El Starlifter, un avión nuevo, era decepcionantemente lento. Su velocidad de crucero sólo alcanzaba los 770 kilómetros por hora y, tras ocho horas y 3600 kilómetros, hizo la primera escala en la base aérea de Elmendorf, Alaska. A Kelly nunca dejaba de asombrarle que la distancia más corta entre dos lugares de la Tierra fuese una curva, lo que se debía a que estaba más acostumbrado a los mapas planos. En realidad, la larga ruta circular de Washington a Danang les habría obligado a sobrevolar Siberia, lo que, según el navegante, no podía ser. Cuando llegaron a Elmendorf, los hombres ya habían descansado y estaban levantados. Hacía poco que habían salido de un lugar con una temperatura y una humedad bochornosas y bajaron del avión para ver la nieve y las montañas cercanas. No obstante, en Alaska encontraron mosquitos tan grandes como para causar bajas en la compañía. El personal de la base estaba muy alborotado, ya que por allí no solían dejarse caer marines. Muchos de los chicos aprovecharon para correr unos kilómetros. La revisión del C–141 concluyó en el tiempo programado: dos horas y cuarto. Después de repostar combustible y cambiar una pequeña pieza del aparato de navegación, los hombres se alegraron de volver a subir al avión para la etapa del viaje a Yakoda, Japón. Después de tres horas de vuelo, harto del ruido y del encierro, Kelly fue a la cabina del piloto.
—¿Qué es aquello? —preguntó. A través de la neblina, pudo distinguir una línea marrón y verde, que correspondía a la costa de algún país.
—Es Rusia. En este momento nos tienen en las pantallas de sus radares.
—Magnífico —observó Kelly.
—El mundo es pequeño, señor, y ellos poseen una buena tajada.
—¿Usted habla con ellos… con el controlador del tráfico aéreo, por ejemplo?
—No. —El piloto rio—. No son muy amables. En esta etapa hablamos con Tokyo utilizando la banda de alta frecuencia y, más allá de Yakoda, nos controlarán desde Manila. ¿Les resulta agradable el viaje?
—No he tenido quejas hasta ahora. Aunque empieza a ser un poco largo:
—Sí —reconoció el piloto, volviendo a concentrarse en los instrumentos de navegación.
Kelly regresó a la zona de carga. El C–141 era ruidoso, un zumbido agudo y constante surgía de los motores, unido al ruido de la turbulencia de aire que estaban atravesando. A diferencia de las aerolíneas comerciales, la Fuerza Aérea no despilfarraba dinero en insonorización. Todos los soldados llevaban tapones en los oídos, aunque al cabo de unas horas dejaban de notar su efecto. Lo peor de los viajes en avión era el aburrimiento, pensó Kelly, sobre todo por el aislamiento que producía el ruido. Sólo se podía dormir, pero había un límite. Algunos hombres afilaban cuchillos que, con toda seguridad, no llegarían a utilizar, pero al menos esa actividad les entretenía, y un soldado siempre tenía que llevar un cuchillo. Otros hacían flexiones en el suelo metálico de la zona de carga del avión. La tripulación les observaba con impasibilidad, pues aunque tenían curiosidad por saber qué iba a hacer esa unidad de marines de élite, no podían preguntarlo. Era un misterio más para ellos, mientras el avión sobrevolaba la costa de Siberia. Estaban acostumbrados, pero todos los miembros de la tripulación les deseaba suerte allá donde se dirigiesen.
Al abrir los ojos pensó en el problema que tenía ante él. «¿Qué hacer?», se preguntó Henderson con disgusto.
La solución no le agradaba, pero se sentía capaz de hacerlo. Ya había pasado información alguna vez que otra. Al principio lo había hecho sin darse cuenta, a través de contactos con movimientos pacifistas, y en realidad no había entregado información sino que había tomado parte en largas discusiones que, con el tiempo, habían llegado a ser cada vez más intencionadas, hasta que un día una de sus amigas le preguntó algo de forma demasiado directa para ser fortuita. Ella le había hecho una pregunta amistosa en un momento especialmente íntimo, pero por el brillo de sus ojos parecía estar más interesada en su respuesta que en él, situación que cambió radicalmente una vez contestada su pregunta. Después reconoció su error, un tanto enfadado consigo mismo por haber sido víctima de un subterfugio tan obvio y conocido, pero prefería pensar que realmente no había sido un error. Ella le gustaba y él creía también que el mundo debía ser diferente. Pero lo que más le molestaba era que ella hubiese pensado que necesitaba utilizar su cuerpo para obtener una información que, probablemente, hubiese conseguido exponiendo sus razones con convicción.
Ella estaba ahora en otro lugar. Henderson no sabía dónde, aunque estaba seguro de que nunca volvería a verla. Era una pena. Había estado magnífica en la cama. Un paso había conducido a otro de forma aparentemente progresiva y natural, finalizando con su breve conversación con George en la Torre de Londres. Ahora tenía algo que el otro bando realmente necesitaba saber, pero no tenía a quién contárselo. George le había comentado lo mismo. ¿Sabían los rusos lo que había en ese condenado campo al suroeste de Haifong? Era una información que, utilizada debidamente, podría hacer que se sintieran más cómodos con la idea de distensión, que les permitiría reducir un poco la carrera de armamentos, lo que a su vez permitiría a los americanos hacer otro tanto. Era una lástima que no hubiese manera de convencer a Wally de que era preferible hacer las cosas poco a poco, que no se podía cambiar el mundo de la noche a la mañana. Tenía que hacerle cambiar de opinión. No podía permitir que Wally dejase ahora su trabajo en el gobierno, para convertirse en otro ejecutivo desgraciado, como si no hubiese ya suficientes en el mundo. Le era valioso en el puesto que ocupaba. El único inconveniente era que a Wally le gustaba demasiado hablar, debido a su inestabilidad emocional. Y a la droga que consumía, pensó Henderson, mirándose en el espejo mientras se afeitaba.
Leyó el periódico mientras desayunaba. Los titulares eran similares a los de otros días. Se había librado una batalla de mediana envergadura para conseguir una colina que ya había cambiado de manos en más de una docena de ocasiones, con bajas en ambos bandos. Le seguía un aburrido y previsible editorial sobre las repercusiones que podía tener otro bombardeo en las conversaciones de paz, y un artículo sobre la convocatoria de una manifestación. Gritarían: «¡Fuera, fuera, no queremos vuestra jodida guerra!», como si una demostración tan pueril pudiera cambiar las cosas. En cierto sentido sí podía cambiar algo. Los manifestantes, a través de sus eslóganes, ejercían presión sobre los políticos y captaban la atención de los medios de comunicación. Al igual que Henderson, muchos políticos querían poner fin a la guerra, pero aún no eran mayoría. Hasta su propio senador, Robert Donaldson, seguía nadando entre dos aguas. Conocido como hombre razonable y serio, Henderson le encontraba indeciso, porque siempre estudiaba todas las facetas de un asunto y luego solía dejarse llevar por la opinión pública, como si careciese de opinión propia. Tenía que haber un camino mejor y, con el fin de conseguirlo, Henderson aconsejaba al senador con prudencia, matizando un poco sus opiniones, en espera del momento en que consiguiera su plena confianza; para poder enterarse de cosas que se suponía que Donaldson debía mantener en secreto. Ese era el problema de los secretos, que tienes que dejar que los demás los sepan, pensó al salir a la calle.
Henderson cogió el autobús para ir al trabajo. Era un martirio encontrar aparcamiento en el Capitolio, y el autobús le dejaba en la puerta. Se sentó en la parte trasera, donde podía terminar de leer su periódico en paz. A las dos manzanas el autobús se detuvo, y al poco Henderson se dio cuenta de que alguien se había sentado junto a él.
—¿Cómo ha ido en Londres? —preguntó el hombre con un tono familiar, que apenas se podía oír por encima del ruido del motor del autobús. Henderson le observó. No le había visto nunca. ¿Tan eficientes eran?
—Conocí a cierta persona —dijo Peter con cautela.
—Tengo un amigo en Londres. Se llama George. —Aquel hombre no tenía ningún acento y, tras, establecer contacto, se dedicó a leer la página de deportes del Washington Post—. No creo que ganen los Senators este año. ¿A usted qué le parece?
—George me dijo que tenía un… amigo en la ciudad. El individuo sonrió mientras leía los resultados deportivos.
—Me llamo Marvin.
—¿Cómo vamos a… cómo voy a…?
—¿Dónde piensa cenar esta noche? —preguntó Marvin.
—Pues no sé. ¿Quiere venir a casa…?
—No, Peter, sería poco inteligente. ¿Conoce el restaurante Alberto’s?
—Sí, en Wisconsin Avenue.
—A las siete y media —dijo Marvin. Se levantó y se apeó en la parada siguiente.
La última etapa partió de la base aérea de Yakoda. Después de otra espera de dos horas y cuarto para la revisión del avión, el Starlifter despegó y volvió a elevarse lentamente en el aire. A partir de ese momento, todos empezaron a ser conscientes de la realidad. Los marines hicieron un esfuerzo por dormir. Era la única manera de paliar la tensión, que aumentaba a medida que se acercaban a su destino. Ahora las cosas eran diferentes, ya no estaban haciendo instrucción, y su comportamiento empezaba a adaptarse a la realidad cruda y dura. En un vuelo de otra clase habrían entablado conversación, contando chistes e historias sobre aventuras amorosas, charlando de sus casas, sus familias y sus planes para el futuro, pero el estruendo del C–141 lo impedía. Así que intercambiaban sonrisas, encerrados en sus propios pensamientos y temores, que no podían compartir. Por eso muchos de ellos preferían hacer ejercicio, intentando disminuir la tensión y cansarse lo suficiente para dormir y olvidar. Kelly, que había hecho lo mismo que ellos en misiones similares, les observaba mientras en su soledad se perdía en pensamientos aún más complejos.
La vida de ciertas personas dependía de él, se dijo Kelly. La aventura había comenzado al intentar salvar a Pam, y su muerte había sido culpa suya. Después había matado para vengarla, pero ¿era engañarse a sí mismo pensar que lo había hecho por su amor y su memoria? ¿Podía sacar algo positivo de la muerte? Había torturado a un hombre, y había de admitir que el dolor de Billy le había regocijado. Si Sandy llegara a saberlo, ¿cómo reaccionaría? ¿Qué pensaría de él? De repente le pareció imprescindible saber cómo le veía ella. Sandy se había esforzado en salvar a aquella muchacha, la había alimentado y protegido, prosiguiendo lo que él había iniciado con un simple rescate. ¿Qué pensaría de alguien que había machacado lentamente el cuerpo de Billy? Al fin y al cabo, Kelly no tenía poder para acabar con todo el mal del mundo. Ni tampoco para ganar la guerra. Ni él ni aquellos marines, aunque fuesen los mejores del mundo. Su misión no era esa. Su objetivo era rescatar a ciertas personas —no se obtenía demasiada satisfacción al matar a alguien, pero salvar una vida era algo que se podía recordar con orgullo—. Esa era su nueva misión. Los traficantes aún tenían cuatro chicas en su poder. Encontraría la forma de rescatarlas, y tal vez pudiera informar a la policía sobre Henry y conseguir que recibiera su merecido. Kelly se daría la oportunidad de hacer algo con su vida sin que los recuerdos lo estropearan todo.
Sólo tenía que sobrevivir a la misión, pensó, y de hecho había logrado salir con vida de peores situaciones. «Soy un tipo duro», se dijo, pero no se lo creía del todo. «Lo hice antes, y lo haré ahora». Era curioso que la mente no recordase los detalles escalofriantes hasta que ya no había escapatoria. Quizá era la inminencia del peligro, o que es más fácil asumir un riesgo cuando estás al otro lado del mundo, pero a medida que se acercaba el momento, empezabas a ver las cosas de otro modo…
—Esta es la parte más dura, señor Clark —dijo Irvin al sentarse junto a él después de haber hecho un centenar de flexiones.
—Sin duda —dijo Kelly casi gritando.
—Hay algo que debes recordar, pulpo; lograste entrar y sacarme fuera, ¿cierto? —Irvin sonrió—. Y eso que soy un buen profesional.
—Debieron confiarse demasiado, al fin y al cabo estaban en su país —observó Kelly tras una pausa.
—Probablemente aquella noche no estaban tan alerta como nosotros. Sabíamos que ibas a intentar entrar. Los soldados que trabajan en su propio país están esperando volver a casa cada noche, pensando en acostarse con su mujer después de la cena. Nosotros somos diferentes.
—Hay pocos como nosotros —reconoció Kelly, y luego sonrió—: Y pocos que tengan menos cerebro.
Irvin le palmeó en el hombro.
—Tienes razón, Clark. —El sargento de artillería se dirigió a dar ánimos a otro, la mejor manera de vencer sus propios temores. Kelly se lo agradeció. Luego, se echó e intentó dormir.
Alberto’s era un restaurante italiano que aún no había sido descubierto por las masas. Un lugar pequeño y típicamente familiar, donde se preparaba una exquisita ternera. De hecho, todos los platos eran deliciosos, y el matrimonio que lo llevaba esperaba pacientemente recibir un buen día la visita del crítico gastronómico del Post, y la subsiguiente prosperidad. De momento iban tirando con los estudiantes de la cercana Universidad de Georgetown y los numerosos comensales del barrio, sin los cuales ningún restaurante podría sobrevivir. La única nota discordante era la música, una colección de grabaciones sentimentaloides de ópera italiana, que salía de unos altavoces baratos. Deberían mejorarlo, pensó Henderson.
Encontró una mesa en la parte trasera. El camarero, probablemente un mexicano indocumentado que intentaba disimular su acento, sin mucho éxito, encendió la vela que había sobre la mesa y fue a buscar el gin–tonic pedido por el cliente recién llegado.
Marvin llegó unos minutos después, vestido informalmente y llevando el periódico de la tarde, que dejó sobre la mesa. Tendría la misma edad que Henderson y era difícil describirle: ni alto ni bajo, ni corpulento ni flaco, de pelo castaño ni largo ni corto, y con gafas que era imposible saber si tenían los cristales graduados. Vestía una camisa de manga corta, sin corbata, y parecía otro vecino que no tenía ganas de prepararse la cena esa noche.
—Los Senators han vuelto a perder —dijo cuando el camarero llevó la copa de Henderson—. Tinto de la casa para mí —pidió Marvin al mexicano.
—Sí —respondió el camarero y se retiró.
Marvin tenía que ser un «ilegal», pensó Peter, estudiándole. Como ayudante de un miembro del Comité de Información, Henderson había sido adiestrado por miembros del Servicio de Información del FBI. Todos los oficiales «legales» del KGB ocupaban puestos diplomáticos, y si los descubrían eran declarados persona non grata y deportados en el primer avión. De esta manera, estaban protegidos de posibles condenas por parte del gobierno americano, lo que para ellos era una ventaja; la desventaja era que se les podía localizar con facilidad, puesto que se conocía su residencia y los coches que utilizaban. Los «ilegales» eran simplemente oficiales del servicio soviético de inteligencia; entraban en el país con documentación falsa y en caso de ser descubiertos acababan en una prisión federal hasta el siguiente intercambio, que podía tardar años en llegar. Eso explicaba por qué Marvin hablaba un perfecto inglés. Cualquier desliz podía tener serias consecuencias. Por tanto, su porte relajado era aún más curioso.
—¿Le gusta el béisbol?
—Aprendí a jugar hace mucho tiempo. Jugaba bien, pero nunca conseguí lanzar con efecto. —El hombre sonrió, y Henderson le correspondió. Había visto las imágenes de satélite del lugar donde Marvin había aprendido su oficio, esa interesante ciudad muy al noroeste de Moscú.
—¿Cómo llevaremos esto?
—Está bien. Vayamos al grano. Ya imagina que no nos veremos muy a menudo.
Henderson volvió a sonreír.
—Sí, dicen que los inviernos en la prisión de Leavenworth son muy duros.
—No es cosa de broma, Peter —dijo el oficial del KGB—. Este es un asunto muy serio. «¡Por favor, otro irresponsable no!», pensó Marvin.
—Lo sé. Perdone —se disculpó Henderson—. Esto es nuevo para mí.
—En primer lugar, concretaremos la manera de ponernos en contacto. Las ventanas de su piso tienen cortinas. Si no tiene nada para mí, déjelas cerradas o abiertas. Si tiene algo, déjelas cerradas a medias. Comprobaré sus ventanas los martes y los viernes, alrededor de las nueve de la mañana. ¿De acuerdo?
—Sí, Marvin.
—Para empezar, Peter, utilizaremos un método de entrega sencillo. Aparcaré mi coche en una calle cerca de su casa. Es un Plymouth Satellite azul oscuro, matrícula HVR–309. Repítala. No la anote nunca.
—HVR–309.
—Meta sus mensajes aquí dentro. —Le pasó algo por debajo de la mesa, un objeto de metal—. No lo acerque a su reloj, contiene un potente imán. Cuando pase junto a mi coche, puede simular agacharse para recoger un trozo de papel, o apoyar un pie en el parachoques para atarse los cordones de los zapatos. Simplemente tiene que sujetarlo al interior del parachoques. El imán lo mantendrá en su sitio.
Aunque lo que acababa de oír era la primera lección para espías noveles, a Henderson le pareció muy sofisticada. Ese método servía para el verano, pero con la llegada del mal tiempo tendrían que idear otro. El camarero les entregó la carta y ambos pidieron ternera.
—Ya tengo algo para usted, si le interesa —dijo Henderson al oficial del KGB. «Ha llegado el momento de hacerle saber quién soy».
Marvin, cuyo nombre verdadero era Iván Alexeievich Yegorov, tenía un verdadero trabajo con todo lo que eso conllevaba. Empleado por la compañía de seguros Aetna como inspector de seguridad, había recibido su formación en el centro de Farmington Avenue que la compañía tenía en Hartford, Connecticut, antes de regresar a la oficina regional de Washington, y su trabajo consistía en identificar los casos de alto riesgo desde los clientes de la compañía, conocidos en el negocio como «riesgos». Eligió el trabajo porque le permitía viajar —el puesto incluía un coche de la compañía— y añadía la ventaja de introducirle en las oficinas de varios contratistas gubernamentales, cuyos empleados no siempre tomaban la precaución de cubrir ciertos documentos que dejaban encima de las mesas. Su superior estaba encantado con él. El nuevo subordinado era muy cumplidor y sus informes, inmejorables. Había rechazado un ascenso y un traslado a Detroit («Lo siento, jefe, pero me gusta demasiado Washington»), cosa que a su supervisor no molestó en absoluto. Tener un hombre de su talento en ese puesto con un sueldo irrisorio, hacía que su sección destacara más en la compañía. Para Marvin significaba pasar cuatro de cada cinco días fuera de la oficina, lo que le permitía reunirse con gente cuándo y dónde quería, además de disponer de coche gratis; incluido mantenimiento y gasolina. Era una vida tan cómoda que, de haber creído en Dios, pensaría que estaba muerto y en el cielo. Su afición por el béisbol le llevaba a elegir el estadio Roben F. Kennedy para hacer las entregas y otros contactos personalmente, arropado por el anonimato de la muchedumbre, lo que en otras circunstancias no era permitido por la Normativa para Operaciones Clandestinas del KGB. En resumen, el capitán Yegorov se sentía muy cómodo en su falsa identidad y en su medio, al tiempo que cumplía con su deber para con su país. Incluso había llegado a América a tiempo de no perderse la revolución sexual. Sólo echaba de menos el vodka, pues los americanos no sabían destilar bien.
«¡Muy interesante!», se dijo Marvin de regreso a su apartamento en Chevy Chase. Era curiosísimo enterarse de una operación de espionaje rusa de alto nivel gracias a un americano, y ahora se le presentaba la oportunidad de hacer daño al enemigo principal de su país a través de terceras personas; si lograba hacer las gestiones a tiempo. También podría poner a sus superiores al corriente sobre una operación que los cretinos de la Fuerza Aérea soviética pensaban realizar y que podía comprometer seriamente la seguridad de la Unión Soviética. Probablemente intentarían tomar el mando de la operación. Con algo tan importante como la defensa nacional, uno no podía fiarse de los capullos de la fuerza aérea —tendría que ser un oficial de Seguridad Interna quien hiciera las preguntas—. Escribió su informe, lo fotografió, y rebobinó la película del minúsculo carrete. Tenía una cita con un contratista local al día siguiente por la mañana, a primera hora. Después de la primera visita pasaría a desayunar por Howard Johnson’s, el lugar elegido para hacer la entrega. Dentro de dos días, o quizá tres, la película estaría en Moscú, enviado de la forma más segura: con la valija diplomática.
El capitán Yégorov terminó su trabaje justo a tiempo para ver el final del partido de los Senators; el home run de Frank Howard en la novena entrada no fue suficiente para evitar la derrota ante Cleveland por 5 a 3. Qué casualidad, pensó, mientras bebía un sorbo de cerveza. Henderson era una auténtica joya, y nadie se había molestado en decirle a Yégorov —probablemente lo ignoraban— que tenía su propia fuente de información dentro de la Oficina de Asuntos de la Seguridad Nacional de la Casa Blanca.
A pesar del nerviosismo ante la proximidad de la operación, todos se sintieron aliviados cuando el C–141 aterrizó en Danang. Habían tenido que soportar aquel espantoso ruido durante las veintitrés lloras del viaje, demasiado tiempo, en su opinión, hasta que de repente volvieron a la dura realidad. Al abrirse la puerta de carga les asaltó un olor pestilente, que los veteranos del lugar llamaban «Olor de Vietnam». El contenido de varias letrinas había sido depositado en unos barriles y quemados con gasóleo.
—¡Olor de hogar!, bromeó un marine, un chiste de dudoso gusto que provocó algunas nerviosas carcajadas.
—¡Preparados para desembarcar! —gritó Irvin mientras disminuía el ruido de los motores. Los hombres se movieron despacio, entorpecidos por el cansancio y el entumecimiento. La mayoría sacudía la cabeza para recuperarse del aturdimiento causado por los tapones. Bostezaban y estiraban los músculos con movimientos que un psicólogo habría catalogado como típicas expresiones no verbales de intranquilidad.
La tripulación del avión llegó justo cuando bajaban los últimos soldados. El capitán le dio las gracias por el viaje que, aunque largo, había transcurrido sin incidentes. Después de un servicio maratoniano, la tripulación iba a poder disfrutar de varios días de descanso obligatorio, aunque desconocían si permanecerían en la zona, realizando algún que otro vuelo de abastecimiento a la base Clark, hasta que el equipo estuviese listo para emprender el viaje de regreso. Albie ordenó a los hombres que subieran a los dos camiones que aguardaban en la pista, que les trasladaron a una zona de la base aérea donde esperaban dos aviones. Eran dos C–2A Greyhound de la Armada. Se oyeron algunas quejas mientras los soldados buscaban asiento antes de emprender el viaje de una hora que les llevaría al portaaviones Constellation. Una vez ahí, subieron a dos helicópteros CH–46 Sea Knight que les trasladaron al Ogden, donde, agotados y desorientados, fueron conducidos a un espacioso alojamiento con literas. Kelly les observó romper filas. ¿Qué pasaría ahora?
—¿Cómo ha ido el viaje? —se dio la vuelta y vio al vicealmirante Podulski, con su arrugado uniforme caqui y una expresión excesivamente jovial, dadas las circunstancias.
—Los del aire tienen que estar locos —se quejó Kelly.
—Les gusta poner a prueba la paciencia. Sígame —ordenó el almirante, conduciéndole a la superestructura. Kelly echó un vistazo a su alrededor. Al este, en el horizonte, se divisaba el Constellation, y pudo ver un avión despegar de un extremo, mientras en el otro extremo varios aparatos sobrevolaban en círculos, esperando turno para aterrizar. Dos cruceros navegaban no muy lejos, y un número indeterminado de destructores rodeaban la formación. Era algo que Kelly había tenido pocas ocasiones de presenciar: el Blue Team de la Armada en acción, dominando los océanos.
—¿Qué es eso? —preguntó señalando un barco con el dedo.
—Un pesquero ruso. —Podulski hizo una señal para que Kelly entrara por una puerta hermética.
—¡Fantástico!
—No se preocupe. Nos encargaremos de él —aseguró el vicealmirante.
Dentro de la superestructura, subieron por una serie de escaleras hasta llegar a un centro de operaciones provisional. Podulski ocuparía el camarote del capitán, situado a babor, durante la misión, desterrando al comandante del Ogden a un camarote más pequeño, cerca del puente. Contaba con un salón muy cómodo, y en él se encontraba el capitán del buque.
—¡Bienvenido a bordo! —dijo el capitán Ted Franks—. ¿Es usted Clark?
—Sí, señor.
Franks tenía cincuenta y seis años, y había servido en buques anfibios desde 1944. El Ogden era el quinto buque a sus órdenes y sería también el último. A pesar de su corta estatura, su complexión rechoncha, y su calvicie, mantenía un porte aguerrido y una expresión que oscilaba de la bondad a la seriedad. En ese momento, predominaba la primera. Indicó a Kelly que se sentara junto a una mesa en el centro del salón, sobre la que había una botella de Jack Daniels.
—Esto no está permitido —dijo Kelly.
—Para mí, sí —repuso el capitán Franks—. Son raciones de aviador.
—Yo lo pedí —explicó Casimir Franks—. Me lo enviaron desde el Constellation. Necesitamos algo que nos calme los nervios tras pasar tanto tiempo con los chicos del aire.
—Nunca discuto con almirantes, señor. —Kelly echó dos cubitos de hielo en un vaso y los cubrió de whisky.
—El segundo comandante está hablando con el capitán Albie y sus hombres. Están recibiendo el mismo trato que usted —añadió Franks, lo que quería decir que cada hombre encontraría un par de botellas, como las que se sirven en los aviones, encima de su litera—. Señor Clark, nuestra nave está a su disposición. Sólo tiene que pedir lo que quiera, y haremos lo posible por ofrecérselo.
—Desde luego, capitán, usted sabe agasajar a sus invitados. —Kelly bebió un sorbo de whisky. El sabor del alcohol le hizo consciente de su agotamiento—. Entonces, ¿cuándo?
—Dentro de cuatro días. Tendrán dos días para recuperarse del viaje —dijo el almirante—. El submarino llegará dos días después. Los marines entrarán en acción el viernes por la mañana, según las condiciones meteorológicas.
—De acuerdo. —No podía decir otra cosa.
—Sólo el segundo comandante y yo estamos al corriente. Intente que no se difunda entre lo demás. Tenemos una tripulación bastante buena. El equipo de inteligencia está a bordo y ya ha empezado a trabajar. El equipo médico llegará mañana.
—¿Disponemos de fotografías de reconocimiento?
Podulski se encargó de responder:
—Tendremos fotografías del campo de prisioneros dentro de un rato, nos las enviarán desde el Constellation. Otra serie llegará doce horas antes del comienzo de la misión. Además, están las tomas captadas hace cinco días por el Buffalo Hunter. El campo sigue estando ahí, y los guardias también, todo sigue igual.
—Y ¿qué hay del «género»? —dijo Kelly, utilizando la palabra en clave para referirse a los prisioneros.
—Sólo tenemos tres fotografías de americanos en el campo. Podulski se encogió de hombros.
—Todavía no han inventado una cámara que pueda fotografiar lo que hay bajo techo.
—Entiendo. —Frunció el ceño.
—Yo también estoy preocupado por eso —admitió Gas.
—Capitán —preguntó Kelly—, ¿hay algún lugar donde podamos entrenar?
—Hay una sala de pesas detrás del comedor de la tripulación. Como le he dicho, está a su disposición.
Kelly terminó su copa, y dijo:
—Bien, creo que necesito dormir un poco.
—Comerá con los marines. Le gustará la comida —prometió el capitán Franks.
—De acuerdo.
—He visto a dos hombres sin casco —dijo Marvin Gooding al jefe.
—Hablaré con ellos.
—Bien, gracias por su cooperación.
Había sugerido once recomendaciones sobre la seguridad, y el propietario de la empresa de cemento las había adoptado todas, con la esperanza de reducir los costes de la póliza. Marvin se quitó el casco blanco y se limpió el sudor de la frente. Iba a ser un día caluroso. Los veranos eran muy diferentes a los de Moscú, aquí había más humedad. Pero los inviernos eran más suaves.
—Si fabricaran estos chismes con pequeños agujeros de ventilación, serían más cómodos.
—Yo también he pensado lo mismo —dijo el capitán Yegorov, de regreso a su coche.
Al cabo de quince minutos, entró en el aparcamiento de Howard Johnson’s. Aparcó el Plymouth azul en un espacio junto al lateral oeste del edificio. Al mismo tiempo que él salía del coche, un cliente terminó su café dentro del establecimiento y dejó un hueco libre en el mostrador, junto con una propina de un cuarto de dólar para la camarera. El restaurante disponía de una doble puerta para ahorrar en aire acondicionado, y cuando los dos hombres se cruzaron a solas, protegidos de miradas indiscretas por las puertas de cristal, la película pasó de una mano a otra sin necesidad de aminorar el paso. Después, Yegorov/Gooding pasó al interior del establecimiento, y un mayor «legal» del KGB, llamado Ishchenko, continuó su camino. Sintiéndose más ligero, Marvin Gooding se sentó en el mostrador y pidió un zumo de naranja para empezar. Había tantas cosas buenas para comer en Estados Unidos.
—Estoy comiendo demasiado. —Doris probablemente decía la verdad, pero de todas maneras atacó el plato de pasteles.
Sarah no comprendía la manía de los americanos por adelgazar.
—Has perdido mucho peso en las dos últimas semanas. Te conviene recuperar un poco —dijo Sarah Rosen a la convaleciente Doris.
El Buick de Sarah estaba aparcado fuera, y aquella tarde irían a Pittsburgh. Sandy había vuelto a cortarle el pelo a Doris, y le había comprado ropa un poco más apropiada para la ocasión, una blusa de seda beige y una falda granate hasta la rodilla. El hijo pródigo podía volver a casa con la ropa hecha jirones, pero la hija tenía que regresar con un poco de orgullo.
—No sé qué decir —murmuró Doris Brown, al levantarse para recoger la mesa.
—Tú sigue recuperándote —contestó Sarah. Se dirigieron al coche, y Sarah se subió detrás. Si Kelly les había enseñado algo era prudencia. La doctora Rosen aceleró y enfiló por la calle Loch Rayen en dirección norte, luego cogió la carretera de circunvalación de Baltimore en dirección oeste hasta la Interestatal 70. El límite de velocidad era de ciento diez kilómetros por hora, pero Sarah lo sobrepasó y puso su pesado Buick rumbo a las montañas de Catoctin. Cuantos más kilómetros las separaran de la ciudad, más seguras estarían. Pasado Hagerstown, se relajó y empezó a disfrutar del viaje. Después de todo, ¿qué probabilidad había de que reconocieran a Doris en un coche en marcha?
Fue un viaje sorprendentemente silencioso. Habían agotado todos los temas de conversación en los últimos días, mientras Doris se recuperaba. Aún necesitaba asesoramiento sobre su dependencia, y ayuda psicológica urgente, pero Sarah ya había hablado al respecto con una colega que trabajaba en la prestigiosa Facultad de Medicina de la Universidad de Pittsburgh. Era una mujer de unos sesenta años, que no acostumbraba informar a la policía local, así que por ese lado no había problema. En el silencio que reinaba en el coche, Sandy y Sarah podían sentir cómo aumentaba la tensión. Ya habían hablado acerca de su regreso. Doris iba a reencontrarse con una casa y un padre, que había dejado para llevar una vida que estuvo a punto de conducirla a la muerte. Durante meses el principal ingrediente de su nueva vida sería la culpabilidad, en parte merecida y en parte imaginada. A fin de cuentas, era una joven con mucha suerte, aunque aún no lo comprendiera. Para empezar, estaba viva. Con la recuperación de su confianza y amor propio, quizá dentro de dos o tres años podría vivir con tanta normalidad que nadie sospecharía de su pasado o notaría las secuelas, que irían desapareciendo gradualmente. La muchacha cambiaría al recuperar la salud, y volvería no sólo con su padre sino al mundo de la gente real.
Si la psicóloga la trataba con tacto y solicitud, quizá incluso se convirtiese en una persona más fuerte que antes, deseó Sarah. La doctora Michelle Bryant tenía muy buena reputación, y seguramente era el profesional más adecuado. Para la doctora Rosen, que seguía conduciendo hacia el oeste, a una velocidad ligeramente superior a la permitida, dejar a un paciente sin haber terminado su labor era una de las facetas más difíciles de la medicina. En su experiencia con toxicómanos le había sucedido con frecuencia, pero seguía dejándole un mal sabor de boca. Llegaba el momento en que tenía que dejarles marchar, con la esperanza y la confianza de que el paciente pudiese hacer lo demás. Algo parecido se debía sentir cuando se casaba una hija, pensó Sarah. Por teléfono, el padre de Doris parecía un hombre decente, y a Sarah Rosen no le hacía falta ser psicóloga para saber que, más que otra cosa, Doris necesitaba vivir una relación con un padre cariñoso y honrado para que, un día, pudiera desarrollar otra semejante en su propia vida. Ese trabajo debía dejárselo a otros, pero no mitigaba la preocupación que Sarah seguía sintiendo por su paciente. Todos los médicos tenían algo de madre judía, y en este caso era particularmente difícil evitarlo.
Llegaron a las empinadas colinas de Pittsburgh. Doris indicó a Sarah que siguiera el curso del río Monangahela hasta enfilar la calle donde vivía su padre y, cuando Sandy empezó a comprobar los números de las casas, su tensión se incrementó. Habían llegado. Sarah aparcó el Buick rojo, y las tres respiraron hondo.
—¿Estás bien? —preguntó a Doris, que se limitó a asentir con la cabeza.
—Es tu padre, cariño. Te quiere.
Raymond Brown era una persona bastante corriente, observó Sarah un momento después. Debía llevar horas esperando al lado de la puerta, y bajó los escalones de hormigón agarrándose de la barandilla con una mano temblorosa, nervioso. Con torpe galantería, abrió la puerta trasera del coche para que bajara Sandy. Luego se asomó al interior del vehículo y a pesar de sus esfuerzos para disimular su emoción, cuando su mano tocó la de su hija, sus ojos se llenaron de lágrimas. Al apearse del coche, Doris dio un traspié y su padre la sujetó, estrechándola contra su pecho.
—¡Oh, papá!
Sandy O’Toole volvió el rostro, para que padre e hija compartieran a solas aquel momento, y su mirada se cruzó con la de la doctora Rosen, también empañada por la emoción. Ambas mujeres se mordieron los labios.
—Entra, nena —dijo Ray Brown.
Acompañado por su hija, volvió a subir los escalones, deseoso de tenerla bajo su techo y su protección. Las dos mujeres les siguieron.
El salón estaba casi a oscuras. Debido a que el señor Brown dormía durante el día, había colocado persianas en las ventanas, y había olvidado subirlas. La habitación estaba atestada de alfombras trenzadas, recargados muebles de los años cuarenta y mesitas de caoba cubiertas con tapetes de encaje. Todo decorado con numerosas fotografías. De la esposa difunta. Del hijo muerto. Y de una hija perdida; había cuatro de Doris. En la oscura seguridad de la casa, el padre volvió a abrazar a la hija.
—¡Cariño! —dijo, y repitió las palabras que había estado ensayando durante días—: No debí decirte aquello, me equivoqué.
—Está bien, papá. Gracias por… por decírmelo.
—Doris, tú eres mi hija.
No era necesario añadir más. Se abrazaron por más de un minuto, y luego ella se libró suavemente de sus brazos, riéndose.
—Tengo que ir al cuarto de baño.
—Está en el mismo sitio de siempre —dijo su padre, secándose las lágrimas.
Doris subió escaleras arriba. Raymond Brown se volvió hacia sus invitadas.
—Yo he almorzado ya. —Siguió un silencio embarazoso. No era el momento de cuidados modales o de decir frases de cumplido—. No sé qué decir.
—No se preocupe. —Sarah sonrió con benevolencia—. Pero necesitamos hablar. Por cierto, esta es Sandy O’Toole. Sandy es enfermera y, más que a mí, es a ella a quien hay que agradecer la recuperación de su hija.
—Encantada —dijo Sandy, tendiéndole la mano.
—Doris va a necesitar mucha ayuda, señor Brown —dijo la doctora Rosen—. Lo ha pasado francamente mal. ¿Podemos hablar de ello?
—Sí, doctora. Por favor, siéntense. ¿Quieren tomar algo? —preguntó con apuro.
—He concertado una entrevista para su hija con una doctora de Pittsburgh. Se llama Michelle Bryant. Es psicóloga.
—¿Quiere decir que Doris está… enferma?
Sarah negó con la cabeza.
—No, no es eso. Pero lo ha pasado muy mal, y un buen tratamiento médico la ayudará a recuperarse con más rapidez. ¿Me entiende?
—Doctora, haré todo lo que me diga, ¿de acuerdo? Tengo un seguro médico de la empresa donde trabajo.
—No se preocupe por eso. Michelle lo hará como un favor profesional. Usted tendrá que acompañar a Doris a las sesiones. Es muy importante que se muestre comprensivo. Ella ha sufrido una experiencia espantosa. Le han pasado cosas terribles. Pero su recuperación será completa, si usted la ayuda. Michelle se lo explicará mejor que yo. Lo que quiero decir, señor Brown, es que, por espantosas que sean las cosas que escuche, por favor…
—Doctora —interrumpió él suavemente—, estamos hablando de mi hija. Es todo lo que tengo, y no pienso… estropearlo y perderla de nuevo. Antes preferiría morir.
—Señor Brown, eso es exactamente lo que necesitábamos saber.
Kelly se despertó a la una de la madrugada, hora local. El whisky no le había dado resaca. De hecho, se sentía extraordinariamente descansado. Tumbado en la oscuridad del camarote, distendió los músculos, arrullado por los sonidos de las máquinas y mecido por la suave oscilación del Ogden que viraba a babor. Se dirigió hacia las duchas y se lavó con agua fría para acabar de despertarse. Al cabo de diez minutos estaba vestido y presentable. Era hora de explorar el barco.
Los buques de guerra nunca dormían. Aunque la mayoría de las tareas se realizaban durante las horas de luz, los inflexibles turnos de guardia significaban que siempre había movimiento. Al menos cien hombres de la tripulación permanecían siempre en sus puestos, y otros muchos circulaban por los estrechos pasillos camino de sus tareas cotidianas y de mantenimiento. Un buen número descansaban en los comedores, leyendo o escribiendo cartas.
Kelly vestía traje de faena, y llevaba una placa con su nombre, pero no insignia. Para la tripulación era simplemente «el señor Clark», un civil, y corría el rumor de que pertenecía a la CIA; acompañado por los habituales chistes sobre James Bond, que cesaban en cuanto él aparecía. Los marineros se apartaban a su paso mientras exploraba los pasillos, y le saludaban con una respetuosa inclinación de cabeza que él devolvía, asombrado por recibir trato de oficial. Aunque sólo el capitán y el segundo de a bordo conocían la naturaleza de la misión, los marineros no eran tontos. No se enviaba un buque de guerra desde San Diego hasta ese lugar sólo para prestar apoyo a una pequeña unidad de marines, salvo que hubiese una buena razón, y aquel grupo de hombres haría sombra al mismísimo John Wayne.
Kelly dio con la cubierta de aterrizaje, en la que había tres marineros. El Connie seguía visible en el horizonte. Las luces de los aviones que despegaban de su cubierta centelleaban contra un cielo de estrellas. Unos minutos después, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y distinguió la silueta de varios destructores a unas millas de distancia. Coronando el Ogden, las antenas del radar giraban con un zumbido, pero el sonido dominante era el continuo susurro del casco de acero abriendo las aguas.
—¡Dios mío, qué belleza! —exclamó para sí mismo.
Kelly regresó a la superestructura, y la recorrió de extremo a extremo hasta que encontró el centro de información de combate. El capitán Franks se hallaba allí, sin dormir como la mayoría de los comandantes.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó Franks.
—Sí, señor. —Kelly observó el trazado del itinerario, denominado TF–77.t, y contó los buques de guerra que integraban la formación. Había varios radares en funcionamiento, porque Vietnam del Norte contaba con aviación y cualquier día podía ocurrírsele intentar alguna tontería.
—¿Cuál es nuestro amigo ruso?
—Este. —Franks lo señaló en la pantalla—. Un pequeño pesquero repleto de radares y sistemas de escucha camuflados. Nos están siguiendo. Los hombres del equipo de servicio de inteligencia que se hallan a bordo se están divirtiendo mucho —prosiguió el capitán—. Están acostumbrados a trabajar en barcos pequeños. Aquí se sienten como en el Queen Mary.
—Es un barco bastante grande —dijo Kelly—. También parece prácticamente desierto.
—Sí. Bueno, no ha habido ningún problema entre mis hombres y los marines. ¿Necesita consultar algunas cartas? Están en mi camarote, bajo llave.
—Me parece una buena idea, capitán. ¿Un poco de café?
El camarote de Franks era bastante cómodo. El asistente les sirvió café y el desayuno. Kelly desplegó la carta y volvió a estudiar el cauce del río que iba a remontar.
—El agua es muy profunda —observó Franks.
—Lo suficiente —dijo Kelly, y cogió una tostada—. El objetivo está justo aquí.
Franks sacó un compás de su bolsillo y midió la distancia.
—¿Cuánto tiempo lleva en este tipo de trabajo? —preguntó Kelly.
—¿Anfibios? —Franks rio—. Estuve en Annapolis durante dos años y al licenciarme pedí destino en destructores, así que me asignaron en una lancha de desembarco como segundo de a bordo, ¿qué le parece? Hice mi primer desembarco en Pelileu. En Okinawa estuve al mando de mi propia lancha. Luego Inchon, Wonsan, el Líbano… He pintarrajeado muchas playas. ¿Cree que…? —preguntó levantando los ojos.
—No estamos aquí para fallar, capitán. —Aunque Kelly había memorizado cada recodo del río, siguió examinando la carta, una copia exacta de la que habían estudiado en Quantico, por si se había dejado algo. No encontró nada nuevo, pero seguía mirándola fijamente.
—¿Va a entrar solo? Es una larga travesía a nado, señor Clark —dijo Franks.
—Contaré con algo de apoyo, y no tendré que volver nadando, ¿verdad?
—Supongo que no. Será maravilloso sacar a esos hombres de allí.
—Sí, señor.