La primera fase de la operación BOXWOOD CREEN empezó poco antes del amanecer. Cuando recibió la orden, un mensaje en clave de una sola palabra, el portaaviones Constellation, que seguía rumbo al sur, viró en redondo. Dos cruceros y seis destructores siguieron su ejemplo y viraron a babor, y desde los nueve puentes partió la misma orden: «¡A toda máquina!». Las calderas estaban a punto, y cuando los buques voltearon a estribor, empezaron a acelerar. La maniobra cogió por sorpresa a la tripulación del pesquero ruso. Habían esperado que el Connie virara hacia el otro lado, navegando contra el viento para iniciar las operaciones aéreas, pero, sin que se dieran cuenta, el portaaviones puso proa en la dirección del viento y navegaba hacia el noroeste a gran velocidad. El pesquero del servicio de inteligencia ruso cambió su rumbo también, acelerando con la vana esperanza de alcanzar la formación del portaaviones. El Ogden se quedó con dos destructores de misiles de la clase «Adams» de escolta, una sensata precaución después de lo ocurrido no hacía mucho al Pueblo cerca de la costa coreana. El capitán Franks observó el barco ruso desaparecer una hora después. Dejaron pasar otras dos horas para estar más seguros. A las ocho de la mañana, dos helicópteros Cobra AH–1, volaron en solitario, a ras del agua, desde la base aérea de Danang hasta la pista de aterrizaje de la espaciosa cubierta del Ogden. La presencia de dos helicópteros de ataque en la cubierta del buque, que según las partes de inteligencia soviéticos llevaba a cabo una misión de espionaje electrónico no muy diferente de la suya, podía haber despertado las sospechas de los rusos. Los mecánicos de mantenimiento empujaron los dos Snakes hacia un hangar y empezaron con la puesta a punto y la revisión de los equipos. Algunos miembros de la tripulación del Ogden encendieron las luces del hangar, y los ayudantes del jefe de máquinas se pusieron a disposición de los recién llegados. Aún no estaban informados de la misión, pero era evidente que algo excepcional estaba sucediendo. Ya no había tiempo para preguntas. Fuera lo que fuera, todos los recursos del buque fueron puestos a su servicio, antes incluso de que los oficiales transmitieran la orden a sus hombres. Los helicópteros Cobra significaban acción, y todos sabían que estaban más cerca de Vietnam del Norte que de Vietnam del Sur. Los rumores empezaron a circular. En primer lugar, había llegado un grupo de agentes del servicio de inteligencia, luego los marines, y ahora dos helicópteros de combate, y para esa tarde esperaban el aterrizaje de nuevos helicópteros. El personal médico recibió la orden de preparar la enfermería para alojar a los futuros visitantes.
—Vamos a pillar a esos cabrones por sorpresa —comentó un tercer ayudante de contramaestre a su superior.
—No vaya diciéndolo por ahí —gruñó el veterano con veintiocho años de servicio a sus espaldas.
—¿A quién coño se lo voy a decir, señor? Escuche, yo estoy a favor de todo esto.
«¿Adónde irá a parar la Armada?», se preguntó el veterano del golfo de Leyte para sus adentros.
—Usted, usted y usted. —Un suboficial señaló a varios reclutas—. Revisen la cubierta de aterrizaje.
Palmo a palmo, registraron la cubierta, en busca de cualquier objeto que pudiera ser aspirado por la succión de un motor. El suboficial se volvió hacia el contramaestre.
—Con su permiso, señor.
—Adelante. —Eran estudiantes universitarios que deseaban evitar el reclutamiento para el ejército de tierra, pensó el veterano.
—¡Y como vea a alguien fumando por aquí, le arrancaré la cabeza! —gritó el tercer ayudante a los reclutas.
Pero los asuntos importantes se despachaban en el terreno de los oficiales.
—Puramente rutina —dijo el oficial del servicio de inteligencia a sus visitantes.
—Últimamente hemos estado interfiriendo sus sistemas telefónicos —explicó Podulski—. Esto les obliga a comunicarse por radio más a menudo.
—Muy ingenioso —dijo Kelly—. ¿Han captado transmisiones del objetivo?
—Algunas, y anoche interceptamos una en ruso.
—¡Eso es la prueba que necesitábamos! —exclamó el vicealmirante. Sólo existía una razón para que un ruso se encontrase en SENDER GREEN—. Espero echar el guante a ese bastardo.
—Señor —prometió Albie con una sonrisa—, si se encuentra allí, considérelo hecho.
Su comportamiento había experimentado un nuevo cambio. Después del descanso y con el objetivo tan cerca, sus pensamientos abandonaron los temores abstractos, y se concentraron en los puntos concretos de mayor dificultad. Habían recuperado la confianza, pero sin que mermara su cautela y su preocupación, algo que habían aprendido durante el entrenamiento. Ahora estaban convencidos de que todo saldría según lo planeado.
Acababan de llegar las últimas fotografías tomadas por un avión de reconocimiento RA–5 Vigilante, que se había visto obligado a sobrevolar a ras de suelo tres emplazamientos de misiles SAM, para ocultar su verdadero objetivo en otro lugar secreto. Kelly cogió las ampliaciones.
—Sigue habiendo gente en las torres.
—Vigilan algo —dijo Albie.
—Veo que no hay cambios —prosiguió Kelly—. Sólo un coche. No se ve ningún camión… y nada en las inmediaciones. Caballeros, todo parece bastante normal.
—El Constellation mantendrá su posición cuarenta millas mar adentro. El personal sanitario llegará hoy. El equipo de mando de las operaciones llegará mañana, y pasado mañana…
—Tendré que remojarme un poco —dijo Kelly.
El carrete sin revelar permanecía en la caja fuerte del despacho de un jefe de sección de la sede del KGB, en Washington, situada en la embajada soviética, en la Calle 16, a escasas manzanas de la Casa Blanca. Antigua residencia palaciega de George Mortimer Pullman —fue comprada por el gobierno de Nicolás II—, contenía el segundo ascensor más antiguo del mundo y la mayor base de operaciones de espionaje de la ciudad. Debido al volumen de datos generados por más de cien agentes especializados, no toda la información que entraba por aquella puerta era examinada en el mismo lugar; además, el rango inferior del capitán Yegorov hacía que su jefe de sección no considerase su información digna de atención. Finalmente, el carrete fue puesto dentro de un pequeño sobre de papel manila y fue a parar a la voluminosa saca de un emisario del correo diplomático, que embarcó hacia París en primera clase, por cortesía de Air France. Al llegar a Orly, ocho horas después, el emisario hizo traslado a un vuelo de Aeroflot a Moscú, y pasó las siguientes tres horas y media en agradable conversación con un oficial de seguridad del KGB, su escolta oficial durante esta parte del viaje. Además de sus obligaciones oficiales, el correo tenía montado un lucrativo negocio que consistía en comprar artículos de consumo en sus regulares viajes a Occidente. Esta vez había comprado varias cajas de medias, de las cuales regaló dos pares a su escolta.
Tras llegar a Moscú y pasar la aduana, el coche que le aguardaba le llevó a la ciudad e hizo la primera parada, no en el Ministerio de Asuntos Exteriores, sino en el número 2 de la plaza de Dzerzhinski, sede del KGB. Allí descargó más de la mitad del contenido de la valija diplomática, incluidas las cajas de medias. Dos horas más tarde, el correo estaba en su casa, con su familia, disfrutando de un merecido sueño después de beberse una botella de vodka.
El carrete acabó en la mesa de un mayor del KGB. En la etiqueta de identificación ponía su procedencia, y el oficial administrativo rellenó un formulario y luego llamó a un subordinado para que llevara el carrete a revelar. Aunque el laboratorio era grande, ese día había bastante trabajo y, al regresar, el cabo le comunicó que tendría que esperar un día, o quizá dos, para ver los resultados. El mayor asintió con la cabeza. Yegorov era un nuevo pero prometedor agente que había tomado contacto con una persona con interesantes conexiones a nivel legislativo, pero se suponía que tendría que pasar algún tiempo antes de que CASSIUS les proporcionara algo de verdadera importancia.
Después de su primera visita a la doctora Bryant, Raymond Brown abandonó la Facultad de Medicina de la Universidad de Pittsburgh tratando de dominar su cólera hacia sí mismo. En realidad, todo había ido bastante bien. Mientras Doris relataba, en voz queda pero sin rodeos, las cosas que le habían sucedido en los tres años anteriores, él había guardado silencio, cogiendo la mano de su hija entre las suyas hasta el final, para expresarle su apoyo. En realidad, Raymond Brown se sentía culpable de todo lo que le había ocurrido a su hija. Si no hubiera perdido el control aquel viernes por la noche… pero lo había hecho. Lo hecho, hecho estaba, ya no se podía cambiar. Entonces era una persona diferente. Ahora era más viejo y más sabio, así que contuvo su ira mientras caminaba hacia su coche. Había que mirar hacia el futuro, no hacia el pasado. La psicóloga había sido muy clara en este punto y él estaba decidido a seguir su consejo.
Padre e hija cenaron en un restaurante tranquilo y acogedor y hablaron de los asuntos del barrio, y de la suerte que habían corrido sus amigos de la niñez. Raymond intervenía de vez en cuando, en voz baja, pero la mayor parte del tiempo escuchaba y sonreía, dejando que Doris condujera la conversación. De vez en cuando, el tono de la joven se hacía más lento y profundo y el dolor reaparecía en su rostro. Era la señal para que él cambiara de tema, para que le hiciera un cumplido o le contara una anécdota divertida. Por encima de todo, tenía que mostrarse fuerte y equilibrado ante ella. Durante los noventa minutos de la sesión con la doctora, él había confirmado que todas las cosas terribles que había temido le pasaran a su hija durante esos tres años, habían ocurrido, y sospechaba que todavía no había oído lo peor. Tendría que sacar fuerzas de flaqueza para contener su furia, pero su hija le necesitaba; tenía que mostrarse inquebrantable como una roca, una roca que sostuviese a Doris. Así iba a ser Ray Brown, sería una roca tan sólida como las colinas en que se alzaba la ciudad. Y también necesitaba otras cosas. Tenía que volver a encontrarse con Dios. La doctora estaba de acuerdo y Ray Brown, con ayuda de su pastor, se encargaría de ello, se prometió mirando los ojos de su hija.
Era bueno volver al trabajo, se dijo Sandy, de regreso en la planta que dirigía. Sam Rosen había explicado que su ausencia de dos semanas se debía a un trabajo especial y, como supervisora de enfermeras, nadie iba a cuestionarla. En la planta de postoperatorio había pacientes de diversa gravedad, de cuyo cuidado se ocupaba el equipo de Sandy. Dos enfermeras se interesaron por su ausencia y les contó simplemente que había participado en un proyecto especial de investigación para el doctor Rosen, y que ya estaba bien de preguntas, porque tenían muchos pacientes a los que atender. Las demás enfermeras advirtieron que estaba un tanto distraída. De vez en cuando su mirada se perdía en la lejanía, como si algo la preocupara. No sabían de qué se trataba. Quizá un hombre, pensaban, contentas de tener de vuelta a su jefa. Nadie del servicio sabía tratar a los cirujanos como Sandy, y puesto que contaba con el abierto apoyo del profesor Rosen, con ella allí las cosas eran más fáciles.
—Entonces, ¿tenéis ya sustitutos para Billy y Rick? —preguntó Morello.
—Me temo que no será tan fácil, Eddie —contestó Henry—. Esto va a complicar nuestras entregas.
—¡No me jodas! Creo que te complicas la vida demasiado.
—¡Basta, Eddie! —cortó Tony Piaggi—. Henry ha montado un buen sistema. Es seguro, y funciona…
—Y es demasiado complicado. ¿Quién va a hacerse cargo ahora de Filadelfia? —exigió Morello.
—En eso estamos —contestó Tony.
—¡Por el amor de Dios! Sólo hay que entregar la mercancía y cobrarla. No van a intentar pegárnosla, estamos tratando con hombres de negocios, ¿no? —Tuvo la suficiente sensatez para no añadir: «Y no con cochinos negros». De todas formas, parte de su mensaje había sido captado: «Nada contra ti, Henry».
Piaggi volvió a llenar las copas de vino, un detalle que a Morello le parecía condescendiente y ofensivo.
—Veamos —dijo Morello, inclinándose—. Yo tuve mucho que ver en este montaje, ¿cierto? Si no fuera por mí, no tendríais nada que hacer en Filadelfia.
—¿Qué quieres decir, Eddie?
—Os haré esa puñetera entrega para que Henry acabe de poner en orden sus asuntos. ¿Tan difícil es? ¡Hasta hay tías que lo hacen! —Había que ponerse un poco chulo, pensó Morello, mostrarles que era un tío duro. Eso impresionaría a los de Filadelfia y quizá se mostrasen dispuestos a hacer por él lo que no hacía Tony.
—¿Estás seguro de que quieres correr ese riesgo, Eddie? —preguntó Henry, sonriendo por dentro. Ese maldito italiano era manejable fácilmente.
—Claro que sí.
—De acuerdo —dijo Tony, fingiendo estar impresionado—. Llámalos y arréglalo todo. —Henry tenía razón, pensó Piaggi. Había sido cosa de Eddie, que iba a la suya. ¡Qué insensato! ¡Y qué fácil era de manejar!
¡Nada! —exclamó Emmet Ryan, tras resumir el caso del «hombre invisible»—. Todas estas pruebas, y seguimos sin tener nada.
—La única explicación es que alguien esté tramando una jugada.
Los asesinos no empiezan y luego lo dejan porque sí. Tenía que haber alguna razón. Tal vez fuera difícil encontrarla, incluso imposible en muchos casos, pero una serie de asesinatos cuidadosamente planeados y ejecutados es otra historia. Había dos posibilidades. La primera, que alguien hubiese cometido una serie de asesinatos para ocultar el verdadero blanco. Y ese blanco tenía que ser William Grayson, desaparecido de la faz de la tierra, probablemente para nunca reaparecer vivo, y cuyo cuerpo quizá llegara a ser descubierto algún día. El asesino tenía que estar terriblemente enfadado por algo, y ser extremadamente cuidadoso y diestro, y ese alguien («el hombre invisible») había llegado a ese punto y se había quedado ahí.
¿Era una explicación verosímil?, se preguntó Ryan. Era imposible dar una respuesta pero, desde luego, una serie predeterminada de asesinatos parecía bastante improbable. Demasiado montaje para un solo objetivo. Fuera quien fuera Grayson, no había dirigido ninguna organización, y si los asesinatos formaban parte de una serie planeada, no era lógico que cesaran con su muerte. Ryan frunció el ceño. Como todos los policías, había aprendido a confiar en ese tipo de corazonadas. Pero las muertes habían cesado. En las últimas semanas, él y Douglas habían visitado el lugar de la muerte de tres camellos para encontrar que dos se debían a robos frustrados, y la tercera a una disputa entre dos miembros de diferentes bandas. El hombre invisible había desaparecido, o al menos estaba inactivo, y eso daba al traste con su hipótesis, dejando como alternativas otras menos plausibles.
La segunda posibilidad tenía más sentido. Alguien había intentado invadir el territorio de una banda de narcotraficantes que la brigada de Mark Chanson aún no había descubierto, y eliminado a unos cuantos camellos, sin duda para animar a los demás a cambiar de proveedor. Según esta suposición, la presencia de William Grayson pasaba a ocupar una posición importante en el esquema. Quizá habían eliminado a los jefes de esta banda desconocida y los asesinatos siguieran por descubrir. Con un poco más de imaginación Ryan llegó a la conclusión de que la banda aniquilada por el hombre invisible podía ser la misma que él y Douglas llevaban meses persiguiendo. En esta hipótesis, todo encajaba.
Pero los asesinos raramente se comportaban así. Un asesinato real no tenía nada que ver con las series de televisión. Aunque llegaras a saber quién lo había hecho, muchas veces no llegabas a saber por qué, al menos de forma satisfactoria, y, cuando aplicabas tus refinadas teorías a la dura realidad de la muerte, encontrabas que la gente no solía encajar en las teorías. Además, si esta explicación de los hechos acaecidos el mes anterior fuese correcta, significaba que existía un individuo metódico, despiadado y mortalmente eficaz al mando de una organización criminal en la ciudad de Ryan, lo cual no era precisamente una buena noticia.
—Tom, no me acaba de cuadrar.
—Bueno, si resulta ser el cabecilla que buscas, ¿por qué ha dejado de actuar? —preguntó Douglas.
—Si no me equivoco, fue a ti a quien se le ocurrió la idea.
—Sí, ¿y qué?
—Pues no me estás ayudando mucho, sargento.
—Tenemos el fin de semana para pensarlo. Yo me dedicaré a cortar el césped, a ver los deportes en la televisión, y a fingir que soy un ciudadano normal y corriente. Nuestro hombre se ha largado, Em. No sé adónde, pero podría estar en el otro extremo del mundo. Da la impresión de que alguien de otra ciudad vino aquí para hacer un trabajo, lo hizo y se marchó.
—¡Un momento! —Eso daba pie a una nueva hipótesis: un asesino a sueldo, como los que salen en las películas, y en la realidad no existen. Pero Douglas se limitó a encaminarse hacia la puerta, zanjando una discusión que podía haber demostrado que ambos detectives estaban, en parte, en lo cierto.
Las prácticas de tiro empezaron bajo las atentas miradas de los mandos y de los marineros que encontraron una excusa válida para acudir a popa.
Arrojaron unos desechos al mar y redujeron la velocidad a cinco nudos. Los soldados perforaron varios bloques de madera y sacos de papel durante el ejercicio, más un entretenimiento para la tripulación que un auténtico entrenamiento. Llegado el turno de Kelly, este vació su Car–15 en dos o tres ráfagas y acertó en el blanco. Terminado el ejercicio, los soldados volvieron a su alojamiento. Un oficial mecánico detuvo a Kelly cuando este iba a entrar en la superestructura.
—¿Es usted el que va a ir solo?
—Usted no debería saberlo.
El oficial sonrió.
—Sígame, señor —le pidió.
Se dirigieron a popa, rodearon el grupo de marines y entraron en el inmenso taller del Ogden, diseñado tanto para el mantenimiento del buque como para la reparación de cualquier equipo móvil que pudiera ser izado a bordo. Encima de uno de los bancos de trabajo, Kelly vio el trineo acuático que iba a utilizar para remontar el río.
—Lo hemos tenido a bordo desde que zarpamos de San Diego, señor. Nuestro electricista jefe y yo lo hemos revisado. Lo hemos desmontado, limpiado, y comprobado las baterías, que por cierto son muy buenas. Tiene juntas nuevas, así que no debería entrarle agua. Incluso lo hemos probado en el pozo. Según el fabricante tiene autonomía para cinco horas, pero Deacon y yo hemos hecho algunas modificaciones, y la hemos ampliado a siete —dijo con disimulado orgullo—. Supuse que le podría ser útil.
—Por supuesto, gracias.
—Ahora echaré un vistazo a su arma. —Después de unos momentos de indecisión, Kelly se la entregó. El mecánico empezó a desmontarla y, al cabo de quince segundos, las piezas yacían encima del banco. Pero el hombre no paró ahí.
—¡Un momento! —espetó Kelly cuando retiró la mira delantera.
—Es demasiado ruidoso, señor. Va a entrar solo, ¿no?
—Sí.
—Bien. ¿Quiere que amortigüe el ruido de este chisme, o prefiere anunciar su llegada?
—No se puede hacer eso con un Car–15.
—¿Quién lo dice? ¿A qué distancia se imagina que tendrá que disparar?
—No más de ciento cincuenta metros, probablemente menos. La verdad, preferiría no tener que disparar…
—Por el ruido, ¿no? —El oficial sonrió—. Observe bien, le voy a enseñar algo.
El mecánico se acercó a una taladradora y, bajo las miradas atentas de Kelly y dos suboficiales, taladró una serie de agujeros en los primeros quince centímetros del cañón.
—Bueno, no se puede amortiguar totalmente una bala supersónica, pero sí retener gran parte de los gases, y eso lo cambia bastante.
—¿Incluso con balas de gran potencia?
—Gonzo, ¿estás listo?
—Sí, jefe —contestó el marinero de segunda clase González. Este introdujo el cañón en el torno de una fresadora y recortó unas láminas largas y finas.
—La pieza está lista. —El mecánico sostenía un silenciador cilíndrico, con un diámetro de nueve centímetros y treinta y cinco de largo, que enroscó en el extremo del cañón. Una abertura en el silenciador permitía volver a colocar la mira y también servía para fijar el dispositivo.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando en esto?
—Tres días, señor. Cuando eché un vistazo a las armas que trajeron a bordo, no era difícil imaginar lo que usted iba a necesitar, y yo tenía tiempo libre. Así que me puse a experimentar un poco.
—¿Cómo sabía que yo iba a ir solo?
—Estamos cruzando transmisiones con un submarino. No es difícil adivinar lo que está pasando.
—Pero ¿cómo se ha enterado? —preguntó Kelly, aunque ya sabía la respuesta.
—¿Ha conocido algún barco con secretos? El capitán tiene un voluntario como asistente, y los asistentes se van de la lengua —explicó el mecánico, mientras acababa de montar el arma de nuevo—. Añade quince centímetros de longitud, espero que no le importe.
Kelly apuntó con el fusil ametrallador. El equilibrio había mejorado bastante. Prefería un arma de boca pesada, era más fácil de controlar.
—Muy bien.
Kelly y el oficial mecánico se encaminaron a popa. De camino, el mecánico recogió una caja de madera vacía. Una vez ahí, Kelly metió un cargador en el fusil, el oficial arrojó la caja al agua y se apartó. Kelly apuntó y disparó un solo tiro.
¡Pop! El sonido del impacto de la bala en la madera resultó más ruidoso que la detonación del cartucho. Oyó claramente el ruido del mecanismo del cerrojo. El mecánico había logrado con un fusil de alta potencia lo que él había conseguido con una pistola del 45. El maquinista sonrió benévolamente.
—El único problema es asegurar que haya gas suficiente para hacer funcionar el cerrojo. Pruébelo con el automático, señor.
Kelly obedeció y disparó seis ráfagas. Aunque todavía sonaba a fuego automático, el ruido quedaba reducido casi por completo, y nadie podría oírlo más allá de unos cien metros (un fusil normal podía oírse a más de mil metros).
—¡Buen trabajo!
—Haga lo que haga, señor, tenga cuidado, ¿de acuerdo? —aconsejó el mecánico, y se alejó sin más palabras.
—Cuente con ello —respondió Kelly, mirando al agua. Volvió a apuntar y vació el cargador contra la madera. Las balas convirtieron la caja en astillas mientras alrededor se levantaban espumosos chorros de agua de mar.
«Ahora estás preparado, John».
El tiempo también acompañaba, como pudo saber unos minutos más tarde. Quizá el servicio de meteorología más sofisticado del mundo, que apoyaba las incursiones aéreas sobre Vietnam, no era algo que los pilotos estimasen en todo su valor. El jefe del equipo meteorológico se había trasladado, junto con los almirantes, desde el Constellation. Examinaba una carta isobárica y las últimas fotografías del satélite.
—Los chubascos empezarán mañana, y seguirá lloviendo en los próximos cuatro días. Algunos serán bastante intensos y continuarán hasta que esta borrasca, que se mueve muy lentamente, se desplace al norte hacia China —informó el jefe de los suboficiales.
Todos los oficiales se encontraban allí. Las tripulaciones de los cuatro helicópteros que tomarían parte en la misión evaluaron con calma esa noticia. Volar en helicóptero con mal tiempo no era precisamente divertido, y a ningún piloto le agradaba la visibilidad escasa. Pero la lluvia amortiguaría el ruido de los aparatos, y la mala visibilidad también tenía sus ventajas. Su mayor preocupación eran las baterías antiaéreas ligeras. Pero puesto que se orientaban ópticamente, cualquier cosa que dificultase la habilidad de los artilleros para ver y oír los helicópteros incrementaba su seguridad.
—¿Velocidad máxima del viento? —preguntó un piloto Cobra.
—Rachas de entre treinta y cinco o cuarenta nudos. Tendréis un viaje zarandeado, señor.
—Nuestro radar principal sirve, hasta cierto punto, para predecir el tiempo. Podremos guiarles por entre los peores núcleos de tormenta —ofreció al capitán Franks. Los pilotos asintieron.
—¿Señor Clark? —preguntó el contraalmirante Greer.
—Prefiero la lluvia. Durante la infiltración sólo podrán detectarme si ven las burbujas en la superficie del río. La lluvia las ocultará. Eso significa que podré moverme a la luz del día, si es necesario. —Kelly hizo una pausa. Lo que iba a decir a continuación implicaba el compromiso final—. ¿Está preparado el Skate para recibirme a bordo?
—En cuanto demos la orden —contestó Maxwell.
—Pues, por mi parte, ¡adelante! —Kelly sintió que se le erizaba la piel. Pero ya había dado su palabra.
Todos dirigieron la mirada al capitán Albie de los marines. Un vicealmirante, dos contraalmirantes y un prometedor agente de la CIA depositaban en ese joven oficial la decisión definitiva. Él estaba al mando, y todo tenía que salir a la perfección, porque no habría una segunda oportunidad. Albie miró a Kelly y sonrió.
—Señor Clark, cuídese. Creo que ha llegado el momento de que nade un poco. La misión ha comenzado.
No se oyó ninguna exclamación. De hecho, todos los hombres situados alrededor de la mesa miraban fijamente los mapas, intentando convertir la imagen bidimensional en una realidad de tres dimensiones. Luego levantaron los ojos casi simultáneamente y se miraron unos a otros. El primero en romper el silencio fue Maxwell, que se dirigió a la tripulación de uno de los helicópteros:
—Creo que es hora de calentar los motores. —Volvió la cabeza—: Capitán Franks, ¿quiere enviar la señal al Skate?
Franks y el piloto contestaron al unísono.
—A sus órdenes, almirante.
Los hombres se enderezaron y se apartaron de la mesa de cartas.
Ya era un poco tarde para reflexionar, se dijo Kelly. Hizo un esfuerzo para desterrar el miedo, y concentró sus pensamientos en los veinte hombres del equipo. Era un tanto extraño arriesgar tu vida por personas que no conocías. Su padre lo había hecho durante toda su vida, y la había perdido en el rescate de dos niños. «Si estoy orgulloso de mi padre —se dijo—, ahora tengo la oportunidad de hacer honor a su memoria».
«Puedes hacerlo. Sabes que puedes», le dijo una voz interior. Sintió crecer en su interior una férrea determinación. La decisión estaba tomada. Ahora tenía que cumplir su palabra. El rostro de Kelly se endureció. Ahora ya no había peligros que temer, sino que enfrentar, y estaba dispuesto a vencer.
Maxwell lo leyó en su rostro. Había visto la misma expresión en las sesiones de información de los portaaviones, cuando sus compañeros pilotos se preparaban psicológicamente antes de jugarse la vida. El vicealmirante recordó sus propias sensaciones, cómo se tensaban los músculos y agudizaba la visión. El primero en entrar y el último en salir, como le había sucedido con frecuencia en sus misiones pilotando su F6F Hellcat para abatir cazas y escoltar posteriormente los bombarderos a casa. «Me recuerda a mi segundo hijo —pensó Dutch repentinamente—. Tan valiente como Sonny e igual de inteligente». Pero nunca había enviado a Sonny a un lugar tan peligroso. De alguna manera, era más terrible enviar a otros a enfrentar el peligro que asumirlo personalmente. Pero tenía que ser así, y Maxwell sabía que Kelly confiaba en él, como él a su vez había confiado en Pete Mitscher. La responsabilidad le pesaba, más aún cuando tenía que mirar a la cara al hombre que iba a mandar a territorio enemigo, solo. Kelly advirtió la mirada de Maxwell, y sonrió sagazmente.
—No se preocupe, señor —dijo, y salió de la sala para ir a preparar su equipo.
—De veras, Dutch… —El vicealmirante Podulski encendió un cigarrillo—, hace unos años ese muchacho nos podría haber sido muy útil. Creo que habría encajado perfectamente. —Habían transcurrido algo más de «unos años», pero Maxwell comprendió lo que quería decir. Ellos habían sido jóvenes guerreros, y ahora le tocaba el turno a la nueva generación.
—Cas, espero que sea prudente.
—Lo será, como lo fuimos nosotros.
El trineo acuático fue llevado a cubierta por los hombres que se ocuparon de su preparación. El helicóptero estaba listo para despegar y las cinco aspas de su rotor giraban contra el crepúsculo cuando Kelly salió a cubierta. Respiró hondo. Nunca había tenido tanto público: allí estaba Irvin, junto con tres suboficiales de los marines, Albie, los almirantes, y Ritter, para despedirlo como si fuera Miss América. Pero fueron los dos oficiales mecánicos quienes se acercaron a él.
—Las baterías están cargadas y su equipo en el contenedor. Es hermético, así que no se preocupe, señor. El fusil está cargado y también la recámara por si tiene que utilizarlo con urgencia, pero el seguro está puesto. Hay baterías nuevas en todas las radios, y dos juegos de recambio. ¡Creo que no hemos olvidado nada! —gritó el maquinista por encima del ruido del motor del helicóptero.
—¡Perfecto! —gritó Kelly a su vez.
—¡Buena suerte, señor Clark!
—¡Hasta pronto… y gracias! —Kelly estrechó la mano de los dos hombres y luego se acercó al capitán Franks. Con el fin de añadir una nota de humor, se cuadró y saludó—: ¡Permiso para abandonar el barco, capitán!
—¡Permiso concedido! —contestó Franks.
Entonces Kelly miró a los demás. «El primero en entrar y el último en salir». Una media sonrisa y una breve inclinación de la cabeza fueron suficientes para infundir valor a todos los presentes.
El helicóptero de rescate Sikorski ascendió unos metros en el aire, un marinero sujetó el trineo acuático al helicóptero y este despegó en dirección a popa sorteando la turbulencia alrededor de la superestructura y se internó en la oscuridad, sin luces de navegación, desapareciendo al cabo de unos segundos.
El Skate era un anticuado submarino modificado y desarrollado a partir del primer buque atómico, el Nautilus. El casco en forma de ballena era casi igual al de un barco, por lo que era relativamente lento bajo el agua, pero sus dos hélices le brindaban más facilidad de maniobra, especialmente en aguas poco profundas. Por esta razón, el Skate llevaba muchos años como buque de inteligencia cerca de las costas, acercándose sigilosamente a la costa vietnamita y levantando sus antenas para captar las señales de radar y otras transmisiones electrónicas. Además, había desembarcado a más de un hombre en la playa, entre ellos a Kelly, unos años antes, aunque ya no quedaba ningún miembro de aquella tripulación. Kelly lo divisó en la superficie del mar, una forma negra más oscura que el agua, que relucía a la luz de la luna menguante, a punto de ocultarse tras las nubes. El helicóptero bajó hasta que el trineo acuático quedó encima de la cubierta, donde algunos miembros de la tripulación del submarino lo aseguraron. Luego Kelly descendió con su equipo mediante una grúa. Al cabo de un minuto estaba en el puente de mando del submarino.
—¡Bienvenido a bordo! —dijo el comandante Silvio Esteves, entusiasmado ante su primera misión de esa naturaleza.
—Gracias, señor. ¿Cuándo llegaremos a la playa?
—Dentro de seis horas, o algo más porque primero tenemos que discutir los detalles. ¿Le apetece un café? ¿Algo de comer?
—¿Podría descansar un poco, señor?
—Hay una litera libre en el camarote del segundo de a bordo. Nos aseguraremos de que no se le moleste. —El trato que recibía era bastante mejor que el dispensado a los técnicos de la Agencia de Seguridad Nacional que se encontraban a bordo.
Kelly se dirigió a popa para disfrutar del último descanso verdadero en los siguientes tres días. Ya dormía cuando el submarino volvió a sumergirse bajo las aguas del mar de la China Meridional.
—Siga leyendo, Yuri Petrovich —sugirió su subalterno.
—¡Vaya! —levantó los ojos—. ¿Quién es exactamente este CASIUSS? —Yuri había visto ese nombre anteriormente, vinculado a cierta información de poco valor, procedente de diversas fuentes del movimiento de izquierdas en Estados Unidos.
—Glazov se encargó de su reclutamiento hace muy poco —explicó el mayor, resumiendo los detalles más trascendentes.
—Bien, lo dejaré en sus manos. Me sorprende que Giorgi Borissovich no quiera llevarlo personalmente.
—Tengo la impresión de que ahora lo hará, Yuri.
Algo malo estaba a punto de ocurrir. Había miles de radares de rastreo a lo largo de la costa de Vietnam del Norte. Servían principalmente para avisar de las incursiones aéreas lanzadas desde los portaaviones americanos que navegaban en una zona apodada Yankee Station, que los nordvietnamitas conocían por otro nombre. Los radares estaban a menudo fuera de servicio debido a las interferencias provocadas por los técnicos americanos, pero nunca hasta ese punto. Esta vez la señal de interferencia era tan potente como para convertir la pantalla, de fabricación soviética, en una masa borrosa de puntos blancos. Los operadores se inclinaron sobre la pantalla, intentando distinguir los puntos más brillantes, que diferenciaban los blancos reales de los provocados por la interferencia.
—¡Barco a la vista! —gritó una voz en el exterior del centro de operaciones—. ¡Barco en el horizonte! —Una vez más, el ojo humano superaba al radar.
—Esto es interesante —dijo el mayor. Dejó caer la traducción encima de la mesa de su superior, de la misma graduación pero serio aspirante a ser ascendido a teniente coronel dentro de poco.
—He oído hablar de este sitio. El GRU está dirigiendo la operación; intentando dirigirla, quiero decir. Nuestros fraternales aliados socialistas no se muestran muy dispuestos a colaborar. Así que los americanos han acabado por enterarse, ¿cierto?
Si eran tan estúpidos como para emplazar sus antenas de radar y su artillería en la cima de las colinas, no era problema suyo. El artillero jefe estaba en el puesto I, la torreta delantera que daba al perfil del barco un toque grácil. Miraba por los oculares de los telémetros, diseñados a finales de los años treinta pero aún uno de los mejores aparatos ópticos fabricados en América. Accionó una pequeña manivela, que funcionaba casi con el objetivo de una cámara, juntando una imagen dividida. Enfocaba a la antena de radar, cuyo armazón de metal, sin la protección de la malla de camuflaje, proporcionaba una referencia casi perfecta para apuntar.
—¡Anote!
Junto a él, el segundo artillero cogió el micrófono, y empezó a leer en voz alta los números indicados en el cuadrante:
—Distancia uno–cinco–dos–cinco–cero.
En la dirección de tiro, unos treinta metros por debajo del puesto 1, unos ordenadores mecánicos recibieron los datos, indicando a los ocho cañones del crucero el grado de elevación. Es fácil adivinar lo que sucedió a continuación: los cañones, ya cargados, giraron en sus torretas hasta llegar al ángulo correcto de elevación, estimado una generación antes por una veintena de mujeres —ahora abuelas— con la ayuda de calculadoras mecánicas. Los datos de la velocidad y del rumbo del crucero habían sido introducidos en el ordenador y, puesto que iban a disparar contra un blanco inmóvil, se le asignó un vector de velocidad inverso, pero idéntico. De ese modo, los cañones mantendrían su orientación hacia el blanco.
—¡Fuego! —ordenó el oficial de artillería. Un joven marinero apretó los botones, y el Neuport News tembló bajo la primera salva del día.
—Bien, se han quedado cortos en… cien metros… —dijo el artillero jefe, observando los impactos a través de los potentes telémetros.
—¡Arriba cien! —gritó el ayudante. Quince segundos más tarde, tronó la segunda salva.
Ignoraban que la primera salva había destruido el búnker de mando del emplazamiento de radar.
—Esta vez sí va buena —susurró el artillero jefe.
No se equivocó. Tres de los ocho obuses hicieron blanco a menos de cincuenta metros de la antena de radar, destrozándola por completo.
—¡Blanco! —dijo por su micrófono, esperando a que se despejara el polvo—. Objetivo destruido.
—Un día de estos derribaremos un aeroplano —dijo el capitán del crucero, que observaba desde el puente. Veinticinco años atrás, él había sido un joven oficial de artillería del Mississippi y, al igual que su estimado artillero jefe del puesto I, había tenido la oportunidad de aprender a bombardear blancos vivientes en la costa del Pacífico Occidental. Esta iba a ser seguramente su última misión en un auténtico buque de guerra, y el capitán estaba decidido a que fuese un éxito.
Un momento después, se observaron unos remolinos en la superficie del agua, a unos novecientos metros del buque, producidos por el impacto de los obuses procedentes de la artillería ligera que los vietnamitas utilizaban para hostigar a la Armada norteamericana. Se ocuparía de ellos antes de concentrarse en los emplazamientos antiaéreos.
—¡Dadles una lección! —gritó el capitán a la sala de control.
—A sus órdenes, capitán. ¡Preparados!
Al cabo de un minuto el Newport News cambió de objetivo, sus cañones ligeros buscaron y encontraron la artillería vietnamita.
Era como un divertimiento. El capitán sabía que estaba sucediendo algo en otro lugar. No sabía qué, pero tenía que ser algo importante para que le permitieran bombardear objetivos al norte de la zona de demarcación. No es que le importara hacerlo, pensó el comandante sintiendo cómo su buque volvía a temblar. Treinta segundos más tarde, la aparición de una bola de fuego naranja anunció la destrucción del emplazamiento.
—¡Misión cumplida! —anunció el comandante. La tripulación del puente lanzó unos breves vítores y enseguida volvieron a su trabajo.
—Hemos llegado. —El capitán Esteves se apartó del periscopio.
—Estamos bastante cerca.
—A Kelly le había bastado una sola mirada para saber que Esteves era un hombre con agallas. El Steate rozaba los percebes con su casco. El periscopio apenas sobresalía de la superficie, y el agua chocaba suavemente contra la lente. —Supongo que lo suficiente.
—Hay una buena tormenta fuera —dijo Esteves.
—Bien. —Kelly terminó su café salado, al estilo de la Armada—. Se dan las condiciones propicias, voy a entrar.
—¿Ahora?
—Sí, señor —asintió Kelly—. Salvo que piense acercarse más —añadió con una sonrisa retadora.
—Por desgracia, este submarino no tiene ruedas; de lo contrario lo intentaría. —Esteves indicó a Kelly que le siguiera a popa—. ¿De qué se trata esta vez? Normalmente, estoy informado.
—No puedo decirlo, señor. Pero si todo sale como está previsto, se lo diré.
Esteves comprendió que sería inútil hacerle más preguntas.
—Entonces será mejor que se prepare.
Aunque las aguas de esas latitudes eran templadas, una de las mayores preocupaciones de Kelly era el frío. Permanecer ocho horas en el agua con sólo una pequeña diferencia entre la temperatura corporal y la del agua podía agotar sus energías, como un cortocircuito en una batería. Se enfundó en un traje de submarinista, verde y negro. A solas en el camarote del oficial, tuvo una última ocasión de meditar y rogó a Dios que le ayudara a él, y a los hombres que intentaba rescatar. A Kelly le pareció una petición un tanto extraña, especialmente después de sus últimas acciones, y pidió perdón por sus errores, aunque no estaba seguro de haber cometido pecado. Era el momento para ese tipo de reflexión, pero no podía demorarse mucho. Necesitaba concentrarse en su misión. Quizá Dios le ayudara a rescatar al coronel Zacharias, pero él tendría que hacer su parte, pensó. Su último pensamiento, antes de salir del camarote, fue para la imagen de Zacharias en la foto, a punto de recibir el culatazo por la espalda a manos de un cabrón vietnamita. Había llegado la hora de acabar con eso, se dijo al abrir la puerta.
—El conducto de escape está por aquí —dijo Esteves.
Bajo las miradas de Esteves y media docena de hombres del Skate, Kelly trepó por la escalera.
—Asegúrese de poder contárnoslo —dijo el capitán, cerrando la escotilla personalmente.
—Descuide —respondió Kelly, al cerrarse la escotilla. Dentro había una botella de oxígeno. Miró el indicador y comprobó que estaba llena. Descolgó el teléfono sumergible.
—Aquí Clark. Estoy en el conducto y listo para salir.
—El sonar indica que no hay nada en la superficie, sólo lluvia. Tampoco se ve nada con el periscopio. Vaya con Dios, señor Clark.
—Gracias —respondió Kelly con una sonrisa. Colgó el teléfono y abrió la válvula del agua, que comenzó a inundar el compartimiento. La presión del aire cambió repentinamente dentro del pequeño espacio.
Kelly miró su reloj. Eran las 8.16 cuando abrió la escotilla y salió por la compuerta sumergida del Skate. Iluminó el trinco acuático con una linterna. Estaba sujeto por los cuatro lados, y antes de soltarlo enganchó el cable de seguridad a su cinturón. No podía correr el riesgo de que el chisme arrancara sin él. La sonda indicaba quince metros. El submarino estaba en aguas peligrosas debido a su escasa profundidad, y cuanto antes partiera antes podría ponerse a salvo la tripulación. Liberó el trineo acuático, pulsó el arranque, y las dos hélices empezaron a girar lentamente. Kelly sacó el cuchillo de su cinturón, y lo golpeó dos veces contra la cubierta, luego ajustó las aletas del trineo y partió, en la dirección 3–0–8 de su brújula.
Ahora no había vuelta atrás, pensó Kelly. Pero rara vez la había.