza de Doris, mientras su padre sostenía valerosamente la mano de su hija y contenía sus propias lágrimas. Luego tocó el tema de la droga, primero el consumo y después el negocio de aquellos malvados sin escrúpulos. Ella contó la historia con tal sinceridad y valor que el reverendo no pudo menos que admirarla al observarla, temblar y con lágrimas en los ojos. Después Doris mencionó los abusos sexuales y, finalmente, relató la parte más terrible.

Ante los ojos del pastor Meyer la realidad se revelaba en toda su crudeza… Doris parecía recordarlo muy bien. La doctora Bryant tendría que emplearse a fondo para ayudarla a desterrar aquellos horrores. Contaba la historia al dedillo, sin olvidar el menor detalle. Para Doris era saludable sacar todo al exterior; y también para su padre. Y Charles Meyer se convirtió inevitablemente en el receptor de aquellos horrores de los que ellos intentaban deshacerse. Había habido muertes, gente inocente, víctimas, dos muchachas no muy diferentes de la que tenía delante habían sido asesinadas de una forma que merecía la… condenación eterna, se dijo el pastor con una mezcla de tristeza y cólera.

—La bondad que demostraste hacia Pam, querida, es uno de los actos más valerosos que he visto —dijo el pastor en voz baja, casi a punto de llorar—. Ese era Dios, Doris. Ese era Dios actuando a través de tus manos, mostrándote la bondad que hay en tu corazón.

—¿De verdad cree eso? —preguntó ella, y rompió a llorar. Meyer tenía que aprovechar el momento, y se puso de rodillas delante de padre e hija, cogiendo sus manos.

—Dios te visitó y te salvó, Doris. Tu padre y yo rezamos por este momento. Has vuelto con nosotros, y ya nunca tendrás que volver a hacer esas cosas terribles. —El pastor Meyer desconocía, por supuesto, los detalles que Doris había obviado. Él sabía que una doctora y una enfermera de Baltimore la habían ayudado a recuperar la salud. No sabía cómo Doris había llegado hasta allí, y Meyer supuso que había decidido escaparse y que, a diferencia de la otra muchacha, Pam, lo había conseguido. Tampoco sabía que la doctora Bryant le había advertido que no debía revelar esa información. En todo caso, otras muchachas seguían sojuzgadas por el tal Billy y su amigo Rick. Al igual que había dedicado su vida a rescatar almas de las garras de Lucifer, Meyer también debía salvar sus cuerpos. Tenía que tener cuidado. Aquella conversación era como una confesión. Podía aconsejar a Doris que hablara con la policía, pero no podía obligarla. Sin embargo, dado que era un ciudadano y un hombre de Dios, tenía que hacer algo para ayudar a esas otras muchachas. Todavía no sabía qué. Le pediría consejo a su hijo, un joven sargento de la policía de Pittsburgh.

Kelly sacó la cabeza del agua hasta los ojos. Con ambas manos se quitó la capucha de goma para oír mejor. Había toda clase de sonidos. Insectos, aleteo de murciélagos y, por encima de todo, la lluvia, que caía ahora con menos intensidad. Hacia el norte estaba muy oscuro, pero cuando sus ojos se acostumbraron distinguió algunas formas. Allí estaba «su» colina, detrás de otra más pequeña a una distancia de un kilómetro y medio. Por las fotografías aéreas se sabía que no había ninguna casa habitada entre él y su objetivo. A unos cien metros distinguió una carretera que parecía desierta. No oyó ningún ruido mecánico. Era hora de avanzar.

Kelly dirigió el trineo acuático hacia la orilla, y lo ocultó entre unas ramas que colgaban sobre el agua. Su primer contacto físico con la tierra de Vietnam del Norte le produjo un escalofrío, pero reaccionó inmediatamente. Se quitó el traje de buceador y lo metió en el compartimiento hermético del trineo. Se puso rápidamente el traje de camuflaje y unas botas de suelas estilo vietnamita para disimular sus huellas. Luego se aplicó la pintura de camuflaje: verde oscuro en la frente, los pómulos y la mandíbula, y más claro bajo los ojos y en las mejillas. Tras descargar su equipo, pulsó el arranque del trineo, que se alejó hacia el centro del río con las cámaras de flotación abiertas y se hundió. Kelly tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo desaparecer. Mirar despegar un helicóptero de la zona de aterrizaje daba mala suerte, recordó. Demostraba falta de resolución. Kelly centró su atención en la carretera, y aguzó el oído en busca del ruido de algún motor. No oyó ninguno y trepó al talud de la ribera. Cruzó el camino de grava y desapareció entre la maleza en dirección a la primera colina.

Los nativos iban por ahí a recoger leña para sus fogones. Eso le preocupaba —¿estarían por aquí mañana?—, pero también le permitía moverse más rápida y sigilosamente. Avanzaba encorvado y pisaba con mucho cuidado, con los ojos y oídos en constante alerta ante cualquier movimiento o ruido. Empuñaba el fusil y con el pulgar comprobó el seguro. También comprobó si la recámara estaba cargada. El oficial mecánico había preparado el arma a conciencia, pero si había algo que Kelly no deseaba, era verse obligado a disparar con su Car–15.

Tardó media hora en llegar a la cima de la primera colina. Se detuvo y buscó en vano un lugar despejado desde el que pudiese observar y escuchar. Eran casi las tres de la madrugada. Las únicas personas despiertas a esas horas lo estarían por obligación, lo que no les debía gustar mucho. El cuerpo humano funcionaba conforme al ciclo del día y la noche, y durante la madrugada las funciones corporales decaían.

Kelly se dirigió colina abajo. Al pie había un riachuelo que alimentaba el río. Llenó una de sus cantimploras, añadiéndole una pastilla purificadora. Escuchó en el silencio de la noche. No oyó ningún ruido sospechoso. Miró hacia «su» colina, una masa gris que se alzaba bajo el cielo nuboso. Cuando emprendió la subida, la lluvia se intensificó. Allí no había tantos árboles cortados, ya que estaba más lejos de la carretera. La zona era demasiado empinada para los cultivos y, con las tierras llanas tan cerca, era poco probable encontrarse con alguien. Seguramente por eso habían construido SENDER GREEN allí, pensó. Era un lugar que atraería muy poco la atención. Pero eso tenía también sus desventajas.

A mitad de la cuesta, vio el campo de internamiento por primera vez, enclavado en un espacio abierto en medio del bosque. No sabía si antes había sido un prado, o si habían talado los árboles por alguna razón. Al otro lado de la colina había un camino que unía el lugar con la carretera del río. Kelly vislumbró un destello en una de las torres de vigilancia; sin duda alguien que encendía un cigarrillo. La gente nunca aprendía. Llevaba mucho tiempo que los ojos se acostumbrasen a la oscuridad, y lo que acababa de hacer el guardia podía estropearlo. Kelly apartó la mirada y se centró en lo que le quedaba de la subida, sorteando los arbustos y buscando pasos por donde su uniforme no rozase contra las ramas y hojas, porque el más mínimo ruido podría traicionarle. Le sorprendió la facilidad con que llegó a la cima.

Se sentó y permaneció totalmente inmóvil durante unos minutos, alerta a sonidos y movimientos. Luego realizó una inspección detallada del campo. Encontró un lugar idóneo, unos siete metros debajo de la cumbre. El lado extremo de la colina era muy empinado, y cualquier persona que intentase escalarlo haría ruido. Desde ese lugar, un observador casual no podía ver su silueta desde abajo. Como otra medida de protección, se situó detrás de una hilera de arbustos. Este era su lugar y su colina. Del traje de camuflaje sacó una radio.

—Serpiente llamando a Jardín, ¿me recibe?

—Serpiente, aquí Jardín, le oigo perfectamente —contestó uno de los operadores desde la furgoneta de comunicaciones, aparcada en la cubierta del Ogden.

—He alcanzado el puesto y voy a empezar la vigilancia. Corto y cambio.

—Recibido. Corto y fuera. —Miró al almirante Maxwell.

La segunda fase de BOXWOOD GREEN ya estaba concluida.

La tercera fase empezó en seguida. Kelly sacó unos potentes prismáticos de su estuche y empezó a escudriñar el campo. Había guardias en las cuatro torres, y dos de ellos estaban fumando, lo que significaba que su superior estaba durmiendo. El ejército de Vietnam del Norte observaba una rigurosa disciplina y castigaba duramente cualquier transgresión; la pena máxima era un castigo bastante corriente incluso para delitos menores. Sólo había un coche y estaba aparcado cerca de un edificio que tenía que ser el alojamiento de los oficiales del campo. No se oían ruidos ni se veían luces. En cierto modo era como estar de regreso en la base de Quantico, durante los ejercicios de simulación. La similitud del ángulo y la perspectiva era muy extraña. Parecía haber algunas diferencias en los edificios, pero podía achacarlas a la oscuridad, o quizá a una sutil diferencia de color. No, era el patio, o la plaza de armas, o como se llamase. Allí no había césped. La superficie era plana y yerma, cubierta sólo por la arcilla roja de la región. El color y la diferencia de textura cambiaban sutilmente el fondo de los edificios, y por lo tanto su aspecto. Los tejados también eran distintos, pero sus vertientes eran iguales. Era como Quantico y, con suerte, la batalla tendría el mismo éxito que los entrenamientos. Kelly se acomodó y bebió un sorbo de agua. Tenía el gusto insípido del agua destilada del submarino, tan extraño como el lugar en que se encontraba.

A las 3.45 vio encenderse las luces del cuartel, amarillentas y vacilantes como las de una vela. Quizá estuvieran relevando la guardia. Los dos soldados que se encontraban en la torre de vigilancia más cercana se desperezaban y charlaban confiadamente. Kelly apenas pudo percibir el murmullo de la conversación, y menos aún las palabras y la cadencia. Estaban aburridos. Normal en esa clase de servicio. Tal vez se quejaran de ello, pero no demasiado, porque la alternativa era un paseo por el sendero de Ho Chi Minh a través de Laos y, aunque fuesen patriotas, no era una perspectiva muy halagüeña. Aquí sólo tenían que vigilar a unos veinte hombres encerrados en celdas individuales, quizá encadenados a la pared, con menos posibilidades de escapar que las que Kelly tenía de andar por encima del agua; e incluso si lograran esa hazaña imposible, ¿qué harían después? ¿Qué podrían hacer unos hombres blancos y altos en un país de gente pequeña y amarilla, además de hostil? La prisión de Alcatraz no era más segura que ese campo de internamiento. Así que había tres relevos diarios de la guardia, y era un servicio lo suficientemente aburrido como para entumecer los sentidos.

«¡Perfecto! —se dijo Kelly—. Seguid así, amigos».

La puerta del cuartel se abrió y salieron ocho hombres. No distinguió a ningún suboficial al mando del destacamento. Esto era sorprendentemente irregular por parte del ejército de Vietnam del Norte. Rompieron filas en parejas, y cada una se dirigió a una de las torres. Los guardias de relevo subieron antes de que bajaran los sustituidos. Intercambiaron algunas palabras, y los soldados relevados bajaron. Dos de ellos encendieron cigarrillos antes de encaminarse hacia el cuartel, charlando al pie de una de las torres. En conjunto, era una maniobra cómoda y rutinaria, realizada por hombres que llevaban meses haciendo lo mismo.

«¡Un momento! Dos de ellos cojean», se dijo Kelly. Eran veteranos. Eso era a la vez malo y bueno. La gente que tenía experiencia de combate era simplemente diferente. A la hora de la acción, reaccionaban rápido. Aunque llevaban tiempo sin entrenarse, su instinto les ayudaría e intentarían luchar con eficacia, incluso sin mando… pero, como veteranos, también serían más blandos, más remolones, y sin la impaciencia temeraria de los jóvenes reclutas. Como siempre, era un cuchillo de dos filos. En ambos casos Kelly lo tendría en cuenta. Había que eliminarlos por sorpresa. Eso sería lo más seguro, pero era una suposición equivocada. Las tropas que vigilaban los campos de prisioneros de guerra solían ser de segunda categoría. Pero esos hombres eran tropas de combate, aunque estuviesen heridos y los hubiesen relegado a desempeñar labores de apoyo. ¿Algún otro error?, se preguntó Kelly. No descubrió ninguno. Transmitió un largo mensaje en código por su radio.

Los técnicos de comunicaciones transmitieron que habían recibido el mensaje.

—EASY SPOT, señor.

—¿Buenas noticias? —preguntó el capitán Franks.

—Todo va según el plan, sin novedades —contestó el vicealmirante Podulski. Maxwell estaba durmiendo. Cas no dormiría hasta que la misión concluyera—. El mensaje de nuestro amigo Clark incluso ha llegado en el tiempo exacto.

Al coronel Glazov, como a sus colegas occidentales, no le gustaba trabajar los fines de semana, y aún menos cuando era por culpa de su auxiliar administrativo, que se equivocó de montón al colocar el informe. Pero el muchacho había telefoneado a su jefe para informarle de su error, así que no pudo más que regañarle un poco por su descuido y, al mismo tiempo, elogiar su honradez y su sentido del deber. Volvió a Moscú desde su dacha, encontró aparcamiento detrás del edificio y, después de someterse a los pesados trámites de seguridad —firmar el libro y explicar la razón de su presencia en el edificio—, subió al ascensor. Luego tuvo que abrir su despacho y telefonear al archivo central para que le enviaran los documentos pertinentes, lo que también tardaba más de la cuenta los fines de semana. Desde el momento en que recibió la inoportuna llamada que desencadenó todo el proceso, transcurrieron dos horas hasta empezar a estudiar los informes en cuestión. El coronel firmó por los documentos y esperó a que se hubiera marchado el empleado del archivo.

—¡Maldita sea! —juró el coronel en inglés, por fin a solas en su despacho del cuarto piso.

¿Así que CASSIUS tenía un amigo en la Oficina de Seguridad Nacional de la Casa Blanca? ¡No era de extrañar que cierta información enviada por él hubiese sido considerada suficientemente importante para que Georgi Borissovich volara a Londres para concretar su reclutamiento! El oficial superior del KGB ahora se regañó a sí mismo. CASSIUS se había guardado esa información en la manga, quizá con la idea de poner nervioso al oficial superior encargado de su control. El oficial que llevaba el caso, el capitán Yegorov, se tomaba las cosas con calma —¿por qué no?— y describía, con todo detalle, su primer contacto con el individuo.

—Boxwood Green —dijo Glazov.

Era el nombre en código de la operación, elegido al azar, como solían hacer los americanos. La siguiente cuestión era si debía remitir la información a los vietnamitas. Esa era una decisión política que debía ser tomada inmediatamente. El coronel cogió el teléfono y marcó el número de su superior, que se encontraba en casa. Este se puso de un humor de perros.

El alba era un momento equívoco. El color de las nubes cambiaba de un color pizarra a un tono gris, mientras el sol se adivinaba detrás de ellas, ya que no se haría visible hasta que la borrasca se hubiese desplazado hacia el norte de China, según preveían los pronósticos. Kelly echó un vistazo a su reloj, haciendo cálculos mentalmente. El cuerpo de guardia se componía de cuarenta y cuatro hombres, más cuatro oficiales, y quizá un cocinero o dos. Todos ellos, salvo los ocho de las torres de vigilancia, formaron justo después del alba para hacer los ejercicios matutinos. Algunos tenían verdadera dificultad para realizarlos y uno de los oficiales, un teniente, daba vueltas, cojeando con un bastón; probablemente tenía lesionado un hombro, a juzgar por la forma en que lo utilizaba. «¿Qué mosca te ha picado?», le preguntó Kelly. Un suboficial tullido y malhumorado inspeccionaba los hombres, maldiciéndoles de una manera que demostraba muchos meses de práctica. A través de los prismáticos, Kelly observó las muecas que hacían los hombres a espaldas del cabrón, pero eso concedía a los guardias una calidad humana que no le agradó demasiado.

Los ejercicios matutinos duraron una hora. Al terminar, los soldados rompieron filas de una manera muy poco militar y fueron a desayunar. Como era de esperar, los guardias de la torre pasaban la mayoría del tiempo observando el campo, apoyados sobre sus codos. Era probable que ni siquiera quitaran los seguros de sus armas, una sensata precaución que les perjudicaría esta noche o la siguiente, según el tiempo. Kelly volvió a comprobar los alrededores. No era prudente concentrarse demasiado en el objetivo. Ahora no volvería a moverse de su sitio, ni siquiera a la luz gris del día que aumentaba a medida que pasaba la mañana, pero podía permitirse volver la cabeza para mirar y escuchar. Aprendió a reconocer el canto de los pájaros, para poder advertir cualquier anomalía. Había colocado un trapo verde encima del cañón de su fusil y, aunque protegido por los arbustos, llevaba un sombrero de ala ancha para romper su silueta que, junto con la pintura de camuflaje, le hacían invisible en el entorno caluroso y húmedo. «¿Por qué la gente se pelea por este maldito lugar?», se preguntó. Sentía picaduras de insectos en la piel. El producto que se había aplicado, conseguía ahuyentar los más fieros, pero no a todos, y los sentía corretear por su cuerpo. En lugares como ese todos los riesgos contaban. Kelly había olvidado muchas cosas. El entrenamiento era válido y necesario, pero nunca como la realidad. Los peligros que le acechaban no se podían disimular. Un pequeño aumento de las pulsaciones podría agotarte, incluso aunque guardaras absoluto reposo.

Comida, alimentación, fuerza. Moviéndose con cuidado sacó de su bolsillo dos tabletas de subsistencia. Su comida «preferida», pero ahora era vital. Con los dientes quitó las envolturas de plástico y las masticó lentamente. La fuerza que le daban era probablemente tan psicológica como real, pero ambos factores eran de utilidad, ya que tenía que afrontar tanto la fatiga como la tensión.

A las ocho se produjo un nuevo relevo de la guardia. Los soldados que acababan de terminar su servicio fueron a tomar su rancho. Dos soldados se apostaron a cada lado de la portilla, mirando aburridos hacia la carretera con la esperanza improbable de ver acercarse algún vehículo a ese campo perdido. Se formaron los destacamentos de trabajo encargados de tareas tan inútiles para Kelly como para quienes las ejecutaban sin protestas ni interés.

El coronel Grishanov se levantó pasadas las ocho. La noche anterior se había acostado tarde y, aunque esperaba levantarse más temprano, descubrió que su despertador había dejado de funcionar, corroído por ese clima del demonio. Echó un vistazo a su reloj de aviador, y vio que eran las 8.10. «¡Maldita sea!». Ya no tendría tiempo de ir a correr. Haría demasiado calor y amenazaba con seguir lloviendo durante todo el día. Preparó una taza de té en un pequeño hornillo de gas. El periódico tampoco había llegado esa mañana. No podría leer los resultados del fútbol, ni el artículo sobre el nuevo ballet, ni tendría con qué distraerse en ese detestable lugar. Por importante que fuera su deber, necesitaba distracción como cualquier persona. Ni las cañerías estaban en condiciones. Se había acostumbrado a todo, pero eso no era un consuelo. ¡Dios!, daría cualquier cosa por volver a casa y oír hablar su lengua materna, por estar en un lugar civilizado donde se pudiese hablar de cosas mundanas. Grishanov frunció el ceño ante el espejo que usaba para afeitarse. Le quedaban meses, y estaba quejándose como un soldado raso, un puñetero recluta. Se suponía que estaba preparado para superar estas cosas.

Su uniforme necesitaba un buen planchado. La humedad había atacado las fibras de algodón, su almidonada camisa parecía un pijama, y ya iba por el tercer par de zapatos, pensó Grishanov mientras bebía té y repasaba las notas de los interrogatorios de la noche anterior. Tanto trabajo y ninguna distracción, y encima iba a llegar tarde. Intentó encender un cigarrillo, pero la humedad había inutilizado sus cerillas. Bueno, lo encendería en el hornillo. Pero ¿dónde coño había dejado su mechero…?

Su trabajo le daba satisfacciones, si se las podía llamar así. Los soldados vietnamitas le trataban con un respeto casi reverencial, salvo el bastardo inepto que estaba al mando del campo, el mayor Vinh. La cortesía hacia un aliado socialista exigía que Grishanov tuviese un asistente, un joven campesino menudo, ignorante y tuerto que era capaz de hacer la cama y vaciar el orinal todas las mañanas. El coronel pudo marcharse con la seguridad de que su habitación estaría algo más limpia cuando volviese. Además, su trabajo era importante e incluso estimulante, en el sentido profesional de la palabra. Pero esa mañana hubiera matado por conseguir su periódico, el Sovietski Sport.

—Buenos días, Iván —susurró Kelly.

No necesitaba los prismáticos para verle. Su estatura destacaba —más de un metro ochenta— y su uniforme era muy diferente, mucho más pulcro que el de los norvietnamitas. Kelly utilizó los prismáticos para observar su cara, pálida y colorada, los ojos entrecerrados a causa de la luz del día. Hizo un ademán a un menudo soldado raso que le esperaba junto a la puerta del alojamiento de los oficiales. «Su asistente», pensó Kelly. Un coronel ruso de visita tendría derecho a ciertas comodidades. Sin duda era piloto, por las alas que lucía en la camisa, sobre los galones. «¿Sólo uno? —se preguntó Kelly—. ¿Un único oficial ruso para ayudar a torturar a los prisioneros?». A Kelly le pareció un poco extraño. Pero también significaba que sólo tendría que matar a un ruso. A pesar de su desconocimiento de la política, Kelly sabía que matar rusos no beneficiaba a nadie, por más satisfactorio que fuese. Le observó cruzar la plaza de armas. Se le acercó un mayor, el único oficial vietnamita visible en ese momento. Otro cojo, anotó Kelly. El diminuto mayor saludó al alto coronel.

—Buenas días, camarada coronel.

—Buenas días, mayor Vinh. —«Enano bastardo, ni siquiera sabes saludar. Quizá tampoco sepas comportarte ante tus superiores»—. ¿Los prisioneros han recibido sus raciones?

—Tendrán que conformarse con lo que hay —dijo el mayor.

—Mayor, es importante que me escuche —repuso Grishanov—. Necesito obtener información de los prisioneros. Pero no la obtendré si usted los mata de hambre.

—Camarada coronel, tenemos problemas para alimentar a nuestra propia gente. Supongo que no desea que los combatientes de nuestro heroico pueblo den su alimento a los perros yanquis —replicó el vietnamita con serenidad. A fin de cuentas, los rusos eran sus aliados—. Lo siento, pero tengo órdenes que cumplir. Si encuentra dificultades para interrogar a los americanos prisioneros, intentaremos ayudarle en la medida de lo posible. Pero mis hombres tienen prioridad en lo referido al alimento.

—Bien, mayor, se lo agradezco, pero intentaré arreglármelas sin su ayuda —dijo el soviético. Hizo el saludo militar y se alejó de aquel pequeño y arrogante bastardo amarillo.

Mientras se dirigía al encuentro del piloto americano, pensó que le gustaría estrangular con sus propias manos al vietnamita.

Kelly observó el encuentro del soviético y el vietnamita desde su posición en la colina. Luego se relajó un momento. Por un instante había temido que se realizaran patrullajes en los alrededores del campo, pero ese territorio era teóricamente seguro y aquellos hombres no parecían soldados de primera fila que tuviesen en cuenta todos los detalles. Así pues, su siguiente transmisión al Ogden confirmó que la situación entraba dentro de los límites de riesgo aceptable.

El sargento Peter Meyer fumaba. Su padre no lo aprobaba nunca, pero aceptaba el vicio de su hijo siempre que se limitase a hacerlo en el exterior de la vicaría, como lo hacía ahora, ambos sentados en el porche trasero después de la cena de domingo.

—Se trata de Doris Brown, ¿verdad? —preguntó Peter. A sus veintiséis años era uno de los sargentos más jóvenes del departamento y, como muchos oficiales de policía, era un veterano de Vietnam. Le faltaba muy poco para graduarse en la escuela nocturna, y estaba pensando en solicitar su ingreso en la Academia del FBI. La noticia de que la rebelde muchacha estaba de vuelta circulaba por la vecindad—. La recuerdo. Tenía una reputación un tanto dudosa hace unos años.

—Peter, sabes que no puedo hablar de eso. Es un asunto pastoral. Cuando llegue el momento, aconsejaré a esa persona que hable contigo, pero…

—Papá, sé lo que establece la ley al respecto. Pero tienes que comprender que estamos hablando de dos homicidios. Dos muertos y un negocio de drogas. —Arrojó la colilla al césped—. Es un asunto muy serio, papá.

—Incluso peor que eso —dijo su padre en voz baja—. No sólo matan a las muchachas, también las torturan y las someten a abusos sexuales. Es espantoso. Esa joven está en tratamiento psicológico. Sé que tengo que hacer algo, pero no puedo…

—Sí, sé que no puedes, de acuerdo. Llamaré a mis colegas de Baltimore para informarles sobre lo que me has dicho. Debería esperar hasta poder ofrecerles una información más concreta, pero como acabas de decir, tenemos que hacer algo. Les llamaré mañana a primera hora.

—¿Podría correr ella… esa persona algún peligro? —preguntó el reverendo Meyer, reprochándose el descuido.

—No lo creo —juzgó Peter—. Si logró escapar, seguro que no saben dónde se encuentra; de lo contrario, quizá ya la hubiesen matado.

—¿Cómo pueden hacer cosas así?

Peter encendió otro cigarrillo. Su padre era un hombre demasiado bueno para comprender aquello. Ni siquiera él lograba explicárselo.

—Papá, yo veo cosas así todos los días, y me cuesta creerlas. Lo importante es coger a esos bastardos.

—Sí, supongo que sí.

El rezident del KGB en Hanoi tenía el rango de general de división y su labor consistía, sobre todo, en espiar a los supuestos aliados de su país. ¿Cuáles eran sus objetivos reales? ¿Era real o fingida su supuesta desavenencia con China? ¿Cooperarían con la Unión Soviética cuando ganaran la guerra? ¿Dejarían a la Armada soviética usar la base cuando se marcharan los americanos? Aunque creía tener las respuestas, las órdenes de Moscú y su propio escepticismo le obligaban a hacerse las mismas preguntas una y otra vez. Tenía informadores dentro del Partido Comunista de Vietnam del Norte, en el Ministerio de Asuntos Exteriores del país, y en otros puntos clave. La buena voluntad de esos vietnamitas a la hora de pasar información a un aliado podía significar la muerte para ellos, aunque el parte oficial lo camuflara de «suicidios» o «accidentes», porque ninguno de los dos países estaba interesado en una ruptura formal. Simular entendimiento era mucho más importante en un país comunista que en un país capitalista, pues era más fácil aceptar los símbolos que la realidad.

El informe cifrado que descansaba sobre su mesa era interesante, ya que no incluía ninguna orden sobre qué hacer con él. ¡Típico de los burócratas de Moscú! Siempre dispuestos a entrometerse en asuntos que él era capaz de solucionar solo, pero ahora no sabían qué hacer… y tenían miedo de no hacer nada. Así que le habían pasado el muerto.

Él conocía la existencia del campo, desde luego. Aunque era una operación dirigida por el servicio de información militar, tenía gente colocada en la oficina del agregado, con el deber de informarle directamente de cualquier novedad. Quizá el coronel Grishanov utilizara métodos irregulares, pero conseguía mejores resultados que los obtenidos por su propia oficina a través de esos pequeños salvajes. Ahora el coronel había propuesto una idea bastante atrevida. En vez de dejar que los vietnamitas mataran a los prisioneros a su debido tiempo, ¿por qué no llevarlos a Rusia? Sin duda era una idea brillante, pensó el general del KGB mientras intentaba decidir si debía presentarla ante sus superiores en Moscú, donde seguramente la elevarían a nivel ministerial o quizá hasta el Politburó. Realmente, la idea tenía su mérito. Y eso le ayudó a tomar la decisión definitiva.

¿Cuánto tiempo podría esperar?, pensó. Los americanos solían ser rápidos, pero no tanto. La misión había sido aprobada por la Casa Blanca hacía una o dos semanas. Todos los burócratas eran iguales, después de todo. Si se trataba de Moscú, tardaban una eternidad. De no haber sido por las demoras burocráticas, la operación americana KINGPIN habría sido un éxito, incluso a pesar de que un agente de pacotilla del sur de Estados Unidos había permitido a los rusos avisar a Hanoi, aunque demasiado tarde. Pero ahora estaban prevenidos de verdad…

La política. Era inevitable que se mezclara en las operaciones de inteligencia. Anteriormente todos le habían acusado de demorar los planes…, pero ahora no estaba dispuesto a dejar que lo volvieran a hacer. Incluso los Estados satélites necesitaban ser tratados como camaradas. El general cogió el teléfono para concertar una cita. Invitaría a su contacto a comer en la embajada. Así estaría seguro de que la comida sería decente.